Travesias hombre lobo

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LUCÍA GUERRA



Asesino, ya ni siquiera me inmuto al pensar o pronunciar esta palabra. Soy un asesino y me acabo de subir a este tren para huir de mis posibles delatores. Es verdad que ninguno de ellos estaba presente cuando estrangulé a Verónica, pero varios me vieron salir con ella esa noche que ya no regresó viva a su casa. Testigos son de este hecho irrefutable y es natural que me consideren sospechoso... A pesar de mi crimen, siempre he sido muy inocente para lidiar con la vida. Demasiado inocente, y por qué no decirlo directamente, medio ahuevonado. Por eso, todo este tiempo creí que me había convertido en uno más de los muchos asesinos ocultos en estos laberintos de la ciudad. Y hasta cierto punto estaba en lo correcto, porque ninguno de los que me vio salir con Verónica sabía mi apellido ni mi dirección. Yo, para ellos, era simplemente Antonio, sin ninguna otra seña de identidad. Entonces, cómo me iba a imaginar que un día cualquiera y en el lugar más inesperado, me encontraría con el Pico de Oro... Cara de sospechoso

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puso el roto en cuanto me vio, y noté que un par de veces hizo el intento de pararse de la mesa para ir a llamar a la policía. Menos mal que supe escabullirme a tiempo, pero algún día y en la esquina menos pensada, me voy a topar con otro posible delator, porque aunque es cierto que las calles de Santiago me ocultan, también me están tendiendo una trampa peligrosa. Ahora, si yo fuera un hombre de pelo en pecho, bien poco me importaría que me llevaran detenido y me sometieran a un interrogatorio. Bastaría con chantarme en mi propia versión de los hechos y decirles, en el tono firme y sereno de los no culpables, que esa noche me despedí de Verónica frente a la Estación Mapocho y de inmediato tomé un bus que me llevó de regreso a mi casa. Pero siempre he sido muy cobarde y miedoso, muy poco hombre, como me reprocha mi abuelo cada vez que encuentra la ocasión. Estoy seguro de que bastarían tres o cuatro preguntas para que yo, con mis nervios de alfeñique, largara toda la confesión de mi crimen. La única alternativa es huir. Irme a Río Bueno –un pueblo chico cerca de Osorno– para no seguir corriendo el riesgo de encontrarme con cualquiera de esa chusma que me vio tan enamorado de Verónica. ¡Y cómo no lo iba a estar! Ella me iluminaba la vida y, a pesar de haberla matado, la sigo queriendo y la sigo deseando, como desde el primer día en que la vi. Amor más allá de la muerte, dice Quevedo en un poema que antes me parecía la mar de cursi... Era tanto lo que la quería que hasta pensé que me tenía embrujado,

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que cuando estábamos haciendo el amor, ella me dibujaba cruces en la espalda y recogía mi semen en un pañuelo para después quemarlo a la luz de una vela mientras pronunciaba las oraciones de algún conjuro secreto. ¡De qué otra manera podría haber explicado ese amor tan intenso y sin razón! Mi pasión por ella desbordaba todo lo normal y arrancaba de un cauce extraño y muy misterioso... Brujería no más tenía que ser porque no era posible que un estudiante universitario y de tan buena familia, estuviera locamente enamorado de una muchachona ignorante y ordinaria que, para colmo, vivía en una casa de putas. Tomar la brujería como la única explicación posible me ayudó a hacer la decisión definitiva. ¡No verla nunca más! Aunque el cuerpo y el alma estuvieran sangrando de dolor. Pero bien poco es lo que uno puede hacer cuando la voluntad se hace trizas y se va a la mierda, dejándolo a uno a merced de otras fuerzas imprevistas que están fuera de todo control. Esa noche, la noche de mi crimen, no sé cómo o a qué hora llegué a la casa de Verónica. Lo único que recuerdo es que caminé mucho, que, de repente, me dio por acercarme cada vez más a la luz que irradia la estatua de la Virgen en la cima del San Cristóbal y que después seguí caminando por la vereda cerca del río. Era yo y no era yo al mismo tiempo, como si otra fuerza se hubiera incrustado en la mía, lo mismo que un injerto haciendo su propia voluntad. Sólo recobré plena conciencia cuando Florinda estaba saludándome y Verónica me miraba con los ojos llenos de

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lágrimas, porque ya hacía tres semanas que había dejado de ir a verla. Han pasado otras noches de luna llena y aún sigo preguntándome qué fue lo que me motivó a hacerla caminar por ese terreno lleno de malezas. Confieso que no lo sé y tengo la certeza de que nunca lo sabré. Tampoco sé por qué la maté... por qué, cuando los perros empezaron a ladrar, me convertí en un asesino. Por esta ventanilla del tren, se divisan cerros y viñedos mientras empieza a atardecer. Largo viaje hacia el sur. Me espera un largo viaje, y el traqueteo del tren sobre los rieles hace aflorar los recuerdos. Aunque he logrado superar la noche oscura de la culpa, nítida perdura la memoria, latiendo y fermentando, regestando hechos y sensaciones que jamás caerán en el olvido. Más de diez horas tengo que estar en este carro lleno de gente que no me importa. Serán más de diez horas hilvanando recuerdos que también podrían constituir la confesión verdadera que nada tiene que ver con las confesiones que aparecen en las novelas y en las películas de detectives. Mi confesión está totalmente en los márgenes de ese enigma que el sabueso, de manera muy astuta, husmea en las pistas y huellas dejadas por el asesino. Tampoco será la última pieza del rompecabezas que se fue armando a partir de hipótesis y elucubraciones. ¡Bien lejos que está la vida de toda trama policial inventada para entretener! ¡No lo sabré yo! Mi crimen es sólo uno de los hechos en una constelación de sucesos y de gente, de historias e imágenes que se entretejieron fuera de toda línea lógica.

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Algo tuvo que ver mi familia con todo esto, algo que no puedo definir aunque estoy seguro de que este hombre que ahora soy, se esculpió a la sombra de todos ellos. También influyó mi carácter tímido y cobarde que aprendí a enmascarar con la fachada del orden y la sobriedad... ¡y quizás cuántas cosas más! Ya no estoy en esa etapa de mi vida en que racionalizaba y hasta ponía por escrito un largo inventario de causas y de efectos. Mi crimen se inserta fuera del manido caudal de la razón. Corre por otras laderas muy distintas, por aguas oscuras, tan oscuras como esas cosas raras e inexplicables que me empezaron a pasar hace ya casi tres años. Fue un día insólito. Y no porque hubiera ocurrido un terremoto o cualquier otro desastre. Todo a ese nivel funcionó de manera normal. Pero ya a partir del amanecer, ese día se desvió de lo habitual y envió señales imprevistas. En cuanto Antonio despertó, sintió el cuerpo pesado y torpe, reacio a sus mandatos, como si durante la noche hubiera pasado por una misteriosa metamorfosis. Él, siempre tan ágil y con tanto vigor para emprender todo lo planeado, tuvo que hacer un esfuerzo para salir de la cama y, mientras se dirigía al cuarto de baño, sus movimientos lerdos lo hicieron compararse con un animal ahíto, después de devorar a su presa.

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Es absurdo, pero a mi mente vino la imagen de un león dormitando echado en el suelo, después de atacar a su víctima, mientras las moscas zumbaban alrededor de las manchas de sangre que aún tenía en la cara y el resto del cuerpo. Dos veces se resbaló cuando estaba duchándose y, para colmo, la toalla se quedó enredada en el colgador, y de tanto forcejear éste terminó quebrándose. Irritado y tiritando de frío, procedió a vestirse con la rapidez de siempre, pero se le atascó el cierre del pantalón y se equivocó de ojales al abotonarse la camisa. Refunfuñando volvió al baño para lavarse los dientes, y en vez de salir ese medio centímetro que calculaba de manera tan exacta, la pasta se derramó dejando en el lavabo una mancha verde que le produjo repugnancia, porque daba la impresión de ser un vómito de lagartija. Como todas las mañanas, Chela lo esperaba en el pasillo para hacerle la consabida pregunta: –¿Qué va a querer para el desayuno, don Toñito? –dijo en ese tono un tanto servil que tenía para dirigirse a los de la casa. Siempre oía esta pregunta como parte de la rutina diaria, pero esta vez tomó a la empleada de las solapas del delantal y dándole un par de remezones, exclamó furioso: –¡Te he dicho mil veces que no me llames Toñito! Mi nombre es Antonio y ya me tienen hasta la coronilla con el famoso Toñito, como si fuera un niño chico. No más Toñito, ¿oíste?

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Ella asintió en silencio, sorprendida de verlo enojado cuando don Toñito era siempre tan tranquilo y quitado de bulla. –Dame té puro y pan tostado –le ordenó respirando hondo para apaciguar esa sensación de ira, tan ajena a su carácter. ¡Qué culpa tenía la Chela! Además, y esto era lo más importante, detestaba a la gente rabiosa y de mal genio por no saber controlar sus impulsos.

Apenas tuve ánimo para tomar un poco de té, porque sentía el estómago abotagado y como un verdadero idiota, se me ocurrió que estaba lleno de piedras fermentando. ¡Qué ocurrencia más imbécil! Las piedras no son más que piedras y está claro que no fermentan. Ya eran casi las siete y si no me apuraba, iba a llegar atrasado a clases. Corrí al dormitorio a buscar mis cosas y, al salir por el pasillo, tropecé con esa maldita mesa esquinera y me pegué un tremendo golpe en la rodilla. Para colmo, justo cuando estaba por llegar a la esquina, se pasó el bus de las siete y no tuve otra alternativa que esperar el próximo. Ni que hubiera amanecido meado de perros, me dije, y me dieron ganas de pegarle un puñete al chiquillo que me estaba mirando con la boca abierta. En el paradero, se amontonaba la gente y dos obreros de la construcción se pararon a su lado: –Mira qué carbonada más rica me hizo la Cecy anoche. ¡Tiene manitos de ángel, mi corderita! –exclamó uno de

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ellos destapando la vianda, y el olor a comida barata le produjo una repulsión en el estómago. “Deberían prohibirle a esta gentuza ordinaria que ande con la comida a cuestas”, pensó haciendo un gesto de disgusto, y se alejó varios pasos para quedar al lado de un hombre flaco y con pinta de oficinista. “Estos tipos, por lo menos, andan limpios. En cambio ese otro roto que acaba de llegar, luciendo su suéter rojo, debe tener puro olor a mugre”. Subió al bus empujando molesto a los otros pasajeros y se quedó cerca del asiento del chofer, sin despegar la vista de la ventanilla delantera. “¡Apúrate, desgraciado!”, quiso gritarle varias veces porque el papanatas empezaba a frenar antes de que el semáforo cambiara a luz roja. Bien atrasado que iba a llegar, justo cuando tocaba el repaso para el examen parcial. Atrasado. ¡Vergüenza le daba! Él que sabía estar sentado en la sala de clases quince minutos antes de que tocaran el timbre. Llegó cuando el profesor ya había hablado de los dos primeros siglos de la literatura inglesa. Aunque de inmediato se puso a tomar notas, perdía datos importantes. Para peor, se equivocaba al escribir y tenía que tachar palabras dejando las páginas llenas de borrones. Y algo que verdaderamente aborrecía era el desorden y los cuadernos hechos un mamarracho.

La verdad es que no sabía qué demonios me estaba pasando. Ya no sentía ese peso tan agobiante en el estómago,

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pero ahora estaba muerto de sueño y cuando llegó el recreo, me dieron unas tremendas ganas de echarme en el pasto y largarme a dormir como una bestia. Bien tibio que debía estar el pasto asoleado, mientras en ese banco junto al par de álamos ya estaba pegando el viento helado del otoño. Cuando sonó el timbre llamando a clases, le costó despabilarse, y aunque iba dispuesto a lucirse con sus preguntas que siempre lo dejaban tan orgulloso de sí mismo, no se le ocurrió decir ni una sola palabra. Tenía el cerebro embotado y parecía que su inteligencia se había ido por otros rumbos, unos rumbos muy raros que nada tenían que ver con él. –¡Día maldito! –exclamó cuando se encaminaba al paradero del bus, y furioso le tiró una piedra al perro que lo venía siguiendo–. ¡Todo está saliendo como la mierda! Lo único que ahora falta es que el bus tenga un accidente y me quede con un brazo menos o inválido por el resto de mi vida. En el trayecto, siempre aprovechaba de leer, echando de vez en cuando una ojeada rápida a la calle o a los otros pasajeros. Pero ese día, cuando el bus se detuvo en la esquina de la boîte La Sirena, se fijó que a la entrada había un enorme cartel pintado de rojo y con estrellas plateadas que enmarcaban la figura de una bataclana en bikini. Con la vista recorrió todo el cuerpo de la mujer y, para su asombro, sintió ganas de pasar una noche en esa boîte, entre la fanfarria de la gente de medio pelo con sus cumbias estruendosas y rodeado de hombres

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borrachos y mujeres descaradas. Cerró los ojos tratando de borrar ese deseo tan insólito, y cuando el bus volvió a partir dando un bocinazo, se vio a sí mismo besando los pechos de la mujer pintarrajeada del cartel, y en su paladar, sintió un sabor ácido y espeso que le puso la boca salivosa. Entonces se imaginó que él, unido a uno de esos pezones oscuros, era una serpiente que mamaba con ahínco, antes de devorar el seno abundante y caer en un largo letargo.

No sé por qué cresta estaba imaginando escenas tan raras, y para pensar en otra cosa, busqué en mi libro ese soneto de Milton donde elogia la perfección de la rosa como símbolo de todo lo creado. Ese sí que era mi mundo y no una bataclana con las tetas al aire. Yo creo que fueron esos versos tan poéticos los que me hicieron creer que se me despejaba la mente y volvía a ser dueño de mí mismo. Así lo creí. Sin sospechar que ésa era sólo una tregua en la cadena de cosas extrañas que me siguieron sucediendo. En su casa ya estaban sentados a la mesa, y la tía Nena, la más chismosa de la familia, se levantó para saludarlo haciendo sus típicos aspavientos: –¡Toñito! ¡Qué bueno que viniste a almorzar, mijito! Ya hacía tiempo que no te veía... ¡Pero qué buenmozo estás! Pensar, Martita, que este niñito era tan enclenque cuando chico. Parecía un pajarito nuevo, un gusanito a la intemperie. Y ahora está hecho todo un hombre... ¡Cómo pasa el tiempo,

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Dios mío, cómo pasa!... Le estaba contando a tu mamá que Manuel Alberto, por fin, está recibiendo su merecido. –¿Qué merecido, tía? –le preguntó arrepintiéndose de haber pasado a la casa porque la tía Nena, con su verborrea insoportable, le crispaba los nervios. –Su merecido castigo, por supuesto. Qué otra cosa... Pero siéntate que debes estar muerto de hambre. Para ponerte al día con lo que estábamos conversando, tú ya sabrás todas las penurias que ha pasado la pobre Angélica con ese marido tan terriblemente mujeriego. La pobre ha sufrido más que Eulalia, la santa que pasó por el martirio de que le cortaran los pechos cuando estaba atada a una rueda. Pero lo nuevo, y por eso pasé a almorzar con ustedes, es que la Angélica, cáiganse de espaldas, se aburrió de ser una mártir. –Ya era hora –afirmó su madre–. Nunca en nuestra familia han existido las mujeres mártires. Por algo todas descendemos de la abuela Griselda que fue el ejemplo máximo de la mujer insumisa. –¡La abuelita Griselda! ¡Qué mujer tan admirable! –exclamó Viviana con ese tono de actriz que había adoptado en estos últimos meses. Tan tonta y exagerada que era su hermana y quizás de dónde había sacado esa manera de hablar. Para colmo, ahora le había dado por plancharse el pelo para que le quedara largo y liso como el pelo de las hippies, y con unos blue jeans bien apretados salía a las demostraciones callejeras a favor de Allende, quien se las estaba dando de

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redentor del proletariado. “¡Allende, Allende, el pueblo te defiende!”, gritaba con fervor entre una multitud de rotos que nada tenían que ver con ella. La pobre, desde chica, había sido tan absurda... –Tú conoces la historia de la abuela Griselda, ¿verdad, Toñito? –le preguntó la tía Nena echándose a la boca la aceituna que adornaba el atún con mayonesa. –Sí, ya me la sé de memoria, porque la cuentan a cada rato –respondió en ese tono irónico que Viviana le criticaba aprovechando de decir que él nunca se comprometía con nada porque carecía de valentía para enfrentar las cosas. Sepa Moya por qué siempre que llegaba una visita imprevista, a su mamá se le ocurría servir una entrada de atún con su típica, por no decir mítica, aceituna. Trataría de no prestarle atención a la conversación, los chismes lo tenían harto y ya habían salido, para variar, con la abuela Griselda. En eso se lo pasaban las mujeres de la familia, contando historias que no acababan nunca. Con cualquier pretexto, sacaban a relucir los antepasados, esa galería de seres ridículos y melodramáticos que, según ellas, eran los verdaderos soportes del frondoso árbol que constituía la familia. ¡Cómo no se iba a acordar de la historia de la abuela Griselda que había sido, como decían con tinte solemne, tan libertaria y dueña de hacer lo que se le viniera en gana! Hecha polvo en el cementerio estaba ahora la famosa Griselda, pero ellas seguían hablando de los vuelos de la falda que se le habían quedado atascados en

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la puerta de la Catedral, mientras una tropa de lanceros se acercaba amenazante en los días de la Revolución de 1891. Y buen festín para los gusanos, porque era bastante gorda –como atestiguaba ese viejo retrato al óleo– había sido esa otra señora estrambótica, la abuela Sofía que hacía milagros y enviaba profecías. Ya ni un átomo de sus huesos quedaría en la tumba, pero a las mujeres de la familia nunca les faltaba la ocasión para salir con relatos que siempre describían la mano luminosa de la abuela Sofía apareciéndose en los rincones oscuros de alguna casa. Y no era una mano cualquiera, según contaban. La mano, iluminada por una luz verdosa y tan potente que transparentaba la silueta de las falanges, se movía como si estuviera viva, hacía señales comunicando mensajes en un código extraño y después se despedía mientras empezaba a desaparecer. –Así es que se fue no más la Angélica a Talcahuano. Partió sola y los dejó a todos en la casa –estaba diciendo la tía Nena. –Sí, ya sé, mujer. Pero, ¿qué pasó en Talcahuano? –preguntó su madre impaciente–. Tú, toda la vida, Nena, cuentas las cosas con tanto divino preámbulo. –Bueno. Si quieres que vaya al grano, te cuento altiro. Allá anduvo divirtiéndose con unos marinos que habían llegado en un barco noruego y uno de ellos la siguió a Santiago. ¡Quedó la grande! Hace dos días Manuel Alberto, que ya estaba sospechando, la siguió cuando ella salió de la casa y la pilló con

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el noruego a la vuelta de la esquina. ¡A grandes besos estaban! Y el noruego no la tenía abrazada por la cintura, no, ¡sino que con las manos en pleno derrière! ¡En las nalgas! Para decir las cosas en nuestro propio idioma, como corresponde. Eso era lo que más disfrutaba la tía Nena. Hablar de gente envuelta en amoríos y citas secretas. En eso se entretenía la pobre, porque el tío Hernán era más impávido y aburrido que un chino en un velorio. ¡Y cómo le gustaba describir escenas eróticas! Escenas muy parecidas a la de él mamando el seno voluminoso de la mujer pintarrajeada en el cartel. Harta vergüenza que le daba haberse imaginado a sí mismo pegado a los pezones de una bataclana. –Yo no sé cómo harán el amor los noruegos, pero si este marino enloqueció a la Angélica que era capaz de sufrir como una verdadera mártir, algún arte oculto tendrán... ¡Qué tía más pesada y cargante! No va a parar nunca de hablar y él se está demorando demasiado en masticar la carne por culpa de la Chela que, de seguro, se quedó conversando con el muchachón del almacén y preparó la cazuela a última hora, sin hacer hervir bien la carne. Harto irritante que está resultando esto de tragar la carne dura y tener que oír el copucheo de las mujeres. –¿Va a querer el pollo con arroz o con pura ensalada? –le preguntó la Chela evitando nombrarlo. –No. Ya me voy. Termino la cazuela y me voy porque tengo mucho que estudiar –respondió exagerando el apremio.

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–¿Y el postre, mijito? No me digas que te vas a quedar sin postre cuando Viviana ya me contó que hizo un flan de lúcuma para chuparse los bigotes. El gesto de la tía Nena le produjo un intenso desagrado. Se había lamido los labios mostrando la lengua tiesa y puntiaguda, igual a la lengua de la tortuga que había visto en esa revista donde también aparecía un águila picoteando las vísceras de un animal muerto y el feto de un cangurú, de apenas dos centímetros, moviéndose como un gusano sanguinolento en la bolsa de la madre. Ganas le entraron de agarrar la lengua de la tía y sacársela de cuajo. De hacer lo mismo con Viviana, que no dejaba de interrumpir con sus acotaciones dramáticas. Por pertenecer a las juventudes comunistas, la tonta ahora se creía muy importante y hasta impostaba la voz dándole una resonancia que irritaba los tímpanos.

Salí de la casa sin prestar atención a los elogios que me estaba haciendo la majadera de mi tía y como todas las tardes, crucé por la Plaza Baquedano con su estatua tan ridícula. Mi tía abuela Elvira siempre decía que debemos amar los lugares que habitamos porque ellos también nos habitan a nosotros. ¡Leseras que se le ocurren a las mujeres viejas y solteronas! Daba risa ver al Comandante en Jefe del Ejército Chileno con esa gorra tan sencillota y sin gracia sujetando las bridas de su caballo, en una postura tan rígida que parecía estar sobre un témpano en Alaska y no

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matando pililos peruanos y bolivianos que ni siquiera llevaban un mísero uniforme. Recuerdo patente que cuando le eché una ojeada a la mujer que sostiene los laures de la gloria a los pies de Baquedano, sentí una picazón, como si dentro del oído izquierdo tuviera un nido de hormigas que empezaban a avanzar por toda la oreja. Me di vuelta para rascarme, mirando hacia el río, y mi vista tropezó con la otra estatua estrafalaria, la de José Manuel Balmaceda con melena y bigotes de fin de siglo y envuelto en una túnica de jurisconsulto romano. Quizás quién sería el escultor ignorante que le inventó esa túnica, porque para mí que los romanos nunca usaron bigotes y harta plata que le habrán pagado para llenar la figura de Balmaceda con pliegues voluminosos y una melena al viento flameando en el aire polucionado por tanto automóvil, y el humo espeso de los tubos de escape de la locomoción colectiva. Las hormigas en mi oído se convirtieron en insectos aún más pequeños y crucé la calle temiendo que algún perro callejero me hubiera pegado la sarna. Frente a la Fuente Alemana, organizó sus libros y apuntes para empezar a estudiar. Las hileras de árboles centenarios que ahora, con la llegada del otoño, llenaban los senderos de hojas en distintos tonos de marrón y amarillo, le parecieron el escenario perfecto para esos versos ingleses que evocaban amaneceres lluviosos y ruiseñores arrullando a una pareja de enamorados. Aunque a ambos costados del

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Parque Forestal seguía pasando el tráfico, allí era posible ignorarlo e incluso convertir ese ruido tan desagradable en un oleaje sordo que llegaba desde la lejanía. Abrió uno de sus libros y se encaminó leyendo hasta el banco ubicado detrás del Museo de Bellas Artes, con sus líneas clásicas y sus medallones de mosaicos que representaban los bustos de pintores famosos. Le gustaba estar ahí, en ese rincón europeo que nada tenía que ver con los edificios de mal gusto, las micros atestadas de gente y tanto letrero chillón. Se olvidaría de que ese día se había iniciado de manera tan extraña, ya que ahora todo seguía un curso normal.

Aún no logro entender cómo pude ser tan tonto como para creer que todo había vuelto a la normalidad. ¡Cómo iba a ser normal que ahora me estuviera picando toda la cabeza! Y que después, esos insectos minúsculos se convirtieran en un abejorro que no dejaba de zumbar, mientras con sus patas peludas se me paraba en el cuello, en la espalda, en las rodillas y hasta en el dedo meñique, justo cuando iba a dar vuelta una página... Nada se saca con negar las cosas, eso es algo que aprendí después de que maté a Verónica. ¡Las huifas que todo había vuelto a la normalidad! Es como si en este preciso momento negara que el inspector del tren, un flaco con bigotes a lo Pancho Villa, acaba de entrar a este vagón para revisar los pasajes.

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CÓDIGO: 1199

Ya empezaba a oscurecer cuando terminó de estudiar. Se encaminó hacia su casa tratando de pensar en un poema de John Donne donde se compara a los amantes con las agujas siempre unidas de un compás que engendra formas geométricas. Pero sigue incomodándolo la comezón en esta novela, se cuenta la trayectoria de un la planta de los pies. Ya dos En veces ha tenido que sentarse asesino en serie. Sus travesías permiten delinear en un banco, sacarse los zapatos y empezar a rascar con con sus una cartografía de la ciudad de Santiago fuerza por encima de los calcetines, porque tampoco signos y divisiones sociales mientrasva el río Mapoes aquel sitio de los desechos que atrae al a quedar a pie pelado en uncholugar público. Para colmo, protagonista. En los con márgenes de lo racional, se hay algo seco en el aire que lo hace respirar dificultad desliza el crimen, la culpa y un manantial de y en las fosas de la nariz, siente un cosquilleo molesto, historias que el asesino inventa para justificarse. algo seco, pero con olor a rancio, olor a animal En una sociedad escindidamuerto entre hombres y y moscas revoloteando a sumujeres alrededor. En cuanto llegue con una visión distinta de la realidad, predominan códigos ha de laestado masculinidad, el a la casa se va a dar un buen baño los porque femicidio y la violencia tanto en Antonio corriendo una ventolera llena de polvo que se le debe como en su entorno histórico bajo la dictadura militar. La haber metido hasta en el más recóndito poro de la piel. figura del hombre lobo alude a la metamorfosis Ha llegado a la esquina de Purísima dosla fachada insólita de yuntodavía personajefaltan que, tras cuadras para llegar a Pío Nono. Aunque se vea como un posee burguesa de la sobriedad y el orden, la doble faz de la brutalidad. roto mal educado, no tienetambién otra alternativa que seguir A un nivel simbólico se refiere, además, metiéndose el dedo en la nariz porque que el cosquilleo se a los crímenes de la dictadura, el bien y el mal, el amor pone cada minuto más insoportable. ¡Maldito viento de y la perversidad se entrelazan socavando las la ciudad! Siempre lleno decategorías tierra yéticas. quizás cuántas otras materias que acumula el smog. Ahora está a un par de metros del semáforo de Pío Nono y como ha disminuido el tráfico, se puede oír el rumor del río. Él entonces imagina las aguas corriendo allá abajo I.S.B.N.: 978-956-12-2806-1 y reflejando, apenas como dos sombras difusas, la figura

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9 789561 228061


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