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Cristo de Marfil

Por José Miguel Carretero Escribano. Fotografías: Enrique Martínez Gil

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Es una rareza exótica, en esa Semana Santa de España en la que Cuenca tiene todo que ver y mucho que decir. Por supuesto que la más antigua talla de cuantas hoy relucen desfilando en las Procesiones de nuestra excepcional CiudadPaisaje; es que lo lleva haciendo, supérstite, en cuatro sucesivos siglos, desde aquellos Rosarios penitenciales primeros en los atardeceres de los viernes de cuaresma, profusos y documentados, a calle hita en torno a Santo Domingo.

Y siendo tantos los avatares sufridos, los peligros vividos guerra a guerra, las idas y venidas sin salir de Cuenca del pequeño gran Cristo de Marfil nuestro, lo que más asombra es el remoto origen de la Imagen y ese trayecto suyo alucinante, de Oriente a Occidente, de Asia a América y de América a Europa, salvando dos océanos sin periplo ni vuelta, hasta llegar a suelo español, a solar de Castilla y a lar conquense. Odisea aventurada, venturosa al fin.

Es que fue hecho en Filipinas, lejanísima avanzada oriental de aquel imperio patrio en el cual y por ella dijérase que no se ponía el sol. Cuesta ponerse en situación. Lo de menos es abrir el mapamundi para ubicar en su exacto punto el húmedo archipiélago en el sudeste asiático, hasta poner tu huella donde tanta huella española persiste, empezando por el nombre en honor de Felipe II, aquel monarca homónimo del presente.

Cambiando el plano por la esfera, hacemos girar el globo terráqueo a la vez que la historia y casi nos marean las mareas de una globalización acaso no tan insólita pero sí con medio milenio de anticipo. Y en un vértigo se nos vienen encima y de golpe hechos y datos, fechas y nombres.

Los historiadores y, entre ellos, los especialistas en el arte, nos van a ayudar a entender e interpretar, a ver y revelar, a valorar valías. Gracias a su esfuerzo, poniendo sin reservas el entero talento y la docencia, sabemos con certeza lo esencial. Y podremos mejor acercarnos a este Cristillo tan diferente y llamativo, brillante y arqueado, propio y extraño. La ocasión lo merece.

Destaco con entera admiración a la máxima experta en esta materia del espíritu: Margarita Mercedes Estella Marcos. Su tesis doctoral, no superada, creo yo que insuperable, se titula “La escultura barroca de marfil en España: Las Escuelas Europeas y las Coloniales”. Publicada en dos volúmenes, a esa letra que suelo llamar yo penitencial, o sea, muy prieta y en exceso pequeña, por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas que, desde luego, aquí hace honor a su denominación. Pesan como un banzo y su contenido es oceánico por inmensidad casi inconmensurable.

Y en un mundo tan peculiar como el universitario que bien conozco, a veces noble y otras mezquino, es clamorosa la unanimidad que concita la Doctora Estella: fue y es la mejor. Me quedé con las ganas de traerla a Cuenca para darnos una lección como las añoradas de otro grande, el Catedrático Portela Sandoval, perenne reivindicador de nuestro Luis Marco incomparable. Ya no será posible, fallecida hace ahora dos años a sus ochenta y nueve. Era pequeña y frágil de cuerpo, enorme en sapiencia y escribía como los ángeles, con una pasión suprema. Subyugante y elegante. Aquí, en varios apartados, seguiremos su estela, la estrella de Estella.

FILIPINAS Y ESPAÑA

Más de siete mil islas conforman Filipinas; una demasía, con Taiwan al norte y Borneo muy cerca al suroeste, rodeada de mares, todo en el sudeste asiático. Se descubre lo que ya existe, hasta entonces ignoto. Y eso hicieron allí primero Magallanes y Elcano y pronto López de Legazpi, almirante “Adelantado” por todos los conceptos, fundador de Cebú y de Manila. Y al lado de éste, destacadísimo, Agustín de Urdaneta, otro guipuzcoano, en cuya repleta biografía abruman todos sus menesteres juntos: cosmógrafo, marino, explorador, militar, titular de cargos varios y, por sorpresa en la madurez de su vida, fraile; ingresó en el Convento de la Orden de los Agustinos en la ciudad de Méjico (lo escribo ahora con la grafía antigua castellanizada, con la jota y no la equis), aunque lo suyo no fuesen las clausuras de una callada vida conventual y sí las anchuras y hechuras de la navegación, la mar de arriesgadas. Ahí dio la campanada.

Es mítica y veraz, histórica, la expedición de Legazpi y Urdaneta, parientes ambos, iniciada en 1564. Impresionante aún hoy, más que rozando la temeridad en su época. La ida, desde la Nueva España, bello nombre, hasta Filipinas, impulsadas las naos por los vientos alisios. La genialidad de Urdaneta cuajó en una audaz ruta de vuelta, novedosa y decisiva: el “tornaviaje” hasta América. Nos desbordan, inabordables, los términos para entendidos: rumbo nordeste aprovechando el monzón del suroeste; corriente de Kuroshio en el Pacífico noroccidental. Esperó a junio para reanudar periplo por otros cuatro meses más, hasta tocar California y desde allí costear, otro tecnicismo, hacia el logrado destino final, Acapulco. Digno de cantares épicos.

Así fue, enlazando tierras y gentes, continentes y vidas. Eso es innegable y glorioso; no hay maldad que lo pueda borrar, pese a miserables actitudes de los ineptos rampantes.

Y claro que colonizamos, que no viene de Colón, sino del latín “colonus”, labrador, y éste de “colere”, cultivar; luego vindicaríamos algunos la tierra para el que la trabaja, pero esa es otra historia. Fueron tres siglos enteros de España en Filipinas. Y aquellos primeros ancestros nuestros y también, no lo olvidemos, suyos, crearon e hicieron vida, con aciertos evidentes y errores humanos; pero es que anticiparon en cuatro centurias principales principios del Derecho Internacional con el impulso de la Corona y el juicio de los juristas.

Objetivo esencial, desde el comienzo, fue la evangelización. Eso nos distingue y dignifica más. Es Cultura la Religión y lo ponemos en valor y en mayúscula, rebasando las cuentas de resultados de lo puramente comercial, a menudo tan impuro. Y en esa misión, purísima, espiritual, de proclamar a Cristo y descubrirlo a los nativos, la voz cantante fue de los frailes agustinos. Ahí volvemos a Fray Urdaneta y a muchos otros, varios de ellos llegados desde Cuenca y que, por ello, para su justo renombre, nombro con la ayuda del Padre Teófilo Viñas: Fray Juan de Jesús, belmonteño; Fray Bartolomé de la Santísima Trinidad, nacido en Campillo de Altobuey y muerto en Filipinas en 1707; Fray Juan de la Madre de Dios, nacido en Cuenca en 1638, destinado a Filipinas en 1666 y muerto en el Convento de Cavite hacia 1706, o Fray Juan de la Encarnación, nacido en Altarejos en 1676 y destinado a Filipinas en 1711, falleciendo en Manila en 1751. Habrá quien dé más.

Nos hacen sentirnos más cercanos a ese Oriente tan lejano; memorar a la medida los versos de Federico el conquense, “tres siglos la misma sangre, tres siglos la misma tierra”. De su mano caminaremos pronto en pos de un pasado ya no tan desconocido y haremos un ideal tornaviaje hasta encontrarnos con ese Cristo de Marfil que nos alienta.

España por Filipinas. No fue la flor de un día, ni el quimérico sueño de una generación de alocados intrépidos con aires de grandeza. Porque, justamente y al contrario, es que grandeza hubo, pródiga y prodigiosa, y nobleza de miras, límpidas como los chorros del oro. Quisieron y pudieron.

Quedan la fe y el idioma. No se puede arrumbar lo español sin perder el rumbo ni la dignidad. Y en el imaginario colectivo perviven mucho más que los restos de un falso naufragio, porque hay un acervo cultural común rico y brillante, una herencia no dilapidada, un compartir desde lo más profundo hasta el chispeante casticismo nada banal. Revolotean los mantones de manila; algunos todavía entonamos dulcemente una añeja y hermosa canción sentimental: “Yo te diré…”. Y alguien en Cuenca sigue recordando que Gregorio Catalán Valero, héroe osense, con calle corta y céntrica a la vera del Huécar, fue uno de los últimos de Filipinas. Nuestro.

EL GALEÓN DE MANILA Y ACAPULCO

Le dedicamos un pequeño apartado, creo que necesario, porque en uno de ellos fue transportada la Imagen del Cristo marfileño ahora conquense, desde las Filipinas a América.

Eran los galeones, y así los sigue definiendo el diccionario de la Rae, unos bajeles grandes de vela. Aquí nos centramos en los que hacían la ruta de Urdaneta, la del tornaviaje transpacífico, convertida pronto en línea regular y buenísima, por la que circulaban personas y mercancías entre continentes. Por origen y destino, ida y vuelta, se les llamó Galeón de Manila y Galeón de Acapulco; también, con un toque creativo, Nao de China.

Todavía hoy nos impresionan los datos, las medidas y pesos, porque eran barcos enormes, los que más en su tiempo: así el “Santísima Trinidad” rebasando los cincuenta metros de eslora, pudiendo transportar un millar de pasajeros y dos mil toneladas de carga. Pronto verían limitadas sus expediciones, de por sí arriesgadas y al albur de dispares contingencias: hasta, como suele suceder, los poderes públicos metieron mano, o sea, sucias garras, para sacar tajada y ponerle freno al libre comercio; quitar opciones. Nada nuevo, en fin, bajo el sol; sombrío el panorama. Y ahora que de veleros en libertad hablamos, siempre preferiré los vientos que orean y ventilan, y no la calma chicha, sofocante y tediosa, la bochornosa inercia de lo inerte.

Nos quedamos con lo bello y sublime. Estimula imaginar los bagajes variopintos, esa mezcla abigarrada y colorista de objetos y productos, de materias primas primorosas, porcelanas y telas, especias y marfiles, artesanía china, japonesa, filipina, a bordo de tales naves. Todo abierto al mundo desde aquel mundo nuevo; una suave ligazón entre Oriente y Occidente.

Añadimos lo obvio: estos galeones unían Asia con América, Manila con Acapulco, a través del Pacífico. Pero faltaba después llegar a Europa, a España. Y para ello, personas y bienes debían primero transitar por tierra, de costa a costa mejicana, casi ochocientos kilómetros de ruta de oeste a este, de Acapulco a Veracruz, embarcándose allí en su puerto del golfo, en una de las naos de la Flota de Indias, para surcar el Atlántico con destino Sevilla a la que entrarían por el Guadalquivir, abriendo el abanico después hasta Cádiz.

Asia, América y Europa. Tres continentes y dos océanos. Hace cuatro siglos. Epopéyico.

LAS ESCULTURAS DE MARFIL HISPANO-FILIPINAS

Hemos de volver a situarnos, en tiempo y forma, procurando sintetizar. Por supuesto, hay un arte filipino muy anterior a la llegada de los españoles y así, en él, una escultura autóctona prehispánica, de anitos (ídolos) y otras figuras antropomorfas honrando deidades; eran de piedra y madera, pero el marfil no les resultaba desconocido. En todo caso, la distancia en calidades era sideral respecto de la eboraria china, clasificada por los estudiosos conforme a la extensa sucesión de dinastías gobernantes, de nombres cortos y duraciones largas. Las citamos alineadas en su lista, con alguna elusión y por orden de antigüedad: Shang, Zhou, Han, Tang, Song, Yüan, Ming, Qing. Y destacamos la Ming (1368-1644) porque casa con el inicio de la presencia española en Filipinas: el “oidor” (juez) de la Real Audiencia de Manila e historiador Antonio de Morga, epatado quedó ante los mandarines chinos que allí se le plantaron ostentosos con sus sillas de marfil, cortesanas e imperiales.

Siempre es clave la materia prima, buena, bonita y cara; el marfil de elefante. No hay sucedáneo que valga por igual, sea de origen animal, como los cuernos de rinoceronte, los caninos curvados de hipopótamo, los colmillos de morsa y los dientes de cachalote y ballena, o vegetal, caso de la rara nuez fruto de la phytelepas macrocarpa andina y amazónica; por descontado no hay color, en todos los sentidos que los sentidos perciben, con los huesos de cerdo o de camello.

Ya centrados en los más grandes animales terrestres y dejando a un lado, con respeto, a los extintos mamuts, cabe distinguir, resumiendo complejidades, entre elefantes asiáticos y africanos. De los primeros se abren tres subespecies por procedencia y tamaño, de mayor a menor: el de Sri Lanka; el continental de las selvas del sur de India, Laos, Camboya, Tailandia y Vietnam; por fin, el de Sumatra y Malasia. Los africanos, claramente más grandes, altos y pesados, de sabana y de selva, presentan en sus incisivos el marfil más preciado de todos, duro y elástico, blanco y denso, con grano más fino y fácil de pulir: los chinos, que no se dejan engañar como a tales, siempre lo prefirieron. Los versados nos cuentan que hubo también elefantes filipinos genuinos, aborígenes, según evidencian múltiples restos fosilizados, quedando circunscritos a la isla de Joló en época colonial, pero antes de ella ya se trabajaba allí en piezas marfileñas provenientes de Siam (tailandesas, en el nombre tradicional del país) o de la China misma.

Y con esa abundancia de marfil, circulando por el mundo, conocido y nuevo, se encontrarían los hispanos recién desembarcados.

Desde luego el panorama para aquellos primeros compatriotas nuestros, los “castillas” arribados al archipiélago, era espectacular y seductor. Ante sus miradas se abrían amaneceres impensables y se mostraba una increíble mixtura de colores vivísimos y razas. Pensarían soñar despiertos y rozar lo inverosímil.

Con los pies en la tierra, meditarían empero sobre su condición humana, siempre periclitada esa vida insegura tan difícil como digna de ser vivida, vivaz y excitante. Y ahí estaría el impulso de la fe, para ellos y, por ellos, revelada a quienes les recibían.

Retornamos, sin tornaviaje, a los agustinos: serían los heraldos, mensajeros de ese extraño ser coronado de espinas y muerto en una cruz, enrevesada forma de manifestar su condición divina. Quizá alguno de ellos llevaría consigo, al efecto, escrita y descrita, esa epístola de Pablo a los filipenses (griegos macedonios, de Filipos por Filipo II, sin confusiones con Filipinas) tan descarnada en sus asertos: “y haciéndose semejante a los hombres, presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz”. Demasiado para todos, ayer y hoy.

Y como la fe entra por los ojos camino del corazón, lo que con seguridad enseñaron en función misionera a los indígenas fueron estampas traídas desde el igual de viejo mundo, con la efigie de tal crucificado, el Dios de aquellos padres, exploradores de tierras y almas. Para procurar con igual fin allí reproducirla tridimensional y humanizarla más, cual en el anuncio de aquel apóstol de los gentiles; gentilmente.

Así comenzó a caminar el arte hispano-filipino, con ese guión que es unión, abrazo, valor crecido, valía y valentía. Hecho en Filipinas. Para su tierra y gentes, para España y para el mundo.

Nos queda poner el foco en los artífices y a la luz aparece otra palabra clave: sangley. Según los lingüistas el término proviene del tagalo “sanglay” y éste del chino “sang-lui”; traducido a román paladino nuestro y así sigue: “En Filipinas, chino, generalmente comerciante”. Quedan claros el origen y el destino y es que además lo estaba desde época prehispánica con varios siglos de por medio. Allí los encontramos, bien hallados, y fue constante y fecunda su presencia; de esencia para el arte.

Se maravillaban los primeros españoles, hasta hacerse cruces, ante la pericia artesanal de estos habilidosos individuos, capaces y dispuestos para la talla en detalle. Y les dieron en esto mando en plaza, ordenado.

Estella, más rotunda que otros doctos autores, nos instruye, sobre todo acerca de esa inicial hora. Y la cito, literal, en su tersa prosa y yendo al grano: “los sangleyes, a los que se añaden algunos nativos en el siglo XVIII, posiblemente mestizos de éstos, fueron los artistas que labraron las esculturas en marfil localizadas en España”.

Artistas. Artífices. Hacedores del Arte. Sucedió además algo muy destacable y definitorio: el mestizaje, pero no sólo el de los chinos migrados a Filipinas en miríadas con los nativos isleños (los “chinas” con los “indios” al decir de los cronistas), sino el de todos ellos, y ellas, con los hispanos. Nos honra y mucho. Y nos diferencia de otras potencias coloniales con desaprensiva buena prensa y muy aprensivas para unirse y mezclarse con distintos, tan distantes y altivas. Para nuestra justa Historia y no leyenda es, en castellano, un toque de distinción: tradúzcanlo al inglés.

Y añado, para cerrar este capítulo, una sorpresa, la misma grande que me llevé yo bastantes años ha, en mi primer acercamiento ilusionado a este tema de estudio: porque, en seguida, me apareció, en nombre, apellidos y obra, Fernando Zóbel de Ayala Montojo; bien alto y claro. Claramente me admiré, todavía más, ante esta faceta suya nada oculta pero casi del todo ignorada.

Porque es nuestro Zóbel, ciudadano del mundo y vecino de Cuenca, predilecto hijo adoptivo. De él sí que podemos afirmar su genuina condición hispano-filipina, pues nació en Manila y tuvo y retuvo ambas nacionalidades ya en España; por derecho y de hecho. Y con hechos las honró.

Y en ese mundo zobeliano, poliédrico y exquisito, brillantísimo caleidoscopio en permanente giro, hay un filón inexplorado: el de su sabia autoridad acerca del arte escultórico en las islas Filipinas. Se le suele rastrear su condición docente en la Universidad Ateneo de Manila (Católica, jesuita), menos mentada que su doctorado en Harvard, costando más, incomprensiblemente, contar y cantar lo principal, sus dos libros publicados, estupendos y citadísimos por los otros mejores con supremo respeto. Estos son sus títulos: “Philippine Colonial sculpture”, en Philippine Studies, 6, nº 3, Manila, 1958; “Philippine religious imagery”, Manila, 1963, del cual hay una edición de 1974.

Fue pionero Zóbel, todavía joven y pisando firme sobre el terreno, enunciando y fijando en sus textos clasificaciones y estilos que los demás luego refieren, aceptando sin rechistar. Pasa revista entera a la escultura prehispánica y a la colonial; naturalmente se fija en los marfiles, explica y glosa, sentencia aseverando.

Seguro que a Zóbel le llamó la atención en Cuenca el Cristo de Marfil, nuestro y suyo, muy fuera en su tiempo vital de la vista del común salvo en Semana Santa. Demasiado tarde ahora para disfrutar sus exactos y sugestivos comentarios técnicos, como sí podemos hacerlo, en célebre video que es oro en paño, sobre “Las hilanderas” de Velázquez.

LOS CRISTOS DE MARFIL: LA TALLA DE CUENCA

Avanzamos. Situados en Filipinas, Manila y Luzón, al poco de llegar los españoles. Se afanarían los frailes en aprender la lengua de los nativos para prenderlos al cristianismo; una tosca cruz presidiría las Misas iniciales, vacías de boato y llenas de verdad. Perspicaces se fijaron pronto en los sangleyes, capaces de tallar y de hacerlo en marfil.

Y así, y allí, sobre el modelo impreso de las estampas occidentales, aquellos artistas orientales crearon recreado a Cristo a su imagen y semejanza. Esa es la idea esencial, hasta el tuétano ya que hablamos de marfiles, de colmillos, dentinas y médulas.

Naturalmente, se trató de una tarea de siglos, a partir del XVII, evolucionando las maneras y las formas; también las artísticas. Y mientras, de nuestro lado, acostumbrados estamos a ver y distinguir Cristos románicos, góticos y barrocos, marcando épocas y evidentes diferencias, nada de eso nos sucede con los Cristos coloniales, los hispano-filipinos, no digamos ya con los luso-indios de nuestros separados parientes portugueses.

De la mano de Estella, y dando la otra a José Manuel Casado Paramio, también expertísimo, nos movemos para acercarnos, con curiosidad y unción, a esos Cristos lechosos y arqueados, de difícil hechura, chocantes por distintos, locales en origen y ecuménicos ahora.

Me anticipo ya mismo, presuroso, para destacar la suerte que tenemos los conquenses capitalinos con nuestro Cristo de Marfil y también los belmonteños con el suyo llamado “de los Peligros” que precisaría un específico texto, por sí y por su apasionado valedor el memorable sacerdote Luis Andújar. Hay otro más en Palomera, que no se le escapó a Larrañaga en su primera “Guía”, amén del de Huete, de su Museo de Arte Sacro de La Merced, que nos mira con sus ojos achinados, y el que tienen en Sigüenza, Museo Diocesano seguntino, proviene de Pareja, o sea, Diócesis conquense.

Gana Cuenca, provincia y patria, chica y grande: sin dejar aparte devociones, es que, como obras de su arte, son piezas muy principales. Del de Belmonte, datado por Estella a finales del XVII y medido en 65 centímetros, uno más que el optense, sólo reitero aquí que es de facciones orientales muy acusadas, tiene corona postiza, policromía de tonos fuertes en la barba y llamativos regueros de sangre y que hasta llevó peluca que le debieron colocar ya en España. Mora tras de las rejas de su Capilla en la espléndida Colegiata de San Bartolomé y lo sacan a la calle con esmero para procesionarlo en Semana Santa.

Repasamos ahora, de entrada, las características de los Cristos hispano-filipinos de marfil, enfocando en especial a los más antiguos, cual es nuestro caso: porque el de La Agonía de Cuenca es uno de ellos, muy pocos, paradigmático de la primera mitad del XVII.

Nos fijamos primero en tamaños y maneras de esas cinco décadas, prodigiosas. Son, con diferencia, los de más grandes dimensiones, muchísimo mayores que los hechos en ulteriores siglos hasta el postrer XIX y en la segunda mitad del propio. Influía que se destinaban a los altares mayores de los nacientes templos, precisando hacerse notar, verse, impresionar casi tanto como luego lo harían en la metrópoli española. Además, la calidad del marfil era muy alta y éste abundante sin una demanda exagerada, permitiendo una acertada selección de piezas, grandes para a lo grande trabajar.

Destaco datos elocuentes, porque de entre todos los Cristos marfileños hispano-filipinos catalogados por Estella en su descomunal tesis, son muy profusos los que miden entre 20 y 40 centímetros, permitiendo esa cortedad tallas exentas sin brazos añadidos, delicadas aunque sin parangón con la magna grandiosidad de unas contadas elegidas. Ello predomina en las del siglo XVIII, mientras en las de la segunda mitad del anterior ya algunas se estiran sobrepasando por poco el medio metro. Y conforme retrocedemos todavía más, acercándonos al comienzo del siglo y, casi, al alboreo de lo español en las islas, es cuando aparecen las obras más altas; palabras mayores.

Nos mueve la curiosidad hasta elaborar lista, cotejando cifras que precisarían pericial y cautelar comprobación adicional “in situ”, cara a cara, metro en mano. Apenas salen, sobresalen, siete que igualan o superan los 90 centímetros, de la coronada cabeza a los estiradísimos pies clavados. Están en Toledo (Museo de Santa Cruz, muy curvado), Salamanca (Sacristía de esa formidable Clerecía cuya planta trazó nuestro Juan Gómez de Mora; en su día nos colaron para ver ese Cristo, medio invocando con éxito rotundo el Fuero de Alfonso VIII: “di que eres de Cuenca…”), Madrid (Parroquia de San Sebastián), Mula (Convento de Clarisas) y, claro, Sevilla (por partida doble, en Los Venerables y en la Capilla Real catedralicia). Y, clarísimo, “primus inter pares”, el de La Agonía conquense.

Vamos ahora con la talla. En detalle. Es inevitable ante el Cristillo, viéndolo de cerca, pensar en quién sería aquel sangley que lo labrase con sus buriles y sierras, cinceles y limas, hasta vencer la dureza del marfil y acariciarlo.

Quizá jamás sepamos su filiación, ni si de él o de su taller pudieron salir otros Cristos tan afines como los recién citados, casi coetáneos, a los que añado otro muy descollante: el que presidiese el Altar Mayor de la Iglesia y Convento de los Agustinos Filipinos de Valladolid, gobernando desde su pequeñez la inmensa mole monumental diseñada por Ventura Rodríguez al modo escurialense o al de Loyola, solo que al lado mismo del Campo Grande y, por cierto, bien cerca de la céntrica estación del tren, a todo tren y para todos los tipos de éste. Castilla vieja, no vetusta.

Obviamente reservaron los frailes un crucifijo emblemático para su sede central, vallisoletana. Y ahora lo tienen destacado en el singularísimo Museo Oriental, sito en el mismo edificio conventual; visita obligada en Pucela, amén de al Nacional de Escultura. Sí que se asemeja ese Cristo al de Cuenca, como dos pétalos de una fragante rosa blanca.

Nos quedamos en Cuenca, que es lo nuestro, lo más de lo más, ni más ni menos: justamente. Para, puestos ante la Imagen, imaginar. También observar, procurando igual minuciosidad que la de su autor. Recrearse. Emocionarse.

Miramos, admirando lo evidente. El marfil, a ese tamaño, llevó al límite las posibilidades del artista, pues se hallaba ante las obligadas formas de un gran colmillo marfileño, curvadas y de grosor decreciente, sin margen para el fallo o los ensamblajes.

Sentó cátedra, con sigilo oriental devenido clamor en Occidente. Porque, de arriba abajo, supo lograr vencer el riesgo de las desproporciones. Y así afronta el problema insoslayable de la macrocefalia y lo soluciona con galanura y refinado preciosismo. La cabeza del Cristo es una lección al milímetro en facciones y rasgos. Vista de frente es toda una declaración incondicional de su filipina condición y confirma la correcta datación de la Imagen: primera mitad del siglo XVII.

Nos fijamos aquí en las seguras pistas, comenzando por el pelo en larga y copiosa melena que cubre ambas orejas: los cabellos son simétricos, dispuestos en bucles, tratados “como finos hilillos metálicos” que así los llama, describiendo, Estella; la barba partida, en igual simetría, enroscadas las dos puntas hacia adentro, mientras que en el bigote se rematan abiertas.

Y destacamos un detalle castizo, definitorio, definitivo: bajo el labio inferior y separado de la perilla y sobre ésta, aparece tallado un leve mechón en forma de pequeña flor de lis, que es flor de lirio real como en la letra cantada del ruiseñor; nos quedamos con la copla, porque es la llave de la verdad.

Esta flordelisada señal, nada insignificante, significativa del todo, identifica y distingue a los Cristos hispano-filipinos de comienzos del XVII y ya no la veremos en ejemplares posteriores. Suele ser llamada, en las publicaciones, “mosca de alas extendidas, abiertas”; es otra manera de decir lo bien visible, tan clavadito a lo que nos enseña, tal cual, la heráldica; evocamos y comparamos; quedan el enigma y la realidad.

Y pasamos a repasar frente a frente la faz, santa. Como si quisiera pregonar ese mestizaje antes mentado, el escultor talla una nariz larga y recta, occidental, pero al tiempo los ojos revelan caracteres orientales, reales y estilísticos: hay que fijarse a cortísima distancia para apreciarlos sutilmente rasgados sobre unos muy abultados párpados inferiores. Nos sorprende en un parpadeo nuestro. Se elevan los arcos superciliares bordeando las desnudas cejas. Y la boca entreabierta nos permite ver sus alineados dientes.

Es un Cristo, crucificado y vivo. Escrutamos su rictus y no hallamos dolor: ante lo que a la vista está, no vale intuir. Lo que algunos creen encontrar en estas tallas, y así lo dicen, son influencias budistas ligadas a tres adjetivos: hierático, inexpresivo, inescrutable. Al respecto, añado dos: uno, el de discutible para lo recién dicho, porque este Cristo para nada carece de expresión y claro que se expresa, sin palabras, y además lo hace sin solemnidad extrema, que eso es el hieratismo; se trata de indagar, meditar, sentir. Y el otro, en una licencia conquense, impertérrito, definido como aquél a quien no se le infunde fácilmente terror: lo dudo a ratos, me temo, de nuestra ciudad tan preferida y preterida, aunque siga entre sus varios y lucidos títulos; en cuanto a Jesús, ya lo superó en Getsemaní y perdonó en la cruz.

Ahora lo tenemos delante, fiel a sí y a nosotros. Cristo, eternamente reo y rey. Se enreda trenzada la corona de espinas en las sienes, marfil en el marfil del Dios de Dios.

Observamos ahora la Imagen en su conjunto: no es troncocónica en exceso, como otras tallas de la misma procedencia, y ello nos agiganta la magna magnitud del colmillo seleccionado; excepcional.

Señalamos otras notas que denotan su época y condición, empezando, sin paradoja, con los añadidos a la pieza principal, que son los alargados brazos y parte del perizoma (paño de pureza, en la algo melindrosa traducción desde el griego, pues nada hemos de ver de impuro en el cuerpo humano ni lo empaña). De los primeros resaltamos las venas, tan de relieve y al modo típico: se dibujan y cruzan varias veces, desde la axila hasta las manos. Y en cuanto al paño, objeto de clasificaciones estilísticas, es de pliegue central fruncido; hay en esto otros Cristos parecidos, alguno de ubicación que suena rimbombante, como el de Corbeilles en Gâtinais, Orleans, Francia.

La obligada estrechez de cuerpo no impide un tratamiento muy marcado de la caja torácica, que, no obstante, se suaviza dependiendo de nuestro subjetivo y variable ángulo de visión. Y la posición del paño, muy baja, deja visible casi por entero el vientre y la mayor parte de los muslos.

Las piernas, delgadas y longilíneas, con rodillas huesudas, guardan equilibrada proporción con la figura entera. Pero invito a variar perspectivas, poniéndonos de lado para a un lado dejar la frontalidad y sus reduccionismos. Esto es así siempre en las esculturas, religiosas o civiles, individuales y en grupo, y por eso me gusta decir que han de verse por los cuatro costados. En el caso del Cristo, roza la perfección anatómica el tratamiento de las pantorrillas, tobillos y pies, clavados éstos juntos por el hierro que traspasa. Y si nos acercamos a los dedos y a las uñas, el sangley inspìrado fue, amén de artista, pedicuro. Y si seguimos acercándonos, todavía más, hasta escudriñar casi al milímetro las dos piernas, nos maravillarán las finísimas venas que las recorren por entero, de principio a fin, en una filigrana realista que a la realidad supera y no es ficción.

Soberana Imagen pues, digna de ser descrita con pasión y, por ser Él, con devoción. De todo corazón. Me conmueve recordar mi privilegio de haberla llevado a hombros en Viernes Santo y también, de paisano y fuera de La Semana, en una Procesión extraordinaria, por todos los conceptos, que hicimos en 2015, por el tercer centenario de su y nuestra Venerable Hermandad.

EL DONANTE JUAN ZERDÁN DE LANDA

Nos remontamos ahora hasta el siglo XVIII, en Cuenca. Dejamos Filipinas donde nació la Imagen sin pecado concebida, Dios encarnado en marfil. El Cristo se ha despedido de las Islas rumbo a España. Ya hemos tratado y trazado el tremendo viaje, esa ruta a veces rutilante y otras viacrucis; ese ManilaAcapulco-Veracruz-Sevilla: tela, marinera.

Sano y salvo, ya lo tenemos aquí, en la Tierra de María Santísima, de nuestros amores. Con un destino final: Cuenca. Y en él, en ese momento y en este lugar, cogollo de España, nos aparece un apellido, el de una familia con nobleza ganada y no heredada: los Zerdán de Landa. Tienen fuerza y prestigio en la Ciudad entonces pujante y en ella ostentan cargos de relevancia.

Nos centramos en uno de sus miembros, de nombre Juan, selecto prócer, Secretario Real (1700), Regidor de Cuenca (1707) y Comisario (1717). Y, abreviando, vamos, cual en una sentencia, con los resultandos, los hechos probados con segura base documental. El principal de todos es que en 1730 regala la Imagen del Cristo de Marfil a la joven Hermandad del Santísimo Cristo de la Agonía de Cuenca constituida apenas tres lustros antes, el 12 de mayo de 1715, por dieciséis Licenciados. La dona porque era su dueño y esa su voluntad. “Gratis et amore”.

Mi hermano nazareno Antonio Pérez Valero, preclaro líder en la investigación cofrade, acaba de aportar, entre otros profusos, algunos datos familiares que casan circunstancias: así, es cuñado de nuestro donante el Arzobispo de Toledo Francisco Valero y Lossa, hermano de Esperanza Josefa, la esposa de Juan, y por esas fechas llegó a la seo toledana otro Cristo expirante filipino y marfileño (catalogado por Estella, es de tamaño algo menor que el del conquense, tiene el perizoma sin pliegue en medio y las piernas casi gordezuelas); por otra, que en el año de la donación, era Hermano Mayor de nuestra Hermandad receptora y donataria Francisco Zerdán de Landa, “regidor perpetuo de esta ciudad”. Todo queda, pues, en familia.

Mucho dieron de sí los Zerdán de Landa en Cuenca; para bien. Con parabienes son mencionados en significativos episodios locales, fuentes de tesis, antítesis y síntesis, tarea de historiadores e intérpretes. Dejaron huella y hacienda; patrimonio macizo que perdura en todo lo alto.

Queda la blasonada casona familiar, grande y poderosa, que se estira hasta asomarse sobre el Júcar y marca el inicio de la bajada en zigzag a Las Angustias. Los conquenses actuales la solemos conocer como “Casa Zavala”, por su último propietario privado, Juan Zavala y Lafora, que la supo cuidar; si sus piedras hablasen, y lo harán, estupefactas clamarían ante los devaneos recientes y muy insuficientes usos de un edificio que mucho más ofrece y se merece.

Cada vez que paso por allí, y sin pasar, pienso en todas las obras de Marco Pérez y Martínez Bueno regaladas a su Cuenca (y gracias sean dadas a Manuel Osuna, que se lo curró), guardaditas almacenadas y en anhelante espera de alguna exposición temporal y efímera para un visto y no visto, vis a vis. Y me pongo malo comparando con la listeza eficaz de otras capitales con sus Museos de Pablo Gargallo, Victorio Macho, Baltasar Lobo, o Lorenzo Coullaut Valera, éste en Marchena. Sólo supo reaccionar nuestro mundo nazareno, dedicando una grata Sala a Luis Marco en el Museo de la Semana Santa.

No pierdo la esperanza y me solazo en la preciosa Plaza de San Nicolás, junto a su Fuente de la Moza del Cántaro, desde allí contemplando el escudo de armas de los Zerdán de Landa que hermosea la fachada lateral de la que su casa fue: “yelmo con lambrequines y dos leones tenantes”, así descrito por Fernando Barja, probo Arquitecto Municipal, culto y políticamente incorrecto; recto.

LOS AVATARES

Trescientos años dan para cambios, fases y vicisitudes, que eso son avatares en primera acepción. En el caso del Cristo de Marfil en Cuenca fueron bastantes, algunos peligrosos para su pervivir y así supervivir; otros pudieron llevárselo lejos, aunque quizá no tanto como a su lugar de origen. Es una fortuna mantenerlo hoy, azar casual o milagro causal según cada cual y su almario.

Resumo, dejando al margen cosas menores, como los latosos rifirrafes, esporádicos y escasos, entre la Hermandad de La Agonía y Párrocos de sus sucesivas sedes, y hasta un pleito sobre inscripciones registrales bien resuelto por el Obispado. Y me voy a dos situaciones críticas.

La primera, en la frente, fue recién recibido el Cristo por su tal vez sorprendida Hermandad. Sucedía que ésta ya tenía otra Imagen, otro Cristo, el fundacional que ahora podemos ver en la Catedral, y se encontró con dos. Hubo titubeos y prelaciones, y muerto el donante (1733) un sobrino heredero planteó la reversión en términos jurídicos por incumplimiento de condiciones; la cosa, bien contada por Pérez Valero, se concretó en dinero: “cincuenta ducados de vellón” para llevarse “dicha alhaja”. A punto estuvieron los cofrades de allanarse. Casi la lían. Y si así hubiese sido, sabe Dios, o sea el Cristo, sus ulteriores paraderos, a la larga fuera de Cuenca, no ya de sus Procesiones tan singulares y plurales.

Y la segunda y última, ojalá que para nunca más, la maldita guerra civil, incivil y fratricida. Mantengo lo que escribí hace veinticinco años y publicado está. Procuro aquí extractarlo, elogiando a los dos custodios que el Cristo tuvo en salvaguardia, ángeles laicos. Uno a su izquierda, es un intencionado situar: Juan Giménez de Aguilar. Don Juanito, con su pajarita atildada al cuello y entre mequetrefes, actuó como sentía, defendiendo a tope el entero patrimonio artístico de Cuenca, y la Imagen quedó a salvo. Después, a la diestra, hizo el resto, echándolo, Bonifacio Sáiz, modesto sastre, cofrade de La Agonía y con casa a muy pocos metros de “El Salvador”: en rápida acción, atrevida e insólita, cogió el Cristillo y se lo llevó a su hogar. Nada pasó; solo el tiempo. Y nadie fue dañado, gracias a los hombres y a Dios.

Fueron tres tristísimos años en tres siglos, una parte entre cien. Y en las otras y entre medias, infinidad las salidas del Cristo a la calle, rituales y sencillas, primero en solitario y después, desde 1902, en las mañanas de Viernes Santo, con otras Hermandades en Concordia y con sus nazarenos propios luciéndolo con lucidas túnicas de color “oro viejo” y capuz y cinturón “carmesí”; pero también ausencias, como un Guadiana o un sol que asoma y que se esconde, por ese encaje no siempre fácil de las Imágenes pequeñas, unido a las penurias recurrentes de una Hermandad, la suya, con historia grande y censo mermado. Incluso hubo un tercer Cristo, el de “los Morones”, éste sí que destruido en el nefando treinta y seis.

EL RETORNO. 1972. COULLAUT-VALERA

Dejó el Cristo filipino de ser procesionado tras la llegada del inmejorable tallado por Federico Coullaut-Valera, obra maestra. Es curioso cómo se repitió la historia, solo que al revés: cuando les vino el de Marfil tan rutilante, los cofrades antañones se abrazaron al primigenio dilecto. Ahora (1946) reciben un número uno, pero que no habían pedido, pues querían, y así consta en acta, “respetar y venerar en todo su esplendor” al marfileño. Decidió, prevalente y en contra, la superioridad regidora de la Semana Santa entera. Y sí, fueron obedientes y agraciados con ese nuevo gran Cristo agonizante sin igual. Pero no daban abasto y el Cristillo acabó quedándose en la Iglesia, aunque presidiendo su Altar Mayor por décadas.

No cejaron en su empeño aquellos soñadores hermanos de la generación previa a la mía. Querían el retorno, alzar juntos a los dos Cristos, verticales en la Cuenca empinada. Y el que la sigue, la consigue; tuve yo la suerte de vivirlo.

Se aprovecharon, como en el tornaviaje de Urdaneta, los vientos favorables. Por una parte, las estupendas relaciones personales con Coullaut-Valera, autor del “Cristo grande” y de las otras Imágenes añadidas, para formar Calvario, en 1955; mi padre, en nombre de la Hermandad, se carteaba con él y el escultor tenía elaborado un primer boceto de cruz y andas para “el magnífico Cristo”, que así llamaba al de Marfil, y que éste resaltase.

Y, por la otra, hubo una ocasión propicia, con Andrés Moya de Alcalde. Sus hermanos en Cristo, de amarillo, le dieron la vara al del bastón de mando y éste ordenó: finánciese. Anduvo también cerca Martínez Soriano, eficaz y discreto, óptimo nexo entre el Consistorio y la Junta de Cofradías. Todo fraguó y fluyó. Además, quedó empíricamente demostrado que se pueden hacer algunas cosas buenas desde el Ayuntamiento.

Manos a la obra se puso Federico, ya en su taller segoviano de La Granja y no en Madrid, Ayala 100, a punto de cumplir los sesenta, y cinco años después de haber clausurado, o eso pensaba, su quehacer imaginero procesional cuando nos entregó ese airoso y moderno Paso del Huerto de San Antón, versión última, quintaesenciada y conquense.

Se empleó a fondo, como un juvenil ávido siendo maestro absoluto. Sentando cátedra se levantó y fue un reverdecer en madurez. Fiel a sí mismo, honrado y elegante, sabio y genial, extremó la sutileza en un diseño de finísimas líneas en torno a “la espiritualidad del marfil”, que así lo explicaba, poeta en prosa, escultor en verso.

Y la epifanía final quedó mostrada: a los pies del Cristo, orlando las andas, un friso de golondrinas enlazadas, abrileñas; en la cruz, amén de los floridos clavos que la ribetean, cuatro medallones con los evangelistas escribiendo junto a sus símbolos del tetramorfos, esto es, Mateo con el ángel, con Marcos el león, el toro con Lucas y el águila con Juan. A los cuatro vientos, pregonado, Cristo. Otros cuatro medallones añadiría en segunda entrega, mejorando lo presente: en ellos, las tres virtudes Teologales, Fe, Esperanza y Caridad, para el envés de la cruz, y abajo, rematando, las tres cruces, escudo de la Hermandad, con un relieve de la Cuenca antigua por fondo.

Fue aquella de 1972 una expectante Cuaresma, cuenta atrás; hasta una lesión inoportuna del artista apretó el plazo de entrega, llegar a tiempo tras tanto rondar. La misma víspera de Ramos respiramos todos aliviados en “El Salvador”: Coullaut-Valera, ayudado por su hijo Lorenzo (luego inolvidable amigo mío), se ocupó personalmente del montaje final. Nos parecía increíble.

Se me agolpan los íntimos recuerdos de ese Sábado de Pasión apasionante; avivan la nostalgia por los queridos seres. Federico y su esposa Conchita aceptaron la invitación de venirse a casa a merendar. Mi madre sacó el humilde mantel de gala; fulgían de ilusión los ojos claros de mi padre; y yo flipaba.

De la noche a la mañana el Cristo de Marfil volvía a su lugar en la exacta diacronía de nuestro Viernes Santo. A otra vez desfilar. Como antes y hasta que Dios quiera.

Apenas han pasado cincuenta años.

Añado, casi acabando, otro detalle muy poco sabido. El Cristo tenía mutilados los dedos índice y corazón de su mano izquierda: ya estaba así cuando lo recuperó Bonifacio Sáiz de la desacralizada Capilla del Baptisterio y ello concuerda con la descripción de la Imagen en una lista de objetos incautados del momento: “n.º 1834. Cristo de marfil con cruz, deteriorado, 0,90. ¿S. XVII?”. Es que no había otro y no queda otra. Hay fotos que lo documentan.

Coullaut-Valera se ofreció: “yo me ocupo de reponer los deditos”. Se las apañó para hacerse con marfil y tallarlos; de restaurar y hacerlo con respeto, sin dejar propia impronta, tan anónimo como el sangley del original. Ya hizo lo mismo en su fausto día con el Nazareno de Sisante sin dejar huella en la huella Roldana. Y fue mano de santo.

PERENNIDAD

En 2007 se aperturó el aperturista, por innovador, Museo de la Semana Santa, en Andrés de Cabrera con vuelta al Peso, en parte, para el arte, de un edificio de solera como el nombre de la calle que sigue, bajando, el itinerario procesional; sede también, muy adecuada, de la Junta de Cofradías.

Costó Dios y ayuda, en un proceso largo y tortuoso que terminó bien y es lo que cuenta; ya contaré quizá en un futuro incierto ciertas cosas, de cuya certeza certifico. Por hoy, lo que nos mueve y anima es el Cristo de Marfil. Y siempre tuve claro que su sitio era ese y así lo defendí, atacando: ganamos.

Se acordó lo correcto, lo justo, entre todas las partes que, en realidad, somos el mismo todo. Y el Cristo está en el Museo vanguardista, a su vanguardia, recibiéndonos con sus brazos abiertos, ebúrneos y divinos. Visible el Creador de lo invisible.

Lo contemplo otra vez, a solas y a mis anchas, en un silencio que es clamor. Le susurro gratitud. Y a la mente me vienen dos palabras: símbolo y perennidad.

Como es insuperable, cito al poeta nuestro Federico Muelas reflexionando y enseñándonos: “Acaso`, -pensadlo bien-, esta talla en preciada materia, ruda y fuerte, triunfadora de tantas vicisitudes …, crispada y firme en su cruz, agonizante …, sea la representación más fiel de la misma Cuenca”. Y eso es este Cristo, tan pequeño y tan magno: símbolo. Y, además, esencia: lo permanente e invariable. Y, por ello, perpetuo e incesable, como el rayo de otro poeta: es la perennidad.

Termino. Confieso que siento alivio por haber sido capaz de escribir este texto, ya veis y leéis que sentidísimo. No saldo una deuda a buen seguro que impagable, pero me encuentro más en paz esto ofrendando a quienes nos precedieron en la fe.

Y no sé si veremos al Cristo de Marfil, de la Agonía, hispano-filipino, lujo asiático, Dios y hombre verdadero, salir en Procesión en mediodía, el Viernes Santo de este 2022. Ya veremos. Que no lo impida el tiempo, con su jarrear de la lluvia aguafiestas tan inmisericorde e impertinente, ni tampoco ese virus mutante que nos mudó la vida.

Vamos a soñar, bien despiertos, que sonarán tambores y latidos, horquillas al compás, marcapasos del alma. Que volvemos, todos, los que fueron y son, los que somos y seremos; para los que serán.

Mostraremos a Cristo, al Cristillo en marfil, en majestad humilde. Mecido a hombros de banceros y banceras. En andas y en volandas. En Cuenca. Amén.

Cuenca, 24 de febrero de 2022.

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