Las cosas llegan demasiado tarde para muchas personas

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LAS COSAS LLEGAN DEMASIADO TARDE PARA MUCHAS PERSONAS: LA JAURIA HUMANA

Películas como “J.F.K” o “Bobby” o incluso la infravalorada “Malcom X” de Spike Lee han vuelto a poner en la picota no sólo la teoría de la conspiración en torno al magnicidio de la saga de los Kennedy (nunca aclarado) sino también nuevos retratos sociales de una década mitificada donde las haya: los años sesenta, sus expectativas, frustraciones, contradicciones, sueños de cambio y revoluciones, esperanzas, su aperturismo aquí y allá, su larga y penosa resaca, sus decepciones… eso sí, focalizadas, muchas veces en EEUU, con su oposición a la guerra del Vietnam y sus primeras


conquistas en el terreno de los derechos civiles de las minorías (raciales, sexuales, sociales en general…), así como las nuevas luchas del movimiento feminista en su segunda oleada, el nacimiento del movimiento LGTB de base en torno a los disturbios de Stonewall, los asesinatos de los grandes líderes afroamericanos… No obstante, mucho antes de estas películas y de otros filmes similares, el realizador estadounidense Arthur Penn, venido de la generación de la televisión, realizó una gran ópera social sobre lo que estaba ocurriendo en aquellos momentos: “La jauría humana” (1966). El filme, basado en una novela endeble de Horton Foote, y con un guión acerado de Lillian Hellman (conocida dramaturga izquierdista y represaliada por el macartismo, que, no obstante, no quedó satisfecha con el resultado final, debido a la invasión de otros escritores), se sitúa en una pequeña localidad del sureste de Texas, un lugar que sirve de asfixiante microcosmos de la sociedad estadounidense del momento (y por extensión de la sociedad capitalista que pervive, de muchas otras formas, en nuestros días, que no muere se transforma), y muestra, con una estructura episódica algo caótica en el montaje final del filme, cómo los sectores más poderosos económicamente se alían contra cualquier expectativa de reforma social o política. ¿Les suena? La película, aunque su mensaje nos parece hoy mas “liberal” que otra cosa, fue recibida con hostilidad en algunos Estados del Sur donde la explotación laboral de personas de otras razas y las explosiones de violencia colectiva no eran tan infrecuentes. Se silenciaban linchamientos, y había, como hoy, expropiaciones, privatización de servicios públicos, desahucios y despidos masivos de gente con bajo jornal. Así al comienzo del filme vemos a una abuela negra con su nieto que hace caso omiso de la presencia de un hombre joven vestido de presidiario en la carretera con la frase “Dejaremos que los hombres blancos resuelvan sus propios problemas a su manera…” Esa frase lapidaria resume un pasado en el que para mucha gente del sur ni siquiera existían los juicios y si la violencia linchadora como reflejan las novelas de Faulkner, las crónicas de sucesos o las obras de la propia Hellman.


Construida a través de una serie de episodios de diferente edición y duración, el filme de Penn, a pesar de las peleas entre sucesivos guionistas, de los cortes impuestos por Spiegel y la Columbia, conserva su fuerza con una brillante fotografía de Joseph LaShelle (en el primer filme en color del director), un implacable desarrollo narrativo “in crescendo” y una evocadora y entristecida música de John Barry, poniendo una nota de languidez a un filme crudo, alegórico, mordaz y valiente. Lo que parece al principio una película más sobre la “vida en la pequeña ciudad” o, peor aún, de costumbrismo “provinciano”

con apuntes sociales y pintorescos

se convierte en una virulenta

requisitoria contra la violencia, la incultura del éxito y el caciquismo violento que impone su logos donde lo lúdico tiene su cara mas cruel y superflua en el peor sentido de la palabra. Un ataque feroz y casi frontal al capitalismo que, también, refleja los ensueños de cambio frustrados por un sector más o menos progresista de la época. Al menos, progresista, en los cambios interiores ya que la política exterior de los EEUU siempre ha sido la misma, genocida y paternalista. Definida por Penn como una película sobre “la locura colectiva” el filme va mucho más allá de una trágica y violenta tarde-noche de sábado para mostrar al poder financiero y las clases medias pudientes unidas y los jóvenes discotequeros en torno a una fantasía paranoica: la fuga de un joven preso, Bob Reeves (Robert Redford) para desterrar, desde el uso de las armas y el caciquismo, el poder civil racional encarnado por el honesto sheriff Calder (un maduro pero intenso Marlon Brando) y cualquier atisbo de presunción de inocencia o defensa de los derechos humanos o la dignidad que ellos mismos se dejan en esa orgía fuego, rivalidades y sangre. En el filme vemos que el linchamiento (una alegórica secuencia de fuego y sangre situada en un “dantesco” cementerio de coches, que representan la agonía de la sociedad del consumo ) no es sólo consecuencia del alcohol y el aburrimiento, del calor y el descerebre, de las frustraciones personales y laborales sino también de una más amplia e incuestionada a conspiración, la del poder financiero aliado con la ignorancia y el racismo, con el uso indiscriminado de la fuerza y con la ley del talión en el sentido más clásico de la tradición de aquel país. Como ese belicoso “Alegarme el día” que el impresentable Clint


Eastwood le dirigió al, a estas alturas, ya impresentable Obama. Sería pues “The chase” una película sobre la corrupción y sobre la forma en que los jefecillos toman sin miramientos el poder frente a aquellos que creían (estamos a mediados de los sesenta) que determinadas reformas sociales y puntos de vista humanistas podrían asentarse en el seno de la sociedad capitalista y hacer que se mirara a sí misma de forma, al menos, racional. Pero el filme va aún más lejos al mostrar que incluso los verdugos pueden convertirse en víctimas como ocurre con el magnate Val Reeves (E. G. Marshall) gran capitalista, dueño de los medios de producción, de aire falsamente “paternal”

y

poseedor de muchas propiedades (universidad, ¿hospital?) y casi toda la región que pierde a su único hijo en la matanza. El final del filme con Hannah Reeves (Fonda) avanzado hacia la cámara es algo así como el fin de una década de sueños aplastada por una derecha prepotente e irracional, corrupta y absurda, una derecha que hoy representa gente como Donald Trump. Uno de los momentos más hermosos del filme es aquel en que Robert Redford adivina con un simple juego de miradas que su novia (Jane Fonda) ha empezado una relación con Jacke Rogers (James Fox) y además nos permite adivinar que los tres fueron muy íntimos en la adolescencia o una niñez ya perdida a pesar de esas diferencias socioeconómicas que hacen que Bob no crea en la justicia. Una de las frases emblemáticas del filme llegan en manos de un presidiario tal vez demasiado atildado para su circunstancia, de desamparo, refiriéndose a su situación entre rejas: “Tómala, huele, ESTÁ PODRIDA”. Es evidente que el juicio emitido no se refiere solamente a un “plato de comida de la cárcel” sino que evidencia algo que hemos ido viendo en las complejas relaciones humanas y socioeconómicas entre diferentes razas, clases sociales, generaciones…. la Norteamérica profunda que evidencia como supuran sus heridas. También podrida.


Entre los protagonistas del filme encontramos a Jane Fonda, entonces joven rebelde y contestaría dentro y fuera de las pantallas encarnando a l mujer del joven “cabeza de turco” y a la vez enamorada del estirado hijo del magnate. En este filme todos tienen sus contradicciones y miserias pero por encima del trío protagonista e incluso del propio Brando como honesto sheriff (hoy algo pesado y pasado de moda) que intenta impedir por todos los medios “la cacería” cobran fuerza los secundarios, a veces definidos a través de la caricatura gruesa o de los afilados diálogos de la dramaturga, como miembros, más o menos conscientes, de una gran conspiración por la que el dinero toma el poder sin miramientos. De eso sabemos algo aquí y ahora.

Algunas secuencias, como la del asesinato a balazos de Bob a las puertas de la comisaría, guardan cierto paralelismo con momentos de los crímenes importantes que desde sectores sociopolíticos indefinidos y oscuros se estaban perpetrando contra figuras públicas y que culminarían con el asesinato de gente de la talla de Malcolm X y Luther King. Y precisamente en el filme de Penn se habla mucho del brutal racismo hacia los negros en el sur de EEUU (del que fue testigo Hellman) y del miedo que los


mayores inculcan a los jóvenes sobre todo aquello que puede poner en peligro sus privilegios materiales o simbólicos. Desde su novia a su moto. Aunque éstos tengan el mismo valor que esos coches apilados en forma de esqueletos humanos en

un

cementerio donde se ubica una de las secuencias más estremecedoras en el cine de la década en la que la fiesta-cacería une a diferentes estratos sociales en una verdadera orgía de venganza y demostración del poder que, casi siempre, se sustenta en el miedo.


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