NIÑA M I TA C U Ñ A
Copyright © Paulo Stucchi Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial, de cualquier forma y por cualquier medio mecánico o electrónico, inclusive a través de fotocopias y de grabaciones, sin la expresa autorización del autor. Todo el contenido de esta obra es de entera responsabilidad del autor. E ditora S choba Calle Melvin Jones, 223 - Villa Roma - Salto - São Paulo - Brasil CEP: 13.321-441 Fone/Fax: +55 (11) 4029.0326 E-mail: atendimento@editoraschoba.com.br www.editoraschoba.com.br CIP-Brasil. Catalogação na Publicação Sindicato Nacional dos Editores de Livros, RJ S921m Stucchi, Paulo, 1977Menina : Mitacuña / Paulo Stucchi ; tradução Ricardo Gonzága Rodríguez. - 1. ed. - Salto, SP : Schoba, 2013. 216 p. ; 21 cm Tradução de: Menina : Mitacuña ISBN 978-85-8013-281-6 1. Romance brasileiro. I. Rodríguez, Ricardo Gonzága. II. Título. 13-02994 CDD: 869.93 CDU: 821.134.3(81)-3
Para mi amada esposa Josy. A mi hijo Pedrito. Cada letra de este libro es para vosotros mis queridos. A Ricardo González Rodríguez, profesor e intelectual paraguayo que escogió el Brasil como su hogar, para él y su familia, y que contribuyó de modo impagable en este libro, auxiliando en las traducciones para el español y el guaraní. A mi editor Thiago Schoba, por las horas de charlas e ideas que se perdieron entre muchas copas de vino en cuanto conversábamos sobre “Menina = Mitacuña = Niña”.
Capítulo 1 21 de agosto de 1869
En el instante en que cuatro enormes gotas de agua bañaban su frente, Negro João despertó en sobre salto. En un gesto instintivo de quien luchara toda su vida por la sobrevivencia, se cubrió, con su enorme mano derecha, la pistola presa al cinturón. Siempre alerta antes de pensar. Para muchos de sus colegas, ese había sido el lema que los mantenía vivos en un cotidiano de guerra. Mismo en cuanto dormía, Negro João oía claramente el estallido de los cañones, el barullo producido por el impacto de las balas disformes contra el suelo, el olor y los granos de tierra que se perdían en el aire. Pero, lo peor de todo, de todo mismo, era el olor de sangre. Varias fueron las veces en que lavó con insistencia insana su cuerpo cubierto por la sangre de los bugres, los indios, como sus camaradas llamaban los soldados paraguayos. Sin embargo, aún que su piel negra estuviese limpia, el olor acre de sangre permanecía, penetrándole las narinas largas y que tomaba de asalto todos los rincones de su cerebro. Mismo que volviese vivo al Brasil, creía que el olor nauseabundo de sangre nunca saldría de sus narinas y de su corazón. Las cuatro gotas que despertaron a Negro João, fueron seguidas por otras tantas que mojaron su rostro, el pecho desnudo y el fuerte tronco parcialmente cubierto por el uniforme en harapos del ejército imperial. Negro João recorrió los ojos por la sala amplia. Los sofás de cuero traídos de España y la decoración que mezclaba el gusto aristocrático y rústico aún estaban allí, intactos. 7
Levantó los ojos para el techo y constató que las gotas caían por una hendidura en el forro del casarón. Allá afuera, llovía a cántaros. Ahora que estaba despierto, notaba que el barullo del agua cayendo sobre el techo cubierto apenas por tejas producía un barullo ensordecedor. Era realmente increíble que huviese conseguido dormir tan profundamente con un barullo tan ensordecedor. Él y la niña habían llegado a la estancia al final de la tarde del día anterior. La propiedad no era muy grande, pero presentaba restos de un lugar que, un día, fuera próspero y rico. El interior del Paraguay era puntillado por propiedades de ese tipo, la mayoría sirviendo para la plantación de algodón y mate o creación de ganado. Por eso, ahora todo no pasaba de un cementerio lleno por añoranzas de una prosperidad muerta. Negro João había visto mucho del escenario rural paraguayo. Fueron innúmeras las veces en que pasara por propiedades como aquella. Abandonadas, saqueadas. Sus dueños, decían, huyeron para la capital o para Argentina. Otros, no en tanto, habían tenido menos suerte y murieron. El precio de la guerra. La única cosa en común entre esas dos realidades es que, invariablemente, estos latifundios, un día pujante y próspero, habían sido saqueados tanto por el ejército paraguayo cuanto brasileño. La necesidad de sobrevivencia hacía el hombre cometer actos insanos. Pero él no era saqueador. Caminara dos días seguidos sin dormir. Varias veces tuvo que cargar la niña en sus brazos. En otras, tuvo que segurar la irritación por el llanto contenido de la niña. Cuando vio una vaca flaca, de aspecto enfermo, caminando rente a la cerca de madera, no tuvo dudas. Tenía que comer. Y más, tenía que alimentar a la niña. Él era un hombre hecho, esclavo, tallado para sobrevivir a una existencia de dificultades. Pero la niña no tenía más de diez años. Y los niños tienen que comer. Para él, ya fuera sorprendente que la niña consiguiese andar aquella distancia toda, con sol y calor, sin emitir un único sonido de
8
reclamación. Ella casi no hablaba, y, cuando lo hacía, las pocas palabras, que pronunciaba en una lengua que Negro João no comprendía. Después de tres años en Paraguay, conseguía comprender un poco de español, pero no entendía el otro dialecto porque el pueblo que vivía en las localidades más lejanas, mas en el interior, hablaba un idioma tan extraño, tan diferente. Lengua de indio, cierta vez explicara un oficial. Entonces, debería ser eso. La niña hablaba lengua de indio. De cierto modo, la pequeña indiecita estaba en una situación mejor que la de él, cuya boca no emitía un único sonido desde los diecisiete años. La palma de sus pies grandes y descalzos hacía el piso del suelo de linóleo gemir. Parecía que cada paso suyo machacaba las finas tablas de madera que, un día, fueron embarnizadas y pulidas. Entonces, percibió que aún aseguraba la pistola. Rayos de luz entraban por la puerta entreabierta del casarón colonial. Negro João llegó a ver belleza en todo aquello. Los reflejos del sol traían un poco de vida a aquel ambiente que, en todo, recordaba desolación y muerte. Empujó la puerta y sus ojos fueron inmediatamente cegados por la claridad. A pesar de la lluvia tropical torrencial, el día estaba absurdamente claro. El cielo era de un azul lindo. Varias fueron las veces en que Negro João se cuestionara como era posible haber guerra y sangre sobre un cielo tan lindo. Llegara a pensar que el cielo paraguayo era más puro y sincero que el de su tierra natal, en Brasil. Tal vez porque todo lo que el firmamento sobre el cual creciera representase apenas dolor. Se sorprendió al notar que estaba verdaderamente preocupado con la pequeña indiecita. Procuró señales de la niña en la amplia terraza de la cual podía observarse una enorme planicie. Léguas y léguas de campo. Más adelante, las señales muertas de que un día fuera una plantación de yerba mate. En un rincón de la terraza, aún estaban los restos de la vaca enferma que había servido de alimento para él y la niña en la noche
9
anterior. El animal casi suplicara para que Negro João lo matase, que diese fin a su dolor. La piel cubierta por el marrón tenía varios agujeros provocados por mosquitos. Los ojos azulados y opacos indicaban que, lo que restaba de vida en aquel cuerpo, se había ido. Había sido necesario apenas un golpe de sable para que la vaca moribunda cayese, inmóvil. Entonces, Negro João comenzó a destrinchar al animal. No era posible hacer fuego sin que corriesen el riesgo de ser avistados, entonces, la solución fue comer la carne cruda. Para él, eso ya era algo común. Si inicialmente el gusto de sangre y la textura fibrosa le causaban náuseas, los años de guerra hicieron con que el sabor de la carne cruda no fuese estorbo alguno. En los últimos meses, los pocos y frágiles animales, el ganado confiscados y abatidos por las tropas del Imperio eran la única fuente de alimento, además de las raíces y aves. La mala alimentación y el desgaste de las campañas de incursión por el interior del Paraguay había hecho con que muchos hombres cayesen enfermos, victimados, principalmente, por el cólera y la intoxicación. Conforme su tropa fuera penetrando en territorio paraguayo, la escasez de recursos y la convivencia con el hambre se había vuelto compañero de los soldados. Negro João había perdido muchos compañeros, de malaria o, simplemente, vencidos por el hambre y la anemia. Para su sorpresa, la niña también comiera la carne cruda con avidez. Masticaba como si aquello fuese la mejor comida de su vida. “Debe estar hambrienta. Probablemente, la pequeña no come a días”, pensó. Eso también no lo sorprendía. Así como los soldados, la población del interior también sufría con la peste y el hambre. Una desolación enfermiza y pútrida, imposible de ser apagada de la memoria. El esqueleto del animal abatido estaba cubierto por moscas verdes. Negro João pensó en lo indigno el final de aquel animal estúpido
10
que diera la vida para matar el hambre de él y de la niña. Más tarde cuidaría de las moscas… ¡Después! Primero, tenía que encontrar a la indiecita. No había señal de ella del lado de fuera, lo que dejaba la hipótesis de que la pequeña estuviese dentro del casarón, durmiendo en algún cómodo, o caminando sobre la lluvia. Ella adormeciera al lado de Negro João, respirando en un ritmo angelical, mas ahora estaba desaparecida. Abrir los ojos y no encontrar vestigios de la niña causó un aprieto incomodo en el pecho del inmenso hombre negro. Ella debería estar allí. Y, él, debería garantizar su seguridad. Había prometido eso. ¿Y se algo hubiese ocurrido con la paraguayita? ¿Cómo cumpliría su promesa? Si consiguiese hablar, llamaría a la pequeña gritando. Pero su garganta no emitía sonidos. Y, mismo que pudiese hablar, ¿Qué le diría? La indiecita balbuceaba cosas que él no entendía, y no daba el mínimo señal de hablar o comprender portugués. Giró sobre los enormes pies y caminó en dirección al interior del casarón. Si no estaba en el campo, sobre la lluvia, estaba en uno de los cuartos. Se encontraba con mitad del cuerpo en el interior de la sala del casarón cuando oyó un sonido que le recordaba una voz humana. Cuando llegara, no había un alma viva allí. El instinto de sobrevivencia hizo con que agarrase la pistola nuevamente. Había dejado el sable junto al sofá, y, si precisase, solo podría recurrir a las balas. “Después de tanto tiempo en el infierno, donde hombres se volvían animales y animales eran más humanos que cualquier uno de nosotros, aprendimos a distinguir las cosas por el olor”, pensó Negro João, cuando tuvo la certeza de que sintiera el olor de la enfermedad aproximándose. Con el arma en la mano derecha, observó en dirección al cam-
11
po, escenario turbio en virtud de la lluvia intensa. Reconoció un hombre delgado de apariencia enfermiza caminando tropezando por el pasto. Vestía únicamente un pantalón blanco. Tenía piel morena y rasgos fuertes, indicando que era guaraní. “Un bugre, un indio”, confirmó para sí, Negro João, caminando algunos pasos adelante. El hombre emitía gruñidos salvajes. Casi no se le veían sus ojos. De lo contrario, había apenas una gran mancha negra, formado en el interior de los surcos profundos. — Por Dios, ayúdame — murmuró el sujeto. Negro João no hablaba español o portugués, pero consiguió entender al moribundo. Se quedó inmóvil en lo alto de los cinco escalones que daban lugar a la terraza, sosteniendo la pistola. El sujeto era joven. No debía tener más de que 20 o 21 años, analizó Negro João. Sin embargo, estaba en condiciones lamentable, que lo convertía en un cadáver ambulante. Con todo, el joven convalido adquirió una fisonomía aguerrida cuando se aproximó de Negro João. Levantó los ojos parecía traer consigo una energía que no poseía más, sin embargo, aún así cerró los dientes en una expresión salvaje. — ¡Negro, diablo brasileño! — gruño, y después repitió en guaraní: — ¡Cambá1 aña¹! Negro João reconoció una pequeña daga presa en la mano del moribundo. También vio cuando el brillo del metal cruzó el aire en su dirección. Tomado por la rabia, aquél joven aún conseguía exhalar algún resquicio de vida. En un gesto frío, Negro João levantó el brazo pesado y apuntó la pistola en la dirección del joven. El tiro certero abatió al guaraní cuando este llegó al primer escalón. El impacto lanzó su cuerpo macilento para tras, y, por fin, tumbó inmóvil, muerto sobre el campo, con los ojos abiertos en dirección al cielo. Negro João reconoció el pantalón, como vestimenta de unifor1. Diablo negro, en guaraní
12
me del ejército paraguayo. “Él estaba mejor muerto que vivo”, ponderó, agachándose y retirando del cuello del cuerpo inmóvil un crucifijo tallado en madera y preso por un cordón negro. Nunca entendió el Dios de que tanto su madre hablaba. El mismo Dios del dueño de las tierras en que nació y vivió, así como su madre. El mismo Dios que parecía ser más gentil con los blancos de que con las personas como él, pero que, aún así, era venerado por su pueblo. Con delicadeza, Negro João cerró los ojos del joven muerto y lanzó el crucifijo para lejos. En eso, oyó los pasos apurados atrás de sí. Había alguien parado, inmóvil, rente a la puerta. La niña tenía la respiración ahogante y los ojos almendrados llorosos. Ya había visto tantos de su pueblo morir y, aún así, conseguía llorar cuando alguien moría. Negro João sintió envidia de la paraguayita, porque él propio ya se había olvidado de llorar. Coloco la enorme mano en las espaldas de la niña y, delicadamente, de un modo casi paternal, la condujo para el interior de la casa. Si él estaba cierto y el joven paraguayo — que estaba inmóvil sobre el campo de la planicie que cercaba la propiedad — era realmente un soldado sobreviviente o desertor, luego mucho más de ellos llegarían, y, si eso ocurriese, Negro João y la indiecita corrían peligro. Guardó el sable en la vaina y se arregló para partir. Desde que vio la muerte del joven soldado, la niña había se había cerrado en un mundo tan solo de ella. Se había recogido en un rincón de la enorme sala aristocrática, con el rostro metido entre las piernas finas. Negro João dedujo lo cuan sufrido debería ser para una niña vivir en un país que ahora era formado por cadáveres. Ciertamente la indiecita no tenía más nadie en este mundo, ningún pariente con quien pudiese contar. Todos estaban muertos. Aún así, tenía que arrancar fuerzas de aquél cuerpo mal nutrido e incentivar a la niña a caminar con él rumbo a Asunción. Al final, él 13
había prometido que dejaría la niña en seguridad en la capital paraguaya, ahora tomada e infestada de brasileños y argentinos. Si fuese necesario, la llevaría en brazos en gran parte del camino cuando sus piernas cortas cansasen. Se dirigió hasta el rincón en que la niña estaba recogida y tocó suavemente su brazo esquelético. Como estaba sin reacción, repitió el gesto. De esta vez, la niña levantó la cabeza y se volvió para Negro João con aquellos ojos inmensos que parecían hablar mil veces más de que cualquier cosa que saliese de su boca. Negro João reconoció la mirada asustada y extendió su enorme mano para ella. Reluctante, la chiquita se levantó, negándose, con todo, a aceptar la ayuda del gigante negro que estaba delante de ella. Conciente de lo que debería de hacer, caminó sin ganas hasta la puerta por donde entraban, sin ceremonia, los rayos fuertes del sol. La lluvia se había ido, y, ahora, un calor húmedo y caluroso tomaba cuenta del ambiente. A pesar de ser agosto y el invierno aún no se había despedido, los días en el interior de aquel país miserable acostumbraba ser caluroso, aún que la temperatura cayese bastante a la noche. Negro João respetó el silencio de su joven protegida, y, solo, decidió explorar el casarón. Entró y en los dos cuartos del piso inferior, después reviró la despensa de la cocina atrás de algún alimento. Sin embargo, no encontró ni mismo un pedazo de pan mofado. Si había algún alimento en aquella casa, ciertamente habría sido saqueado por los ejércitos o por bandidos. Después, subió la escalera sinuosa e imponente, símbolo de la aristocracia protegida por Solano López. La escalera terminaba en un pasillo oscuro. Así como en el piso inferior, el linóleo del piso estaba gasto. En las paredes, estaban apenas marcas claras donde, un día, habían existido cuadros que adornaban el espacio. Los candelabros presos a las paredes también habían sido arrancados. Negro João entró en el primer cuarto, cuyos muebles indicaba ser un tipo de escritorio. Los estantes estaba vacíos y los pocos libros
14
que no fueron llevados se encontraban tirados al suelo. Muchos tuvieron las páginas arrancadas. Dejo el cómodo y entró en el siguiente, cuya puerta estaba trancada. Era un cuarto de matrimonio con una cama grande localizada bien en el centro del cuarto. Los cajones estaban abiertos, pero no había una única pieza de ropa. Posiblemente, el casarón había sido saqueado. Eso era algo común. Aquello que las familias aristócratas no consiguieron colocar en las maletas y llevar en la fuga acababa siendo blanco del pillaje de los soldados aliados. El tercer cuarto visitado por Negro João era de niños. Dos camas menores y un ropero imponente, pero, igualmente vacío. Un caballo de madera que servía como columpio estaba solo en el medio del cuarto. La familia que vivía en aquel casarón ciertamente tuvo tiempo de huir y llevar lo que pudieron, dedujo. El próximo cuarto era pequeño y se localizaba en el final del pasillo. Negro João juzgó ser el dormitorio de algún empleado de la hacienda, ya que era menor y bien menos cuidado que los demás. El cómodo era minúsculo y su mobiliario consistía de una cama con colchón de paja bien viejo y una cómoda. Él abrió cajón por cajón y se quedo feliz al encontrar dos camisas blancas. Con todo, luego verificó que el dueño tenía por lo menos mitad de su físico y que, ciertamente, las ropas no le servirían. Aún así, pensó en la niña y decidió llevar las piezas. Restaba aún un cuarto, localizado inmediatamente enfrente de los aposentos del empleado. La puerta estaba cerrada y, cuando Negro João intentó abrirla, constató que la cerradura estaba emperrada. Con su fuerte hombro se lanzó contra la puerta y está cedió sin resistencia. Era un cómodo igualmente pequeño, sin embargo, decorado con delicadeza. La camita era envuelta en un mosquitero, y el ropero era pintado de blanco y un ton claro de rosa. Un cuarto de niña, ciertamente.
15
Reviró los cajones y Miró debajo de la cama. Nada. Empujó el ropero y retiró todos los cajones, pero no encontró una única pieza de ropa. Fue entonces que notó una muñeca de paño, vestida con una falda azul clara, que estaba detrás de la puerta. Un juguete dejado para atrás en la fuga. Recogió la muñeca y la prendió al cinturón. Colocó las dos camisas sobre el hombro y bajo las escaleras. La pequeña aún estaba allí, inmóvil, junto a la puerta. Observaba de modo perdido para el horizonte, como si se preguntase para donde había ido el país que conociera al nacer. El país de sus padres, de sus abuelos. El país que un día veneró El Mariscal2 a punto de entrar en una guerra insana y dar su vida por él. Negro João se aproximó lentamente de la indiecita, que, notando su presencia, se limitó a girar parcialmente el cuello. Ella sabía lo que significaba aquel soldado alto, negro y fuerte caminando en su dirección. Ellos tenían que partir. Antes, sin embargo, Negro João entregó la muñeca de paño para la niña. Sus ojos almendrados brillaron al encontrar el juguete, ni por eso, ella se movió. Simulando indiferencia, caminó para fuera del casarón. Negro João soltó un suspiro y sonrió de la pequeña indiecita, que partía a su frente para la vasta planicie. Prendió nuevamente la muñeca al cinturón y decidió: era hora de partir.
2. El Mariscal era uno de los títulos por los cuales Francisco Solano López era conocido en Paraguay.
16
Capítulo 2 22 de agosto de 1869. Campamento brasileño en las cercanía de San Bernardino
El cabo Filipe Reis palpó el lado izquierdo del rostro. Confirió el considerable volumen de ataduras donde, antes, estaba su oreja. El dolor lacerante y agudo de la lámina cortando pedazos de su carne aún era viva en cada célula y poro de su cuerpo. Una cantidad aún mayor de curativos cubría parte de su mano izquierda, de la cual los dedos meñique y anular habían sido arrancados. Podía estar quedándose loco, pero aún sentía claramente la presencia de sus dos dedos allí. Era una sensación torpe tan fuerte que el cabo Reis aún dudaba si todo no pasaba de un mal sueño. Entonces, constató que estaba mismo despierto, sentado sobre frazadas doblados de forma que le servían de cama improvisada, relativamente confortable. Los enfermos y heridos de guerra raramente sobrevivían, y, por eso, no era lógico que muchos recursos fuesen gastados con ellos en detrimento de los soldados saludables, pero hambrientos y cansados. Con todo, el cabo Reis no se juzgaba un moribundo. Sentía la vida pulsar dentro de sí, aún que su cuerpo estuviese mutilado. Volvió a descansar el cuerpo sobre la cama improvisada y fijó los ojos en el tejido de la barraca, que se movía sobre su cabeza. Una brisa caliente, como un aire sofocante, silbaba allá afuera. La figura alta y extremamente delgada, casi esquelética del doctor Florêncio Fontes, asistente del jefe médico del destacamento que lu-
17
chara en Caacupé y San Bernardino3, apareció en la entrada de la tienda que servía de cuarto de hospital para o cabo Reis. Doctor Fontes era un joven médico pernambucano, hijo de familia abastada de Olinda, que se hizo voluntario para viajar y prestar servicios médicos en Paraguay. Su fama incluía de ser un hábil cirujano y de tener una paciencia interminable con sus pacientes, misma en situaciones extremas. Algunas de sus destrezas corrían a boca pequeña entre la tropa. Entre ellas, hechas casi imposibles, como salvar miembros mutilados o mismos ejecutar pequeñas y bien sucedidas cirugías de riesgo en pleno campo de batalla — algo arriesgado en un escenario en que infecciones causadas por la falta de higiene y de condiciones asépticas mínimas eran comunes. Tal vez los años que aún le restaban en la carrera médica y las dificultades de la profesión en el campo de batalla tratasen de endurecerle el corazón jovial. Pero, mismo así hasta allá, el doctor Fontes dedicaba una atención impar a cada mutilado y agonizante herido en el campo de batalla. Al notar cabo Reis casi curado, el doctor Fontes abrió una sonrisa agradable. — Estoy feliz en ver que está mejor, cabo — dijo el joven médico. Cabo Reis nada respondió. Se limitó a mirar para su mano izquierda aún con las ataduras. — Ciertamente ya has notado que no podrás usar esa mano como antes. Pero la buena noticia es que la derecha está intacta, y, por lo tanto, en nada serán perjudicados los estimados servicios que usted ha prestado al ejército imperial. Cabo Reis dio una sonrisa irónica, pero rápidamente se recupero al percibir la figura austera del mayor Candido Mascarenhas surgiendo detrás del joven médico vistiendo el uniforme imperial 3. Caacupé y San Bernardino son ciudades tradicionales del Paraguay, hoy localizados en el Departamento (estado) de Cordilleras. Caacupé es la capital religiosa paraguaya, famosa por su basílica, y se consagró por haber recibido la visita del Papa João Paulo II en 1988. Ya San Bernardino posee hoy fuerte influencia germánica, y es considerada una estancia de clima fresco y agradable.
18
azul impecablemente arreglado y pasado. Con algún esfuerzo, se puso de pie. Era la primera vez que se levantaba en seis días de convalecencia. Batió continencia y observó el mayor entrar en su barraca, cogió un pequeño banco rústico de madera y se sentó. O militar acenou para que o cabo Reis dispensasse as formalidades e soltou um suspiro cansado. — ¿Cómo se siente, cabo? — preguntó el mayor, con voz fuerte, disimulando el cansancio. — Estoy bien, señor. Prácticamente nuevo — dijo el cabo Reis, aún en pie, manteniendo el cuerpo erecto y firme como un tronco. — Que bueno, que bueno... — el mayor se acarició la barba larga y parcialmente blanca. Después, continuó: — Así que esté recuperado, se presente a las barracas do los oficiales, cabo. Su Excelencia, el conde, desea hablarle. Cabo Reis sintió un escalofrío recorrerle la espina. — Su Excelencia, ¿señor? — murmuró. — Eso mismo, cabo. Creo que fui claro — el mayor Cândido Mascarenhas apoyó las manos sobre las rodillas y se levantó con visible esfuerzo. — Su Excelencia, el conde D’Eu, desea conversar contigo así que estés recuperado. Pienso que no necesito detallar lo que esa honra significa, no es así, ¿cabo? Cabo Reis movió la cabeza, agitado. — No. No señor — lanzó una mirada para el doctor Fontes y, después, volvió a encarar a su superior, en pie a su frente. — Colocaré mi uniforme y me presentaré a su Excelencia lo más rápido posible, señor. Como está viendo, estoy perfectamente bien. — ¡Excelente, excelente! — dijo el mayor, levantándose preparado para dejar la barraca. — Y tome un baño. Este lugar está oliendo a muerte y carniza. El oficial dejo al doctor Fontes y al cabo Reis solos. El joven médico aún sonreía de modo simpático. — Arréglese, cabo. Estoy feliz de ver que está perfectamente
19
bien y saludable. Una buena alimentación y un poco más de descanso lo dejarán como nuevo. Cabo Reis agradeció con una leve reverencia. El doctor salió y, ahora, él estaba solo nuevamente. Sus oídos aún no acreditaban en lo que habían oído. El jefe de las tropas del Imperio en persona quería conversar con él. Era una honra sin precedentes, mismo para alguien que, como él, que venía de un linaje tradicional de hidalgos portugueses que habían fundado estancias en la provincia de Río Grande del Sur. Repentinamente su vista se volvió turbia, y, por poco, no sucumbió. Aún estaba débil, había perdido mucha sangre. Se sentó en el banco rústico que, segundos antes, había sido usado por el mayor Cândido Mascarenhas. Usando los dientes y la mano derecha, arrancó la atadura que envolvía parte de su mano izquierda. Las ataduras y gasas se acumularon en el piso, a sus pies. Cuando miró para la mano mutilada, de la cual le habían sido arrancados dos dedos, sintió un nudo en la garganta. Tuvo ganas de llorar. Pero no le daría ese placer a aquel negro maldito y traidor. Al contrario; un día, ciertamente tendría su cuerpo enorme muerto delante de sí. Reunió las fuerzas que aún le restaban y se preparó para el encuentro, que ciertamente sería el más importante de su vida. Negro João no tenía muchas alternativas si no procurar seguir, con la mayor fidelidad posible, la ruta que hiciera con su tropa cuando dejara Asunción y partiera con el destacamento para el interior del Paraguay, a la caza de Solano López. Eran pocas las rutas en el interior del país y, las que existían, eran bastante precarias, usadas básicamente para el tráfico rural. Él y la niña caminaban a horas por un camino de tierra húmeda de color anaranjado. El olor de mato y madera era fuerte, y, a medida que la lluvia caía de forma intermitente, el olor se intensificaba. 20
Habían comido frutas cogidos de los árboles durante todo el trayecto, y el inmenso cuerpo de Negro João ya no tenía más energía. También reparó que los pasos de la indiecita estaban más lentos. No fueron pocas las veces en que la pequeña se quedara para atrás y tuviera que cargarla sobre los hombros. En las primeras veces que Negro João intentó cargarla, ella lo rechazó. Llegó a morderle el brazo y, como consecuencia de la falta de educación, fue empujada violentamente al suelo con un fuerte golpe del gigante negro. Negro João la levantó por los brazos y la colocó sobre sus hombros. Las otras veces en que la niña demostrara cansancio, él consiguió cargarla sin que hubiese resistencia. Había quedado claro, mismo sin haber sido pronunciada una única palabra, de quien era el más fuerte de los dos. La lluvia había cesado y la temperatura había caído rápidamente. El sol ya había alcanzado la línea del horizonte y adquiría un color anaranjado. Negro João se quedó algunos segundos admirando aquella maravilla en cuanto su pequeña compañera corría por el mato cogiendo frutas. Luego, la indiecita corrió para al lado del hombre corpulento trayendo un cacho de bananas casi pasadas. Su pequeña boca trazaba un arco que exhibía una sonrisa que Negro João aún no había visto en aquella pequeña. En verdad, la pequeña se sentía triunfante por haber sido ella, y no aquel inmenso gigante negro, haber garantizado la próxima comida de los dos. Negro João observó con cariño para la niña, que le extendía una banana madura. Decididamente, precisaba cazar algún animal. Pero, hasta mismo los bichos de la mata parecían haber desaparecido, ayudando a tornar aún más desierta y triste el desolado paisaje que la guerra había producido. Con todo, si quisiese que la chiquita llegase viva y con salud a Asunción, como prometiera, tenía que encontrar una forma de alimentarla.
21
A pasos cortos y rápidos, la niña se precipitó a correr enfrente de Negro João, que aún descascaba su banana. Luego, estaban caminando lado a lado. Entonces, él retiró la muñeca de paño que estuviera presa todo el tiempo en su cinturón y volvió a entregarla a la indiecita. Reluctante, ella aseguró el juguete como si no entendiese la oferta. Negro João sonrió y movió la cabeza afirmativamente, y entonces ella pareció haber entendido que era un regalo. “Una niña precisa de muñecas”, él pensó, acariciando los cabellos negros y pastosos de la pequeña. “Aún que sea una niña con ojos de mujer crecida.” Vencida, la pequeña presionó la muñeca junto al pecho y prosiguió caminando al lado de Negro João. A lo lejos, en el punto en que la precaria ruta de tierra parecía fundirse con el horizonte, Negro João avistó, cerrando los ojos, la figura de dos mujeres. Una de ellas, que parecía más vieja, galopaba sobre un caballo flaco, esquelético de apariencia enferma. El animal empujaba una pequeña carroza de madera sobre la cual había algunos sacos y tejidos. A su lado, caminaba una mujer más joven, con físico esbelto y piel bien morena. Traía preso a la cintura un poncho colorido, envuelto en una falda de paño. Preso a su espaldas, tenía una cesta de paja Cuando la mujer más vieja avistó a los dos caminantes, sujetó las riendas e hizo que el caballo reculase. Murmuró algunas palabras en el dialecto indígena que Negro João no entendía. Con todo, por reflejo, él pareció haber percibido el peligro. Inmediatamente, en alerta, aseguró la vaina del sable. La más vieja continuó murmurando. Negro João notó que le faltaban todos los dientes de frente. Entonces, la mujer hizo que el caballo galopase en dirección del gigante negro, que desenvainó el sable. El animal galopó alrededor de Negro João, parando bien delante de él. Sin pestañear, la mujer más vieja le escupió en el pecho, Negro João permaneció inmóvil. Murmuró algo más y se distanció.
22
A esas alturas, la niña se protegía detrás de las piernas de Negro João, que parecía el local más seguro para esconderse. Él percibió cuando la mujer más joven — que no debía tener más que diecisiete o dieciocho años — se aproximó. Al contrario de la más vieja, la joven no demostraba cualquier desprecio por él. Caminaba moviéndose de manera sensual. Su blusa, de tejido rústico, cubría los senos desnudos que podían ser vistos contra el sol. Ella estiró el brazo y pasó el dedo sobre el pecho desnudo de Negro João. Moviéndose sensualmente y no tirando los ojos del gigante negro, como si quisiese hechizarlo. Entonces, dijo en español: — ¿Tienes dinero, señor soldado? Y enmendó... ¿Cuántos pesos4 me puedes dar en cambio del placer? Negro João ya había dormido con mujeres. No muchas. Una, en verdad. La joven Conceição, que creciera con él como una hermana en la hacienda de Manuel Calisto Albuquerque, a quien había aprendido a amar como si fuese su propio padre. Cuando Conceição se hizo mujer, pasó de hermana a amante de Negro João. Pero, nunca fue dueña de su corazón. Amar era algo que no cabía a un negro esclavo. Negro João aprendería eso de la peor manera. La joven repitió la pregunta, volviendo a pedir dinero en cambio de sexo. La mujer más vieja la reprendió, pero, fue rechazada con frases duras. — ¡Cállate! Yo tengo que sobrevivir también, ¡ vieja! — gritó la joven. Cerrando los ojos, Negro João espantó cualquier duda sobre lo que debería hacer. En un único gesto, golpeó a la joven con el sable, y, en el mismo instante, un chorro de sangre cruzó el aire. El cuerpo de la joven cayó, inmóvil. Con un salto, la indiecita se apartó de las piernas del enorme negro y con los ojos almendrados aterrorizados fijos sobre el cadáver. 4. Pesos paraguayos, moneda corriente en Paraguay en la época de la Guerra de la Triple Alianza.
23
Asustada y sorpresa, la mujer más vieja ordenó que el caballo disparase y corrió en dirección contraria. Negro João clavó el sable en la tierra y sacó la pistola, derribándola con un tiro certero detrás de la cabeza. Ella no tuvo tiempo de emitir un único gemido. Sintiendo que su dueña había sido abatida, el animal paró de correr y comenzó a andar desorientado. El cuerpo de la mujer vieja estaba tumbado. La cabeza arrastrada en el suelo al paso que uno de los pies continuaba presa a la silla. El caballo estaba debilitado, posiblemente enfermo, pero podría servir de montaría, lo que tornaría el viaje de ambos a Asunción más confortable y rápida. Negro João miró de reojo para la pequeña, que permanecía inmóvil abrazada a la muñeca. Se sentía mal por hacerla presenciar tal escena de mortandad; pero era necesario. Las mujeres no tardarían a dar con la lengua en los dientes así que cruzasen con un oficial paraguayo. Y un soldado negro, brasileño y desertor, caminando solitario por el interior del país, sería blanco fácil. Además de eso, ellas podrían contar cualquier cosa a cambio de dinero al ejército imperial, que luego vendría a su procura, persiguiendo su huella. Deserción era un crimen de lo más abominable de que luchar en el lado opuesto de la trinchera, vistiendo el uniforme de las tropas paraguayas. Caminó en dirección al caballo, que lo miraba como si esperase para abrazar su destino. Con un tiro certero, Negro João lo atingió en la testa y el animal cayó muerto. Tenía que asegurar la sobrevivencia de ambos y se decidió: el animal debía pagar con su vida. Era un precio necesario. El cuerpo de la mujer vieja que estaba preso a la silla se soltó, y ahora estaba flácido sobre la tierra. Solamente la pequeña carroza atada al animal muerto permanecía en pie. Cuando Negro João miró para atrás, vio que la niña estaba agarrada a sus pantalones. De algún modo, por más extraño que pare-
24
ciese, ella se sentía protegida a su lado. Negro João volvió a acariciar el cabello de la pequeña y sintió la alegría tomando cuenta de sí. Al final, ahora, tenían que comer. Podría alimentarla. Él se alegró, observando para el caballo muerto.
25
26
27