El puente
infinito
El puente infinito © 2019, Armando Rosselot © 2018, Tríada Ediciones Ltda. San Antonio 19, of. 702 Santiago, Santiago de Chile Tel.: (56 2) 2941 2668 www.triadaediciones.net
Impreso en Chile Primera edición, junio de 2019 ISBN: 978-956-9362-19-4 Diseño y diagramación: Tríada Ediciones Ilustración de portada: Jossy Alburquenque Mapa en interior: Pedro Díaz Cartes Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la Editorial.
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ARMANDO ROSSELOT
El puente
infinito
CAPÍTULO I
Perdido 1
E
l desierto se extendía ante él. Descalzo como estaba, le era imposible avanzar entre el centenar de manos surgiendo de la arena, atrapando sus piernas y brazos. Gritó desesperado hasta que unos enormes y transparentes tentáculos nacidos de un cielo multicolor lo atraparon, dejándolo frente a una puerta metálica corroída por el paso de los años. La puerta se abrió con un estruendo similar a la explosión de un millar de cañones. Trató de taparse los oídos, pero su sorpresa fue grande cuando se dio cuenta de que no tenía brazos ni manos, era solo una medusa flotando junto a muchas otras que, en un infinito mar, esperaban entrar por una abertura en donde se apreciaba un inmenso campo verde y un cielo de un azul brillante. Pero, de un momento a otro, la puerta ya no estaba y solo se oía el maullar de muchos gatos. Aquella imagen se desvaneció bruscamente al sentir sobre su rostro un chorro de agua helada. Gritó de nuevo, ahora despierto. Lanzó manotazos, abrió los ojos y vio el rostro de una joven de cabello oscuro y largo.
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Antes de que pudiera decir algo, la joven lo ayudó a sentarse. Él estaba sobre una cama de madera y ella le sonreía. Trató de observar con mayor detenimiento el rostro de la joven, de piel acanelada y ojos pardos. Ella vestía tan sólo una túnica lila y estaba descalza. —¿Cómo te sientes? —preguntó la joven, mientras le pasaba un paño seco sobre la frente. Él movió la cabeza con suavidad de lado a lado para evitar el dolor y demostrarle que no se sentía muy bien. —¿Dónde estoy? ¿Quién eres tú? —fueron las primeras palabras que pudo emitir. —¿De dónde vienes? —volvió a preguntar la joven, procurando hablar con claridad. No hubo respuesta. El joven la miró de pies a cabeza, observó sus propias manos, movió los dedos, se palpó el rostro. —No lo sé —replicó por fin, sobresaltándose al oír su propia respuesta. —¿Tienes un nombre? —No recuerdo, yo... Pero, ¿quién eres tú?, dime. —Soy Kamila —respondió la joven. —Lindo nombre… ¿Te conozco? —No lo creo —respondió. El joven notó que ella lo examinaba con detención—. Será mejor que vaya a buscar a una persona mayor. Quizás alguien puede saber qué hacías tendido en la orilla del río y si eres buscado por algún comerciante de las tiendas, alguien de la calle o de dónde sea. El muchacho quedó con las palabras en la punta de la lengua. Kamila dio media vuelta y fue hacia el pasillo que nacía tras una vieja cortina. —No te vayas a mover —le señaló la joven en un tono imperativo, mientras corría las cortinas de la habitación y salía. El joven sonrió en silencio, ya que apenas podía mantener la cabeza erguida, además estaba muy débil para siquiera pensar en levantarse.
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Respiró hondo y trató de recordar quién demonios era y dónde estaba. Por más esfuerzo que hizo nada llegaba a su mente. Sintió que su vida comenzaba hacía un par de minutos, casi por arte de magia. Pudo darse cuenta de que estaba en una construcción antigua por las roídas murallas, las viejas cortinas desteñidas que cubrían puertas y ventanas. También oyó gritos a lo lejos. Siguió observando la habitación con más calma: del techo colgaba una lámpara con una pantalla de tela amarilla, viejos cuadros con fotos de lugares que no pudo reconocer, una cama de metal, una manchada mesa de arrimo apoyada en la muralla bajo la única ventana y unas pelucas arrumbadas en un rincón. ¿Dónde estoy?, se preguntó. ¿Quiénes eran las personas que vivían allí? Decidió levantarse. Al hacerlo casi cayó de bruces, pero pudo sostenerse en la muralla de su costado derecho. Apoyado en ella fue hacia la ventana, corrió las cortinas y observó hacia el exterior. Lo que vio fue un mercado: gente ofreciendo distintos alimentos y artículos, otros comprando, el humo y vapor de las cocinas, niños corriendo, un par de elefantes llevando grandes canastas con personas en ellas, las que se notaban iban muy a gusto en aquel transporte, mientras cantaban y tocaban música con distintos instrumentos. Abrió con cuidado la vieja ventana de madera y el aroma de las diferentes preparaciones lo hizo confundirse aún más; eran olores agradables y conocidos, al igual que las voces, los colores; pero, ¿de dónde y cuándo? Solo un gran vacío se hizo presente en su cabeza. De pronto, todo comenzó a dar vueltas, estaba muy mareado, por lo que decidió cerrar la ventana e ir a sentarse para esperar a la tal Kamila.
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Kamila, una vez que salió de su vivienda, se sentó afuera, en la pequeña escalinata de la entrada. Quería pensar con calma qué pasos seguir, ya que su hermano Azzam tardaría un par de horas en regresar de su turno en la Guardia. Se tomó la cabeza con ambas manos y, tal como
le decía su madre cuando aún vivía, respiró larga y profundamente, lento, hasta que sintió que era posible pensar con claridad en los siguientes pasos. Ante todo evitar que Azzam descubriera al joven; si su hermano lo encontraba lo enviaría a prisión, sería probablemente maltratado y a ella la interrogarían. Cómo odiaba todo lo que hacía su hermano y sus estúpidas ideas de grandeza. En el trayecto desde la ribera a su hogar, con su amigo Nadim, idearon un plan para dejar al joven extraviado con el padre de este último, una vez que llegara de sus ensayos; plan que debería cubrirlos para mantener el contacto con el joven y no dejarlo solo y a merced de Azzam y la Guardia. Entonces, lo que debía hacer en ese momento, ya que el desconocido estaba más lúcido, era llevarlo a casa de su amigo. Al levantarse para entrar de nuevo a la casa sintió la única voz que no quería oír por nada en el mundo: —¿A dónde vas con esa cara de preocupación, hermanita? ¿Acaso se te quemó la comida? —No hables estupideces —respondió Kamila, fingiendo lo mejor que pudo la tensión de saber que su hermano, como nunca, había llegado mucho antes de que oscureciera. Definitivamente necesitaba idear algo pronto. —Estaba pensando en irte a buscar a tu cuartel —mintió Kamila parándose bajo el dintel de la puerta. —¿Sí? ¿Y por qué? Kamila le explicó, antes de que su hermano entrara a la vivienda, lo que supuestamente había acontecido un par de horas atrás. Trató de ser lo más fría y casual posible, además de no incluir a Nadim, quien la acompañó cuando encontraron al joven casi desmayado y desorientado. Con la actitud que tomó luego su hermano, pensó que había logrado su cometido. Entraron. —Así que tú eres el desconocido que apareció a la orilla del río, ¿ah? —dijo Azzam una vez en la habitación.
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—No le hables muy rápido —dijo Kamila—, háblale lento. Todavía está medio dormido. No sabes cuánto me costó traerlo, debía despertarlo una y otra vez. —Bueno, ¿y qué? ¡Despierta ya! —gritó Azzam. La orden sacó al joven de su somnolencia. Frente a él se encontraba la figura de un hombre de piel bronceada, rostro grave y de considerable altura. A su lado estaba Kamila, con su semblante muy serio, casi de preocupación. Intuyó que quizás no se llevaban muy bien. —Dime, hermanita, ¿dónde fue que lo encontraste? —El hombre, de unos veintitantos años, vestido con pantalones negros bombachos y una camisa blanca, la observó con dureza. Kamila no dijo nada. —Además sospecho —prosiguió—, que a este tipo no lo trajiste tú sola hasta aquí. ¿Acaso te ayudó tu amiguito ese, el hijo del payaso? La joven bajó la vista, delatándose, a lo que su hermano le ordenó ir en busca del niño de inmediato. —No sé cómo logra Nadim escapar siempre de sus deberes. Bueno, con el padre que tiene qué más se puede esperar —comentó Azzam, mientras ella salía de la habitación—. Y tú —le dijo al joven—, más vale que comiences a recordar o nos meterás en problemas con la Guardia. ¿Te queda claro? El joven asintió, aunque se encontraba demasiado confundido para hacer cualquier pregunta o comentario. El hermano de Kamila no le apartaba la vista. Estuvo así más de diez minutos, estudiándolo, hasta que se rascó la nariz y sacó un cuchillo de una cartuchera que traía en la cintura. Lo clavó contra el piso de gruesos tablones. —Dime de una vez, ¿de dónde vienes? No pareces alguien de esta ciudad, pues eres muy pálido. Responde, y más vale que sea rápido o mi dulce hermanita no te va a encontrar aquí cuando regrese. ¿Entiendes?
El joven lo miró a los ojos sin desafiarlo, pero con la sinceridad de alguien que mira sin engaños—. ¿Cuál es su nombre? —le preguntó, tratando de tranquilizar al tipo. —Azzam. ¿Y el tuyo? —Creo que es... Said —respondió el joven, con el primer nombre que se le vino a la cabeza; un nombre que estaba dando vueltas en su mente hacía varios minutos—, pero le aseguro que no tengo ni la menor idea de cómo llegué hasta aquí. La respuesta de Azzam fue poner el cuchillo contra la garganta de Said. —¡Detente, Az! Kamila se encontraba de pie en la entrada de la habitación, en compañía de un niño que aparentaba unos diez años de edad. Era delgado, de cabello corto y lleno de rulos. —Él no nos va a causar daño, hermano —manifestó Kamila, muy afligida. Azzam no se inmutó. Observaba a Said sin pestañear. —Lo encontramos... tal cual te conté, en la ribera norte del río. Estaba desmayado, y créeme, con esas mismas prendas. Por favor, Az, detente —dijo Kamila, casi suplicando. La respiración de la joven era agitada y no dejaba de mirar a Azzam, mientras Nadim asentía nervioso con la cabeza, alternando la vista entre Kamila y el hermano de esta. —Dice que se llama Said —dijo Azzam, mientras guardaba el cuchillo en su funda. —¿Qué tal?, Said —dijo Kamila, con una sonrisa algo forzada. —Bien, gracias —respondió este, algo más tranquilo. En seguida bajó la mirada. —¿Lo registraste? —preguntó Azzam, dándole una inquisitiva mirada a su hermana. —No, ¿para qué debería? —preguntó la joven. Sin contestarle a Kamila, Azzam ordenó a Said que vaciara sus
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bolsillos. Él, con el suficiente miedo a lo que le podría ocurrir, accedió en silencio. La sorpresa fue mayúscula al descubrir lo que traía en el bolsillo del pantalón: una pequeña caja metálica, color oscuro y con el símbolo de un insecto en su tapa. —¡Lleva el Escarabajo Volador, la insignia de la Guardia Oficial! —gritó sorprendido Azzam—. Sabía que este tipo nos traería problemas, con seguridad es un ladrón prófugo buscado por la Guardia. —Piensa con inteligencia, Az —intervino Kamila—. A él solo lo encontramos. No vino hacia nosotros, nunca nos culparían de nada tan... —Te equivocas, Kamila —interrumpió Azzam—, tú no sabes cómo andan las cosas allá afuera, desde que Kirios quiso finalmente tomar el mando de nuestro continente. Se tuvo que luchar contra muchos traidores, por lo que la Guardia se ha puesto muy quisquillosa y debemos mantenernos atentos a cosas extrañas o sospechosas. No sabes nada, hermana, nada de nada. ¿Por qué crees que no has podido salir a trabajar con la caravana desde hace casi tres meses? Kamila no supo si cabía una respuesta, pero prefirió callar para no complicar más las cosas. —Explícame entonces —dijo luego, ofuscada. De inmediato y sin decir palabra, Azzan tomó a su hermana de un brazo y la llevó fuera de la habitación. —Nadim, vigila al desconocido mientras terminamos de hablar. El niño asintió en silencio y, al sentarse, mostró bajo su thobe blanco unos pantalones grises que le llegaban un poco más abajo de la rodilla. Said trató de que este le diera alguna pista de dónde se encontraban, pero Nadim ni se inmutó, sólo lo miró con los ojos a medio cerrar, como estudiándolo. Afuera de la vivienda, Azzam tomó de ambos brazos a su hermana. —Debemos partir con la caravana muy pronto —dijo. —Pero si me acabas de decir que eso es imposible —acotó Kamila. —Creo que como miembro de la Guardia puedo hacer que
las cosas cambien. Con el tal Said podemos lograr que pases sin problemas por el cruce. Yo voy a ir a Sorobia de una vez para dejar, al fin, esta pocilga. —¿Qué? ¿Acaso crees que él es un medio de pago? —Es nuestro pasaporte, hermana. Te guste o no iré a hablar con los viejos. Ellos estarán más que agradecidos por la idea. Y deberías pensar seriamente en ir conmigo. —¿Y el padre de Nadim? —preguntó Kamila. —Ese imbécil me tiene sin cuidado —respondió Azzam, entrando de nuevo en la vivienda. Una vez adentro los hermanos se mantuvieron en silencio. Kamila, antes de salir de la pieza con el niño, le dio un vaso con agua a Said. Vaso que Azzam le entregó previamente a Kamila. —Lo siento —dijo Kamila y, una vez que Said bebió el líquido, salió del lugar. De pronto el joven se tomó la cabeza con ambas manos, trató de levantarse, pero sólo logró caer de espaldas sobre el colchón en donde estaba sentado. Otra vez se iba derecho al mundo de los sueños. Antes lo había despertado Kamila, cuando soñaba con las eternas arenas del gran desierto, pero en esa oportunidad no hubo nadie que lo sacara de un sueño que estaba entre una simple pesadilla y los recuerdos fragmentados de alguien que ha perdido la memoria. En el sueño, Said se vio por segunda vez en aquel seco lugar, pero en esa oportunidad no había tentáculos que cayeran del cielo. A su costado se encontraba un hombre con alas, el que le hablaba sobre una joya muy importante enterrada en la arena, la que debía buscar y proteger, pues era lo más trascendental que jamás haría en toda su vida. En seguida, el joven se lanzó a la arena y corrió hasta que, de un momento a otro, se sintió sumergido en las aguas del mar. Nadó en ellas buscando el brillo de una gema desconocida y de enorme importancia, mientras que, sobre él, la figura de un dorado insecto volador parecía acecharlo.
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Los sueños se sucedieron de forma repetitiva hasta que al fin despertó. 2
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Estaba tendido sobre una colchoneta azul. A su alrededor, el lugar era una habitación oscura y sin ventanas, atestada de cajas. Todo parecía agitarse como si fueran dentro un silencioso tren en movimiento. Nadim apareció por una división hecha con trozos de tela multicolor. Calzaba unas sandalias negras cerradas y vestía su thobe. Encendió la luz desde un interruptor en la pared. —Veo que ha despertado —dijo sonriente—, avisaré a los otros, para que vengan a hablar con usted. Al cabo de unos minutos regresó Nadim, seguido de Azzam y Kamila. Tras ellos, dos cabezas asomaban por entre las telas: una llevaba una larga barba gris y la otra era la de una mujer mayor, con un cabello de similar apariencia. —Ellos son el señor Eneas y la señora Makka. Son los dueños de este y otros coches —dijo Kamila. —Hola —dijo Said, tomándose la cabeza y dándole una poco amigable mirada a Azzam—. Discúlpenme, no puedo pensar bien con este dolor. —No te preocupes, te pillamos desprevenido, pero tuvimos que actuar con rapidez —señaló Azzam con el rostro compungido. Su hermana lo miraba seria y de reojo. Azzam, de entre sus bolsillos, sacó una corta cadena plateada con una figura similar a una llave, la que brilló al contacto con la luz. —¿Reconoces esto? —preguntó. —Para nada —respondió Said. Aunque sintió que algo similar había percibido en sus sueños. —Estaba en la caja que traías en tu bolsillo —dijo Azzam. —Es una llave muy extraña —acotó Kamila, antes de que Said
pudiera decir algo, con un pequeño temblor en su voz—. ¿Recuerdas de dónde la sacaste? —No. Pero como están las cosas —dijo Said—, no me extrañaría que la verdadera respuesta fuese muy rara. —Este es un tipo de caja perteneciente a personas de mucho dinero y estatus, joven —interrumpió, con voz ronca y en una actitud muy seria, el viejo Eneas—. Pero por lo que veo usted no es rico ni tampoco tiene sangre real. ¿Está seguro de que es suya y no se la robó a alguien? —preguntó, para luego ponerse a toser. De inmediato su anciana esposa, Makka, le golpeó suave y rítmicamente la espalda hasta que el viejo dejó de carraspear. —Por favor, respóndanos con la verdad —pidió la mujer. —Lo que debemos hacer a continuación —dijo Azzam—es preparar el cruce por las Montañas de Sorobia. Ahí estará plagado de agentes de la Guardia que vigilan el paso a la Puerta y detendrán a cualquier caravana como la nuestra, con rumbo hacia la ciudad. —¿Caravana? —preguntó Said. —Así es —respondió la anciana—, en este momento te encuentras en la Caravana Itinerante de Entretención Total, la llamada: Cidet. Aquí tenemos animales amaestrados de segunda y tercera generación, grandes malabaristas y payasos. Es lo más grande en espectáculos que hay en Alto Oriente. El viejo Eneas y Nadim aplaudieron entusiastas, no así Kamila y su hermano, lo que extrañó a Said, quien además tuvo el presentimiento de que la situación le era familiar. También se sintió inquieto al saberse a merced de gente desconocida sin entender lo que sucedía. Sólo deseaba pronto una buena aclaración, la que Azzam, sospechosamente amigable, tuvo la gentileza de darle junto a Kamila en privado. Para comenzar, le explicaron que ambos eran integrantes de un espectáculo itinerante, o por lo menos Kamila, ya que Azzam había ingresado a las filas de la Guardia hacía varios meses. Los dos habían sido parte de la comitiva de artes dramáticas y acrobacia,
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junto con Nadim, quien actuaba de payaso, como su padre, el hijo de Eneas y Makka. La caravana en la que se desplazaban estaba compuesta por cuatro carros: dos eran tirados por mulas de tercera generación y los otros dos (incluyendo en el cual se encontraban) tenían un funcionamiento mecánico y un potente motor a gas; tecnología traída y desarrollada por los mismísimos fundadores de Alto Oriente. Según le dijo Azzam, la ruta, que estaba detenida desde que comenzó la toma del poder por su líder, por lo general se tomaba dos veces al año y era siempre la misma. Primero, al salir de Nueva Bagdad, la caravana se dirigía hacia Sorobia, donde estaría dos días para luego ir hacia el norte, a O’Tranca, la ciudad puerto, por una semana, pasando antes por las ciudades de Al-Diri y Edom, donde estarían un día en cada una. En O’Tranca se tomaría una embarcación para ir a la Isla de Saad. Ahí la caravana se detendría por dos días para luego volver nuevamente a O’Tranca, donde se encaminaría hacia el oeste, a la ciudad-mercado de Rabat. Desde allí comenzarían el retorno a Nueva Bagdad para terminar la gira con un gran espectáculo en el mercado. El problema, explicó Azzam, se producía hacía tres meses, cuando el hombre de palacio a cargo del arte y la cultura fue reemplazado por el nuevo gobierno. Todos los espectáculos de carácter popular quedaron prohibidos, salvo por el pago anticipado de una cantidad de cincuenta a cien valores (moneda oficial de Alto Oriente), lo que dependía de la cantidad de vehículos de la caravana y que daba derecho a tener un permiso provisorio, el que funcionaba bajo ciertas condiciones establecidas por el oficial encargado de turno. Said se quedó en silencio un buen rato. Trató de comprender lo que había escuchado de la boca de Azzam, pero nada sucedió. Eran nombres vacíos y sin sentido. Su memoria había desaparecido y eso le estaba causando mucho miedo. Recordaba cosas generales como hablar, nombrar ciertas cosas y conocer su uso, pero nada más.
Debía seguir a esa gente y no hacerse notar tan frágil o temeroso. Necesitaba recordar pronto. Para eso lo mejor era seguir aparentando tranquilidad y preguntar cada vez que tuviera dudas. —¿Y cómo vamos a pasar al cruce? —quiso saber—. ¿No se supone que está prohibido? —Así es —respondió Kamila—. Pero Azzam nos dijo que había llegado a un acuerdo con el oficial de turno, quien aceptará el pago con las ganancias que hagamos durante la gira. —¿Tan fácil? —preguntó Said, extrañado. —Eso es un asunto muy personal entre el oficial a cargo y yo —interrumpió apresurado, Azzam—, pues fuimos compañeros en la escuela. Además él conoce muy bien a la Cidet desde pequeño. Por eso obtuve el permiso, como quien dice a medio de préstamo. Kamila le dio una mirada rápida y de desconcierto. Said fingió no darse cuenta, no dijo nada, pero algo en su interior le decía que él mismo podría ser la causa de aquel rápido permiso. Hubo un incómodo silencio que acabó con la voz de Azzam. —De verdad, lo siento mucho —dijo este—, pero con mi hermana estimamos necesario que durmieras un poco antes de poder hablar. Eres libre de salir a las terrazas del vehículo y andar un rato. Toma, te traje unas sandalias para que las uses. —Espero que te gusten —dijo muy sonriente Kamila, pero con un notorio dejo de tristeza en sus ojos. Said intuyó que había algo muy extraño, más aún, en la actitud discordante de ambos, sobre todo en Azzam. Luego se percató de un movimiento en las cortinas; ahí estaban los dos ancianos mirando la escena y luego, sin emitir palabra alguna, se retiraron. Cuánto deseaba que en algún mágico momento la memoria llegara, para volver al lugar que realmente pertenecía. 21