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EL CAMPO GRANDE UN ESPACIO PARA TODOS
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Editorial Castilla Tradicional Corro San Andrés, 13 47862 Urueña www.castillatradicional.com
© de la edición Editorial Castilla Tradicional © de los textos Sus autores Fondos fotográficos Fundación Joaquín Díaz Colección Luis del Hoyo Fernández Archivo Fernández del Hoyo Colección José Delfín Val Colección Jesús Urrea Luis de la Fuente Archivo de la Academia de Caballería Archivo Municipal de Valladolid Casa de Zorrilla
1.ª edición Septiembre de 2009 ISBN 90000000000 DL Va
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Prólogo Joaquín Díaz
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El Campo de la Verdad María Antonia Fernández del Hoyo
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La figura inmóvil Jesús Urrea Fernández
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Memoria de aromas Emilio Blanco Castro
78
El corazón del parque Gustavo Martín Garzo
92
Tres rostros para una máquina José Delfín Val
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El Campo Grande: refugio cotidiano Fernando Herrero
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Desde el mirador (Miguel Delibes y el Campo Grande) Ramón García Domínguez
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Prólogo Joaquín Díaz
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Prólogo [11
os recuerdos de la infancia, que suelen ser felices a no ser que tengamos desde niños una tendencia particular a la tristeza, acostumbran a acompañarnos durante toda la vida y regresar oportunamente para ayudarnos a respirar cuando lo cotidiano nos asfixia o nos ahoga la realidad. Desde siempre sentí la necesidad de agradecer al Campo Grande de Valladolid los momentos de felicidad que me proporcionó durante los primeros años de mi vida y creo que con este libro me sentiré un poco más aliviado. A lo largo de aquellos años fueron muchos los momentos en que el parque hizo las veces de bosque encantado, de refugio místico, de escondite natural, de atajo hacia la felicidad, de sombra bienhechora… Sin embargo había unos días especiales –los que transcurrían entre el final del curso escolar y la entrega de las notas, que no solían pasar de diez (los días y las notas)–, que convertían al Campo Grande en el Paraíso, es decir en ese recinto delicioso que según las leyendas antiguas ocupó el ser humano antes de caer en la tentación de su propia humanidad. Durante esos días procuraba pasar allí las mañanas completas, desde horas muy tempranas, y disfrutar con
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Los puestos de la romería del Sudario, frente al convento de Las Lauras. A la izquierda, una de las esquinas del Campo Grande
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12] El Campo Grande: un espacio para todos
la lectura, el paseo o simplemente con la observación relajada y consciente de mi entorno, transportado en volandas al más deliberado edenismo. Libre ya de las ataduras de los horarios, rotas las cadenas de los estudios reglados, desembarazado de la compañía obligada de compañeros y profesores, paladeaba aquellas horas como un exquisito manjar degustado después de cualquier ayuno involuntario y prolongado. Probablemente la libertad, si es que existe, sea como esa brisa que me refrescaba el rostro nada más acceder al jardín ameno y me saludaba con los primeros aromas del boj o del aligustre recién regados. Tan inasible y tan arrebatadora aquella sensación. Tan mía y al mismo tiempo tan universal. La lectura se me antojaba bienhechora, la comprensión de lo leído elemental, la asimilación más gustosa y el resultado de todo ello trascendental. A veces la vista se elevaba desde las páginas del libro a las ramas de los árboles con la misma espontaneidad y desahogo con que los pájaros subían y bajaban entre trinos alborozados. La frescura y el bienestar matizaban aquellas horas penetrando los sentidos y pigmentando de tal modo los recuerdos que ahora mismo, al evocarlos, podría sentir los mismos colores, las mismas luces, parecidos sonidos y similar intensidad en la emoción.
Caseta para las herramientas Todo eso y mucho más le debo al Campo Grande y estoy seguro de que para cada vallisoletano, o incluso para gente que no es de aquí pero paseó por sus veredas, las sensaciones serán distintas pero los resultados iguales. Memoria de las cosas, de los lugares, de los momentos, de las horas: el estanque, la
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Prólogo [13
gruta, los patos, la cascada, el “Catarro”, el barquillero, la pérgola, la fuente del cisne, los paseos de tierra apisonada, la pajarera, el palomar, el paseo del Príncipe, el teatro Pradera, las citas, los amores primeros, los grupos de amigos, el retrato familiar, las verbenas enardecedoras de los sentidos, los gritos desgarrados de los pavos reales con sus cuellos azules y templados como alfanjes, las migas a los cisnes, los bancos, la gente, la vida. El Campo Grande ha sido un espacio de todos y para todos. El fotógrafo Bonnevide quiso inmortalizarlo con luz eléctrica cuando el fluido comenzó a ponerse de moda en nuestra ciudad y fue sustituyendo la lánguida luz de gas de cada esquina. No sabemos si realmente llegó a hacerlo porque no hemos encontrado instantánea alguna que refleje aquel evento. Tampoco se ha hallado ninguna de las actuaciones decimonónicas de las bandas de música militares, tan frecuentes y tan apreciadas por el público (excepto por algunos mozalbetes que se dedicaban a tirar chinitas a las caras de los músicos para herirlos gravemente, si no en sus cuerpos sí en sus almas de artistas). Tenemos una fotografía de alguna troupe circense, probablemente de paso por Valladolid, que no dudó en encargar el recuerdo a Marcelino Muñoz o a alguno de esos retratistas de los que luego se hablará oportunamente. Tal vez eran payasos de cualquiera de los circos instalados en los confines del Campo, pues Compañía circense en 1933 dentro de él o en los aledaños se colocaba todo tipo de casetas, espectáculos, kioscos, tablados, templetes, teatros de autómatas, mercadillos, “museos universales”, fuegos de artificio y se practicaban juegos –de manos, de prestidigitación, de tino, de fuerza– o se realizaban carreras de velocípedos, denunciadas una y otra vez por los periodistas del siglo XIX por peligrosas y alocadas. Estoy seguro de que este libro, por las evocaciones que contiene, por las imágenes de que se acompaña y por la autoridad de quienes se van a encargar de proporcionarnos todo eso, será una lectura imprescindible para quienes deseen conocer mejor una de las zonas más bellas de Valladolid.