NIÑA M I TA C U Ñ A
Copyright © Paulo Stucchi Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial, de cualquier forma y por cualquier medio mecánico o electrónico, inclusive a través de fotocopias y de grabaciones, sin la expresa autorización del autor. Todo el contenido de esta obra es de entera responsabilidad del autor. E ditora S choba Calle Melvin Jones, 223 - Villa Roma - Salto - São Paulo - Brasil CEP: 13.321-441 Fone/Fax: +55 (11) 4029.0326 E-mail: atendimento@editoraschoba.com.br www.editoraschoba.com.br CIP-Brasil. Catalogação na Publicação Sindicato Nacional dos Editores de Livros, RJ S921m Stucchi, Paulo, 1977Menina : Mitacuña / Paulo Stucchi ; tradução Ricardo Gonzága Rodríguez. - 1. ed. - Salto, SP : Schoba, 2013. 216 p. ; 21 cm Tradução de: Menina : Mitacuña ISBN 978-85-8013-281-6 1. Romance brasileiro. I. Rodríguez, Ricardo Gonzága. II. Título. 13-02994 CDD: 869.93 CDU: 821.134.3(81)-3
Para mi amada esposa Josy. A mi hijo Pedrito. Cada letra de este libro es para vosotros mis queridos. A Ricardo González Rodríguez, profesor e intelectual paraguayo que escogió el Brasil como su hogar, para él y su familia, y que contribuyó de modo impagable en este libro, auxiliando en las traducciones para el español y el guaraní. A mi editor Thiago Schoba, por las horas de charlas e ideas que se perdieron entre muchas copas de vino en cuanto conversábamos sobre “Menina = Mitacuña = Niña”.
Capítulo 1 21 de agosto de 1869
En el instante en que cuatro enormes gotas de agua bañaban su frente, Negro João despertó en sobre salto. En un gesto instintivo de quien luchara toda su vida por la sobrevivencia, se cubrió, con su enorme mano derecha, la pistola presa al cinturón. Siempre alerta antes de pensar. Para muchos de sus colegas, ese había sido el lema que los mantenía vivos en un cotidiano de guerra. Mismo en cuanto dormía, Negro João oía claramente el estallido de los cañones, el barullo producido por el impacto de las balas disformes contra el suelo, el olor y los granos de tierra que se perdían en el aire. Pero, lo peor de todo, de todo mismo, era el olor de sangre. Varias fueron las veces en que lavó con insistencia insana su cuerpo cubierto por la sangre de los bugres, los indios, como sus camaradas llamaban los soldados paraguayos. Sin embargo, aún que su piel negra estuviese limpia, el olor acre de sangre permanecía, penetrándole las narinas largas y que tomaba de asalto todos los rincones de su cerebro. Mismo que volviese vivo al Brasil, creía que el olor nauseabundo de sangre nunca saldría de sus narinas y de su corazón. Las cuatro gotas que despertaron a Negro João, fueron seguidas por otras tantas que mojaron su rostro, el pecho desnudo y el fuerte tronco parcialmente cubierto por el uniforme en harapos del ejército imperial. Negro João recorrió los ojos por la sala amplia. Los sofás de cuero traídos de España y la decoración que mezclaba el gusto aristocrático y rústico aún estaban allí, intactos. 8
Levantó los ojos para el techo y constató que las gotas caían por una hendidura en el forro del casarón. Allá afuera, llovía a cántaros. Ahora que estaba despierto, notaba que el barullo del agua cayendo sobre el techo cubierto apenas por tejas producía un barullo ensordecedor. Era realmente increíble que huviese conseguido dormir tan profundamente con un barullo tan ensordecedor. Él y la niña habían llegado a la estancia al final de la tarde del día anterior. La propiedad no era muy grande, pero presentaba restos de un lugar que, un día, fuera próspero y rico. El interior del Paraguay era puntillado por propiedades de ese tipo, la mayoría sirviendo para la plantación de algodón y mate o creación de ganado. Por eso, ahora todo no pasaba de un cementerio lleno por añoranzas de una prosperidad muerta. Negro João había visto mucho del escenario rural paraguayo. Fueron innúmeras las veces en que pasara por propiedades como aquella. Abandonadas, saqueadas. Sus dueños, decían, huyeron para la capital o para Argentina. Otros, no en tanto, habían tenido menos suerte y murieron. El precio de la guerra. La única cosa en común entre esas dos realidades es que, invariablemente, estos latifundios, un día pujante y próspero, habían sido saqueados tanto por el ejército paraguayo cuanto brasileño. La necesidad de sobrevivencia hacía el hombre cometer actos insanos. Pero él no era saqueador. Caminara dos días seguidos sin dormir. Varias veces tuvo que cargar la niña en sus brazos. En otras, tuvo que segurar la irritación por el llanto contenido de la niña. Cuando vio una vaca flaca, de aspecto enfermo, caminando rente a la cerca de madera, no tuvo dudas. Tenía que comer. Y más, tenía que alimentar a la niña. Él era un hombre hecho, esclavo, tallado para sobrevivir a una existencia de dificultades. Pero la niña no tenía más de diez años. Y los niños tienen que comer. Para él, ya fuera sorprendente que la niña consiguiese andar aquella distancia toda, con sol y calor, sin emitir un único sonido de
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reclamación. Ella casi no hablaba, y, cuando lo hacía, las pocas palabras, que pronunciaba en una lengua que Negro João no comprendía. Después de tres años en Paraguay, conseguía comprender un poco de español, pero no entendía el otro dialecto porque el pueblo que vivía en las localidades más lejanas, mas en el interior, hablaba un idioma tan extraño, tan diferente. Lengua de indio, cierta vez explicara un oficial. Entonces, debería ser eso. La niña hablaba lengua de indio. De cierto modo, la pequeña indiecita estaba en una situación mejor que la de él, cuya boca no emitía un único sonido desde los diecisiete años. La palma de sus pies grandes y descalzos hacía el piso del suelo de linóleo gemir. Parecía que cada paso suyo machacaba las finas tablas de madera que, un día, fueron embarnizadas y pulidas. Entonces, percibió que aún aseguraba la pistola. Rayos de luz entraban por la puerta entreabierta del casarón colonial. Negro João llegó a ver belleza en todo aquello. Los reflejos del sol traían un poco de vida a aquel ambiente que, en todo, recordaba desolación y muerte. Empujó la puerta y sus ojos fueron inmediatamente cegados por la claridad. A pesar de la lluvia tropical torrencial, el día estaba absurdamente claro. El cielo era de un azul lindo. Varias fueron las veces en que Negro João se cuestionara como era posible haber guerra y sangre sobre un cielo tan lindo. Llegara a pensar que el cielo paraguayo era más puro y sincero que el de su tierra natal, en Brasil. Tal vez porque todo lo que el firmamento sobre el cual creciera representase apenas dolor. Se sorprendió al notar que estaba verdaderamente preocupado con la pequeña indiecita. Procuró señales de la niña en la amplia terraza de la cual podía observarse una enorme planicie. Léguas y léguas de campo. Más adelante, las señales muertas de que un día fuera una plantación de yerba mate. En un rincón de la terraza, aún estaban los restos de la vaca enferma que había servido de alimento para él y la niña en la noche
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anterior. El animal casi suplicara para que Negro João lo matase, que diese fin a su dolor. La piel cubierta por el marrón tenía varios agujeros provocados por mosquitos. Los ojos azulados y opacos indicaban que, lo que restaba de vida en aquel cuerpo, se había ido. Había sido necesario apenas un golpe de sable para que la vaca moribunda cayese, inmóvil. Entonces, Negro João comenzó a destrinchar al animal. No era posible hacer fuego sin que corriesen el riesgo de ser avistados, entonces, la solución fue comer la carne cruda. Para él, eso ya era algo común. Si inicialmente el gusto de sangre y la textura fibrosa le causaban náuseas, los años de guerra hicieron con que el sabor de la carne cruda no fuese estorbo alguno. En los últimos meses, los pocos y frágiles animales, el ganado confiscados y abatidos por las tropas del Imperio eran la única fuente de alimento, además de las raíces y aves. La mala alimentación y el desgaste de las campañas de incursión por el interior del Paraguay había hecho con que muchos hombres cayesen enfermos, victimados, principalmente, por el cólera y la intoxicación. Conforme su tropa fuera penetrando en territorio paraguayo, la escasez de recursos y la convivencia con el hambre se había vuelto compañero de los soldados. Negro João había perdido muchos compañeros, de malaria o, simplemente, vencidos por el hambre y la anemia. Para su sorpresa, la niña también comiera la carne cruda con avidez. Masticaba como si aquello fuese la mejor comida de su vida. “Debe estar hambrienta. Probablemente, la pequeña no come a días”, pensó. Eso también no lo sorprendía. Así como los soldados, la población del interior también sufría con la peste y el hambre. Una desolación enfermiza y pútrida, imposible de ser apagada de la memoria. El esqueleto del animal abatido estaba cubierto por moscas verdes. Negro João pensó en lo indigno el final de aquel animal estúpido
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que diera la vida para matar el hambre de él y de la niña. Más tarde cuidaría de las moscas… ¡Después! Primero, tenía que encontrar a la indiecita. No había señal de ella del lado de fuera, lo que dejaba la hipótesis de que la pequeña estuviese dentro del casarón, durmiendo en algún cómodo, o caminando sobre la lluvia. Ella adormeciera al lado de Negro João, respirando en un ritmo angelical, mas ahora estaba desaparecida. Abrir los ojos y no encontrar vestigios de la niña causó un aprieto incomodo en el pecho del inmenso hombre negro. Ella debería estar allí. Y, él, debería garantizar su seguridad. Había prometido eso. ¿Y se algo hubiese ocurrido con la paraguayita? ¿Cómo cumpliría su promesa? Si consiguiese hablar, llamaría a la pequeña gritando. Pero su garganta no emitía sonidos. Y, mismo que pudiese hablar, ¿Qué le diría? La indiecita balbuceaba cosas que él no entendía, y no daba el mínimo señal de hablar o comprender portugués. Giró sobre los enormes pies y caminó en dirección al interior del casarón. Si no estaba en el campo, sobre la lluvia, estaba en uno de los cuartos. Se encontraba con mitad del cuerpo en el interior de la sala del casarón cuando oyó un sonido que le recordaba una voz humana. Cuando llegara, no había un alma viva allí. El instinto de sobrevivencia hizo con que agarrase la pistola nuevamente. Había dejado el sable junto al sofá, y, si precisase, solo podría recurrir a las balas. “Después de tanto tiempo en el infierno, donde hombres se volvían animales y animales eran más humanos que cualquier uno de nosotros, aprendimos a distinguir las cosas por el olor”, pensó Negro João, cuando tuvo la certeza de que sintiera el olor de la enfermedad aproximándose. Con el arma en la mano derecha, observó en dirección al cam-
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po, escenario turbio en virtud de la lluvia intensa. Reconoció un hombre delgado de apariencia enfermiza caminando tropezando por el pasto. Vestía únicamente un pantalón blanco. Tenía piel morena y rasgos fuertes, indicando que era guaraní. “Un bugre, un indio”, confirmó para sí, Negro João, caminando algunos pasos adelante. El hombre emitía gruñidos salvajes. Casi no se le veían sus ojos. De lo contrario, había apenas una gran mancha negra, formado en el interior de los surcos profundos. — Por Dios, ayúdame — murmuró el sujeto. Negro João no hablaba español o portugués, pero consiguió entender al moribundo. Se quedó inmóvil en lo alto de los cinco escalones que daban lugar a la terraza, sosteniendo la pistola. El sujeto era joven. No debía tener más de que 20 o 21 años, analizó Negro João. Sin embargo, estaba en condiciones lamentable, que lo convertía en un cadáver ambulante. Con todo, el joven convalido adquirió una fisonomía aguerrida cuando se aproximó de Negro João. Levantó los ojos parecía traer consigo una energía que no poseía más, sin embargo, aún así cerró los dientes en una expresión salvaje. — ¡Negro, diablo brasileño! — gruño, y después repitió en guaraní: — ¡Cambá1 aña¹! Negro João reconoció una pequeña daga presa en la mano del moribundo. También vio cuando el brillo del metal cruzó el aire en su dirección. Tomado por la rabia, aquél joven aún conseguía exhalar algún resquicio de vida. En un gesto frío, Negro João levantó el brazo pesado y apuntó la pistola en la dirección del joven. El tiro certero abatió al guaraní cuando este llegó al primer escalón. El impacto lanzó su cuerpo macilento para tras, y, por fin, tumbó inmóvil, muerto sobre el campo, con los ojos abiertos en dirección al cielo. Negro João reconoció el pantalón, como vestimenta de unifor1. Diablo negro, en guaraní
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me del ejército paraguayo. “Él estaba mejor muerto que vivo”, ponderó, agachándose y retirando del cuello del cuerpo inmóvil un crucifijo tallado en madera y preso por un cordón negro. Nunca entendió el Dios de que tanto su madre hablaba. El mismo Dios del dueño de las tierras en que nació y vivió, así como su madre. El mismo Dios que parecía ser más gentil con los blancos de que con las personas como él, pero que, aún así, era venerado por su pueblo. Con delicadeza, Negro João cerró los ojos del joven muerto y lanzó el crucifijo para lejos. En eso, oyó los pasos apurados atrás de sí. Había alguien parado, inmóvil, rente a la puerta. La niña tenía la respiración ahogante y los ojos almendrados llorosos. Ya había visto tantos de su pueblo morir y, aún así, conseguía llorar cuando alguien moría. Negro João sintió envidia de la paraguayita, porque él propio ya se había olvidado de llorar. Coloco la enorme mano en las espaldas de la niña y, delicadamente, de un modo casi paternal, la condujo para el interior de la casa. Si él estaba cierto y el joven paraguayo — que estaba inmóvil sobre el campo de la planicie que cercaba la propiedad — era realmente un soldado sobreviviente o desertor, luego mucho más de ellos llegarían, y, si eso ocurriese, Negro João y la indiecita corrían peligro. Guardó el sable en la vaina y se arregló para partir. Desde que vio la muerte del joven soldado, la niña había se había cerrado en un mundo tan solo de ella. Se había recogido en un rincón de la enorme sala aristocrática, con el rostro metido entre las piernas finas. Negro João dedujo lo cuan sufrido debería ser para una niña vivir en un país que ahora era formado por cadáveres. Ciertamente la indiecita no tenía más nadie en este mundo, ningún pariente con quien pudiese contar. Todos estaban muertos. Aún así, tenía que arrancar fuerzas de aquél cuerpo mal nutrido e incentivar a la niña a caminar con él rumbo a Asunción. Al final, él 14
había prometido que dejaría la niña en seguridad en la capital paraguaya, ahora tomada e infestada de brasileños y argentinos. Si fuese necesario, la llevaría en brazos en gran parte del camino cuando sus piernas cortas cansasen. Se dirigió hasta el rincón en que la niña estaba recogida y tocó suavemente su brazo esquelético. Como estaba sin reacción, repitió el gesto. De esta vez, la niña levantó la cabeza y se volvió para Negro João con aquellos ojos inmensos que parecían hablar mil veces más de que cualquier cosa que saliese de su boca. Negro João reconoció la mirada asustada y extendió su enorme mano para ella. Reluctante, la chiquita se levantó, negándose, con todo, a aceptar la ayuda del gigante negro que estaba delante de ella. Conciente de lo que debería de hacer, caminó sin ganas hasta la puerta por donde entraban, sin ceremonia, los rayos fuertes del sol. La lluvia se había ido, y, ahora, un calor húmedo y caluroso tomaba cuenta del ambiente. A pesar de ser agosto y el invierno aún no se había despedido, los días en el interior de aquel país miserable acostumbraba ser caluroso, aún que la temperatura cayese bastante a la noche. Negro João respetó el silencio de su joven protegida, y, solo, decidió explorar el casarón. Entró y en los dos cuartos del piso inferior, después reviró la despensa de la cocina atrás de algún alimento. Sin embargo, no encontró ni mismo un pedazo de pan mofado. Si había algún alimento en aquella casa, ciertamente habría sido saqueado por los ejércitos o por bandidos. Después, subió la escalera sinuosa e imponente, símbolo de la aristocracia protegida por Solano López. La escalera terminaba en un pasillo oscuro. Así como en el piso inferior, el linóleo del piso estaba gasto. En las paredes, estaban apenas marcas claras donde, un día, habían existido cuadros que adornaban el espacio. Los candelabros presos a las paredes también habían sido arrancados. Negro João entró en el primer cuarto, cuyos muebles indicaba ser un tipo de escritorio. Los estantes estaba vacíos y los pocos libros
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que no fueron llevados se encontraban tirados al suelo. Muchos tuvieron las páginas arrancadas. Dejo el cómodo y entró en el siguiente, cuya puerta estaba trancada. Era un cuarto de matrimonio con una cama grande localizada bien en el centro del cuarto. Los cajones estaban abiertos, pero no había una única pieza de ropa. Posiblemente, el casarón había sido saqueado. Eso era algo común. Aquello que las familias aristócratas no consiguieron colocar en las maletas y llevar en la fuga acababa siendo blanco del pillaje de los soldados aliados. El tercer cuarto visitado por Negro João era de niños. Dos camas menores y un ropero imponente, pero, igualmente vacío. Un caballo de madera que servía como columpio estaba solo en el medio del cuarto. La familia que vivía en aquel casarón ciertamente tuvo tiempo de huir y llevar lo que pudieron, dedujo. El próximo cuarto era pequeño y se localizaba en el final del pasillo. Negro João juzgó ser el dormitorio de algún empleado de la hacienda, ya que era menor y bien menos cuidado que los demás. El cómodo era minúsculo y su mobiliario consistía de una cama con colchón de paja bien viejo y una cómoda. Él abrió cajón por cajón y se quedo feliz al encontrar dos camisas blancas. Con todo, luego verificó que el dueño tenía por lo menos mitad de su físico y que, ciertamente, las ropas no le servirían. Aún así, pensó en la niña y decidió llevar las piezas. Restaba aún un cuarto, localizado inmediatamente enfrente de los aposentos del empleado. La puerta estaba cerrada y, cuando Negro João intentó abrirla, constató que la cerradura estaba emperrada. Con su fuerte hombro se lanzó contra la puerta y está cedió sin resistencia. Era un cómodo igualmente pequeño, sin embargo, decorado con delicadeza. La camita era envuelta en un mosquitero, y el ropero era pintado de blanco y un ton claro de rosa. Un cuarto de niña, ciertamente.
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Reviró los cajones y Miró debajo de la cama. Nada. Empujó el ropero y retiró todos los cajones, pero no encontró una única pieza de ropa. Fue entonces que notó una muñeca de paño, vestida con una falda azul clara, que estaba detrás de la puerta. Un juguete dejado para atrás en la fuga. Recogió la muñeca y la prendió al cinturón. Colocó las dos camisas sobre el hombro y bajo las escaleras. La pequeña aún estaba allí, inmóvil, junto a la puerta. Observaba de modo perdido para el horizonte, como si se preguntase para donde había ido el país que conociera al nacer. El país de sus padres, de sus abuelos. El país que un día veneró El Mariscal2 a punto de entrar en una guerra insana y dar su vida por él. Negro João se aproximó lentamente de la indiecita, que, notando su presencia, se limitó a girar parcialmente el cuello. Ella sabía lo que significaba aquel soldado alto, negro y fuerte caminando en su dirección. Ellos tenían que partir. Antes, sin embargo, Negro João entregó la muñeca de paño para la niña. Sus ojos almendrados brillaron al encontrar el juguete, ni por eso, ella se movió. Simulando indiferencia, caminó para fuera del casarón. Negro João soltó un suspiro y sonrió de la pequeña indiecita, que partía a su frente para la vasta planicie. Prendió nuevamente la muñeca al cinturón y decidió: era hora de partir.
2. El Mariscal era uno de los títulos por los cuales Francisco Solano López era conocido en Paraguay.
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