JORGE ARGÜELLO
¿Gobierno del pueblo o gobierno de los políticos? JOSÉ NUN
HISTORIA CRÍTICA DEL FMI El gendarme de las finanzas OSCAR UGARTECHE
EL DÓLAR Pasado, presente y futuro MICHEL AGLIETTA Y VIRGINIE COUDERT
CREAR LA INDEPENDENCIA Historia de un problema argentino AA.VV.
LAV ES D EL S IG LO X X I
DEMOCRACIA
HISTORIA URGENTE DE ESTADOS UNIDOS JORGE ARGÜELLO
Desde los inicios del siglo XXI, Estados Unidos se encuentra en crisis. El 11 de septiembre de 2001, la debacle financiera iniciada en 2007 y la gran recesión que le siguió, hicieron tambalear sus centros políticos y económicos. Pero no son los únicos procesos novedosos que impactan en la reconfiguración geopolítica actual. La irrupción de China, que produce hoy el 17% del PBI mundial contra el 15% de Estados Unidos, y la regeneración de la matriz productiva norteamericana modificaron los ejes de acción hacia adentro y hacia afuera de la primera potencia militar mundial. Superado el estado de emergencia inicial tras el crack financiero, y pese a ciertas mejoras en la situación general del país durante la presidencia de Obama, el descontento domina el humor social de los estadounidenses. Una ola de cambios está reconfigurando al Estados Unidos que conocimos y en ella participan activamente poderosos grupos de interés, actores de un mundo complejo, globalizado y
EL MITO DE LA ARGENTINA LAICA
multipolar. Los establishments partidarios –demócrata y
Catolicismo, política y Estado
republicano– aparecen severamente cuestionados. La sociedad
FORTUNATO MALLIMACI
se ha mostrado dispuesta a legitimar outsiders autoritarios
HISTORIA URGENTE DE ESTADOS UNIDOS
Otros títulos de esta colección
HISTORIA URGENTE DE ESTADOS UNIDOS La superpotencia en su momento decisivo
es abogado (UBA)
y Master en Administración y Políticas Públicas (Universidad de San Andrés). Fue Representante Permanente de Argentina ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Embajador de la República Argentina en Portugal y Cabo Verde y, entre 2011 y 2013, Embajador en los Estados Unidos de América. En 2011 ejerció la Presidencia
JORGE ARGÜELLO
del Grupo de los 77 y China. Argüello fue dos veces Diputado de la Nación, Concejal en la Ciudad de Buenos Aires, Convencional Constituyente y dos veces Legislador porteño. Es miembro del Advisory Board del Center for Latin American Studies de Georgetown University (EE.UU.) y preside la Fundación Embajada Abierta. En Capital Intelectual publicó Diálogos sobre Europa (2015).
o rebeldes, pero también intentó ocupar el corazón de las rechazo a la discriminación y la violencia contra las minorías. Jorge Argüello conoce los matices de la superpotencia desde adentro y analiza la historia reciente de un país que resiste toda interpretación simplista.
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finanzas en la Gran Manzana y desencadenó movimientos en
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Historia urgente de Estados Unidos La superpotencia en su momento decisivo
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Argüello, Jorge Historia urgente de Estados Unidos: la superpotencia en su momento decisivo / Jorge Argüello. -1a ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Capital Intelectual, 2016. 240 p.; 20 x 14 cm. - (Claves del siglo XXI; 23) ISBN 978-987-614-526-8 1. Política Internacional. 2. Estados Unidos. I. Título. CDD 327.109
Diseño de colección y de tapa: Raquel Cané Diagramación: Daniela Coduto Edición: Luciana Rabinovich Corrección: Silvina García Guevara Coordinación: Inés Barba © Imagen de tapa: Julián Vázquez © Jorge Argüello, 2016 © Capital Intelectual, 2016 1ª edición • Impreso en Argentina Capital Intelectual S.A. Paraguay 1535 (1061) • Buenos Aires, Argentina Teléfono: (+54 11) 4872-1300 • Telefax: (+54 11) 4872-1329 www.editorialcapin.com.ar • info@capin.com.ar Pedidos en Argentina: pedidos@capin.com.ar Pedidos desde el exterior: exterior@capin.com.ar Queda hecho el depósito que prevé la Ley 11723. Impreso en Argentina. Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin permiso escrito del editor.
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Índice
Prólogo 11 I. Una potencia desigual
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II. De Clinton a Clinton
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III. El (des)orden conservador
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IV. El mundo, acción y reacción
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Epílogo 221 Notas 227
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A Erika, Facundo, Dolores, Candelaria, Olivia, los otros nombres de mi nombre. A mis padres, que no se han ido.
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Prólogo
Viví en Estados Unidos en diferentes momentos y en distintas circunstancias. Aprendí a conocer a su gente, su modo de vida y sus instituciones. Y si algo me resulta incontestable hoy de esa nación tan compleja como diversa es que los cambios forman parte de su ADN y que debemos ser capaces de entenderlos porque siempre, de algún modo, nos terminarán alcanzando. Estudié allí a comienzos de la década de los 70. El mundo estaba aún tomado por la Guerra Fría, Washington lidiaba con el conflicto árabe-israelí y la crisis del petróleo ponía en jaque a Occidente. Pero Estados Unidos ya se encaminaba a consolidarse como la primera potencia mundial, mientras la Unión Soviética tambaleaba. También por aquel entonces comenzaban a abrirse las puertas de la globalización. Fronteras adentro se respiraba la etapa final del conflicto de Vietnam y, poco después, el escándalo Watergate conmovía al país y al mundo con la inédita renuncia de un presidente, el republicano Richard Nixon. Pero, a pesar de todo, los estadounidenses todavía sentían que su país estaba cumpliendo con su destino histórico. Muchos años después, en 2007, desde Argentina me trasladé a Nueva York para hacerme cargo de la Representación 11
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Permanente de Argentina ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Suele decirse, y lo comparto, que Nueva York es un ícono estadounidense que, paradójicamente, tiene poco que ver con el resto del país. Sin dudas, la “Gran Manzana” me brindó una aproximación muy diferente de lo que había vivido en el estado de Indiana en mis épocas de estudiante. En 2008 vi al júbilo y la esperanza adueñarse de las calles y de los corazones de una buena parte del país, que celebraba la elección del primer presidente de origen afroamericano. Luego, esto habría de cambiar. Durante cinco años tuve el privilegio de actuar en representación de mi país en el máximo escenario de la diplomacia mundial. Allí entendí cómo funciona el sistema internacional de toma de decisiones y, en especial, comprobé cabalmente el peso que en él tiene Estados Unidos como potencia hegemónica. Por fin, en 2011 asumí como embajador de Argentina ante la Casa Blanca. Esta vez Washington me ofreció una tercera visión del mismo país: la del establishment, los lobbies y el poder político. 2012 fue un año electoral. En Charlotte (Carolina del Norte) y Tampa (Florida) los debates de las convenciones partidarias demócrata y republicana me permitieron interactuar “mano a mano” con muchos dirigentes –de uno y otro partido– de todo el espectro nacional. Las liturgias partidarias se cumplieron y Barack Obama y Mitt Romney fueron nominados candidatos presidenciales. Como embajador, repartí además mi tiempo entre Washington y todas las representaciones consulares de nuestro país, en California, Illinois, Georgia, Nueva York, Texas y Florida. Esos viajes, junto a mis continuas visitas al Congreso de los 12
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Estados Unidos, fueron completando en mí la noción de un rompecabezas nacional único y polifacético. * * * En esos años también vi nacer y extenderse la crisis de 2008. Viví dentro de ella y pude seguir –paso a paso– su evolución y consecuencias, primero domésticas, luego planetarias. Las huellas de ese estallido impregnan una buena parte de este libro. No podría ser de otra manera: marcó un punto de inflexión y desnudó la realidad de Estados Unidos que se venía gestando, un país muy diferente al del “sueño americano”, más económicamente desigual y socialmente diverso que nunca. En esos años fui un espectador privilegiado de una crisis que puso en evidencia –de modo dramático– un cambio de época que, en verdad, se había venido incubando en Estados Unidos a lo largo de las últimas décadas. Esta obra se adentra precisamente en ese proceso histórico, sus causas y sus principales hitos. Desde mi posición tuve la posibilidad de frecuentar en esa época a muchos de los actores centrales del país. Pude palpar el modo en que la crisis desnudó al sistema político, pero también cómo determinó –y continúa determinando– importantes cambios en la política exterior de Estados Unidos y en su despliegue militar y comercial en el mundo. Los establishments partidarios –demócrata y republicano– aparecen hoy crudamente cuestionados y su legitimidad, escorada. Crecen, incluso, las voces que reclaman la creación de un tercer partido, nuevo y distinto. Este malestar se ha evidenciado de manera contundente a lo largo del proceso electoral de 2016 que, más allá de los candidatos Donald Trump y Hillary Clinton, ha instalado la certeza de 13
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que el sistema político resulta insuficiente tal como se presenta hoy. Es una época que anuncia todavía más cambios. * * * Ahora, de regreso en Argentina, me dispongo a compartir con el lector lo que he observado, vivenciado y aprehendido durante mis años en esa poderosa, rica y compleja nación. Si bien cada país expresa una singularidad acabada, vivimos en un mundo cada día más integrado en el que ya no basta con conocer la propia realidad. “Quienes solo conocen un país no conocen ninguno”, advierte Seymour Martin Lipset1. Y es verdad. Necesariamente, como en otras etapas de la Historia, las vicisitudes de la principal potencia del orbe determinarán una buena parte del acontecer mundial. De allí lo imperioso de deshacernos de preconceptos a la hora de abordar otras realidades nacionales. Reconocerlas y explorarlas con la propia mirada es un imperativo que enriquece nuestras posibilidades. La experiencia comparada no solo no limita, sino que expande nuestra capacidad de acción. La manera en que Estados Unidos resuelva el nuevo dilema que hoy tiene frente a sí no nos será ajena. De ese proceso extraeremos nuevas y necesarias herramientas para ayudarnos a entender lo que pasa en el mundo y a comprender nuestra propia realidad. Por eso este libro.
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I. Una potencia desigual
Durante los debates de las elecciones primarias de 2016 del Partido Demócrata, la candidata Hillary Clinton y su único rival, el senador progresista Bernie Sanders, compitieron frente a sus electores por quién de ellos sería capaz de ponerle un límite al reinado de las finanzas que había llevado a Estados Unidos a la crisis de 2008 y a la gran recesión posterior. “No debemos permitir nunca más que Wall Street ponga en riesgo a Main Street”1, a la economía real, proclamaría Hillary en uno de los ásperos cruces que mantuvieron. Las consecuencias sociales de ese desequilibrio habían quedado crudamente expuestas frente a los dos candidatos en el mes de marzo cuando visitaron Flint, en el estado de Michigan, una ciudad con 40,1% de pobreza y 10 muertes por contaminación con plomo ocasionadas por los recortes presupuestarios en los controles del agua potable. Cuna histórica de la automotriz General Motors, Flint representa fielmente la parábola estadounidense de las últimas tres décadas y media. De los 80 mil trabajadores ocupados que había en las plantas automotrices locales en 1978, quedaron solo 5 mil en 2016. En ese período, Flint se había convertido en la segunda ciudad más pobre del país. Sobre ese terreno avanzó como pudo –cuando lo dejaron los republicanos– la presidencia del demócrata Barack Obama 15
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(2009-2017). “No hice todo lo que hubiera querido”, reconocería el presidente durante su fugaz visita a la Argentina, en marzo de 2016. A pagar la deuda social de Flint y otras tantas se comprometieron todos los candidatos a sucederlo en enero de 2017, demócratas y republicanos por igual. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, los estadounidenses –y el resto del mundo junto con ellos– habían llegado a convencerse de que el país había aprendido definitivamente la lección del crack financiero de 1929 y de la Gran Depresión que le siguió, también aquella vez con un costo social tremendo y doloroso. Sin embargo, fue gracias a las políticas públicas de protección social e intervencionismo económico del presidente demócrata Franklin D. Roosevelt (1933-1945), y específicamente a través de la implementación de un nuevo contrato social, conocido popularmente como New Deal, que Estados Unidos logró salir del pozo, consolidarse como una potencia e incluso extender su influencia mundial a lo largo de todo el siglo XX. Algunas medidas, como la Ley Glass-Steagall, fueron específicamente pensadas para neutralizar nuevas crisis financieras. A partir de esta Ley federal de 1933, los bancos comerciales en los que el depositante común ponía sus ahorros, pedía créditos o tomaba hipotecas, quedaban separados de los bancos de inversión que negociaban acciones o bonos. Es decir que, si los peces gordos querían arriesgarse a ganar o perder a lo grande, debían hacerlo con su propio dinero. Pero, tal como sucedió con otras naciones a lo largo de la historia, Estados Unidos tropezó dos veces con la misma piedra. En 1982, el presidente republicano Ronald Reagan (19811989), inspirado en la escuela monetarista del economista 16
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Milton Friedman, levantó las restricciones impuestas desde el New Deal e introdujo una nueva ley bancaria, denominada “Garn-St Germain” (Ley de Instituciones de Depósito), que habilitaba otra vez el gran riesgo. Así, en tres décadas, la deuda de las familias estadounidenses se duplicó, pasando del 60% de sus ingresos al 119% en 2007. Ese abrupto cambio de reglas se combinó explosivamente con los intentos que venía realizando el propio Estado para otorgarles créditos a los más pobres. En 1977, el demócrata Jimmy Carter (1977-1981) había impulsado otra ley, la Ley de Reinversión Comunitaria, que le imponía a los bancos reservar una cuota de hipotecas para ciudadanos de clase baja, desagregados incluso por grupos étnicos, aun cuando no cumplieran con algunos de los requisitos estándar, como ingresos, trabajo o bienes. Eran los créditos NINJA, es decir “No Income, No Job, no Assets” (Sin ingreso, sin trabajo, sin recursos). Más tarde, la llegada de otro demócrata a la Casa Blanca, Bill Clinton (1993-2001), reactivaría la iniciativa de Carter. Sin embargo, como la actividad bancaria ya estaba desregulada, la medida con fines sociales terminó dando otro gran impulso a la especulación con las hipotecas de alto riesgo. Para entonces, el Muro de Berlín había caído, la Unión Soviética se había desintegrado y nacía la Unión Europea (UE), con el Tratado de Maastricht. El mundo entero, envuelto en el furor de la globalización económica y digital, se volvía un frenético mercado financiero sin límites horarios ni geográficos. A finales de la década de los 90, los grandes jugadores financieros ya habían impuesto su poder y el Congreso de Estados Unidos, influenciado por la misma euforia, dio la puntada final: en noviembre de 1999 derogó la Ley Glass-Steagall y habilitó nuevas fusiones. 17
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En 2000, con el aval de Clinton, el Capitolio liquidó el último control que mantenía sobre los “derivados financieros” (productos basados en el valor de otros activos como acciones, metales o granos) y aprobó la Ley de Modernización de Futuros. “La regulación no es necesaria”, bendijo el entonces presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, ya por entonces endiosado como “el maestro”2. Las ventajas que obtendría una buena parte de los consumidores estadounidenses los invitó a celebrar los cambios. La entrada promedio de las familias de ingresos medios, que en 1983 no superaban los 96 mil dólares anuales, saltó a más de 161 mil en 2007, casi un 70% de ganancia. Pero, aunque por entonces no lo sabían, las volverían a perder pocos años después3. El caldo de otro desastre como el de 1929 había quedado listo. El premiado film La gran apuesta describe con ironía la espiral de irracionalidad financiera que envolvió al país hasta el año 2007: una kermesse de hipotecas subprime o “basura” que se desmoronaría como un castillo de naipes al advertirse que los deudores dejaban de pagar y abandonaban sus casas. Wall Street le había dado la espalda a Main Street. La obstinación fue tal que cuando los primeros síntomas del derrumbe comenzaron a hacerse visibles, en 2007, se esparció como reguero de pólvora un argumento con el que algunos tratarían de convencerse, en vano, del final anunciado: estos nuevos bancos son demasiado grandes para caer. En inglés, “too big to fail”. Pero el crack tendría nombres propios que demostrarían lo contrario: Lehman Brothers, fundada en 1850, quebró sin recibir ayuda estatal; la aseguradora AIG fue salvada con 85 mil millones de dólares; los gigantes hipotecarios Fannie Mae 18
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y Freddie Mac, estatizados totalmente con 200 mil millones, y Bear Sterns y JP Morgan, fueron socorridos con fondos igualmente millonarios4. Una lista muchísimo más larga de víctimas anónimas desparramadas por todo el país, en cambio, pagó la crisis de su propio bolsillo. Fueron millones de estadounidenses. Una parte de sus líderes los habían llevado a convertirse en el país más avanzado del mundo, los habían llevado a la Luna. Otros, ahora, los estaban enterrando otra vez en deudas y quiebras, como si no hubieran aprendido nada de la lección de 1929. Como si esto fuera poco, en 2008, durante los últimos meses de la segunda presidencia de George W. Bush (2001-2009), y sobre el final inclusive con el aval del electo demócrata Barack Obama, el Congreso aprobó un megarescate bancario de unos 700 mil millones de dólares que sería financiado por los contribuyentes. A cambio, unos tres millones y medio de ellos perderían sus casas en una crisis cuyo virus ya estaba propagándose a Europa y contagiando al resto de la economía mundial. Tan solo en noviembre de 2008, el mes en que Obama ganó las elecciones, se perdieron medio millón de empleos y la desocupación subió en un año del 4,6% al 7,2% (11 millones de desempleados). La industria manufacturera, por su parte, había perdido cuatro millones de puestos respecto de 20015. Ese mismo año, ajeno a las necesidades internas, el Pentágono gastó casi un tercio del rescate financiero aprobado por el Congreso en las guerras en Irak y Afganistán. La deuda pública estadounidense alcanzaba los 10,6 billones de dólares, lo que representa más del 70% del PBI (en deuda externa, 9 mil dólares por ciudadano)6. Como argumentaron en sus investigaciones conjuntas el Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz y la profesora de 19
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Harvard Linda Bilmes7, las guerras de Bush costaron varios billones de dólares. Pero, sobre todo, en la fiesta de la desregulación y de la reducción de impuestos, el dinero público terminó en manos de los más ricos y de las corporaciones, en lugar de financiar la educación, la infraestructura y la independencia energética del país. En 2011, tres años después de los rescates, la Comisión Investigadora de la Crisis Financiera, formada por el Congreso y presidida por el demócrata Phil Angelides, dictó el veredicto sobre los ganadores y perdedores del crack: los dueños de Wall Street habían obtenido su salvavidas; los habitantes de Main Street, recesión y desempleo8. Excepto por algunas regulaciones menores introducidas en el sistema financiero, que serán abordadas más adelante, desde la crisis de 2008 poco y nada había cambiado en Wall Street. Los diez bancos más grandes del país terminaron controlando más de las tres cuartas partes del sector. Aliviados por los rescates estatales, retomaron su ritmo de actividad y en 2010 ya habían vuelto a negociar 135 mil millones de dólares. Del otro lado, en la economía real de Main Street, unos 26 millones de estadounidenses quedaron desocupados. Se habían esfumado 11 billones de dólares en bienes inmobiliarios y el déficit del presupuesto federal soportado por todos los contribuyentes subió a más de un billón de dólares anual tras la crisis, dos terceras partes de las cuales se explicaban por los rescates. La crisis dejó al Maestro Greenspan perplejo, dubitativo y sin explicaciones cuando fue citado a declarar ante la Comisión Investigadora de la Crisis Financiera formada por el Congreso. Sin embargo, en sus 545 páginas, en su Informe Angelides, la Comisión expuso conclusiones contundentes y sencillas de entender: la economía de la nación había sido 20
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puesta de rodillas por la temeridad de los banqueros y la renuncia de las autoridades a controlarlos. Las ganancias del sector financiero, que representaban el 15% del total de las corporaciones estadounidenses en 1980, antes de las reformas de Reagan y Clinton, se habían casi duplicado, ya que en 2006 llegaban al 27%. Y las deudas contraídas en ese juego irresponsable habían saltado de 3 billones en 1978 a… ¡36 billones! en 2007. “El impacto de esta crisis lo sentirá una generación entera. No tendrá por delante un camino fácil para recuperar la fortaleza económica”, resumió el informe, aprobado por seis demócratas y rechazado por cuatro republicanos: La crisis fue el resultado de la acción humana y la inacción, no de la Madre Naturaleza o de modelos fuera de control. Los capitanes de las finanzas y los administradores públicos de nuestro sistema financiero ignoraron las advertencias y fallaron en cuestionar, entender y gestionar los cambiantes riesgos dentro de un sistema esencial para el bienestar del público estadounidense. La suya fue una gran falla, no un tropiezo9.
Como bien se sabe desde hace tiempo, el problema de la mano invisible que ordena el mercado es su dedo índice, que elige siempre los mismos ganadores y perdedores. Adiós clase media
Ahora bien, la desigualdad social que quedó expuesta durante los años de recesión que siguieron a la crisis de 2007 no fue consecuencia exclusiva de ese crack. La mutación del tejido 21
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económico y social estadounidense venía cocinándose hacía décadas, reforzada por arraigados mecanismos de discriminación de minorías en el acceso a la educación, la salud y el progreso en general. En la historia estadounidense habían sido las reformas del New Deal las que abrieron un largo periodo de reducción de grandes desigualdades, en gran medida gracias a un sistema impositivo bastante progresivo. Según el economista francés Thomas Piketty, durante medio siglo, entre 1930 y 1980, la tasa de impuestos para ingresos superiores al millón de dólares anuales promedió el 82% y terminó el período en el 70%. No por casualidad, tampoco, fue en este contexto donde se ganaron los derechos civiles y de las minorías. Así, señala Piketty: Esta política no afectó para nada el fuerte crecimiento de posguerra de la economía estadounidense […] Los impuestos estaduales, también progresivos con tasas de entre 70% y 80% para las grandes fortunas durante décadas, redujeron notablemente la concentración de capital, sin la destrucción y las guerras que afrontó Europa10.
Pero más adelante los republicanos Reagan y Bush, con sus dogmas conservadores de la iniciativa privada, las rebajas de impuestos y un Estado federal reducido al mínimo, llegaron decididos a recortar el estado de bienestar, aunque sin llegar a desarmarlo. Liquidarlo por completo era inviable e incluso, políticamente suicida. Pero Reagan, en particular, tomó otras medidas regresivas, tales como congelar el salario mínimo federal (en 7 dólares la hora a valores de 2016, que está en 7,25). La restauración conservadora que iniciaron entonces las reaganomics puso patas para arriba el sistema impositivo en 22
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favor de los más ricos y redujo el universo imponible de contribuyentes de más altos ingresos a solo el 28%. En la década siguiente, el demócrata Bill Clinton no lo haría muy distinto: llegó a gravar no más que al 40%. La ola monetarista de la década de los 80 y la desregulación financiera que se completó en la siguiente se combinaron por fin con la globalización digital y una modernización productiva que transformó por completo el mercado laboral. Para completar la escena, el gigante China irrumpió con su montaña de productos económicos en todo el mundo y también en el sacrosanto mercado estadounidense, al que le impuso su mano de obra barata. Para responder a la nueva realidad comercial, Washington promovió entonces acuerdos de libre comercio como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por su sigla en inglés) con México y Canadá, impulsado entonces con fervor por Hillary Clinton. Pero en aquella oportunidad, quienes habían pagado el precio de la apertura fueron las industrias tradicionales como la automotriz y la textil, que pronto desplazaron sus plantas a mercados laborales más flexibilizados, con lo que provocaron mayor desempleo al propio. Ese conjunto de cambios asestó un golpe letal a vastos sectores de mano de obra estadounidense, en especial la clase obrera, que depende de un salario y puede ser despedida de un día para otro. En el futuro, la economía estadounidense modernizaría su sistema productivo y lo robotizaría, para reabsorber otro tipo de empleos en otras actividades. Pero no era el caso todavía. El retroceso de los de abajo y la veloz concentración de riqueza en los sectores más altos alteraron naturalmente la clásica geografía social de Estados Unidos. Aquella elogiada equidad conseguida después del New Deal se había revertido por completo. 23
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Así, años después, cuando las primarias demócrata y republicana de 2016 llegaron al corazón del golpeado cinturón industrial, en el estado de Michigan, donde se habían perdido cientos de miles de empleos antes y después de 2007, los votantes expresaron su incertidumbre y malestar con el nuevo país. Tanto el magnate Donald Trump, entre los republicanos, como el declarado socialista Sanders, entre los demócratas, obtuvieron inesperadas y resonantes victorias ante sus rivales con enfáticos discursos de abierto rechazo a los acuerdos de libre comercio firmados y por firmar con Europa y el bloque del Pacífico, y reivindicaron como prioridad el mercado y las fuentes de trabajo locales. Hasta entonces, la administración Obama no había podido revertir muchas de las grandes desigualdades que había heredado. Durante la gestión de su antecesor Bush, las 15 mil familias más ricas duplicaron su ingreso anual promedio, de 15 a 30 millones de dólares. Y las corporaciones aumentaron sus ganancias en un 68%, cinco veces más que el conjunto de la economía estadounidense11. En su Discurso sobre el Estado de la Unión de 2010, el presidente Obama sinceró el estado de cosas para los registros históricos: Hace un año, tomé posesión en medio de dos guerras, una economía sacudida por una grave recesión, un sistema financiero al borde del colapso y un gobierno profundamente endeudado. Pero la desolación sigue presente. Uno de cada diez estadounidenses sigue sin encontrar trabajo. Muchas empresas se han hundido. El valor de las viviendas ha descendido. 24
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Los pueblos y las comunidades rurales se han visto especialmente afectados. Para quienes ya habían conocido la pobreza, la vida se ha vuelto mucho más dura12.
Según el prestigioso Pew Research Center13, la clase media estadounidense, otrora ejemplo occidental, perdió mucho terreno durante estas últimas décadas de reinado del neoliberalismo y del capitalismo financiero, y el golpe de 2007 terminó achicándola hasta perforar el 50% en 2016, mientras que en 1971 representaba el 61% (por ingresos). En otras palabras, en 2016 había más ricos y pobres que clase media. En 2015, según los datos oficiales que analizó el Pew14, unos 120,8 millones de adultos estadounidenses entraban en la franja de ingresos de clase media (quienes ganan entre dos tercios y el doble de la media total nacional, es decir, entre 42 mil y 126 mil dólares anuales para un hogar de tres personas). Los dos extremos de la pirámide sumados, los de más altos y más bajos ingresos, los superaban: eran 121,3 millones. Entre 1971 y 2015, el ingreso de los hogares de Estados Unidos se había desplazado sustancialmente desde los sectores medios a los más altos, los cuales, por su parte, se multiplicaron en cantidad y además lograron sus ganancias más rápido. Así, las franjas más altas se quedaron con el 49% de la torta, contra el 29% que tenían en 1970. En cambio, la clase media pasó de quedarse con el 62% del ingreso del total de hogares a retener solo el 43%. Su decadencia se aceleró en 2001, antes de esta última gran recesión, y su posición medida por riqueza (es decir, bienes menos deudas) había caído al 28% en 2013. En el mismo período, mientras la franja más baja del nivel de ingresos pasaba de reunir el 16% al 20%, la más alta más que se duplicaba: pasó del 4% al 9%. 25
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El mismo instituto Pew, en otra de sus investigaciones recientes detectó lo que podríamos llamar “la grieta”, pero en versión norteamericana. Las encuestas muestran cómo, en una época de cambios culturales, étnicos, religiosos, de género y tecnológicos como la que trajo el siglo XXI, los estadounidenses tienden a aglutinarse en comunidades según su demografía social, y no necesariamente según sus ideas políticas15. Sin importar cuáles sean los asuntos en discusión –como se comprobó también durante los debates de las primarias– lo que termina sucediendo es que se niegan los hechos, se desaprueban estilos de vida, se evitan vecindarios y se pone en duda el patriotismo del otro. “Es como si no pertenecieran a partidos rivales, sino a tribus diferentes. Como si sus candidatos estuvieran compitiendo para presidente en diferentes países”, resumía Paul Taylor en su análisis de estadísticas para Pew. Esta “grieta” se traduce en la evaluación que uno y otro bando hacen de los distintos presidentes y no reconoce antecedentes en la era moderna. Según deduce el análisis, esa dualidad nace de algunas transformaciones demográficas en proceso: a nivel general, Estados Unidos camina hacia una mayoría no blanca y está envejeciendo. Sin embargo, una parte de la sociedad es más conservadora, mayoritariamente blanca, más religiosa y envejecida. Y le cuesta lidiar con un escenario emergente a nivel étnico, de género y familiar. La otra mitad, en cambio, luce y piensa de forma más jovial, es más diversa étnicamente, progresista, secular, tiene una fuerte presencia inmigrante, y valora especialmente la diversidad. En términos generacionales, Estados Unidos se ha convertido en una sociedad en la que los millenials (quienes tienen entre 18 y 29 años) son tantos como los baby boomers nacidos en la posguerra y testigos de un país optimista y diferente16. 26
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El impacto social entre los más jóvenes ha sido grande y se trasladará de una u otra manera al sistema político. Por primera vez desde 1880, hay más jóvenes adultos viviendo con sus padres que casados o en pareja (fenómeno similar al de la rica Europa). Y, desde 1960, el porcentaje de jóvenes de entre 18 y 34 años con empleo ha caído del 84% al 74% en 201417. Esa nueva generación, que se enfrenta políticamente a los adultos cuyo viejo mundo se ha derrumbado, será la que defina el destino de un país que en medio siglo −2065 es la fecha acotada por la investigación del instituto Pew− tendrá un 24% de latinos (en 2015, seis de cada 10 latinos tenían menos de 33 años y un tercio de ellos eran niños o adolescentes) y solo un 46% de blancos (mientras que en 2015 abarcaban dos tercios de la población)18. Lo que sucede, entonces, es que esta combinación de desigualdad y diversidad sin antecedentes configuran un escenario social general novedoso y complejo, que contribuye a explicar por qué las elecciones presidenciales de 2016 quedarán en la historia, no solo en este, sino en muchos otros sentidos. Durante la campaña electoral, los candidatos y sus votantes no han hecho más que desmentir axiomas políticos que se daban por verdades eternas pero que se correspondían con un país que ha cambiado de forma y color para siempre. Todo un país está barajando y dando de nuevo. La receta Obama
Las cosas no se presentaron nada fáciles para Barack Obama, el primer presidente afroamericano en lo que iba de los 232 años de historia de Estados Unidos. Este joven senador demócrata de 46 años llegó a la Casa Blanca empujado por una ilusionada 27
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marea de votos demócratas, progresistas e independientes que sorprendió a propios, en especial a la favorita del partido, Hillary Clinton, y a extraños. “Yes, we can!” (¡Sí, podemos!), fue su consigna movilizadora. El cambio era su leit motiv, aunque el contexto de los primeros tiempos de su administración invitara a deprimirse más que a animarse. En 2008 el PBI estadounidense cayó 0,3%, el peor dato desde 1991, en momentos en que su último antecesor demócrata, Bill Clinton, llegaba al poder. En 2009 la recesión fue peor (-2,8%) y la crisis siguió devorando empleos. El número de desocupados trepó ese mismo año hasta los 14,5 millones (3,5 millones más de un año a otro)19. A principios de la década de 2000, Estados Unidos tenía un superávit presupuestario de más de 200.000 millones de dólares. Sin embargo, para cuando Obama asumió, en 2009, el país llevaba un año con un déficit de más de un billón de dólares y se estimaba que a lo largo de la década siguiente se sumarían ocho billones de dólares. Pero Obama no pareció asustarse ante esa situación. En su primer discurso como presidente atribuyó la crisis a la codicia y la irresponsabilidad de algunos, pero también a cierta incapacidad colectiva para asumir la realidad. Se han perdido casas; se han eliminado empleos; se han cerrado empresas. Nuestra sanidad es muy cara; nuestras escuelas tienen demasiados problemas; y cada día trae nuevas pruebas de que nuestros usos de la energía fortalecen a nuestros adversarios y ponen en peligro el planeta20.
Según Obama, los ciudadanos que lo convirtieron en presidente habían optado por anteponer la esperanza al miedo y, sobre 28
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todo, el bien común por encima del conflicto. Su llamado al fin de las disputas llevaba implícita una invitación al acuerdo con los republicanos que, apenas recuperado el control de la Cámara de Representantes (en 2010) y después del Senado (en 2014), fue dejada de lado por completo para dedicarse a obstruir su Administración. Empezaremos a dejar Irak, de manera responsable, en manos de su pueblo, y a forjar una merecida paz en Afganistán. Trabajaremos sin descanso con viejos amigos y antiguos enemigos para disminuir la amenaza nuclear y hacer retroceder el espectro del calentamiento del planeta21.
Agregaría Obama. Pero había ciertas cosas que los republicanos tampoco querían escuchar. De todos modos, el reclamo popular tenía otra agenda, que no era la internacional. El 60% de los estadounidenses decía a través de las encuestas que querían al presidente enfocado en los problemas internos, y solo el 21% le daba prioridad a conflictos externos como Medio Oriente22. El factor económico, tan decisivo en procesos políticos como el argentino, solo había influido con igual urgencia en Estados Unidos en las elecciones que Roosevelt le había ganado a Herbert Hoover en 1932, con un desempleo del 25%, y después, cuando Reagan se impuso a Carter en 1980, con una inflación anual escandalosa, del 12%. Enfundado en un sobretodo para afrontar el gélido enero de 2008 frente al Capitolio, Barack Obama incitó el espíritu individual que había modelado la sociedad estadounidense –“nuestros trabajadores no son menos productivos que cuando comenzó esta crisis, ni nuestras mentes menos imaginativas”, 29
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dijo– y se dispuso a encarar las primeras medidas post crisis “para reconstruir Estados Unidos”23. El nuevo presidente estaba convencido, por entonces, de que podría sumar a los republicanos en medio de semejante terremoto social y más allá de las diferencias ideológicas. “La pregunta que nos hacemos hoy no es si nuestro gobierno interviene demasiado o demasiado poco, sino si sirve de algo”, resumió. Pero los ganadores de la crisis tampoco le facilitarían el cambio. En un artículo que tituló irónicamente “Lobos en la puerta”, el semanario The Economist, un auténtico oráculo liberal, haría notar que solo seis firmas controlaban todavía las tres cuartas partes del sector bancario24. A propósito de esto, el nuevo presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, reconocería acerca de los resultados de los rescates: “Ahora sí que tenemos un problema too big to fail muy serio”. El fisco estadounidense había desembolsado 618 mil millones de dólares para salvar bancos y otras entidades y, según el reconocido medio sin fines de lucro ProPublica, con esos fondos hubieran podido cubrirse los ingresos anuales de cuatro millones y medio de hogares25. Ni Obama ni el resto de los demócratas tenían en mente cambiar radicalmente el sistema económico que había convertido a Estados Unidos en primera potencia mundial del siglo XX, pero sabían que la ceguera de Wall Street podía llevar al país al precipicio nuevamente, por tercera vez. No querían castigar a los bancos, decían, sino proteger la economía del país. No nos planteamos si el mercado es una fuerza positiva o negativa. Su capacidad de generar riqueza y extender la libertad no tiene igual, pero esta crisis nos ha recordado que, 30
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sin un ojo atento, el mercado puede descontrolarse, y que un país no puede prosperar durante mucho tiempo cuando solo favorece a los que ya son prósperos26.
Estímulo y controles
Pocos gobernantes escapan a la tentación de mencionar la herencia recibida por sus antecesores, pero en este caso iba a ser determinante como pocas veces en la historia moderna de Estados Unidos. Más que administrar un país, Obama administraría una crisis, y sus resultados serían dispares. Estados Unidos parecía haber encontrado en Obama y en su áurea de renovación política un gran estímulo. Pero también lo necesitaba la economía. Semanas después de asumir, con el apoyo de la mayoría demócrata y de solo tres republicanos, el Presidente puso en marcha su Plan de Recuperación y Reinversión, un gigantesco paquete al estilo Roosevelt por 787 mil millones de dólares, el mayor gasto extrapresupuestario desde la Segunda Guerra Mundial. El primer objetivo: salvar entre tres y cuatro millones de empleos. Pero más de un tercio del paquete estaba destinado a prestaciones sociales (81 mil millones), salud (59 mil millones) e infraestructuras públicas (111 mil millones). Otra parte similar se la llevaba la decisión del Estado de rebajar impuestos para reanimar la economía. También recibían 144 mil millones estados y municipios en situación de quiebra27. “Esta ley ha ayudado a evitar la catástrofe”, diría Obama. Así, mientras la economía real comenzaba a tomar oxígeno, los demócratas aprovecharon la mayoría parlamentaria circunstancial para avanzar con la regulación de Wall Street. 31
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El resultado fue la Ley de reforma de Wall Street y Protección al Consumidor Dodd-Frank, de 2010. Básicamente, esta Ley estipuló sanciones a los operadores a través de una nueva y única agencia de control, la Oficina para la Protección Financiera del Consumidor; creó el Consejo de Supervisión de estabilidad financiera, destinado a regular la operatoria bancaria e impedir a los bancos asumir riesgos y anticiparse a las crisis, y, además, estableció la supervisión de los famosos derivados financieros. Pero lo más significativo, sin dudas, fue la nueva premisa de que ya no habría un too big to fail: que por más grande que fuera la institución en quiebra seguiría el mismo camino que Lehman Brothers, y no el de los demás bancos e instituciones rescatadas por el fisco a costa de los contribuyentes. En su primer Discurso sobre el Estado de la Unión, un balance de su primer año de gestión, Obama planteó de esta manera los nuevos límites: No podemos permitirnos otra supuesta “expansión” económica como la de la última década –la que algunos denominan “la década perdida”–, en la que el empleo creció más despacio que durante ningún periodo de expansión anterior; en la que la renta de las familias estadounidenses cayó mientras el costo de la sanidad y la educación alcanzaba niveles sin precedentes; en la que la prosperidad se construyó sobre una burbuja inmobiliaria y la especulación financiera28.
Sin embargo, fue imposible para Obama obligar a los bancos a devolver el esfuerzo que el Estado había hecho por ellos. Sobre todo después de perder el control de la Cámara de Representantes en 2010 a manos de los republicanos, que explotaron sin límites el descontento popular por la lentitud de la recuperación. 32
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En octubre de 2013, ante la renovada negativa republicana a aprobarle los gastos a la Casa Blanca, el país sufrió otro shutdown o cierre temporario de sus oficinas públicas federales durante varias semanas, tal como le había sucedido a Bill Clinton en 1995. El Presidente reivindicaba su apoyo a los rescates decididos durante los últimos y agitados meses de la Administración Bush, convencido de que si se hubiera permitido la crisis total del sistema financiero la economía real hubiera sufrido el doble de desempleo y más estadounidenses se hubieran quedado sin techo, con consecuencias sociales (y políticas) impredecibles. Pero, con una cuota de demagogia, o de ingenuidad, o de audacia –según como quiera verse– el líder demócrata propuso recuperar una sexta parte del costo fiscal de los rescates (unos 118 mil millones de dólares), con una tasa excepcional para los grandes bancos, que ya estaban de pie para seguir operando y ganando dinero. “Ya sé que Wall Street no mira la idea con buenos ojos pero, si esas empresas pueden permitirse el lujo de volver a repartir grandes primas, también pueden permitirse una cuota modesta para devolverle el dinero a los contribuyentes que los rescataron cuando lo necesitaban”, razonó Obama29. La propuesta no obtuvo gran acogida y seis años después Obama seguiría esperando una respuesta del Congreso, para ese entonces totalmente controlado por los republicanos. Al final de su primer mandato, en 2013, el sabor era todavía muy amargo: el desempleo, por ejemplo, era levemente más alto que al desatarse el terremoto financiero en 2008: 7,8%, con 12,2 millones de desocupados30. El poder adquisitivo de los trabajadores, por su parte, distaba de ser el de otras épocas (los salarios habían aumentado un 4% bajo la Administración Bush, y ahora lo habían hecho solo un 1,4%). En 2008, al inicio 33
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de la crisis, había 43,6 millones de estadounidenses viviendo por debajo del umbral de la pobreza. En 2012 eran 46,2 millones, según las estadísticas oficiales31. El ajuste se expresaba también en el déficit fiscal, que se había reducido a más de la mitad (459 mil millones). Pero, a diferencia de las políticas implementadas en Europa, donde la única respuesta a la crisis contagiada era el austericidio, las recetas aplicadas por Estados Unidos comenzaban a dar algún resultado y la economía comenzaba a crear empleo (1,9 millones de puestos en 2012) 32. Por entonces, las previsiones auguraban la salida definitiva de la Gran Recesión con un crecimiento del PBI superior al 2% y, pese a la firme política de estímulo monetario de la Reserva Federal para mantener el crédito y el consumo vivos con la inyección masiva de dólares a la economía, la inflación seguía bajo control (1,9% anual). La misma percepción tuvo al menos una parte del electorado (51,1%), para quien la situación económica seguía siendo lo más importante en su agenda de preocupaciones. En noviembre de 2012, esta mayoría le concedió a Obama la reelección para un segundo mandato, frente a la candidatura del republicano Mitt Romney. Pero fue una victoria ajustada: por primera vez en un siglo un presidente estadounidense era reelegido con menos votos que su primer mandato (en 2008 había obtenido el 52,9%). “Vuelvo a la Casa Blanca más inspirado. Lo mejor está por venir”, proclamó Obama ante sus seguidores apenas se confirmó su triunfo. Los demócratas consiguieron retener el control del Senado, aunque les duraría solo dos años, y no habían podido recuperar la Cámara de Representantes. El margen de maniobra político seguía siendo estrecho para el presidente reelecto. 34
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La Administración Obama, marcada durante sus ocho años por la dura herencia del crack financiero de 2007 y la Gran Recesión, terminaba con un mejor pronóstico de lo que muchos hubieran pensado. Un indicador esencial, el desempleo, por ejemplo, había bajado hasta el 4,9%. Pero la era Obama también decepcionó a otros tantos, en especial a los jóvenes millenials que siguieron a la Generación X, que habían imaginado un giro todavía más progresista y que se ilusionaron con la posibilidad de que tuvieran lugar cambios estructurales más rápidos que redujeran la desigualdad y la vulnerabilidad de los sectores más expuestos a la globalización que la propia nación había liderado como potencia. Obama, en su último discurso a los estadounidenses desde el Congreso, en 2016, describió el panorama con el que debería seguir lidiando quien lo sucediera. La transformación tecnológica de la que alguna vez Estados Unidos fue la vanguardia, explicó, ha ido más allá de reemplazar puestos en una línea de ensamblaje: Cualquier trabajo puede ser automatizado. En una economía global, las empresas pueden instalarse donde sea y enfrentan una competencia cada vez más dura. Como resultado, los salarios de los trabajadores aumentan menos. Las empresas son menos leales a sus comunidades. Y más y más riqueza e ingresos se concentran en lo más alto. Tosas estas tendencias presionaron a los trabajadores, incluso a los que tienen empleo y aun cuando la economía esté creciendo. Ha hecho más difícil para una familia de trabajadores su lucha por salir de la pobreza, para los jóvenes iniciar una carrera, para los obreros jubilarse cuando ellos lo decidan33.
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Votar y ser votado
Por influencia de Juan B. Alberdi y de otros intelectuales de su época, la organización política argentina tomó como principal fuente de inspiración la Constitución de Estados Unidos de 1786 y sus sucesivas reformas o enmiendas. En cambio, el sistema electoral estadounidense tomó un camino propio y evolucionó de manera prácticamente irrepetible en Occidente, poblado de tradiciones que persisten hasta nuestros días: desde sus primarias y sus convenciones partidarias hasta el día de la semana designado para celebrar los comicios generales. Desde 1845 se elige presidente el primer martes después del primer lunes de noviembre, para guardar –en aquellos tiempos– la religiosidad del fin de semana y dar un día de más para llegar a los centros de votación. Varios intentos por fijar las elecciones los domingos, como en gran parte del mundo, fracasaron sucesivamente en el Congreso. De modo más general, esa singular forma de elegir presidentes y legisladores fue modelando el sistema político estadounidense y sirvió también, durante largo tiempo, a las elites ilustradas y económicas que lo dominaron. Así, cuando a mediados de 1800 se quitó la obligación de poseer tierras para poder sufragar la participación saltó a casi el 80%. Pero hubo que esperar recién hasta 1964, con la Ley de Derechos Civiles, para garantizar el derecho al voto sin discriminación de etnia, origen o religión, una prohibición que afectaba principalmente a la minoría afroamericana y a los residentes inmigrantes. Debió pasar más de un siglo desde los primeros comicios presidenciales para que, durante las agitadas vísperas del 1900, las bases ciudadanas presionaran por mayor participación y 36
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llevaran a las elites partidarias a organizar elecciones primarias y convenciones de las que surgieran candidatos con mayor legitimidad popular. Así, pues, las elecciones internas, las denominadas primarias, de cada uno de los dos grandes partidos –de las cuales surgen los candidatos– se han convertido en una herramienta fundamental en ese proceso selectivo de legisladores, gobernadores y presidentes de Estados Unidos. Las primarias comenzaron siendo limitadas a los miembros de cada partido. De hecho, en la versión originaria que rige aún en algunos estados, son caucus (asambleas) cerradas a los afiliados que debaten sobre las candidaturas durante la jornada y terminan votando con papeletas o a mano alzada. Hay también caucus abiertos: por ejemplo, el candidato Sanders participó durante años como militante independiente en los caucus demócratas y en 2016 enfrentó a Hillary Clinton sin siquiera haberse afiliado al partido. En las elecciones de ese año, las primarias permiten incluso en algunos estados el voto de ciudadanos que se registren ese mismo día. Como en Argentina hasta la Reforma Constitucional de 1994, la elección del presidente en Estados Unidos es indirecta, a través de un número fijo de delegados que aporta cada estado que son elegidos a razón de uno por cada distrito, no en listas sábana. Los delegados integran luego un colegio electoral que elige al futuro presidente. Por eso, un candidato puede obtener más votos en las urnas pero menos delegados en el Colegio Electoral (hasta 1804, el segundo más votado era automáticamente vicepresidente). A su vez, cada estado tiene asignado una cantidad de delegados, proporcional a su cantidad de habitantes habilitados para votar. Y, según los partidos y los diferentes estados, los 37
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delegados que obtiene cada candidato se reparten de modo diverso: proporcionalmente, como prefieren los demócratas; o con un régimen de “el que gana se lleva todo”, más extendido entre los republicanos. El proceso para las presidenciales, que comienza en febrero y dura unos cinco meses, confluye en la convención partidaria, que nomina al candidato y luego a su vice en la fórmula. A veces un candidato llega con mayoría absoluta de delegados (en 2016 eran necesarios 1.237 delegados en la convención republicana y 2.382 en la demócrata) y su nominación es un paseo proselitista. Cuando no, las candidaturas se negocian, como en cualquier partido político occidental. En la Convención Demócrata de 1924, por ejemplo, los delegados llevaban tantas rondas de votación en el Madison Square Garden de Nueva York que optaron por cambiar la reunión de ciudad. Con el tiempo, el partido terminó encontrando una figura singular y restrictiva, los súper delegados34 (15% del total), para asegurar cierta influencia del aparato sobre las candidaturas y, a la vez, de bloquear la coronación de un outsider. En las primarias republicanas de 2016 se reeditó el temor de otras muchas anteriores en las que ningún candidato llegaba con los delegados necesarios. Una parte del partido temía por la prepotencia de las huestes de Trump si el millonario llegaba con más votos contados, pero no los delegados necesarios. Otros, incluso para neutralizar y reemplazar su candidatura por la de un tercero, propusieron una convención negociada en la que no necesariamente se respetara la candidatura más votada en las primarias (por ejemplo, la de Trump), aunque no existen dentro de los partidos corrientes formalmente organizadas sino liderazgos personales más o menos influyentes. 38
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Por esos días de marzo de 2016, cuando el resultado final era todavía incierto, The Washington Post describía la situación de la siguiente manera: El potencial para la intriga es enorme. Las delegaciones que voten por un candidato en la primera vuelta podrían de hecho resultar células dormidas en favor de otro a medida que avanza la convención. Nada obliga en ningún caso a apoyar un candidato con quien se comprometieron a velar por las reglas, las credenciales, la plataforma o la nominación de un vicepresidente en la fórmula. Ese tipo de batallas pueden determinar si la Convención es una coronación ordenada o una pelea callejera que, posiblemente, haga surgir nuevos candidatos35.
Mejor de a dos
Otro elemento central del sistema político estadounidense cae directamente del lado de los ciudadanos: su voluntad de participar en el proceso. El voto en Estados Unidos sigue sin ser obligatorio y la participación apenas supera el 50% (el 20% emite el sufragio por correo), aunque varía según sean legislativas o presidenciales. En general, como se verá también más adelante, los sectores sociales más dinámicos (jóvenes, minorías e inmigrantes) tienden a participar más activamente en las presidenciales (entre un 50% y un 60%), pero su concurrencia a las urnas decae con fuerza en las elecciones de medio término, o legislativas (a alrededor del 40%), y eso incide en la composición del Congreso y su relación con la administración gobernante. Pero, en 39
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resumen, lo cierto es que un presidente puede gobernar esa gran potencia económica y militar con poco más de un cuarto del voto popular. Recién durante las últimas décadas la lucha por ampliar y asegurar el conjunto de derechos civiles obligó al establishment político a asegurar cabalmente el derecho al voto introduciendo cambios también en el sistema electoral. La resistencia fue tal que hasta impulsó otra ruptura momentánea del bipartidismo histórico, cuando el gobernador de Alabama, el segregacionista George Wallace, se escindió de los demócratas con su propia candidatura presidencial en 1968, y aseguró la presidencia del republicano Richard Nixon. Ahora bien, en Estados Unidos, es la propia Constitución la que establece desde sus primeros dos artículos las bases del sistema electoral del país. De hecho, fue el primer debate sobre su ratificación, en 1787, el que dio origen al sistema de bipartidista todavía vigente. En aquel entonces algunos apoyaban la ratificación de la Carta Magna (los denominados federalistas) y otros la cuestionaban (los antifederalistas). El centro del debate era el pago de impuestos, el mismo asunto que había llevado a las colonias a romper con Gran Bretaña y a declarar su Independencia en 1776. A los innumerables periódicos políticos de la época les costó muy poco fogonear el debate y acentuar las diferencias. Los federalistas abogaban por un gobierno central fuerte, sostenido por los hombres de negocios. Sus rivales, por un esquema más federal, con mayor representación y arraigo entre los agricultores del interior. En el fondo, no eran divergencias estrictamente políticoideológicas, como las habituales en otros países de Occidente. Tampoco era una confrontación de fondo entre dos modelos 40
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opuestos de país. De hecho, llegó a haber un corto período histórico, a principios del 1800, en el que se borraron las diferencias, se diluyeron los partidos y solo había congresistas por los diversos distritos. La democracia estadounidense nació con una división de facciones que se cristalizó en las elecciones de 1796, cuando John Adams (federalista) se impuso a Thomas Jefferson (demócrata-republicano), ambos padres fundadores. Más adelante, el federalismo como facción desapareció y una nueva división se proyectó sobre el resto, entre demócratas y republicanos. El sistema es simple: uno gobierna y el otro se opone. Lo demás son matices y no diferentes opciones reales de poder, aunque nunca ha dejado de insinuarse un tercer partido o tercer candidato nacidos, en general, del descontento y la intención de regenerar el sistema sin cambiarlo. El bipartidismo estadounidense tomó distintos nombres, desde los demócratas jacksonianos y los Whigs (1832-34) hasta los actuales partidos Demócrata y Republicano (Grand Old Party, GOP). Pero hubo excepciones que interrumpieron el bipartidismo, sin romperlo. En 1892, con el apoyo de sectores rurales golpeados por la crisis y, principalmente, como consecuencia de la transformación industrial urbana, el Partido del Pueblo irrumpió en la escena y obtuvo más de un millón de votos, aunque solo 23 votos en el Colegio Electoral. El momento probablemente más “pluralista” llegó casi un siglo después, recién en las presidenciales de 1948, con la cuestión racial en el centro del debate y dos candidatos demócratas con posiciones extremas y encontradas que alteraron el esquema bipartidista. Por un lado, Strom Thurmond compitió con el State´s Rights Party (o Dixiecrat), con un discurso demagógico y racista que 41
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atrajo a muchos demócratas del Sur acosados por la difícil situación económica. Siete décadas más tarde, resultaría fácil emparentar ese discurso con el de Trump. Por el otro, el progresista Henry Wallace (que no debe ser confundido con George Wallace), formó el Partido Progresista, desde el que exigía el control de la banca y abogaba por el respeto a los derechos de la minoría afroamericana. Sacaron entonces 1,2 millones de votos cada uno (el racista Thurmond ganó incluso los estados de Alabama, Luisiana, Mississippi y Carolina del Sur, como Trump en 2016), pero sin llegar a bloquear la elección del demócrata Harry Truman, que ya gobernaba el país desde la muerte de Franklin D. Roosevelt. Más adelante, cuando revivieron las luchas por la igualdad racial, en 1968, otro enfático segregacionista sureño, George Wallace, creó el Partido Americano Independiente y quedó tercero (con 13,5%) en las presidenciales que ganó el republicano Richard Nixon. Su arrastre fue tal que después fue reelegido como gobernador de Alabama. En ese larguísimo recorrido del bipartidismo, hubo otros cambios políticos significativos, no solo formales. Durante la influencia del New Deal, demócratas y republicanos se fundieron prácticamente en una sola fuerza legislativa para sacar al país de la Gran Depresión bajo el liderazgo de Roosevelt. El statu quo político también se alteró en 1968. El debate de la Convención Demócrata se trasladó a las calles de Chicago con choques entre la policía y los manifestantes que protestaban contra la continuación de la Guerra de Vietnam. Ese episodio fue muy recordado en 2016, cuando en esa misma ciudad grupos adeptos a Trump chocaron contra jóvenes que les reprochaban su xenofobia. Fue esa misma causa –la defensa de los derechos civiles iniciada por John F. Kennedy (1961-1963) y 42
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continuada por su vice y sucesor Lyndon B. Johnson (19631969)– la que terminó costándole al Partido Demócrata la histórica pérdida de su bastión del Sur conservador. Esa fue sin dudas una coyuntura histórica clave: desde entonces, los republicanos adoptaron como esencia de su nueva identidad las banderas de impuestos bajos y de una intervención del Estado mínima. El objetivo: negar el financiamiento público de los beneficios para minorías como la afroamericana y ganarse a los sureños más conservadores. Más cerca en el tiempo, el millonario ultraconservador Ross Perot, otro magnate como Trump, se impuso en 1992 y 1996 con el Partido Reformista. Como candidato, fue el que más cerca quedó de afectar el sistema bipartidista en ese momento (obtuvo 19% de votos). En la práctica, las dos veces dañó las opciones de los republicanos y aseguro la elección del demócrata Bill Clinton. En general, los partidos políticos estadounidenses, organizados desde comités nacionales, se diferencian de los que se conocen en Argentina y otros países occidentales en que su cúpula custodia el espíritu de las plataformas, pero toma cierta distancia de los candidatos durante la elección y luego juega un rol secundario durante las administraciones. El liderazgo político real en Estados Unidos no exige controlar el partido, sino más bien al revés. Los partidos son, básicamente, maquinarias electorales que se activan cada dos años. El sistema se mantiene básicamente bipartidista. Cada tanto, ante la irrupción en las primarias de un outsider como Trump, el establishment o aparato partidario opone un candidato, como ocurrió con Marco Rubio entre los republicanos, y sin éxito. Si se ve perdido, el partido agita a través de sus think tanks y líderes mediáticos de opinión la opción extrema de impulsar 43
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candidatos externos para impedirle al novato que cope la convención y llegue a la Casa Blanca. Hasta 2016, siempre lo han logrado. También la irrupción de las nuevas tecnologías, principalmente Internet y las redes sociales, han alterado muchas de las rutinas de la elite política en período de elecciones, con estas reglas en las elecciones de 2016 se permite hacer proselitismo hasta el último minuto de los comicios. “El sistema ha sido hackeado”, graficó en febrero de 2016 la influyente revista The New Yorker para describir la influencia que tuvieron los militantes de las redes sociales en los sorpresivos triunfos iniciales de Trump y de Sanders en las tradicionales primarias de New Hampshire, frente a favoritos como Hillary Clinton y Marco Rubio36. Pero la oferta electoral es una cosa y el control de la demanda, otra. Y lo cierto es que este sólido bipartidismo se mantuvo durante más de dos siglos sobre la base de prácticas electorales a menudo poco transparentes, incluso en tiempos muy recientes. Ello, porque la organización de los comicios siguió dependiendo legalmente de cada estado y no del poder central de Washington. En los comicios presidenciales de 2000, por ejemplo, esa dispersión de formas de emitir el voto –desde tachaduras con bolígrafo hasta tarjetas perforadas y sin padrones centralizados– provocó un terremoto político con epicentro en el estado de Florida, donde se definía la sucesión del presidente Bill Clinton, entre su vicepresidente Al Gore y el republicano George Bush. La elección resultó tan cerrada a nivel nacional, y también en el propio Estado, que quien se llevara esos delegados se aseguraba la Casa Blanca. Finalmente, todo terminó en un escándalo. El gobierno de Florida, encargado de hacer cumplir 44
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las leyes electorales, era gobernado –llamativamente– por Jeb Bush, hermano del candidato republicano. Algunas cadenas de televisión anunciaron primero el triunfo de Gore, pero un rato después otras dieron por ganador a Bush. La democracia más antigua del mundo, además líder mundial en tecnología, terminaba su jornada electoral sin saber quién sería su próximo presidente, en medio de múltiples denuncias de irregularidades y de fraude no solo en Florida sino también en Wisconsin, Ohio, Missouri y Nevada. El asunto terminó en la Corte Suprema de Justicia, cuya mayoría conservadora desechó semanas más tarde los argumentos de Gore y convalidó el polémico escrutinio que favorecía a Bush en Florida por solo 537 votos. Bush obtuvo los 25 delegados de Florida y la presidencia. Al demócrata Gore le sirvió de poco haber ganado en votos populares todo el país (48,3% a 47,8%). El escándalo fue tal que el propio presidente republicano se vio obligado a promulgar en 2002 una reforma electoral debatida y aprobada por el Congreso, la Ley Ayude a América a Votar, llamada a desterrar las graves fallas que arrastraba el sistema y a imponer estándares mínimos para estados y gobiernos locales. Además de proveer 3.900 millones de dólares en fondos para mejorar los deficientes sistemas de registros y votación desde una agencia federal, la ley estableció como requisito la acreditación de identidad del votante ante las autoridades. “Teníamos problemas electorales y era nuestra responsabilidad arreglarlos. El votante debe confiar en que las elecciones son transparentes”, diría Bush en un discurso, en octubre de ese año. En la mayor democracia capitalista del mundo, es sabido, solo se puede hacer política con dinero. Como el multimillonario Trump que, si quiere gastar el suyo para darse el gusto 45
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de ganar las primarias republicanas, puede hacerlo. O como el veterano senador Sanders, quien hasta marzo de 2016, cuando tenía posibilidades matemáticas de imponerse en la primaria demócrata, había reunido 135 millones de dólares entre 1,5 millones de donantes de billetes de 5, 10 ó 20 dólares. Ambos introdujeron este asunto en la campaña. Trump, para mostrarse ante sus seguidores como dueño de sus propias palabras y actos, como un libre pensador sin condicionamientos. “Yo ya estuve del otro lado y sé lo que es”, repitió en sus actos aludiendo a los millones que él mismo aportó a la primera campaña de Hillary Clinton en 2008 y después a la del republicano Mitt Romney, cuando se pasó de bando para frenar la reelección de Obama, en 2012. Por su parte, Sanders le reprochó durante sus debates a Hillary Clinton haberse convertido en “la candidata de Wall Street” y la prensa la desafió a repetir en público lo que había dicho en desayunos y cenas con empresarios que aportaron millones a sus campañas. Lo más corriente, justamente, es que un candidato vaya en busca de los mismos millones de Trump, pero recaude entre billeteras más abultadas que las de los jóvenes seguidores de Sanders. En 2008, el propio Obama había renunciado a la posibilidad de recibir los tres dólares voluntarios de contribuyentes que permite desde 1971 la Ley Federal que creó el Fondo de Campañas para las Elecciones Presidenciales, y que habían usado todos los candidatos hasta entonces. Pero las reglas cambiaron radicalmente en 2010, cuando en uno de sus fallos más significativos, con argumentos constitucionales, la Corte Suprema de Justicia suprimió los límites de los aportes a las campañas. Tradicionalmente se recaudaba a través de los Comités de Acción Política (PAC, por su sigla en inglés) en los que, desde la 46
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época de Roosevelt, confluyen –bajo cierto control federal– fondos particulares, de empresas, sindicatos, asociaciones y lobbies de los más variados. El aporte puede ser, incluso, a dos bandas. En las primarias de 2016, por ejemplo, antes de las convenciones, la Asociación Estadounidense de Distribuidores de Cerveza había aportado casi tres millones de dólares en total a los dos principales partidos, aunque más a los republicanos (59%). Sin embargo, tras el fallo de la Corte Suprema irrumpieron los súper PAC que, a diferencia de los PAC comunes, ofrecen financiación sin límites, habilitan las donaciones directas y mueven cientos de millones de dólares. La Corte interpretó el aporte de dinero bajo el concepto de libertad de expresión: financiar un candidato es otra forma de opinar, en este caso a favor de un candidato, y eso no puede restringirse. Ahora bien, este no es solo un asunto de republicanos ricos. En 2012, Obama también disfrutó del importante apoyo de uno de los PAC para promover su reelección, el Priority USA Action. Pero tampoco se trata de algo automático: en marzo de 2016, cuando Marco Rubio se jugaba el resto de su candidatura en su propio estado, Florida, un súper PAC volcó varios millones más que Trump para promover al senador. Al final del día, Rubio perdió y se bajó de la carrera. Por una vez, en cambio, el magnate se impuso con sus ideas. Naturalmente, en un país con muchos ricos se destacan en particular algunos casos individuales, y ese fue en las elecciones pasadas el de George Soros (con una inversión de 1,5 millones) o el de Steven Spielberg, que puso un millón de dólares para apoyar a Obama. Entre los republicanos, se destaca el caso de los hermanos Charles y David Koch, históricos financistas del Partido Republicano y de todo el movimiento conservador estadounidense. 47
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Solo el desconcierto que provocó la irrupción de Trump, único donante de su propia campaña, los retuvo durante las primarias de hacer uso de los 900 millones de dólares –según ProPublica– que habían reunido con sus amigos con el único fin de bloquear la elección de un demócrata. Una investigación del instituto Pew, realizada antes de las primarias, mostró sin embargo al electorado preocupado por los desbordes en el sistema de financiación. Tres de cada cuatro consultados (un 77%) pidieron límites a los aportes, solo un 20% apoyó las donaciones ilimitadas y dos tercios (el 64%) coincidieron en que la falta de fondos le impedía a buenos políticos entrar en la competencia37. Si bien la distribución de fondos es decisiva para ganar el apoyo hacia uno u otro candidato, en un sistema de sufragio no obligatorio como el estadounidense otro aspecto puede resultar igual de importante: persuadir a la gente a que acuda a votar el día de los comicios y haga valer sus preferencias. En 2016, faltando meses para dejar la Casa Blanca, liberado ya de la necesidad de buscar sus propios votos, Obama opinó que votar a un buen congresista, senador o presidente era insuficiente para mejorar el sistema político. Había que reformar el sistema electoral, para que “refleje mejor lo que somos”. Con esa frase, el presidente se refería a la práctica del gerrymandering38, así llamada por el político Gerry Eldbrige que, en 1812, obsesionado por poder hacer valer sus votos en su distrito de Massachusetts, distorsionó tanto el dibujo original de las circunscripciones electorales del Estado que terminó diseñando una con la forma de una salamandra. En los estados donde gobiernan y controlan las legislaturas que diseñan los distritos electorales, los republicanos se aficionaron a la práctica del gerrymandering para mantener su 48
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predominio en áreas donde las minorías étnicas y prodemócratas amenazaban su representación final en el Congreso federal. Debido a la difusión de esta práctica, Obama acabaría señalando que había que “terminar con la práctica de diseñar nuestros distritos legislativos”, al tiempo que pedía una comisión bipartidaria para resolverlo de una vez. Pero también consideró imprescindible “reducir la influencia del dinero en la política, de tal modo que un puñado de familias o intereses ocultos puedan financiar las elecciones”. “A la mayoría de ustedes no les gusta ir a pedir dinero. Lo sé. A mí me pasó” 39, les dijo el Presidente a congresistas y senadores, riéndose con ironía. Sobre ese tema, Obama escribió algunos de sus mejores párrafos antes de dejar la Casa Blanca. De impronta keneddyana, resumen fielmente el espíritu de renovación política que Obama intentó imprimirle a su paso por el poder: Tenemos que hacer que votar sea más fácil, no más difícil. Necesitamos modernizar el sistema según el mundo en que vivimos hoy. Esto es Estados Unidos. Queremos facilitarle la participación al pueblo. Los cambios en nuestro proceso político –no solo a quién se elige, sino cómo es elegido– solo serán posibles cuando el pueblo estadounidense lo demande. Depende de ustedes40.
El color de los votantes
En 2015, medio siglo después de la sanción de la ley que había reformado radicalmente la política migratoria de Estados Unidos (la Ley de Inmigración y Nacionalidad), habían entrado al país casi 59 millones de inmigrantes, que llegaron a representar 49
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el 14% del total de su población. Ese flujo de inmigrantes y su descendencia aportaron la mitad del crecimiento demográfico estadounidense, además de reconfigurar su composición étnica41. Según las proyecciones del Pew Research Center, los inmigrantes que lleguen en el siguiente medio siglo y la descendencia que tengan tendrán un impacto aún mayor. En efecto, si se mantiene el ritmo serán responsables del 88% del aumento de población –unos 103 millones de almas–, cuando en 2065 el total llegue a los 441 millones de habitantes. En materia electoral, si bien el comportamiento de los votantes estadounidenses que hayan elegido nuevo presidente en 2016 pueda resultar predecible en muchos sentidos, sin dudas la transformación que experimenta esta sociedad abre interrogantes crecientes para el futuro. Para empezar, en 2016 el electorado es el de la mayor diversidad étnica de la historia política estadounidense. Casi un tercio de los votantes (el 31%) es latino, afroamericano, asiático o de alguna otra minoría étnica. En 2012, cuando Obama fue reelegido con fuerte apoyo de esos grupos, esa representación no superaba el 29%. Ese crecimiento se explica en buena parte por el avance de los latinos, en particular jóvenes hijos de inmigrantes nacidos en Estados Unidos. La proyección de la población mayor a los 18 años, que es la que puede votar, indica que este cambio se profundizará durante las siguientes décadas. Entre 1976 y 2012 el porcentaje de votantes blancos cayó desde el 89% al 74%. Actualmente, los votantes blancos no latinos forman todavía un grupo de 156 millones, frente a los 70 millones de minorías étnicas, pero su crecimiento sigue decayendo claramente. Se espera que la proporción de votantes blancos no latinos caiga en 2016 a 69%. 50
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El padrón estadounidense tiene unos 10,7 millones más de potenciales votantes que en la elección presidencial de 2012 y más de dos tercios de su crecimiento se explica por la mayor participación de las distintas minorías étnicas. Así, latinos, afroamericanos, asiático-americanos y otras minorías aportan 7,5 millones de nuevos potenciales votantes, comparados con los nuevos 3,2 millones de blancos no latinos. En contextos como este, la incertidumbre económica puede efectivamente explicar emergentes populistas y xenófobos como Trump. Pero es importante comprender que tiene igual o mayor peso el antiguo componente racial que atraviesa la sociedad estadounidense desde la Guerra de Secesión (18611865), que puso fin al esclavismo y cuyas secuelas persisten. Por supuesto, Estados Unidos ha vivido en su historia otros momentos de turbulencias económicas y gran desigualdad. De hecho, como hemos visto, el abierto en 2008 terminó reduciendo el piso de la clase media a menos de la mitad de la población desde los años cuarenta. Pero esas coyunturas nunca antes habían llegado al extremo de legitimar social y electoralmente a un candidato que promete levantar un muro en la frontera y expulsar a millones de mexicanos después de tratarlos de borrachos y vagos en plena campaña, para hacer que “América vuelva a ser grande”, como prometía Trump en las primarias. Muchos sectores blancos no latinos perjudicados por la crisis y la recesión de los últimos años, sin capacidad para recuperar sus cuentas ni capacitación laboral para retomar otros empleos en una economía desafiante e insegura, lo sienten antes que nada como un asunto racial: “otros” llegan a “este gran país” a “quitarnos” trabajo y, encima, a cambiar “nuestro” estilo de vida, the american way of life. Aunque en realidad entre esos 51
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“otros”, los índices de pobreza y de falta de cobertura de salud se duplican respecto de los nacidos y ciudadanos. De todos modos, en líneas generales, el desempleo cayó a 5% en el final de la Administración Obama y, en 2016, cuando hubo que votar, seguían creándose nuevos empleos (14 millones desde 2007), mientras en Europa se perdían. La pobreza era del 15% y la salud había logrado la mayor y mejor cobertura que se recuerde en el país (10% entre los que cuentan con la ciudadanía estadounidense). Pero, por otro lado, la estadística también dice que, desde 1998, la tasa de mortalidad entre los blancos ha aumentado sin cesar, en especial por la incidencia de suicidios, alcoholismo y drogadicción. Según el Nobel de Economía 2015, Angus Deaton, se hubieran podido evitar en esa franja social medio millón de muertes42. En 2014, el 71% de los candidatos a ingresar en el Ejército de los Estados Unidos fue rechazado por no satisfacer los requisitos mínimos en las pruebas de aptitud física. Y dos de cada tres jóvenes egresados del secundario terminaban sus estudios sin posibilidades serias de competir por un lugar en la universidad ni por un empleo calificado. De ese caldo bebió el “movimiento Trump” y los extremistas conservadores que se atrevieron a situar en Kenia el lugar de nacimiento de Obama43. Ahora bien, por su parte, la comunidad afroamericana se ha mantenido básicamente fiel a los candidatos demócratas, una tendencia que acentuó fuertemente Obama, como primer presidente afroamericano de la historia del país desde el fin del esclavismo. En 2008, ese voto fue clave para que Obama impusiera su candidatura sobre la de Hillary Clinton. En 2016, a su vez, la candidata afirmó por su parte su postulación 52
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conquistando ese electorado en las primarias con más eficiencia que Sanders, su rival. Sin embargo, durante los ocho años de la administración demócrata de Obama, la minoría afroamericana tuvo suficientes motivos de discriminación como para hacer del movimiento Black Lives Matter (las vidas de los afroamericanos importan) un fenómeno de gran impacto político y social contra la brutalidad policial, que se cobró 5.600 víctimas en los últimos 15 años, según la organización Fatal Encounters. En diciembre de 2014, decenas de miles de manifestantes de todo el país marcharon hacia Washington y, frente al Capitolio y al monumento a Abraham Lincoln, expresaron su rechazo a la violencia policial dirigida especialmente a los afroamericanos, una sufrida minoría de 41,1 millones de almas (13,2% de la población). La gran manifestación pacífica fue solo la culminación de otras violentas que se sucedieron desde la muerte de media docena de jóvenes, entre ellos Michael Brown, asesinado en Missouri en el verano anterior y cuyo crimen había detonado la ola de protestas. “Solo pedimos que la Constitución sea igual para todos. Esta no es una marcha de la gente negra contra la gente blanca. Es una marcha de los estadounidenses, por los derechos de los estadounidenses. No pedimos nada raro”, diría ante la multitud el reverendo afroamericano Al Sharpton, líder de la National Action Network, mientras estaba flanqueado por los líderes de la The Black Women´s Roundtable, la National Association for Advancement of Colored People y la National Urban League44. Sin embargo, la policía se cargaría nuevas muertes, como la de Freddie Gray en Baltimore, en abril de 2015, que incendió el ánimo de la amplia comunidad afroamericana local y movilizó 53
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la Guardia Nacional en el estado de Maryland para reprimir las protestas. Hubo otras en San Francisco, Nueva York, Los Ángeles, Seattle, Chicago, Birmingham y Cleveland. Cuando un tribunal rechazó la imputación de la policía en dos casos, entre ellos el de Brown (en el condado de Ferguson, Missouri), Obama, el primer presidente afroamericano de la historia del país, apenas alcanzó a decir: Cuando cualquier ciudadano de este país no está siendo tratado en condiciones de igualdad ante la ley, eso es un problema, y es mi trabajo como presidente ayudar a resolverlo. Es necesario que todos los estadounidenses reconozcamos que este es un problema estadounidense45.
De todos modos, a pesar de estos retrocesos, la fuerza de la militancia afroamericana, forjada a través de dos siglos de lucha, provoca un estudiado efecto de bumerán: los sectores más radicalizados desertan de las urnas e, incluso, cuestionan la legitimidad de la alternativa electoral que les da la democracia formal. Como la Constitución, sienten que a menudo la Carta Magna es papel mojado. Lo cierto es que hay realidades que alientan esa antipatía: si bien el porcentual de niños pobres descendió levemente durante los últimos años en los Estados Unidos, la situación apenas varió para los afroamericanos. En 2016, la pobreza alcanzó el 26,2% (línea base: ingreso anual inferior a 23.624 dólares, para hogares de cuatro personas, con dos niños)46. El caso de los latinos es, probablemente, el que a este respecto merezca mayor atención. Se trata de la primera minoría étnica, con casi 47 millones de integrantes. Es ya una verdad de perogrullo afirmar que sin cautivar una parte importante 54
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de ese voto es difícil para cualquier candidato llegar a la Casa Blanca. En 2012, el 71% de los latinos que fueron a las urnas votaron por Obama, pero hasta su interés en sufragar ha sido relativamente bajo47. En los anteriores comicios presidenciales, votaron unos 11 millones de latinos y más de la mitad se quedó en casa. Desde 2007 hasta 2016, la comunidad latina aumentó en 9,5 millones, según la Oficina del Censo. Su fuerza es tal que su movilización siempre puede volcar una elección48. Como se ha visto, las bravatas xenófobas, enfocadas en los mexicanos, pueden alterar esos índices de participación y potenciar el avance de la minoría sobre el conjunto del padrón. Sin embargo, la demagogia puede calar en una comunidad cuya pobreza, aunque es menor que entre los afroamericanos, supera la media nacional (23,6%, contra 21,5% al empezar la gran recesión, y 19,9% todavía sin seguro médico). Cada minoría tiene su propia dinámica de participación. En las presidenciales de 2012, la de los latinos fue del 48%, la de los afroamericanos del 67% y la de los blancos, del 64,1%. En 2016, el comportamiento del voto latino pudo explicar por sí solo en la primaria republicana de Florida el arrollador triunfo de Trump sobre Rubio, senador local e hijo de cubanos49. La influyente cadena Univisión, por su parte, lanzó incluso una campaña para registrar por lo menos tres nuevos millones de votantes latinos para las elecciones de 2016, los que cumplieron 18 años desde la reelección de Obama. Pero nada es ingenuo: el dueño de la cadena, Haim Saban, es un histórico donante de los Clinton. El futuro, como fuere, parece depender de ellos. El número de estadounidenses hispano parlantes supera actualmente 55
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el de toda la población de España y, de mantenerse este ritmo, hacia 2050, el castellano será el idioma más hablado de Estados Unidos, según el Instituto Cervantes. En nombre de Dios
Otra característica determinante a considerar en el escenario político estadounidense con vistas a las elecciones de noviembre de 2016 sigue siendo el perfil religioso de su electorado y, por lo tanto, de sus políticos. Al menos formalmente, desde la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, de 1791, la religión quedó separada del Estado. Es un modelo que siguieron muchas democracias en América. Pero los sentimientos religiosos, fundantes de las comunidades europeas que colonizaron el país, están indisolublemente unidos a la administración de la cosa pública para una gran mayoría de los votantes. Solo el 7,1% de los estadounidenses se declara agnóstico o ateo. La gran mayoría, el 70,6%, se dice cristiano (46,6% protestante, de ellos 25,4% evangélico). Hay un 20,8% de católicos y 1,6% de mormones. Entre los no cristianos, que suman 5,9%, predominan los judíos (1,9%), los musulmanes (0,9%), los budistas (0,7%) y los hinduistas (0,7%)50. Las encuestas más recientes, de 2014, confirmaron ese decisivo sesgo. Solo el 6% de los consultados votaría por un candidato a presidente declaradamente agnóstico o ateo y menos de la mitad toleraría, sin agradarle, que llegase a la Casa Blanca, a priori una posibilidad remota. Este escenario provoca situaciones harto conocidas, incluso, por aquellos que no son estadounidenses. Una es la permanente mención al Dios 56
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cristiano –excepcionalmente al judío, pese a la fuerte influencia de esa comunidad religiosa en Estados Unidos– y a la Biblia durante cada acto y procedimiento público. La emotiva consigna “Dios bendiga a América” es el reflejo de una sociedad que se inspira en argumentos religiosos para acometer guerras en el exterior, pero también para definir políticas públicas de salud (contracepción, aborto). Como resumió en su informe el Pew Research Center, “la norma de la política norteamericana ha sido hace tiempo que alguien no creyente no puede ser elegido presidente de Estados Unidos”51. Del mismo modo, ser creyente es visto por la mayoría del electorado como un valor de los candidatos. Los votantes creen que un candidato con sentimientos religiosos será probablemente mejor presidente. Entre los votantes republicanos, dos de cada tres se declaran religiosos. Entre los demócratas, esa incidencia sigue siendo fuerte, pero baja al 40%. En las primarias republicanas de 2016, la religión volvió a jugar un papel importante. Todos, el presbiteriano Donald J. Trump, el bautista Ted Cruz, el anglicano John Kasich y el católico –de breve experiencia mormona– Marco Rubio debieron pasar exámenes públicos en ese sentido. Pero el singular caso de Trump, como en otros aspectos, puso en entredicho la sabiduría política convencional. De hecho, solo 30% de los republicanos le reconocían algo de religioso, contra el 60% del ferviente bautista Cruz. Lo realmente desconcertante para muchos analistas y líderes religiosos fue que Trump triunfara en electorados muy religiosos, pese a simpatizar con organizaciones de control de natalidad como Planificación Familiar, o en el otro extremo, repudiara por antiestadounidense a la comunidad islámica. 57
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“Déjenme decir, antes que nada: gloria a Dios”, empezaba Cruz sus discursos, y seguía con frases como: “Desde sus inicios, Estados Unidos ha gozado de la bendición de Dios”. En cambio, Trump asumía su débil formación religiosa preguntándole jocosamente a sus seguidores si el versículo de la Biblia que estaba citando era el correcto: “Corintios 3-17… ¿era ese, no?”52. Un líder bautista se quejó sobre la actitud de Trump: “Está usando la palabra de Dios con fines políticos”, pero esa, justamente, es una apreciación difícil de diferenciar del resto de los políticos republicanos, desde el ultraconservador Barry Goldwater hasta Cruz, pasando por los presidentes Bush padre e hijo. El columnista especializado en religión Russell Moore se preguntaba, desde las páginas de The Washington Post: ¿Por qué muchos líderes evangelistas, incluyendo algunos que pontifican sobre casi todo, se callan aterrorizados ahora cuando el evangelismo es asociado desde el autoritarismo y la intolerancia hasta la violación de la libertad religiosa? ¿Cómo pueden mirar para otro lado cuando hay políticos que alaban a Planned Parenthood y se callan sobre los supremacistas y los neonazis?53.
Los demócratas, en ese contexto, no les van en zaga. Después de la corta novedad que supuso para la historia de Estados Unidos en la década de los 60 la elección de un católico como John F. Kennedy, Bill Clinton hizo valer sus raíces protestantes, metodistas y sureñas en las dos elecciones que ganó, un crédito religioso que perdió con el escándalo sexual que protagonizó con la pasante Mónica Lewinsky. Luego, su arrepentimiento público como creyente pudo merecer escasa o nula credibilidad, pero demostró una vez más la importancia del factor religioso. 58
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Una década y media más tarde, una de las exageraciones más repetidas desde las usinas extremistas conservadoras respecto del presidente Obama fue dudar no solo de su condición de estadounidense (nació en Hawaii y se crió en Indonesia) sino atribuirle una escondida pertenencia al Islam, hasta por el parecido de su apellido al nombre del terrorista Osama Bin Laden, quien paradójicamente fue ejecutado por órdenes suyas en 2011, en Pakistán. Entre los demócratas, la diversidad que le es tan cara fue en estas últimas elecciones más allá de su tradicional adhesión entre las minorías étnicas y sexuales, hasta alcanzar las religiosas, con el candidato a presidente Bernie Sanders. “Ser judío forma parte de mi esencia”, dijo este senador socialista, pero aclaró que no era un estricto practicante. Su rival Hillary Clinton, miembro de la United Methodist Church, de Washington, se diferenció durante el debate de Flint, diciendo: “Recibo las enseñanzas de mi pastor cada día. Están en mi mail desde las 5 am”. La gran red
Aunque desde el siglo pasado, y probablemente en el actual siga siendo válido, se definió a quien se sentara en el sillón presidencial de la Casa Blanca como “la persona más poderosa del planeta”, ni bien se ajusta el foco sobre el complejo del poder político estadounidense aparecen en la imagen otros poderes e instituciones, reales y simbólicos, que compiten en importancia. Ni la historia de Estados Unidos, ni la de sus decisiones de gran calado en el exterior –desde guerras hasta golpes de Estado, pasando por profundas transformaciones económicas 59
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de todo el sistema capitalista mundial– pueden explicarse sin considerar el rol del Congreso, la Corte Suprema de Justicia y la Reserva Federal. Una red que, como en cualquier potencia mundial, termina de tejerse con las Fuerzas Armadas. Formalmente están divididos o separados por reglas, algunas muy antiguas, pero también se ven condicionados el uno por el otro. El Congreso, por ejemplo, tiene poder suficiente como para dejar a una administración sin presupuesto y a la Corte Suprema, temporalmente sin jueces. La Corte, a su vez, puede invalidar leyes con amplio apoyo del Congreso. La Reserva Federal, por su parte, puede recortar a su gusto las posibilidades de la gestión económica de un presidente. Al final, la Casa Blanca no es la única poderosa. La influencia del Congreso sobre cada administración nace de una dinámica de participación que lleva más votantes a elegir presidente que congresistas y senadores. Cuando se elige presidente el interés aumenta. En las últimas dos décadas, hasta 2014, las elecciones presidenciales llevaron entre 15% y 20% más que las de medio término, en las que solo se renovaban bancas. A su vez, como se verá en los capítulos siguientes, la participación en las elecciones presidenciales benefició en general al Partido Demócrata, mientras que las legislativas lo hicieron con el Republicano. En los comicios en los que Obama fue elegido y luego reelegido, su candidatura arrastró favorablemente a sus copartidarios, que ganaron un promedio de cinco bancas en el Senado y 16 en la Cámara de Representantes. Los republicanos, en las elecciones de medio término, ganaron una media de 7,5 y 38,5 bancas, respectivamente. Es la lógica que en 2016 ilusionó a los demócratas con recuperar, al menos, el control de la cámara baja. 60
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El bloqueo de una mayoría legislativa sobre una Casa Blanca en manos del otro partido se hizo patente en octubre de 2013, cuando los demócratas todavía controlaban el Senado y estaban a pocas semanas de que perdieran la Cámara de Representantes. Varios años antes, en diciembre de 2005, los republicanos le habían hecho lo mismo a Bill Clinton: lo dejaron 28 días con las oficinas públicas cerradas exigiendo recortes para reducir el déficit y aprobarle el presupuesto. Con Obama, como se verá más adelante, esto tuvo un sentido más específico: bloquearle la instrumentación del Obamacare, su histórica reforma sanitaria, por la que los republicanos habían forzado más de cuarenta votaciones para postergarla o negarle fondos, desde su sanción en 2010. Consecuencias prácticas eran un tercio de los empleados estatales sin empleo ni salario, y programas esenciales como el control del tráfico aéreo y las inspecciones alimentarias sin fondos mientras persistiera el desacuerdo. En esa oportunidad, para aceptar extender la capacidad de deuda de la Administración, un procedimiento que se había repetido casi ochenta veces sin problemas desde 1960, los republicanos se tomaron un par de semanas, hasta llegar a un acuerdo con los demócratas del Senado y con la Administración. Ya en 2016, en plenas elecciones primarias y con los republicanos controlando el Senado y la Cámara de Representantes, la vacante creada en la Corte Suprema de Justicia por el fallecimiento del juez ultraconservador Antonin Scalia, proveería otro ejemplo contundente de obstruccionismo, en este caso como herramienta ideológica antes que política. Ahora bien, la Corte Suprema estadounidense, por su parte, está conformada por nueve jueces (uno ellos, el presidente), cuya designación es vitalicia, con la posibilidad de retirarse a 61
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los 70 años. Cuando un juez se retira o fallece, como Scalia, el Presidente nomina un candidato y el Congreso, al cabo de largas entrevistas y audiencias, lo confirma. O no. La muerte de este miembro de la Corte, al comenzar 2016, dejó al tribunal con ocho jueces, y al bloque conservador empatado en cuatro con el progresista. Hay que recordar que, desde su nominación por el republicano Ronald Reagan, en 1986, Scalia fue decisivo en fallos a favor de la pena de muerte, de la portación de armas, de blindar los derechos religiosos frente al Estado y de condicionar, incluso, la reforma electoral de 1965 que había asegurado los derechos de participación de la minoría negra. También le había tocado perder (por 5 a 4), en asuntos como el matrimonio igualitario y el derecho al aborto. “No está escrito en la Constitución”, alegó. En 2015 quedó en minoría en una de las tantas objeciones legales al Obamacare. Sin embargo, su actuación fue decisiva en otros casos resonantes, como en la discutida elección de 2000, cuando la Corte le dio la victoria al republicano Bush hijo sobre el demócrata Gore. Lo cierto es que la muerte de este miembro de la Corte, en febrero de 2016, dejó al tribunal con ocho jueces, y al bloque conservador empatado en cuatro con el progresista. Cuando en un caso determinado la votación de la Corte Suprema queda empatada, quedan firmes los fallos de los tribunales inferiores. El dato es significativo porque en casos importantes en los que varios tribunales de segunda instancia habían fallado con ánimo progresista sobre una misma problemática, la mayoría conservadora en la Corte los había revertido gracias al voto de Scalia. En marzo aparecieron dos casos emblemáticos, de instituciones conservadoras obligadas a cumplir el Obamacare y de rediseño de un distrito electoral. 62
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De algún modo, los mismos republicanos que controlaban el Senado y desde allí la nominación de los jueces de la Corte Suprema terminaban imponiendo a la sociedad, por vía judicial, una impronta conservadora que les era imposible lograr por vía electoral cada cuatro años. Cuando en marzo de 2016, Obama nominó como reemplazante de Scalia al reconocido juez Merrick Garland, quien había obtenido muchos votos republicanos cuando fue elegido para la Corte de Apelaciones del Distrito de Columbia, que presidió desde 2013, resultó evidente para los analistas políticos que el Presidente consideraba, básicamente, aquel contexto adverso. Sin duda, Barack Obama hizo de la diversidad (de género, de origen étnico y de orientación sexual) un verdadero sello personal en la nominación de más de 300 jueces desde 2009: 47% mujeres y 19% afroamericanos. En 2014 dijo: Hay grupos históricamente subrepresentados, como los latinos y los asiáticos. Para ellos, ver bajo una toga a su gente es muy importante. Cuando llegué a la Casa Blanca, solo un juez abiertamente gay había sido nominado. Yo postulé a diez54.
Sin embargo, muchos demócratas se sintieron defraudados con Obama por la nominación de Garland, un nieto de inmigrantes judíos y blanco, aunque como él graduado en Harvard. Si bien el Presidente había elegido para sus dos nominaciones previas a mujeres, y una de ellas latina (Sonia Sotomayor y Elena Kagan), muchos opinaban que desperdiciaba la oportunidad de darle representación a otras minorías, como hubiese ocurrido con el jurista indio-americano Sri Srinavasan o con la afroamericana Loretta Lynch. Por 63
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otra parte, para los republicanos, los antecedentes de Garland tampoco eran lo suficientemente conservadores. Pero ese no era el fondo de la cuestión para ellos. Antes de saber siquiera a quién nombraría, los senadores republicanos le anticiparon a Obama que ni siquiera considerarían la nominación. Pese a que seis jueces de la Corte fueron designados en plenas elecciones en otras épocas de la historia de los Estados Unidos, la respuesta fue rápida y dio el asunto por cerrado: hay que esperar que el nuevo presidente –ellos esperan que sea un republicano– asuma en 2017 y proponga su candidato. Obama no se acobardó y sacó de la manga a Garland. Consideró, como dijimos, el entusiasta apoyo que el juez había tenido por parte de los senadores republicanos cuando fue elegido para la cámara de apelaciones, tras una exitosa carrera como fiscal, ¿con qué argumento sensato podrían impugnarlo ahora? Parecía que Obama sacrificaba su nominación en beneficio del funcionamiento de la Corte Suprema, con un juez de perfil reflexivo y moderado que mantuviera el equilibrio entre conservadores y progresistas. Estratégicamente, incluso, lució inteligente al dejar en evidencia a los republicanos. Pero hay otra manera de ver la insistencia de Obama en nominar a Garland y negarse a darle un gusto y una bandera a las bases demócratas. Y es que su presidencia no ha sido tan progresista como prometía, porque él mismo es un político esencialmente moderado, que sigue creyendo en la necesidad de atravesar los tiempos de crisis superando el bipartidismo puro y duro –como lo planteó ante el Congreso al asumir en 2009– con demócratas y republicanos construyendo acuerdos en asuntos institucionales y claves, como los de la Corte Suprema y el Presupuesto. 64
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Esa misma moderación fue, tal vez, la que le permitió ganar su reelección en 2012 con un éxito electoral que se les negó a los candidatos demócratas, a congresistas y senadores más radicalizados en sus posturas. Para muchos, la nominación de Garland pintó a Obama de cuerpo entero y sintetizó su legado político: el Presidente se erigió en un símbolo del cambio, pero ejerció durante ocho años una administración apenas progresista que acompañó tibiamente una época de grandes transformaciones sociales. La mayoría conservadora que representaba Scalia venía modelando la sociedad estadounidense desde mucho antes, allá por los años ochenta. En efecto, cuando visité la Corte Suprema como embajador argentino, quedé impactado por ese hombre, el primer ítalo americano del tribunal y fundador del originalismo, como se conoce a la interpretación literal de una carta magna del siglo XVIII para resolver litigios propios de una sociedad tres siglos más avanzada y compleja. La designación del noveno juez de la Corte Suprema puede extender por mucho tiempo el dominio conservador que reina desde hace 25 años, con el ingreso en 1991 del afroamericano Clarence Thomas. A su vez, la elección de un progresista podría reconfigurar por completo el escenario jurídico y social de Estados Unidos en los años posteriores a la asunción del nuevo presidente en cuestiones centrales como economía, ambiente, salud, educación, derechos de minorías e inmigración. Eso, sin contar con que la jueza Ruth Bader Ginsburg, la integrante actual más anciana de la corte, ya tiene 83 años. Como ya se ha señalado, entonces, la Corte Suprema es uno de los poderes reales y permanentes del país que interactúan con la Casa Blanca. Y más allá de su influencia en 65
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las designaciones, a sus jueces se les reconoce autoridad moral para establecer las reglas del resto de la sociedad. Ahora bien, durante sus dos mandatos, Obama logró mantener el bloque minoritario de los progresistas en la Corte Suprema, con la incorporación de Sotomayor en 2009 y Kagan en 2010. Esa influencia le permitió convalidar su reforma sanitaria, pero no le alcanzó para evitar la suspensión de sus últimas medidas en favor de la inmigración, que la Corte puede revertir. En otras demandas, en el futuro también podría haber marcha atrás en otros avances progresistas logrados por la Administración Obama. A comienzos de 2016, no estaba claro aún el precio que podían terminar pagando los republicanos por su filibusterismo. El debate sobre la Corte distrajo el foco sobre asuntos como la economía y la seguridad, puntos fuertes de los republicanos frente al electorado, y los redirigió hacia asuntos sociales ventilados en los tribunales, como inmigración y medio ambiente, en los que los demócratas tradicionalmente llevaban ventaja. Sea como fuere, en esa red de instituciones en las que se apoya la democracia estadounidense, la Corte Suprema es clave. Como vaticinó Obama, las elecciones tienen sus consecuencias. Y eso quedó programado para noviembre de 2016. Los republicanos se sentaron a esperar. La última reserva
Ahora bien, además del Congreso y la Corte suprema, la antigua y vigorosa democracia estadounidense, la misma del “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, como lo 66
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expresó Abraham Lincoln en 1863, alberga en el corazón de su economía una paradoja institucional: la Reserva Federal. Si hubiera que decirlo de manera sencilla y a la vez brutal, la Reserva Federal (o Fed, como se la conoce) es un manojo de economistas y banqueros no elegidos por el pueblo –solo su presidente es confirmado por el Congreso– que se reúne periódicamente para adoptar decisiones sobre una moneda, el dólar, que impactan en todo el planeta. No fue su condición de designados a dedo lo que demoró su creación definitiva, en 1913, sino la resistencia de una parte de otros padres fundadores (como Hamilton y Jackson) a que una autoridad central decidiera desde Washington asuntos económicos de importancia de los demás estados. Entre 1836 y 1913, Estados Unidos había carecido de una autoridad bancaria centralizada hasta que, ante el enésimo remezón financiero, el presidente Woodrow Wilson creó la por ley la Fed, después de negociar durante tres años una fórmula intermedia: además de los clásicos gobernadores de un banco central, la Reserva Federal tendría un Comité Federal de Mercado Abierto, compuesto por 12 Feds regionales de bancos con incidencia en distintas ramas de la economía. En el siglo que siguió, todos se acostumbraron a volver la vista a la Fed, tal como en otros países se presta atención a un poderoso ministro de Economía (y también en el resto del mundo, desde el reinado del dólar por la caída definitiva del patrón oro, en 1971). Sucedió durante la Gran Depresión de los años treinta, cuando se le reprochó haber restringido el crédito y empeorado la crisis. Ello también ocurrió en la década de los 70, cuando uno de los presidentes más influyentes de la Fed, Paul Volcker, optó por controlar una inflación de más del 13% con un enfoque 67
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monetarista, volviendo a secar el mercado de dólares y subiendo las tasas de interés. La recesión en Estados Unidos fue tal que, en señal de protesta, los agricultores rodearon la silenciosa y orgullosa sede de la Reserva Federal de tractores (a ese costo, en 1983, la inflación había bajado a 3,2%). Paul Krugman, Premio Nobel de Economía, explica el papel atribuido a esta parte esencial de la gran red institucional estadounidense diciendo: La Reserva Federal tiene un doble mandato: la estabilidad de precios y el máximo de empleo. Normalmente, trata de combinar ambas metas moviendo las tasas de interés a corto plazo, lo cual puede hacer agregando o absorbiendo reservas de los bancos. Si la economía es débil y la inflación baja, la Fed baja las tasas. Esto hace que dar crédito se vuelva atractivo, estimula el gasto privado y, si todo va bien, lleva a la economía a la recuperación. Si la economía está fuerte y la inflación amenaza, la Fed sube las tasas, desalienta el crédito y el gasto y la economía se enfría55.
Si habitualmente todos volvían la vista a la Fed ante la menor turbulencia, a partir de 2008 en los mercados financieros se habló casi exclusivamente de ella, y por muy largo tiempo. Como escribió años después el columnista Robert J. Samuelson, la prosperidad a la que se habían acostumbrado los estadounidenses durante un cuarto de siglo terminó siendo una fuente mayor de vulnerabilidad. Durante este período, hubo solo dos recesiones leves. La inflación y las tasas de interés bajaron. Los stock y los precios de las viviendas subieron. Sintiéndose más ricos, los 68
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estadounidenses se endeudaron más y gastaron más […]. La buena fortuna tiene consecuencias. Alimentó un exceso de confianza. La economía lució menos riesgosa, en parte porque la Fed parecía capaz de desactivar cualquier amenaza a tal prosperidad. Tanto gusto por la prosperidad llevó a una devastadora inestabilidad. Esa fue la lección central de la crisis56.
Por otra parte, y como ya se ha señalado en Diálogos sobre Europa. Crisis del euro y recuperación del pensamiento crítico57, fue precisamente la actitud de la Reserva Federal lo que diferenció a Estados Unidos de la Unión Europea en el manejo de la Gran Recesión. La institución, de una independencia política sin parangón en Occidente, había contribuido ella misma al crack financiero entregándose mansamente a la completa desregulación del sistema, bajo la presidencia de Alan Greenspan, adorado en el mercado por su laissez-faire durante los años de la burbuja que terminó estallando en 2007. Al comenzar la campaña electoral de 2016, el candidato demócrata Bernie Sanders seguía quejándose amargamente y con razón del secuestro de la centenaria Fed por el mismo entramado financiero que había causado la crisis (un ejecutivo de Goldman Sachs presidía la Fed de Nueva York), forzado costosos rescates bancarios y, ocho años después, seguía básicamente sin cambiar sus hábitos de concentrarse, salvo por algunas nuevas regulaciones. Y escribió en The New York Times: Para tener bajo control a Wall Street deberíamos empezar por reformar la Reserva Federal, que supervisa las instituciones financieras y utiliza la política monetaria para mantener 69
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la estabilidad de precios y el pleno empleo. Desgraciadamente, una institución que fue creada para servir a todos los estadounidenses ha sido secuestrada por los muchos banqueros a los que regula58.
Los economistas debatieron intensamente el papel de la Fed durante los años que siguieron a la última crisis, en los que Greenspan fue remplazado por un miembro del Comité Federal de Mercado Abierto, Ben Bernanke, que, sin saberlo, se había dedicado a estudiar durante años los errores cometidos durante la Gran Depresión y el fenómeno de la deflación y del estancamiento de una potencia económica moderna como Japón. “Al principio era como conducir un automóvil chocado. Uno solo trata de que no se caiga por el puente”, confesaría Bernanke años después, al hablar sobre su gestión en lo peor de la crisis. A finales de 2009, ya iniciada su novedosa estrategia de las facilidades cuantitativas de crédito59, ya se animaba a hablar de “brotes verdes” en la economía60. Después de varios megarescates y de la inyección masiva de dólares al mercado (hasta 900 mil millones a corto plazo a través de préstamos de corto plazo a los bancos), para estimular la economía y evitar un desempleo del 25% como en los años treinta, persiste la antigua disputa sobre el poder que debe acumular la Fed. Al margen de estas cuestiones, en general se asume que el papel de la Fed fue positivo para evitar una crisis aún mayor al erigirse en prestamista de última instancia, asegurando el acceso al crédito y privilegiando más la actividad económica que el valor estricto de la moneda, una línea que mantuvo un tiempo más la nueva presidenta de la institución, por primera vez una mujer, Janet Yellen (2014). 70
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En diciembre de 2015, al cabo de siete años de mantener las tasas de interés en 0% –en otras palabras, dinero gratis para reactivar la economía– Yellen anunció al mundo el comienzo del fin de la era del crédito tan barato. El balance de la Fed era de cuatro billones de dólares, cuatro veces el tamaño que tenía al comenzar la crisis. La inflación, el gran fantasma de los que resistían la estrategia de la Fed, era del 1%, y el desempleo, su otra meta, 4,6%. La economía crecía apenas, por encima del 2% del PBI. Al cabo de una década de lidiar con la peor crisis económica y financiera desde la Gran Depresión del siglo pasado, el ánimo y los bolsillos de los estadounidenses le plantearon a los dos grandes partidos una compleja, y a veces contradictoria, batería de demandas que la Administración Obama dejó sin satisfacer. La imposibilidad de Obama de zanjar en apenas ocho años la profunda grieta social que había ido generando la inequidad en el país a lo largo de las últimas décadas, en el contexto de las transformaciones culturales que se han descrito aquí, potenció los reclamos de la ciudadanía durante la campaña electoral. El clima político se tensó y las opciones se polarizaron fuertemente. La reacción de los líderes demócratas y republicanos se ajustó vertiginosamente a esa dinámica pero, como se verá a continuación, les fue imposible esquivar el peso de su propia historia. Es posible afirmar, incluso, que sus respectivos pasados explican su presente.
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