Un mar de historias Diego Rivera

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Un mar de historias Texto

Lolita Bosch Ilustraciones

Aitana Carrasco

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Diego Rivera

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H

ace mucho más de un siglo, en

años y ya sabía desde siempre que él que­

que tenía un gemelo y uno de

aprendido en casa, y que lo que más le inte­

1886, en México nació un niño

los nombres más largos del mundo: Diego María de la Concepción Juan Nepomuce­

no Estanislao de la Rivera y Barrientos

Acosta y Rodríguez. Nació, con su her­ mano, en la hermosísima ciudad de Guanajuato, en el centro del país, y fueron

los primeros hijos de Don Diego, maestro en un pueblo, y Doña Pilar, que pasaba el día cuidando a los dos gemelos que ha­

bían nacido delgaditos, pequeños y con

muchos problemas de salud. Tanto, que uno de ellos murió y Diego se quedó solo con sus papás, que como no soportaron vi­

vir tan cerca de la muerte, abandonaron su Guanajuato natal y se trasladaron a la bulliciosa Ciudad de México.

Era 1892, los últimos años del siglo

xix,

y como siempre que está a punto de cam­

biar el siglo, la gente estaba más asustada que de costumbre y hacía cosas que tal vez en otros momentos no hubiera hecho.

En México se peleaban los que querían que todo fuera de algunos y los que querían

que todo fuera de todos aunque tuvieran que

ser un poco más pobres, y estaba por llegar La Revolución. Aunque Diego apenas pen­

saba en todo aquello. Diego tenía solo seis

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ría que todo fuera de todos porque lo había resaba era el arte. Era un niño sabio y casi redondo que sabía las cosas como las sa­ ben los animales: porque sí. Porque tenía

la capacidad innata de verlo todo como si

fuera transparente. Veía detrás de las ba­

tallas que sacudían el país un futuro mejor; detrás de la pobreza y el desprecio a los

indígenas veía la belleza de la tradición, y detrás de cada rincón del mundo veía el amor. Soy pueblo, hubiera dicho él, que qui­

so ser pueblo todavía más grande y aprender a tener una imaginación más poderosa bus­ cando en las raíces de los árboles y las

costumbres de los indios a los que nadie miraba, para convertir todo lo que somos

en murales grandísimos que parecen cuen­

tos que se pueden leer mientras se camina. Esculturas inmensas que con los años ocu­

parían todos los rincones del país. Aunque esto sería después. Porque cuando Diego

Rivera era pequeño él solo encontraba en el arte la manera perfecta de dar las gra­

cias a la vida. Gracias por la herencia artística de México, por la belleza, por esta

sabiduría tan silenciosa, tan humilde y

tan perfecta de los indígenas, y gracias por este país tan mágico. ¡Gracias!

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Porque finalmente ocurrió: había muerto

colores vivos, personajes de esta verdad

en el cuerpo, curiosidad infinita, enamo­

tejiendo la historia de este país extraordi­

un hombre con cuerpo de toro, sabiduría rado del amor y artista monumental. El máximo representante del muralismo

mexicano, junto con sus colegas David

Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco. Un hombre que cambió nuestra manera de

hacer y de pensar el arte con murales gi­ gantescos que se pueden leer mientras caminamos para que nos pertenezcan a to­

dos y no solo a unos cuantos, el niño con cuerpo de planeta que supo ver detrás de

la pobreza indígena su magia absoluta y en la vanguardia europea las manos eternas de sus artesanos, el gemelo que había so­

brevivido y levantó un canto a la Revolución en todo lo que hizo y consiguió que casi por

primera vez, en México, se respetara con un respeto extraordinario el pasado artís­

tico prehispánico y el arte popular. Él, que hubiera dicho: soy pueblo.

Nunca fue guapo, sino grande, poderoso. E inventó un arte que rescató la historia del

pueblo de México con escenas realistas,

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que hemos construido entre todos y todas nariamente artístico. Pintó la conquista de México y pintó al primer mexicano que

voló en un globo aerostático, pintó las fiestas, los trabajos y las costumbres, los

campesinos, los revolucionarios, los artis­ tas. Y llegó a hacer murales de más de casi medio kilómetro en los que quiso guar­

darlo todo. Salvar nuestra memoria de México. No solo su hermosura, sino la in­ mensidad del país y sus tradiciones. Murió

el niño con el nombre más largo de México tras pintar frescos en el Palacio Nacional donde hoy trabajan los presidentes. Pare­

des enteras. La nostalgia, la modernidad, el futuro. La incansable lucha que logró expulsar a la colonia española de México para convertirnos en un país libre. Pintó la

opresión indígena y campesina. Escondió

burlas en su arte de todos aquellos que siempre han querido tenerlo todo para

ellos solos, los dictadores y los déspotas que han gobernado México tantas veces.

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