Requiem por una heladería
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érida vive una continua otoñecida y va dejando en el arcén de su historia reciente a personas, edificios y espacios públicos o a negocios…todos ellos formaron parte sustancial de una realidad que, a la postre, resulta siempre caduca.
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Esta ciudad tiene sus tiempos y se miden en una escala compleja. Muchos de quienes nos dedicamos a intentar mensurarla (José Luis de la Barrera, Rafael Rufino, Chema Álvarez Martínez, Fernando Delgado o Pepe Caballero, entre otros muchos emeritenses) sucumbimos en el empeño y sólo llegamos a dejar constancia de lo que Mérida fue y no precisamente en épocas remotas o no vividas por quienes tienen en sus manos esta revista porque existe un pasado rabiosamente reciente del que somos figurantes quienes hoy habitamos la ciudad. Por eso estas líneas tratan de algo inconcebible hace apenas dos años: que llegue el estío y la calle Santa Eulalia se vea huérfana de sus esencias más refrescantes; algo que, por otra parte, no es cosa de broma. Que no puedas regar tu garganta con la horchata o los granizados de la Heladería “Los Valencianos” me resulta un hecho inaudito pero, queridos lectores, al tiempo las ausencias le importan poco por no decir nada, es más, estas desapariciones forman parte del trampantojo de la vida, donde todo parece ser y, sin embargo, nada es lo que parece porque, sencillamente, todo desaparece….y una heladería no iba a escapar a su destino en la pequeña historia de mi ciudad. Gracias a Santi Amorós, hijo de heladeros y heladero hasta su jubilación, le vamos a robar al tiempo esa satisfacción tan suya, tan de su gusto, que es el olvido. Porque, mientras Santi y su hermana Teresa vivan, mientras yo y otros cientos de emeritenses aticemos las pavesas de los recuerdos, la heladería de los Amorós, la de la Calle Santa Eulalia, permanecerá abierta en nuestra memoria. En Castalla, un pueblo de la serranía de la provincia de Alicante, vino al mundo a comienzos del siglo XX un españolito llamado Victoriano Amorós. Sus padres y abuelos eran cosecheros de vinos a granel. Pero no será en la venta de vino de mesa donde este castallense se fogueó para ganarse sus primeros duros, si no en el negocio de licores que mantenía uno de sus cuñados, Ernesto Leal. Y sería ejerciendo como representante de bebidas espirituosas como llegó a Mérida, allá por el año 1932, intentando colocar sus productos en tiendas
de ultramarinos como “La Verdad”, “Hijos de Pedro Macías”. “Baldomero Ramos” o la “Casa del Padre Mollete”. Fue consciente Victoriano que Badajoz, atestada de militares y funcionarios, y Mérida, con tanto ferroviario y un matadero descomunal en construcción, apuntaban cierta prosperidad. Imagino que también pudo sufrir los rigores del verano extremeño y, acostumbrado a la horchata y a los helados de “Ca Pana” típicos de su tierra, comprobó que en estos pagos no se gastaba esta forma de refrescarse si no los burdos raspados de hielo almibarados con esencias de frutas o menta y las socorridas limonadas. Vio negocio seguro, el mismo que ya practicaban otros alicantinos, los de Jijona, que durante el invierno se dedicaban a la fabricación del turrón y, en primavera, cambiaban el tercio para ufanarse en dar salida a miles de litros de helados artesanos. Vendió las haciendas que tuvo como herencia y, con el capital obtenido, invirtió en Mérida, adquiriendo un caserón en la calle San José esquina a la calle Sagasta. Acompañado por otro amigo del pueblo, Francisco Sebas, se dedicaron una temporada a aprender el arte de la heladería en Castalla y comenzaron a fabricar helados y venderlos en un local alquilado en pleno centro de Badajoz entre 1932 y 1934. Parece que Francisco picaba más alto y decidió marcharse a Sevilla, donde abrió heladería propia pero por poco tiempo, pues terminó en su tierra, fichado por la industria juguetera y montando su propia fábrica de muñecos en el pueblo. Al quedarse sólo, Victoriano liquidó el negoció en Badajoz en 1935 y se vino para Mérida. Fue entonces cuando alquiló un local para su nuevo negocio en la vieja casona que Doña Amadora Calvo tenía en la calle Santa Eulalia. Estaba muy avanzado el verano del 34, con la Xirgú y Borrás junto a toda la farándula revolucionando la ciudad, cuando ésta añade a su oferta hostelera la nueva Heladería Española “Los Valencianos”. Victoriano fabricaba y vendía su mercancía en la calle Santa Eulalia. Le pilló la guerra en Mérida y con el negocio remontando el vuelo, como a muchos empresarios locales. Cerca de la Heladería, concretamente en la Puerta de la Villa, cayó una bomba en plena contienda y murió una de las más tiernas clientas de Victoriano, concretamente una de las hijas del doctor Andrés Valverde. La Puerta de la Villa era el lugar por el que había que