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Lo que une el silencio (Ricardo Fernández

LO QUE UNE EL SILENCIO

RICARDO FERNÁNDEZ GARABITO FERNÁNDEZ GARABITO

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Sus pies iniciaban un camino que conocían tanto que no necesitaba dirigirlos; ya su cabeza se dedicaba a otros asuntos cuando, de repente, se paraba en medio del corral y, dando medía vuelta, gritaba: - ¡Chica, que me voy a la majada! Entonces daba por hecho que le había oído, como si ella no supiese adónde iba cada día de la semana, del mes y del año cuando le sentía enfi lar sus pasos hacia la puerta de atrás de la casa.

Una pertinaz y fría lluvia le recibía al traspasar el portón trasero, pero eso no le detuvo. Al contrario, dejó que esta mojase su sonriente cara y comenzó un lento caminar absorto en aquello en lo que pretendía ocupar su tiempo. Su encorvado cuerpo comenzaba a entregarse a la inevitable vejez que él recibía con el ánimo sosegado, y a su mente acudía a menudo la misma pregunta ¿Donde está aquel hombre fuerte que había sido? El inexorable paso del tiempo había hecho su trabajo. Como la gota de agua que día a día horada la piedra, él se va doblegando.

No necesitan decirse nada, lo han hecho durante toda una vida; pero sí necesitan aquello que une el silencio

En estas cavilaciones se encuentra cuando se da de bruces con el huerto, antesala del acceso a la majada; le echa un vistazo y lo primero que pasa por su mente es: habrá que ponerse ya con él, hay que plantar la hortaliza ya mismo. Entra en aquel lugar donde se han ido tantas y tantas horas de su vida. Un rápido vistazo es suficiente para que a su mente acudan aquellos días donde todo era un sin parar, con una actividad constante que hacía fluir la vida a raudales. Un hondo suspiro se le escapa y sus ojos se entristecen cuando observa su actual estado. Pero él sigue aquí para hacer esas cosas que le permiten pasar el tiempo: como echar de comer a las gallinas y quitar esos huevos que ponen cuando les parece; partir un poco de leña cuando se siente con ganas o hacer alguna banqueta para sus ya biznietas. Entonces, una sonrisa vuelve a aparecer en su cara y piensa: tan mal no lo habremos hecho.

Pero ese día no está por la labor de hacer mucho, solo le apetece sentarse y esperar a que deje de llover; quiere recibir el sol en la brigada de ese rincón donde poco a poco se sumerge en un letargo que sabe no puede ser muy largo. Ella está al caer y se acabó ese placentero duermevela. Le da tiempo a pensar un poco en que habría hecho sin su inseparable compañera a lo largo de tantos años: madre de sus hijos, luchadora infatigable, con una voluntad de hierro y un enorme corazón. El sonido de la puerta le saca de sus divagaciones y la ve entrar. Llega con la ligereza que aún atesora a pesar de tantas adversidades pasadas. Compone esto, toca aquello, cambia lo otro…, y, para cuando llega a su altura, ya ha hecho varias cosas. Entonces le suelta la pregunta que él ya espera. -¿Qué haces? Un pequeño rictus se dibuja en su boca y, cerrando los ojos un segundo, piensa: nada cambia.

Ella se sienta a su lado para entablar una conversación en la que, sin ellos darse cuenta, son uno solo; pues cualquier pregunta que se hagan o respuesta que se den, ya la conocen de antemano.

-¿Echaste a las gallinas? - ¡A buenas horas; pues claro! - Hay que cavar el huerto… - Ya lo sé - ¿Pero no lo vas a hacer hoy? - No. Mañana será otro día.

Al rato, con un movimiento cómplice, se levantan del banco y comienzan el camino de vuelta a casa. Uno delante del otro por esa senda que todos los días recorren. No necesitan decirse nada, lo han hecho durante toda una vida; pero sí necesitan aquello que une el silencio. El uno del otro para seguir viviendo.

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