Pequeña historia de Ramon Casas

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PEQUEÑA HISTORIA

PEQUEÑAS HISTORIAS

de www.editorialmediterrania.com

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Ramon Casas

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Cuando pinté el autorretrato de la camisa azul, a los cincuenta y cuatro años, ya era un pintor apreciado, popular y reconocido. Me había formado en talleres de buenos maestros, había realizado viajes de artista —París, Madrid, Granada, Estados Unidos, Cuba, los países de la Europa Central... —, había vivido la bohemia del barrio parisino de Montmartre, había triunfado en certámenes y salones de arte, así como entre el público, y estaba muy solicitado como retratista. Siempre quise sentirme libre para ser un artista moderno.

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Me gustaba verme desde el espejo de mi paleta y mis pinceles, mirar hacia dentro. Por esta razón me hacía a menudo autorretratos. Pinté muchos de ellos, que me muestran de jovencito, con mi aspecto flacucho, y luego cuando fui volviéndome regordete y rechoncho, siempre con gafas, con las que a menudo me caracterizan pintores y caricaturistas. ¡Hasta Picasso llegó a pintarme! Pero para mí, la gracia de cada autorretrato era que, mientras lo realizaba, iba recordando todo lo que había vivido. Recordar es revivir, y es algo que me gusta hacer porque mi vida de artista fue libre y feliz.

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Entre ellos, Pere Romeu i Borràs, que además de pariente era mi vecino. La larga amistad que mantuvimos siempre proviene de los días de mi infancia. Hay que decir que no se me daban muy bien los estudios. El maestro le explicó a mi padre: —No quiere estudiar y no hace más que dibujar monigotes, emborronando papeles y hasta pañuelos y servilletas. Hágale pintor y a lo mejor sirve. Y mi padre me dijo: —¿Dices que quieres ser pintor? ¡Pues sé pintor!

Y me envió al taller del maestro Joan Vicens. A los quince años publiqué uno de mis primeros dibujos: el claustro del monasterio románico de Sant Benet de Bages, que quedaba cerca de la fábrica de la que era accionista mi madre. Sant Benet, en el término municipal de Sant Fruitós de Bages, se convirtió en un lugar muy importante en mi vida.

Nací en 1866 en la calle Nou de Sant Francesc, en Barcelona, hijo de una familia de la burguesía industrial. Mi padre, Ramon Casas i Gatell, venía de Torredembarra y había hecho fortuna en Cuba. De ahí que, de pequeño, pasara temporadas en Torredembarra, donde dibujé el castillo y la playa. Mi madre, Elisa Carbó i Ferrer, con raíces en la comarca del Penedés, había nacido en Barcelona, en el seno de una familia con negocios coloniales e industriales. Tuve dos hermanas, Montserrat y Elisa. Todos los miembros de mi familia se convirtieron en mis primeros temas pictóricos, y lo fueron durante toda la vida.

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Como quería vivir como los artistas de verdad, no paré hasta que me enviaron a pintar a París, donde me alojé con mis dos primos, el médico Miquel Carbó y Joaquim Casas-Carbó, que más adelante fundaría la revista y la empresa tipográfica L’Avenç. Me admitieron en el taller del maestro CarolusDurand, que me inició en la admiración por el gran Velázquez. Allí hice amistad con artistas como Maurice Lobre y Maximilien Luce. En París me acostumbré a la vida del artista, los cafés, los cabarés... y a fumar puros. Me hice un autorretrato caracterizado de flamenco que tuvo muy buena acogida en el Salón de París de 1883. Yo ya tenía diecisiete años, y el día de la inauguración me presenté vestido como en el cuadro.

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Mientras viajábamos, Rusiñol, que además de pintor era escritor, explicaba nuestras campañas pictóricas en los artículos que publicaba en La Vanguardia, y yo hacía las ilustraciones como si fueran fotografías, de manera que durante unos años trabajamos juntos. En 1890, durante una estancia en Sant Benet de Bages, donde yo seguía yendo los veranos para estar con mi familia, Rusiñol y yo nos retratamos a cuatro manos. El cuadro se titula Retratándose, y es

como si fueran dos, porque muestra nuestras distintas tendencias: yo hacia el retrato y él hacia el entorno, la ambientación, la luz. Lo colgamos en la primera exposición que compartí en la Sala Parés de Barcelona con Rusiñol y el escultor Clarasó. Aquella muestra abrió una larga etapa de amistad y exposiciones conjuntas que realizamos con intermitencias hasta 1931. El público y los críticos ya las esperaban, porque nuestra obra se identificaba de pleno con el arte moderno.

En 1890 volví a París, a pasar una temporada en Montmartre con Rusiñol. Vivíamos en el recinto del Moulin de la Galette, donde además de un parque de ocio y atracciones había una famosa sala de baile que inmortalicé, como antes habían hecho los pintores impresionistas franceses Renoir y Toulouse-Lautrec. Fueron los días memorables de la bohemia, cuando trabajábamos intensamente para dar lo mejor de nuestro arte en plena libertad. En Montmartre retraté a nuestros amigos y conocidos parisinos, como el músico Erik Satie y la modelo Madeleine des Boisguillaume, la gente el barrio... La figura del molino, con sus aspas desplegadas, era un motivo frecuente de mis cuadros y dibujos. Me gustaban los entornos grises y brumosos, y plasmarlos en las telas, hasta el punto de que los críticos de Barcelona decían que habíamos importado de París la «pintura en gris».

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