El vino, cultura ytradición oral

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EL VINO CULTURA Y TRADICIĂ“N ORAL

Ignacio Sanz.

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“Vino que como un EĂşfrates patriarcal y profundo vas fluyendo a lo largo de la historia del mundo... Que otros en tu Leteo beban un triste olvido; yo busco en ti las fiestas del fervor compartidoâ€?. Jorge Luis Borges.

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Capítulo primero “LA CULTURA DEL VINO EN EL SIGLO XXI”. Capítulo segundo “LO QUE QUEDA DE LA VIEJA CULTURA DEL VINO”. Capítulo tercero “LOS BRINDIS”. Capítulo cuarto “EL VINO. ALGUNOS USOS Y RITOS”. Capítulo quinto “JUEGOS DE TABERNAS Y BODEGAS”. Capítulo sexto “TRABALENGUAS Y ADIVINANZAS”. Capítulo séptimo “REFRANES”. Capítulo octavo “CUENTOS Y SUCEDIOS”. Capítulo noveno “TONADAS Y COPLAS”. Agradecimientos Relación de informantes Bibliografía

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Capítulo primero “LA CULTURA DEL VINO EN EL SIGLO XXI”.

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Escribo sobre la cultura del vino desde una cierta perplejidad. Contemplo anonadado la transformación radical que viene experimentando el mundo del vino en los últimos lustros; en mi caso lo hago como un observador que lleva meditando algún tiempo sobre la presencia del vino en la sociedad occidental desde una perspectiva etnográfica, es decir, en la cultura popular. Por ello no puedo sino vivir con asombro ese estado de encantamiento creado por unas minorías especializadas con el apoyo eficaz de los medios de comunicación en torno al vino. Entre todos han creado una tendencia y lo han convertido en un elemento elitista, sofisticado, impropio de los paladares plebeyos y, con frecuencia, inalcanzable para los bolsillos de buena parte de la sociedad. Me pregunto cómo se puede trasladar a una sociedad tal grado de sofisticación y encantamiento. Y, lo peor, cómo hemos llegado a ser tan papanatas aceptando esa tiranía alentada por las grandes bodegas y las distribuidoras que están en sus manos. Ni que viviéramos en Inglaterra o Suecia donde el vino, allí sí, es un producto exótico. Pero, tal como escribiera Fernando Varicela en El PAÍS el 18 de diciembre de 1994: “en Suecia y Reino Unido, los vinos australianos, que multiplicaron por 10 sus exportaciones en seis años, están ya en la segunda posición después de haber desplazado a países europeos del puesto. En Francia, país donde se bebe, al igual que en España o Italia, cada vez menos vino, los consumidores compran ya 100.000 botellas de vino americano al día.” Si esto sucedía en el año 1994, no quiero pensar qué estará sucediendo con la presencia de vinos australianos, chilenos o californianos no sólo en el norte de Europa sino entre los países productores del sur que ven cómo decrece su cuota de mercado. Americanos y australianos, además de contar con un vino aceptable hacen gala de un sentido práctico a la hora de acercarse al consumidor que está muy alejado de los parámetros elitistas dominantes entre nosotros. No olvidemos que a veces el continente, es decir, etiqueta, contraetiqueta, corcho, cápsula y botella, le resulta más caro al productor que el propio contenido. Con lo cual, cuando el vino llega al consumidor, el precio se dispara. El collar no debiera costar más que el galgo. Este estado de cosas afecta sobre todo a los pequeños viticultores, a las cooperativas y a las bodegas modestas que han de luchar con gigantes de la producción y de la distribución para hacerse un hueco en el mercado.

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Acaso no sea tan raro haber llegado hasta aquí si tenemos en cuenta la gran carga de artillería empleada por tantos oráculos poderosos desde los medios de comunicación y las revistas especializadas. Y, detrás de todo, como siempre, está el dinero con su afán de multiplicarse, su capacidad para sobornar el gusto y doblegar voluntades valiéndose de persistentes campañas de engatusamiento colectivo. No es fácil moverse contra corriente y mucho menos atreverse a cuestionar tanta retórica como domina el panorama. De ahí esa tendencia a homogenizar todos los vinos, a arrasar las diferencias. Nunca los vinos se han parecido tanto.

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EL VINO COMO LUJO EXCLUYENTE.

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Ahora, buena parte del vino se nos presenta con los atributos de un perfume o de un elixir exótico. Ya no se bebe, tampoco se degusta, ni siquiera se saborea, ahora el vino, nos dicen los grandes embaucadores, es un sentimiento mágico. ¿Cómo se digiere eso? Y todo en una España salpicada de vastísimos viñedos dentro de una Europa de tradición cristiana que, desde largos siglos, ha tenido en el vino uno de los rasgos más preclaros de su identidad. Muchos de los mediadores, es decir, periodistas especializados, maestros catadores y expertos en cursillos de catas nos hablan del vino como hablaría un brujo de la divinidad, como si nos estuvieran contando en directo la transmutación de las almas. El vino, nos dicen, tiene reminiscencias a heno, a moras salvajes y a hojas de bosque otoñal. Como si las palabras se pudieran beber. Recuerdo los ditirambos galantes de don Álvaro Cunqueiro con aquella prosa florida que tendía a barroquizarlo todo; le tengo leído a Cunqueiro que cierto albariño joven le recordaba el trote risueño de una adolescente romana corriendo descalza por su lengua. Cunqueiro, al menos, era original y poético. Pero tanto heno, tanta mora salvaje y tanta hojarasca otoñal devienen en imágenes cansinas. Sobre todo cuando uno barrunta que detrás de tanto ceremonial y de tanto adjetivo como le incorporan al vino tratan de justificar su precio desmedido. Y, por desgracia, ahora los vinos vienen cargados de epítetos. Lo cierto es que, el vino, tan presente en la vida de nuestros abuelos, ya no está al alcance de cualquiera. Si observamos un tarro de paté, de pimientos o unas ristras de chorizo, veremos que la etiqueta recoge los ingredientes que objetivamente conforman el producto en cuestión. El fabricante está obligado a hacerlo por imperativos sanitarios y comerciales. Las

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Cuando nuestros abuelos hablaban de vino, estaban hablando de alegría, de hospitalidad, de confraternización y de fiesta.

etiquetas del vino nos informan también del tipo de uva, la procedencia, la añada y la crianza, si es que la tiene. Pero la subjetividad aparece en la contraetiqueta cuya lectura nos sorprende casi siempre con una caterva de adjetivos difusos y grandilocuentes que, además, casi todas las marcas aplican a sus vinos, con lo que terminan por devaluar el mensaje. Adjetivar no cuesta nada. A veces, leyendo contraetiquetas de vino, he tenido el barrunto de estar leyendo el prospecto edulcorado de un extraño medicamento. O la invitación para realizar un viaje astral. Por el contrario, algunas contraetiquetas sobrias y estrictamente objetivas son las que inspiran más confianza. ¡Se ha abusado tanto del lenguaje alambicado en torno al vino que estamos perdiendo el norte! Claro que hay también bodegas clásicas, asentadas sobre una vida centenaria de sensatez e innovación contrastada que no participan en toda esta fanfarria. A este respecto, resulta esclarecedor lo que escribió el antropólogo riojano Iñigo Jáuregui Ezquibela: “El vino, como ocurre con tantas de las realidades contemporáneas, parece abandonar su realidad material para incorporarse a la esfera de lo virtual”. “Las contraetiquetas, los restauradores y los guías turísticos necesitan seducir al cliente y para ello no dudan en elaborar motivos mitológicos y figuras retóricas alrededor del vino, poco importan que no respondan a la realidad y que sea el resultado de una impostura o de una falsificación”.

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Cuando nuestros abuelos hablaban de vino, estaban hablando de alegría, de hospitalidad, de confraternización y de fiesta. También de alimentación y de trabajo. El vino ha sido considerado un complemento alimenticio primordial en la cultura mediterránea. Muchos de los contratos que hacían los obreros, albañiles, pastores, esquiladores o segadores incluían una cláusula en la que se especificaba la cantidad de vino diaria que debía proporcionarles el amo. En definitiva, para nuestros abuelos el vino era parte sustancial de su dieta y, por tanto, conformaba su cultura. “La cultura del vino” de la que se habla ahora con insistencia machacona trata sutilmente de invitarnos al consumo de un producto revestido con atributos etéreos; y nos lo acercan con un sibilino aparato publicitario; porque para crear el deseo es preciso contar con la presión de la mercadotecnia. El consumo que ahora nos proponen es un consumo selectivo y elitista. El vino, antes integrador, se convierte así en elemento diferenciador, clasista; el consumo de unas marcas concretas garantiza la pertenencia a un estatus social. Cuanto más se disparate el precio mayor resonancia alcanza la marca. Si bebo tal vino pertenezco a tal clase. Y así el vino resulta excluyente en esta feria de las vanidades. Como si se tratara de un coche de lujo o de una mansión con veinte habitaciones. Lo han conseguido. De ahí esos precios desorbitados destinados, por lógica, a unas capas minoritarias de la población o a su consumo en unos pocos días. De tal modo que el vino, que antes ocupaba el centro alimenticio y recreativo, ha pasado a la periferia. Desde ahí, desde esa periferia, se pelean las firmas especuladoras que a veces se cobijan bajo nuevas marcas para arañar cuotas de mercado. El centro de las bebidas alcohólicas lo ocupa ahora la cerveza, una bebida popular muy extendida por toda la geografía, exenta por regla general de esa carga de sutileza y refinamiento aristocrático que arrastra consigo el vino.

LOS VESTIGIOS. El vino, que ha tenido desde antiguo una implantación generalizada como la bebida popular por excelencia, ha retrocedido en el consumo de manera alarmante. Antes no sólo se cosechaba y se bebía en las comarcas vinícolas, el vino anduvo siempre muchos caminos a lomos de carros y caballerías para hacerse presente en las zonas de montaña, como antes,

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en la antigüedad, viajó en los barcos romanos y fenicios que surcaban el Mediterráneo, con las bodegas repletas de ánforas. Los pueblos vinícolas lo han utilizado como moneda de cambio con otros productos. Durante siglos ha sido una mercancía codiciada por las gentes. Además de un paisaje amable y civilizado en tierras áridas poco propicias para cultivos de mayor fuste, el vino ha propiciado una arquitectura subterránea muy particular para su conservación. En cualquier zona vinícola encontraremos vestigios de esa arquitectura tradicional. Hace años pasé una tarde memorable al lado del viticultor Eduardo Garrido recorriendo galerías kilométricas llenas de bifurcaciones laberínticas en Ábalos (La Rioja); recuerdo también las enormes bodegas de Fermoselle (Zamora), con cúpulas que parecen propias de catedrales góticas, o las viejas bodegas de Aranda de Duero (Burgos) o Astudillo (Palencia) configuradas con piedra de sillería noble; también las arcadas sorprendentes de adobe de la comarca de Los Oteros (León). O la generosa bodega de Horacio Dorta en los silos (Tenerife), excavada en la piedra volcánica. A los que deseen profundizar en la arquitectura les recomendaría un espléndido de libro publico en 2001 por el Gobierno de La Rioja, titulado “La arquitectura del vino” en el que se hace un recorrido exhaustivo por las variopinta tipología de bodegas tradicionales de esta región. La España vinícola esconde un sugerente mundo subterráneo con auténticas obras de ingeniería, talladas con picos, palas y barrenos. Sin llegar a ese grado de refinamiento, ahí están las bodegas más modestas que ocupan los sótanos de muchas casas en la España rural, o las socavadas en laderas y cotarros de nuestra geografía, bodegas humildes capaces de acoger entre cien o doscientas cántaras de vino, usadas durante generaciones por pequeños cosecheros en tantas y tantas zonas vinícolas españolas; suelen ser bodegas de dimensiones familiares, con doce o catorce escalones de bajada que da lugar a un ensanche para albergar entre ocho o diez cubas y que, con sus características puertas caladas y sus zarceras para que el aire circule, constituyen uno de los ornatos del paisaje. A la entrada de estas bodegas, tan abundantes en Castilla y León, suele haber un ensanche donde, para escapar del frío de la cueva, se sube la jarra y, en torno a ella los paisanos reflexionan y cuentan historias con tono distendido, o sea, con retranca. A este lugar se le llama “el contador” y es un espacio propicio a tertulias, chanzas y disparates. Algunas bodegas, adaptándose a los tiempos, han convertido el contador en un amplio merendero en el

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que se asan chuletas de cordero, panceta, careta de cerdo, chorizo, morcillas o sardinas; muy populares son también las ensaladas de escabeche de verdel; esas comidas sabrosas y contundentes dan lugar a tardes de plácida camaradería. Pocos momentos tan felices como los vividos por una cuadrilla de familiares y amigos en torno a una bodega. Uno tiene la sensación, en ese ambiente informal, entre chascarrillos y canciones, de espaldas a cualquier protocolo, de que la dicha y el regocijo del que nos hablaban los griegos tendría que ser muy parecido a lo que allí sucede. Por supuesto que el vino corre de boca en boca entre bocado y bocado. Por ventura nadie repara en esos momentos felices en el sabor a moras salvajes de ese buen vino al que sólo un petimetre muy escrupuloso se atrevería a poner reparos, porque aunque no sea un vino sublime, es un vino noble y parlanchín, que ha sido pisado por el anfitrión de la bodega que lo ofrece dadivoso. A veces en estas bodegas ni siquiera se elabora el vino y se utilizan tan sólo como merenderos; en ese caso el vino tiene una procedencia dispar, aunque se suele comprar a granel en cooperativas o a cosecheros. Pero más allá de algún comentario circunstancial el vino no se interpone como protagonista de las conversaciones. Simplemente se bebe, de la misma manera que se comen las chuletas o el escabeche de verdel. Por eso, dice Iñigo Jáuregui Ezquibela: “La bodega, en sentido estricto, no pasaría de ser un espacio físico de naturaleza arquitectónica si se viera privada de sus adherencias sociales, históricas, rituales, simbólicas o, en una palabra, culturales.” Y continúa hablado de la cultura del vino: “Tras ella hay una larga historia, una cultura y un importante patrimonio material que, desafortunadamente, no recibe la atención que se merece. Las bodegas tradicionales, además de haber sido abandonadas en su gran mayoría, se hallan desprotegidas legislativa y fiscalmente y llevan camino de convertirse en otro bien cultural dilapidado por desidia o ignorancia.” En efecto, detrás de esas bodegas, tanto de las kilométricas como de las familiares, late un mundo de conocimientos agrícolas y bodegueros, es decir, una vasta cultura que habla por sí sola de los afanes de la gente en torno al vino. Pero late sobre todo una forma de hospitalidad, una manera respetuosa y armónica de relacionarse con los otros. “Tras un vaso de

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vino— ha escrito Joaquín Díaz — está la tierra, el trabajo de cientos de años por mejorar la calidad, los desvelos de miles y miles de personas que dieron color y forma a sus sueños.” Resulta evidente que tenemos a nuestra espalda muchos siglos de rodaje; no olvidemos que ocho siglos antes de Jesucristo, Ulises se sirvió del vino para embriagar a Polifemo; pero acaso sea en los albores del cristianismo, cuando se fundió cultura y religión al oficiar la misa con vino como representación simbólica de la sangre de Cristo, cuando el vino adoptó carta definitiva de ciudadanía. San Pablo se lo recomendaba encarecidamente a Timoteo. Y mucho antes, en la Biblia, se dice que “el vino alegra el corazón de los hombres”. Las diferentes órdenes religiosas asentadas en el Medievo en Europa fueron pioneras en la elaboración de vinos y licores. Y grandes experimentadoras. Esa fecunda relación del vino con la vida se atisba en las palabras del erudito segoviano Mariano Grau cuando escribe: “Llenaría copiosos volúmenes el intento de recoger cuanto en torno al vino se legisló a través de los siglos en aspectos tales como Fueros, Ordenanzas, privilegios, pragmáticas, leyes, disposiciones, bandos, etc, enderezado todo a regular la economía vinícola, como factor importantísimo en el desenvolvimiento humano”. Además de pellejeros, toneleros, tinajeros, alfareros, vidrieros, trajinantes, bodegueros, taberneros, son algunos de los oficios derivados de su trasnporte y manipulación. Los taberneros durante largos siglos han vivido bajo sospecha por su tendencia a las manipulaciones acuáticas.

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“Si bebo vino aguado, berros me nacerán en el costado”, decía Lope de Vega. Y Quevedo, en “Los sueños”, dice:

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“Los taberneros, de quien, cuando más encarecen el vino, no se puede decir que lo suben a las nubes, antes que bajan las nubes al vino, según le llueven, gente más pedigüeña de agua que los labradores”. Omar Khayyam, en Persia; Rabelais, en Francia; el Arcipreste de Hita o Cervantes, en España; Shakespeare, en Inglaterra... son autores clásicos que han dejado constancia del arraigo del vino en nuestra cultura.

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Por cierto, ¿habrán leído los modernos turiferarios del vino, entre cata y cata, la vida de Gargantúa y Pantagruel? Hay un capítulo en esta novela maravillosa que les vendría pintiparado para atenuar tanta pedantería como arrastran consigo. He aquí lo que dice Falstaff, el personaje de Shakespeare: “Este joven no nos quiere, nadie le hace reír... no me sorprende porque no bebe vino. Estos muchachos tan reservones no sirven para nada: el abstenerse de beber les enfría la sangre, los convierte en arenques secos, les adjudica una tez pálida... Si nosotros no nos quemamos en la llama llegaremos a ser tan tontos y cobardes como ellos. Un buen vaso de vino actúa por partida doble. Se sube al cerebro, en él deseca todas las locuras; disipa los sombríos, los pesados vapores que le rodean: lo vuelve más impresionable, sutil, olvidadizo, llenándolo de figuras ágiles, ardientes, deleitosas...” Y acaba Falstaff: “Si yo tuviera mil hijos, el primer principio humano que les incubaría habría de ser el de renunciar a todo brebaje sin vigor y entregarse al vino”. La relación de la literatura con el vino no ha sido únicamente teórica. En España, la llamada “Generación de los cincuenta”, integrada por poetas de la talla de Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, José Manuel Caballero Bonald, Claudio Rodríguez o Ángel González, estableció una relación tan estrecha con la bebida en general y con el vino en particular que es conocida también con el sobrenombre de “Ge-

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neración etílica”. Y uno intuye que el vino actuaría como un acicate en la creación de sus composiciones.

LAS TABERNAS. España está sembrada de tabernas, de bares, de cantinas; la taberna acaso sea una de nuestras instituciones populares más arraigadas y características. En Andalucía quedan tabernas antiguas, a veces ligeramente remozadas que representan un pequeño tesoro patrimonial. Mallorca cuenta con otras institución vinícola, el celler, espacioso almacén de vino reconvertido en mesón, lleno de sabor tradicional. En esos pueblos que van perdiendo población, donde se clausuran comercios, escuelas, cuarteles, cuando se cierra la última taberna, el pueblo puede darse por perdido. Tal como escribía Julio Llamazares, con conocimiento de causa, hay en una sola calle de Madrid más tabernas que todo Estocolmo. Esta coplilla, posiblemente del siglo XVIII, retrata cabalmente el vigor de esta institución popular: “Es Madrid ciudad bravía, que entre antiguas y modernas tiene trescientas tabernas y una sola librería”. Según el doctor Jerónimo Pardo, catedrático de la Universidad de Valladolid y autor de un libro titulado “Tratado del vino aguado y del agua envinada”, a lo largo del siglo XVII, promediando los años, cada madrileño se echaba al coleto una media de diez cántaras. Más de 160 litros. Según se deduce del título, parte de ese vino se consumía aguado; pese a todo, la cantidad no es de nada despreciable. Si esa cantidad se bebía en Madrid, hay que deducir que los andaluces, los manchegos o los aragoneses no le irían a la zaga. El vino se ha elaborado y consumido desde muy lejanos tiempos dando lugar a una relación fecunda con la sociedad que, indudablemente, ha dejado un bagaje de leyes, costumbres, relaciones sociales y económicas, ritos, literatura y obras de arte. Estoy por aventurar que en esta época, en el principio del siglo XXI, acaso sea en la que, de manera proporcional, menos vino se consume. Según leo, consumimos 24 litros por persona y año, ni media botella por semana. Y, pese a ello, creo que nunca se ha hablado

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tanto del vino y de la cultura del vino como ahora. Nunca, desde luego, se reservaba un hueco fijo en los periódicos y suplementos dominicales para analizar una marca de vino como se hace ahora. Al vino se le dedican museos espléndidos, cantidad de revistas especializadas, cursos, concursos, rutas, catas, jornadas, libros, programas específicos de radio y televisión. Y uno se pregunta: ¿no resulta paradójico que ocupe tanto espacio en los medios de comunicación precisamente ahora que apenas si le reservamos un espacio mínimo en nuestro consumo? También los medios inciden desde un prisma sanitario en las bondades del vino y nos recuerdan con insistencia machacona que forma parte sustancial de la dieta mediterránea como si se tratara de un medicamento. En esa dieta mediterránea entra el pan, las verduras, el aceite de oliva, las legumbres o la fruta que no merecen tantas atenciones y a los que se despacha sin esa inflamada batería de ditirambos que se aplican al vino. El pan, en concreto, se consume a diario; las variedades del pan son múltiples, pero sólo de tarde en tarde se le hace un hueco en los medios de comunicación. Lo mismo podríamos decir de la fruta. Y me pregunto de nuevo: ¿no resulta paradójico?

Estoy persuadido de que si el pan pudiera ser objeto de una especulación tan saneada como el vino, también tendría su hueco en los suplementos de moda de los grandes diarios y en los programas de radio y de televisión.

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Es posible que el nuevo orden de cosas en torno al vino sea una estrategia inevitable para sobrevivir. El mundo se ha convertido en un gran mercado. Los tiempos cambian y hay que adaptarse a las demandas de ese mercado. O crear esas demandas. Y, en ese caso, desde la óptica de los resultados económicos, habría que felicitar a los grandes grupos bodegueros por los logros que han conseguido.

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Pero me parece que es preciso recapitular y poner un poco de orden y sentido común. En España, hasta los años setenta del siglo XX, excepción hecha de unas pocas bodegas pioneras en la elaboración y posterior embotellado del vino, asentadas principalmente en La Rioja y Jerez, se elaboró un vino honrado, en ocasiones estimable, pero pocas veces excelente, un vino destinado al consumo anual y despachado a granel destinado al consumo diario, que se transportaba en pellejos o en cubas.

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Con frecuencia el vino se elaboraba mezclando los tipos de uva, sin hacer tanto hincapié en la selección de varietales. En La Rioja, escribe Iñigo Jáuregui Ezquibela: “Algunos informantes señalan que los vinos de entonces, nos referimos a las décadas de los 50 y 60, elaborados siguiendo el proceso de maceración carbónica, tenían menos color que los actuales pero mejor beber y más suavidad al combinar en su producción los diferentes varietales que, a diferencia de lo que sucede actualmente, coexistían en las mismas parcelas. El tempranillo y el mazuelo concedían color y aportaban taninos, la viura y el garnacho otorgaban la suavidad y la fragancia”. Pero también en este campo se ha evolucionado mucho.

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En Castilla y León, miles de pequeños campesinos elaboraban el vino para su propio consumo conservado en cubas o tinajas; en esta época, la década de los sesenta del pasado siglo, que coincide con el final de la ola migratoria en el interior de España, con el ascenso del consumo de cerveza y con la paulatina y alarmante bajada del consumo de vino, se comienzan a asentar nuevas bodegas en las entonces recién declaradas zonas vinícolas con Denominación de Origen. Y es a partir de ese momento cuando se produce una elaboración más cuidada que ha mejorado de manera sustancial la calidad media del vino. Y, pese a que se consume menos, cada año un poco menos por habitante, nunca el vino había producido tantos beneficios, de tal forma que en la zonas vitivinícolas se ha disparado de manera desorbitada la cotización de la tierra, multiplicando en el curso de unos pocos años su precio por ocho o por diez, desplazando de cada zona a sus poseedores tradicionales, los pequeños viticultores, en favor de las grandes bodegas asentadas con frecuencia de manera simultánea en varias Denominaciones de Origen.

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¿De qué manera afecta este proceso a los usos y ritos que la sociedad tradicional tejía en torno al vino? Creo que de manera definitiva. Todas esas grandes bodegas crean distancia con el público tradicional y buscan circuitos que les resulten más rentables. De las trescientas tabernas que, según la copla, tuvo Madrid, no sé si quedarían media docena en estos momentos. Ahora se emplea la palabra taberna para designar un establecimiento en el que se quiere acentuar

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cierto tipismo castizo, reivindicando precisamente una parte de aquella vieja hospitalidad que hemos perdido. Porque, en efecto, se canta lo que se pierde. La taberna ha sido una institución en España. Es verdad que una institución masculina. La sociedad machista nunca vio con bueno ojos la presencia de la mujer en las tabernas, siguiendo una costumbre heredada del mundo romano. A menos en mujeres con buena reputación. Pero la institución ha tenido mucho arraigo. En los pueblos pequeños, “pertenecía al Concejo, que la arrendaba por uno o más años.” En las tabernas madrileñas, como en el resto de la tabernas de España, tan propicias a las tertulias, tan espaciosas, la gente charlaba, jugaba, remataba tratos, a veces podía comer unos pocos platos, callos, boquerones en vinagre, calamares, tortilla, chorizo, queso... que forman parte del sustrato culinario español. Los nuevos usos sociales han dado al traste con muchos de los ritos que la sociedad tradicional había tejido en torno al vino y a las tabernas. Las nuevas cafeterías y cervecerías son espacios más asépticos y despersonalizados, sometidos a la presión del consumo rápido, individualizado, propio para dipsómanos. Por otro lado la Hacienda Pública computa los impuesto en función de las mesas y los metros cuadrados y todo ello lleva al adelgazamiento de estos locales originariamente concebidos para el asueto y el esparcimiento. Y es que las viejas tabernas tradicionales no eran espacios para beber; brindaban a sus clientes una serie de entretenimientos para hacerles más atractiva la estancia como si se tratara de centros sociales de ocio. Así, nos encontramos con frontones, boleras, futbolines, billares, billares romanos de Zamora, juegos de la rana, juegos de bolos y juegos de mesa en los que se requiere la concurrencia de, al menos, dos personas. Mientras el juego se desarrollaba, se bebía una ronda de chatos o chiquitos o en porrón, porque también se bebía en porrón que corría de mano en mano y, normalmente, era el pago de ese porrón bebido comunitariamente o de esa ronda lo que se debatía en el juego. En definitiva, se convivía. En la actualidad resulta testimonial la pervivencia de esos juegos, mientras que se han generalizado en las cafeterías las máquina tragaperras que, como sabemos, ocupan un espacio minúsculo, no precisan más que una sola persona a la que no se le reclama otra pericia que la de encajar las monedas por una ranura.

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Y el vino, que antes se despachaba a granel, y se servía en vasos bajos, siguiendo la nueva estela del consumo, se ha convertido en un elemento sofisticado. La primera vez que visité Bilbao, al final de los años sesenta, quedé maravillado por el ambiente bullicioso de las tabernas y la pericia de los camareros que servían en una frasca y con rapidez inusitada aquellos chiquitos en vasos de culo grueso de cristal que los hombres tomaban en cuadrilla. Resultaba admirable comprobar la destreza y la precisión en el llenado de los vasos. Ahora el vino se sirve en copas aparatosas de un brillo rutilante que han de tener un grado de curvatura concreto y que han de ser asidas por la base para que el vino, con el calor de la mano, no incremente su temperatura. Un par de grados de más o de menos pueden echar a perder un vino, nos aseguran los grandes oráculos. De ahí toda esa industria complementaria que el vino ha generado para su conservación. Y es verdad que podemos pedir un “Albariño” en Granada o un “Somontano” en Alicante. No cabe duda de que se ha ganado mucho en oferta y en aparatosidad. Cada día se inventan un producto nuevo asociado al ceremonial del vino. Ahora bien, la confraternización y la naturalidad con la que antes se acercaba la gente al vino no ha hecho más que retroceder. Y los precios no han parado de subir y subir.

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Por ello resulta casi chocante lo que se lee en el Libro del Brandy de Jerez, en el que, tras dedicar larguísimas parrafadas a los sentidos, el aroma, la temperatura, la copa y la forma de servir, remata con este consejo: “En cualquier caso, si por circunstancias no quiere o no puede seguir nuestros consejos, no se preocupe y no deje por ello de tomar la copa, pues los aromas y los sabores básicos del Brandy de Jerez son lo suficientemente estables como para que usted también pueda iniciar por otras vías el “camino al paraíso”. Menos mal que, tras tantas salvas, reconocen que podemos llegar al paraíso saltándonos si fuera preciso el grado de curvatura de la copa. Recuerdo que una vez, hacía 1970, le preguntaron a Perico Chicote, el tabernero emblemático de la posguerra, gerente de un establecimiento de lujo en la Gran Vía madrileña, por su bebida preferida. Chicote era un camarero sofisticado, introductor de los cócteles. Pues bien, su respuesta fue que de todas las bebidas él se inclinaba por el vino tinto con sifón. Chicote era, a la vista está, un camarero sin dobleces y, lo más importante, sin

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prejuicios. Imagino a la mayoría de esos popes dogmáticos que ofician en la nueva religión del vino escandalizados ante una respuesta como la que dio Chicote en aquella ocasión. Decir algo así ahora mismo sería motivo de escándalo y anatema. Porque se aprecia un componente rígido y clasista en la transmisión de sus saberes, una impermeabilidad hacia aquello que no encaja en sus mandamientos arbitrarios.

LOS VIEJOS RITUALES VINICOLAS. Muchos de los rituales que la sociedad tradicional, especialmente la rural, fue tejiendo en torno al vino pertenecen a un pasado definitivamente ido. Cada vez es más infrecuente que, al entrar en una casa, se le ofrezca el porrón al visitante en señal de bienvenida, como se hizo siempre en los pueblos. No creo que se convoque en la taberna a los mozos de la Sierra de la Demanda burgalesa para beber de manera discrecional a fin de ahogar en vino los daños producidos por algún animal de la comunidad; el dueño del animal debía de correr con los gastos de la francachela en la que participaban los mozos, enjugándose así, en vino, el estropicio causado. Las hacenderas, obrerizas o jofras, esos trabajos realizados con la aportación de un miembro de cada casa a favor del bien común y a los que el ayuntamiento gratificaba con el vino de la comida, han desaparecido o existen tan sólo de manera testimonial. También ha desaparecido el rito de “la media cántara” o “entrada a mozo” y, con él, la “costumbre” o “piso” por la que un forastero que cortejaba a una moza del lugar debía pagar una cántara de vino al resto de los mozos del pueblo. ¿Sabrá la juventud lo que es una cántara? ¿Y un azumbre? Me temo que no. “Al estribillo, madre/, al estribillo/ más vale un azumbre/ que un cuartillo.” En la fiestas de los pueblos, las peñas siguen haciendo limonada para beber entre ellos y obsequiar a los visitantes. Menos mal. Aunque el cubata va desplazando poco a poco a la limonada. Apenas pervive el alboroque, una costumbre que consistía en tomar un vino para

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agresivo, alterado, añejo, aromático, complejo, completo, corto, crudo, débil, decrépito, descarnado, desvaído, elegante, equilibrado/redondo, especiado, etéreo, fatigado, floral, franco, echo, herbáceo, linaje, maduro, montaraz, nariz, noble, oxidado, perfumado, pesado, plano, pólvora, quebrado, roble, sofisticado, sulfuroso, sutil, terpénico, vegetal, velado,

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sellar un trato de compraventa de ganado o de tierras y que solía correr por cuenta del comprador. Naturalmente los deudos de un entierro no se ven en la obligación de distribuir jarras de vino entre los asistentes como se hacía antiguamente entre los pobres para obsequiar su presencia en el entierro. Por suerte, apenas quedan mendigos. Es indudable que los nuevos tiempos en los que nos encontramos han generado nuevos usos en torno al vino. El invitado a comer o a cenar a una casa, suele presentarse con una botella de vino ante los anfitriones. De manera tímida van apareciendo las vinotecas que desplazan a las viejas tabernas. Pero, no nos engañemos, las vinotecas no son espacios para beber sino para degustar con cierta circunspección. Cada vino en una copa diferente, todo envuelto en una parafernalia ceremonial que oscila entre el camino del ascético al nirvana y la teatralización. Los nuevos decálogos en torno al consumo del vino se sitúan en el envés de los viejos mandamientos pícaros atravesados por un espíritu disoluto y burlón en los que se aspiraba a conseguir un estado de ánimo antes que a una experiencia olfativa o gustativa. Esos mandamientos se recitaban antiguamente en las tabernas y en las bodegas junto a los brindis, los cuentos y chascarrillos de vino. “Fui al campo, vi una culebra, la tiré una piedra y vino a mí, vino a mí, vino a mí” o “Ni que sea blanco, ni que sea tinto, de La Rioja, Valdepeñas o Medina, entra por la boca y sale por la minina”. Es decir, detrás del vino se atisbaba la confraternización, el desenfado, la alegría. Ahora los bebedores son catadores y se han convertido en popes serios, transcendentes, que han de estar atentos a la paleta de coloraciones, a la gama de aromas, al gusto, con sus cualidades organolécticas y sus compuestos fenólicos o polifenoles, al retrogusto, a los posos y a la glicerina que en forma de lágrima se derrama por la paredes de la copa. El vino puede ser calificado, y copio directamente de un folleto, como agresivo, alterado, amplio, añejo, aromático, complejo, completo, corto, crudo, débil, decrépito, descarnado, desvaído, elegante, enflaquecido, equilibrado/redondo, especiado, etéreo, fatigado, floral, franco, hecho, herbáceo, justo, linaje, maduro, montaraz, nariz, noble, oxidado, perfumado, pesado, plano, pólvora, quebrado, raudo, roble, sofisticado, sulfuroso, sutil, terpénico, vegetal, velado, vuelto. Detrás de cada una de estas calificaciones se esconde una definición Y uno piensa, santo Dios, en lo que se perdieron nuestros abuelos por haber nacido tan pronto;

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no supieron nunca, en su ignorancia supina, que el vino tenía también regusto a frutos salvajes, a vainilla, a regaliz, a flores o a tabaco.

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Resulta innegable que, en la actualidad, gracias a los avances técnicos, a los adelantos para la conservación, al cuidado de las variedades y a los controles higiénicos y sanitarios que ejercen las Denominaciones de Origen, se bebe un vino homogenizado, casi siempre bueno, en ocasiones, excelente. Es más, gracias a esa tecnificación puede decirse que los pequeños viticultores y cosecheros que han aguantado el tipo frente a las grandes firmas, han visto incrementada su autoestima. Lo que no es poco teniendo como marco el mundo rural. No es necesario hacer un curso en la universidad de Salamanca para apreciar la buena calidad del vino que se produce en el Alto Júcar conquense, en la Ribera Sacra luguesa, en Gordoncillo (León) o en Valdetiendas (Segovia). Por suerte, gracias al afán de superación y a las nuevas tecnologías, se han visto superados muchos complejos. Pero parece también innegable que ese grado de sofisticación y de encantamiento con el que nos acercan el vino los refinados especialistas, resulta empalagoso y estomagante para tanta gente llana, es decir, con sentido común. Toda esa sofisticación recuerda mucho al “Retablo de las maravillas” de Cervantes. De hecho, Els Goglars, la célebre compañía catalana de teatro, hizo un representación de esta obra cervantina que puso en escena en 2005, parodiando de manera divertidísima los excesos de la cocina moderna que bien podrían trasladarse al vino. Quiero decir que el mundo del vino está, me temo que de manera irremediable, sostenido por mucho fuego de artificio, necesario para enmascarar sus altísimos precios; a veces uno intuye que hay mucho camelo. Y digo que uno intuye que hay mucho camelo porque entre esos sabios investidos de autoridad apenas se escuchan voces críticas en este mundo dominado por las buenas formas, las campañas de comunicación y las sonrisas complacientes, y donde todos parecen encantados de haberse conocido. Precisamente el 13 de septiembre de 2008 , el diario EL PAÍS dedicaba tres columnas a página completa, ilustradas de doble fotografía, para dar voz a Alice Feiring, una catadora disidente que se enfrentaba a Rober M. Parker, todopoderoso experto mundial en vino, para hacernos saber que había publicado un libro en Estados Unidos titulado (en castellano) “La batalla por el vino y el amor o Cómo salvé al mundo de la parkeri-

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zación”. Al parecer en él se combate la tiranía de este crítico. Y, al parecer, la señora Feiring dice cosas interesantes y con sentido común para despabilar a una sociedad idiotizada que se fía a ciegas de los expertos. Pero, cuidado, porque ella es también una experta sólo que con menos influencia. Cuando leía la noticia me preguntaba estupefacto ¿Pero nos importan a los españoles las trifulcas que los catadores estadounidenses mantengan entre sí para que un periódico nacional le dedique tres columnas? De lo que se trata, me parece, es de huir de este tipo de astros. Y me preguntaba también ¿cuándo hemos precisado los españoles de a pie mediadores que nos indiquen cual es el vino que debemos tomar como si en esa decisión nos fuera la vida? Y sin embargo ahí está la profesión de sumiller. Quizá no sean muchos porque sólo una pequeña parte de la población puede permitirse frecuentar ese tipo de restaurantes. ¡Pero hay que ver el espacio que ocupan en los medios de comunicación, el aire que se dan y cómo tratan con toda esa palabrería deslumbrar a la sociedad. Y es que la tiranía no la provoca tal o cual especialista, sino buena parte del mundo del vino en su conjunto. Ese mundo incapaz de explicar arbitrariedades tan palmarias como que la disparidad de precios en vinos provenientes de viñas linderas con la misma variedad y sometidas a parecido proceso de vinificación. Y, hablando de precios, no digamos los abusos que se producen en los restaurantes que aplican una subida del 400% en los vinos más baratos, mientras que sólo aplican el 50% en los caros. De modo que la ganancia es constante por botella y castigan así a las economías más débiles. Los paladines del vino están en su derecho, por supuesto, pero no deja de ser una arbitrariedad de otro de los sectores que más ha contribuido al alza esperpéntica de los precios. Lo cierto es que, para buena parte de la sociedad, el vino ha dejado de ser un elemento cotidiano en las comidas y en las relaciones sociales, un vertebrador de pequeños ritos y un vehículo para alcanzar estados de catarsis colectiva y ahora se nos presenta revestido de etéreos valores añadidos relacionados con la vista y el olfato y el gusto. Algunas personas presumen fatuamente del su colección de botellas almacenadas en muebles construidos con maderas nobles, como si nos mostraran una biblioteca de autores raros. Pero no es de extrañar cuando se habla con tanta ligereza de “vino de autor”. Como si en las generaciones anteriores cada vino no fuera consecuencia de los desvelos y las intuiciones de tantos y tantos

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cosecheros anónimos que se esforzaron cada día por ofrecer un vino mejor. Como si detrás de cada vino no hubiera habido siempre una persona. Pero no, ahora, endiosados por los medios de comunicación, tratan de equipararse con Picasso, García Márquez o con don Manuel de Falla. Más allá de su familia inmediata ¿quién se acordará de estos “autores” una vez que hayan muerto?

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EL ABUSO DE LOS ORATES.

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Pero hay más. Siguiendo la escalada mistificadora de tantos orates como pululan por los medios de comunicación vaciando de contenido ciertos adjetivos de tanto abusar de ellos, ahora también le llega el turno al agua que, en muchos casos, forma parte de la misma industria. A pesar de que, por definición, es incolora, inodora e insípida. Por nada del mundo deben ustedes perderse, si quieren estar al día, la nueva paleta de aromas hídricos que nos proponen. El agua, que es un bien público y que todo ayuntamiento está obligado por ley a facilitar a los vecinos, a cambio de un pequeño canon, en buenas condiciones de consumo, se está convirtiendo en ciertos ambientes de alta cocina en el sumum de las degustaciones. Cuando los esfuerzos sociales y políticos tendrían que tender, me parece, a garantizar un agua excelente a los vecinos, lo que nos brindan en ciertos medios amancebados con toda esta parafernalia circense que monta la industria, es la excelencia insuperable de un tipo de agua cuya botellita alcanza precios astronómicos. No podría ser de otra manera. A este propósito, recuerdo un artículo del periodista Luis Carandell, en el que hablaba de los complejos del español, complejos de hidalgo que se señalan ya en la novela picaresca y que le impiden pedir agua de grifo, aunque el restaurante esté asentado al pie de la alta montaña. Carandell, que era un hombre sin prejuicios y sin complejos, que había viajado por medio mundo, siempre pedía una jarra agua para escándalo de ciertos comensales y de los camareros. En el verano del 2008 me entero complacido a través de la prensa (El PAÍS, 22 de agosto) de que el ayuntamiento de San Sebastián, está llevando adelante una campaña para que los restaurantes donostiarras inviten a tomar agua del grifo a sus clientes. A la campaña se han sumado 80 restaurantes. Menos mal que se impone el sentido común. Para algo presumen de la buena calidad del agua. Pero lo mejor es que con esta medida, ahorran miles del envases al medio ambiente.

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Pese a todo, la sociedad, esta sociedad entontecida de nuevos ricos, encantada de haberse conocido como en una Florencia renancentista, parece arrobada por el nuevo estado de valores donde el vino constituye la garantía de pertenencia a una elite altiva y desdeñosa; al fin son estos valores parte sustancial del tinglado sobre el que los nuevos ricos han levantado su estatus. En este contexto, hablar de los juegos, los cuentos, las leyendas, los poemas, las novelas, las películas, la pintura, las canciones, los refranes, los trabalenguas o los brindis, en definitiva, hablar de la alegría que el vino ha generado acaso resulte un tanto extemporáneo. Y acaso resulta extemporáneo porque parece evidente que, en general, esas manifestaciones viven horas bajas. Pero es ahí, creo yo, donde radica la auténtica cultura del vino, ahí y en todo ese hermoso caudal de oficios, de ritos, de fiestas y de literatura chispeante y disoluta. No niego, por supuesto, que el cultivo del paladar no sea un atributo cultural. Pero me niego a aceptar que no entremos en un restaurante para alimentarnos, tal como sostienen ciertos cocineros de vanguardia, sino para experimentar nuevas sensaciones gustativas. Que con su pan de 17 cereales se lo coman. Este tipo de manifestaciones resultan obscenas para tanta gente con dificultades que no han tenido ocasión de educar su pituitaria en sus mesas para apreciar los recónditos matices de su culinaria. De la misma manera que la mayoría de las personas tarareamos una canción sin conocer los intríngulis del pentagrama, o conducimos un coche ignorando los engranajes del embrague, sin que por ello quedemos inhabilitados para cantar o para conducir, reivindico no diré la ignorancia, pues el paladar aprecia y distingue lo regular, lo bueno y lo excelente, pero sí el desconocimiento técnico frente a tanta presión coercitiva e interesada como se esconde tras la nueva “cultura del vino”. Aunque sepa de antemano, a juzgar por las avalanchas de cursillistas de catas y de conversos recalcitrantes, que he de dar la batalla por perdida. He escrito más arriba, y estoy persuadido de ello, dicho sea en nombre de tantos pequeños viticultores y bodegueros con afán de superación y también de algunas bodegas con una trayectoria centenaria ajenas a los vaivenes de las modas, que nunca se ha producido un vino tan excelente

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como el que se elabora en nuestro tiempo. La ciencia y la tecnología juegan en ello un papel determinante. Tampoco antes el vino había producido tantos beneficios pese a que haya retrocedido su consumo. Supongo que la competitividad obligará a las marcas a acuñar mensajes subliminales para ganar cuotas en un mercado que se achica. Pero beber vino tiene un componente subjetivo fundamental que yo reivindico por encima de los tecnicismos. Como dice el refrán, no hay mejor vino que aquel que se toma con el amigo, el que se comparte con una buena compañía, aquel que genera una conversación cálida donde la cordialidad, las historias y las canciones fluyen como por encanto. En la creación de ese ambiente que nos saca de la realidad, que nos libera de la pesadumbre para llevarnos a un estado de encantamiento, el vino cumple un papel decisivo. Por regla general, cuando bebemos un vino no pretendemos ensimismarnos en su degustación, eso pasa a un segundo plano, bebemos para cumplir con un rito, para fomentar un clima, para crear una atmósfera que rompa con la monotonía, para dar pie a una conversación ingeniosa mientras se comparten unas tapas o una buena comida. Por ello los tecnicismos deberían quedarse estrictamente para los técnicos y no contaminar otros espacios. Vivimos en un área donde prima la economía libre, es decir, cada cual pone el precio que quiere a su producto. El vino no podía escaparse de esta regla. Por lo demás, a nadie se le obliga a consumir. Pero sutilmente se ha ido creando una presión efectiva en el público para ponderar las bondades del vino que nos ha llevado a la distorsión de la realidad. Hay mucha publicidad encubierta tras la nueva cultura del vino. El capitalismo más despiadado ha encontrado en este producto uno de sus más fieles aliados. Resulta escandaloso, a poca sensibilidad social que uno tenga, que el precio de una botella de ciertas marcas supere el salario mínimo interprofesional. Una sola botella. Y que, encima, se haga ostentación machaconamente desde tribunas públicas de tales aberraciones sin que se produzcan desgarros. Antes los ricos eran más discretos. Sospecho que también eran, proporcionalmente, más cultos. Pero, como dijera Machado, “todo necio, confunde valor y precio”. En fin, tanta “cultura”, en un época dominada por el ruido mediático y engatusador, resulta contradictoria y se hace insoportable. Las multinacionales del gusto y del retrogusto, de los polifenoles, de los aromas

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primarios, secundarios y terciarios, con tanto pope iluminado al frente, tratan de convertirnos en agentes pasivos del consumo y de arrastrarnos obnubilados por sus templos de ambiente exclusivo, esas bodegas deslumbrantes de altísimos techos diseñadas por arquitectos estrellas que, como no podía ser de otro modo, ofrecen productos carísimos. De algún modo hay que enmascarar los precios. En esos ambientes el vino es una pura disculpa. Con la misma técnica avasalladora y a precios igualmente desmedidos se venden cientos de cosméticos destinados sobre todo al mundo femenino. Pero en el caso del vino han abusado tanto de la fórmula de la exclusividad, de la elegancia y la excelencia que a estas alturas resulta estomagante aguantar a tantos pedantuelos como nos han traído los tiempos presentes sirviendo de correa de transmisión de tal estado de cosas, mientras tiranizan las conversaciones con toda esa paleta de olores, colores y sabores con la que tratan de involucrarnos en la rueda del consumo. Pura pirotecnia verbal en la que sólo de manera sutil, como de pasada, deslizan el precio de la mercancía; porque con esos precios espantan a la gente sensata, a esa mayoría sobre la que descansa la cultura popular; como diría Agustín García Calvo, “la marca del precio en el bollo, lo cambia al bollo de gusto”; me temo que los nuevos ricos que sostienen el tinglado y caen hechizados ante tanta verborrea son víctimas de la presión sutil que sobre ellos ejerce la mercadotecnia que, enmascarada en las buenas formas de la apariencia y el brillo publicitario, está corrompiendo una vez más, y de qué modo, la palabra cultura. 1

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Esta introducción, fué publicada en forma de artículo en el nº 22 de la revista riojana “Piedra de rayo”, Logroño, correspondiente al verano de 2008. Aquel artículo inicial ha sido ampliado y revisado para este libro.

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