La enfermedad mental en el cine revisado (3)

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LA ENFERMEDAD MENTAL EN EL CINE. DEL ESTIGMA A LA VISIBILIDAD

Eduardo Nabal Aragรณn

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ÍNDICE 0 – Presentación 1 – Los precursores 2 – El psicoanálisis 3 – El surrealismo 4 – Años cuarenta: herencia psicoanalítica 5 – Años cincuenta y sesenta. Nuevos cines 6 – Antipsiquiatría y lugares de encierro 7 – Dentro y fuera

PRESENTACIÓN “No mates todos mis demonios porque también pueden morir mis ángeles” Tennessee Williams

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Esta no es una historia del cine ni una historia general de la locura sino la de una sola locura: la pasión por el cine incluso en sus manifestaciones más extremas, aquellas que nos hablan de un factor social o psicosocial estigmatizado donde los haya: la enfermedad mental y los llamados “enfermos mentales”, posiblemente los grandes perdedores en las batallas por los derechos civiles del siglo pasado. Al

documentarme para escribir sobre este tema

iba dándome cuenta de que

entraba en un terreno peligroso en cuanto al nivel de

mi propia implicación

emocional ya que el cine ha sido una de mis grandes patologías, al menos hasta los treinta años. Algo así como un sucedáneo de la llamada “vida real” propio de un personaje de Tennesse Williams o de algunos personajes más recientes retratados por Almodóvar, Wilder, Cronenberg o incluso el mítico Bergman. Creo, no obstante, que hubiera sido una cobardía por mi parte dejar de abordarlo llevado por el temor de que mis conocimientos de cine, -descompensados respecto a mis difusos conocimientos de psiquiatría y psicología- fueran a reforzar la visión crítica de una institución atenazada por la opinión bastante extendida de que tiene algo de ciencia todavía a prueba, de control social y de alienación del individuo. Ni el cine ni de momento la psicología, o menos aún la psiquiatría, son ciencias exactas pero si terrenos ocupados. Nadie quiere que “advenedizos” se metan en su campo, pero esto se da con mayor vigor aun en el estamento médico-psicológico que se escuda tras la aparente neutralidad ideológica de “lo científico” con mayúsculas. Son los testimonios de

pacientes, la antipsiquiatría de los sesenta y setenta, la propia

evolución de la sociedad o casos concretos, como su timorata reacción frente a asuntos como el VIH, los que han revelado que hay una enorme, variada y dispersa ideología detrás de prácticas institucionalizadas y aparentemente no relacionadas con la política o el inmovilismo social. Ideología que, afortunadamente, tampoco profesan hoy los psiquiatras y psicólogos que no abrazan la institución a ciegas

Los precursores

Antes del cine estuvieron la fotografía y la pintura o la escritura, y antes de “los locos” (luego “enfermos mentales”) estuvieron, como dice Foucault, “los anormales”. El sufrimiento que provoca la enfermedad no 3

implica que


debamos ignorar algunas tesis sobre el nacimiento de la institución psiquiátrica relatada, entre otros, por Foucault en “Historia de la locura en la época clásica”, así como la construcción del “desviado” o “anormal” Este pensador estudia con demoledora precisión de historiador con ribetes de literato iconoclasta el tránsito de las brujas y los curanderos a los modernos médicos, pero ante todo analiza cómo surgen los distintos tipos de enfermos y enfermedades: la mujer histérica, el criminal, el vagabundo, el asocial, el mendigo, el llamado “discapacitado intelectual”, el pervertido, la ninfómana, el exhibicionista etc.. y las instituciones que “los custodian” al tiempo que los clasifican. Ni la enfermedad ni los remedios surgen de la noche a la mañana. Basta recordar a Ofelia y a Hamlet de Shakespeare, a Edipo y Antígona de Sófocles y a otros que recoge

la cultura psicoanalítica o la cultura en

general. Pero, siguiendo a Foucault y a historiadores en su misma línea, es obvio que la organización urbana y la visibilidad de los sexos y las clases sociales hacen evolucionar la psicología y la psiquiatría desde

la

especulación, o incluso el temor de carácter religioso, hasta el campo de una ciencia y diversas prácticas que van de la asistencia al encierro y de la nomenclatura al estigma o de la ayuda al abandono y de la tutela y la protección a la violencia institucional. El nacimiento del cine había coincidido con el cambio de siglo, la revolución industrial, el avance de la fotografía, el desarrollo de las grandes urbes y el auge de la mecanización del trabajo, causa y consecuencia de los cambios socioeconómicos. También con

la aparición y consolidación del

psicoanálisis, la investigación sobre “las enfermedades del alma”,

la

construcción de “manicomios” y la invención de determinadas categorías de individuos dentro de la sociedad urbana como prostitutas, antisociales, vagabundos, “gentes de vida disipada”, “sin techo”, homos callejeros, alcohólicos, ladrones, extorsionadores, timadores

o gente con parafilias o

desviaciones de la norma sexual, muy numerosas en aquella época. Resulta asombroso

que

hoy, cuando el psicoanálisis se da por desfasado y la

antipsiquiatría por innecesaria cuando no perniciosa, sean los biopics los que den algún tipo de visibilidad a los enfermos mentales, incluso falseando su 4


historia como sucede con las de Nash, Keats, Plath, Van Gogh (El loco del pelo rojo, Vincent & Teo), Woolf (Las horas, Mrs Daloway), Dalí, Artaud, Bacon (El amor es el demonio) o Frances Farmer. También sorprende la actualidad de algunas teorías psiconalíticas –más o menos reelaboradas- en lo referente a las ideas más avanzadas sobre el sexo, la raza, las relaciones sociales etc. Son de esta

primera época películas centradas tanto en la figura del

antisocial como en la del

“mad doctor”, figuras que se oponen y se

complementan. Todos los cambios propios de la vida de las ciudades van unidos a la industrialización, la alienación laboral en grandes fábricas y el surgimiento de la burguesía urbana, y sus doctores van a llevar a cabo prácticas de control social que no siempre, más bien casi nunca, tienen una dimensión política reducida . Hay barrios respetables y barrios temibles, zonas de vicio y de socialización burguesa . La figura de Jack el Destripador aparece unida a la de la prostituta o la “mujer caída”. También emerge el feminismo “de la primera ola” (las sufragistas) junto a una medicina que se fija en los disidentes políticos, en los y las disidentes del sistema sexo/género o en los que pueblan las tabernas después de salir del trabajo. Un nuevo concepto de moralidad y normalidad, apuntalada por el cristianismo y sus variantes, se ve reforzado en ciertos lugares de encierro, no de delincuentes sino de algo distinto (y puede que incluso peor considerado a causa de su temida imprecisión): “los anormales”. Aparece como dice Williams en una de sus obras El país del dragón “un país inhabitable que, sin embargo, está habitado”. Las fotografías de antiguos psiquiátricos, hoy tan frecuentados por el cine de terror psicológico, son esclarecedoras: a veces parecen cárceles, otras, hospitales victorianos o casas de campo, pero son, sobre todo al principio, lugares de higiene social y saneamiento, no de las clases populares sino en especial de esa marginalidad – con tintes racistas que aún pervivenque suele acompañar a la pobreza y a la exclusión de personas o grupos impopulares. Está bien documentada la persecución de las brujas y sanadoras por parte de sacerdotes y médicos en libros como Brujas, comadronas y enfermeras de Bárbara Ennreich y Deidre English o la más reciente El Calibán y la Bruja: 5


Capitalismo y acumulación originaria de Silvia Federecci. Es posible que la cuestión no sea tan clara ni tajante como lo plantean estas autoras pero no hay duda de que el poder que adquieren los médicos se ve investido de cierto carácter religioso y sabias como muestran

de que persigue las prácticas de las mujeres las ficciones

literarias o cinematográficas que

encontramos en algunas películas de Dreyer (Vampyr, Dies Irae) o en novelas de Jeannette Winterson (La mujer púrpura). Ya con anterioridad a Freud habían existido escuelas psicológicas en Europa y -bajo otras coordenadas- en otras partes del mundo, pero era difícil articular como ciencia o medicina lo que eran prácticas arbitrarias de higiene social o de curanderismo cuando no de control y regulación de los “hombres infames” y las “mujeres desviadas” o, como diría Foucault, “de creación de sujetos”. Estudia el autor el nacimiento en esta época de las prisiones, que guarda cierto paralelismo con el

de los primeros “manicomios”,

pero no deben

confundirse ya que su desarrollo es distinto: un psiquiátrico penitenciario es mucho más restrictivo en cuestión de derechos que una prisión como vemos en el filme catalán Las dos vidas de Andrés Rabadán de Ventura Durall , sobre el llamado “asesino de la ballesta”, un suceso real, un enigmático parricidio que conmocionó a la sociedad española, todavía ávida de morbo, donde se detalla la penosa condena del protagonista en un psiquiátrico penitenciario. Y los primeros manicomios son lugares de encierro que no tienen la función primordial de curar sino de fijar la línea entre los cuerdos y los “no cuerdos”. Expresiones con connotaciones médicas como escopofilia, voyeurismo o exhibicionismo tomadas, en ocasiones, de escuelas psicoanalíticas aparecen con posterioridad vinculadas al séptimo arte. En el libro El árbol mágico de Peter Sloterdijk se retratan los primeros manicomios o más bien lugares de confinamiento y/o custodia en la Francia pre-revolucionaria así como

los

antecesores del psicoanálisis: mesmeristas, curanderos, hipnotizadores hechiceros, charlatanes, un mundo que reaparece en películas como Bedlam, de Mark Robson, o Quills de Philiph Kauffman, sobre la vida y “la obra” del Marqués de Sade, otra figura controvertida a la hora de hablar de la construcción de la identidad sexual de aquel momento en la burguesía y las 6


diferentes clases sociales y que serviría de inspiración para algunos filmes sobre la locura personal o colectiva como “Marat-Sade”, de Peter Brook a partir de su propia obrar teatral o la testamentaria Saló, la película mas cruenta de Pasolini. Las imágenes de los antiguos manicomios (no podemos todavía llamarlos psiquiátricos), lugares inquietantes y sombríos, sórdidos y oscuros, aparecen en películas de terror, son presentadas bajo regímenes totalitarios o mostrando a personajes históricamente nefastos como en Shutter Island, con sus ecos del nazismo , la postguerra y la caza de brujas, y, sobre todo, en

Walkoda, el médico alemán sobre el doctor Mengele

refugiado en un pueblo de la Patagonia en Argentina e incluso en el Cukoo de Milos Forman, que contiene reminiscencias de las terapias agresivas practicadas en Checoslovaquia y sus falsas terapias de grupo. Podemos hablar, sin temor a exagerar demasiado de “La invención de la enfermedad mental” en siglos anteriores, documentada por Foucault en su ya citada Historia de la locura en la época clásica1 y

en sus posteriores

Enfermedad mental y personalidad y La vida de los hombres infames. Son infames las brujas, perseguidas ya desde tiempo inmemorial, los mendigos, los vagabundos, los borrachos, los sodomitas, las ninfómanas; no son considerados propiamente criminales (pues no suele, en general,

haber

víctima de por medio) pero si personas a las que hay que tutelar. Si no son inventadas, son al menos categorizadas como tales figuras abstractas la mujer histérica, el sodomita, la frígida, el monstruo moral. Hysteria de Tania Drexler

es una comedia social británica protagonizada por Hugh Dancy

sobre la invención del vibrador en la Inglaterra Victoriana a partir de la patologización de la sexualidad femenina y las ideas que empezaban a separa la sexualidad y la procreación, todavía con grandes resistencias por parte de la Iglesia y otros sectores de gran influencia social. No obstante, la 1

Federecci, Silvia. El Calibán y la Bruja. Capitalismo y acumulación originaria. Editorial Traficantes de Sueños, 2013. Foucault, Michel : Historia de la Locura en la Época Clásica (Editorial Siglo XXI) Mannoni. Maud. Ellas no saben lo que dicen. Virginia Woolf y la feminidad Editorial Nueva Visión Walkowicz, Judith. La ciudad de las pasiones terribles. Cátedra, Feminismos.

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directora incluye también al incipiente movimiento de emancipación de la mujer

-a través del

personaje de la atrevida Maggie Gyllenhaal-,

un

movimiento que, aunque cueste creerlo, nació dividió desde un primer momento en diferentes corrientes, si bien casi todas orientadas al principio a conquistar derechos básicos como el sufragio, la igualdad de salarios…. Aparece en el cine a comienzos de los 60 la figura del Dr. Freud, como objeto de una interesante aunque fallida biografía (cuya mala prensa es, no obstante, algo exagerada) a cargo de John Huston (bajo la influencia de los viejos biopics de la Warner), así como las de otros médicos de escuelas similares aunque

no iguales. Con Freud llega el

descubrimiento del

inconsciente y las pulsiones, el mundo de los sueños, los traumas

y la

sexualidad infantil e ideas muy avanzadas sobre la homosexualidad y la heterosexualidad, aunque su inmersión en lo femenino tiene resultados muy discutibles modificados por las feministas que se acercan al psicoanálisis posteriormente con cierta cautela pero notable creatividad. Sin embargo, las ideas de otros doctores de la época sobre las llamadas desviaciones o “parafilias” o la transexualidad o el estudio serio de la esquizofrenia tendrán que esperar. Figuras como W.H. Auden dedicaron epitafios en la tumba de Freud y, aunque vieron su arrogancia (característica de su profesión entonces y, de otro modo,

también ahora) alabaron el carácter revolucionario de

algunas de sus ideas, investigaciones y postulados, según fuera la lectura que se hiciera de ellos. No obstante, los postulados más avanzados elaborados a partir de las teorías y los discursos psicoanalíticos tuvieron que esperar no solo a Lacan o Marcuse sino, sobre todo, a las intervenciones de la teoría y la práctica feminista con Laura Mulvey (delante y detrás del aparato cinematográfica) Teresa de Lauretis o, en menor medida,

Judith

Butler, en el campo de la filosofía del cuerpo y las teorías sobre el género, la violencia o la raza. Hysteria, la simpática película de época de Tania Wexler, a pesar de sus chistes gruesos y de la presencia de algo tópicas damas insatisfechas,

tiene su alegato pro-feminista e incluye un personaje gay

encarnado por Rupert Everet, pero se muestra algo superflua al suponer que el vibrador es el mismo remedio milagroso para mujeres muy diferentes entre sí, favoreciendo la comedia sexual y de enredo en detrimento de la reflexión

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seria o documentada. Obviamente se presta al chiste fácil y/o grueso sobre la sexualidad de mujeres de clase media alta, pero la realizadora

le

contrapone al joven e idealista médico encarnado por Hugh Dancy un gay escéptico y bien situado

al que encarna Rupert Everett y, sobre todo, una

mujer joven que identificada con el naciente movimiento urbano de emancipación femenina y de lucha contra la pobreza urbana y la vida en las fabricas o fuera de ellas lo enfrenta a la realidad de la calle: la pobreza, la insalubridad y las mujeres sin recursos. El que

también algunas de las primeras películas sobre la enfermedad

mental fueran ya películas sobre científicos locos, maniacos sexuales o mujeres histéricas demuestra que el imaginario más comercial no se ha renovado mucho. Pero Wiene -realizando “Caligari” en una Alemania convulsa anterior a la llegada de Hitler al poder - y algunos literatos como Chejov, Artaud, Mary Shelley o

poetas como Rimbaud o incluso Lorca,

demostraron que el arte puede a la ciencia porque, en el fondo, es una mentira igual pero más hermosa. Muchos autores o cineastas como Dostoievski, Lang o Stroheim, que asocia locura y pobreza en Avaricia, y Sjostrom en El viento (donde Lilian Gish interpreta a una mujer asediada por grandes huracanes que acaban debilitando su salud física y mental) mostraron desde el principio en algunos de sus trabajos que no se puede separar la salud mental de la sociedad, la economía, la historia, la geografía, la sexualidad, la religión, las costumbres y su interdepencia con otras “ciencias” e incluso con otras ramas de la “medicina”. Nació la psiquiatría como ciencia en un momento, los albores del siglo XX, de gran convulsión política y por eso muchos, antes de la

antipsiquiatría, desconfiaron en

distinto grado de la salud de los doctores y de los intereses que protegían, entre ellos la alienación de la clase obrera, la subordinación de las mujeres, el estigma sobre otras formas de vivir la sexualidad y el mantenimiento de las jerarquías dentro de instituciones como la familia o el espacio urbano.´

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El psicoanálisis

Con el cambio de siglo llegan al panorama médico y al panorama social y cultural el Dr. Freud y sus correligionarios con una nueva disciplina: “el psicoanálisis”, que no surge de la noche a la mañana ni es obra de un solo hombre, aunque se hayan identificado las raíces del psicoanálisis con la figura del Doctor Sigmund Freud, hasta la extenuación, para bien y para mal. Como nos muestra la hoy algo caduca película de John Huston (en la que Monty Clift encarna al médico vienés), con él llegan sus enemigos, discípulos

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y rivales envidiosos y también sus seguidores. Su pensamiento, que hoy nos parece mojigato, fue en su momento, cuando menos, inquietante al poner en cuestión verdades aceptadas que afectaban a la organización social y familiar y al

resaltar

la importancia de la vida sexual y la “vida

inconsciente” en hombres y mujeres. Freud hizo evolucionar sus primeros postulados, algo reaccionarios al comienzo (y hoy algo desfasados) y fue atacado en su época por sus ideas sobre “la mujer caída” o la división homosexualidad/heterosexualidad. Desde su posición supuso un desafío implícito a la burguesía vienesa o al control de los impulsos inconscientes. En uno de sus pocos actos de humildad, el Dr. Freud afirmó “Los poetas y los artistas descubrieron el inconsciente antes que yo”. El movimiento feminista, antirracista y LGTBQ ha rescatado algunos aspectos de la obra del médico vienés desde ópticas renovadas tal como ha hecho con la obra de Jacques Lacan, también objeto de fuertes polémicas dentro y fuera de su ámbito de actuación y que entronca a la vez con el análisis y la moderna filosofía. Lacan fue expulsado de la escuela de los psicoanalistas asociados, pero su obra tuvo repercusión y una gran influencia en los estudios raciales, culturales y de género. Una influencia que no parece detenerse. A pesar de su desfase, algunas de las ideas de Freud (recogidas por pensadores como Herbert Marcuse) siguen siendo revolucionarias. Otras continúan en vigor como ocurre con las nociones intensas y refinadas de Eros y Tanatos (Un tranvía llamado deseo de Elia Kazan, De repente el último verano de Mankiewicz) bajo un prisma personal y poético característico del teatro de Williams. O como “Duelo y Melancolía” presentes en varios dramas sobre la muerte de un familiar cercano como en Luz que agoniza, Amenaza en la sombra, The door in the e floor, Imaginary heroes o Un hombre soltero donde se muestra, además, la doble moral de la sociedad estadounidense en diferentes momentos de su historia y que entronca con aspectos más complejos de la teoría queer. A este respecto, aunque no aborda mucho el tema del cine, es interesante Teoría queer y psicoanálisis de Javier Sáez. 2El incesto aparece en Savage grace del iconoclasta Tom Kalim, que nunca ha temido las llamadas “imágenes negativas”, y un largometraje 2

Sáez, Javier. Teoría queer y psicoanálisis. Editorial Síntesis. 2004.

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inspirado en un hecho verídico lleno de morbo potencial llevado al exceso y que parodia ideas sobre el incesto, las enfermedades psicosexuales, el complejo de Edipo o el aburrimiento y la soledad dentro de la familia burguesa, opresiva y

malavenida.

Los abusos sexuales

aparecen en

Mysterious skin, la penúltima película hasta la fecha del gran Gregg Araki sobre una novela de suspense psicológico y esos

jóvenes tristes o

desesperados pero llenos de poesía interior en la Norteamérica profunda. Las españolas Elisa K. y No tengas miedo, de Judith Collell y Montxo Armendáriz son ambas apreciables pero están superadas por algunos títulos extranjeros también recientes como la citada Mysterious skin de Araki o la italiana La bestia en el corazón de Cristina Comencini, que no se limitan a compadecer a las protagonistas sino que muestran su evolución ante un

trauma

aparentemente paralizante. Los recuerdos y las emociones reprimidas llevan a buscar casi siempre las causas de la enfermedad mental en la infancia o en la adolescencia (en una línea psicoanalítica), pero también esto suele conducir a errores de bulto y a terapias largas, caras y casi inútiles, sobre todo de carácter psicoanalítico. Se incluye además

a un sector hasta el

momento obviado en el cine LGTB destinado al gran público: los niños, los adolescentes, los y las transgéneros etc. Algunos teóricos como Roland Barthes especularon sobre la capacidad de seducción del cine al tiempo que cuestionaron esos mecanismos de identificación en el cine de Hollywood. Aunque la verdadera revisión la realizarían las

cineastas feministas y,

solapadamente, historias como la de Sabina Spielrman (paciente de Jung y posteriormente una de las primeras mujeres en la historia del psicoanálisis) o Virginia Woolf (conocedora de las tesis de Freud) ya pusieron en evidencia (como Lou Andreas Salome) algunos de los presupuestos patriarcales o machistas de los primeros doctores y sus ideas acerca de “el cuerpo y/o la mente de las mujeres”. Freud como muchos otros de los implicados en la misteriosa historia del psicoanálisis ofrecía una visión muy radical de la sexualidad, tomada por algunos surrealistas o, en una versión más barroca y poética, por Tennesse Williams en su legendaria Un tranvía llamado deseo (A streetcar named desire de Elia Kazan) que no desafió a la censura vigente con ideas que apuntalaban los valores, la familia y la sociedad burguesa en transición de la que formaba parte. 12


En el clásico mudo

Los misterios del alma (subtitulada como “un film

psicoanalítico”) G.W. Pabst, un pionero del cine mudo alemán aborda el descontrol de las emociones, los

sueños, las relaciones familiares

deterioradas, el envejecimiento, logrando una de las primeras películas de prestigio

sobre el psicoanálisis. Cine mudo visualmente imaginativo para

describir el descenso al abismo de un hombre maduro y “corriente”, que entra en pugna con el entorno pero sobre todo con sus propios fantasmas, que aportan formas oníricas. Aborda el deterioro mental y el descubrimiento del inconsciente presentando a los vecinos como una amenaza difusa, y potencialmente imaginaria, que toma forma en sus barrocas figuraciones de ensoñación. El filme incide en el mundo de lo irreal o hiperreal que dio mucho juego en el cine mudo en trabajos como La concha y el reverendo, el clásico mudo de Germanie Dulac con la intervención de Artaud en el reparto o en algunos de los primeros trabajos de Clair, Cocteau o Buñuel. Pero Pabst forjado en el cine mudo de calidad realiza una cinta tan visualmente fascinante como, en algunos aspectos, llena de ingenuidad al mostrar el desequilibrio de su maduro personaje. Un filme que demuestra más el buen hacer del director que su capacidad para reflejar con veracidad las ideas de Freud y el psicoanálisis, logrando, eso sí, una atmosfera tensa y onírica que también encontramos en el homoerótico e igualmente onírico Le sang d’ un poète, el poema sensual de Jean Cocteau. El filme de Pabst se centra en un matrimonio burgués y en concreto en el elemento imaginario y las pulsiones inconscientes del “hombre de la casa” inmerso en una extraña pugna con su mujer y sus vecinos. Ya en sus títulos de crédito cita al Dr. Freud, pero desarrolla sobre todo su faceta relacionada con el subconsciente o los sueños, eludiendo parte del aspecto más iconoclasta de su obra. Freud estuvo cerca del filme pero al final no quiso participar en él. La película es un poco simple en sus planteamientos con respecto al psicoanálisis, aunque Pabst logra con su impresionante puesta en escena reconstruir de una forma pionera el universo de los sueños que significan otra cosa de lo que parecen, adelantándose y superando al Dalí de los anticuados sueños de Recuerda de Hitchcock. Curiosamente el filme de Pabst, a pesar de cierta ingenuidad, es mucho más delirante e imaginativo que la famosa película de Hitchcock, bien realizada pero con un guión bastante chapucero e incluso flojo en lo que 13


se refiere a las connotaciones psicoanalíticas del relato, a pesar de la colaboración del pintor Salvador Dalí en algunas secuencias. El inconsciente y los sueños volverán a ser los protagonistas de los cortos de Maya Deren (Meshes in the afernoon) y de algunos filmes de Buñuel o Cocteau, siempre ligados a distintas formas de disidencia social, sofocada o no. Pasolini también dibujará paisajes y escenarios familiares en los que se mezcla el freudomarxismo (con teóricos como Marcuse)

con las ideas poéticas

y

místicas del autor dejando un campo amplio y subversivo a la literatura y, en concreto, a la poesía social como ocurre en Teorema o en Edipo Rey. Aunque hoy nos resulte algo chocante, Los misterios del Alma se beneficia de una esforzada interpretación de un maduro Werner Krauss y

de una

exploración de sus contradictorios laberintos mentales a la luz de una nueva escuela que repercutiría de forma sensacional en el pensamiento moderno: el psicoanálisis

y sus variantes. La paranoia de Dalí, los desvaríos de los

monstruos, las pesadillas de los doctores fueron objeto de un repaso psicoanalítico bueno o malo, aunque hoy pueden ser leídas de muchas maneras. En el cine primitivo reaparecen resonancias freudianas con elementos de los clásicos de la literatura y también elementos de experimentación y aproximación al cine fantástico en filmes como La caja de pandora o Michael de Dreyer, que contiene visiones pioneras de personajes sexualmente activos a la vez que rodeados de un cierto aura de irrealidad, al igual que sucede en los cortos de Cocteau o Deren. David Cronenberg en la reciente Un método peligroso sobre una obra de teatro de Christopher Hampton (Las amistades peligrosas), una de sus últimas películas y curiosamente una de las más teatrales, presenta la relación entre Freud, Jung y Sabina Spielrman, mujer pionera en la historia del psicoanálisis y protagonista de una densa pero interesante autobiografía. Se trata de uno de los filmes menos delirantes de Cronenberg a pesar del inflamable material que tiene entre sus manos, la primorosa ambientación y del esfuerzo de los protagonistas, algo que ya ocurrió – de otra manera- con el famoso Recuerda de Hitchcock que decepcionó a sus seguidores franceses por su pulcritud y falta de osadía. En el filme de Cronenberg Sabina Spielrman hace frente a sus fantasías S/M para superar “la histeria”,

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pero su amor por su terapeuta la lleva a situaciones de confusión que resolverá ella misma, convirtiéndose, a su vez, en doctora. El doctor Freud no pudo aceptar las ideas de Sabina sobre el impulso natural de destrucción en los seres humanos. Su destino fue trágico ya que murió asesinada por los nazis con el resto de su familia. Es curioso, porque frente a la radicalidad de Freud las tesis de Jung están más conectadas -aunque sea de forma indirecta- con ideas de

cierto fondo cristiano, y en las facultades de

psicología o en la cultura popular (Mujeres que aúllan con los lobos) está mejor visto Jung que el famoso Dr. Freud, aunque probablemente las ideas de éste, pese a los resabios machistas -característicos de su clase y de su época- que salpican casi toda su obra, son potencialmente mucho más subversivas. El psicoanálisis se interpreta de mil maneras. Pero sobre todo se banaliza con su llegada a EEUU sustituyendo la Viena de cambio de siglo por los estudios cinematográficos de Hollywood y abusando de conceptos como los complejos (el de Edipo, por ejemplo) o los traumas que se curan rápidamente. Esto hace que la secuencia diseñada por Salvador Dalí para Recuerda de Hitchcock no logren salvarlo de ser un melodrama romántico inspirado y una eficaz policiaco, pero una versión absolutamente simplista de las teorías psicoanalíticas, en concreto de las teorías de la represión de Freud. Incluso filmes anteriores como La mujer pantera de Jacques Tourneur o algunos de los títulos más turbios de Josef Von Stemberg (El embrujo de Shangay, Capricho imperial, El ángel azul)

resultan más creativos en el

sentido de lo onírico o lo fetichista y lo inconsciente y permanecen abiertos siempre a nuevas lecturas psicológicas. Gilles Deleuze al estudiar el cine, en varios libros, se interesa por factores que ahora son tomados más en serio, aunque Deleuze y su combativo “AntiEdipo” no fueron nunca plato de gusto de la medicina oficial. La percepción de algo que no vemos, el funcionamiento libidinal o especular del cine sobre una persona o grupo de personas tiene gran interés para relacionar la psicología, la filosofía o el cine, aunque las tesis sobre el movimiento (que toma de Bergson) sean tan interesantes como, en ocasiones discutibles. Deleuze problematiza el cuerpo humano, cada parte es concebida como una 15


maquina dentro de un sistema económico alienante, da un giro a la idea de clásico de Edipo y se analiza la ruptura del cine clásico con los nuevos cines, que llevan consigo formas distintas de pensar no solo los personajes en el tiempo y en el espacio sino también la fragmentación corporal o las dualidades cuerpo-mente tal y como van a aparecer en algunas películas del momento como La naranja mecánica, Una mujer bajo la influencia o, sobre todo, Leolo. Desafíos a una organización social que lleva en sí, implícita en sus estructuras, de un modo u otro, la idea del enajenamiento. Deleuze considera la enfermedad mental en el caso de los esquizofrénicos como una línea de fuga. Su tesis causa hoy mucho estupor, pero en su momento fue muy relevante y algo de ello hay en filmes como Morgan, El cuco, Family life, Una mujer bajo la influencia, Leolo o algunos filmes de Bergman o Pasolini (De la vida de las marionetas, Teorema, Persona o Saló)

El surrealismo

Tienen cabida en este apartado muchos de los filmes que incluiremos como pertenecientes a épocas más recientes o incluso algunos citados dentro del cine de los precursores (como Caligari, los filmes mudos de Cocteau, los experimentos de Maya Deren, o los trabajos de Buñuel en determinadas épocas de su vida, desde Un perro andaluz a El ángel exterminador pasando por El (aplaudido estudio de los celos patológicos) o Ensayo de un crimen 16


(rodadas en México, al igual que su particular versión de Cumbres Borrascosas de Brontë) . El movimiento surrealista, aunque se dividió en escuelas que van del futurismo a los experimentos más cercanos a nuestro ámbito geopolítico, reúne los nombres de Buñuel, Dalí, Cocteau, Dulac, Maya Deren, Artaud, el cine mudo de Rene Clair, Stroheim o Murnau, algunos filmes de Renoir y creaciones como Un perro andaluz, La edad de oro o Le sang d´un poète.

Representan la liberación de todos los impulsos como

motor creativo y a la vez socialmente inviable, anarquismo cultural, escritura automática… Por su parte, Buñuel continúa desarrollando este carácter surrealista, algo anárquico, y su aproximación a la locura social o individual en películas como El, sobre los celos y la rivalidad, (admirada por Jacques Lacan) El ángel exterminador, parábola psicosocial sobre el encierro mental de la burguesía mexicana o, sobre todo, Belle de jour donde retrata las variopintas

fantasías sexuales y la doble vida de una joven francesa,

encarnada por Catherine Denueve,

a la que

llama Severine como la

protagonista de La Venus de las Pieles de Sacher-Masoch, un clásico estudiado no solo por la psiquiatría tradicional sino también revisitado de otra forma por discrepantes como el filósofo Gilles Deleuze en su prólogo al famoso clásico. Entre las obras emblemáticas de Buñuel merece especial atención en lo que respecta a su relación con la locura o enfermedad mental, su obra El ángel exterminador, metáfora de la parálisis de una clase social de Méjico. Las tensiones de Buñuel entre su ateísmo y su educación católica (que de otro modo aparecen en otro surrealista bien distinto, el Villaronga de El mar) se ven reflejadas en este título bíblico. No sé si Truffaut estuvo muy atinado al comparar esta película del segundo Buñuel con Los pájaros de Hitchcock pero ambas, cada una a su modo, nos hablan de fobias sociales, paranoias personales y formas de representar la alteridad en la sociedad cambiante del momento. En El ángel exterminador una cena de matrimonios burgueses en la casa de uno de ellos se convierte en un infierno cuando nos vamos dando cuenta (antes incluso que ellos mismos) de que no pueden salir, sin razón aparente, de la habitación donde se encuentran: sus conversaciones se alargan, se suceden las excusas hasta que se percatan de que una fuerza

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invisible y más poderosa que su voluntad les impide salir de la habitación abierta donde acaban de cenar. Buñuel toma elementos del cine de suspense, del melodrama mexicano, de la comedia negra y

de la sátira

social para hacer una extraña radiografía de esa sociedad que llegó a ser -como Francia y de otro modo España- su patria como realizador y donde se aproximó también a algunos postulados surrealistas en filmes como El, Archibaldo de la cruz o Abismos de pasión, su personal versión del clásico de la novela británica Cumbres borrascosas. Como en muchos de sus filmes, podemos pensar que estamos asistiendo a algo inquietante o a algo divertido según el modo en que el director juegue con los personajes, el espacio y finalmente los símbolos, de corte freudiano pero también marcados por la religión e incluso por influencias de otros surrealistas, del teatro del absurdo (Ionesco, Beckett) o de la cultura popular mexicana. Así, a medida que cae la noche y los personajes empiezan a derrumbarse ante una situación ridícula pero que se va tornando cada vez más dramática y sombría, se dan situaciones extrañas que parecen liberar algunos deseos reprimidos de los y las comensales, sobre todo en lo referente al sexo y la violencia o imágenes que remiten directamente a símbolos de regusto religioso como un grupo de ovejas entrando en el salón, o ciertas cosas que creen ver los personajes cuando tienen sed, hambre o sueño. Hay algo de los Náufragos de Hitchcock, cercanos al canibalismo para poder sobrevivir, pero sobre todo las máscaras sociales de una clase biempensante e hipócrita van cayendo con apuntes que evocan otras obras suyas como la Silvia Pinal de Viridiana o los recuerdos infantiles de Archibaldo de la Cruz (Ensayo de un crimen), El ángel exterminador muestra más una enfermedad social que una enfermedad mental pero acaba transmitiendo sensaciones que (como en El proceso de Orson Welles) contienen una irritante crueldad, un lacerante sentido del humor y una forma bella de mostrar como “lo siniestro”, “lo atávico” y “lo irracional” se introducen en un entorno cotidiano y nos remiten a obras anteriores y posteriores del cine de terror y suspense como ciertos filmes de Polanski, Carpenter, Araki, Lynch, Cronenberg o el citado Hitchcock maestros en martirizar al espectador sin dejar de incluir el distanciamiento de un extraño, surreal e irreverente sentido del humor y/o de la ironía.

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No obstante mis dudas iniciales, quiero incluir en este apartado El proceso de Orson Welles, no solo porque sea una de sus mejores películas (entre las tres o cuatro mejores del realizador) sino porque nos devuelve a un autor cuya vigencia atraviesa diversas corrientes y épocas en la teoría y la práctica de la psicología. Hablo de Franz Kafka. Kafka como su protagonista, no solo trabajó mucho tiempo en una gran oficina (algo que, en tono de comedia inteligente, se repite en imágenes de El apartamento de Billy Wilder) sintiendo la alienación burocrática, sino que además trató de combinar la escritura más audaz formalmente y de más marcado carácter autobiográfico con una vida en la que no alcanzó la fama y el reconocimiento que obtendría después. Kafka y sus criaturas tienen cabida también en la psicología social, en la autobiografía como provocación y en los sujetos que, por su historia personal y familiar han sido no sólo objeto de atención del psicoanálisis sino también de corrientes psicológicas que han analizado conceptos como la rutina laboral, la alienación, el complejo de culpa, las taras afectivas o el enfrentamiento con figuras paternas y/o patriarcales. El proceso, rodada en 1963, aprovecha el tirón y la falsa fragilidad de Anthony Perkins que acaba de triunfar con Psicosis de Hitchcock para convertirlo en un personaje mítico: el Josef K. de una novela de principios de siglo que ha trascendido como un clásico moderno de la literatura. Un adjetivo como kafkiano no solo se refiere a la situación de desazón existencial del Gregorio Sansa- convertido insecto de la noche a la mañana- de La metamorfosis sino también a esos laberintos y despachos burocraticos que -subrayados por la iluminación expresionista y las audacias de Welles- crean un clásico moderno que todavía tiene algo de thriller psicológico, thriller metafísico y fábula sobre una sociedad dominada por un miedo que siempre se puede nombrar. En este caso estamos ante un personaje “empapelado” y perseguido sin saber por qué, además de enfrentado a instituciones judiciales todopoderosas con extrañas resonancias al subconsciente atormentado del protagonista, a reflexiones filosóficas y/o teológicas y a un tipo de angustia vital y de aislamiento que volvemos a encontrar en filmes como Daniel, La naranja mecánica o incluso en algunos personajes extremos de Polanski. Quizá la referencia lejana más interesante sea la de la Alicia de Carroll recorriendo otro laberinto donde se juega con el lenguaje, el doble sentido, la amenaza del poder teñida aquí de un pesimismo 19


y carga personal lejano a Carroll pero característica del autor de “Carta al padre” o “La colonia penitenciaria”. La vida de Kafka conoció un

biopic

estéticamente bello pero algo vacuo en los años noventa a mano de Steven Sodenbergh, que, para bien o para mal, nunca ha dejado de sorprender al público. Muestra emblemática de cómo el surrealismo pasa de moda como corriente artística, pero se incorpora con libertad en el cine posterior, serían algunos episodios o imágenes no solo del último Buñuel sino de autores como Pasolini, Fellini, Bergman o el citado Welles de El proceso, entre otros muchos, que

llegan a cineastas contemporáneos harto controvertidos y

diferentes entre sí como Haneke, Almodóvar, Akerman, Von Trier, Antonioni o Bertolucci.

Años cuarenta-cincuenta: la herencia psicoanalítica

Entramos en un momento histórico de muchos cambios: la postguerra (sus heridas y sus neurosis) la incorporación progresiva de las mujeres al gran mercado laboral, el comienzo

del cuestionamiento de los roles de

género, la caza de brujas… Es también la época en que Hollywood parece querer consolidar su hegemonía pero se encuentra con un público admirador del neorrealismo italiano, el realismo poético francés, los maestros del cine oriental (Kurosawa, Mizoguchi etc) o las primeras películas de Bergman. El psicoanálisis

en

su

versión

sesgada

20

y/o

reaccionaria

netamente


estadounidense pasa, en cierto modo, a la pantalla en los años de la postguerra mundial o incluso antes como en el caso de filmes todavía algo atrevidos (al inscribirse, de entrada, dentro de la serie B) como La mujer pantera o Noche en el alma de Tourneur. Ejemplos célebres son la laureda película Recuerda de Hitchcock, las algo más vigorosas Vorágine y Angel Face de Otto Preminger y Secreto tras la puerta de Fritz Lang, inspirada en la Rebeca de Hitchcock, y el llamado “melodrama femenino”. Otras hablan de la amnesia o la neurosis de guerra desde Doble sacrificio de Cukor a Niebla en el alma del infravalorado traumas secretos y causas

Melvyn LeRoy.

Inciden en ideas edipicas,

que se originan en la infancia del personaje

principal que al final sufre -por lo general- una espectacular curación. Están presentes la timidez en el aspecto sexual y la denuncia socioeconómica así como las figuras de la mujer fatal, del héroe y del antihéroe.

La mujer fatal

como elemento de desestabilización de un núcleo familiar reforzado por la postguerra y el macartysmo pero también con el eco (sobre todo europeo) de los primeros movimientos de mujeres, posteriores a las sufragistas. Se contraponen las imágenes pulcras de psiquiatras buenos (Recuerda, Niebla en el pasado, Noche en el alma) a otras de psiquiatras crápulas o farsantes (Vorágine, La mujer pantera, El callejón de las almas perdidas). Este psicoanálisis se refinaría

un poco más en títulos de los sesenta como

Confidencias de mujer o Marnie, la ladrona, (lastrada esta última por una presentación de la curación final, tan espectacular y sangrienta como pueril e innecesaria, sobre todo teniendo en cuenta que el filme es bastante posterior a Recuerda, Vértigo

o La ventana Indiscreta). También encontramos

resabios de psicoanálisis reconocimiento debido como

en ciertos

títulos de maestros sin el

Preminger, Fleischer o Aldrich

que, no

obstante, recurren también a ideas poco desarrolladas sobre la infancia, los traumas y los complejos adquiridos o recurrentes. Preminger (Angel Face), Fleischer (Impulso criminal), Aldrich (El beso mortal, El gran cuchillo, ¿Qué fue de Baby Jane?) o incluso Wise (The Haunting) realizan algunas de las aproximaciones más recordadas sobre el desequilibrio “mental”. Aunque algunos títulos de Hitchcock como La soga, Los pájaros o Marnie han sido reivindicados como filmes potencialmente subversivos por más modernas teorías del género, lo cierto es que las explicaciones psicoanalíticas de 21


algunos de ellos

resultan

algo simplistas, cuando no nefandas de puro

recurrentes en autores con cierto resabio machista (Requena, Martin Arias, Latorre, etc, toda una banda de catedráticos de pensamiento superficial responsables de muchos desatinos en la teoría del cine en lengua castellana ). Si bien

la psicología más simple o el psicoanálisis “barato”

sirven a Hitchcock en ocasiones para sus resortes de suspense, películas aisladas como Falso culpable, Los pájaros o Extraños en un tren parecen indicar que el maestro sabía más de lo que a primera vista parecía Hay ejemplos aislados (Secreto tras la puerta, Vorágine, Cara de ángel, Al rojo vivo, La huella de un recuerdo) en los que se ofrecen interpretaciones psicoanalíticas discutibles del comportamiento de determinados personajes: la idea freudiana

de Edipo, la mujer fatal, el padre odiado, la madre

castradora, la rivalidad entre hermanos o cuestiones como la cleptomanía, la amnesia, los celos, el miedo

o la doble personalidad. Con la llegada del

psicoanálisis de la escuela más bien reaccionaria -pese a algunos avances que llegaron a ser pequeños seísmos como el informe Kinsey- se impone, al menos hasta los años sesenta, la familia heteropatriarcal como ideal o como sustento social. Sobre el alcoholismo, la primera película sería y prestigiosa, destinada al gran público, es sin duda Días sin huella de Billy Wilder, basada en la novela The lost weekend de Charles Jackson, parcialmente autobiográfica y escrita poco antes de la aparición del filme. En la versión de Billy Wilder de 1945 para la gran pantalla, que se ajusta a la censura de la época, se omite la homosexualidad reprimida del escritor, cambiando a Don por un hombre en baja forma y sin inspiración. Un personaje sometido, como en la novela, a la presión de su hermano y su novia, que tratan de ayudarlo pero le ofrecen modelos de vida que no casan con su personalidad insegura. Tanto el libro como, en menor medida, el filme

lo muestran como un “adolescente en

decadencia” y con una extraña mezcla de celos y recelo de sus seres más cercanos si bien su lucidez choca con el convencionalismo o la apatía de los pocos personajes que logra, a duras penas, conservar a su

lado. La

secuencia del delirum tremens de Días sin huella es una brillante y aterradora metáfora de la situación interior de un personaje que lucha por salir de la 22


mediocridad, representada por su anodino hermano mayor mientras tiene que enfrentarse a sus propios fantasmas e impulsos autodestructivos. Es el ratón que lucha por salir a la sociedad y es devorado por un murciélago que representa a esa sociedad y a los hombres modélicos de traje gris que han conseguido triunfar en sus profesiones. Días sin huella ha influido en películas algo más ligeras, aunque llenas fracasos

también de zonas sombrías,

y angustia vital o social, como Días de vino y rosas de Blake

Edwards, que se centra en la alienación laboral.

Hoy Días sin huella, a

pesar de los manierismos de la época, las traiciones al original literario y el algo postizo final feliz sigue conservando una fuerza extraordinaria como melodrama psicológico influido por el neorrealismo y el expresionismo en su subyugante estilo visual. Más elaborada es la inmortal

Un tranvía llamado deseo de Elia Kazan,

basada en la obra cumbre del dramaturgo Tennessee Williams, que refleja ideas más avanzadas y extremas en torno al psicoanálisis, la sexualidad, la depresión grave, las fantasías y el instinto de muerte frente al instinto erótico (Eros y Tanatos, El yo y el ello en versión refinada y poética), llegando a desafiar a los códigos de censura

vigentes. Obra de resonancias

autobiográficas -que pudieron expresarse mejor en Broadway que en Hollywood- hubo de desafiar a la censura y a los ignorantes miembros de la llamada “Legión de Decencia”, pero su triunfo en Broadway (premio Pulitzer incluido) hizo que una obra que desafiaba al Código Hays llegara a la gran pantalla. El autor y el director mezclan el barroquismo y la sordidez, creando una atmosfera compacta, poética y a la vez llena de contrastes, entre pobreza y ensueños de glamour, enfermedad, decadencia

degradación y

autodestrucción, así como diferentes formas de aislamiento del mundo real lo que nos remite a otro clásico coincidente en el tiempo, Sunset Boulevard de Wilder, sobre una estrella de cine mudo en decadencia (encarnada por Gloria Swanson)

que vive de ensoñaciones desbocadas y

evocaciones

enfermizas de un pasado glorioso. Se aprovechan los distintos recursos de los intérpretes (Leigh, Brando), al tiempo que se reflexiona sobre la soledad de un personaje (que no se hace simpático pero llena la pantalla con su energía dramática) a través del enfoque lírico y sensible del autor y de la

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fisicidad que Kazan logró dar a actuaciones basadas en las ideas del Actor’s Studio. Tanto Brando como los otros actores y actrices solo relativamente “secundarios” (como Kim Hunter o Karl Maden, presentes en el filme) siguieron la pauta (tomada, en parte del teatro ruso y psicoanálisis)

en parte del

de la introspección e identificación psicológica con el

personaje y la conexión de sus elementos corporales y mentales, traumas incluidos. Son actores y actrices que ya habían demostrado, como Brando, su versatilidad en la versión para los escenarios de Broadway, mezclando realismo, drama

y poesía. Y frente a ellos Vivien Leigh como la

desequilibrada Blanche que resulta -aunque solo al principio- algo teatral hasta que la actriz y el personaje parecen fundirse de un modo prodigioso culminando en el crudo final en el que es conducida a un sanatorio mental. Del método de Stanislavky tomó Kazan la idea

de que el actor o la actriz

deben

tan solo con el rostro e

actuar con todo el cuerpo

en lugar de

interiorizando emociones externas como se hacía, en ocasiones,

en el

teatro off-Broadway del momento. En la asfixiante, morbosa y poética De repente, el último verano presenta Williams (dramaturgo) con mayor claridad la lobotomía (fallida) a la que fue sometida su hermana, además de insinuar la homosexualidad de uno de los personajes, desafiando -aunque tímidamente-

a la censura vigente con

ayuda del Gore Vidal, encantado de participar en una película tan llena de morbo, estrellas y sorpresas. Como en otras películas de Mankiewicz sobre el trauma reprimido, la intriga se resuelve con un espectacular flash-back final, de cierto sabor pasoliniano. Williams vivió su homosexualidad en una época represiva y también estuvo cercano

al alcoholismo y

a las

depresiones lo que queda reflejado en obras como La gata sobre el tejado de zinc, sobre el abandono, las relaciones parentales, las masculinidades, la codicia y la homosexualidad reprimida. Y sobre el consumo de drogas y la cultura y la sociedad del éxito y las apariencias en Dulce pájaro de juventud, protagonizada por dos seres que temen a la edad. Kazan, como a ratos Mankiewicz, Brooks y Huston, supo captar la mezcla de drama y poesía del original.

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Richard Brooks retoma el tema de la enfermedad mental en su adaptación de la novela de Truman Capote A sangre fría; Kazan se aproximará a la depresión de un maduro director de cine en El compromiso que guarda un leve paralelismo con Dos semanas en otra ciudad de Vicent Minelli, también protagonizada por un maduro e intenso Kirk Douglas, enfrentado a la maquinaria hollywoodiense; Minelli abordó el tema de la salud mental con desigual fortuna en varios de sus filmes, entre ellos la fallida La tela de araña, ambientada en un hospital de lujo lleno de gente maniática y malavenida o, con mayor fortuna y vigor expresivo, en El loco del pelo rojo (Lust for life) hoy recordada como “la gran película sobre Van Gogh”, aunque muestre algunos tics del cine del momento ya que Douglas y Minelli- al menos esta vezvencen finalmente a la ñoñería de la Metro, una productora bastante temerosa, en general, de romper esquemas sociales, a diferencia de la Fox o la Warner. Brooks también retrató el fanatismo religioso en el drama psicológico El fuego y la palabra y las fantasías sexuales de una joven profesora de niños con diversidad funcional en Buscando al Sr Goobard, un último filme del realizador,

algo moralista y tramposo pero contado con

eficacia donde aborda, sin eludir cierto tremendismo y un molesto final, las represiones

que sufre la protagonista en su doble vida. Coordenadas

narrativas que recuperará, en un registro bien diferente, el ampuloso Darren Aranofsky (Réquiem for a Dream) en la barroca y afectada El cisne negro, una película trivial y morbosa salvada por la interpretación portentosa de su protagonista femenina, como portentosa es la confusa Diane Keaton de Buscando al Sr Goodbard que nos sitúa en el accidentado periplo urbano de una joven en los años setenta que busca sexo y protección ante su caótica y asfixiante situación familiar. Las obras de Tennesse Williams -breves o largas- desafiaron a la censura pero, además, supusieron la inmersión pionera en un mundo enfermizo, donde se combinaban desequilibrio y lirismo, psicoanálisis y sexualidad, vagabundeo y miedo a la vida real. Son muchos los directores se han acercado al universo poético de Tennessee Williams. Uno de ellos fue, contra todo pronóstico, John Huston con su versión fílmica de La noche de la iguana, realizada en 1964. El universo de Williams, delicado y enfermizo, era

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opuesto al vitalismo intrépido y viril que desprendía la figura del director de El tesoro de sierra Madre, pero compartían dos cosas: el amor por los perdedores y la pasión por las palabras. Huston empezó siendo guionista para la Warner y, salvo en sus mejores trabajos, sus películas descansan más en la fuerza de la construcción dramática de sus criaturas que en una personalidad fílmica coherente. Sé que los admiradores de las imágenes bellas, delicadas o terribles de Dublineses y Fat city o los que idolatran “clásicos” tan sobrevalorados como La reina de África o El halcón maltés no me perdonarán una opinión tan inmisericorde sobre un director

muy

respetado hoy aun cuando algunas de sus películas no lo sean tanto. Huston llevaba el cine en las venas pero desde el mundo de la literatura; la mayor parte de sus filmes son adaptaciones de grandes o pequeñas novelas, de cuentos o artículos periodísticos o, como en ese caso, de una extraña pieza teatral que comenzó siendo un perturbador relato breve. Huston se atrevió, en la década de los sesenta, a aproximarse a dos de las figuras literarias más controvertidas de su país: el célebre dramaturgo de Mississippi Thomas Lainer Williams, cuando su rutilante figura empezaba ya a declinar en Broadway, y la novelista Carson McCullers, autora de Reflejos en un ojo dorado, un excelente libro y a partir de él una interesante película de suspense psicológico , un microcosmos inestable donde se refleja

la

estupidez militar, la soledad, los celos, el miedo a la locura y las sexualidades reprimidas. Williams y la amiga Carson, dos escritores de vida azarosa, y personalidad atormentada y dos constructores, desde el lenguaje, de universos

poéticos

de

indudable

potencialidad

para

ser

recreados

visualmente. Williams tuvo más éxito que McCullers en Hollywood. El realizador logró una de sus mejores películas a partir de una de las piezas más desequilibradas del dramaturgo sureño, cuya estrella empezaba a declinar. El operador habitual de Buñuel en México (El, Ensayo de un crimen, El ángel exterminador) puso luces y sombras a las secuencias tormentosas de esta agitada noche de exorcismo psicológico, complejo de culpa y choque de caracteres. La noche de la iguana, a pesar de algunos tics sobrantes, característicos del realizador y la época, se mantiene hoy prodigiosamente en pie. Todo ello gracias a la aproximación respetuosa de un director vitalista a

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un universo crispado, aparentemente mórbido que transitaron de otro modo Kazan, Brooks o Mankiewicz. La película es posterior a su aplicado pero algo frío biopic sobre la vida y las ideas de Sigmund Freud (encarnado por un Monty Clift esforzado pero en clara decadencia), pero contiene más elementos de interés psicológico que su ya citada puesta en imágenes de la trayectoria vital, personal y profesional del médico vienés. La noche a la que hace referencia el título de la obra y la película de Huston está construida como una larga secuencia que el director trata de hacer plenamente cinematográfica, a pesar de su claro origen teatral transformado por un equipo técnico-artístico de primera. No escatima las palabras del dramaturgo porque sabe que son imprescindibles en el filme, pero las pone en boca de grandes intérpretes de dilatada carrera filmados con brío a través de primeros planos o planos medios y acompañados de una evocadora banda sonora. Esa imagen de Shanon (Richard Burton) agitándose en la hamaca a la que ha sido atado para evitar su autodestrucción es clave en la lectura del filme como estudio psicológico de personajes al límite. Al igual que la frágil pero firme Deborah Kerr ganando la partida verbal al reverendo represaliado por su iglesia, con su particular visión de la pareja y la sexualidad. Aparecen los demonios del director a través de personajes intensos que contrastan sobre un fondo insólito. Ya en esa época o incluso en décadas precedentes, los años cuarenta y cincuenta, dentro y fuera de Hollywood existen algunas películas que, sin desprenderse del todo del legado del psicoanálisis vulgarizado, analizan el tema del desequilibrio mental desde otras ópticas, menos clínicas. Es el caso del filme de misterio muy popular en su momento,

Luz de gas -también

llamada Luz que agoniza- de George Cukor, basada en una obra de Patrick Hamilton y remake de un clásico menor del cine inglés de los años treinta dirigido por Thorton Dickinson. Inducción a la locura por un marido codicioso y manipulador (encarnado por Charles Boyer) de una mujer asustada que ha heredado una mansión después de un horrible crimen en la familia y su regreso a ella será una enorme trampa. Nos ofrece un leve alegato feminista respecto a la situación de la mujer dentro del matrimonio y la familia patriarcal y muestra cómo el varón se apropia, utilizando todas las armas posibles, de 27


las propiedades de la mujer haciéndole creer que “está perdiendo la razón”. Aparecen elementos como alucinaciones visuales y auditivas que no son tales, pero también un cierto masoquismo en el personaje femenino que no casa muy bien con el saludable físico de Ingrid Berman. No obstante, como película gótica y de suspense psicológico conserva cierta nobleza, pese a algunos elementos manidos o

a decorados imposibles. El filme ha sido

objeto de varias lecturas psicoanalíticas e incluso reivindicado como texto fílmico pre-feminista (al igual que muchas otras películas de Cukor), pero hay elementos de melodrama gótico convencional que colapsan la interpretación subversiva del miedo de Paula ya que es otro (en este caso “bondadoso”) personaje masculino el que salva a la protagonista de las retorcidas garras de su marido, ladrón y asesino. El tema de la locura se vincula a una astuta trampa de un marido hipócrita, criminal y manipulador, pero, aun situándolo en la época que aparece, hay que reconocer a su vez cierto masoquismo en el personaje femenino que “parece no querer salvarse” lo que irrita más que inquieta al espectador. Quizá

la secuencia final, cuando se invierten los

papeles, sea una de las cimas en la azarosa carrera de Ingrid Bergman, representando a la mujer que se finge loca ante quien la ha hecho creer que lo estaba (como en algunas terapias psiconalíticas algo desfasadas) En la línea del cine negro o policiaco psicológico se sitúa también. A través del espejo (Dark Mirror)

del maestro del cine negro Robert Siodmack.

Presenta una intriga no demasiado original acerca de dos hermanas, gemelas pero opuestas en su personalidad (argumento que se repetirá con mayor o menor fortuna en otros filmes), que incluye la primera aparición en el cine de masas del entonces famoso test de Rorschach (las láminas se suceden ya en los títulos de crédito), como herramienta para adivinar o resolver un asesinato, diferenciando a las gemelas (ambas encarnadas por Olivia de Havilland). La invención de Rorscharch se utiliza para revelar cuál de las dos es la que ha cometido el crimen con el que se abre el filme, algo que hoy resulta poco verosímil. El test, ya algo desprestigiado, tiene por finalidad indagar en el carácter o, por mejor decir, definir la personalidad del que lo hace, al dar sentido a una serie de formas y manchas. La parálisis narrativa estropea, a ratos, una intriga bien resuelta pero sin demasiado

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entusiasmo, excesivamente discursiva y cuya

banalización de las ideas

psicológicas del momento acaba agobiando al espectador. En resumen, un policiaco algo teatral salvado por el esfuerzo de la protagonista femenina y el retrato de psicologías atormentadas. En esta misma línea podemos citar la posterior Su propia víctima de Paul Henreid con Bette Davis como protagonista o la más sofisticada y contemporánea Inseparables de David Cronenberg, con un doble papel para Jeremy Irons en sus comienzos, en una trama llena de sexo, engaños, turbiedad y morbo. Frente a la imagen pulcra del psiquiatra oficial

de algunas películas de

Hollywood como Recuerda” o Las tres caras de Eva (bastante posterior y algo más elaborada) aparecen los crápulas y timadores de La mujer pantera de Tourneur o el hipnotista estafador de Vorágine

de Otto Preminger,

encarnado por el camaleónico José Ferrer. También indaga, de otra forma, en la depresión, sin recurrir a respuestas fáciles, el maestro Hitchcock en su inteligente definición de la mujer del protagonista de Falso Culpable (Vera Miles) , una atípica obra de madurez

del director rodada en un estilo

“realista” poco habitual en el director que incluye la depresión, la idea del Estado que destruye al individuo,

la consabida fobia a la policía de

Hitchcock, resonancias kafkianas (El proceso), ambientación realista, derrumbe de la mujer del protagonista

mostrada con extraordinaria

verosimilitud en su progresivo descenso a las sombras y el mutismo... Las secuelas del miedo y el oprobio social hacen mella no solo en el protagonista sino también en su joven esposa. En el personaje de Vera Miles vemos que Hitchcock sabía más de psicología de lo que muestran algunas de sus películas donde los traumas y obsesiones son solo excusa para el eficaz funcionamiento del suspense o el thriller psicológico. La depresión puede ser una forma de narcisismo o también, como en el caso del personaje de la esposa de Balestero en The Wrong man “rabia dirigida contra uno mismo/a” , como diría la escritora afroamericana Sapphire). El novio de Joan Crawford en el melodrama romántico y a la vez realista Hojas de otoño, rodado también en los años cincuenta por Robert Aldrich, personaje al que da vida Clift Robertson

es maniaco depresivo, y cleptómano, pero el amor

incondicional de esa mujer que encarna Joan Crawford, parece -en éste

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como en otros filmes- redimirlo y ayudarle a salir de sus propia telarañas de autoengaño, doble personalidad

y falsedad. Un melodrama romántico que

se acerca, en algunos momentos, al cine negro con teorías psicoanalíticas muy básicas de fondo. Solución psiquiátrica como apaño para un final feliz. * Bigger that life (Más poderoso que la vida) magnifico James Manson, es

de Nicholas Ray, con un

un sólido, irónico y ácido

melodrama

psicológico y social sobre la adicción a los medicamentos, en concreto a la morfina para los terribles dolores de espalda de un taxista padre de familia con una

extenuante doble jornada e imprevisibles cambios de humor.

Rodada en cuidado technicolor y llena de suspense y melancolía es uno de los grandes títulos de la desigual carrera de Nicholas Ray. De fondo -como en Días sin huella, Rebelde sin causa, Un sombrero lleno de lluvia o La gata sobre el tejado de zinc- además de la adicción a determinadas sustancias aparece la crisis de la masculinidad hegemónica en el periodo, que se verá aún mas acentuada en películas como la hermosa, lírica y magistral pero deprimente Lilith de Rossen o en El precio del éxito de Robert Mulligan, ambientada en el mundo del deporte competitivo y con un duelo interpretativo entre Karl Maden y un joven Anthony Perkins, como padre e hijo en pugna. Ambas, Lilith y El precio del éxito, a pesar de centrarse en casos individuales y universos cerrados sobre sí mismos son retratos poco complacientes de la sociedad estadounidense del momento.

Películas posteriores, como

compromiso de Elia Kazan, basada en su propia novela,

El

abordan de forma

más o menos realista la depresión que acompaña a la madurez y a la rutina en el trabajo, con resonancias de “Dos semanas en otra ciudad”, el último gran melodrama de Vicent Minelli

donde Kirk Douglas interpreta a otro

personaje maduro y desencantado arrollado por la industria de Hollywood. Muy popular en los años cincuenta llegó a ser el famoso y taquillero filme de Nunally Johnson Las tres caras de Eva donde una joven Joanne Woordward interpreta con gran brío un relato algo chirriante inspirado en el caso real de una mujer con triple personalidad. Pero el filme –a pesar del encomiable esfuerzo de su protagonista femenina y algunos momentos intensos y/o brillantes- está lleno de un tufillo a teatralidad e incluso a algunos apuntes televisivos (en el peor sentido del término) que denotan cierto oportunismo y

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psiquiatría rancia, así como la falta de fuerza expresiva

que acompaña

también a las peores y más tardías adaptaciones de Williams. Con todo, solo fuera por la repercusión que logró, Las tres caras de Eva tuvo su importancia al introducir no solo la enfermedad mental en un entorno de clase media más o menos cotidiano, reconocible y gris sino también por no eludir los aspectos sexuales en el retrato psicológico de la protagonista femenina.

Años cincuenta y sesenta. Los otros cines

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Algunas de las películas surgidas a principios de los sesenta como Lilith, Persona, Corredor sin retorno, Repulsión o David and Liza merecen ser mención aparte no solo por su enorme belleza, hondura y solidez sino porque son pasos adelante en la visión de los lugares de encierro y en las relaciones médico-paciente,

cordura-locura,

ilusión-realidad,

poder-sumisión.

La

cinematografía europea muestra que existen formas menos clínicas y, sobre todo, influenciadas por nuevas escuelas fílmicas

que van surgiendo al

margen del ámbito hollywoodiense. Una rareza convertida en clásico de culto es el lírico y refinado Lilith de Robert Rossen, un filme espléndido y atemporal y una de las películas más desazonadoras sobre la frontera entre la cordura y la enfermedad. Es el canto del cisne y probablemente la obra maestra de Robert Rossen, que la ambientó

en un

lujoso Sanatorio

privado contraponiéndola al Hospital

público y sin recursos que encontramos en Nido de víboras o Corredor sin retorno. Nos recuerda más al hospital con aspecto de hotel de lujo de la fallida y alambicada pero interesante La tela de araña” (The Cobew) de Vicent Minelli, aunque la puesta en escena y la narrativa es más reposada, sombría, y el guión más ponderado e inteligente. Como el filme de Minelli, este canto del cisne de Rossen traza la delgada frontera entre lo que llamamos cordura y locura, entre los cuidadores y los tutelados. Hermoso blanco y negro, meticulosa dirección de actores y actrices y evocadora banda sonora de Hopkins para contar la elegante y plásticamente arrebatadora aunque triste y demoledora historia de un derrumbamiento progresivo tanto de la joven paciente (Jean Seberg) como del psicólogo novato (Warren Beatty). Trata con sutileza incisiva y finalmente desesperanzada el enamoramiento psicólogo-paciente, la inestabilidad emocional del cuidador, la lógica del enfermo mental,

las terapias de grupo, las

fantasías, psicosis, dramas íntimos, pequeños desgarros

ideas sobre y traumas del

pasado e incluye la famosa frase dicha por una de las pacientes en terapia de grupo.”¿Qué tiene de maravilloso la realidad?” Envuelto en una hermosa fotografía en blanco y negro y una melancólica banda sonora, Lilith plantea un tema relativamente nuevo y todavía espinoso: “¿Quién cuida al cuidador?”

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Su belleza plástica, sus detalles llenos de doble sentido y su claro pesimismo resultan suavizados por el ambiente elitista en que se desarrolla. Pero los tiempos cambian y, aunque poco a poco, el psicoanálisis ha sido desacreditado como terapia o

incluso como algo imprescindible para la

historia de la psicología o la psiquiatría. Surge el conductismo mientras los discípulos -díscolos o reaccionarios- de Freud quedan relegados al terreno de la filosofía, como ocurrirá con posterioridad, de otro modo, con los sucesores e incluso enemigos que toman el psicoanálisis como punto de partida (Lacan, Deleuze, Foucault). De Inglaterra nos llega David y Lisa de Frank Perry,

una producción

netamente británica y debut en el cine de su director, con un inteligente guión de su esposa, Eleonor Perry, y una cuidada fotografía en blanco y negro. Basada en una novela del psicoanalista heterodoxo y escéptico

Theodore

Isaac Rubin, sigue siendo la mejor película del director y una de las más peculiares de la década de los sesenta sobre el tema de la salud mental. Frente al envarado y neurótico David, al que controla una familia llena de reparos y al que suponemos una personalidad obsesivo-compulsiva, está el personaje de Lisa y su caótico mundo interior, cercano a la psicosis, que apenas acierta a expresar con claridad. Al rígido e hipersensible mundo del joven David

se contrapone la más primitiva, aniñada pero

valiente Lisa

consiguiendo un contraste tan valioso como la gama de grises que dominan el filme. La institución no queda muy bien parada (por su arbitrariedad e instruismo), pero la historia se ubica en un psiquiátrico cómodo y bien instalado, que poco tiene que ver con las imágenes de caos, pobreza, temor y hacinamiento que encontramos en filmes como Nido de víboras, La tête contre les murs o Corredor sin retorno. El rodaje en un brillante blanco y negro, convierte los leves o agudos ataques de sus protagonistas en momentos de suspense o creatividad, La historia de amor, como ocurre en Lilith, es previsible, pero no se desarrolla de forma vulgar, porque esos dos personajes (maravillosamente interpretados por Keir Dullea y Janet Margolin) cuentan con

unos secundarios convincentes (actores importantes en la

historia de los secundarios) que sirven de contraste personalidad de los dos protagonistas absolutos , 33

con la

insólita

capaces de superar


muchas trabas, reales y/o imaginarias. Un filme que, rodado en 1962, se mueve entre el “cine sobre psiquiátricos”, el free cinema y el cine independiente de calidad, en la línea de Jack Clayton o incluso Losey. David y Lisa se conserva maravillosamente en pie gracias a su valentía y a su cuidada atención tanto a la definición de los personajes como a

los

pequeños detalles audiovisuales que definen el carácter y la evolución de los personajes en el espacio-tiempo. Más salvaje y plenamente estadounidense es la única película de fondo progresista del realizador Samuel Fuller (un Arthur Penn algo más conservador y patriotero formado en el cine negro vigoroso) Corredor sin retorno. Si bien contiene algunos tópicos, denuncia la violencia en algunos psiquiátricos,

la investigación periodística sobre los abusos en algunos

manicomios, el fingimiento, el racismo y el miedo a la locura así como la somatización y

la imitación de los síntomas que pueden conducir a

situaciones de enajenación tanto como el ambiente en que se vive. Algunas claves son las del cine negro, el cine de investigación y el thriller psicológico. Exagerado

y algo machista

resulta el episodio del “pabellón de las

ninfómanas”; el personaje principal a su vez no está observado con demasiada simpatía, a pesar de ser el punto de vista privilegiado durante la mayor parte de la historia, y algunos secundarios son impagables, siempre rozando el exceso. La narrativa es tensa, dinámica y vigorosa y no siempre convence su mensaje, aunque es

inesperadamente combativa, habida

cuenta

con

del

mimetismo

de

Fuller

la

sociedad

estadounidense,

moviéndose entre el western, el cine negro y el cine bélico. La fotografía expresionista de Stanley Cortez (operador y ocasional realizador)

añade

sensación de asilamiento, alienación y violencia a un filme que fue descrito por Godard como “La obra de arte de un bárbaro”, definición que también recaería sobre algunas de las películas de Hitchcock más cercanas al cine de terror como Psicosis, lastrada por la aburrida explicación-epílogo de un gris psiquiatra de la época, o la más delirante Los pájaros abierta a multitud de interpretaciones de lo psicoanalítico a lo sociológico pasando por los modernas teorías queer o del género. Fuller mezcla personajes y formato, o el blanco y negro con el color en secuencias muy concretas para lo que

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cuenta con el apoyo del excelente operador Stanley Cortez -colaborador en oras ocasiones de

Fuller- quien realiza una de sus propuestas más

atrevidas, junto con la llevada a cabo en La noche del cazador de Charles Laugton, en cuanto a trucos audiovisuales, incluyendo una breve secuencia en color. En el filme encontramos ciertos tópicos heredados del psicoanálisis, como el fetichismo que finge el protagonista hacia el cabello de su hermana, aunque también virulentos pero algo confusos apuntes sobre la violencia institucional en la guerra y en una sociedad racista y parapolicial. Algunas figuras como el negro del Klu-Klu-Klan, el veterano de la guerra de Corea o el pabellón de “Las ninfómanas” hicieron las delicias de los cineastas y críticos europeos amantes del cine de Fuller, pero hoy se nos antojan muy poco sutiles al lado de las apuestas de Rossen o sobre todo

de

las de

Cassavettes, que tanto en Ángeles sin paraíso donde retrata la vida en un centro para niños con discapacidad intelectual o especialmente Una mujer bajo la influencia, introducen la locura como un elemento casi doméstico o al menos despojado de intrigas truculentas a favor de una forma muy especial de entender el realismo. El autor consigue finalmente que el espectador se crea una historia algo descabellada, gracias al esfuerzo del protagonista, a la fotografía en luces y sombras y, sobre todo, a la hiperrealista descripción del interior de un psiquiátrico estatal donde se mezclan todas las patologías pero se separan los sexos, Así, algunos apuntes sobre los personajes femeninos son poco convincentes en un filme que, a pesar de su documentada ambientación, no deja de ser, -al igual que la historia inventada por el codicioso periodista- una sombría fábula con algo de farsa macabra. Entretanto en la

Europa de finales de los años cincuenta el infravalorado

Georges Franju (hoy conocido casi tan solo por su película Los ojos sin rostro) rueda la popular novela de Hervé Bazin “La tête contre les murs” con un resultado más que aceptable pero contagiado de una atmosfera de tristeza que muestra

tanto la falta de evolución de la psicología, y la

psiquiatría en su país como el retrato poco amable de la Francia anclada en esquemas familiares y sociales autoritarios, lo que se repetirá en algunas películas de Truffaut (Los cuatrocientos golpes) , Bresson o Louis Malle (Un soplo en el corazón, Lacombe Lucien) que también se han aproximado, de

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forma muy distinta, al tema de la enajenación personal, familiar y social . El padre del chico (un adusto juez) y el jefe del manicomio, ubicado en medio del campo donde se ambienta el filme, son dos figuras siniestras o inmisericordes. Franju, siempre radical en sus propuestas éticas y estéticas opta por un final infeliz, además de notables libertades para simplificar la intrincada trama del original literario. Un espléndido blanco y negro contrastado y una inquietante partitura de Maurice Jarre apuntalan este filme seco, serio y lánguido que deja una sensación de tristeza e impotencia al introducirnos en un sanatorio demodé dominado por un psiquiatra mayor, adusto y con personalidad autoritaria que dispone de ayudantes y espías para custodiar a “los enfermos”. Franju muestra en esta película -pese a ser su primer largo- un inteligente dominio del lenguaje fílmico y logra más intensidad y menos tremendismo que la novela en que se basa. El tono del filme está a la vez cercano al “cinéma de qualité” realista francés de los cincuenta y a algunas propuestas de la “nouvelle vague”, pero sobre todo refleja la forma austera e inquietante con la que Franju cuenta sus historias. Una tristeza, a ratos, algo monótona empaña esta hermosa película injustamente olvidada pero que ocupa un lugar crucial en la carrera

de un

director versátil y adelantado a su tiempo, más recordado por su mórbida pero brillante incursión en el cine fantástico y el drama familiar con Los ojos sin rostro, llena de elementos góticos y futuristas recogidos mucho después por Almodóvar en su comedia negra, melodrama romántico y thriller psicológico La piel que habito. La sensación de tristeza que deja La tête contre les murs va pareja a algunos de los grandes dramas hoy rescatados del cine francés de los cincuenta o al mismo Jacques Becker que se acercó a la figura del inestable y alcohólico pintor Modigliani

en el melodrama

romántico Montparnasse 19 protagonizada por un Gerard Philipe en estado de gracia y, como Van Gogh, incapaz de conciliar el arte, el amor y la vida, la prosa y la poesía. Franju es conocido

en nuestros días también como el

autor

de la

descarnada Le sang des bêtes uno de los documentales más cruentos y realistas sobre el maltrato animal, ambientado en su integridad en un matadero.

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Como dice Javier Sáez a propósito del ensayo lacaniano No future de Lee Edelman, el psicoanálisis es una herramienta valiosa si no nos quedamos en él y lo empleamos para llegar a otros lugares o no-lugares, pero en la institución que muestra Franju está basado en el ostracismo, la hipnosis y un autoritarismo que le confiere –tal como él lo muestra- poderes parapoliciales La depresión y el internamiento reaparecen a principios de los sesenta en filmes de mucho éxito como Esplendor en la hierba de Elia Kazan donde una joven de familia puritana, en su búsqueda del amor, se encuentra con el fracaso vital en una sociedad en crisis. La labor de William Inge y la puesta en escena salvan los aspectos más relamidos de un filme mucho más adulto que otros protagonizados por Nathalie Wood (quien

volverá a pisar el

psiquiátrico en La rebelde de Robert Mulligan) La descripción del hospital donde se recupera la protagonista después de una grave depresión (en la que influyen el desamor y la represión sociosexual en la que vive sin saberlo del todo) dista mucho de ser idílica pero es una concepción distinta a la de los legendarios manicomios o los primeros psiquiátricos.

Antipsiquiatría y lugares de encierro

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“Los esquizofrénicos son los poetas estrangulados de nuestra época” afirmó David Cooper, responsable del término “antipsiquiatría” que alcanzó su apogeo en los años sesenta y setenta con nombres como Laing, Foucault, los beatniks (Ginsberg, Burroughs)

Bassaglia (muy reconocido en Italia) ,

Deleuze y Guatari (Mil mesetas) y el propio Cooper (La muerte y la familia, La gramática de la vida). No obstante, estos oponentes (muchos de ellos también médicos o con conocimientos de medicina) se enfrentaron a las teorías

de Freud y sus discípulos, pero no los desecharon del todo. Si

desecharon el encierro, las instituciones de control y sus peores prácticas y la alienación social. Laing y Cooper promovieron la idea de las “comunas” (famoso es el centro de Kingsey Hall) para curar o apoyar de forma abierta a los pacientes de una esquizofrenia, provocada, según ellos, por la estructura de la familia autoritaria inserta en una sociedad autoritaria de la que la psiquiatría no es más que un eslabón más. . Su legado ha sido limitado pero incontestable y la corriente contrapsicológica o antipsiquiatría sigue viva, aunque claramente desprestigiada, cuando no considerada como un excentricismo propio de la época en que surgió. Como testimonio preciso de esa época no solo tenemos los libros publicados por ellos (entre los que se destacan El yo dividido de Laing y el Anti-Edipo de Deleuze y Guatari), también el cine que recogió algunas de sus ideas en forma de terapias. Family life, uno de los primeros éxitos del británico Ken Loach (desarrollo de su mediometraje para televisión In two minds), nace a la luz de las ideas de su compatriota Laing, pero muestra cómo la psiquiatría tradicional logra secuestrar y sofocar

las nuevas ideas e imponer los viejos métodos

parapoliciales. La película más popular de todas dentro de una corriente crítica fue Alguien voló sobre el nido del cuco (oscarizada en muchas categorías), basada en un best-sellers de Ken Kessey. Aunque Kessey, que trabajó de enfermero en un hospital, además de experimentar en su propio cuerpo con el LSD para obtener dinero, contó una historia de rebeldía que superó las expectativas de popularidad. Como, de forma menos beligerante, lo hizo Nido de víboras de Anatole Litvak (según la novela de Maria Anne Ward) volvió a sensibilizar a la gente sobre la situación real de los internos en los hospitales mentales,

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además de erigirse en un icono contracultural, aunque el propio Kessey hubiera desmentido la intención de denuncia social de su libro, exponiéndolo como una visión pesimista de la raza humana, no de la sociedad estadounidense. Kessey ha escrito más libros (sin traducir aún) y el algo oportunista Tom Wolfe escribió uno sobre su famoso “autobús lisérgico”. Pero ya antes otros como Huxley en Las puertas de la percepción habló de las drogas (en concreto la mezcalina) como remedios contra la esquizofrenia. Una idea que a los psiquiatras al uso no solo los desborda sino que va contra sus más elementales

principios y prédicas. Las drogas son su

territorio, las de los demás son perniciosas y además ilegales. . La película de Forman -hoy muy discutible desde diferentes ángulos y que Kessey nunca llegó a ver- fue aclamada por público y crítica e incluso respaldada por la Academia pero no obtuvo el beneplácito de los médicos aunque hizo famosos a Kessey,

a Nicholson y

a una novela regular convertida en película

interesante con algunos momentos de humor irónico o salvaje y también de tristeza conmovedora con cierto espíritu combativo y anti-institucional que emparentó al autor con nombres como Ginsberg, Burroughs o Joseph Heller que en su Trampa 22 (rodada por Mike Nichols) muestra un sanatorio para veteranos de la guerra de Vietnam recurriendo a un humor irreverente que llegaría hasta algunas propuestas de la década siguiente (Robert Altman, Martin Ritt, Mulligan, Lumet,

Paul Newman, Vera Chytilová…)

Pero a

continuación llega la “revolución conservadora”, el mandato de Reagan-Bush y la progresiva banalización de la industria de Hollywood en el campo del cine mainstream. Todavía

hoy en hospitales de pequeñas ciudades hay

profesionales que no le han perdonado a Kessey (que trabajó para ellos como limpiador) que realizara un retrato tan pesimista, vigoroso y combativo contra algunas de las prácticas vigentes en los psiquiátricos, capaz además de enganchar al gran público a base de ritmo y buenos actores. Resulta curioso que una película -tan inofensiva y tan clásica hoy- siga irritando a la clase médica, que no perdona tan fácilmente las críticas de “profanos”, sobre todo si

le llegan a la gente. Un estamento, cuya endogamia muestra el

novelista (aquí casi cronista) contando con demoledora pluma lo que allí ocurría y logrando repercusión mundial. Desde un punto de vista de género la película es muy discutible con esas chicas “fáciles” 39

conducidas al


psiquiátrico, o la maldad casi sádica de la enfermera (Rachel) encarnada por Louise Fletcher, que obtuvo otro Oscar. Kessey aclara que esa enfermera jefe es parte del sistema allí establecido y no deja de ser un elemento más, una

víctima-verdugo

más,

pero

la

película

parece

mostrar

cierta

complacencia en el comportamiento frio y desalmado de una mujer que llega a incitar al suicidio a uno de los pacientes. Tanto la novela como el filme se convirtieron en inesperados fenómenos e iconos de la contracultura estadounidense del momento. El pulso narrativo, la tensión de las relaciones humanas y la bella fotografía del comprometido Haxel Wexler consiguieron un filme respetado desde su estreno y que provocó reacciones contrapuestas, aunque aún hoy día la “clase médica” no le ha perdonado ni a Ken Kessey ni a Milos Forman ni a Jack Nicholson (ganador del Oscar por su interpretación del inconformista McMurphy) que les hicieran cambiar cosas como el uso frecuente del electroshock y la visión del enfermo mental en la sociedad de estadounidense de la época. El final del filme es doblemente provocador al dar la voz de la libertad a un indio norteamericano, ausente en el cine de Hollywood salvo en las películas del oeste y actualmente recuperado en filmes como Jimmy P. de Arnaud Desplechin (Reyes y reina), protagonizado por el casi siempre simpático Mattieu Almaric. Por este mismo tiempo David Cooper escribe La muerte de la familia y Laing y Foucault en varias obras sobre los llamados “hombres infames”, se atreven a discutir desde distintas posiciones la neutralidad social y política de las instituciones relacionadas con la salud mental y algunas de sus prácticas, lo que ya se insinuaba en filmes de los cincuenta y principios de los sesenta : La tête contre les murs de Franju o incluso Corredor sin retorno de Samuel Fuller. Asunto este que será recogido por cineastas pioneros en el cine de denuncia social como el británico Kenneth Loach u otros directores y directoras como Sheila McLughin (Caged, sobre Frances Farmer, la violencia psiquiátrica

y la caza de brujas ) o

en algunos de los trabajos de los

directores del free cinema o la nouvelle vague o incluso el nuevo cine europeo (Morgan, un caso clínico, Pierrot le fou, Providence de Resnais, Accidente de Losey o El grito de Antonioni) 40

Pero cuando son los propios


médicos o psicólogos (como ocurre en la obra de Laing, Cooper, Bassaglia o Alice Miller, entre otros muchos) los que desenmascaran

prácticas

institucionales surge el enfrentamiento entre la tradición y el progreso. Esta dicotomía se refleja en algunas (pocas) películas que nacieron mostrando su oposición a la ideología de las instituciones como la citada Family life de Loach, Morgan un caso clínico de Karel Reisz, basado en un guión de David Mercer (paciente de la psiquiatría tradicional

y luego guionista y escritor

crítico y mordaz con la institución), algunos títulos europeos como El fuego fatuo de Louis Malle , Persona, la obra maestra de Ingmar Bergman, un autor nórdico que expuso el amor entre mujeres pero, sobre todo, el silencio de Dios, el silencio como elección, el mutismo ante el mundo

y la

incomunicación. Bergman tiene varias películas que se acercan, desde su punto de vista -entre el existencialismo y el pesimismo de raíces protestantes-, al tema de la locura como en De la vida de las marionetas, Cara a Cara, Como en un espejo o El silencio, que tiene una influencia desmedida en el cine posterior a él. Si bien su cine toma algunos elementos del ascetismo de absolutamente

Dreyer (Ordet, Gertrud), puede decirse que

personal,

rabiosamente

contemporáneo

y

con

es una

subterránea carga autobiográfica. Existen también casos aislados como La naranja mecánica de Kubrick, a partir de una novela de Anthony Burguess,

que se inspira en algunos

tratados sobre la agresividad “innata" en la especie humana. Se trata de un trabajo de mordaz, delirante y de brutal pesimismo que, no obstante, pone en evidencia la violencia de las instituciones de reeducación y sus, muchas veces, lamentables resultados. Una distopía estropeada por cierta tendencia del realizador al histrionismo y la grandilocuencia . La película de Kubrick, como de otra manera la de Kessey, cosecharon un extraordinario éxito de taquilla lo que, sobre todo en el caso de El cuco, llamó la atención del público de la época sobre la situación de los enfermos mentales recluidos en centros especiales. También pesimismo de la obra de Kubrick mostraba lo inútil de la brutalidad que se escondía bajo ciertas e prácticas psiquiátricas, pero su carácter futurista, irónico e irreverente la hizo más inofensiva e irreal. Parte de esta corriente de

antipsiquiatría está relacionada con la llamada

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“psicología social”, “psicología sociológica” o “psicología crítica” que está presente en filmes sobre la alienación en la sociedad occidental y capitalista como La jauría humana o en algunos títulos pioneros dentro del cine europeo como Morgan, un caso clínico o las españolas Con el culo al aire de Carles Mira o Mi hija Hildegart de Fernando Fernán-Gómez (sobre un episodio negro pero todavía capaz de fascinar acerca de la primitiva unión entre el anarquismo, la eugenesia, la emancipación femenina o la dictadura dentro del núcleo familiar) así como versiones nuevas de presupuestos heredados del psicoanálisis o el nacimiento del movimiento de emancipación femenina, levemente reflejado en Una mujer bajo la influencia de John Cassavettes en el personaje de Mabel, la esposa sensitiva de un trabajador de la construcción, que se deteriora peligrosamente aunque eludiendo cualquier tipo de tremendismo o explicaciones fáciles además de abordar sus cambios con ironía y naturalidad. Family Life de Ken Loach, rodada a principios de los años setenta quizá sea la película más valiente sobre la alienación familiar y la violencia psiquiátrica, pero su repercusión, al estar adscrita al cine de autor y ser “ser de bajo presupuesto” la hicieron menos conocida. La intensidad de la que Loach dota al relato y a sus personajes no logra ocultar del todo que se trata de “un filme de tesis”. Recoge algunas ideas sobre la antipsiquiatría europea al mostrar a una joven esquizofrénica que accede a nuevas terapias ajenas al encierro, alejándose de la rigidez de su estricta familia británica y cuestionando los esquemas de la sociedad en la que vive, un modelo de organización social secuestrada, tomada por burócratas, policías, doctores y enfermeros/as sin verdaderos deseos de un cambio que hubiera implicado romper la barrera fijada entre cuerdos y enfermos. Al unir médicos y policías como aliados del concepto más tradicional de familia plantea un desafío, pero el final es poco esperanzador ya que la psiquiatría clásica e inmovilista -apoyada en las “fuerzas del orden y la ley”- impone con violencia (real o simbólica) su criterio. Salvo la secuencia de la terapia en grupo y la breve amistad con un psicólogo poco común (con esa maravillosa secuencia en la que pintan con spray los “enanitos de jardín”, reivindicando la fantasía sobre la mediocridad), el filme está dominado por la presencia policial y los valores

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de la familia tradicional que imponen sus principios sobre la joven y frágil protagonista femenina. La película al desarrollar la idea expuesta en In two minds, de nuevo retrata la clase trabajadora donde la joven vive en un entorno caduco y rígido que combina con una vida laboral rutinaria y algo alienante, y los tratamientos y

la persecución de que es objeto resultan

bastante agobiantes. Algo semejante volverá a ocurrir posteriormente en el filme Ladybird, Ladybird sobre una mujer de clase obrera a la que los asistentes sociales retiran progresivamente la custodia de sus hijos, considerándola incapaz de cuidarlos. Salvo excepciones, los psiquiatras oficiales de la época

encontraron la película de Loach digna pero algo

maniquea. Las corrientes anti-psiquiátricas, con sus éxitos y fracasos, fueron barridas por una contrarreforma que, sutilmente, fue avanzando y a la vez volviendo a los viejos tratamientos bajo formas más refinadas: la medicación sintética y la relativa criminalización de algunos enfermos mentales. No hay que perder de vista que esta película pertenece a la primera etapa de Loach pues, aunque se ha hecho famoso gracias a películas contra el Gobierno de Tatcher o al retratar a la clase obrera de su país (Riff-Raff, En un mundo libre), ya en sus primeros largos realizó algunas piezas minimalistas sobre la alienación juvenil que demostraban su conexión con el free cinema, antecedentes de humanista

esta intimista y desgarradora Family Life

y que

momento, y de

de

discurso

contiene elementos de la antipsiquiatría inglesa del

la lirica Kess sobre un joven campesino apegado a su

mascota: un halcón. Perteneciente también a la llamada “época hippy” y constestaria de los años setenta, con un enfrentamiento satírico y algo más amable a las instituciones tenemos Harold y Maude de Hal Asby, una comedia negra pero optimista con un cuidado y mordaz guión del dramaturgo Colin Higgis. Comedia dramática y negra sobre la relación entre un adolescente depresivo y una anciana vitalista (interpretada por la veterana Ruth Gordon) y retrato intimista a la vez que deslumbrante de la era hippy. La relación -con tintes de amorcon la anciana cambia la forma de ver el mundo del joven depresivo y con ideas suicidas. Una era de “haz el amor y no la guerra” que se refleja en la indumentaria de los protagonistas y en su comportamiento en ocasiones

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excéntrico y/o imprevisible, buscando la autenticidad, como también se refleja, con menos humor y destreza en películas como El restaurante de Alicia de Arthur Penn o en algunos títulos de Robert Altman (Tres mujeres, Images etc), mediante la

ridiculización del establishement

y los valores

caducos de la clase alta. Contrasta el vitalismo de la anciana con la tristeza del joven, que finalmente recupera la ilusión de vivir. Una película cercana a los movimientos contraculturales y uno de los últimos papeles de la inmensa Ruth Gordon, guionista de comedias de Cukor y ahora actriz, mayor pero enérgica, en sus apariciones, siendo éste posiblemente su gran papel, aunque se la recuerde en el de anciana misteriosa en La semilla del diablo. Harold y Maude es un canto a la vida dentro de un filme lleno de funerales y tragicómicos, además de aparatosos,

simulacros de suicidio. Refleja una

ideología vigente en el movimiento hippy y anti-institucional de la época al igual que otros filmes como Trampa 22 de Mike Nichols o algunos trabajos de Robert Altman, el primer Woody Allen o los directores franceses de la nouvelle vague que más se aproximaron al tema de la enfermedad mental (Godard, Resnais) o los británicos (Karel Reisz, Tony Richardson, Joseph Losey, Karel Reisz), manteniendo un sano equilibrio entre la comedia colorista, la comedia negra, el drama y la sátira de costumbres. Harold y Maude es, pues, un canto a la vida y la autenticidad en un filme de ataúdes y coches fúnebres, pero también

de música folk, amor intergeneracional y

búsqueda de la autorrealización. Algunos de sus elementos han sido recogidos por películas posteriores como la colorista Taking Woodstock de Ang Lee o la más reciente

Retless del imprevisible pero casi siempre

interesante Gus Van Sant. En la línea de la crítica al capitalismo como productor de formas salvajes o sutiles de violencia y su estudio por parte de la psicología social podemos recuperar hoy -entre otros títulos de directores de su generación- La jauría humana de Penn No muy bien recibida en su momento, es hoy un clásico recuperado, sobre todo, por las generaciones jóvenes que vivieron la reacción contra las ilusiones de cambio de los años sesenta, propiciada por el avance de la derecha armada y la presión del caciquismo. La patología ha dejado de ser individual para convertirse en grupal o mejor dicho, social. El

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filme de Penn muestra la psicosis o paranoia colectiva de un pueblo en los años sesenta por linchar a un preso fugado de la cárcel. Racismo, cultura de las armas, insatisfacción, caciquismo, codicia, violencia socialmente aceptada y estructurada en torno al culto al dinero y el prestigio social. Aunque Lillian Hellman y el propio Penn no quedaron satisfechos con el montaje final, la película se erige en el retrato despiadado de una época y de una sociedad basada en el dinero y la lucha por el ascenso en la escala económica. El filme no aborda directamente la locura como lo hace su anterior apuesta Acosado -donde mezcla la paranoia personal con los fantasmas de la persecución y las secuelas del macartismo-, pero es uno de los mejores filmes para mostrar la sumisión del individuo al grupo y la patología de la violencia social y el miedo irracional. La película de Penn es una gran ópera social sobre los años sesenta en EEUU con el fantasma del asesinato de los Kennedy y Martin Luther King, pero donde también aparecen las violentas frustraciones de diferentes capas sociales que entrechocan entre sí en una comunidad provinciana y murmurante en la que los ciudadanos pudientes y “de bien” se erigen en jueces y verdugos. Pese a que

Hellman y Penn

renegaran del montaje final, la película ha sido rescatada por las nuevas generaciones y conserva elementos no solo del director de Bonny and Clyde sino también de los afilados diálogos de la autora de La calumnia, Toys in the attic o La loba. Arthur Penn eligió más que ser un director de la violencia mostrar ,de

una forma hiperrealista, la violencia heredada de los postulados

del Actor’s Studio y las nuevas teorías teatrales. Hellman se resintió de la persecución sufrida durante la caza de brujas en Hollywood e incluso en esta película da una visión apocalíptica de los valores mercantilistas y de los prejuicios raciales y sociales en el Sur de los EEUU. Arthur Penn volcó su habitual destreza para la violencia en

mostrar los fallos estructurales, el

rencor y la avaricia de una sociedad basada en el dinero además del racismo vigente en muchos estados y, sobre todo, pequeñas poblaciones del Sur de EEUU. Fue un filme mejor acogido en Europa que en el país en el que se estrenó. Otro tanto ha ocurrido con algunos trabajos de Wilder o, sobre todo de Woody Allen, otro gran diseccionador, en clave de comedia de enredo e intelectual, de la mente humana y la estupidez urbana. Su sentimiento de amor /odio hacía su país se refleja en algunos de sus filmes y obras de 45


teatro, donde también se ve su pasión por el jazz, la comedia inteligente y el cine de Ingmar Bergman, llevado al paroximo en filmes como Septiembre o Interiores. Como Bergman, Allen se apropia del rostro y las reflexiones de actores y, sobre todo, actrices para mostrar formas de alienación, esperanza o incomunicación, además de centrarse como el autor de Gritos y susurros en la familia como paraíso-infierno. El avance del movimiento feminista se hace presente en películas luego discutidas por el propio movimiento como Buscando al Sr Goodbard de Richard Brooks, Una mujer bajo la influencia, Images de Robert Altman o algunos títulos del sueco Ingmar Bergman, quien con filmes como El silencio, Como en un espejo, De la vida de las marionetas o sobre todo Persona (con su idea del doble y las formas de articular “la voz” con mayúsculas más allá de la máscara social y la mascarada de la vida ) da un nuevo sentido a la psicología tradicional enmarcándola dentro de un ambiente europeo, intimista, que huye de explicaciones fáciles y se acerca especialmente a posturas marcadas por las dudas religiosas, el existencialismo y la dificultad de la comunicación humana, entre el pesimismo y los atisbos de esperanza. Persona (la "máscara" del teatro clásico) es posiblemente la película más personal y arriesgada del maestro sueco, solo comparable a Gritos y susurros El silencio o El huevo de la serpiente y su ruptura definitiva con el Bergman más luminoso de Fresas salvajes (sobre un anciano sentimental que ve desfilar su equívoco pasado) o El séptimo sello (llena de sombrío simbolismo y referencias religiosas). Persona depura el estilo y nos conduce al Bergman de los setenta con dos personajes y una madurez estilística que hacen del filme una obra “fuera de tiempo”. Aunque no podemos considerarla como bastión de la antipsiquiatría, si que muestra la alienación de un personaje, así como las jerarquías vigentes y la delgada línea entre la estabilidad y el desequilibrio, con carácter introspectivo. Cuenta la película la estrecha relación entre la paciente Elizabeth Vogler, que ha perdido el habla, y su enfermera, Alma, encarnadas por Liv Ulman e y Bibi Anderson respectivamente.

Atmósfera desnuda y calvinista, atrevida composición

estética con elementos que pueden irritar al espectador acostumbrado al ritmo del cine comercial. Un bello y estremecedor filme sobre la soledad, el 46


silencio de Dios y la violencia soterrada en la sociedad contemporánea y en las relaciones humanas. Mutismo, esquizofrenia, toques de transferencia, desdoblamiento

y lesbianismo reprimido, por todo

lo cual

algunos

comentaristas la han considerado uno de los pilares del cine moderno, con inesperados saltos espacio-temporales y una intención de experimentación a través de los sentimientos reprimidos o desatados de estas dos mujeres aisladas. Incomunicación y una forma muy personal de locura, marcada por una extraña relación entre la paciente y la enfermera, casi únicas en el conjunto del filme. Es la película más psicológica de Bergman pero no la única. :junto a esta obra maestra encontramos títulos muy interesantes sobre la salud mental como De la vida de las marionetas o Como en un espejo. Bergman ha tenido una enorme influencia en el cine europeo e incluso en algunos autores estadounidenses como Woody Allen quien con Otra mujer protagonizada por Gena Rowlands o Blue Jasmine logra intensos retratos femeninos, al tiempo que en otros de sus filmes expone sus complejos de urbanita neurótico. El filme de

Bergman nos habla del silencio ante la

sociedad y de la incomunicación entre los seres humanos, trata muchos temas y tiene diversas capas de lectura desde la incomunicación a la aproximación íntima pasando por el consabido silencio de Dios o la angustia existencial. Algunas imágenes son perturbadoras, hay secuencias enteras narrativamente muy arriesgadas (con salto de racord y cortes inesperados) y el filme además de sobre la incomunicación y la enfermedad trata sobre el aislamiento de dos mujeres ante las nuevas formas de violencia sutil instaladas en la sociedad contemporánea: que ya ha conocido Hiroshima y va a empezar a conocer nuevas guerras y nuevas masacres. Pero ¿existe una posibilidad de huir de todo eso como lo plantea la protagonista del filme: el mutismo? El tema del género y la salud mental aparece narrado con virulencia por Sheila McLughin en Atrapada (sobre la vida de Frances Farmer). La peripecia de Farmer (actriz con mala fortuna pero mucha personalidad) vuelve a aparecer en esta ocasión en una gran producción de Hollywood que lograría varias nominaciones al Oscar. El filme de Glifford

no es ninguna obra

maestra y se pliega a algunas concesiones al melodrama, pero se apoya con

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inteligencia en la fuerza que Jessica Lange da a un personaje desdibujado en la memoria del Hollywood dorado y que aquí muestra su peor cara en un elegante biopic con elementos de buen cine y otros de melodrama convencional. La actriz, que se desenvolvía mejor en el teatro de denuncia social que en los platós de Hollywood,

fue rechazada finalmente por su

madre y sus vecinos, que condenaban sus viajes a Rusia y su talente inconformista. Traicionada por su marido y sometida a shocks y finalmente a una lobotomía que interrumpió su carrera, fue relegada a los programas de televisión y recordada como una leyenda incómoda para la fábrica de sueños que por fin podía contar ciertas cosas sin miedo. El tono de melodrama, poco imaginativo visualmente, daña un poco el filme pero la interpretación de Lange y la cuidada ambientación compensan una dirección algo impersonal. Son la fotografía de Lazlo Kovacks, la música de John Barry, la intensidad del relato original y verídico y el tour de force interpretativo de la Lange los que logran mantener la atención en un filme algo alargado y lastrado por los tics del cine de la época y las concesiones sentimentales al gran público y a la Academia de los Oscars. Puede que el carácter de heroína o víctima que la película otorga a la protagonista sea algo exagerado (por ejemplo en lo que se refiere a la pasividad de su padre frente a una mujer dominante), pero muestra con solidez el asilamiento de un ser humano frente a dos maquinarias tramposas: la familia tradicional y los estudios de Hollywood con sus duras exigencias para con una actriz. Posiblemente en el campo de la ficción el final de Frances sea el alegato más violento del cine de los ochenta y, es posible, que de todo el cine comercial hollywoodiense contra la lobotomía y los abusos psiquiátricos. Relegada a los programas de televisión de segunda, el descontrol mental de la protagonista femenina se ve iluminado por un destello de lucidez cuando se encuentra cara a cara con el personaje interpretado por Sam Sheppard (antiguo compañero de batallas perdidas y casi el único personaje masculino positivo del filme.) “A partir de ahora las cosas van a ir despacio, muy despacio. ¿Sabes a lo que me refiero? pero nunca nos detendremos ¿verdad Harry?”

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En los años noventa aparecen filmes menores pero didácticos e incisivos como Some Voices, esas voces causadas por la proximidad del protagonista (Daniel Craig) al enajenamiento personal y social o como consecuencia de la esquizofrenia o los llamados brotes psicóticos. Nos cuenta la peripecia de un joven esquizofrénico pero con gran vitalismo (o así parece definido) de talante

inestable que sale del psiquiátrico y va a vivir con su hermano,

presentado como “socialmente más responsable” y que se dispone a cuidarlo. . Pero el protagonista tiene comportamientos llamados “asociales”, no toma bien la medicación (lo que lógicamente es una imprudencia) y no se encuentra bien trabajando en el restaurante de su hermano hasta que no conoce a una chica nada común que lo ayuda a abrirse al mundo. El tono es relativamente amable aunque algunas secuencias no lo son tanto. Impresionante interpretación de Daniel Craig

en uno de sus primeros

papeles para la gran pantalla. El personaje principal se gana las simpatías del espectador a pesar de su inestabilidad y ocasional temeridad que repercuten en la vida y el negocio de su hermano. En Some Voices como en otras películas progresistas la enfermedad mental parece un contraste con la mediocridad o la alienación pero también un riesgo para el personaje que la sufre y los que lo rodean. El filme aborda con valentía el choque de un joven pero animoso esquizofrénico con las normas sociales y también sus dificultades para entrar en la normalidad personal y laboral que representa su hermano, superado por las circunstancias. Craig se gana al espectador en secuencias muy concretas y resulta abrumador en otras, aun sin caer nunca en el maniqueísmo. El filme representa un avance por la naturalidad con la que presenta la vivencia de la esquizofrenia, el amor

y la repercusión

ambivalente de las vidas imaginativas y en ocasiones nada prácticas de los enfermos mentales frente a su familia o amigos. Some Voices se desmarca del convencionalismo, aunque no en exceso, al mostrar un final abierto en que ambos hermanos se reconcilian a pesar de sus caracteres opuestos y la enfermedad crónica de uno de ellos, que no impide ratos de lucidez e inteligencia con respecto al medio y a la mediocridad en una sociedad desestructurada. Lo que parece claro es que a pocos les interesa saber lo que dicen esas voces que atormentan al incómodo protagonista.

49


Los filmes sobre regímenes represivos o, más aún, los que abordan conflictos bélicos y sus secuelas (entre los más famosos Streamers de Robert Altman, Birdy de Allan Parker o Pa negre de Villaronga) muestran, sobre todo, que una guerra, cualquier guerra, no acaba cuando se declara la paz ya que las heridas en la mente pueden ser más difíciles de curar que las heridas en el cuerpo. Sobre la primera guerra mundial

tenemos testimonios

como la

citada Doble sacrificio de Cukor o Johnny Cogió su fusil de Dalton Trumbo. La segunda fue otro asunto pero hay filmes como Los mejores años de nuestra vida o Tiempo de amar, tiempo de morir, que nos dicen que las guerras no las gana, en realidad, nadie. Las secuelas de la guerra de Corea aparecen en otro de los grandes filmes citados, Lilith de Robert Rossen y los que hablan de la guerra de Vietnam son muy numerosos y de diferentes calidades (de Daniel a Birdy pasando por El cazador o La chaqueta metálica). Birdy de Allan Parker es una película consistente y con momentos de gran fuerza visual pero, al igual que ocurre en el musical distópico El muro, sus pretensiones no se corresponden con sus logros. El antibelicismo no es tan contundente como la aproximación a un mundo bizarro, marcado por las heridas interiores y exteriores producidas por la intervención estadounidense en Vietnam como ocurre con la contienda civil española: El mar de Villaronga comienza sobre el rostro de un joven ausente y esquizoide y su voz en off “rezando”: Fuimos niños de la guerra. No solo se construyen armas que hay que gastar en guerras sino también hospitales y protocolos preparados para los que tienen la suerte, buena o mala, de regresar de cualquier contienda bélica. Heridas abiertas en muchos continentes que sangran con intereses de por medio. Tenemos , por otro lado, en nuestro país el triste recuerdo de la colaboración de algunos famosos psiquiatras con la dictadura franquista, que aplicaron lobotomías contra “rojos” y “maricones”, practicas agresivas que aparecen en películas como Electroshock (sobre una pareja de lesbianas destruida por las ideas médicas dominantes y los tratamientos agresivos) o el documental de Javi Larrauri Testigos de un tiempo maldito. La historia de gentes que siguen esperando alguna reparación ante la violencia, la represión selectiva y el ostracismo del que fueron objeto.

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Lugares de encierro ¿Quién eres signo de interrogación?

Eres el más afortunado de los signos de

puntuación. Al menos a ti te responden. Pintada encontrada en el muro del manicomio de Clermont Ferrand3

3

Dunker, Patricia. La locura de Foucault. Alianza, 2009.

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Todavía

en nuestros días el confinamiento en un manicomio o centro

psiquiátrico puede ser de las experiencias más dolorosas y que más anulen al individuo, además de formar parte de un curriculum de disconformidad social nada desdeñable, que lo enfrenta silenciosamente a una rama médica autocalificada de ciencia con mayúsculas, lo mantiene en constante lucha por recuperar la ilusión de vivir o por conciliarse con los suyos o los no tan suyos

mientras depende de dictámenes ajenos y no siempre en manos

fiables. Aún así el panorama, por frío y aséptico que todavía parezca, carece hoy de los visos de “casa de locos” que encontrábamos en algunas de las primeras películas donde la curación era imposible porque lo que interesaba, principalmente era, confinar y estigmatizar a los enfermos, como algo separado de lo “normal”, de “la sociedad normalizada” o de las personas “sanas”. La primera película hollywoodiense y comercial

que denuncia la mala

financiación y el verdadero estado de los Hospitales Públicos Psiquiátricos es Nido de víboras de Anatole Litvak con Olivia de Havilland (ganadora de varios premios) en el papel de Virginia Cunningham, protagonista absoluta de la cinta, una joven con una grave depresión nerviosa encerrada en un ambiente tenso, frio y sórdido en el que encuentra pocas amistades. Virginia sufre varios traumas que remiten a la visión psicoanalítica de moda en aquel momento y , si algunas de sus causas se sitúan en la infancia, es solo a favor de la ficción.

Denuncia

la desidia en los Hospitales Estatales sin

financiación y la aglomeración de enfermos, así como la falta de recursos para personal y atención psicológica. Partiendo de una novela famosa, el filme se apoya en la eficacia narrativa de Anatole Litvak y en la potencia interpretativa de Olivia de Havilland (lo que le valió su primer Oscar a la mejor actriz protagonista) y logra con ello poner el foco en la situación de enfermos con graves depresiones confinados en los psiquiátricos. Pese a sus tópicos psicoanalíticos (se recurre

una vez más a la infancia de la

protagonista como motor último de su desequilibrio, en la tradición de la época), aportó al tema una bocanada de realismo que hizo cambiar algo la percepción de los enfermos mentales y sus expectativas de curación. La realización de este filme basado en el best-sellers de Mary Jane Ward -que,

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como el filme, ha resistido bastante bien el paso del tiempo- fue posible gracias a la corriente realista que se impuso de forma vacilante pero más que atractiva en algunos títulos producidos por la Fox como este The snake pit, Odio entre hermanos y Un rayo de luz de Mankiewicz o El callejón de las almas perdidas de Edmund Goulding,

frecuentando

temas de discreta

denuncia social con grandes actores y actrices y equipos técnicos que, en ocasiones, imitaron algunas claves del neorrealismo italiano. Nido de víboras presenta, en general, amables doctores pero en la retina del espectador queda la precariedad, el miedo y sordidez reinantes en el lugar en que es recluida la protagonista femenina. Aunque, al contrario que El nido del Cuco, no apunta a la clase médica como directora última de la barbarie y los

gestores finales de ésta, el periplo de la joven Virginia Cunningham

llamó sin duda la atención mediática sobre lo que ocurría en los psiquiátricos públicos más allá de las imágenes refinadas o simplistas de películas sobre el psicoanálisis en la clase media y clase media alta. La representación del sanatorio público y precario de De repente el último verano (rodada a fines de los cincuenta pero situada a comienzos de los treinta) recuerda a esos pabellones –cercanos al cine de terror- que aparecen en algunos filmes como Bedlam de Mark Robson o determinados episodios de Nido de víboras .El hospital que nos presenta carece de recursos económicos y el (demasiado) amable y estoico doctor encarnado por Monty Clift realiza una lobotomía rodeado de aparatos que fallan y luces que se desvanecen a destiempo. El lugar aparece cercano al derrumbamiento. Al rescate de la institución llega la excéntrica viuda encarnada por Katherine Hepburn a cambio de que le hagan una “pequeña intervención” a su “demente” sobrina. Pero ni se trata de una “pequeña intervención” ni la demente del relato es la sobrina. Hay cierto toque de denuncia social al presentar esos pabellones casi subterráneos y esos enfermos que asustan, aunque esté todo ello reelaborado por el universo poético y morboso de Tennessee Williams y marcado por sus propios miedos y por el recuerdo de la lobotomía (una operación que además “salió mal”) a la que fue sometida su hermana Rose, que en El zoo de cristal describe como tímida, apocada y soñadora.

Plagada de simbolismo, homosexualidad reprimida y mentiras 53


semiocultas la película de Mankiewicz (que decía estar apasionado por la psiquiatría y además admirar la dramaturgia de Williams) muestra un tipo de curación de resabios psicoanalíticos -algo simplistas vistos hoy día- como “el suero de la verdad” o el temido enamoramiento de la bella y acosada paciente (Liz Taylor) y el apuesto joven doctor. En la película de Martin Scorsese Shutter Island se plantean algunos puntos interesantes pero mal desarrollados por un exceso de pretensiones y un guión descompensado. El director de Taxi Driver vuelve a indagar en las masculinidades hegemónicas con el trasfondo de la postguerra mundial (que marca los violento recuerdos del protagonista) o la sombra de la caza de brujas. Pero Shutter Island más que como filme político funciona como “película de suspense” y, a pesar de algunos aciertos en la descripción lóbrega de la enfermedad y la situación de los enfermos y enfermeros, se trata -como, de otro modo, la terrorífica The Ward de John Carpenter, Efectos secundarios de Sodenbergh o incluso El sexto sentido- de una historia truculenta vergonzosamente trucada en un final mentiroso y oportunista que descoloca todo lo anterior y desdibuja, pero sin mucha convicción, las fronteras entre presos enfermos e investigadores, pacientes y doctores en una trama tan llena de intriga y tensión como de mentiras verbales y trucos visuales o molestos convencionalismos que deterioran una primera parte bastante estimulante. Más reciente en la pantalla ,aunque no en el tiempo, es el sanatorio de Inocencia interrumpida de James Mangold, sobre la verdadera historia de Susana Kaysen víctima de una profunda depresión a finales de los años sesenta. En el filme (enfocado desde el punto de vista de Susana, a la que da vida Wynona Ryder) se ve el choque entre nuevas y viejas ideas sobre la enfermedad mental y la reclusión más o menos obligatoria. Temas como el racismo, el sexismo y las víctimas de la sociedad del triunfo aparecen en una película lastrada por un estilo impersonal y con tintes televisivos. Destacan algunos personajes secundarios, particularmente el de la joven “sociópata”, la inestable y violenta Lisa, encarnada con vigor aunque con

cierto

histrionismo por una joven Angelina Jolie, que obtuvo el Oscar a la mejor actriz secundaria. Lisa se enfrenta a policías y enfermeros y, en algunos 54


momentos, logra atemorizar a las otras chicas. En el filme se muestran distintas formas de entender la feminidad y la depresión, los grados de enfermedad, y podría haber sido un filme sólido a no ser por un exceso de sentimentalismo, efectismo y tics demasiado “a lo Hollywood”.

Dentro y fuera

Cuando estás dentro del psiquiátrico, o de las prolongaciones que lo acompañan, tienes menos miedo que cuando estás fuera, suponiendo que el miedo en una dirección u otra pudiera medirse. Salir es tan terrible como entrar. Pero lo más peligroso es estar siempre fuera o siempre dentro, porque ni lo uno ni lo otro puede ser del todo real ni del todo seguro. Resulta curioso que cuando buscas documentación sobre cine y psiquiatría o psicología las películas aparezcan divididas según patologías o trastornos

55


pero ni siquiera entre los “expertos” haya unanimidad en su adscripción, y lo peor es que tanto médicos como intermediarios o pacientes creen que etiquetarlo todo tiene alguna utilidad o fiabilidad. Los enfermos entran y salen de los hospitales y dependen de un personal muchas veces superado por el número de pacientes o por la amenaza de la privatización de la sanidad. La idea de los trastornos, que pueden ser infinitos, ha calado en la sociedad como la nueva asepsia del discurso psicológico y psiquiátrico revelando cierto involucionismo al volver a encasillar a cada enfermo bajo una etiqueta que muchas veces no se sabe si es cierta del todo y no revela su singularidad personal y social. Estamos en la época de los trastornos de la personalidad desde la infancia a la vejez lo que nos lleva a un terreno poblado de minas a los críticos desde nuestra presumible ignorancia. La etiqueta oscurece a la persona; el pabellón oculta el fracaso social o la contestación desde frentes inusuales. Algo así ha sucedido con la, por otro lado excelente, película La herida de Fernando Franco que cuenta con una inmensa Marian Álvarez (premiada en varios festivales) ya que, al poner en la sinopsis un nombre clínico a lo que le sucede a su protagonista, produce un efecto retrógrado de encasillamiento a la vez que distanciamiento en el espectador. “Yo no soy así” se dice con esa soberbia reflejada en tantas películas que tratan de la discriminación de las personas con enfermedades mentales o con algún tipo de discapacidad. No obstante, el filme, lleno de fuerza y magnetismo, depende de su protagonista, de su comportamiento a la vez sensible y agresivo, de su carácter autolesivo que deja a la sociedad española de nuestros días fuera de campo aunque no por ello deje de estar presente. La psicología social no aísla al individuo como caso sino como inserto en un tiempo y un espacio llenos de condicionamientos. En el apartado de la psicología social suele incluirse

la famosa y polémica película de Kubrick La naranja mecánica

-prohibida durante varios años en Inglaterra por su extremada violencia y estrenada al fin con algunos cortes- que reflexiona de un modo efectista y algo chirriante

sobre

la agresividad humana, el aprendizaje

y el

conductismo a partir de la lectura que Burgess hizo de algunos psiquiatras de su época.

56


Los enfermos ante la pasividad de los cuidadores y las recientes crisis en la financiación de la salud en general salen a la calle, y prefieren un pedazo de libertad que la cuestionable “seguridad” y/o inocuidad

que ofrecen el

psiquiátrico con mayúsculas y los que lo gestionan que han afianzado una relación paternalista y llena de soberbia hacia el enfermo mental, como un ser socialmente improductivo. Es por eso que

muchas películas de los

noventa comienzan a partir de la salida del enfermo a la sociedad y de su enfrentamiento con los mecanismos de la normalidad al tiempo que con las exigencias de una sociedad determinada. Tal es la premisa de la interesante Wilbur se quiere suicidar de Lone Sherfig, (quien se había dado a conocer con su simpatico debut Italiano para principiantes), comedia negra, llena de humor y tristeza sin caer en el victimismo, con tintes sombríos

y elementos

de drama psicológico de trasfondo social sobre la Europa empobrecida y la búsqueda inútil de la felicidad absoluta. Nos sitúa en la fría Europa del norte con su frío carácter, y oculta,

la historia de amor compartido e ilusiones perdidas

bajo su aire de comedia, un mensaje combativo y algo

desesperanzado. El protagonista, el seductor e inteligente Wilbur, lleva a cabo varios (fallidos) intentos de suicidio que subrayan el patetismo de su situación personal y sentimental, pero la realizadora no logra que resulten del todo creíbles esos patéticos intentos y así, queriendo realizar una comedia negra, se queda en un drama algo irregular, aunque excelentemente interpretado y con una descripción ambivalente de los servicios de salud mental -que solo acuden en ayuda de seres en casos extremos- y en su periplo por el amor, la amistad, el humor y la muerte. La película de Sherfig, a pesar de algunos trucos y de chistes algo forzados, resulta una visión cuando menos original de la enfermedad mental y su repercusión en las relaciones humanas. A pesar de la comicidad y contagiosa vitalidad del protagonista la película dista mucho de ser una historia divertida, adquiriendo un tono sombrío en su composición vidual y conclusiones finales. En la línea humanista y crítica con unas sociedades alienantes y empobrecidas -que anuncian la Europa de la crisis y la gente sin hogar- no podemos dejar de citar la a ratos divertida y a ratos estremecedora Elling de Peter Naees basada en la novela de Ingvar Ambjørnsen, bien recibida por el

57


público en su momento y objeto de una adaptación teatral. Elling nos habla con dinamismo de la dificultad de enfrentarse tarde al mundo real y contiene un mensaje esperanzador pero, al igual que el filme de Lone Sherfig, deja un sabor amargo o, al menos, agridulce. A pesar de la reticencia a mostrar la realidad de un psiquiátrico (mediante el mecanismo más directo del documental, una forma trucada pero más cercana a la realidad), máxime conociendo el carácter combativo del cine de Joaquín Jordá, se logró rodar en un psiquiátrico catalán el que sigue siendo uno de los trabajos más interesantes no solo del cine español sobre la enfermedad mental

sino también de todo el cine reciente. Su exceso de retórica y

apuntes filosóficos no impide la fuerza que desprende la inteligente propuesta de Monos como Becky. “Los psicofármacos son lobotomías sociales a gran escala” afirma el autor y director en el libro sobre su elaborado y elogiado documental. El

documental está

ambientado en parte en un sanatorio

catalán donde representan una obra de teatro con fines terapéuticos; entrevistas a intelectuales y filósofos que se han acercado al tema de la salud mental o el deterioro cerebral (que sufrió el propio Jordá); la idea reciente de la desposesión, la alienación interior del hospital

y el suicidio. También la convivencia en el

con un enfoque positivo de colaboración y una

reconstrucción meticulosa del lugar y la época en que desarrolló parte de su carrera un tristemente famoso neurocijano portugués, incluyendo su visita a la España franquista. Un documental muy apreciable y apreciado, uno de los trabajos más brillantes de Jordá, deteriorado por las entrevistas a ”famosos pensadores” y potenciado por la lucidez de algunos de los enfermos al hablar de la medicación como lobotomía a pequeña escala y del desdén médico hacia sus sentimientos. Mezcla las imágenes en blanco y negro que testimonian el mundo donde experimentó Moniz, primero con chimpancés (se supone que la pionera fue la mona Becky) y luego trepanando mentes humanas. Un filme desequilibrado pero perturbador y con momentos muy hermosos y doloridos, un retrato sobre las patologías sociales y también sobre una época, en el que se mezclan formatos y texturas. La propia experiencia de Jordá con la enfermedad cerebral sirve de detonante para una historia coral y caleidoscópica

donde los “enfermos” toman la palabra e

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incluso formulan quejas ante la cámara sobre el tratamiento despectivo y basado exclusivamente en la medicación que les ofrecen los doctores, además de contar sus propias historias personales. Una cierta verdad es otro documental informado e inteligente contra los tratamientos habituales en personas mayores con brotes psicóticos, en concreto en las personas ancianas que ya no creen en el efecto beneficioso de esa medicación eterna. Estudia casos de esquizofrenia en gente mayor a través de una mirada joven. Amistad entre el director del documental y un anciano esquizofrénico de gran personalidad y cultura. Es la única película dirigida por el joven Abel García Roure que, como Jordá en la más experimental Monos…” también aparece entre los personajes y cuestiona el tratamiento que se da, aún hoy, a los pacientes que sufren trastornos psicóticos o distintos grados de esquizofrenia

mostrando a la vez el

escepticismo de algunos de los internos respecto al tratamiento que se les aplica, a base de pastillas que los dejan en un estado vegetal. No obstante, el lúcido, inteligente e impresionante trabajo de García Roure sigue siendo, como Monos como Becky, un caso aislado dentro del documental rodado en castellano o catalán. Es un ejemplo de cine moderno o de documental experimental con algunas conexiones con la antipsiquiatría desde la psiquiatría de hoy dominada por etiquetas, fluidos, fallos cerebrales y medicación sintética. Jordá contó con el apoyo de la gente de la Escuela de Cine de Barcelona además de los propios internos del psiquiátrico. Su visión crítica de la institución está articulada a través de una serie de diálogos, paseos y situaciones intimistas con jóvenes

y, sobre todo, ancianos

marcados por el estigma de la “esquizofrenia” que rehúsan los tratamientos convencionales y, en concreto algunos de ellos, la ingesta regular de los antipsicópticos prescritos. De fármacos, en este caso a niveles industriales, va también la decepcionante -pese a un inicio prometedor y a una primera parte narrada con efectividad- Efectos secundarios de Steven Sodenbergh, un realizador interesante cuando no cae, como en este caso, en la pirotécnica y la vacuidad.

Película policiaca con una efectiva

primera parte

sobre los

experimentos de las empresas, la avaricia de las farmacéuticas, y de la 59


propia clase médica con medicamentos en pacientes-cobayas. Un reparto de lujo y una puesta en escena ágil no logran ocultar cierta superficialidad y oportunismo del director al abordar el controvertido tema. Lastrada por un final forzado de cine de intriga bastante rebuscado, no llega al fondo del asunto aunque como thriller tiene cierta fuerza a costa de perder coherencia y verosimilitud. Steven Soderbergh es un hábil director con alma de productor capaz de lo mejor y lo peor, pero que, al menos, siempre intenta sorprendernos. Autor de películas tan personales como Sexo, mentiras y cintas de video, Bubble o El buen alemán, nos ha obsequiado, no obstante, con productos para la taquilla arropados por lujosos repartos y cuidada producción pero de escaso calado como Traffic, la aburrida saga del Che, la de Ocean Eleven, o la decepcionante, prescindible y catastrofista Contagio. Este singular francotirador, que se mueve de continuo entre el cine independiente y el cine de masas, parece no atreverse a llevar hasta sus últimas consecuencias sus incómodas fábulas sobre la vida y la sociedad estadounidenses. Y es en este terreno donde se sitúa Efectos secundarios, que, a pesar de sus defectos y de su imposible parte final, nos devuelve a un director audaz y con talento y nos regala además dos grandes interpretaciones: la de Jude Law como un doctor y empresario en aprietos, y la de Rooney Mara en la joven depresiva cuyo marido acaba de salir de la cárcel. Los peores de la función, como era de esperar, Channing Tatum y Catherine Zeta-Jones. La construcción de los espacios fílmicos es más que notable, pero el guión, astuto en sus puntos de giro, con un importante puyazo a las empresas de psicofármacos, se ve lastrado en su parte final por un drama de calado social y suspense convertido en una inverosímil “conspiración de lesbianas”, algo que no sabemos si se debe al miedo a llegar al fondo del asunto o a la tendencia al sensacionalismo del autor de la efectista pero divertida Magick Mike, sobre el mundo del strep-stepase masculino. La crítica a la alta clase médica y empresarial que juega con los enfermos como cobayas está servida, pero Sodenbergh, a pesar de la buena escritura de Scott Z. Burns, acaba estropeando su brillante propuesta (fotografiada con sumo cuidado por él mismo) con una intriga imposible en uno de esos finales que “quieren

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explicarlo todo” pero que en realidad sólo consiguen echar a perder la confianza depositada por el espectador en la historia y en los personajes, convirtiendo una historia sobre el poder de las farmacéuticas y la experimentación con los psicofármacos en una rocambolesca “conspiración de lesbianas” Dirigida por el pulcro James Wright (Orgullo y prejuicio) la reciente El solista nos acerca a un joven afroamericano que sufre esquizofrenia (Jaimie Fox) y toca el violoncelo en las calles de Nueva York, siempre en la misma esquina. Parece uno más de los muchos desheredados de las grandes urbes occidentales, uno de los “sin techo” de las macro-ciudades desarrolladas y occidentales pero

con un talento excepcional, que oculta un pasado

prometedor convertido en un presente de indigencia. Un periodista en apuros (Robert Downey Jr. acude a entrevistarlo e investigar sobre su trayectoria vital. Pobreza, talento, esquizofrenia, racismo, gente sin hogar, vida en las calles

y final amable, levemente acomodaticio en su factura algo

hollywoodiense, a pesar de sus nobles intenciones y que cae en un tipo de cine más cercano (al menos en su mensaje) a Capra o al Hollywood liberal que al cine social de nuestros días. Más enigmática, formalmente radical y perturbadora resulta Keane de Lodge Kerrigan. La película más premiada de la directora Lodge Kerrigan sigue el periplo de Keane, un hombre joven que busca a su hija “desaparecida”. La cámara de Kerrigan recoge todos los matices del periplo delirante de un angustiado protagonista

masculino que encarna con virtuosismo el actor

Damián Lewis, bordando un papel de lucimiento. Como en la

película

española La herida, la cámara apenas se despega del personaje protagonista, ni de su trayecto, sus heridas interiores, sus ilusiones y, sobre todo, sus frustraciones: angustia, inmensa soledad, agitación y creciente tensión cercana al pavor. Una película independiente y arriesgada en la que el personaje sufre las embestidas del paro, la pobreza y la precariedad de esa sociedad que le supera a todos los niveles. Solo el encuentro con otra niña y su madre alivian temporalmente la enfermedad, las alucinaciones y el discurso personal del protagonista, al borde de la autodestrucción. Existe un montaje alternativo del Sodenbergh productor donde se elimina casi la 61


comunicación verbal del angustiado personaje, pero lo verdaderamente importante en el filme es la destreza de la directora, el tour de force interpretativo del Damián Lewis, escrutado de cerca por una cámara casi tan nerviosa como el protagonista absoluto de la cinta. Keane muestra la desestructuración mental como compañera de viaje de la desestructuración social. Aunque el protagonista trasmite angustia, rabia y desazón elude la tentación de caer nunca en el cine de miedo o en el de suspensedeshumanizador del protagonista- algo que no ocurre en otros filmes sobre la alienación y la pobreza como El maquinista o Take Shelter. Como éstas, Keane nos sumerge en la dificil relación del personaje con el mundo a través de una subjetividad crispada. Recientemente aplaudida en varios festivales encontramos la antes citada película española La herida, un filme modesto pero que produce un intenso desgarro. Esa herida que abre al personaje y a la vez lo corta en canal. El joven realizador hace un seguimiento muy estudiado del periplo cotidiano de Ana (Marian Álvarez premiada en varios festivales), una joven conductora de ambulancias que sufre un grave trastorno y es seguida de cerca por la cámara del realizador. Premiada en los Goya a la mejor actriz y director novel, es un retrato crudo de la vida cotidiana de la protagonista, con conductas que se contradicen. Una radiografía implacable de un personaje sujeto a reacciones imprevisibles y que solo encuentra espacio vital en su trabajo cuidando ancianos. No obstante, Ana ha entrado en un bucle en el que su enfermedad la conduce a la soledad y la desesperación. Excelente opera prima y merecidos premios para Marian Álvarez que dedicó su Goya a “todas las Anas del mundo” y a las mujeres que luchan por sus derechos. La herida tiene una narrativa áspera pero sobre todo muestra el lado humano y el sufrimiento de un personaje que, salvo en determinadas secuencias, vive sumido en una aterradora soledad. La ausencia de la institución psiquiátrica en un caso tan claro, así como la ceguera de los que la rodean hacen del personaje un desafío a la ignorancia. La fama y el talento del realizador británico Stephen Daldry (Billy Elliot) se confirman con una arriesgada adaptación de la novela de Michael Cunningham. Las horas, filme sobre feminidad, asilamiento, amor, suicidio y 62


locura. Partiendo de la novela de Cunningham -ya un clásico de la literatura moderna anglosajona- incluye el personaje depresivo y esquizoide de la famosa escritora inglesa Virginia Woolf y su trágico suicidio en pleno bloqueo creativo. Contiene escenas inspiradas en La Sra. Daloway, novela de Woolf, y otras propias del universo del autor del libro como las vidas entrelazadas o el deterioro causado por el sexismo y el rechazo social al VIH. La locura de Woolf planea como una sombra,

pero el filme trata sobre todo

de

la

feminidad, los prejuicios y las mujeres de diferentes épocas. Posiblemente es más interesante el retrato psicológico que muestra la respetuosa adaptación de “Mrs. Daloway” filmada por Marleen Gorris pero Las horas es un elaborado y barroco ejercicio de estilo y una reflexión nada complaciente sobre la verdadera situación de las mujeres y determinados momentos

la represión sociosexual en

de la historia de EEUU e Inglaterra. Un filme

brillante deslucido por la machacona banda sonora de Philiph Glass y por un final demasiado melodramático

y desesperanzado, a diferencia de la

ambigüedad de la más contenida película de Gorris sobre la novela Mrs Daloway de la que parte la novela de Cunningham como ejercicio de metaficción e incisivo retrato generacional. También mira al pasado- algo más cercano-

la estupenda Revolutionary

Road el melodrama de Sam Mendes basado en la novela homónima de Richard Yates4. Nos muestra (como de otro modo Sylvia de Christina Jeffreys) el deterioro de un matrimonio joven y de clase media cuando los sueños y la realidad chocan en un aburrido barrio residencial que no solo refleja la apatía social de la década abrumada

por el macartysmo sino

también una nueva visión de las relaciones de pareja marcada por la llegada, progresiva, del feminismo a la cultura estadounidense de finales de los cincuenta con ensayos, como La mística de la feminidad de Betty Friedmann que, como en el caso de Virginia Woolf, cuestionan el lugar de la mujer en el espacio doméstico. Así mismo va a ser en esa década de inmovilismo que retratan Yates y Mendes cuando se comiencen a gestar los primeros movimientos por los derechos civiles a pesar de los mandatos reaccionarios. En el filme de Mendes encontramos dos grandes interpretaciones de Kate 4

Yates, Richard. Vía revolucionaria. Alfaguara, 2011.

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Wistlet en su mejor momento y de un maduro Leonardo di Caprio que logra darle la réplica con cierta dignidad y franqueza. Hoy podemos leer el libro de Yates (como la novela de Plath La campana de cristal) o la película como textos con elementos feministas y reflexiones incipientes sobre los roles sexuales en la esfera social y privada, pero la intención de Yates es, sobre todo, como la de muchos escritores del momento, mostrar la parálisis y los mecanismos de uniformización de la sociedad estadounidense tras la Segunda Guerra Mundial convirtiendo el ámbito doméstico (que idealizan las revistas y apuntalan la televisión o la guerra fría) en un campo de batalla marcado por la inseguridad laboral, los ensueños incumplidos y un incierto bovarismo en un personaje femenino que no se siente cómodo en una comunidad que solo ofrece rutina, cuchicheos

y mediocridad. Un filme

despiadado sobre una novela demoledora, tal vez hoy pasada de moda, pero que refleja como pocas la vida cotidiana y marital, en este caso abocada al fracaso, de una pareja que no es capaz de conciliar sus aspiraciones con las limitaciones, en ocasiones absurdas, que les impone la mediocridad del entorno. Procedente del norte de Europa

nos llega un filme que es el particular

descenso a los infiernos de un joven en la maltrecha Europa de nuestros días. Oslo 31 de Agosto, de Joachin Trier, es una de las propuestas más serias y estimulantes llegadas del reciente cine nórdico, aunque también un filme algo tentado por el pesimismo y la falta de esperanza. El meticuloso y frío realizador noruego vuelve a los temas de la juventud alienada y de la amistad como tabla de salvación, pero en esta ocasión nos presenta la odisea individual de un joven ex-toxicómano que intenta salir adelante. Con algunos elementos del cine europeo sobre el desarraigo juvenil (Techiné, Truffaut, Bresson, Louis Malle) y de otros filmes sobre la enfermedad mental en su vertiente más digna, Trier opta por una fusión entre la naturaleza y el personaje, el drama y la ironía. La belleza de las imágenes no puede ocultar que estamos ante la historia de una autodestrucción por parte del joven Anders (un gran trabajo de Anders Danielsen Lie) vagando en busca de respuestas, acogido “a medias” por dos antiguos amigos y con una relación tensa tanto con su pareja como con su familia cercana, con la que mantiene

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lazos poco satisfactorios. El protagonista de Oslo 31 de agosto (que nos recuerda vagamente a los vecinos acomodados-embalsamados de Lilith de Rossen) se ve a sí mismo como un ser innecesario, sin nada que aportar al mundo que lo rodea y, adolescente de futuro prometedor, inhibe sus cualidades a favor de una hostilidad hacia el entorno y hacia sí mismo que cristaliza en una mezcla de alcoholismo y nihilismo que dan como resultado un ser errabundo, desencantado con el mundo y furioso consigo mismo. En este sentido, los interiores y exteriores levemente iluminados acentúan esa sensación de melancolía, desapego y desamparo. La película se presenta como una adaptación moderna de El fuego fatuo de Drieu de la Rochelle (que ya dio lugar a una estremecedora obra maestra de Louis Malle, rodada a principios de los años 60), a pesar de lo cual es un filme fresco, sin miedo a experimentar, y una llamada de atención sobre una juventud expuesta a la enfermedad mental o

a la soledad por la falta de referentes culturales

óptimos y, sobre todo, por la ausencia de experiencias laborales duraderas. Un poema desgarrado donde la belleza y el dolor logran, por momentos, acercar el drama juvenil al cine de poesía y a la tragedia Amable y optimista resulta ser la lúdica e ingeniosa Her de Spike Jonze (que se dio a conocer con la todavía más surreal Como ser John Malkovich) película que se sitúa entre lo fantástico, la comedia y el drama psicológico especulativo soledad

a pesar de sus agridulces y/o devastadores apuntes sobre la

y la pérdida de la identidad y la autenticidad

en un mundo

sofisticado y virtual. Comedia dramática e irónica sobre un solitario escritor enamorado de su computadora (que cobra voz femenina) y cuanto la rodea, en tanto que sus relaciones con las “mujeres reales” son bastante insatisfactorias. Presenta un mundo virtual capaz de acentuar, sin abandonar el humor inteligente y la ironía, la intensa soledad y la incomunicación del personaje, así como los escenarios con toques futuristas en los que cree desenvolverse. Una comedia amarga en la que Phoenix domina el absurdo y todos los registros de un peculiar personaje que no logra ocultar su debilidad frente a un mundo aséptico y mecanizado. Apuntes como la adicción a las nuevas tecnologías, la mecanización de lo humano y la humanización de lo mecánico se hacen presentes en un filme que indirectamente (como El show

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de Truman del australiano Peter Weir) denuncian la alta tecnología como dispositivo de control o alivio de la soledad (las llamadas “smart cities”, el cibersexo, los chatas audiovisuales) y la saturación absurda de plataformas convertidas en fetiches. No obstante, el punto de vista lejos de ser orwelliano se muestra lleno de humor y calidad, al menos en el filme de Jonze. Un filme bello y lúdico aunque algo pomposo, mezclando la sátira de costumbres, el retrato psicológico y el romance melancólico acerca de

la soledad y la

alienación. Un caso peculiar en el cine español reciente es La isla interior, última película en la que intervino la realizadora Dunia Ayaso antes de morir, y el primer drama de la pareja de realizadores Félix Sabroso-Dunia Ayaso que con La isla interior pasó con cierta dignidad y soltura de la comedia ligera al melodrama familiar con mayúsculas. Construida como un largo flash-back nos acerca a los problemas de una familia sacudida por el fantasma de la locura en diversas formas. Un guión hábil, unos personajes bien definidos y un sólido reparto son el soporte de una historia que oscila entre el melodrama coral y la comedia negra para acabar desembocando en la tragedia intimista. Se trata de una historia sobre la psicosis personal y la estupidez colectiva, sobre la frontera entre la cordura y la insania y sobre la familia como germen de las desdichas y a la vez tabla de salvación. Sin grandes alardes, pero tampoco grandes logros, con una puesta en imágenes sobria, aunque algo plana, los realizadores se acercan sin miedo a cinco seres abatidos por la demencia y a sus dificultades para hacer frente a situaciones cotidianas y conjugar la vida personal

con la

laboral, y la debilidad con

el coraje.

Contiene ecos lejanos de la estupenda En la ciudad sin límites de Antonio Hernández, pero en este caso la enfermedad mental está más presente y la familia, con menos recursos y mejores lazos, debe permanecer unida ante el dolor, las ilusiones y, sobre todo, la adversidad. La historia no es nueva ni está tratada con demasiada originalidad y, en algunos momentos, se deja ver la tendencia de la pareja de guionistas y realizadores al trazo grueso aunque, gracias al esfuerzo de los intérpretes, su historia nos llega más o menos de cerca. Ayaso y Sabroso logran hilvanar un tipo de relato poco contado en nuestro cine y que debe algo al cine 66


independiente estadounidense en su forma sencilla de acercarse a familias y personajes “disfuncionales”. No obstante, en los tramos más retóricos los directores se dejan llevar por diálogos y monólogos cercanos a una versión devaluada del teatro de Tennessee Williams mezclado con la comedia televisiva española más elaborada. La isla interior es un filme de perdedores que, a pesar de todo, juegan sus cartas; está fotografiado con cierta belleza y sabe que la fuerza del relato reside en el extraordinario trabajo de actores y actrices. Resulta una grata sorpresa en el cine español del año gracias a la fuerza de unos seres que deben luchar contra un legado cultural y humano que amenaza con abocarlos al fracaso. En definitiva, un filme imperfecto y algo afectado pero estimable, valiente

y lleno de humanidad. Aunque

muestra los desastres personales de casi todos los personajes, parece que al final, tras la muerte del padre, esta disfuncional familia va a estrechar, dentro de lo posible, sus lazos para salir adelante.

La familia como núcleo de salvación pero más aun de deterioro aparece con virulencia en la francesa Perder la razón de Joaquín Laffosse. El director de Propiedad privada (sobre una extraña rivalidad entre dos hermanos) y Elève libre hurga -como a su manera Ozon- en las tripas de la decadente familia burguesa de la Francia de nuestros días, un modelo de familia que se pretende moderno pero sigue anclado en códigos del pasado a lo que se añaden resabios patriarcales importados de países vecinos.. Al mismo tiempo muestra lazos de dependencia y formas de ocupar el espacio marcadas por el género, la economía o la edad.

La familia tradicional puede resultar un

núcleo opresivo y alienante: las creencias religiosas musulmanas del marido (obligación de tener un hijo varón) destruyen a la mujer al imponerle una familia numerosa que no puede mantener, ni económica ni emocionalmente, en tanto que el médico, padre del marido, se erige en figura contradictoria, protectora y a la vez destructiva de la que la mujer no quiere depender creándose una situación cada vez más vez más crispada hasta un trágico desenlace. Una de las mejores películas francesas del año está, no obstante llena de zonas oscuras, ironía despiadada

y un final demoledor que lo

emparentan con otros retratistas despiadados de la familia francesa 67


tradicional como François Ozon (Dans la Maison, basada en una obra del dramaturgo catalán Juan Mayorga) o André Techiné (La chica del tren). El filme de Laffosse muestra la nueva cara de una Europa donde surge por un lado la llamada “crisis”

que dificulta la independencia económica de los

jóvenes y por otro la llegada de los prejuicios machistas de algunos árabes con poder, en una sociedad todavía marcada por el racismo y la misoginia, como demuestra el avance de la ultraderecha racista.

Menos irreverente

que el cine de Ozon (La piscina) y menos social que el de Techiné (Rendez vous, Los testigos), Laffosse se convierte en una gran promesa dentro de un cine mucho más avanzado que la sociedad en la que surge y en la que hurga. Si el cine de Ozon se aproxima a la locura desde el humor negro y la diversidad sexual, el de Techiné, más cercano a Laffosse, se acerca desde el realismo social. Experiencias extremas que vemos también en la obra del franco-canadiense Xavier Dolan, otro retratista joven e inmisericorde de la pareja y los lazos familiares que acaba de realizar su primera película , la premiada Tom à la ferme donde trata con claridad al tema de la depresión y el delirio desde el ámbito del thriller homo y rural. El deterioro físico que propicia el desarrollo del VIH suele ir acompañado de problemas mentales, sobre todo en el tiempo de silencio en que se desarrolla la acción de Dallas Buyers Club, premiada por las actuaciones de sus personajes masculinos: el vaquero mujeriego y la transexual que experimenta con su cuerpo para ganar algo de dinero de farmacéuticas, entonces en pugna.

la mano las grandes

Dallas Buyers Club es el tercer

largometraje de este realizador canadiense, tras las estimables Crazy y Café de Flore, donde también aborda el tema de la diferencia a otros niveles. La primera, una sensible aproximación a la adolescencia de un chico bisexual y la segunda, una irregular pero visualmente imaginativa historia de vidas cruzadas. Jean Marc Vallée demuestra una gran valentía para acercarse a personajes complejos y en situaciones adversas (como ya hizo en la coral Café de flore) sin descartar nunca cierta magia en la puesta en escena y un saludable sentido del humor. Dallas Buyers Club se apoya en un tour de force interpretativo del versátil Matthew McConaughey (Paper Boy) que sale más que airoso al interpretar al inconfundible

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Ron, un maduro, otoñal y


mujeriego cowboy que descubre su seropositividad en la Norteamérica de los ochenta. Vallée se apoya con astucia en la fuerza que el actor da al personaje y en la mezcla de humor, tristeza, rabia y melancolía que destila un relato sobre la intolerancia y los prejuicios en un momento determinado de la historia reciente. El personaje de Ron no es necesariamente simpático pero consigue cierta empatía al no tomarse demasiado en serio a sí mismo. El filme mantiene el ritmo hasta el final pese a que algunas secuencias aisladas no logran la misma fuerza dramática o irónica que otras. Vallée evita el sentimentalismo a favor del coraje y la denuncia, como ya hizo en sus dos anteriores largometrajes y no teme el material inflamable que tiene entre sus manos logrando, con pocos detalles, una disección demoledora y a la vez lúdica de un periodo, unos personajes y una sociedad. Tras su apariencia áspera y sus toques de comedia gruesa o negra se esconde una película meditada y sensible sobre la apatía social, la hipocresía y los prejuicios arraigados contra las minorías sexuales o la gente sin recursos. El protagonista

debe enfrentarse a la avaricia, la especulación

y los

prejuicios de las industrias farmacéuticas y al estigma social vigente en el momento del surgimiento la pandemia en EEUU. Conoce a Rooney una transexual enferma (encarnada con encomiable esfuerzo y corrección por el tan sexy como inexpresivo Jared Leto) que se sitúa en el polo opuesto de la personalidad avasalladora y sexista de Ron, pero que lo ayuda a montar un negocio de medicamentos ante la pasividad criminal de las instituciones, la cobardía de los gobernantes y el inmovilismo de la clase médica. Dallas Buyers Club

es una película

no solo inteligente

e incisiva sino

también realizada con dinamismo y brillantez. Del conjunto solo desmerece un poco la falta de intensidad que Leto aporta a su personaje frente a un protagonista que llena la pantalla. Un filme dinámico, que mezcla el humor y lo trágico, la ironía y el patetismo, y una pequeña obra maestra del cine independiente sobre la hipocresía social. Una película que debió realizarse hace mucho tiempo. La neutralidad de la medicina se pone en entredicho en esta película como ya lo fue por parte de los activistas antisida y numerosas publicaciones escritas desde el amor y la rabia. Los efectos psicológicos de la pandemia también aparecen recogidos en esta mezcla extraña de comedia 69


irreverente y melodrama con trasfondo socio-histórico. Muestra el cine que el siglo XX, con sus regímenes totalitarios y diferentes formas de control de los considerados “anormales”, pone en evidencia no solo la ideología de la psiquiatría sino también el relativismo de cada escuela psicológica y que el VIH revelaba el prejuicio vigente en la clase médica en general y los desmedidos intereses económicos, la racanería

y el oportunismo de la

industria farmacéutica en particular. Desmonta cualquier teoría y tópicos vigentes en la época sobre la promiscuidad narcisista del colectivo gay e incluye un personaje que entonces ya era un desafío: un terrorista del género (con precedentes de mayor categoría como el rockero Hegdwig de John Cameron Mitchell o el protagonista de la delirante Desayuno en Plutón, del imprevisible Neil Jordan).

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