TODA LA HISTORIA
Por Chus Riaño Imágenes de José Miguel López Carmona
La casa de la abuela siempre había sido para Marga un sitio oscuro del que nada más llegar quería salir corriendo. Le pasaba desde que era pequeña. Iba con su padre a visitar a aquella mujer que a ella ya entonces le parecía una anciana. Cuando llegaban no había besos ni abrazos, como pasaba con su otra abuela, solo un pellizco en el único carrillo que Marga dejaba al descubierto al acurrucarse junto a su padre. Los adultos se iban a la cocina, tenemos que hablar, decían, mientras ella se sentaba a esperar en el salón, en una butaca marrón y fría. Marga solía llevarse un juguete o un tebeo con el que entretener el tiempo, pero sus ojos de niña no dejaban ni un rincón de esa habitación sin examinar. Le llamaba la atención un puzzle a medio hacer en la mesa del comedor. A la niña, al principio, ese puzzle le pareció tan gris como la casa, comparado sobre todo con sus puzzles infantiles. Visita tras visita el puzzle seguía allí y según Marga iba creciendo tenía una perspectiva más amplia de las piezas desparramadas sobre la mesa, de los pocos trozos hechos que no daban pistas de la imagen final. No parecía que nadie estuviera juntando piezas y eso, junto con el polvo que se acumulaba sobre ellas y sobre los espacios vacíos de la madera, permitió a Marga concluir que lo habían abandonado. Estuvo por última vez en esa casa cuando tenía unos catorce años. Se acercó a la mesa, rozó con un dedo una de las piezas, la cogió y quiso averiguar dónde casaba. Entonces llegaron las voces. Vete, vete y no vuelvas, al fin y al cabo, no te necesi-
to. Siempre lo preferiste a él, pero tú no conociste a tu padre, solo intenté protegerte. Vete. Siguió un portazo. Vámonos, Marga. Y ella dejó la pieza que examinaba en la mesa y siguió a su padre hasta el coche. Quiso preguntar qué había pasado. Quiso saber de su abuelo, pero algo le decía que no era el mejor momento, que su padre no iba a darle la respuesta. La siguiente vez que vio a su abuela fue en el funeral de su padre. Había muerto de un cáncer fulminante cuando ella tenía veintiún años. Fue ella la que llamó a la abuela. Para su sorpresa cuando levantó el teléfono y le dijo que era Marga no tuvo que darle más explicaciones. La abuela supo que algo había pasado. Preguntó qué, cuándo, dónde y se presentó en la iglesia. Aunque siempre se lo había parecido Marga vio aquel día a una anciana. Los surcos de su cara, el color blanco de su pelo, su andar agachado. No hablaron mucho. Tampoco hubo besos, pero la voz de la anciana no le sonó a Marga igual que sonaba en sus recuerdos. No era dulzura lo que creyó intuir en ella, tampoco dolor, eso ya lo tenía antes, quizás soledad, quizás nostalgia. Le dijo que podía ir cuando quisiera a casa, a visitarla y Marga le dijo que sí, que iría, pero pasaron los meses y los años y para cuando quiso saber de su abuela ya estaba agonizando en el hospital. Una enfermera la llamó. Le dijo que su abuela se lo había pedido, que estaba muy mal, muchas patologías que se habían unido a una edad avanzada, el caso es que le había pedido
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