Asunción de la Virgen

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ASUNCIÓN DE LA VIRGEN SOLEMNIDAD

P. Juan Antonio Carrera Páramo, SSP

(San Lucas 1,39-56)

En aquellos días, María se levantó y se puso en camino deprisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá». María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia –como lo había prometido a nuestros padres– en favor de Abrahán y su descendencia por siempre». María se quedó con ella unos tres meses y volvió a su casa.

Las bienaventuranzas de María

Decir Asunción es hablar de la plenitud de la dicha de María. Su asunción es la parábola conclusiva que sintetiza su existencia bienaventurada y las bienaventuranzas de su existencia. Isabel fue la primera en romper el sello del libro de las bienaventuranzas de su prima cuando al recibirla en su casa exclamo: “Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá”. Desde entonces la han venido llamando dichosa todas las generaciones. De María se han proclamado tres dogmas: su maternidad divina, su inmaculada concepción y su gloriosa asunción. Pero hay un dogma mayor aún que estos tres. Dogma no declarado pero sobre el cual se sustentan los demás: el de su fe. San Agustín y muchos padres de la Iglesia han reiteradamente afirmado que si grande es la humilde sierva por su maternidad divina más grande aún lo es por su maternidad creyente. Las

bendiciones y gracias derramadas en María brotan de un solo manantial: su fe total en Dios y su obediencia incondicional a sus designios. La dicha de María también es la nuestra porque Cristo resucitó entre los muertos como primicia de una multitud de hermanos y ha abierto para ellos todos los aposentos en la casa de su Padre. Cuando la comunidad cristiana festeja la plena y total glorificación de María levanta en medio de la Iglesia y del mundo un gran signo de esperanza. En efecto al resucitar el Señor no sólo rueda la pesada piedra que cierra su sepulcro, sino que alza los dinteles y abre de par en par los portones del paraíso, quita el ángel de fuego que impedía la entrada y coloca en su lugar la señal acogedora y materna de María para dar la bienvenida a los que son de Cristo. Nosotros participamos de la dicha de María porque en la Iglesia somos como ella creyentes y discípulos


del Viviente y nos fiamos de su poder salvador y de su gracia resucitadora. No estamos como la madre exentos de pecado; nos toca librar rudas batallas contra los poderes del pecado y de la muerte que nos embisten e intentan separarnos de la vid. Pero caminamos revestidos de la esperanza de que Cristo aniquilará en nosotros todos los poderes del mal, pondrá bajo sus pies a todos los principados y potestades, principalmente la muerte. Y cuando todo haya quedado sometido a Cristo, entonces Cristo mismo, que es el hijo, se someterá a Dios… Así Dios será todo en todo”. Ese camino María ya lo ha recorrido y nos precede como señal ciertísima de victoria y esperanza. Pero ella no es de esas que, al alcanzar la meta, se queda sentada en su trono, coronada de gloria, esperando que lleguen los demás. Así como lo hizo con Isabel, así lo sigue haciendo con el pueblo de Dios peregrinante y con cada uno de nosotros. Se levanta y sale presurosa, se pone en camino nuevamente, recorre montes y valles, sabanas y selvas, se introduce en nuestras historias personales y colectivas, se adapta al ritmo lento de nuestro caminar, nos alienta con su presencia materna, nos impulsa con su ejemplo de fidelidad y nos sostiene en los tramos más difíciles con su cercanía y su ternura.

Y cuando entra en nuestras casas nos saluda y nos anuncia la buena nueva de Jesús que siempre lleva con ella. Esa buena nueva es la misma que cambió toda su existencia. Hoy también viene envuelta de la radiante hermosura de su sencillez y nos dice: Quiero compartir con todos vosotros el secreto de mi dicha eterna. Creed también en mi hijo Jesús, creed firmemente que en cada uno de vosotros el también cumplirá sus promesas divinas. Fiaros totalmente de él, dejad que haga en cada uno de vosotros y de vuestros seres queridos las maravillas de su voluntad. Hagamos todos de nuestras vidas un fiat permanente.

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