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El individuo único como singularidad histórica / Fernando Mancillas págs. 7 a

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cia a partir de la cual la vida social, con sus juegos de roles, con sus rituales y rivalidades, aparece como algo externo. Cada uno es así y no es así. […] El núcleo de la personalidad es la existencia. Esta es interior, pero quiere y debe manifestarse, expresarse y actuar […] Cada uno puede perderse en el intento de aprehenderse. La mismidad no es una sustancia fija (…), sino que es algo dinámico, es un acontecer más que un ser. Por lo tanto: “El ser sí mismo de la existencia no descansa en sí, está en movimiento como realización de una relación consigo. Hay allí un uno que se divide en dos. Ese es el misterio de la persona. En ella hay una polaridad entre el yo y su sí mismo”».

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Ilus tr ación: Ar chivo Pa labr a.

Compartiendo una singular amistad, Karl Jaspers le comentaba a Martin Heidegger (1889-1976): “A los dos nos sucede que no sabemos lo que queremos, es decir, nos mueve a ambos un saber que todavía no se ha hecho explícito”.

La intensidad y profundidad de la obra filosófica de Martin Heidegger, imposible de sintetizar en una obra en común es, sin embargo, iluminada por Rüdiger Safranski, en su problemática de la singularidad del ser único cuando observa: «El autor de Ser y tiempo (1927) explora la manera de “ser-en-el-mundo” que se da en el hombre, para, a partir de ahí, tener acceso a lo que eso es, al ser. Se trata, por tanto, de la ontología fundamental. En la obra el hombre es definido como un ser cuya peculiaridad consiste en que él puede plantear la pregunta por el ser, el propio y el ser en general. El hombre es entendido como un lugar abierto para el ser».

Discípula de Heidegger, Hannah Arendt (1906-1975) exploraría la acción existencial del ser con su filosofía de la “natalidad”, comprendiendo el nacimiento como un “comenzar de una esencia que posee en sí misma la capacidad de iniciar”. Por lo tanto, esta “capacidad de comenzar algo nuevo en sí mismo y en el

mundo, esta espontaneidad e iniciativa tienen como consecuencia que el mundo del hombre permanece sorprendente e imprevisible”. Significativa la influencia de Martin Heidegger, que va desde la obra de Herbert Marcuse: Ontología de Hegel y teoría de la historicidad (1932), Sobre Marx y Heidegger. “Como los estoicos, Montaigne Escritos filosóficos.1932-1933, hasta El corazón de Heidegger (2021) apela a la supera- del filósofo coreano Byung-Chul ción de las cade- Han. nas pasionales y emocionales que En el pensamiento de Jean-Paul desvían nuestras trayectorias hacia esfuerzos inútiles que dismiSartre (1905-1980) y, en particular, en El ser y la nada (1943), el singular existencialismo se oriennuyen nuestra ta al compromiso sociohistórico. singularidad” Ante su experiencia de vida durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) participa activamente en la resistencia francesa ante las fuerzas de ocupación nazis. Por lo tanto, Sartre desarrolló su obra contrarrestando la petrificación del ser humano durante el totalitarismo. Así para Safranski: “La filosofía de Sartre quiere devolver al hombre su dignidad, por cuanto descubre su libertad como un elemento en el que se disuelve todo el ser firme y fijo. En este sentido la obra es una apoteosis de la nada, pero de una nada entendida como la fuerza creadora de la aniquilación. Se trata de decir no a lo que niega a uno mismo”.

Mientras Sartre intervenía en la resistencia francesa durante el conflicto bélico, el filósofo y escritor Ernst Jünger (1895-1998) fungía como capitán en el ejército alemán. Si bien en un principio su obra era de corte conservador, fue evolucionando hacia una crítica del autoritarismo y el totalitarismo como en sus obras Sobre los acantilados de mármol (1939), Heliópolis (1949) y La emboscadura (1951). Jünger observa y describe el proceso de descomposición del individualismo en la tecnificada y totalitaria sociedad del trabajo. No obstante, descubre el papel liberador del arte aun con sus límites sociales.

No menos importante es la perspectiva del escritor búlgaro Elias Canetti (1905-1994) — Premio Nobel de Literatura en 1981—, con su obra Masa y poder (1960), como contribución etnológica y arqueológica sobre la singularidad de los individuos bajo el espectro de la era de las masas modernas, que ya se anticipaba notablemente —con todo su esplendor— en su obra anterior Auto de fe (1935).

Enciclopédica labor de Rüdiger Safranski al reconstituir la problemática del individuo como ser único durante su experiencia existencial en el devenir de su singularidad, a través del recorrido histórico por la vida y obra de 22 autores fundamentales del pensamiento filosófico y artístico occidental: desde el Renacimiento, en el siglo XV, hasta la era moderna en el siglo XX.

Rüdiger Safranski, Ser único. Un desafío existencial, Ed. Tusquets, 2022, 365 páginas.

fernamancillas@yahoo.com *Profesor-Investigador de la Universidad de Sonora

ENTRETELONES

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Joyce:

SERGIO GÓMEZ MONTERO*

En memoria del compañero estimado Antonio Medina de Anda

“Llevo toda la vida intentando entender por qué escribimos los que escribimos, y a lo largo de los años me he ido haciendo con una pequeña colección de hipótesis que no se contradicen, sino que pueden sumarse” Rosa Montero: El peligro de estar cuerda

que cien años son nada

Acercamiento

Las lecciones sobre la escritura, bien se puede afirmar, son en verdad innumerables (y muchas de ellas contradictorias), si, por ejemplo, nos referimos a ellas desde las cuñas de la Babilonia antigua hasta los escritos periodísticos recientes de Martín Caparrós sobre la terminología en español: los significados múltiples y complejos de una palabra de uso común. Eso, tómese como un ejemplo, al paso, del mundo complejo que implica enseñarse a escribir ficción literaria, lo cual conlleva, en verdad, lecciones de naturaleza múltiple y que, por lo común, deben ser lecciones auto aprendidas muchas de ellas, pues hasta hoy no tengo noticia de la existencia de una escuela que formalmente imparta lecciones sobre ello.

A mí, por ejemplo, a partir de múltiples talleres de creación literaria que he tenido a mi cargo sé, de primera mano, las dificultades múltiples que implica acercarse al acto creativo de la ficción escritural. Una hazaña azarosa verdaderamente, pues si bien puedes de la experiencia tomar ejemplos, la validez de esos ejemplos no es universal y de ahí entonces que ese camino se vuelve tortuoso e insuficiente, pues el modelo de enseñanza formal sobre la materia —enseñarse a escribir de manera creativa— aún no existe, insisto. Pero, entonces, ¿la creación no se enseña, es experiencia personal pura? ¿Quién lo sabe, quién puede dar una respuesta a esa interrogante?

Pero no es ése el motivo principal de este escrito. La finalidad aquí —igualmente compleja— es el cómo hoy, luego de haber intentado durante muchos años de escribir ficción literaria, he sentido (no sé si asimilado) la presencia de James Joyce —cuyo centenario se celebra este año— como un factor esencial en mi escritura, desde aquella vez que lo conocí en lo que creo fue su primera edición en español (¿editorial Julio Rueda de Buenos Aires, Argentina?) hace ya más de cincuenta años atrás: un libro grueso, de pastas rojas y al que llegué —en la biblioteca de mi hermano mayor— gracias a la recomendación de mis amigos de aquel entonces, universitarios todos de la Ibero de aquellos años (1962, 1963) y gracias a quienes, Joyce, desde entonces, es una presencia que nunca he podido olvidar. Es decir, Joyce desde aquellas épocas permanece presente cada que me siento ante un teclado y me pongo a escribir ficción literaria. Está allí, claro, no como el maestro que dicta lecciones, sino sólo, creo, como un fantasma que me acompaña mientras hilo mis historias.

¿Por qué esa presencia que no se borra?

Precisiones

No sé, es cierto, pero la suya es una presencia que hoy —cuando se cumple el centenario del nacimiento del irlandés inconmensurable—, pienso, vale la pena recalcar por el peso que él —siempre, creo, en el trasfondo de mi escritura— me dejó desde aquellos lejanos días en que lo leí por primera vez y permanece allí como algo inolvidable (época en la cual hilaba mis primeras historias y mi primera novela). No, claro, como una influencia que se deja sentir en cada hoja escrita; no, sólo como el ángel que sobrevuela y que uno no sabe si está allí o ya desapareció, pero de que ha existido, existe, sobrevolando siempre a la hora de escribir.

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Es decir, ¿cómo el fluir de la conciencia, el habla cotidiana y la cultura compleja de un pueblo —aquello que a los irlandeses otorga relativa singularidad— han impactado desde entonces la escritura de ficción se origine ésta en donde se origine? ¿Será que las singularidades del pueblo irlandés (conmovido por las pugnas entre católicos y protestantes) se reflejan indelebles en la singularidad de su cultura? ¿O esa singularidad, acaso, viene de mucho más atrás? Es difícil precisarlo, pero ello, desde que surge, se volverá indeleble en toda escritura de ficción en prosa, de la misma manera en que Eliot y sus sonetos en la poesía marcan y determinan también de manera contundente el hacer poético desde tiempo atrás. ¿Cambian, a partir de ellos, las reglas de la ficción literaria tanto en prosa como en poesía? Es muy complicado ser tajante al respecto, pues uno no sabe si sus influencias las determinan los estudios ensayísticos sobre la materia (que argumentan en uno u otro sentido) o en realidad ella es una presencia etérea en los productos que se han generado desde años atrás tanto en prosa como en poesía. Esos factores no actúan de manera aislada, ajeno el uno al otro, sino que, sin que el escritor a veces lo admita, ambos dejan sentir su presencia en la escritura generada, dígase, después de los años cuarenta, aproximadamente, del siglo pasado. Tanto el quehacer crítico como la escritura en sí se encuentran y reflejan así las presencias determinantes de Joyce y Eliot en prosa y en poesía.

Es pues de esa manera compleja que influencias tan determinantes se hacen presentes en la escritura contemporánea, la que, aquí se considera, no es inspiración pura, sino también, en gran medida, resultado de la lectura, primero de autores que cultivan indistintamente prosa o poesía y un poquito después de críticos —Benjamin, Adorno, Steiner, Bajtin, por citar cuatro nombres claves— que han estudiado a fondo lo que es el acto creativo en términos de creación literaria. Desde luego, más nombres, muchos más pueden citarse en el terreno de la crítica: Butor, Curtius, Dujardin, García-Sabell, Stewart, Larbaud o Jung, por referir a algunos.

¿Si no se sigue esa ruta no hay creación literaria? La afirmación no puede ser tan tajante, obvio; pero ella sí es una ruta que uno recomendaría a quienes, a partir sólo de la inspiración, se inician en el duro camino de la creación literaria: ir a las fuentes o ir hacia quienes han estudiado críticamente esas fuentes. Es decir, como sea, los cien años de Joyce están entre nosotros de una u otra manera.

La experiencia personal

Se retorna aquí, un poco, a lo que fue el inicio de este texto. ¿Por qué, en el caso personal, fue tan significativo el Ulises y también, un poco después, Dublineses y más determinante aún Retrato del artista adolescente? No lo sé. Cuando llegué, en el orden citado, a los libros mencionados de Joyce la lectura era ya, para mí, un vicio adquirido y bastante arraigado: había pasado ya — recuerdo— al menos por los clásicos españoles, por la biblioteca del Fondo de autores mexicanos contemporáneos y por lecturas muy diversas; la lectura, para entonces, ya estaba convertida en vicio. Con todo, o por eso, el impacto de Joyce fue tajante y sensible. Fue de esas lecturas, muy pausada, que a uno lo dejan a la vez que pasmado, conmovido, por la cantidad de lecciones que uno encuentra en ella y que uno siempre tiene la sensación de imposibilidad de asimilarlas. Pero no importaba. Lo importante era haberlo leído, haber sentido su cercanía y lo inconmensurable de sus lecciones: después de su lectura, aparte de conmovido no se terminaba de entender cómo había sido que se había levantado el inmenso monumento que representaba esa obra.

Pero no sé, hasta hoy, si el irlandés está presente o no en lo que he escrito. No importa; no es eso lo significativo. Lo importante es haberlo leído y el haber sentido a través de él esa presencia intensa de un pueblo, el irlandés, que ése sí, desde entonces, ha atraído mi atención dada su singularidad cultural, que lo mismo lo ubica con celtas y vikingos, que ya luego, más adelante, resiente la presencia de los anglos, como una cultura que no permite titubeos ni mucho menos rebeldías. De ahí, la violencia que, desde fines del XIX y prin-

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