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Aprendamos a ver cine VII

Y ARTESANOS

MIENTRAS EL MUNDO SE DESMORONA

Luis Ignacio de la Peña

Joseph Francis Keaton, conocido por todo el mundo por el apodo de Buster (en la época de su infancia signifi caba “golpe”), que según decía el susodicho le había endilgado el mismísimo Harry Houdini, nació en 1895 en el seno de una familia de comediantes. Por ello, desde la infancia subió al escenario, donde aprendió acrobacias y prodigiosas maneras de caer que cualquier gato respetable del vecindario envidiaría de todo corazón. Tuvo una exitosa intervención en vodeviles, fue reclutado para la Primera Guerra Mundial (y, aunque no participó en ninguna acción bélica, terminó con problemas auditivos) y en 1917 conoció a Fatty Arbuckle, quien lo conectó con el cine.

pronto, Buster se convirtió en amigo y coestrella de Arbuckle, en autor y ejecutor de situaciones cómicas y codirector de muchos de los cortos en los que participó con su obeso compañero. Después del escándalo (derivado de la muerte de una aspirante a actriz en una fi esta alocada) que hundió a fuerza de chismes en los periódicos de la cadena Hearst la carrera de Arbuckle, Keaton consiguió que le asignaran una unidad de producción. Así empezó su trayectoria personal, por la que obtuvo, según encuestas, el puesto 21 como el mejor actor masculino de todos los tiempos (en 1999), el 62 por la obra más divertida del cine (en 2000, por El moderno Sherlock Holmes) y el 15 como autor de una las mejores películas de la historia (en 2002, por El maquinista de la General, además de que en esa encuesta recibieron votos otras dos de sus obras: Nuestra hospitalidad y El moderno Sherlock Holmes).

En el periodo que va de 1920 a 1929 realizó una veintena de cortos y una docena de películas de largometraje. Y prácticamente todo ese material es valioso. Esto no se debe a ninguna casualidad, pues Keaton tuvo el mejor ojo para el cine entre los comediantes de la época muda, aunado a la creación de un personaje inconfundible, un despliegue de ingenio en verdad impresionante y una minuciosa puesta en escena que convertía la precisión absoluta en asunto de

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Escenas de El moderno Sherlock Holmes, de 1924. vida o muerte. En su caso, la improvisación tenía poca cabida, pero los resultados funcionan como máquina de relojería encargada de marcar el ritmo de un mundo sumido en el desconcierto y el malentendido, un mundo a punto de derrumbarse física o fi guradamente.

Veamos primero el personaje. No tiene la estampa defi nitiva que poseen el vagabundo de Chaplin o el hombre común de Harold Lloyd, así que puede ser un millonario aburrido, un esposo de clase media, un heredero desubicado y desesperado, un camarógrafo que busca quedar bien, el modesto maquinista de un tren, el proyeccionista de un cine, el ingenuo que pretende convertirse en hombre de negocios –y termina en una persecución policiaca de pesadilla– o el recién casado que levanta una casa prefabricada. No lucha como Lloyd por ganarse un lugar a golpe de destreza, ni es benefi ciario de la suerte o la buena voluntad como el vagabundo. Nunca solicita ni por equivocación que nos apiademos de él. Se trata de un testigo que observa cómo todo a su alrededor empieza a volverse polvo y cascajo (y vaya que esto suele ser literal). Frente a las actitudes y gestos exagerados de gran parte de sus contemporáneos, Keaton permanece inconmovible (mas no insensible) en el epicentro del cataclismo, no se le mueve un músculo del rostro así se hunda en el más insondable de los abismos. Ésa es la primera seña particular de su personaje (se afi rma, incluso, que por contrato no podía sonreír en público). La otra es el sombrero plano que usa en muchas ocasiones, aunque también puede ser objeto de broma como cuando el personaje de El héroe del río va a una sombrerería, se prueba varios y se sobresalta al verse con ése.

Ahora bien, ¿por qué tenía el mejor ojo para el cine? Por la sencilla razón de que su humor depende de sus muy alambicadas construcciones visuales, apuntaladas, sí, por las situaciones

en que están inmersas, pero que constituyen alardes de imaginería que dependen no de lo verbal, sino sólo de lo visible. Para comprobarlo, basta con enunciar el planteamiento de El moderno Sherlok Holmes (Sherlock Jr., 1924). En esa película tenemos al proyeccionista de un cine que, abrumado por el malentendido disparador del rechazo de su pretendida, se duerme mientras realiza su trabajo. En seguida vemos que su imagen se separa de su cuerpo, entra en la sala de cine, recorre el pasillo central, observa y se mete a la pantalla. Una vez dentro se suceden vertiginosos cambios de escena que le acarrean desconcierto y caídas (una de ellas le causó una lesión en la columna vertebral que fue detectada años más tarde). Ya instalado en la trama y con los personajes con los rostros de sus conocidos, es un detective que investiga el robo de unas perlas, sobrevive a varios atentados, realiza proezas varias tanto de equilibrio como de agilidad y captura a los culpables antes de despertar y enterarse de que su prometida había logrado desentrañar el malentendido. El lugar común que reza que el cine es una fábrica de sueños se toma al pie de la letra en El moderno Sherlock Holmes. Se trata de una obra que muestra cómo se plasma en una película un sueño, de cómo la fantasía (por más disparatada que pueda parecer) se nutre de la vida. Pero también hallamos lo contrario, pues al fi nal el proyeccionista mira con atención a los personajes de la cinta que se pasa en el cine para imitarlos paso a paso cuando quiere darle un beso a su novia.

La precisión que exigía el trabajo de Keaton puede evaluarse a simple vista en El héroe del río (Steamboat Bill Jr., 1928). En la parte central de la película hay una secuencia en la que un huracán destroza el puerto. Los techos de las casas se desprenden, los edifi cios en torno al personaje central (Keaton mismo, claro), a quien los vientos han sacado de la cama, empiezan a derrumbarse a diestra y siniestra, lucha contra las ráfagas, que más de una vez lo arrastran y lo hacen volar y en el momento más crítico queda frente a una pared que se desprende y cae sobre él… pero nada le sucede porque estaba colocado exactamente donde pasa el hueco de una ventana. El muro era real y pesaba toneladas; de haber salido algo mal, Keaton no hubiera podido contarlo. Este hombre no fue sólo el relojero planifi cador de escenas espectaculares, también hay que considerarlo un hábil narrador a través de imágenes, contrapuntos, planos y contraplanos, un imaginativo maniático de los detalles (el tren que reconstruye a imagen de los primeros vehículos de su tipo en Nuestra hospitalidad), incluso si esos detalles son absurdos (la puerta de la casa del detective de El moderno Sherlock Holmes es la de una caja fuerte).

Se considera El maquinista de la General (The General, 1927) como la obra maestra de Keaton.

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Escena de El héroe del río, de 1928, en la que cae una pared sobre el personaje de Buster Keaton.

Escena de El maquinista de la General, de 1927.

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Presenta la historia de un conductor ferroviario durante la Guerra de Secesión en Estados Unidos, quien se ve envuelto en un par de peculiares persecuciones de locomotoras. Aquí están los elementos típicos de muchas de las comedias de Keaton: el personaje central pequeño, débil y menospreciable sólo en apariencia, la novia que lo desdeña por malentendidos, la irrupción de situaciones apremiantes que vienen a revolucionar las cosas y terminan por poner todo en su lugar, la sucesión de situaciones cómicas, los despliegues espectaculares de saltos, caídas, incendios, cañonazos y diversos accidentes para llegar a un clímax en el que uno se pregunta si el maquinista ama más a la locomotora que a la novia (la primera al menos le obedece; la segunda en momentos es sometida a zarandeos inmisericordes). Sin duda esta obra se merece el gran aprecio que se le tiene; sin embargo, como sucede con frecuencia, en su momento no fue bien recibida. Se consideró larga y tediosa, a pesar de ser una historia muy bien construida y, por lo tanto, bien contada; no obstante presentar un gran despliegue de recursos técnicos y una cuidadosa reconstrucción de época, se le reprochó que no fuera completamente seria o decididamente cómica, lo cual ya era desde antes una de las características de las obras de Keaton (ver, por ejemplo, el largo preludio de Nuestra hospitalidad, de 1923). Creo que tampoco se valoró la sutileza de la mirada irónica. No me parece que en este caso haya infl uido el hecho de que los personajes fueran del bando sureño, pues esto es sólo circunstancial y sin los aspectos ideológicos polémicos que despliega El nacimiento de una nación (D. W. Griffi th, 1916).

Aunque parezca paradójico, en ciertos momentos Keaton está muy cerca del universo creado por el escritor Franz Kafka. La persecución de un ejército de mujeres vestidas de novia en Siete oportunidades (Seven chances, 1925) y la construcción de la casa contrahecha en Una semana (One week, 1920) tienen ese clima, lo mismo que la situación de La casa eléctrica (The electric house, 1922) o, prácticamente en su totalidad, el corto llamado Policías (Cops, 1922). También puede otorgársele el título de gran heredero de Georges Méliès, pues así lo acredita sin lugar a dudas y sin necesidad de retorcer mucho el imaginativo uso de los trucos que sólo el cine podía ofrecerle.

El primer divorcio y la llegada del cine sonoro relegaron a Keaton. Por un lado, perdió buena parte de sus bienes y su contrato fue vendido a un estudio que minó su creatividad. Participó como actor en muchas películas habladas en plan desangelado (con Jimmy Durante, por ejemplo o, en uno de los ejemplos más patéticos, con un comediante infi nitamente inferior como Ángel Garasa en la película mexicana de 1946,

El moderno Barba Azul) y escribió a sueldo chistes (algunos para los Hermanos Marx).También se agudizó su alcoholismo y se enredó en un segundo matrimonio fallido.

Keaton, gracias a un tercer matrimonio, reencontró el equilibrio. Actuó en una serie de cortos que son malas comedias al estilo de los Tres Chifl ados. Realizó con éxito una serie de programas de televisión y tuvo esporádicas apariciones en películas de otros –por ejemplo en Candilejas (Limelight, 1952), de Chaplin, o El crepúsculo de una estrella (Sunset Boulevard, 1950), de Wilder. Su presencia en la pantalla chica hizo renacer el interés por sus películas mudas, que fueron revaloradas y restauradas. Luego de más papeles pequeños en otras cintas y estelares en comerciales para la televisión, además de la participación en el corto Film (1964), con guión de Samuel Beckett, Keaton murió de cáncer de pulmón en febrero de 1966.

La antítesis de Buster Keaton

En 1985 Woody Allen realizó una cinta llamada La rosa púrpura del Cairo. Ahí Allen pone en marcha una situación que es la opuesta a lo que Buster Keaton había planteado en El moderno Sherlock Holmes.

Y es que buena medida Allen puede califi carse como la antípoda de Keaton. Es cierto que al principio de su carrera el primero echó mano de recursos del slapstick, pero conforme fue defi niendo su estilo, su humor se centró más en el contexto de las situaciones que en la acción física, más en una densa verborrea que en sorpresas visuales.

Si en El moderno Sherlock Holmes el proyeccionista se mete en una película para vivir una fantasía, en La Cartel de la película La rosa púrrosa púrpura del Cairo un personaje se sale de la pantalla pura del Cairo, de Woody Allen. para conocer y poner en entredicho la realidad. Estilos y propuestas opuestas, sí, pero los temas en el fondo son los mismos y podemos decir que en ambos casos los resultados son estupendos. NOTA: Suelen indicarse también como fuentes de inspiración de La rosa púrpura del Cairo otras dos obras: Seis personajes en busca de autor, de Pirandello, y Hellzapoppin’, una película de 1941 que desconozco.

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