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La matanza (Encarna Monje
from Hacendera nº9 - 2020
by editorialmic
LA MATANZA
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ENCARNA MONJE ALIJA
No, tranquilidad, aunque pareciera por el título, no es mi intención hablar de la “Matanza de Atocha” o de
“Paracuellos” o de otras muchas tragedias que podría dar pie este escalofriante título.
Y es que, en tiempos de pandemia, bastante horribilis, lo que menos me apetece es machacar en la catástrofe sino más bien tratar de evadirme un poco y poner una nota un tanto jocosa en el asunto. En mi pueblo, Valcabado, como en otros tantos, por paradójico que parezca, hablar de matanza es sinónimo de fi esta y por lo tanto de alegría. Me refi ero, cómo no, a la matanza del cerdo. He de reconocer que con el transcurrir de los años ha perdido un poco ese sentido de fi esta para convertirse en la mayoría de los casos en un quehacer que conviene quitarse del medio cuanto antes para aprovisionarse de víveres como carne, embutido y demás para el resto del año. Es cierto que para este fi n es necesario un número considerable de mano de obra, lo cual ya en sí da pie a pasarlo bien, pero nada que ver con la matanza de cuando yo era niña. Siempre en invierno, claro está, para curar la carne, justo cuando además los trabajos del campo aminoraban y permitían tomarse todo el tiempo que fuera necesario en estas labores que duraban no menos de tres días. Tres días en tu casa, tres más en casa de tus tíos, otros tres donde tu pri-
ma e incluso otros tres en casa de la vecina, si tenían a bien invitarte para echar una mano.
De la fi esta en mi casa, lo que recuerdo con mucho agrado, era el gran trabajo que quitábamos a los mayores, a mis padres en concreto. Como cuando nos mandaban a buscar “la sesera”. Nunca tuve el gusto de verla, pero a juzgar por cómo pesaba debía ser un artefacto enorme. ¡Qué raro!, la emoción nunca permitió que nos parásemos a pensar cómo para recoger los sesos, una víscera tan pequeña, se necesitara un aparato de tal envergadura. Nos mandaban ir y con la emoción de participar y sentirnos útiles volábamos donde mis vecinos Dionisio o Toriano, poseedores de tal artilugio. Íbamos entusiasmados, nos lo preparaban con no menos entusiasmo y volvíamos armados de valor con el pedazo de saco que casi no podíamos y llevábamos pujando como no recuerdo cosa igual. Casi siempre, aunque hiciera un frío infernal, llegábamos sudando del esfuerzo realizado. Pero para recompensar la fatiga, el saco incluía alguna sorpresa en forma de chuchería que hacía que al año siguiente volviéramos con la misma ilusión.
Aún con más emoción, si cabe, recuerdo la matanza en casa de mis tíos. Era genial pasar fuera de casa dos o tres días. La tarea principal que mi tía nos tenía encomendada era el día que desarmaban el animal: repartir el hígado y la sangre. Lo hacía raciones, las colocaba en platos, de porcelana para más seguridad, y nos mandaba a cada uno a casa de alguien a bien deleitar con semejante manjar. Lo mejor no era lo que llevábamos sino lo que traíamos, porque una vez vaciado el plato en el destino, nos lo lavaban y llenaban de ricos aguinaldos tales como nueces, galletas, castañas, caramelos e incluso alguna moneda. Cuando llegábamos, mi tía hacía buena cuenta de todo, lo juntaba y para que no surgiera ningún confl icto, ella misma hacía porciones equitativas y las repartía entre todos los niños. No creáis que no tenía paciencia, ¡con todo lo que tenía que hacer y era capaz de contar cosita a cosita!, simplemente genial.
Después de tan ardua tarea, mientras los mayores seguían enfrascados en sus quehaceres, nosotros jugábamos a los “juegos reunidos Geiper”. Todos sabemos a qué juegos me estoy refi riendo, pero no todos los teníamos. A mis primos se los habían traído los Reyes y me sentía privilegiada de poder disfrutarlos al menos una vez al año. Supongo que en mi casa yo tendría otros juegos, pero ese no; y si algo se parece el momento actual a aquel, es que siempre los juguetes de los demás atraen de manera especial.
El colofón de la fi esta venía a la hora de dormir, seis o siete guajes compartiendo habitación o como mucho en dos, divertido y novedoso a la par.
Por último, para acabar las faenas llega el momento de embutir la carne. También aquí los pequeños teníamos una importante labor: pinchar las longanizas para que no les quedara aire. Y pienso yo que… ¡cómo cambia la perspectiva de todo con los años!. Hoy lo peor que te puede pasar es que se acaben las tripas en medio de todo el follón, en cambio entonces lo estábamos deseando para poder ir a la tienda a buscar más porque esto también llevaba su recompensa: con el dinero que sobraba podías comprar un chicle o una bolsa de gusanitos.
¡Qué tiempos aquellos! Cuando lo más insignifi cante adquiría un valor incalculable.