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Pepe López Calvo. 1930-2021. In memoriam

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Cristo de Marfil

Cristo de Marfil

Por Fernando J. Cabañas Alamán

Hace más de 25 años que conocí personalmente a José López Calvo, a Pepe, al Morros, como él mismo solía identificarse. En el pasado reciente, él había estado dando algunas clases en el conservatorio que en ese momento yo dirigía y vino a verme. Obviamente yo había oído hablar de él en multitud de ocasiones pero hasta aquel día nuestras miradas no se habían cruzado.

El cambio de rumbo, inevitable, que en aquel momento empezaba a experimentar el centro que a partir de ese momento estaba a mi cargo no permitiría que él pudiese seguir prestando sus servicios en él... y él lo sabía, tan bien como yo y desde mucho tiempo antes.

A pesar de saber ambos cómo acabaría nuestra reunión, sin embargo, cuando fue a verme lo primero que de él recibí fue una sonrisa, un saludo cariñoso y la sensación de que en ese momento ganaba a un amigo que además proyectaba honradez, inteligencia, honestidad, cercanía… luz.

Al acabar nuestra charla me quedé, además, con la idea de que la inteligencia y la capacidad de acumulación de experiencias vitales de todo tipo, características ambas que se hicieron presentes en él en cuanto intercambiamos las primeras palabras, tarde o temprano me empujarían a intentar conocerle en mayor profundidad, a perseguir ahondar en esos aspectos suyos, más íntimamente profesionales, alejados de las leyendas urbanas que por Cuenca circulaban en torno a él y a los aspectos musicales más directamente vinculados a las bandas de música, a las marchas procesionales… a la ciudad que le vio nacer.

Yo quería conocer a Pepe más en detalle, profundizando en aquellas vivencias que, al acumularse en él de manera soberbia y vertiginosamente, le habían permitido ir configurando al músico, al profesional, al hombre y al personaje en los que se había ido convirtiendo con el paso de los años y que yo empecé a vislumbrar en aquel verano de 1996.

Mi vida, ni siquiera en aquellos aspectos de carácter profesional vinculados a la música, jamás había tenido puntos de conexión con la de Pepe. Ni las bandas de música, ni el mundo militar, ni tan siquiera el entorno semanasantero, a pesar de tenerlos todos ellos a tiro de piedra, habían provocado en mí la curiosidad suficiente como para llegar a empaparme de lo mucho que era consciente que me había perdido. Y esos sí que, sin embargo, eran pilares de referencia para Pepe, para la forma de entender su vida… para vivirla.

Y pasaron los años. Y al margen de puntuales y fugaces contactos, poco o nada cambió en nuestra relación… lamentablemente, claro.

Un día me enteré de que su salud, esa que era de roble pero a la que él quizá había tentado con no poca insistencia, según me reconoció en infinidad de ocasiones, se había visto seriamente quebrantada. Y fue entonces cuando tuve claro que mi, llamémosla curiosidad, debía empezar a ser saciada y que quizá además para él los necesarios contactos le aportarían momentos especiales, situación esta que comprobé sin tardar.

Tiempo después lo visité en varias ocasiones, durante un periodo de tiempo más o menos prolongado. Me acercaba a su casa madrileña y allí charlábamos. Yo siempre llegaba con la necesidad imperiosa de conocerle mejor, de profundizar en la multitud de anécdotas que él solía contar. Mi fin último era escribir un libro sobre él… para él. Además, reconozco que me lo planteaba con el egoísmo propio de quien está convencido de que una persona con ese caudal de vida tan especial y rico como el que Pepe acreditaba, no podía pasar por mi vida como una simple anécdota. Necesitaba empaparme de su vida para hacer que la mía fuese un poco más rica.

Nuestras conversaciones siempre eran distendidas, aunque inevitablemente la curiosidad que a mí me embargaba en torno a él, a sus vivencias, a su vida pasada… encontraba el contrapeso lógico e inevitable en la nostalgia que a él le invadía. Sin embargo, siempre me agradecía mis visitas, a pesar de los interrogatorios de tercer grado a los que yo le sometía, un día sí y otro también. ¡Qué memoria tan prodigiosa! Pocas veces he conocido a personas que, a esas edades, recuerden, como él ponía de manifiesto, pelos y señales, nombres y apellidos, filiación y detalles aparentemente inapreciables, ya no solo de su propia vida sino, incluso, de la de aquellos de los que en alguna ocasión se vio rodeado.

Además, a pesar de las condiciones en las que se encontraba, con la mitad de su cuerpo paralizado y obligado a permanecer sentado en un sillón, Pepe seguía siendo el Pepe de siempre. Sus comentarios distendidos, su socarronería, sus burradas —si algo me dijo prácticamente cada día que me reuní con él, y de

él mismo, era «yo siembre he sido burro, muy burro… en todos los sentidos»— estaban siempre presentes en su forma de ser; no aspiraba a cambiar ya, afortunadamente.

En la segunda conversación que mantuvimos, llevándole como pudimos al que desde siempre había sido su despacho y que se encontraba en la habitación de al lado al salón en el que nos reuníamos, me enseñó lo que conservaba que, en su mayoría, eran libros, amontonados en estanterías que habían sucumbido ante el peso de tantas publicaciones acumuladas… Ante la ausencia de partituras, de documentación personal, de anotaciones personales… de lo básico para emprender el proyecto que yo anhelaba, vi que prácticamente sería imposible abordar el proyecto, al menos en los términos inicialmente previstos, ya que no conservaba prácticamente nada de su vida profesional. «Soy un desastre para los papeles; siempre lo he sido. Nunca me he preocupado de eso y ahora bien que me arrepiento», me dijo.

Ante mi falta de tiempo para llevar a cabo una investigación que me trasladase a las fuentes originarias donde recabar la información necesaria, giré unos grados y la brújula me llevó hacia otros puertos que al menos garantizaron que la ilusión, la emoción, la pasión con la que él había vivido hasta el momento de verse postrado en una silla reviviesen en él cada una de aquellas tardes que nos vimos. Qué sensación más extraña la de ver en su rostro emociones enfrentadas, ilusión y desesperación, pasión y resignación… vida y supervivencia.

Nuestras conversaciones siguieron durante un tiempo. En cada ocasión, lo mismo salían a colación sus juegos de niño en Los Pinillos de Cuenca como sus experiencias en Ibiza. Tan pronto me hablaba de sus encuentros con el rey Juan Carlos vestido de militar como de la barra de un bar de barrio de nuestra querida Cuenca.

Al salir de su casa, a pesar de sentirme especialmente satisfecho por haber despertado en él sus recuerdos, también me flagelaba al verme como responsable único de esos malos momentos que, en dosis equivalentes a dichos recuerdos alucinantes, él había vivido… sufrido.

Nostalgia implica superación. Y él, sabedor de ello, siempre vivió en primera persona esa máxima agradecido, reforzados sus esfuerzos y deseos por la presencia de un ser maravilloso que, según solía él mismo decir, siempre le acompañó. «Desde niño siempre he tenido a mi lado a un especial Ángel de la Guarda que ha velado por mí y que sé que nunca me abandonará».

Pepe vivió casi toda su vida feliz, muy feliz, haciendo lo que quería, lo que le daba la gana, lo que le apetecía, algo que no pueden decir muchos. Hoy, su vida, sus anécdotas, sus bromas… son ya solo un recuerdo. Pero afortunadamente siempre nos quedará su música, su legado, la esencia de sus sentimientos más profundos. Y cuando su música suene, hecho este que acaecerá en nuestra tierra ya siempre, él estará ahí, siempre, a nuestro lado, con ese particular ser sobrenatural que desde siempre le protege y con el que ya comparte, estoy seguro de ello, chatos y cañas en su nueva vida.

Descansa en paz, Pepe. Te lo mereces.

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