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A la memoria de Miguel Sosa, “Curro”
A mi amigo Isidro, que tanto amor y cariño recibió de su padre. Sabes bien, compañero, que si nos quitaran de la boca todo el bien que la fiesta de los toros nos ha dado, tú y yo tendríamos que hablar casi por señas…
Doblaba ya el otoño, cuando una noche de diciembre, con todas las luces navideñas encendidas, se apagó la que alumbraba tu vida. No fue esa la misma Navidad, ni en tu casa ni en la mía. Tu recuerdo lo empapaba todo. Fueron días de volverse atrás en el tiempo, de añorarte con nostalgia, evocando tu figura, tus consejos de aficionado y tus siempre sabias palabras. Son ya ocho meses pensando que, cualquier día de estos, volveré a encontrarte en la calle y volveremos a hablar, como siempre, de los toros de otras ferias nuestras, de aquel corridón de “El Sierro”, de los “adolfos” de estos últimos años… Va a ser difícil no verte más, aunque me consuela saber que un día te encontré en el murmullo del viento, y me he dado cuenta, por si alguien no lo sabe, que, a orillas de tu recuerdo, ahora estás en todas partes donde el pensamiento te lleve: en la arena del ruedo y en los tendidos de cualquier plaza de toros. O en un rincón del campo, en el monte bajo, en la hierba, en las ramas de una encina, en el tronco de un olivo, en el canto de una perdiz, a la sombra de un cercado, en una noche de estrellas, en una luna grande, en el rocío de la mañana, en el “jé” de la boca de un torero, en los acordes de un pasodoble, en los vuelos de un capote, en el galope de un toro, en el temple de una muleta…
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Buena gente, entrañable, gran persona, siempre estarás en la memoria y en el corazón de quienes tuvimos
Miguel Sosa, “Curro”.
el privilegio de gozar de tu cariño. Tu pasión fue el toro pero tu familia, “Jacinti”, esa guapa escurialega con la que te casaste, tu hijo Isidro (¡qué buen aficionado es!) y tu nieto, Miguel, también Olga, lo eran todo para ti.
Sé que gozaste en tu juventud de ver pasar a un animal alrededor de la cintura, que sin llegar a vestirte de luces gustaste del triunfo y del fracaso de los toreros, de la amargura de ponerle cerrojos al que tú llevabas dentro para poder tirar adelante. Pero tu ilusión nunca se marchitó. Sin rencores, con la sonrisa en tus labios, siempre buscaste el calor del mundo de los toros. Se lo metiste en la sangre a tu hijo cuando lo llevabas a la plaza, cuando en un tendido, a treinta metros del ruedo, tu visión de aficionado estaba a ras de suelo, junto a las tablas, donde saltan las astillas que de las tablas sacan los pitones de los toros al rematar de salida; donde se palpa el miedo y la gloria del que se viste de luces… porque un
día soñaste en serio con la locura de querer ser torero.
Más de una tarde te vi feliz en la portátil de Miajadas, cuando el verbo torear se conjugó con mayúsculas, cuando, nada más y nada menos, viste ligar muletazos completos a muletazos completos, presentar la muleta muy adelantada, enganchar al toro, llevarlo muy largo, acompasado a la cintura, prendida su embestida en la punta de los dedos, y quebrar la muñeca para acompañarlo templadamente hasta rematar hacia adentro y, sin perder más que un paso, volver a repetir los naturales y los derechazos en largas tandas de muletazos deslizados en espiral al compás del sentimiento, hasta resolverse en un pase de pecho largo y mecido. ¡Cómo te emocionabas!
Mi mejor homenaje será siempre nombrándote. Miguel, compañero del alma, hazme caso, ahora lo que tienes que hacer es enfundarte el traje de luces, líate el capote de paseo, que se ha abierto el portón que da al ruedo para que pises firme los terrenos que tan bien conoces, reza una oración, santíguate y… ponte al cielo por montera, que para eso ya es tuyo para siempre.
“Despacito, ahí, ayúdale, sácalo, tócalo, esa es la distancia, así, crúzate más, sigue, colócate bien, despacito, dásela, a ver ahí... ¡bien!”.
Todos cuanto te conocimos, hoy te sentimos más torero y entendemos que la mejor forma de tenerte cerca es alimentando tu espíritu a través de tu recuerdo, mientras soñamos que, allí arriba, le pegas veinte muletazos a un toro.
Remigio Ruiz Corrales
SIEMPRE TORERO
Miguel Sosa Caro nace en una humilde casa de Miajadas el 3 de mayo de 1946. De raíces muy pobres, su padre trabajaba de vaquero, con sólo seis añitos y un saco de esparto en las manos le da los primeros lances a un becerro. Poco tiempo después, con unos trastos de torear muy toscos, una falda que robó a su madre y unas viejas mantas, ya sólo piensa en torear. Lo hará, sobre todo, en el campo. A los veinte años ya dispone de capoDe maletilla en la desaparecida plaza de toros de Miajadas. tes, muletas y algún estoque. Es cuando empieza a recorrer las capeas, convirtiéndose en un maletilla más. Se tira de espontáneo en la antigua plaza de toros de Miajadas en una novillada que se celebra el 11 de Agosto de 1966. Aquella tarde, con toda la ilusión del mundo por bandera, salta de espontáneo en un novillo de Rafael Chinarro. Le ponen una multa de 500 pesetas, ocho días de arresto y lo peor de todo, le retiran el carnet de novillero por dos años. Así y todo, sigue toreando cada vez que se tercia. Varios taurinos, como el ganadero salmantino Alipio Pérez Tabernero, quieren ayudarle pero su padre siempre se niega, sin su poder no pueden hacerlo. Definitivamente, debe olvidarse de sus sueños de gloria. Para ganarse la vida, buscará la cercanía del ganado vacuno, trabajando en su cría y manejo. Conocido en el pueblo por el apodo de “Curro”, Miguel era y se sentía miajadeño hasta la cepa. De porte inconfundible, delgado, ojos grandes y profundos, con su gorrilla campera no faltó a ninguna cita ni acto taurino que de importancia se celebrara en el pueblo y durante mucho tiempo, él, su mujer e hijo, eran los primeros en llegar a la portátil el día que se anunciaban toros. Siempre pidió respeto para los aficionados. Sintíendose torero en la plaza de Almoharín.