La huella de Francisca
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e llamaba Francisca González y era una mujer analfabeta, aunque esa condición, la de no saber escribir ni leer, era moneda corriente en la España de la postguerra. Las otras de esta historia, la de ser mujer y viuda, no eran precisamente una tabla de salvación en aquel tiempo que nos parece tan remoto. Ahora, porque parece que nos separa un mundo de entonces y porque lo que de aquél conservamos permanecerá en blanco y negro, tendemos a envolverlo en una especie de bruma gris; probablemente no sea algo voluntario si no un automatismo que asocia a esos tonos lo que creemos inhóspito, lejano: el pasado en fin; y más si éste lo asociamos a la privación, al hambre, a la amargura y al propio desasosiego que nos produce asistir al recuerdo de lo que sabemos injusto. Pero lo cierto es que aunque hubo de ser aproximadamente así, muy difícil de vivir y padecer, sobre todo para los que estuvieron en el campo de los vencidos, también ellos, especialmente ellos, vivían una vida en color; ese que no aparece en las imágenes de entonces. Pero aquellas vidas estaban también expuestas a los sentimientos, a proyectos que realizar y a esperanzas a las que agarrarse; quizás incluso dispuestas para disfrutar días de ferias y fiestas como ahora nosotros. Seguir viviendo en definitiva a pesar de la desgracia. Que había esperanza, y color, y luz bien lo querría creer Francisca, mujer y viuda que como tantas otras Franciscas de su momento vivió en la privación prolongada y el oprobio de la condena impuesta a los que perdieron la guerra y a sus familiares. Sólo la fortaleza de ella y de otras como ella le ayudó en la travesía. La esperanza de Francisca era traer a su hijo Ángel a casa; y así tuvo Francisca que emprender una tarea imposible para una ágrafa: enfrentarse
al estigma y la burocracia franquista, más oscura e inaccesible para ella que no sabía escribir ni leer. Que el Régimen perdonase a quien sin consideración estigmatizaba como su enemigo, tenía algo de ilusorio; suponía emprender una tarea probablemente perdida antes de acometerla, una empresa a la que sólo la fe inasequible de una madre puede enfrentarse. Quien quiera que le ayudase con el escrito tendría que explicarle que lo que para ella estaba siendo sólo el primero de los que, quizás, serían muchos años de angustia, para otros era el Año de la Victoria. Eso lo hubo de aceptar de buen grado, por más que desde su honesta ignorancia le pudiese resultar chocante; como que el horror que había caracterizado, en mayor o menor medida, los tres últimos años de la vida de todas las personas que ella conocía hubiese podido parir ningún movimiento, y menos que éste fuera glorioso. Bien fácil es imaginar a Francisca asintiendo a todo y poniendo su huella debajo de lo que no entendía, pero que aun así quería creer le devolvería a su hijo Ángel. Si cuesta poco esfuerzo imaginarlo es porque fue una realidad silenciada que se repitió y padecieron muchas mujeres y que tantos y tantos testimonios cuentan. Para nosotros permanece velado el final de esta historia, no sabemos si al Caudillo homicida o alguno de sus fervientes vicarios de la justicia les llegaron los informes que Francisca suplicaba en su escrito, y si esos informes ayudaron a que su hijo Ángel volviera a casa o no. Pero lo intentó y esto sí lo sabemos, y esa empresa por digna y valiente bien merece ser conocida por sus convecinos es estos días de feria. Juan Carlos López Díaz Consorcio de la Ciudad Monumental