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Dios
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Enrique González Fernández
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La imagen de Dios
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l conocimiento más verdadero que podemos alcanzar de alguien nos lo proporciona la contemplación de su rostro. ¿Qué ocurre en el caso de Dios, cuyo rostro –aunque no lo podamos ver– imaginamos continuamente, seamos o no creyentes, porque en el fondo es ese que todos anhelamos contemplar de algún modo para saber a qué atenernos? «Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro» (Sal 27,89). Acaso con mayor frecuencia de lo que solemos pensar, cada hombre hace suyas esas palabras como voz interior, como búsqueda continua, como súplica. Porque «no está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos» (He 17,27-28). Pero Dios es, casi siempre, el gran «desconocido» (He 17,23). Cuando pensamos en Él, la primera imagen que se nos viene al entendimiento es la de un viejo muy serio con barbas y melenas blancas, antipático, nada atrayente. Un Dios así conviene tenerlo muy lejos. Es descorazonador. Con razón huimos espantados de Él. Produce depresión. Buscamos ocultarnos de su terrible mirada.
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Nos sumerge en la tristeza. Hasta nos amarga la vida. Resulta peligroso porque ante su estrafalaria idea nos hacemos malos, y cada vez peores personas. Sería mejor que no existiera. Por esta razón todos necesitamos ser alguna vez ateos de ese Dios con cara de mala persona o de pocos amigos; solo son amigos suyos los hombres deshumanizados. Imaginar un Dios tan aburrido, y en el fondo tan necio, es la gran mentira de todos los tiempos, de todos los hombres, de cada día anodino que pasamos bajo el sol, de cada noche inquietante, temerosos de Él. Porque ese Dios no existe; ese Dios no es Dios. Con frecuencia hemos de pedirle al verdadero Dios que no nos deje caer en la tentación de imaginarlo como si fuera ese suspicaz anciano, medio sordo, medio ciego, medio mudo. Aunque se repita que es lento a la ira y rico en clemencia, sentimos desconfianza ante esa ira divina que, contenida (tan lenta como su oído, su vista, su habla), se refleja en su cara malhumorada, altiva y distante, a punto de que la cólera, tan sumamente suya también, estalle al fin descontrolada ante cualquier paso equivocado o tropiezo que demos en medio de las arbitrarias reglas de esta especie de inmenso ajedrez del mundo que con extremado celo vigila, escrutados bajo sus fruncidas cejas de águila al acecho de una presa inocente o despistada. «Líbranos, Señor, de esa imagen»: debería ser nuestra principal oración de petición. Porque Dios es Dios. «Ánimo, soy yo, no tengáis miedo» (Mc 6,50), nos dice sonriendo cada día. «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces?» ( Jn 14,9). El propio Dios nos pide el favor
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de cambiar radicalmente la primera imagen equivocada que, a todas horas, llega a nuestra mente sobre Él. ¡Caemos tantas veces al día en esa tentación de la fea imagen...! Desea «ardientemente» (Lc 22,15) que lo pensemos de manera muy distinta: tal como es Él. Quiso hacerse hombre para que lo conozcamos así: niño o joven sonriente, lleno de simpatía, de encanto, de gracia y de hermosura. Su vida produce ternura en nuestra vida. «Alegraos» (Mt 28,9). Él mismo nos da «espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo» (Ef 1,17). Ilumina los ojos del corazón a fin de liberarnos del falso Dios que nos esclaviza: «conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» ( Jn 8,32). La verdad que nos hace libres significa conocer que Cristo «es imagen del Dios invisible» (Col 1,15), con lo que eso implica de sacarnos «del dominio de las tinieblas» (13): se nos traslada desde el temor a la confianza, desde la tristeza a la alegría, desde la oscura falsedad que esclaviza al esplendor de la verdad liberadora. «Todo lo mío es tuyo», dice a cada uno. Por eso es «preciso celebrar un banquete y alegrarse» (Lc 15,31). Cuando Cristo estuvo entre nosotros dijo solemnemente que quien lo ve a él, ve a Dios; que quien lo conoce a él, conoce a Dios. Porque Jesús es el rostro y la cara de Dios: «Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto... Quien me ha visto a mí ha visto al Padre... Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí» ( Jn 14,7-11).
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Índice
Págs.
La imagen de Dios ...................................................
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Dios, que me conoce a mí, es mi imagen ............... 21
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«Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él» .................................... 37 «En esto conocerán todos que sois discípulos míos» ........................................................................ 57
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«¿Por qué no reconocéis mi lenguaje?» .................. 81 «Cómo lo habían reconocido al partir el pan» ...... 93 Todo el que ama conoce y hace conocer a Dios .... 111 Bibliografía ............................................................... 153
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