A fines del año 2005, Capital Intelectual convocó a un equipo de probados periodistas (Luis Sicilia, Hernán Brienza, Cristina Noble, Catriel Etcheverri, Sergio Góngora y Daniel González) para encarar un desafío sin antecedentes: las colecciones de Fundadores de la Izquierda Argentina y la Izquierda Latinoamericana.
Che Guevara DESDE LA HISTÓRICA ALTURA Luis Carlos Prestes CABALLERO DE LA REVOLUCIÓN Raúl Sendic EL PRIMER TUPAMARO Salvador Allende LA REVOLUCION DESARMADA José Carlos Mariátegui UN MARXISMO INDÍGENA Camilo Torres SACRISTÁN DE LA GUERRILLA Rafael Barrett UNA LEYENDA ANARQUISTA Augusto Sandino UN JINETE CONTRA EL IMPERIO José Martí LA PRIMERA REVOLUCIÓN CUBANA Emiliano Zapata INSURRECCIÓN A LA MEXICANA Luis Emilio Recabarren EL SUEÑO COMUNISTA Farabundo Martí REBELIÓN EN EL PATIO TRASERO
Entre los Fundadores de la Izquierda Argentina no podían faltar aquellos socialistas originales que fueron Juan B. Justo y Alfredo Palacios, aquel anarquista indomable y violento que fue Severino Di Giovanni y esos foradores de cuadros políticos que fueron Liborio Justo y Silvio Frondizi. Tampoco Victorio Codovilla y su ortodoxia stalinista, ni las variantes tan distantes del trotskismo, que van desde el sueño internacionalista de Nahuel Moreno hasta la fundación de una izquierda nacional como la que hizo realidad Jorge Abelardo Ramos. No falta por cierto la expresión de la izquierda armada, sintetizada en John William Cooke y Mario Roberto Santucho. Ni los dos grandes representantes de la izquierda en el movimiento obrero: René Salamanca y Agustín Tosco. Están todos. Distintos en sus concepciones, iguales en su lucha y su pasión. Fundadores, ideólogos, líderes, referentes, finalmente hijos del pueblo.
En el caso de la Izquierda Argentina, el resultado de esa fecunda tarea llegó a los lectores a lo largo del 2006, y contó con el aporte invalorable de prologuistas de la talla de Osvaldo Bayer, José Pablo Feinmann, Juan Carlos Portantiero, Alberto Methol Ferré, Hermes Binner, Vilma Ripoll, Alberto Piccinini, María Seoane, Andrew Graham-Yooll y Horacio Tarcus, entre otros. La repercusión editorial alcanzada impulsó el desarrollo del actual compendio: una reelaboración de los mejores textos en una presentación conjunta que facilita la lectura y la interrelación de los protagonistas.
FUNDADORES DE LA IZQUIERDA ARGENTINA
FUNDADORES DE LA IZQUIERDA ARGENTINA JUAN B. JUSTO ALFREDO PALACIOS VICTORIO CODOVILLA SEVERINO DI GIOVANNI LIBORIO JUSTO SILVIO FRONDIZI JOHN WILLIAM COOKE JORGE ABELARDO RAMOS NAHUEL MORENO AGUSTÍN TOSCO MARIO ROBERTO SANTUCHO RENÉ SALAMANCA
DIRECCIÓN EDITORIAL: Jorge Sigal COMPILACIÓN* Y EDICIÓN: Claudia Dubkin COORDINACIÓN: Juan Manuel Santoro CORRECCIÓN: Violeta Rosemberg y Celeste Orozco DISEÑO DE CUBIERTA: Peter Tjebbes DISEÑO DE INTERIOR: Verónica Feinmann IMÁGENES Y ARCHIVO: Viviana Cerruti PRODUCCIÓN: Enrique Florentino *Textos escogidos de la colección Fundadores de la Izquierda Argentina. Capital Intelectual, 2007. Autores: Hernán Brienza, Pablo Domínguez, Catriel Etcheverri, Sergio Góngora, Daniel González, Cristina Noble. Derechos exclusivos de la edición en castellano reservados para todo el mundo: © 2008, Capital Intelectual 1ª edición: 3.000 ejemplares • Impreso en Argentina Capital Intelectual S.A. Francisco Acuña de Figueroa 459 (1180) • Buenos Aires, Argentina Teléfono: (+54 11) 4866-1881 • Telefax: (+54 11) 4861-3172 www.editorialcapin.com.ar • info@capin.com.ar Pedidos en Argentina: pedidos@capin.com.ar Pedidos desde el exterior: exterior@capin.com.ar Queda hecho el depósito que prevé la ley 11.723. Impreso en Argentina. Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin permiso escrito del editor. Otros productos de la editorial: Le Monde diplomatique, edición Cono Sur • Claves para todos • Fem, femenina y singular • Mirá Quién Vino, Vinos y Gastronomía • Pasión Celeste y Blanca • Estación Ciencia • Fundadores de la Izquierda Argentina • Fundadores de la Izquierda Latinoamericana • Pasado en limpio Dubkin, Claudia Fundadores de la izquierda argentina 1a ed., Buenos Aires, Capital Intelectual, 2008. 328 p., 21x15 cm ISBN 978-987-614-078-2 1. Ciencias Políticas. 2. Historia Argentina. I. Título CDD 320.098 0
INTRODUCCIÓN
Como casi todos los fragmentos de la argentinidad, también la izquierda bajó de los barcos. Y su aparición y desarrollo por estas tierras fue bastante contemporáneo al crecimiento de la izquierda europea, si se quiere la madre de todas las izquierdas. Ya hacia mediados del siglo XIX, mientras Carlos Marx buscaba ganar simpatías para su Manifiesto comunista y sus sueños de organizar a los primeros grupos socialistas, en Argentina se escuchaban algunas voces con acento alemán, francés o español despotricando contra el capitalismo y esos burgueses asaz egoístas.
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Poco después se saltó de las voces a los intentos iniciales de armar secciones de aquella Primera Internacional que crecía en el Viejo Continente a figura y semejanza de Marx y Engels, aunque no del díscolo Bakunin, que fracturó la asociación para armar su modelo anarquista y estableció en los hechos una de las marcas registradas del corpus izquierdista: la ruptura. También aquí la disputa entre socialistas y anarquistas marcaría a fuego el discurrir revolucionario hasta bastante más allá del cambio de siglo. Aunque a nadie preocupaba demasiado las peleas intestinas, ya que los barcos no dejaban de alimentar la corriente inmigratoria y en esa corriente se movían a sus anchas los espíritus más rebeldes de las distintas colectividades. Así crecían y se multiplicaban unos y otros, se armaban nuevos gremios, florecían las publicaciones contestatarias y se disimulaban las divisiones. Si bien las ideas matrices llegaban de los barcos, la izquierda argentina mostró desde sus primeros pasos valiosos intentos por configurar un ideario propio, enraizado con la historia americana y, fundamentalmente, vinculado con la realidad cotidiana de estas orillas. Grandes y abiertas cabezas –como las de Manuel Ugarte, José Ingenieros, Manuel Gálvez, el propio Alfredo Palacios, entre otras– trataron de resistir a las visiones más cosmopolitas y fundar una izquierda argentina. Finalmente, ésta, la izquierda argentina, se fundó con el aporte de unos y otros, los internacionalistas y los localistas, los moderados y los radicales, los teóricos y los empíricos, los amantes del voto y los amantes de la pólvora, hasta completar el abanico con todas las tonalidades de un solo color, el rojo. Entre los Fundadores de la Izquierda Argentina no podían faltar aquellos socialistas originales que fueron Juan B. Justo y Alfredo Palacios, aquel anarquista indomable y violento que fue Severino Di Giovanni y esos francotiradores formadores de cuadros políticos que fueron Liborio Justo y Silvio Frondizi.
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Tampoco Victorio Codovilla y su ortodoxia stalinista, ni las variantes tan distantes del trotskismo, que van desde el sueño internacionalista de Nahuel Moreno hasta la fundación de una izquierda nacional como la que hizo realidad Jorge Abelardo Ramos. No falta por cierto la expresión de la izquierda armada, sintetizada en lo que quizá sean sus dos polos: el intento del peronismo revolucionario que animó un descendiente de la intransigente Irlanda, John William Cooke, y el intento que se construyó desde sus antípodas, animado por un hijo de la argentinidad más antigua, que es decir Santiago del Estero, Mario Roberto Santucho. Y, claro, no podían estar ausentes los dos grandes representantes de la izquierda en el movimiento obrero, el objeto deseado de una corriente que define allí a la clase social de la transformación: René Salamanca, el maoísmo, el clasismo, el chango puro que fue el más fiel defensor del sistema democrático –aunque éste tuviera máscaras no queridas– y Agustín Tosco, aquel hijo de la Pampa Gringa que sobrevoló las diferencias domésticas de la izquierda y apuntaba a ser el Lula argentino, con un par de décadas de anticipación. Como se ve, están todos. Distintos en sus concepciones, iguales en su lucha y su pasión. Fundadores, ideólogos, líderes, referentes, finalmente hijos del pueblo.
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La oratoria de Alfredo Palacios era impecable e implacable; su estampa, la de un D’Artagnan socialista. En la imagen, en un acto en la Plaza San MartĂn.
ALFREDO PALACIOS PRIMER DIPUTADO SOCIALISTA
La trayectoria de Alfredo Palacios constituye un verdadero ejemplo para los argentinos. Por eso, en estos tiempos en que la política está tan devaluada, es apropiado recordar su pensamiento con sus propias palabras: “La política para mí es una disciplina moral, tiene un contenido ético y, si no, es una cosa despreciable”. Hermes Binner
Alfredo Palacios Ramón nació el 10 de agosto de 1878 en una casona de la calle Tucumán 599, hijo natural de la relación extramatrimonial entre los uruguayos Aurelio Palacios, abogado, y Ana Ramón, quien le dio nueve hijos a ese hombre que también llevaba una relación paralela con Dolores Almada y con María Costa. El penúltimo hijo de la pareja fue bautizado en la parroquia Nuestra Señora de La Piedad, en pleno barrio de Congreso, en donde le agregaron simbólicamente el nombre de Lorenzo –aunque nunca fue registrado así–, en homenaje al mártir San Lorenzo, santo del día de su nacimiento. Una de las pocas anécdotas infantiles de Palacios que quedaron registradas fue el encuentro con el ex presidente Domingo Faustino Sarmiento en la calle Cuyo. Alfredito, peinado con raya al costado, cabello corto, lacio y oscuro, paseaba con un compañero del colegio cuando sintió que una mano cariñosa se posaba sobre su cabeza. Alzó los ojos negros, herencia de su madre andaluza, y reconoció a quien todos llamaban “el padre del aula”. A mitad de camino entre el orgullo y la vanidad, el chico lo miró y le dijo: “Señor, yo soy un niño que lee”. Sarmiento le sonrió por la ocurrencia y lo felicitó sin darle demasiada importancia. Sin embargo, el pequeño no mentía: se pasaba los días leyendo vorazmente. Por aquellos años, mientras declinaba el primer gobierno de Roca, Alfredito concurre a la Escuela Nº 4 del Consejo Escolar 9, ubicada en la esquina de la avenida Santa Fe y Paraná. Durante la Revolución del ‘90, en la que participa Carlos Valentín, su hermano de 17 años, su madre lo encierra en una habitación para protegerlo de los disparos que llegaban desde las calles. Los acontecimientos nacionales acompañan también los cambios domésticos en la vida de Alfredo: mientras cae el “Unicato” juarista, Palacios termina el primario y se apresta a ingresar al Colegio Central, actual Buenos Aires.
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Carlos no es el único rebelde de la familia. Octavio, de 14 años, había sido detenido por participar el 19 de febrero de 1891 en el atentado contra el general Roca, entonces ministro del Interior, quien viajaba en un coche junto a Gregorio Soler y salvó su vida de milagro. El 3 de febrero de 1893 un acontecimiento trastoca la vida de los Palacios: muere el padre. Tras sus últimas palabras –“No he odiado a nadie, muero tranquilo”–, quien fuera un destacado militante del Partido Blanco uruguayo y estrecho amigo de José Hernández y Carlos Guido y Spano, es inhumado en el Cementerio de la Recoleta. El fallecimiento complica la economía de la familia, ya que entre las tres casas que mantenía Aurelio sumaban 18 herederos. Para paliar la nueva situación, la madre, Ana, decide mudarse a una casona de alquiler en el barrio de Palermo. Durante estos años, Alfredo participa en las reuniones del Centro Pedro Goyena, llamado así en homenaje al líder católico fallecido en 1892. Un año después, se ha convertido en periodista y dirige el periódico literario La Juventud. Mientras se forma el Partido Socialista, de la mano de Juan B. Justo, José Ingenieros, Roberto Payró y Leopoldo Lugones, el joven Palacios ingresa en la Facultad de Derecho, ubicada en Moreno 350, en pleno centro de la ciudad, al mismo tiempo que trabaja en una oficina de la Dirección de Impuestos Internos. Transcurre esos días entre el estudio, el trabajo y los actos públicos del socialismo obrero y el anarquismo. El comienzo del siglo XX lo encuentra a punto de recibirse de abogado. El 31 de mayo presenta su tesis doctoral ante la Tercera Mesa de Examen. Su trabajo se titula “La Miseria. Estudio administrativo legal” y es desaprobado por “escandaloso” y archivado por contravenir el artículo 40 de la Ordenanza General Universitaria, que prohibía injuriar a las instituciones. El texto se basaba en una proble-
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mática no muy frecuentada hasta ese momento por el derecho, la legislación laboral, y se preguntaba por qué el Estado utiliza la violencia para resolver el problema social... Demasiado conflictiva para una facultad que se pensaba instalada en la cumbre del poder. Unos meses más tarde, declaraba Palacios: “Tengo la plena convicción de que la causa determinante de mi rechazo no ha sido la prescripción reglamentaria sino, simplemente, el hecho de que en mi trabajo inaugural se expusieran principios socialistas. Hoy, que no me encuentro en condiciones de temer las iras de los maestros, digo sin ambages que, salvo raras excepciones, la intolerancia es la norma de conducta de los que forman parte de esa casa que, enfáticamente, llaman Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, y en donde los estudiantes sólo recogen prejuicios y decepciones”. Finalmente, el 5 de junio, presentó su nueva tesis (“Quiebras”), un trabajo sin muchas pretensiones que fue aprobado en 15 días. Alfredo Palacios ya es abogado. Y en la puerta de su estudio, una vieja casona de la calle Bolívar al 200, cuelga un cartel que dice: “Atiendo gratis a los pobres”. Camino al socialismo La universidad le ha permitido trabar amistades y ampliar su círculo social. Se reúne habitualmente con el escritor y filósofo Macedonio Fernández, con Marcelo del Mazo, con el poeta Evaristo Carriego y con Jorge Guillermo Borges, padre de Jorge Luis. Se ha ganado cierto prestigio en el campo intelectual. El 4 de agosto, seis días antes de cumplir 21 años, su nombre aparece en el diario La Vanguardia. En un artículo sobre su tesis cuestionada por la facultad, se lee: “Se comprende que una conclusión tan socialista no podía ser aceptada por los académicos aferrados al pasado y defensores del privilegio de la propiedad privada; se comprende también que era necesaria una persuasión profunda para haber afrontado tan
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valerosamente las consecuencias del rechazo, y por esta razón creemos que el doctor Palacios es digno de un aplauso sincero”. Los primeros aplausos se hicieron efectivos el 19 de agosto, cuando habló en la sede de la Sociedad Stella d´Italia. En las primeras filas del salón se observaba a Justo, Payró, Lugones, Ingenieros y Enrique Dickmann, la plana mayor del grupo. Casi hacia el final, Dickmann subió a la tribuna e invitó a Palacios a inscribirse en el partido. Éste expresó su “completa adhesión al programa del PSA” pero, aclaró, “no es necesario inscribirse en una agrupación para dar pruebas de convicciones socialistas”. La respuesta era un desafío, pero también una toma de posición como librepensador. Delgado y siempre erguido, de ojos oscuros y penetrantes, su bigote de tipo mosquetero y su oratoria lúcida y de belleza castellana lo convirtieron en una de las figuras más buscadas a la hora de organizar un acto. Vestido siempre con un traje oscuro y acompañado por un bastón que ocultaba un estoque, semejaba un personaje romántico de las novelas de Victor Hugo. Y no le faltaban admiradoras: un grupo de seguidoras lo acompañaba en todas sus apariciones públicas. Por esos tiempos Palacios se inicia en la Masonería, de la que participan muchos de sus amigos socialistas como Payró, Ingenieros, Lugones, Manuel Ugarte, Francisco Cúneo, Ernesto de la Cárcova, Adrián Patroni, quienes se reúnen en la Logia Estrella de Oriente. Palacios ingresa en la Logia Masónica Libertad Nº 48 y se interna en los oscuros secretos del conocimiento y las prácticas de ese tipo de organizaciones. Sin embargo, la presión partidaria es muy fuerte y el 1º de septiembre de 1901 decide afiliarse. A esta altura ya le era vedado hablar en los actos y, además, se estaba generando a su alrededor una atmósfera de confrontación que excedía su interés por la independencia individual. Para no dar el brazo a torcer frente a Dickmann y los suyos, se anota en el Comité Socialista de La Plata.
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Pero esto no aquieta la polémica. La popularidad de Palacios molesta a los dirigentes partidarios, quienes cuestionan su supuesta adscripción al teosofismo y luego lo acusan de querer organizar Círculos Liberales de Obreros. Por estas razones, Justo le pedirá amablemente que se retire del partido, a lo que él se opone. No será la primera ni la última vez que los roces con la conducción partidaria alcancen niveles de ruptura. Primer diputado El 8 de julio de 1903, Palacios participa como delegado en su primer congreso partidario. Días después, un grupo de trabajadores italianos de La Boca lo visita para pedirle que represente a ese barrio y el 14 de agosto una asamblea extraordinaria del Centro Socialista de La Boca lo proclama candidato a diputado. Los otros candidatos socialistas en las elecciones del 13 de marzo de 1904 son Enrique del Valle Ibarlucea, Adrián Patroni, Francisco Cúneo, Juan B. Justo, Víctor Kuen, Enrique Dickmann, Bartolomé Bossio y Alejandro Mantecón. Palacios es el único de todos ellos que gana su circunscripción: 830 votos contra 596 del oficialista Jaime Llavallol. Una frase del periodista Florencio Sánchez en el periódico Tribuna quedará en la historia como reflejo del momento: “La Boca ya tiene dientes”. La edición de La Vanguardia posterior a los comicios titula en letras catástrofe: “Victoria Socialista. Las elecciones del 13 de marzo de 1904 han dado a la clase obrera el primer diputado socialista de América del Sud. ¡Viva el Partido Socialista Internacional!”. El 2 de mayo Palacios traspasa las puertas del Congreso Nacional y su primer desafío es el juramento oficial. El nuevo legislador no quiere hacerlo “por Dios y los Santos Evangelios” –aunque se reconocía cristiano, defendía la libertad de pensamiento y de culto–, lo que abrió un arduo debate. Finalmente, juró desempeñar fielmente su cargo sólo “por la Patria”.
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Una semana después habló por primera vez en la Cámara. Conmovido por la represión que el Régimen ejerciera el 1º de mayo contra los manifestantes de las organizaciones de izquierda, alzó su voz de barítono para interpelar al ministro del Interior Joaquín V. González: “Se ha hecho una verdadera carnicería con los obreros que iban en esa marcha. ¡Se les ha fusilado por la espalda!”. Estaba claro. Había llegado al Congreso para convertirse en el moscardón en la oreja del Antiguo Régimen. Y demostraría con cada uno de sus actos los errores y atrocidades de los distintos gobiernos conservadores. Su primer proyecto –presentado el 27 de mayo– fue la derogación de la Ley 4.144, llamada de Residencia, que permitía la expulsión de extranjeros. Significaba un golpe al corazón del Estado represor y, obviamente, fue desestimado. El 22 de septiembre, Palacios propone su primera ley obrera: el descanso dominical, rechazada en principio y aprobada ocho días después, aunque sólo para la Capital Federal y exceptuando al servicio domestico. A partir de entonces, las familias trabajadoras porteñas van a poder reunirse en torno a la mesa dominical, un clásico de la cultura popular argentina. El 28 de mayo de 1906 presenta su segundo proyecto de ley a favor de la justicia social: la reducción de la jornada laboral a ocho horas. La Cámara de Diputados, compuesta por representantes de la elite propietaria, ni siquiera consideró el proyecto. Un mes después presenta su proyecto más importante: la Reglamentación del Trabajo de las Mujeres y los Niños, una ley que demoraría casi un año en ser aprobada. Conocida como la Ley de la Silla, permitía a las mujeres sentarse durante la jornada y les otorgaba una licencia de 30 días por maternidad, entre otras ventajas. 1907 se inició con un golpe tremendo para Palacios. El domingo 19 de mayo moría su madre en la casa de la calle Charcas 4741, por
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una miocarditis. Se quedaba sin padres antes de cumplir los 30 años de edad. Pese a todo, diez días después estaba firme en su banca, presentando el proyecto de ley 9.143 (conocido como la Ley Palacios), que reprimía la trata de blancas. Desestimado en un principio, volverá a ser presentado en 1913, y ahí sí se convertirá en ley. También en 1907 impulsa un proyecto de ley de divorcio, que reiterará en 1913. De todos modos, habrá que esperar ochenta años para que los argentinos consigan la libertad de convivir con quien les plazca... En apenas cuatro años, Palacios ha interpuesto noventa acciones legislativas, incluyendo 16 proyectos a favor de los sectores más desprotegidos de la sociedad. Desde su salida de la Cámara, se volverá a postular varias veces como candidato a diputado, pero el fraude sistemático le impedirá recuperar su banca. Recién después de la reforma electoral de 1912 podrá retornar a su lugar. Mientras tanto, se dedica a la enseñanza universitaria y a la militancia política. El 25 de mayo de 1908 es elegido vicepresidente del VIII Congreso Nacional del Partido y forma parte del Comité Ejecutivo, ampliado a 11 miembros. Por cierto, Palacios no pasaba inadvertido. Asiduo concurrente a la tertulia del café Los Inmortales, departía amablemente con Florencio Sánchez, Evaristo Carriego, Alberto Gerchunoff, José Ingenieros, Mario Bravo, Ricardo Rojas, Roberto Payró, Manuel Gálvez y Manuel Ugarte, entre otros. Por la noche, prefería las largas caminatas por la calle Florida cortejando a las muchachas que salían de sus trabajos o paseaban por allí. El hombre, además de socialista, era un mujeriego incansable. Y también un aventurero. En cierta ocasión acompañó a Jorge Newbery, el pionero de la aviación nacional, en un viaje en globo aerostático de cuatro horas y media, desde la esquina de Luis María
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Campos y Olleros hasta el pueblo de Suipacha, en una travesía signada por el peligro de los fuertes vientos cruzados. Newbery y Palacios eran amigos y el ex diputado viajaba habitualmente en los globos “Patriota” y “Huracán”. Alguna vez Palacios recordó con nostalgia: “Lo que procuraba Jorge Newbery fue logrado. Las ascensiones fueron más frecuentes y me entusiasmé con ellas. Cierto es que teníamos que luchar contra el desconocimiento y la incomprensión. Cada vez que salíamos, las ventanas se abrían y nos gritaban: ¡Locos...!”. El duelista En las primeras elecciones legislativas realizadas bajo la Ley Sáenz Peña los socialistas obtienen dos bancas en la Capital Federal. Son dos contra sesenta, es verdad, pero Palacios ya no estará solo: lo acompañará Juan B. Justo. Nuevamente instalado en el Congreso insistirá con la derogación de la Ley de Residencia, promoverá la anulación de la Ley de Defensa Social y acompañará el proyecto de Justo de reconocimiento de las Asociaciones de Trabajadores. En 1913 aumenta el contingente socialista en el Parlamento. A la Cámara de Diputados se incorporan Nicolás Repetto y Mario Bravo; Enrique del Valle Ibarlucea, el “Gallego”, se convierte en el primer senador socialista de América. Durante estos años se intensifica la labor parlamentaria de Palacios. La mayoría de sus proyectos son ampliaciones de las leyes presentadas en su anterior mandato, como la validez del descanso semanal en todo el territorio nacional, el derecho civil de la mujer, el divorcio vincular y la inembargabilidad de los sueldos. Pero el acto más importante de su segunda estancia en el Congreso es la sanción de la Ley Palacios, la prohibición de la trata de blancas, que le valió su gran momento de popularidad. Tanto que Silvio de Pascal
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creó un tango que se llamó Espiante... que viene Palacios, y Alberto Vacarezza, en 1915, presentó el sainete La Ley Palacios. El diputado socialista es un hombre que se construye a sí mismo bajo el modelo romántico caballeresco. Suele pasearse con el torso desnudo por los pasillos de su casa de la calle Charcas, florete en mano y practicando esgrima con su maestro Carlos Delcasse. Pero no se trata sólo de una formalidad: para él, las cuestiones de honor son parte misma de su personalidad y jamás rehusaría un duelo. Aunque eso le pueda costar la separación de su partido e incluso del Congreso. El Partido Socialista condenaba la práctica del duelo como “una costumbre absurda y bárbara que está en abierta contradicción con la moral sencilla y positiva de la clase obrera y del Partido Socialista”, y castigaba con la expulsión a quienes aceptaran un lance. Pero Palacios era inmanejable. En 1912 tuvo una cuestión de honor con el médico y diputado Luis Agote por un intercambio de acusaciones en el recinto, pero el duelo finalmente no se realizó. En un altercado similar con Estanislao Cevallos llegaron más lejos: dos disparos en las costas de Colonia, ninguno dio en el blanco y se reconciliaron en el campo del honor. Pero la jornada que cambiaría para siempre la vida de Palacios se produjo el 2 de junio de 1915. Esa tarde, en plena sesión, el diputado radical yrigoyenista Horacio Oyhanarte lanzó una larga diatriba contra los socialistas, en especial, contra Justo, por una inversión estatal de un millón y medio de pesos en semillas para favorecer a los sectores del campo. “Ha faltado probidad moral”, había insinuado Oyhanarte respecto de los socialistas antes de que se desatara la tormenta de acusaciones cruzadas. Palacios pidió la palabra y bramó: “Señores diputados, para que nadie pueda sospechar mi complicidad pasiva, yo quiero responsabilizarme, solidarizarme con la acción fecunda y generosa de mis colegas de representación, haciéndole
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notas al señor diputado Oyhanarte que mi responsabilidad es amplia y llega hasta la violación de los Estatutos, cuando se trata de defender los ideales del partido al que quiero con toda mi alma”. El radical lo miró y replicó: –He visto que mi discurso, que no ha tenido por cierto el alcance de erguir penachos mosqueteros... –Que son sostenidos, señor diputado, en cualquier momento– espetó Palacios. –Como los míos, ya lo sabe usted perfectamente. El intercambio de padrinos no se hizo esperar. Por el lado del diputado radical fueron Marcelo T. de Alvear y Leopoldo Melo, mientras que al socialista lo representaban Luis María Drago y Julio Roca (h). El duelo no se realizó nunca, pero el 5 de junio, el grupo parlamentario del PSA presentó un documento condenando los hechos y expulsando a Palacios del partido. En realidad, la cuestión caballeresca era sólo una excusa para su alejamiento. La verdad era otra. Palacios molestaba a los jefes socialistas. Desde hacía un tiempo planteaba la necesidad de una reforma interna, no sólo partidaria sino también ideológica: reclamaba la idea de un socialismo argentino, de raíz nacional y latinoamericanista y de contenido popular. Y eso desafiaba abiertamente las concepciones de Justo y los suyos, más cercanas al internacionalismo. El lunes 12 de julio de 1915, Palacios presenta su renuncia indeclinable en la Cámara: “Una disidencia en materia de honor me separa del partido al que di los mejores años de mi vida, y debo irme ( ... ) Me retiro de este recinto sin que un solo agravio, sin que un solo rencor manche mi espíritu, reafirmando mi profunda fe socialista, no obstante el prejuicio caballeresco, que no he podido arrancar de mi alma, porque me viene de la raza, porque lo tengo en mi sangre criolla y castellana: prejuicio que, como socialista, no puede avergonzarme”.
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Expulsado entonces del partido, Palacios intentó formar en septiembre de 1915 su propia organización: el Partido Socialista Argentino (PSA), que tuvo corta vida y cayó en desgracia tras las primeras elecciones legislativas nacionales en la Capital Federal, donde terminó detrás del PS original. Sin la banca, decide replegarse en su trabajo como abogado laboralista y profesor universitario: dicta clases de Legislación Industrial en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA y se convierte en un activo militante por la Reforma que se lleva adelante desde Córdoba. En la década del ‘20, Palacios inicia sus trabajos de investigación sobre la situación obrera en la Argentina a instancias de la Oficina Internacional del Trabajo. El ex diputado instala el laboratorio en los talleres del Riachuelo y a sus orillas, en una barcaza (llamada “El Pampero”), vive todo el mes de julio de 1921. De ella sale cada día a las 5 de la mañana y espera a los trabajadores para iniciar los estudios, cuyas conclusiones serán devastadoras y servirán para condenar severamente la forma de producción taylorista. Al mismo tiempo continúa desarrollando su carrera universitaria. En 1922 es elegido Decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de La Plata y desde allí llevará a cabo un plan de reforma que intenta poner a la universidad al servicio de las clases populares. En noviembre de 1924, Palacios proclama su célebre “Mensaje a la Juventud Iberoamericana”, en el que propone renovar la educación, un mayor acercamiento de la universidad con los trabajadores y una federación de los pueblos iberoamericanos. Unas semanas después, en enero de 1925, hablará en México, en el transcurso del Primer Congreso Iberoamericano, junto a José Vasconcelos, Miguel de Unamuno, José Ingenieros y José Martí. Dos meses más tarde será nombrado presidente de la Unión Latinoamericana.
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El radicalismo en el poder Los años veinte fueron una especie de belle epoque en la Argentina: la economía ingresó en un proceso de crecimiento que pareció darle aire al modelo agro-exportador, a la vez de serenar los ánimos sociales. La presidencia de Marcelo T. de Alvear representaba el gobierno del sector menos confrontativo con los conservadores, en comparación con el yrigoyenismo, de mayor raigambre popular. Pese a que ninguna de las dos administraciones modificó las estructuras económicas ni la hegemonía de clase –tanto los líderes del personalismo como los del antipersonalismo pertenecían a los sectores terratenientes– la Unión Cívica Radical continuaba “usurpando” –según la opinión de la elite dominante– el poder manejado por el PAN hasta antes de la Ley Sáenz Peña. La política del PS no fue del todo clara. Para disputarle la clientela política al radicalismo, los socialistas terminaron entrando en componendas con los conservadores, un acuerdo que pasaría a la historia como “El Contubernio”. En 1928, al tiempo que Yrigoyen se prepara para asumir por segunda vez la presidencia, fallece el líder indiscutido del socialismo argentino: Juan Bautista Justo. Contrariamente a lo que se esperaba, Palacios, expulsado del partido doce años antes, lo homenajeó frente a las escaleras del crematorio: “El mejor, el más fuerte, el más grande ha caído. Yo sé de su talento, de su corazón, porque luché a su lado, durante muchos años, en las más bravas lides del Parlamento Argentino. Yo sé de su valor moral, de sus sufrimientos ante la incomprensión de los hombres, y acaso nadie lo ha sentido más que yo”. La muerte de Justo cerraba una época dentro del socialismo vernáculo. Y los gestos de Palacios habían sido conmovedores al rendir sentidos honores a quien lo había expulsado, a quien era, en fin, su adversario político. Su regreso al PS era sólo cuestión de tiempo.
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Llegó el momento en que, finalmente, la elite dominante no soportó más al yrigoyenismo en el poder. Todo indica que el objetivo primordial del primer golpe de Estado del siglo XX fue borrar de un plumazo los cambios incorporados por el radicalismo, anular la Ley Sáenz Peña y reforzar el modelo agro-exportador, en crisis por la declinación de Gran Bretaña ante los Estados Unidos y por el crack de la Bolsa de Nueva York, en 1929. Palacios tuvo una actitud tajante. El 3 de septiembre, horas antes de la asonada, decía que “el de Yrigoyen es en efecto un gobierno inepto, pero la juventud debe fiscalizar celosamente a la oposición, que no siempre es digna y detrás de la cual se agazapa el Ejército”. Dos días después apelaba en una declaración al “sentimiento nacionalista de los hombres que ejercen las funciones de los poderes constituidos para que en un plazo perentorio, deponiendo toda obstinación, ejecuten el mandato expreso de la juventud y eviten el advenimiento de sucesos desdorosos, cuyos efectos serán irreparables”. De todos modos, exigía “la renuncia del Presidente de la Nación, señor Hipólito Yrigoyen, y la inmediata instauración de los procedimientos democráticos, dentro de las normas constitucionales”. Finalmente, el 6 de septiembre, un pronunciamiento militar derroca el gobierno y asume como presidente de facto el general José Félix Uriburu. Al día siguiente Palacios desconoce a las nuevas autoridades. Su lucha contra el gobierno de facto le valió la amnistía de sus viejos compañeros. El 20 de octubre del ‘30 lo invitan a reincorporarse “al seno del Partido Socialista, del cual nunca debió haber sido separado”, según las palabras de Enrique Dickmann. “Acepto –dijo entonces el ‘hijo pródigo’–, porque he combatido todas las dictaduras extranjeras y no podría, por propio decoro, permanecer indiferente ante la que se levanta en mi Patria”.
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Pero apenas regresaba a la política, otra circunstancia lo alejó: fue detenido y confinado en la Penitenciaría Nacional, donde pasará algunos meses tras las rejas junto a Mario Bravo, otro destacado líder socialista. Senador prolífico El 20 de enero de 1932, los dos presos del socialismo argentino, Palacios y Bravo, ingresan al Senado de la Nación tras haber sido elegidos en los comicios. En esa sesión inaugural, el primero de ellos pide la palabra y desconoce “la autoridad del general Uriburu para impartir órdenes a los representantes del pueblo”, al tiempo que denuncia las torturas y detenciones sin juicios previos que llevaba adelante el régimen. Su contrincante verbal fue esta vez el nacionalista Matías Sánchez Sorondo, ex ministro del Interior de la administración uriburista, y el enfrentamiento alcanzó tal nivel de violencia que no fue registrado en el diario de sesiones por expreso pedido del presidente del cuerpo, Julio A. Roca (hijo). El frente electoral entre el Partido Socialista y el Demócrata Progresista –la Alianza Civil, con la fórmula De la Torre-Repetto–, aunque había sido vencido por los candidatos de la Concordancia, obtuvo un gran apoyo en las urnas y logró que se conformara la bancada socialista más grande de la historia (43 diputados y dos senadores), a pesar del fraude y los atentados contra los candidatos opositores, como el que sufrió Palacios en la ciudad de Bragado. El flamante senador ocupó su banca hasta el 3 de junio de 1943 y en ese lapso presentó unas 500 acciones legislativas en defensa de los trabajadores, de las mujeres y los niños, del patrimonio nacional y de la soberanía argentina. Sus intervenciones más espectaculares tuvieron que ver con las denuncias de negociados, como el de las tierras del Palomar, la monopolización del transporte automotor, las concesiones eléctri-
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cas a la CHADE y la CIADE. Además, criticó duramente la entrega de la riqueza nacional al imperialismo inglés y la dependencia generada por la estructura agro-exportadora de la economía. En 1933, uno de los grupos cercanos a la Legión Cívica interrumpe un acto socialista en Córdoba y asesina al diputado José Guevara. Dos años después corre igual suerte el senador demócrata progresista Enzo Bordabehere, muerto en plena Cámara, mientras su colega Lisandro de la Torre era agredido a puñetazos por el ministro de Agricultura Luis Duhau. En respuesta al avance de la derecha, los comunistas insistían con la formación de un Frente Popular, al modo de sus colegas europeos. Pero una y otra vez el PS se negaba a tal alianza porque el partido que la propiciaba era ilegal. Los socialistas sí buscaron acercarse a los radicales, sin romper la unidad con los demócrata progresistas. Hacía fines de la década del ‘30, una nueva fórmula de la Concordancia, con el radical Roberto Ortiz y el conservador Ramón Castillo, ganó las elecciones de manera fraudulenta. Pero la muerte temprana de Ortiz a causa de una diabetes alarmó tanto a los radicales como a los socialistas, ya que Castillo comenzó un sistemático ataque contra los partidos de corte liberal nucleados en la Acción Argentina, institución a la que llegó a poner fuera de la ley. Al mismo tiempo, disolvió el Concejo Deliberante, dominado por esos dos partidos políticos. A principios del ‘43, y tras la muerte de un seguro sucesor (el ex presidente Agustín P. Justo), todo indicaba que el régimen iba camino a reproducirse mediante el fraude a favor del conservador salteño Robustiano Patrón Costas. Pero un grupo de radicales tientan al ministro de Guerra, coronel Pedro Pablo Ramírez, para que encabece una fórmula presidencial alternativa. Enterado, Castillo lo obliga a renunciar y desata una sucesión de acontecimientos que terminará con la sublevación del Ejército y el golpe del 4 de junio.
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Fue la revolución del ‘43, que tuvo un efecto bisagra en la historia argentina. Por un lado, clausuraba la Década Infame iniciada con el golpe de Uriburu; por el otro, abría la etapa del ascenso político del coronel Juan Domingo Perón, el agotamiento del modelo agro-exportador y la profundización de un proceso económico basado en la industrialización por sustitución de importaciones. Todo esto a galope de un nuevo marco ideológico sustentado en un nacionalismo católico de corte militarista, cuyo máximo exponente fue el Grupo de Oficiales Unidos (GOU). Parte fundamental de ese gobierno militar fue la “catolización” de la sociedad y la cultura; en ese marco, se intervinieron universidades y se cesanteó a muchos profesores. Palacios vivió en carne propia esa línea universitaria. Hacia mediados de 1944 debió renunciar no sólo a su cargo de decano de la Facultad de La Plata sino también a sus cátedras en la UBA por sentirse “bajo vigilancia policial”. Algunos dirigentes socialistas y radicales se refugiaron en Uruguay. Repetto viajó cómodamente a bordo de la empresa naviera Mihanovich; Palacios, más aventurero, cruzó el río en un pequeño avión con el que casi se estrella. En esta orilla, el coronel Perón, con la política social que desarrolla desde la Secretaría de Trabajo y Previsión –tomada en muchos casos de la legislación ideada por Palacios–, va ganando el apoyo de los gremialistas y los militantes obreros del Partido Socialista. Tras las jornadas del 17 de octubre, cuando el presidente Edelmiro Farrell prometió garantías personales y elecciones limpias, los exiliados volvieron al país. Mancomunados en la Unión Democrática, el radicalismo, el socialismo –Palacios no estaba del todo de acuerdo con esta agrupación de fuerzas–, el comunismo y el conservadorismo se enfrentaron a Perón en las elecciones de febrero de 1946. La derrota de la Unión Democrática fue la señal para que casi toda la rama gremial del PS pasara a engrosar las filas del naciente peronismo.
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A partir de esta sangría, el socialismo perdió su base obrera y quedó reducido a algunos sectores de clase media y a la juventud universitaria. Desde entonces, el partido asumió una posición cerradamente antiperonista. El último mosquetero socialista Argentina había cambiado. Y demasiado para este hombre de más de 60 años que había luchado toda su vida en defensa de las clases trabajadoras, bregando por la sanción de leyes que beneficiaran a los obreros. A mitad de la década del cuarenta, la historia le cambió el paradigma: una dictadura militar nacionalista promulgaba el Nuevo Derecho por el que él tanto había luchado. Un gobierno de facto, encabezado por militares católicos y de quienes se sospechaba cierta simpatía por las potencias del Eje, aplicaba parte de la “obra imperfecta” de un hombre ligado a la masonería y a la libertad de culto. A Palacios, ese hombre íntegro, incorruptible, le acababan de cambiar las coordenadas de la política. La clase trabajadora se cruzaba de vereda apoyando a un coronel llamado Juan Domingo Perón, el nuevo protagonista de la historia argentina. Las relaciones entre ellos fueron siempre turbias. Palacios tenía cierta simpatía por la figura de Evita, pero estaba convencido de que Perón era un tirano. Cuando el General, apenas iniciado su camino hacia el poder, lo tanteó para sumarlo a un frente común, Palacios le contestó con cierto desdén: “Dígale a Perón que este payaso no trabaja en este circo”. Por su parte, el presidente de la Nación les enrostraba, como lo expresó en 1947: “No hemos hecho otra cosa que ejecutar lo que los socialistas pensaron y dijeron, pero ellos defendieron sus ideas sin fe y cuando se propusieron llevarlas a la práctica no fue en beneficio de la Nación, sino en provecho propio”.
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Palacios le contestó en la Casa del Pueblo, el 24 de junio de 1948: “El gobierno no ha podido realizar nuestras ideas. Por eso, en vez de agredirnos y de ofendernos, frente a su impotencia, debería meditar sobre la acción sin pensamiento”. Al cerrar el discurso, acusó al gobierno de aspiraciones totalitarias, lo que atizó la escalada verbal. El momento de mayor tensión ocurrió en mayo de 1953, cuando el líder socialista fue detenido y luego encarcelado durante dos meses junto a Nicolás Repetto y Carlos Sánchez Viamonte en la Penitenciaría Nacional, ubicada sobre la avenida Las Heras. Ésta era una represalia a los atentados con bombas del 15 de abril en Plaza de Mayo, durante una manifestación oficialista, que dejaron un total de seis muertos y decenas de heridos. En un proceso de crispación política y endurecimiento, esa noche fueron incendiados la Casa del Pueblo, la Casa Radical y el Jockey Club. Palacios era el preso número 248 y, si bien las condiciones carcelarias eran duras, tenía algunos privilegios: no lo obligaban a formar como a los demás presos, no lo levantaban a las 4.30 de la mañana ni le efectuaban requisas y hasta se daba el lujo de ofrecer cierto trato soberbio a sus guardiacárceles, a quienes les gritaba de vez en cuando: “Esbirros, quiero mear”. Palacios fue uno de los primeros en recuperar su libertad. Más adelante, cuando le toca el turno a Sánchez Viamonte y él lo va a buscar, cruza unas palabras premonitorias con el director de la Penitenciaría: “No olvide, amigo, que los tiempos cambian, y mañana pueden ser ustedes, desde Perón para abajo, los que ocuparán las celdas”. El pronóstico se cumpliría al poco tiempo. Más aún, tres años después, en 1956, en pleno patio de esa Penitenciaría, fusilarían al general Juan José Valle y sus compañeros de sedición. Lo cierto es que, hacia mediados de 1955, el gobierno se encuentra gravemente herido. El evidente cansancio de su líder, la creciente fortaleza de la oposición, el descontento que produjo el proyecto de
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los contratos petroleros con la California Standar Co y el conflicto con la Iglesia Católica se conjugan para acabar con la década peronista. El 16 de junio, los aviones de la Marina bombardean la Plaza de Mayo y dejan un tendal de más de 300 muertos. Entre el 16 y el 20 de septiembre, el primer peronismo llega a su fin. Concluye la etapa que muchos identifican como el “Régimen” y se inicia el pasaje conocido como el de la “Resistencia”. El primer intento de los militares católicos y nacionalistas por crear un “peronismo sin Perón” queda abortado con el golpe dentro del golpe que derroca al general Eduardo Lonardi y entrona a dos jerarcas del liberalismo: el general Pedro Eugenio Aramburu y el marino Isaac Rojas. Este proceso, conocido como la Revolución Libertadora, incluye un primer momento de apertura política hacia los partidos políticos –excepto el peronismo, brutalmente reprimido–. Palacios es designado embajador en la República Oriental del Uruguay. Otra vez al Parlamento Muerto el rey se acabó la rabia, pensaban los socialistas respecto de Perón. Estaban convencidos de que, sin Perón, los sectores populares se iban a volcar masivamente al Partido Socialista. Pero las elecciones constituyentes de 1957 y luego las presidenciales, en las que el voto peronista se mantuvo cautivo, demostraron que el recuerdo de Perón estaba mucho más presente de lo que deseaban sus adversarios. Palacios fue un personaje central en esta etapa. Aparecía frente a los jóvenes izquierdistas como el viejo luchador incorruptible que sabía comprender el presente y conservaba sensibilidad revolucionaria suficiente como para apoyar la Revolución Cubana, por ejemplo. Pero la nueva realidad política, nacional e internacional, y las nuevas experiencias en Latinoamérica producirían varios cimbronazos en el partido.
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En 1957, los sectores más moderados se escindieron, capitaneados por Américo Ghioldi, y se nuclearon en el Partido Socialista Democrático (PSD). Poco tiempo después, los jóvenes más radicalizados sostuvieron que Palacios era un hombre del pasado y fundaron el Partido Socialista Argentino de Vanguardia (PSAV). Algo de cierto había: el partido, que había adoptado el nombre del intento partidario propio de Palacios, Partido Socialista Argentino (PSA), era una agrupación de hombres mayores (Repetto, Sánchez Viamonte, Alicia Moreau de Justo y Palacios promediaban los 70 años), en la que ya no había espacio para la renovación. Además, los dirigentes no habían sabido comprender lo que el peronismo significaba para las masas trabajadoras y se alejaron de lo que debía ser su clientela política. En 1958, Palacios se presenta a las elecciones presidenciales que entronan a Frondizi como primer mandatario. Unos meses más tarde critica la firma de los contratos petroleros. Gana aplausos en un acto, cuando grita: “Apelo por eso al Presidente de la Nación, no como adversario político sino como argentino, para decirle, desde la tribuna del pueblo, que está en sus manos la tranquilidad y la soberanía de la República. Anhelo fervorosamente que el conductor elegido por el pueblo no tenga que llorar como mujer lo que no supo defender como hombre”. Tal vez el último gran acontecimiento de su vida fue el viaje a Cuba para ver con sus propios ojos la experiencia que llevaban adelante Fidel Castro y el Che Guevara. Palacios vuelve fascinado y se convierte en uno de los propagandistas fundamentales de la Revolución Cubana. En 1961 decide apostar sus últimas fichas a la política y presentarse en las elecciones del 5 de febrero como candidato a senador: 315.646 votos le dan la victoria y lo catapultan nuevamente al Senado de la Nación, desde donde luchará fundamentalmente contra la pro-
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fundización de la política represiva del gobierno mediante el Plan Conintes (un decreto de emergencia extralegal que estableció la jurisdicción militar para los actos definidos como terroristas) y denunciará los atropellos de las fuerzas de seguridad contra los derechos humanos. Su cargo legislativo debía durar hasta 1970, pero la disolución del Parlamento tras el golpe contra Frondizi lo obliga a desplegar otra estrategia: en 1963 se presentará como candidato a diputado. A pesar de la energía que lo empuja, la salud comienza a fallarle. Enferma una y otra vez y debe retirarse de la arena política y refugiarse en su casa de la calle Charcas 4741, donde pasará sus últimos días en la más absoluta austeridad. Finalmente, el 20 de abril de 1965, a las 18.10, muere. Su mejor amigo, Sánchez Viamonte, relató los últimos momentos de este hombre extemporáneo, producto de un romanticismo decimonónico, dueño de una ética imperturbable y de una libertad de pensamiento enfrentada a todo dogmatismo: “Casi no hablaba. Su respiración era irregular y se quejaba continuamente de dolores difíciles de localizar... Solían dejarme sólo con él por si deseaba decirme algo muy personal y me sentaba junto a su lecho velando su sueño. En una de esas oportunidades despertó un poco sobresaltado y comprendí que estaba padeciendo una alucinación. Me miró con ojos extraviados y con voz bastante alta me preguntó angustiosamente: ‘¿quién soy yo, por favor, quién soy yo?’. A lo que le respondí lo más tranquilamente que pude: ‘Usted es Alfredo Palacios, el hombre más querido y admirado de nuestra América Latina’. Me respondió moviendo la cabeza negativamente, siempre con visibles signos de hallarse bajos los efectos de una alucinación. Entonces recurrí a lo que supuse podía hacerlo reaccionar, y le dije con voz clara y enérgica: ‘¿Cómo, Palacios, ya no me conoce tampoco a mí?’. Advertí que cambiaba su gesto y su mirada se hacía normal; me tendió los brazos, me dijo: ‘Sí, usted es mi hermano’, me
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abrazó con vigor inesperado y sollozó. Era la primera vez que lo veía llorar. Las últimas palabras que cambiamos fueron éstas, estando ya casi en agonía: ‘¡Cómo se ve venir la muerte, cómo se la ve llegar!’, dijo, en estado de plena lucidez, y no sabiendo qué contestarle, le dije, acaso desatinadamente: ‘Cuando se tiene una vida como la suya, la muerte es sólo el último paso a la inmortalidad’. Minutos después cerraba los ojos para siempre. Esa muerte, en pleno desvarío, consecuencia seguramente de una alucinación, recuerda tal vez esa otra muerte literaria, también llena de desvaríos y de triste lucidez: la de Don Alonso Quijano, el célebre personaje literario de Miguel de Cervantes Saavedra. Y es que tal vez en eso haya recalado la estulticia de Alfredo Palacios: en la empecinada vocación de haberse construido a sí mismo como un Quijote en pleno Cambalache.
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Lejos de los primeros planos y más aún de los flashes –casi no existen fotos de su rostro–, Victorio Codovilla fue un dirigente “de aparato” empujado por las circunstancias al debate y la producción teórica.
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Este italiano de baja estatura, excedido en peso, que carecía de sentido del humor y a quien no le gustaban el fútbol ni el tango, llegó a nuestro país antes de cumplir los 18 años para militar en el socialismo y fundó, en 1918, un Partido Comunista poderoso, con una incidencia en el movimiento obrero que fue enorme hasta el advenimiento del peronismo. LUIS SICILIA
Victorio Codovilla fue el dirigente máximo de la historia del Partido Comunista Argentino. Es más, se podría contar la historia de Codovilla desarrollando un relato de la historia del Partido: entonces, su vida se comprendería sin dificultades. Sólo quedarían incompletos algunos aspectos personales –no demasiados– de este hombre trascendental en aquellos duros inicios de la izquierda argentina. La tarea de reconstrucción de su historia personal es ardua y presenta no pocas dificultades. Desde la fundación del Partido Comunista Argentino (PCA) hasta sus últimos días, a Codovilla le tocó vivir mucho tiempo en la clandestinidad, además de sufrir otras consecuencias de la actividad política bajo gobiernos dictatoriales, como la cárcel y el exilio. Como ocurrió con tantos otros militantes revolucionarios, muchas veces la clandestinidad les salvó el pellejo y les permitió continuar con su accionar político, pero también ha hecho que muchos datos sobre sus vidas se hayan ido a la tumba con sus protagonistas. Cuentan las escasas crónicas que dejan entrever aspectos de su personalidad que se destacaba por ser un hombre cordial, generalmente sonriente y un conversador incansable. Esto, al menos, escribió alguna vez el historiador soviético Vladimir Goncharov en El camarada Victorio. Allí, Goncharov cuenta intimidades que Don Victorio seguramente no habría publicado con su nombre. Por ejemplo, que era excesivamente madrugador –se levantaba cuando el sol recién comenzaba a salir–, manteniendo quizás en parte las costumbres de sus primeros años de vida pueblerina. En los almuerzos, cuenta su biógrafo, “le gustaba quedarse haciendo sobremesa, en el transcurso de la cual hablaba de todo con los comensales o escuchaba música”. En ciertas ocasiones, cuando su mujer Ítala no amasaba esos fettuccine alla bolognese que lo perdían, él mismo se encargaba de hacer un asado al estilo criollo. Tam-
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bién le gustaba el buen vino, pero –aclara con vehemencia Goncharov– no abusaba de él. Era –se asegura en El camarada...– un hombre “delicado de sentimientos” aunque quienes lo recuerdan no lo hacen exactamente así... sino más bien un tanto frío y áspero en el trato cotidiano. Aunque ninguno deja de subrayar su cordialidad. Hacia un nuevo país Victorio Codovilla nació en Italia el 8 de febrero de 1894 en un pueblito llamado Ottobiano, ubicado en la provincia de Pavia, cerca de la ciudad de Milán. Aunque pertenece a la hoy rica región del norte industrioso, Ottobiano no figura en los mapas. Su padre se llamaba Venancio Codovilla y su madre, Giovanna Ferrandi. Victorio era el menor de siete hermanos: tres mujeres y cuatro varones a los que Don Venancio y su mujer educaron y alimentaron con grandes esfuerzos. Parece ser que, desde muy pequeño, Victorio se destacó entre sus hermanos por ser un niño observador y curioso, alegre y comunicativo. Pudo cursar sus estudios básicos gracias al sacrificio habitual de una familia campesina. Pero cuando quiso completar su formación en una escuela de contaduría se dio cuenta de que le resultaba imposible por el enorme costo que significaba. De cualquier manera, algo se llevaría de su paso por esa escuela: haber conocido a Egisto Cagnoni, uno de sus maestros, quien llegaría a ser uno de los máximos dirigentes del Partido Socialista Italiano. De hecho, en 1910 Victorio comenzó a trabajar en la oficina del telégrafo y, apenas un año después, ingresaba a las filas del PSI: todo indica que su viejo maestro –recién regresado a Italia tras un par de años de prisión suiza– tuvo que ver con esta precoz incorporación. Codovilla comenzó a destacarse rápidamente en la Juventud Socialista Italiana, siempre bajo la atenta mirada de su “padrino” Cagnoni.
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El joven mostraba dotes de organizador y su compromiso con la causa revolucionaria iba creciendo día a día. Una de las campañas más importantes en la que participó fue en 1911, con la Guerra de Trípoli que llevaba adelante Italia contra el Imperio Turco, a la sazón ocupante de la actual Libia, en el norte de África. El Partido Socialista impulsaba un enérgico rechazo hacia la política exterior peninsular, pero el gobierno, que era capaz de embarcar al pueblo italiano en una aventura invasora, no iba a tolerar ninguna manifestación pacifista: las persecuciones fueron masivas y la conducción partidaria debió dar un paso al costado. Se decidió entonces enviar militantes al exterior, un poco con la idea de preservarlos y otro poco para encarar un trabajo político sobre las colonias de emigrados. Dentro de esa estrategia, uno de los destinos más importantes era, sin duda, la Argentina, donde la comunidad itálica era mayoritaria. Por consejo de Cagnoni, la dirección del Partido Socialista incluye al joven Codovilla entre los destacados cuadros que envía a estos lares: el muchacho deja la península vía Suiza y llega a Buenos Aires con la directiva de organizar el trabajo de difusión del socialismo entre los inmigrantes italianos. Muchos italianos jóvenes, muy jóvenes, bajaban de los barcos en esos días, corridos por la miseria. Con menos de 18 años y lejos de su familia, Codovilla se estableció en la capital argentina y consiguió su primer trabajo como empleado en una firma comercial. No tardó demasiado tiempo en adaptarse a un país tan distinto al suyo. Pronto se integró a las filas de la Juventud Socialista Argentina. También participó activamente en la vida sindical y al cabo fue fundador y más tarde dirigente de la Federación de Empleados de Comercio. El mundo, mientras tanto, vivía un período de terribles convulsiones, con la devastadora Primera Guerra, que provocaría millones
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de muertes en Europa. En la Argentina, la presión popular lograba que finalmente se dieran elecciones realmente libres y el radical Hipólito Yrigoyen llegara a la Casa Rosada, en 1916. Por otro lado, el Imperio zarista se derrumbaba en Rusia y, en 1917, la prensa mundial se sacudía con la Revolución de Octubre, que daba inicio al régimen bolchevique. Codovilla todavía se desempeñaba como empleado de comercio y trabajaba justo enfrente al edificio del diario La Nación, un lugar más que apropiado para enterarse de las novedades casi en forma de primicia. Así contaba lo ocurrido aquel 7 de noviembre de 1917: “Estaba yo enfrascado en mi trabajo cotidiano con el cual ganaba mi subsistencia, cuando estallaron bombas de estruendo, de esa manera en que entonces acostumbraba a anunciar noticias sensacionales el diario La Nación. Abandoné precipitadamente mi trabajo y corrí a enterarme de lo que sucedía. Presentí de lo que se trataba. Ante las pizarras del diario se agolpó rápidamente una multitud. Mi corazón comenzó a latir con fuerza, me acerqué y pude leer LOS BOLCHEVIQUES TOMARON EL PODER . ¡Había triunfado el socialismo!, ¡la Revolución Rusa era la primera revolución triunfante en el mundo! Ese día no retorné a mi trabajo. Busqué a los camaradas de la izquierda socialista y decidimos apresurar la fundación en la Argentina de un verdadero partido marxista del proletariado”. Por supuesto que semejante movida en el tablero del socialismo mundial no podía resultar indiferente para la izquierda vernácula, y una de sus primeras consecuencias fue que pronto se profundizaron las diferencias que desde su origen habían atravesado al Partido Socialista Argentino. De una escisión de esta agrupación política nacerá el Partido Comunista Argentino, con Codovilla como uno de los impulsores, para muchos el principal. El muchacho ya andaba por los 23 años y desde el principio ocupó lugares de dirección en la estructura partidaria.
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Por aquellos años, el joven Victorio acostumbraba llevar barba y fumar en pipa, como lo hacían muchos de los personajes que frecuentaban sus mismos ámbitos. También le gustaba usar un bastón que convenientemente utilizaba para “resolver” algunas de las acaloradas discusiones que solía tener, por ejemplo, con los anarquistas. En más de una ocasión, dicen, “les pegó varios bastonazos a algunos adversarios de ideas políticas”, aunque no pocas veces también le tocó recibir ataques equivalentes. Uno de esos golpes le dejó una cicatriz en la frente que le quedaría como recuerdo de por vida. Durante este período su principal tarea militante fue la de consolidar la organización del nuevo partido como pieza fundamental del marxismo en la Argentina y, al cabo, como organización de la izquierda revolucionaria. El país generaría condiciones para el debate en ese terreno con la finalización abrupta del segundo período de gobierno de Yrigoyen, en 1930. Pero también se las daría el mundo, con el afianzamiento de Josef Stalin en el poder soviético, la caída en desgracia del otro líder de la Revolución Rusa, León Trotsky, y el debilitamiento ya definitivo de la opción anarquista en el seno del movimiento obrero. Crecer de golpe Cuando comenzaba el año 1918, hacía poco que en el país se había instalado el gobierno radical y estaba latente el proceso de la Reforma Universitaria. Mientras tanto, la Revolución Soviética trataba de afianzarse y la vieja Europa buscaba la forma de terminar con la guerra, ya que el proletariado amenazaba con extender la rebelión a todo el continente. El Congreso fundacional del PSI delineó ciertas directrices que marcaban el camino a recorrer: sus miembros debían actuar estrechamente ligados a las masas obreras, campesinas y populares, y cada
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afiliado debía pertenecer a un sindicato. Es por esos años que Victorio Codovilla comienza a demostrar sus dotes para la conducción. Fanny Edelman comenta que, si bien la formación política del muchacho italiano había sido la típica de un autodidacta, él fue capaz de convertirse en un verdadero maestro y formador de cuadros. “Es destacable la forma en que supo transmitir todos sus conocimientos a los demás militantes, con absoluta generosidad y entrega. Esta práctica había empezado a desarrollarla en su época del Partido Socialista, a la par de Rodolfo Ghioldi, con quien supo desplegar una gran labor propagandística y de organización entre la juventud de ese partido, y educar con un espíritu socialista a centenares de luchadores obreros en las organizaciones juveniles y sindicales”. Precisamente sería Ghioldi quien primero viajaría a Moscú para ponerse en contacto con la dirección de la Internacional Comunista y tratar personalmente con el líder de la revolución, Vladimir Illich Ulianov, más conocido por su seudónimo: Lenin. Desde ese momento, la relación política entre el Kremlin y aquellos jóvenes internacionalistas argentinos sería estrecha y hasta determinante para el futuro de buena parte de la izquierda latinoamericana. En marzo de 1919 se desarrolló el congreso que inauguró la III Internacional, también conocida como la “Internacional Comunista”, con la participación de militantes del PSI argentino. Allí se estableció, entre otras cosas, que las organizaciones adherentes debían cambiar su denominación por la de “Partido Comunista”. “En la misma situación de ayer, cuando al nombre de nuestro partido hubo de agregarse la palabra Internacional para reafirmar categóricamente nuestro concepto netamente internacionalista frente al chauvinismo nacionalista y patriotero del mal llamado Partido Socialista, hoy debemos cambiar el nombre del Partido Socialista Internacional por el de Partido Comunista, reivindicando el nombre del glorioso Manifiesto de Marx y Engels”, recomendó por entonces Codovilla.
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De esa manera, a partir de 1920, el PSI pasará a llamarse Partido Comunista de la Argentina. Inmediatamente Codovilla se puso a trabajar en la elaboración de un informe que un año después se enviaría a Moscú con un detallado análisis de la composición social y económica de la Argentina, así como de las problemáticas de la concentración de la tierra en latifundios y de la explotación de la clase obrera. En Buenos Aires se creía que, al igual que en la Rusia soviética, la revolución tendría carácter agrario y antiimperialista. En 1921, el Comité Central decide que Codovilla pase a cumplir labores en la estructura partidaria a tiempo completo. Sería editor del periódico La Internacional, miembro del CC y del Buró Político, y dirigiría la actividad financiera de la organización, algo especialmente difícil por ese entonces dadas las condiciones de pobreza en que se desenvolvían los militantes comunistas. Esto le significó a Codovilla abandonar su trabajo como empleado de comercio, donde ganaba un sueldo respetable para la época, según asegura su biógrafo Goncharov, para pasar a cobrar un salario bastante elemental y convertirse en uno de los primeros militantes rentados del comunismo argentino. A tal punto descendieron sus ingresos que a veces no le alcanzaba el dinero para comer. En cierta ocasión la dueña de la casa donde editaban el periódico se dio cuenta de que hacía varios días que los jóvenes no iban al almacén a comprar alimentos. Entró en la habitación y les preguntó: “Muchachos, ¿les gustan los tallarines?... hoy preparé de más”. –¿Es una limosna?– preguntó uno de los camaradas, para aclarar: “porque somos revolucionarios y no aceptamos limosnas”. –No muchachos –se atajó la patrona–, lo mío es solidaridad revolucionaria. –Ah, eso es otra cosa–. Fue la respuesta que facilitó una reparadora comilona.
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En ese 1921, Yrigoyen clausuró La Internacional y produjo una serie de detenciones entre la militancia comunista. La policía trató con tanto rigor a los presos que los hizo dormir en la terraza de la Cárcel de Contraventores (en la calle Azcuénaga) con temperaturas bajo cero: Bautista Senra Pacheco murió de pulmonía. La represión se explicaba por el aumento de la presencia comunista, especialmente en el seno del movimiento obrero. Desde 1919 el grupo participaba de la FORA, y dos años después se creaba el Comité Argentino de la Internacional Sindical Roja, a partir de la influencia en gremios como los gráficos, ferroviarios y la madera. Entre los dirigentes comunistas que se destacaron en el ámbito sindical se contaban Penelón, Greco, Carlos Poggi, Ruggiero Rúgilo, José Alonso y muchos otros. El desarrollo alcanzado en el ámbito gremial era la consecuencia de la orientación impuesta desde comienzos del ‘20 por un sector de la dirección del PC (Penelón, Ferlini, Codovilla, Ghioldi, Grosso), que planteaba la necesidad de profundizar un programa de reivindicaciones inmediatas como forma de lucha, en contra de otro sector que sostenía que esas tareas carecían de sentido en el marco de una situación mundial caracterizada como revolucionaria. Este grupo, conocido como el de “los izquierdistas” o “verbalistas”, también rechazaba la utilización de la vía electoral y parlamentaria: debe destacarse que ya en 1918 el comunismo nativo había debutado en los comicios porteños y Juan Ferlini se había convertido en el primer concejal comunista de la Argentina. En noviembre del ‘20 también Penelón sería electo concejal en la Capital. En marzo de 1921 nace la Federación Juvenil Comunista (FJC), liderada por Orestes Ghioldi, con su primer órgano de prensa, Juventud Comunista. Al poco tiempo el partido también edita Compañerito, un periódico infantil que durante un tiempo compitió en popularidad con Billiken, de Constancio C. Vigil. La política propagan-
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dística también apuntó al mundo de la mujer: se constituyó la Comisión Femenina Central y se lanzó a la calle el periódico Compañera. Codovilla apuntalaba y era partícipe protagónico de este vertiginoso desarrollo partidario desde sus puestos en el Comité Central y en el Buró Político. En 1923 y 1924 se llevan a cabo el V y VI Congreso del PC, y en ellos se observa el peso que van ganando los “verbalistas” y una situación de debate permanente que le pone un freno al crecimiento partidario: de hecho, no son reelectos los concejales comunistas en la Capital ni un diputado provincial en Córdoba (Miguel Burgas), y también se pierde terreno en la representación sindical. Finalmente, todo explota en el ‘25. En abril, Codovilla y Ghioldi logran que aparezca en La Internacional una “Carta Abierta” del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista contra la corriente verbalista. Luego se convocó a un congreso partidario para discutir la Carta, y en los preparativos se dieron a conocer dos materiales de apoyo a la misma, uno de Ghioldi y otro de Codovilla, este último titulado “¿Partido monolítico o conglomerado de fracciones?”. El 26 de diciembre de 1925, en un clima de máxima tensión, se abren las sesiones del VII Congreso, presidido por Codovilla, Penelón, Ghioldi y Augusto Kühn. Un grupo de provocadores intenta impedir su desarrollo, y en medio del tumulto, uno de ellos extrae un arma y le dispara a Codovilla: no acierta, pero el balazo termina con la vida del secretario de la Federación Juvenil Comunista, Enrique Müller. Finalmente, el Congreso aprobó la línea mayoritaria. Al poco tiempo, los verbalistas se organizaron formalmente como Partido Comunista Obrero y comenzaron a editar un periódico (La Chispa). De esa manera, el PC perdió un grupo de valiosos cuadros políticos, como Héctor Raurich, Angélica La Negra Mendoza, el metalúrgico Rafael Greco, el dirigente de los madereros Mateo Fosa, Caye-
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tano Oriolo, Modesto Fernández y Miguel Contreras, entre otros. La suerte de los “chispistas” se enlazó a la aparición de la Oposición de Izquierda en Rusia, por lo que muchos de ellos terminaron abonando el campo trotskista. El VII Congreso, cuyas sesiones presidieron Penelón, Codovilla y Ghioldi, concluyó con la revuelta interna. En el programa político que se votó, se realiza una crítica feroz al gobierno radical por sus concesiones a los sectores oligárquicos e imperialistas, y se subraya la necesidad partidaria de volver a actuar con mayor firmeza en el movimiento obrero y de “proletarizar” la composición social de la organización. Según el trabajo de Oscar Arévalo (El Partido Comunista), tras ese Congreso se verificó un nuevo desarrollo partidario, retomando y profundizando la influencia en el campo sindical, participando en el liderazgo de huelgas y movimientos sociales, recuperando una concejalía en la Capital, ampliando el trabajo en el sector agrario, fundando y conduciendo la Federación Deportiva Obrera. “Enarbolando el programa de reivindicaciones inmediatas, el PC comenzó a desarrollarse como partido entre las masas.” Más allá de las fronteras Además de las tareas relacionadas con el despliegue del PC, Codovilla también coordina el Comité de Ayuda al Pueblo Soviético, dedicado a recaudar fondos para paliar la hambruna que se desata en Rusia por la sequía, las consecuencias de la guerra y el bloqueo económico. Superado el peor momento, el comité es reemplazado por la Asociación de Amigos de Rusia. Don Victorio, como le gustaba que lo llamaran, también se dedica a conciliar y aglutinar a los sectores antiimperialistas de América Latina –en la Liga Antiimperialista–, entre otras causas para canalizar la solidaridad con el general nicaragüense Augusto Sandino y con los condenados a muerte Sacco y Vanzetti.
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Pero no termina allí su papel en esa especie de globalización comunista. Ya miembro destacado de la Internacional Comunista (Komintern, como se la conocía por su abreviatura en ruso), Codovilla cumple distintas tareas en esa organización creada por el Kremlin para fomentar la unión de los Partidos Comunistas de todo el mundo. Desde 1924, inicia una serie de sucesivos viajes a Moscú, donde perfecciona su formación política y, a la vez, consolida los lazos que harán de él el hombre de mayor confianza de la cúpula soviética no sólo para Argentina sino para el resto de Iberoamérica. En varios de estos viajes se cruza con Penelón, que en cierto modo competía por los mismos halagos. Codovilla trabaja en la URRS palmo a palmo con la alemana Clara Zetkin, el italiano Palmiro Togliatti y el búlgaro Georgi Dimitrov, figuras emblemáticas del comunismo de la época. En el Komintern se codea con dirigentes de la talla del vietnamita Ho Chi Minh, el Mariscal Tito, el líder albano Enver Hoxa, los rusos Gregory Zinoviev y Nikolai Bujarin, y la vasca Dolores Ibárruri, más conocida como La Pasionaria. En ese nivel de jerarquía del comunismo internacional, el crecimiento de Codovilla es fulminante: participa del trascendental Congreso Antiimperialista Mundial (Bruselas, 1927) y al año siguiente es uno de los organizadores del VI Congreso de la Internacional y del Congreso de la Internacional Sindical Roja; además es designado secretario del Buró Sudamericano y miembro de la Comisión Internacional de Control. Este protagonismo parece haber generado algunos resquemores con el grupo más cercano a Penelón, quien tenía un cargo mayor dentro del PC argentino. Poco a poco Penelón irá alejándose tanto del liderazgo de Moscú como del Comité Central, hasta terminar abandonando el partido que había ayudado a fundar: en 1927 oficializa la ruptura al constituir
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el Partido Comunista de la Región Argentina, que más tarde pasaría a denominarse Concentración Obrera. Codovilla y Ghioldi ya eran, a esta altura, los referentes indiscutibles del PC, y fueron los que inspiraron las líneas básicas del VIII Congreso, celebrado en noviembre del ‘28. En las discusiones preparatorias se explicó la ruptura de Penelón como una “pérdida de fe en el triunfo del socialismo” seguramente fundada en “la fatiga de la lucha”. También se formó una especie de paritaria para aunar criterios con los militantes obreros que habían acompañado al rupturista: el diálogo dio sus frutos y muchos de ellos retornaron al Partido. Pero la importancia del Congreso del ‘28 se encuentra sobre todo en las definiciones políticas a las que arribaron. Un primer giro fue el de comenzar a apreciar que el yrigoyenismo gobernante, a pesar de sus contradicciones y heterogeneidad social, representaba una expresión democrática y progresista que se enfrentaba a los monopolios imperialistas. Además, en el marco de esta apertura, se promovía la unidad sindical y se planteaba extender las actividades del partido a capas no proletarias, como los campesinos, los estudiantes y los intelectuales. No era poco, considerando que en el medio siglo de historia de las ideas socialistas en el país era la primera vez que no se hablaba de combatir al capitalismo en general sino de concentrar la puntería sobre los enemigos principales de la clase obrera. Pero esta voluntad no se reflejó en el accionar político. Y las vacilaciones del gobierno empujaron a la confusión y a olvidar lo que había que diferenciar: el yrigoyenismo no era fascismo. Los fascistas vendrían luego, a derrocar a Yrigoyen y a identificar a los comunistas como uno de sus principales enemigos. Por cierto, en la lucha cotidiana contra la dictadura uriburista, el PC padeció muertes, persecuciones y miles de militantes presos y torturados. Según relata Arévalo, “no hubo en este período lucha obrera o popular que no contara con los militantes del Partido Comu-
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nista en primera fila. Fueron años en los que el Partido realizó un gran esfuerzo por la unidad sindical, por el frente único del proletariado y el frente popular”. La consagración de la línea codovillista fue la iniciativa, hacia mediados de la década del ’30, de disolver el Comité de Unidad Sindical Clasista para fortalecer la unidad del movimiento obrero dentro de la CGT, independientemente del carácter de sus dirigentes. Como recuerda Arévalo, ello repercutió favorablemente en el desarrollo de la movilización obrera, y coincide con un momento de ascenso de las luchas de los trabajadores. El sectarismo instalado en buena parte de la estructura partidaria se daría por vencido cuando la presión internacional del Komintern empujó a la formación de los frentes populares y puso en primer lugar la lucha contra el fascismo y sus aliados. También la Guerra Civil española fomentó una reacción de unidad. En enero de 1940 la salida a la calle del diario La Hora fue una gran contribución a la política de unidad que se planteaba el comunismo argentino, lo mismo que el regreso al Comité Central de figuras clave como Codovilla y Ghioldi, ausentes ambos por muchos años, el primero debido a sus tareas a nivel internacional; el segundo, preso en Brasil. Esas dos reincorporaciones, anota Arévalo, contribuyeron decisivamente a fortalecer y cohesionar al Partido Comunista, cuando la situación internacional y la política interna se tornaban crecientemente delicadas. La tentación golpista A comienzos de 1943 el Partido Comunista estaba abocado a la tarea de concretar un frente de partidos políticos democráticos, cuando la delegación que negociaba en la Casa Radical fue rodeada y detenida. A Ghioldi y Codovilla les tocó la peor parte: el primero fue trasladado a Córdoba y Don Victorio a La Pampa.
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El 4 de junio se produciría el golpe de Estado propiciado por el Grupo de Oficiales Unidos (GOU) y el general Pedro Ramírez asumiría la Presidencia, aunque poco a poco el poder se iría desplazando hacia un coronel que, en el reparto, había optado por quedarse con la Secretaría de Trabajo, Juan Domingo Perón. Para Codovilla, la situación empeoraría aún más a partir de ese golpe, ya que fue trasladado a la ciudad de Río Gallegos, en el extremo sur del país. Alojado en un calabozo húmedo y frío, apartado de los otros presos, debió rendir prueba de su templanza. Él resumió así aquellos días: “Las condiciones a la que yo estaba sometido en la cárcel eran muy rigurosas. No me refiero sólo al intenso frío reinante, que los presos sufríamos sin las defensas adecuadas, ni a la comida detestable o a otros aspectos de la vida carcelaria. Lo más doloroso para mí no eran las duras condiciones físicas, sino el aislamiento. Por los muros de la cárcel no se filtraban noticias. Y si para un político revolucionario esto es difícil de soportar en cualquier época, lo era tanto más en estos terribles años de la Segunda Guerra Mundial que, en el momento de caer yo preso, todavía se desarrollaba en gran parte del territorio soviético”. Desde el primer día, los militantes comunistas y otros vecinos de Río Gallegos, a pesar de las restricciones impuestas por el régimen, trabajaron para brindarle todo su apoyo. En los medios de prensa aparecían comentarios sobre violaciones a los derechos humanos derivadas de las terribles condiciones en que se encontraban los presos políticos en la cárcel. Paulatinamente la dureza del régimen se fue diluyendo y comenzaron a permitirse visitas a los reos. Ítala, la fiel compañera de Codovilla, se instaló en la ciudad y se acercaba al penal cada vez que se lo permitían. Mientras tanto, el partido lanzaba una campaña mundial denunciando el atropello a las libertades políticas, la persecución a los comunistas y la arbitraria detención de Codovilla. Se recibieron muchas
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muestras de solidaridad, pero la que más se destacó fue la del Partido Comunista Chileno. Tanto, que el presidente en persona manifestó la voluntad de darle asilo político en Chile. Tras casi un año a la sombra, entonces, Don Victorio fue liberado y quedó a disposición del gobierno trasandino. La Argentina se encaminaba hacia la histórica jornada del 17 de octubre del ‘45 –una jornada a la que Codovilla y Ghioldi caracterizaron como “lumpen-policial”–, mientras que el PC armaba las bases de un frente, la Unión Democrática, junto con el radicalismo y los partidos socialista y conservador. Esta alianza, con los años, traería más dolores de cabeza que beneficios. De regreso de su breve exilio chileno, Codovilla participaría activamente de la etapa electoral. Tras la no esperada derrota en las urnas, un conmocionado partido afrontó el XI Congreso en agosto de 1946, donde se apuntó básicamente a la unidad de los trabajadores y el pueblo, al margen del resultado de las elecciones de febrero. Esta postura fue muy criticada por algunos integrantes de la Unión Democrática, que se oponían sistemática al nuevo gobierno, y por otros sectores que, al contrario, lo apoyaban incondicionalmente o, más aún, querían integrarse al flamante movimiento justicialista. Codovilla dio una dura batalla en busca de mantener la independencia del Partido e impulsar la defensa de la soberanía nacional ante cualquier interferencia imperialista. Como registra Ruben Iscaro en Historia del Movimiento Obrero Argentino, entre 1943 y 1948 se produjeron en el país casi cuatrocientas huelgas, destacándose las de los textiles en el ’47, los metalúrgicos de Tamet y bancarios en el ’48. Luego, entre 1949 y 1950, hubo una fuerte oleada reivindicativa en gremios como los ferroviarios, bancarios, gráficos, papeleros, municipales, marítimos y azucareros. El Partido Comunista tuvo una presencia muy importante en los conflictos sindicales que se sucedieron en este período.
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En 1949 se decidió conmemorar el 32º aniversario de la Revolución Rusa y el gobierno mandó efectivos policiales a reprimir el acto. Las cárceles de la Capital Federal se poblaron de militantes del PC, y entre ellos y en primer lugar, Codovilla. Las autoridades intentaron deportarlo valiéndose de la Ley de Residencia de Roca de principios de siglo. Pero el intento no prosperó. Aparte de la presión política, el hombre tenía ya 37 años de vida en Argentina y el mismo Perón había modificado la Constitución Nacional para agregarle, entre otros artículos, uno que concedía automáticamente la ciudadanía a todo extranjero con más de cinco años de residencia en el país. Pasado un mes en la cárcel, Codovilla recuperó la libertad. Comenzaba 1950 y desde el frente del que había participado el PC para frenar el acceso del peronismo al poder se deslizaba la necesidad de terminar con un gobierno al que consideraban fascista. Codovilla, pese a su enemistad con Perón, se opuso al golpe porque, escribió, cualquier intentona a espalda de la clase trabajadora sólo podría proponerse “defender todavía más descaradamente los intereses de la oligarquía terrateniente, del gran capital y de los monopolios extranjeros”. El levantamiento cívico militar de 1951 no encontró al PC entre sus inspiradores y fue abortado con celeridad. Pero una vez muerta Evita, pareció que el gobierno empezaba a perder vigor. Perón recibía duras críticas, tanto desde la izquierda como desde el nacionalismo y la UCR, y su pelea con la Iglesia le agregó la hostilidad del Vaticano y los sectores católicos más tradicionales, con mucha influencia en las Fuerzas Armadas. Finalmente, luego de varios intentos, en septiembre de 1955 los militares volverían al poder con el apoyo de un arco importante de elementos civiles y partidos políticos. “Perón, que consiguió el apoyo de la mayoría del pueblo trabajador con su desenfrenada demagogia social... defendió hasta el fin de su gobierno los intereses de la oligarquía terrateniente, del gran
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capital y de los monopolios extranjeros que decía combatir”, explicaba Codovilla, sin poder ocultar la efervescencia del momento. Había comenzado un período de fuerte presencia militar que abarcaría casi tres décadas de la historia argentina. En 1958, el gobierno surgido en el ’55 tuvo que dejar el poder momentáneamente en manos del líder de los radicales intransigentes, Arturo Frondizi. Un año más tarde, todo el continente se sacudía con la llegada al poder en Cuba de un grupo de barbados guerrilleros que, más tarde, harían profesión pública de fe marxista. En el informe del Comité Central del PC de julio de 1962, se planteaba una nueva concepción acerca del peronismo. El acercamiento de muchos de sus dirigentes, principalmente John William Cooke, a la órbita de La Habana, hacía pensar en cambios profundos dentro del justicialismo. En el comunismo argentino crecía la idea de que el peronismo estaba girando, por la fuerza de los acontecimientos, hacia la izquierda. Había llegado el momento de la confluencia. Frondizi, para entonces, ya había decepcionado a sus votantes obreros y de clase media. El descontento popular crecía día a día y los dirigentes comunistas coincidían cada vez más con los peronistas. En las elecciones de marzo del ‘62 el Comité Central del PCA llamó a votar al peronismo. Finalmente el presidente sería derrocado y detenido por los militares en el mismo mes de los comicios. Morir en Moscú Corría 1966, y se asentaba otro golpe militar que había desbancado a un nuevo presidente radical, esta vez Arturo Umberto Illia. El Che Guevara luchaba por fomentar la revolución en Bolivia y nacían los primeros intentos de lucha armada en Argentina. Juan Carlos Onganía, un general clerical y con fuerte vocación anticomunista, prometía una dictadura a la manera franquista, con presencia determinante de las corporaciones.
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Victorio Codovilla va llegando al tramo final de una vida intensa. Una vida que no le ahorró persecuciones, cárceles, clandestinidad, confinamientos y más luego críticas y enemistades de toda laya. Pasados los 70 años y con las primeras huellas de cansancio en su cuerpo, bien podría tomarse un respiro, pensaba mientras continuaba, casi al mismo ritmo de siempre. Pero lo cierto es que, por aquel entonces, ya mostraba los primeros síntomas de una enfermedad de la que hasta ahora nadie ha podido o querido dar testimonio. En octubre de 1967, en coincidencia con la muerte de Guevara en Bolivia, don Victorio partió hacia Moscú en un viaje que aparecía oficialmente como de familia, aunque salió del país en forma clandestina. Por esos días se celebraba en la capital soviética el 50º Aniversario de la Revolución de Octubre, aquel hecho determinante para el mundo moderno y también para su propia existencia. Tanto entusiasmo le provocaba a Codovilla estar presente en la conmemoración que desoyó las recomendaciones de sus médicos, que le aconsejaban no viajar. Después de los festejos en la URSS, el plan era regresar para participar de los preparativos del XIII Congreso partidario. Sin embargo, su salud ya no le dejó hacer su voluntad. Ni bien llegó a Moscú, el 30 de octubre, fue internado de urgencia. Las peripecias de lo que habría de ser su último viaje en calidad de clandestino lo habían dejado bastante maltrecho. En ese hospital donde fue ingresado pasaría los dos años finales de su vida. Postrado en una cama y con pocas esperanzas de recuperarse a pesar de los esfuerzos médicos, Codovilla conservaba a pleno la lucidez mental y mantenía una memoria admirable. Cuenta su biógrafo –quien aprovechó para hacerle allí las últimas entrevistas que irían a redondear su libro– que desde esa habitación siguió las imágenes televisivas de la fastuosa celebración del cincuentenario del Octubre Rojo. No era como lo había soñado, pero algo era. Junto a él estaba, como desde hacía casi cincuenta años, su fiel compañera Ítala.
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Los pocos que conocieron de cerca a la pareja aseguran que Codovilla no hubiese podido desarrollar su periplo como dirigente comunista internacional sin haber tenido al lado una mujer como ella. Ítala Mary Codovilla había ingresado al Partido Socialista Internacional en 1918. Un año después conoció al joven Victorio, quien quedó flechado por la belleza de la muchacha de 19 años, pero también fue deslumbrado por su sólida formación y capacidad política. En 1920 se casaron y, desde entonces, sólo se separarían por obligaciones partidarias. Ítala tuvo participación en la actividad femenina del partido, en el desarrollo de las Comisiones de Mujeres que impulsaban la lucha reivindicativa vinculada a las trabajadoras. La vida de esta militante comunista, ligada a un personaje como Codovilla, tenía que transcurrir de igual manera que la de su compañero, en la clandestinidad. Su gran aporte, aseguran en el PC quienes la recuerdan, se materializaba en los debates internos de la organización. “Yo siempre consideré que cuidando de la seguridad personal de mi compañero –en la medida de mis posibilidades–, al crearle las condiciones de tranquilidad espiritual, al cuidar de su salud, cumplía con una misión importante para el partido”, declaró alguna vez la mujer, que falleció en Buenos Aires a los 73 años, el 2 de abril de 1973. Los últimos días de Codovilla pasaron en ese hospital moscovita desde el que había visto por TV los desfiles en homenaje a la Revolución. Por su trayectoria se había convertido en una eminencia del comunismo internacional, por lo que el desfile de personalidades por su habitación solía ser incluso excesivo. Desde su habitación recordó el 50º aniversario del Partido Comunista Argentino, la criatura que había ayudado a engendrar y que luego hizo crecer y fortalecerse. Ese día de enero de 1918, el Pravda publicó lo que sería su artículo póstumo, “Miramos con confianza el porvenir”, un texto que le dictó palabra por palabra a Ítala porque ya sus fuerzas no le daban para escribir con sus propias manos.
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En su cabeza y en su corazón, las razones le sobraban para estar confiado en el porvenir. La Unión Soviética mostraba pujanza y amenazaba en todos los frentes al poderío de los Estados Unidos, el gendarme del capitalismo mundial. Se desarrollaban, precisamente, las últimas batallas en Vietnam, favorables a las fuerzas que había preparado quien fuera su colega en el Komintern, Ho Chi Minh; en París se elevaba la temperatura de ese caldo que se serviría más tarde en el Mayo francés; en Argentina la dictadura ya sufría las primeras muestras de rebeldía popular que crecerían hasta llegar al Cordobazo; y en Cuba, a pesar del dolor por la muerte del Che, se consolidaba el comunismo en la versión castrista. Poco después festejaría Codovilla su cumpleaños número 75, por primera vez desde que tenía 15 años alejado de la actividad política. No totalmente, si se toman en cuenta los halagos que le hizo llegar el mismísimo Stalin y la Orden de la Revolución de Octubre, entregada por un grupo de dirigentes del PCUS en la habitación del hospital moscovita. Algo más de un año después de aquella distinción, el 15 de abril de 1970, Codovilla dejaba de existir. Inmediatamente el Comité Central de PCUS envió un telegrama a sus pares de Argentina para enterarlos de la noticia. “Los soviéticos guardarán para siempre en su corazón el recuerdo del preclaro camarada Victorio Codovilla”, decía el cable. Fue enterrado en el cementerio Novodevichie, el más famoso de Moscú, donde descansan, entre otros, Chejov, Eisenstein, Gogol, Stanislavski, Kropotkin, Jruschev, Prokofiev, Maiakovski y Molotov. Como homenaje, fueron bautizados con su nombre una plaza, un buque cisterna y una escuela.
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Severino Di Giovanni, de frente y de perfil, la característica foto de prontuario de aquellos años. Corresponde a la época en que se hallaba prófugo en Rosario.
SEVERINO DI GIOVANNI LA PASIÓN ANARQUISTA
Para pasar a la historia como un héroe hay que tener una pizca de suerte. A Di Giovanni no se le dieron las circunstancias. Y ese hombre todo coraje, todo violencia, en una carrera imparable por volcarse a la vida con todas sus energías, con todos su sueños, derrochando vigor, crueldad y hasta tal vez bondad, debió morir en la anécdota, quedar en la página policial. OSVALDO BAYER
La pacífica ciudad de Chieti descansa en los Abruzzos, una región de altas montañas surcada por el río Pescara, a 180 kilómetros de Roma. Allí, el 17 de marzo de 1901, nació Severino Di Giovanni, uno de los hijos menos sosegados de esa vecindad. En ese momento, Italia era uno de los tres principales centros europeos del anarquismo (y del terrorismo anarquista); los otros dos se hallaban en Francia y España. Unos meses antes de su nacimiento, a mediados del año 1900, hubo un famoso atentado, perpetrado por Gaetano Bresci contra Humberto I, rey de Italia, que habría de integrar la iconografía anarquista. Muchos años más tarde, y ya como editor de un periódico ácrata en Buenos Aires, Severino publicaría un homenaje al asesino de Humberto de Saboya y también a otro magnicida, Michele Angiolillo, quien mató a balazos al español Antonio Cánovas del Castillo, un conservador monárquico que había sido jefe de Estado: “Recordemos a Bresci y Angiolillo –alentaría desde esas páginas–. Recordemos sus figuras renovando el entusiasmo, los heroísmos, sus felices actos de justicia”. Pero en Chieti, hacia 1901, la pasión anarquista está lejos de la familia de origen católico formada por Carmine Di Giovanni y Rosaria Durante. Nadie imagina que ese bebé rubito, un querubín de ojos celestiales, llegará un día a exaltar a figuras tan contrapuestas con las creencias religiosas que imperaban en su hogar. En cualquier caso, Severino ocupó pronto el lugar del indomable de la familia aunque sus otros cuatro hermanos –dos mujeres, dos varones– tampoco desentonaban. Un periódico anarquista de la colectividad italiana en los Estados Unidos en donde él solía escribir, L’Adunata dei refrattari, citado por Osvaldo Bayer en su ya clásica biografía sobre Di Giovanni, testimonia que “de pequeño fue inteligente, vivaz, rebelde a la autoridad familiar”, y que “sus padres lo enviaron por cierto tiempo a un instituto de la ciudad de Ancona para que aprendiera a comportarse”.
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A juzgar por los resultados, la tradicional institución católica que recibió a Severino no tuvo demasiado éxito en la misión. Ya adolescente, estudió para ser maestro de escuela. Luego aprendió el oficio de tipógrafo. Siempre ávido de lecturas nuevas, se inició de joven en las ideas anarquistas a través de los libros que le acercaban sus maestros tipógrafos: Bakunin, Malatesta, Proudhon, Kropotkin, Eliseo Reclus. La adolescencia de Severino transcurrió, durante la Primera Guerra, en un ambiente teñido por las miserias de la contienda, aunque se anunciaban cambios radicales que comenzaron a conmover el espíritu del joven. Hacia el fin de la guerra, la insubordinación obrera estaba a la orden del día y las discusiones entre las diferentes corrientes de izquierda eran públicas. Severino solía asistir a las asambleas del gremio gráfico, donde los dirigentes anarquistas y socialistas lanzaban arengas encendidas que a él le abrían un mundo nuevo. Jamás se olvidaría de esos hombres de voces graves, cuyas retóricas encendidas alentaban a enfrentar sin temor la codicia y arbitrariedad de los patrones y reivindicaban la venganza justa y necesaria, y un orden nuevo sin opresores ni oprimidos. Esa prédica se abrió paso en la mente inquieta y el corazón temerario de Di Giovanni. A los 19 años quedó huérfano, y un año más tarde, en 1921, adhirió sin vacilaciones a las ideas anarquistas que pregonaban trabajadores y líderes gremiales. Por primera vez encontraba una explicación abarcadora capaz de contener y dar cauce a su inconformismo y su anhelo de libertad. El otro elemento que terminó de delinear su identidad fue el fascismo. Y no es raro: suele suceder que la corporización de un adversario poderoso contribuye a estructurar un pensamiento propio. En 1922, año de la mussoliniana Marcha sobre Roma, cuando el fascismo se impuso en el país, Severino sufrió la dura persecución de los fascios y debió abandonar la península, como muchos de
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sus amigos y camaradas. Algunos, entre ellos su hermano Alejandro, se radicaron en Francia. Otros, como Severino, partieron hacia América. José, en cambio, el tercer hermano varón, se quedó en Italia. De Chieti a Ituzaingó Severino llegó a Buenos Aires una típica mañana otoñal de mayo de 1923, con apenas 22 años. Tras un viaje de algo más de dos semanas pasó sin solución de continuidad de Villamagna, el pueblito montañoso donde vivía, cercano a su Chieti natal, a Ituzaingó, un barrio de la zona oeste del Gran Buenos Aires. Ése fue su primer refugio en el nuevo mundo. Severino no había llegado solo. Junto a él viajaron su esposa y prima, Teresa Masculli –Teresina, una mujer dócil que lo amaba incondicionalmente–, y Laura, la pequeña hija de ambos. El suyo había sido un casamiento repentino y arreglado, de los que en esa época se pactaban para salvar el honor de la muchacha cuando se sospechaba que había existido contacto íntimo entre los enamorados. El nacimiento de Laura parecía probarlo. Severino había elegido la Argentina por dos motivos. Primero, porque así lo habían hecho muchos compatriotas con la idea de “hacerse la América”. Segundo, porque aquí estaba ya instalado un hermano de Teresina, que podría abrirles puertas y facilitarles los trámites de ingreso. Así fue que del puerto partieron hacia Ituzaingó, donde el cuñado les había conseguido una casita modesta pero con suficiente terreno como para plantar hortalizas y flores. En un principio, Severino se las arreglaba cultivando rosas y otras especies de flores que luego comercializaba en el Mercado Central, y hasta pensó en dedicarse a la floricultura. Pero el entusiasmo le duró un suspiro. Al poco tiempo consiguió trabajo como tipógrafo en una pequeña imprenta de Morón, y ése fue el umbral de acceso al ambiente del anarquismo local, donde militaban muchos compatriotas suyos.
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La investigadora italiana María Luisa Magagnoli relata en su libro Un café muy dulce que a Di Giovanni no le fue sencillo hacerse un lugar entre los libertarios: “En aquella época frecuentaba a los italianos, anarquistas como él, pero también a los socialistas, a los liberales y a los republicanos que trataban de organizar el movimiento antifascista en la Argentina. Con ellos las relaciones no eran fáciles. Severino, siempre preparado para pasar de la broma al párrafo serio, no ahorraba a los ocasionales aliados los repertorios más mordaces porque los consideraba no muy diferentes del enemigo que quería combatir. Su problema era que no conseguía que lo tomaran en serio porque tenía la apariencia de un buen muchacho y, a pesar de sus modales no muy formales, les resultaba simpático a todos”. La actitud paternalista de los viejos militantes irritaba al irascible muchacho, y a ella respondía con una actitud de desprecio que acentuaba su aislamiento. Di Giovanni no había querido ni Dios ni maestros: el anarquismo era lo que le cabía. Pero los anarquistas organizados tampoco le gustaban, de modo que se fue haciendo un anarquista individualista: jamás podría pertenecer a ninguna organización que le reclamara disciplina o compromiso colectivo. Si algo lo caracterizaba era un individualismo a ultranza. En cuanto a su vida matrimonial, cada vez le resultaba más difícil la convivencia con Teresina. Estaba convencido de que su esposa era incapaz de entender su afán por cambiar el mundo. La falta de afinidad con ella la compensó con los hijos, a los que amaba entrañablemente. Vinieron en seguidilla: después de Laura, llegó Aurora, y al año siguiente Ilvo (el único varón) y luego María. “Teresa no alcanzaba a descubrir de dónde surgía el irreductible rechazo que su marido le echaba en cara al mundo –refiere Magagnoli–, pero comprendía muy bien que sería la ruina de su familia. Para Severino, renunciar a la lucha política era como morir, y se lo repetía siem-
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pre. De cualquier forma moriremos –rebatía la campesina de los Abruzzos– porque nos matarán a todos”. El no la escuchaba y hacía su vida: durante el día trabajaba como tipógrafo y linotipista, y durante la noche se dedicaba a conspirar. Se había conseguido un trabajo extra como imprentero en el Banco de Boston, y de allí se llevaba la tinta que emplearía en la impresión de su primer periódico, Culmine. Un día Teresina encontró un ejemplar en su casa y leyó una nota que cantaba loas a la dinamita: no podía creer que hubiera sido escrito por Severino. El ni siquiera intentó darle alguna explicación: pensaba que era inútil. Ese ejemplar estaba dedicado a celebrar los atentados contra Mussolini y a homenajear al anarquista Gino Lucetti, quien había intentado (sin éxito) asesinarlo con una bomba poderosísima. “El tercer atentado y el tirano camisa negra otra vez se salva –escribía Di Giovanni–. Ni siquiera una lastimadura, ¡nada! El único resultado es la tormenta caída violentamente sobre el proletariado de Italia”. “Nosotros –concluía la nota–, acción y pensamiento; nosotros, anarquismo y rebelión; nosotros, iconoclastas y vengadores: no, no damos derecho de vida a la fiera. No estamos de acuerdo en tener misericordia con el reptil. Estamos con el heroísmo vindicador, ¡estamos con Gino Lucetti! Dinamita, poder del desheredado, poder de la miseria, poder del hambre, potencia del atormentado ( ... ) Dinamita, nuestra arma anarquista, fuerte voz que rompe los tímpanos más protegidos.” Severino llevaba ese tipo de vida frenética propia de los fanáticos o de los condenados. No paraba. Después de trabajar en la imprenta, a la noche se quedaba escribiendo proclamas del tenor de “Dinamita”, o largas cartas a diarios anarquistas extranjeros. Creía en la palabra (la propaganda) y en el atentado. Si no escribía, iba a reuniones de anarquistas y de exiliados antifascistas. Cuando Teresina le señalaba la extravagante anormalidad de su vida, Severino le repli-
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caba que él no era ninguna excepción; que hacía lo mismo que cualquier trabajador anarquista o socialista que combinara el trabajo con la militancia política. Amor y anarquía Cuando Severino llegó a la Argentina, en 1923, gobernaba el país un radical bastante diferente a Hipólito Yrigoyen: Marcelo Torcuato de Alvear. Lo llamaban “Galerita”, eufemismo con el que se aludía a su estilo y sus buenas relaciones con la clase alta, y le había tocado una época afortunada. En el trastocado mundo de la posguerra, el país podía mostrar instituciones representativas en estado de derecho, una clara política liberal y una eficiente administración: todas virtudes que resultaban favorables para la inversión. A ese país conservador y pacificado llegaba Severino Di Giovanni, uno más de una impresionante oleada inmigratoria. Pero Severino se había alejado de Italia para combatir mejor al fascismo. Y se va a dedicar a esa misión en la Argentina. El gobierno de Alvear mantenía una buena relación con el régimen del Duce, y él se empeñará en perturbar esa ligazón no sólo con publicaciones y palabras. También con la acción. Un acto relámpago en el Teatro Colón fue su debut público. Benito Mussolini procuraba ganar aliados en el exterior, particularmente en países con gran inmigración italiana, como la Argentina. En el seno de la colectividad italiana en el país, por otra parte, también había muchos interesados en quedar bien con el hombre más poderoso de Italia. En ese contexto se había organizado la celebración, el 6 de junio de 1925, del vigésimoquinto aniversario de la llegada al trono de Víctor Manuel III de Saboya con una majestuosa fiesta de gala. Los principales palcos y plateas del coliseo porteño estaban ocupados por el presidente Alvear, su esposa –Regina Pacini, cantante
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lírica portuguesa muy celebrada entre el público italiano– y las figuras más encumbradas de la colectividad ítaloargentina. Todo estaba minuciosamente organizado. La seguridad y el orden estaban a cargo de jóvenes fascistas. Cuando la audiencia se disponía a cantar los himnos, se escucharon voces exaltadas provenientes del paraíso, con enérgicos insultos al fascismo y a sus representantes: “¡Assassini! ¡Ladri! ¡Viva Matteotti!”. Enseguida una lluvia de volantes cayó sobre la platea de notables, acusando al régimen del Duce de asesinar al disidente diputado socialista Giacomo Matteotti. La batahola en el Colón fue infernal y a Severino lo detuvieron por primera vez, aunque sólo por unas horas. En ese mismo año, en agosto, empezó a editar su periódico, Culmine, donde en principio redactaba sus artículos en italiano, a pesar de que hablaba y escribía en español con fluidez. Era una especie de ratificación de que su activismo político estaba dirigido en primer lugar –y en especial en la etapa inicial de su exilio– a sus compatriotas, sus aliados potenciales para desarrollar la lucha contra el fascismo. Después del debut en el Colón, los siguientes pasos fueron menos candorosos. El atentado contra la embajada norteamericana, realizado unos meses después, representó una acción de mayor envergadura. Él mismo la describió en Culmine: “Una bomba ha explotado en la Embajada de los Estados Unidos. ¡Es la señal de la lucha! ¡El delito contra nuestros dos compañeros (por Sacco y Vanzetti) será vengado! ¡No esté segura la casta burguesa norteamericana!”. La cadena de atentados no se detendría. Y a fines de 1926, las autoridades argentinas y los servicios de inteligencia italianos ya tenían a Severino en la mira. Oficiosamente, el régimen de Mussolini se expresaba en Buenos Aires a través del periódico Il Mattino d’Italia, fundado por el
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industrial Vittorio Valdano, ex secretario personal de Giovanni Battista Pirelli quien, cuando el Duce llegó al poder, organizó aquí a los fascios. La publicación tuvo como una de sus ocupaciones predilectas seguirle los pasos a Di Giovanni. Además, después del atentado a la embajada norteamericana, la persecución policial se había acentuado y los servicios de inteligencia tenían información pormenorizada sobre sus actividades y las de sus seguidores. Estaba cercado. Hombre de acción al fin, decidió hacerles más difícil la tarea a los agentes locales y a los fascistas pasando a la clandestinidad. Abandonó entonces su casa de Morón y se puso a buscar un nuevo domicilio. Un admirador suyo, Paulino Scarfó, y su hermano Alejandro, lo ayudaron a mudarse a una casa pegada a la de ellos, ubicada en la calle Monte Egmont (actual Tres Arroyos) 3834, en una zona entre Flores y La Paternal –la calle es la misma que luego inmortalizaría Leopoldo Marechal en Adán Buenosayres–. Ese traslado abrió una puerta nueva al destino de Severino: y a través de ella iba a penetrar el amor. “La familia Scarfó, de origen siciliano y católico, vive sencillamente, en una casa típica de barrio, con galería, patio y macetas –escribe Osvaldo Bayer en su trabajo sobre Severino–. Pedro Scarfó, el padre, es un italiano trabajador que ya ha pasado los 60 años; su esposa, Catalina Romano, anda por los 50. Ocho son sus hijos: Antonio, José, Alejandro, Domingo, Paulino, América, Santa y Asunta ( ... ) Antonio, el hijo mayor, da el ejemplo a sus hermanos trabajando y estudiando. Es Antonio el encargado de vigilar de cerca la marcha de sus hermanos, pero le resultó imposible impedir que a Alejandro y Paulino se les diera por las ideas políticas y, para peor, por el anarquismo. De todos los hermanos es una chica la que sobresale por su inteligencia: América, que concurre a la Escuela Normal Nº 4, Estanislao Zeballos, sección Liceo”.
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Severino, un hombre joven y de temperamento romántico, necesitaba un amor significativo y éste se encarnaría en Josefa América Scarfó, Fina para todos, la hermana adolescente de Paulino y Alejandro. Con ella encontraría el amor-pasión que nunca había tenido y que en un principio le costó admitir: es que la niña apenas tenía 14 años. Décadas más tarde, las confesiones de América le permitirían a María Luisa Magagnoli reconstruir el romance: “Durante algún tiempo la atracción entre ellos habría estado oculta porque los separaban una infinidad de obstáculos, básicamente el hecho de que ella era demasiado joven y de que él estaba casado. Entre ellos había pequeñas señas, un alfabeto de pocos gestos y pocas palabras, un juego que parecía inocente, pero al cual ninguno de los dos ya entonces podía negarse. Sin que nunca se hubiesen dado una cita, se encontraban todos los días, a la mañana temprano, cuando él salía de casa para ir a la imprenta y ella salía al jardín antes de ir a la escuela ( ... ) América, con el rabillo del ojo, controlaba su llegada ( ... ) No lo miraba directamente, pero él sabía que lo estaba esperando”. El romance acentuaría el costado lírico de Severino, que siempre había estado presente. Según reseña Bayer, en casi todos los números de Culmine editaba algún poema suyo: en el número uno había publicado “Grito Nocturno”, un canto a la vida y a la naturaleza, al sol, a la oscuridad, en el que expresaba su necesidad de devorar todo con la ferocidad y la entrega de quien sabe, o desea, abandonar este mundo antes de que la fatiga lo aletargue. El primer período de enamoramiento de Severino y América se limitó a diálogos breves, préstamo de libros y sueños premonitorios. Luego, cuando él pase a vivir perseguido por la policía, separado de hecho de Teresina, empezarían los encuentros furtivos y clandestinos.
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Como buen romántico, el riesgo y la intensidad también signaron sus actos de amor. La pasión que dominaba el pensamiento y la acción del joven Severino, y que se manifestaba en las páginas de Culmine y en su entrega sin límites al ideal revolucionario, se combinaba ahora con la pasión secreta por aquella jovencita del Liceo. El estratega de la violencia Ese embriagador cóctel de creciente violencia, romanticismo, crueldad y terrorismo le valdría muchas condenas, incluso algunas surgidas en las propias filas anarquistas. En el mismo período en que se mudó a la casa alquilada por los Scarfó, Severino establecía la estrategia de enfrentamiento contra el fascismo que definió como guerrilla autónoma. “Las últimas leyes represivas y el domicilio obligatorio han debilitado aún más la resistencia activa –escribía en un artículo periodístico–. Sugerimos, en Italia y afuera, a todos los que quieran molestar al enemigo, hasta hundirlo, la guerrilla autónoma ( ... ) No está dicho que no deban cometer actos violentos ( ... ), cada gru po debe realizar actos de ataque al enemigo. Que cada comité o grupo de acción conozca y controle a los propios componentes.” Estaba decidido a profundizar la lucha contra los fascistas italianos y argentinos. Y la campaña por la reivindicación de Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti le servirá para mostrar el camino que propugnaba. Los dos emigrantes italianos en los Estados Unidos, acusados del asesinato de un cajero y un vigilante, y del robo de más de 15 mil dólares en una fábrica de zapatos de Massachusetts, habían sido condenados a la silla eléctrica. Quince días antes de la fecha fijada para la ejecución, el 22 de julio de 1927, por la noche, un estallido monumental sacudió los bosques de Palermo y los barrios vecinos al explotar un poderoso artefacto de dinamita y gelinita, colocado junto al pedestal de la estatua de
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George Washington. Casi en simultáneo, un estruendo similar retumbó en pleno centro: los cristales de una agencia de Ford fueron los primeros en hacerse trizas, pero en varias manzanas a la redonda no quedarían vidrios sanos. No había en la época demasiados sospechosos de provocar semejante demostración. En cuestión de horas la policía allanó la casa de Morón donde había vivido Di Giovanni con su familia y, un rato más tarde, entró a golpes de bayoneta en la que le alquilaba a la familia Scarfó, en la calle Monte Egmont. Sorprende que un hombre decidido a librar una lucha sin cuartel contra una trama de enemigos en la que ubicaba al fascismo reinante en Italia, al Estado burgués de la Argentina, las empresas capitalistas, las jerarquías eclesiásticas y todas las fuerzas de seguridad, no tomara los suficientes recaudos para evitar ser detenido. Más aún, Di Giovanni solía dejar pistas y hasta señas personales tras la ejecución de algún atentado o acto propagandístico. ¿No creía en la capacidad represiva de sus enemigos, se sentía impune o quería inmolarse? Lo cierto es que, cuando a las 3 de la mañana la policía irrumpió en su vivienda, sólo encontró a Teresina y los chicos. Dieron vuelta la casa en busca de armas de guerra, dinamita y pólvora. Y de Severino, claro está. Pero no encontraron nada. Sólo se llevaron un paquete con periódicos y algunas cartas llegadas del exterior. Esa noche Di Giovanni dormía en otro lado. El procedimiento confirmó algunas sospechas de Catalina Romano de Scarfó, la madre de América. Ella estaba convencida de que era la influencia de Severino la que estaba alejando a algunos de sus hijos de los valores familiares, como evocaría tiempo después: “Hace unos años vino a casa un hombre para alquilar una pieza. Era Severino Di Giovanni. Le pareció conveniente el alquiler y cerramos trato. Al día siguiente llegó con su mujer, Teresina, y sus tres hijos. Era
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un hombre al parecer, bueno, sencillo. Hablaba bien de los pobres, y se pasaba las horas que tenía libres leyendo. Trabajaba de tipógrafo. Mis tres muchachos tenían en ese entonces menos de 20 años. Di Giovanni empezó a prestarles libros. Se hizo gran amigo. Con el poder enorme de atracción que tenía se acercó a ellos y empezó a influenciarlos con sus ideas”. Catalina no imaginaba entonces el vínculo que ligaba a Severino con América. Y tampoco sabía que, en realidad, el primer contacto de Paulino Scarfó con las ideas socialistas lo provocó un tío que le llevaba libros prohibidos, que el chico leía a escondidas y luego le prestaba a Alejandro y a América. En cualquier caso, tras el violento despertar que la policía les había deparado a los Scarfó en su persecución de Severino, éste parecía merecedor de todas las sospechas. Pedro Scarfó, el dueño de casa, le pidió, después del allanamiento, que se mandara a mudar y se alejara de sus hijos. Di Giovanni no puso reparos en deshacer el contrato de alquiler e irse de inmediato: su esposa e hijos también se marcharían ni bien les consiguiera una habitación donde vivir, prometió. Luego, Pedro y Catalina mantuvieron una discusión aciaga con Paulino y Alejandro que terminó violentamente cuando el padre, fuera de quicio, les ordenó a los muchachos que abandonaran la casa. La familia iniciaba una desintegración fatal, pero la madre nunca perdió contacto con sus hijos, aunque ellos tampoco menguaron su adhesión a la acción anárquica. Formaban parte del pequeño ejército que comandaba Di Giovanni. Faltaban días para la ejecución de Sacco y Vanzetti, anunciada para el 10 de agosto y luego pospuesta dos semanas. Durante todo ese año Severino había decidido vestirse de negro. Usaba un sombrero de ala ancha y un pañuelo al cuello. No fumaba, no bebía, trabajaba incansablemente y comía cuando se acordaba. Se sentía parte importante de una cruzada mundial. El anarquismo estaba
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concentrado y unido en defensa de los dos italianos condenados a muerte en Boston. El anarquismo argentino protagonizó por esos días una espectacular movilización de 100 mil personas. Pero de nada sirvió. Una multitud esperó hasta la madrugada del 22 de agosto en los cafés de la Avenida de Mayo un milagro que no se produjo: el desenlace trágico sería anunciado finalmente en las pizarras de los diarios: “Sacco y Vanzetti murieron gritando ¡Viva la Anarquía! a la hora cero del día 23”. Di Giovanni dedicó un número especial de Culmine a los dos hombres ejecutados en Charlestown, anunciando que tronaría el escarmiento: “A su violencia debemos responder con nuestra violencia: la venganza. A su instrumento infame que ha quemado los cuerpos de Sacco y Vanzetti, debemos oponer nuestros cuerpos vengadores que quemarán los mil tentáculos monstruosos de la fiera vampírica que envuelven todos los senderos de la tierra ( ... ) Nuestra dinamita purificará los lugares que la maldita casta del dólar ha apestado ( ... ) La dinamita afirmará el boicot y el sabotaje a los productos norteamericanos”. El círculo se cierra Mientras el ambiente continuaba enrareciendo y preanunciaba otros atentados, quizá más violentos, Severino mantenía su romance prohibido tan secreto que ni siquiera Paulino y Alejandro estaban enterados. Sin embargo, Paulino algo intuía y trata de interferir. En una oportunidad Catalina recibió una esquela de su hijo: “No dejes salir a América, ¡es tan joven todavía! Ya tendrá tiempo”. Pero América se veía con su amado a la salida del Liceo donde estudiaba. Y así siguieron durante varios meses: él prestándole libros de poesía, de política, a veces relativos a la liberación femenina, siempre cautivándola. Ella, asimilando todo lo que él le trasmitía, convirtiéndose en su mejor amiga, alumna, amante.
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Según interpreta Bayer, Severino buscaba en esa relación superar la soledad, acceder a confidencias y certezas que no había podido encontrar con sus amigos: “Los encuentros con ella son como un bálsamo en medio de la actividad que desarrolla esa primavera del ´27. Busca en la mujer lo que hasta ese momento no ha podido encontrar en los hombres: un verdadero amigo”. En la Navidad de 1927, por primera vez, un atentado de Severino provoca víctimas inocentes. El objetivo había sido el National City Bank de la calle San Martín, en pleno centro porteño. El periódico anarquista La Protesta califica como un “núcleo de imbéciles o desequilibrados” a los autores del atentado. Y la acusación siembra sospechas sobre su intención: “Cabe preguntar entonces qué conveniencia podía contemplar nuestro movimiento en un hecho de tal naturaleza. Empeñados como estábamos en la campaña liberadora de Simón Radowitzky, el hecho del City Bank no ha venido sino a perjudicarnos. Se comprende ahora por qué hemos hablado de violencia sospechosa”. Di Giovanni no expresa arrepentimiento ni autocrítica y así se refuerza su aislamiento en el seno del propio movimiento anarquista. La política del terror lo encierra en una trampa de la que no parece poder evadirse. Cada hecho terrorista lo lleva a otro y así sucesivamente. El 23 de mayo de 1928 nuevas víctimas inocentes constituirán el trágico saldo de otro atentado. Una explosión destruye el flamante edificio del Consulado italiano en Buenos Aires, que se acaba de inaugurar sobre la avenida Quintana. Los objetivos eran el embajador (conde Martín Franklin) y el cónsul (Italo Capanni), pero los que pierden la vida son nueve italianos que tramitaban sus pasaportes. La Protesta acusa a Di Giovanni de espía fascista y agente policial. Severino se enfurece y polemiza durante meses con los editores, pero los ataques y críticas se vuelven cada vez más feroces y personalizados.
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A fines de 1928, sin recursos y con la responsabilidad de mantener a su familia y seguir actuando, Di Giovanni recurre a la “expropiación directa”. Además, se asocia con falsificadores de dinero. El anarquismo moderado dictamina entonces que se ha pasado a las filas del “banditismo” (bandolerismo). A esta altura su modo de vida era definitivamente nómade y Severino pasaba momentos muy difíciles, según el testimonio de América Scarfó a María Luisa Magagnoli: “Solo y perseguido, empezó a cambiar de lugar sin tregua. Llegaba y se iba de Buenos Aires, donde había encontrado refugio por los túneles subterráneos de la Manzana de las Luces, escapaba al Tigre, hacía una parada en Rosario, se escondía en Córdoba y en la Mesopotamia, en Curuzú-Cuatiá. Durante una fuga a Resistencia estuvo a punto de morir. Mientras tanto, Teresina recibía constantes amenazas y requisas. Los agentes llegaban de día y de noche, y la apuntaban con la pistola en medio de la frente, bajo la mirada de los niños que trataban de darse ánimo manteniéndose juntos, abrazados”. El peor golpe llegaría con la detención de Alejandro Scarfó, a fines de 1928, cuando la policía lo encontró en una casa donde guardaban dinamita y billetes falsos. Severino se sentía responsable. Esa misma noche buscó desesperadamente a América, quería prometerle que no cesaría en su lucha hasta liberar a su hermano, y que después se irían a París, como tenían planeado. Mientras la Justicia pedía prisión perpetua para Alejandro, Di Giovanni y su grupo se trasladan a Rosario para atentar contra colectivos y tranvías en apoyo de una huelga general. Pero la suerte no estaba de su lado: a uno de sus mejores combatientes, José Romano, Ramé, le estalla un explosivo que llevaba bajo el perramus, cae preso y será salvajemente torturado por el célebre subcomisario Juan Velar. Tiempo después, con la frialdad de ánimo que lo caracterizaba, Di Giovanni le dispara a la cara a Velar, desfigurándolo para siempre.
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También organiza una espectacular acción de salvataje en la que rescata del Hospital Carrasco de Rosario a Ramé, recién operado de la pierna izquierda. El hombre capaz de estas acciones sufre de melancolía por las noches. El anarquista expropiador, el temible terrorista describe así sus sentimientos: “Selva de flores, ¿qué esperáis? Hoy no viene la jardinera a acariciar vuestros delicados pétalos. Ella os ha olvidado. Su cabecita se orienta hacia otras cosas. No presta atención a nuestro sol, a nuestra espera, a nuestros latidos. Hoy, oh flores, no viene mi jardinera ( ... )”. La imposibilidad de liberar a Alejandro lo deprime: el detenido no era sólo el hermano de América, sino uno de sus mejores hombres. En medio de la impotencia, los ataques personales y políticos que le dedican López Arango y Abad de Santillán desde La Protesta le resultan difíciles de soportar. En octubre de 1929, Severino les exige una retractación pública, que no se produce. Poco después, en una última discusión con López Arango, frente a su casa, al no lograr siquiera una retracción verbal, y sin mediar aviso, Di Giovanni desenfunda su revólver y le dispara varias veces al pecho, dejándolo moribundo. Este “ajusticiamiento” lo convirtió en un personaje repudiado en muchas organizaciones anarquistas. Aislado, censurado, se respaldó en su grupo mínimo de ácratas individualistas, en dos o tres organizaciones del exterior y en América Scarfó. Breve cielo Con su amada no compartía su lado más oscuro. Ya fuera para no perderla o para no comprometerla, Severino nunca defendía frente a América sus atentados, aunque sí justificaba en términos teóricos la acción directa y violenta como método contra los “burgueses capitalistas que hambreaban al pueblo”. Pero era imposible evitar que le llegaran las duras acusaciones que publicaban
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los diarios. “A esa altura –señala Magagnoli– su joven amiga se había transformado en una anarquista convencida, como sus dos hermanos, pero no concebía acciones que pusieran en peligro la vida humana.” Las cartas a Fina eran para Severino un remedio parcial a su desconsuelo. Ella también pensaba en él y trataba de superar las presiones familiares, y las del entorno anarquista que criticaba su relación con Severino. Bayer cita la carta que América le envió el 3 de diciembre de 1928 al pensador libertario francés, Emile Armand: “Querido camarada: el motivo de la presente es, principalmente, consultarlo. ( ... ) Mi caso, camarada, pertenece al orden amoroso. Soy una joven estudiante que cree en la vida nueva. ( ... ) Deseo para todos lo que deseo para mí: la libertad de actuar, de amar, de pensar. Es decir, deseo la anarquía para toda la humanidad. ( ... ) He conocido a un hombre, un camarada de ideas. Según las leyes burguesas, él está casado. ( ... ) He aquí que algunos se han erigido en jueces. Y estos no se encuentran tanto en la gente común sino más bien entre los compañeros de ideas que se tienen a sí mismos como libres de prejuicios, pero que en el fondo son intolerantes”. Severino no veía la hora de que se fueran a vivir juntos, pero ¿cómo? Si no podía tener un domicilio fijo, si se había convertido en un paria. Finalmente, pudo más su necesidad de verla y empezó a urdir un plan novelesco, aunque no tan extravagante en el mundo de los inmigrantes: inventar un casamiento con alguien que simulara ser el novio, para eludir el cerco familiar de los Scarfó. Severino convenció a Silvio Astolfi para que protagonizara la farsa y la llevara al altar. Luego liberaría a Alejandro y los dos viajarían a Francia. Ése era el plan. Astolfi no era el muchacho ideal que los Scarfó soñaban para su hija. Pero la posibilidad de alejarla de la influencia de Di Giovanni les pareció auspiciosa. Jamás imaginaron que ese casamiento uni-
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ría a Fina con el “hombre más maligno” del país (según lo caracterizaba la Iglesia católica). En febrero del ‘30, cuando ella se transforma en la señora de Astolfi, la pareja pudo empezar a convivir. Pasaron una extraña luna de miel en una quinta apartada, donde se alojaba el anarquista Andrés Vázquez Paredes. Severino venía madurando la idea de crear su propia editorial. También ansiaba ser redimido en las filas del anarquismo internacional, y por ello había solicitado insistentemente que se le hiciera un juicio político: ser condenado por sus propios pares era un peso que su espíritu no podía soportar. Mientras tanto, no abandona sus actos expropiatorios. En una de las últimas acciones –ya el general Uriburu estaba en el poder, y la plana mayor de la FORA y La Protesta se había asilado en Uruguay tras declararse la pena de muerte–, asalta un camión pagador de Obras Sanitarias y se hace de un botín de 286 mil pesos, una fortuna para la época. Una semana después, América alquilaba la quinta “Ana María”, en Burzaco, y pagaba al contado. En esa quinta, Severino y América pasaron sus días más felices, trabajando la tierra, editando el periódico Anarchia e instalando la imprenta con la que venía soñando Di Giovanni. Según ella, fue un período inolvidable. Pero duró poco, hasta el verano del ‘31, más precisamente hasta el 1º de febrero, cuando Severino salió rumbo al centro porteño para seguir con los trabajos de edición de un libro de Eliseo Reclus. América sólo volvería a verlo unos instantes en el umbral del ajusticiamiento. Al pie del patíbulo El gobierno militar que encabezaba el general Uriburu lo consideraba el enemigo público número uno, y en ese verano de 1931 celebró
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la mejor noticia: las fuerzas policiales habían atrapado a Di Giovanni. En un calabozo de la Penitenciaría de la avenida Las Heras, el anarquista esperaba el anunciado final. Si el largo brazo de Mussolini estaba lejos, el de la dictadura argentina había revelado su proximidad y le había dado alcance. El último panfleto que había escrito y repartido en libertad retaba a muerte a Uriburu y al establishment: “Sepan Uriburu y su horda fusiladora que nuestras balas buscarán sus cuerpos. Sepa el comercio, la industria, la banca, los terratenientes y hacendados, que sus vidas y posesiones serán quemadas y destruidas”. Ahora, todos ellos iban a hacer lo posible para que esa amenaza no fuera cumplida. En las primeras horas del 31 de enero un Tribunal Militar decide su suerte: el notable anarquista italiano radicado en la Argentina sería fusilado 24 horas después. La sentencia se cumplió cerca de las 5 de la mañana del 1º de febrero: ocho balazos terminaron con la vida de la figura más buscada por las fuerzas de seguridad. En juicio sumario se lo había hallado culpable de la muerte de tres policías y de una serie de asaltos cometidos en Buenos Aires. Mientras esperaba la sentencia, ese hombre de ojos claros y vehementes no se arrepintió del rumbo que le diera a su vida, sólo lamentaba el dolor que ese final iba a provocar en sus seres más queridos: sus hijos y su amada América Josefina Scarfó, esa adolescente con la que estaba unido apasionadamente. Cuando lo detuvieron, soñaban viajar juntos a Francia, y de allí a Italia, para integrarse a las brigadas clandestinas antifascistas. A la hora de despedirse de Fina, Severino contiene su emoción y le pide que continúe con su lucha antifascista, pero no en la primera línea de fuego sino en un nivel más propagandístico, quizá como editora de libros, esa vocación que él ya no desarrollaría. También le desea que encuentre un buen compañero anarquista para formar una nueva pareja. Ella, una niña casi, asiente en silencio. Mien-
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tras dura el breve encuentro permanecen tomados de la mano, fuertemente, hasta que los carceleros los separan. Las decenas de testigos que presencian la escena (periodistas, fotógrafos, carceleros, curiosos) no logran captar ningún signo de debilidad, de quiebre espiritual. Algo parecido ocurre durante la charla que mantiene con Paulino Scarfó, quien en una celda vecina también aguarda la hora de su propio fusilamiento. Aunque es evidente que Severino se siente responsable por la muerte del muchacho, en los pocos minutos que están juntos, de pie, tomados de las manos a pesar de las esposas, ambos camaradas dialogan con serenidad. Y así se despiden. El único momento en que se evidencia que la emoción lo atrapa es cuando le traen a la celda a sus hijos y a su mujer, Teresina. Parece que los abrazos y besos de los niños lo van a desarmar, pero enseguida se recompone y comienza a contarles chistes y a hacerles gracias que arrancan las risas de todos. Del otro lado de las rejas, los testigos no pueden creer la capacidad humorística del condenado a muerte. Esas son las visitas que Severino pide tener antes de morir. Cuando concluyen, queda solo en el calabozo. Al rato solicita la presencia de una autoridad policial, y se hace cargo de todos los atentados y asaltos ocurridos en los últimos tiempos. No es tomado en serio. “Quiere liberar de culpa a otros compañeros de fechorías”, comenta el subprefecto de la policía. Mientras tanto, la madre de Paulino Scarfó y de América ha recorrido cuanto despacho oficial pudo, pidiendo por la vida de su hijo. Pero el general Uriburu no ha querido recibirla. La oscuridad es densa, temible. Los carceleros se mueven como sombras y cada tanto aparece alguien para observar al preso. A solas con su conciencia, Severino, que aún no ha cumplido sus 30 años, decide esperar las últimas horas sin fumar. Sólo ha pedido un
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café dulce, que sin embargo rechaza al probar el primer sorbo: “Pedí con mucha azúcar... No importa, será la próxima vez”, suelta, con humor ácido. En esa noche, calurosa y larguísima, el condenado debe haber repasado las distintas etapas de su vida: los momentos transcurridos en la Italia de posguerra; el recuerdo de heroicos levantamientos obreros que había escuchado relatar en su adolescencia; la miseria, luego la persecución de los fascios, y más tarde la madurez en esta patria que no era la suya, donde continuó como militante anarquista librando a sangre y fuego una guerra personal contra su peor enemigo, Benito Mussolini, y sus émulos y aliados locales. En el transcurso de esa guerra ha cosechado odios y amores, rechazos y reconocimientos. Y una parte de esas pasiones contrapuestas se dejan sentir aún en esa celda, tras los gruesos muros del penal. Allá afuera se escuchan las voces de ciudadanos que se han acercado a la Penitenciaría para presenciar, o por lo menos oír, la ejecución del monstruo. Cuando el pelotón cumpla su tarea y se escuche la descarga, una fuerte gritería estremecerá la madrugada. Horas después del fusilamiento, bajo la abrumadora canícula del febrero porteño, las autoridades harán retirar en secreto el cuerpo baleado de Di Giovanni y lo sepultarán con igual sigilo en una tumba anónima del cementerio de la Chacarita. Pese a tanta reserva, a la mañana siguiente el sepulcro amanecerá cubierto de rosas rojas. Este montañés de los Abruzzos, fue, sin duda, el anarquista más célebre de la Argentina, a pesar de no haber sido un teórico significativo, un ideólogo o un organizador político. Fue el más célebre por la intensidad que imprimió a su vida y por el ejercicio exasperado de la acción directa, factores que lo transformaron en una de las primeras figuras del movimiento anárquico del país y del mundo. Su intensidad no se limitaba al uso de la violencia política, que él empleó con tanto fervor. Esa vitalidad frenética la volcaba en todo,
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editando folletos y volantes, ejercitando su oratoria fogosa en manifestaciones y asambleas, instalando una librería o publicando un periódico. No todo era dinamita o expropiaciones revolucionarias. La violencia era sólo una de las herramientas de su intensidad. Severino dejó una marca, como lo hizo el movimiento al que, a su manera igualmente anárquica, él dedicó su vida militante y, en el último suspiro, también sus últimas palabras: “¡Evviva l’Anarchia!”.
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