Domingo XXX del Tiempo Ordinario

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DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO

P. Miguel Carmen Hernández, SSP

(San Lucas 18,9-14) En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

Oremos con el publicano: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».

Ponerse en manos del Señor

En el evangelio de este domingo hemos escuchado a Jesús contar que al Templo de Jerusalén suben dos personas: un fariseo y un publicano. El primero, un estricto y fiel cumplidor de la ley, una persona “buena” que cumple sus deberes para con Dios y sus obligaciones religiosas, felicitándose así mismo ante Dios. El segundo, el publicano, una persona que colabora con el poder opresor, los romanos, pues era recaudador de impuestos y, posiblemente, abusaba de su posición cobrando más de lo que realmente correspondía por lo que seguramente era despreciado y considerado no solo un pecador, sino un traidor. A diferencia del fariseo, el publicano reconoce su miseria, su pequeñez, no es siquiera capaz de levantar la cabeza. La oración del fariseo es de autocomplacencia, sus palabras y gestos aparecen huecos y vacíos. Su oración es un elenco de virtudes, desde su punto de vista su “perfección” le basta para creerse justo. La pregunta es ¿le deja espacio a Dios? ¿Deja que su gracia obre en él? Y la pregunta para nosotros es la siguiente, ¿cómo es

mi oración? ¿Dejo espacio a Dios? ¿Me autocomplazco con mis “buenas” obras? ¿Mi oración es sincera? ¿Reconozco que la salvación viene solo de Dios, y que esta es un regalo que Él por puro amor me hace? El publicano, ora poniéndose en manos del Señor, reconociendo su miseria e implorando el perdón de Dios, se reconoce pequeño y necesitado. En él la oración ya no es puro rito y obligación, sino una cuestión vital. La oración es como la savia que da vida, recorre toda el alma y la nutre. La oración que llega al corazón de Dios es aquella que está hecha con sinceridad, reconociendo las cosas buenas, sí, pero también reconociendo con humildad las faltas y pecados. La oración del fariseo, no llega a Dios, porque se ha convertido en un acto de soberbia, y la soberbia es lo contrario a la humildad. Dios ama a los humildes y derrama sobre ellos su misericordia como nos lo recuerda María en su canto al Padre (cf. Lc 1,46-55). Jesús, que nos ama, con la parábola de hoy nos muestra el modo de orar, nos muestra que orar es abrir el corazón


a la misericordia del Padre, teniendo la certeza de que nuestras palabras no caerán en el vacío, sino que serán escuchadas y atendidas. La oración que Jesús nos propone no consiste en una repetición de fórmulas gastadas y desgastadas, sino en entrar en nuestra intimidad y compartirla con el Creador. La oración no es una cuestión secundaria o marginal, como discípulos de Jesús, esta debe ser un pilar de nuestra vida.

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Cuando oremos presentemos a Dios nuestro corazón, abrámosle las puertas de nuestro ser, pues él siempre nos escucha y nos pide que nos reconciliemos con él y con nuestros hermanos, con aquellos a los que hemos ofendido y nos han ofendido. El Padre nos quiere recibir con los brazos abiertos, pongámonos en sus manos.

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