"El silencio de Asterión" de Amanda Insunza

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El silencio de Asterión © 2022, Amanda Insunza Hielscher © 2022, Tríada Ediciones © 2022, Ediciones Calambur Ideas San Antonio #19, of. 702 Santiago, Santiago de Chile www.triadaediciones.net

Colección Fantasía

Impreso en Chile Primera edición, septiembre de 2022 ISBN: 978-956-9362-37-8 Registro de Propiedad Intelectual: 2020-A-4032 (Registrado previamente como Crónicas de Héliantus. El recuerdo de Lyn)

Diseño de portada y diagramación interior: Tríada Ediciones

Ilustración de portada e interiores: Claudio Muñoz Fuentes

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Desde el momento en que me condenaron, el confesor ha insistido y amenazado hasta que casi me ha convencido de que soy el monstruo que dicen que soy.

La oscuridad era absoluta. No podía distinguir ni siquiera sus propias manos frente a él. El sonido arrastrado de sus pasos reverberaba en las paredes de piedra. Su respiración era irregular. ¿Estaría herido? Sentía un sabor metálico en la boca. Tuvo una arcada. Algo tibio resbalaba por su barbilla y sus manos. Lo olisqueó. Arrugó la nariz. ¿Sangre? ¿De dónde venía? Avanzó a ciegas, en busca de alguna pa red que le permitiera orientarse, pero todo estaba demasiado oscuro y vacío. Había una tibieza extraña en el aire. Agua. En algún lugar había agua. Sí, debía beber. Eso lo ayudaría a aclarar su mente. Sentía como si una espesa bruma nublara sus pensamientos, haciéndolos lentos y frágiles. Cualquier estímulo lo hacía olvidar lo que había estado intentando ordenar en su mente.

Le costó equilibrarse y caminar. Erguirse era difícil. Su cuerpo no estaba acostumbrado. Dio unos cuantos pasos. Entonces lo escuchó. Un gemido. ¿Significaba que no estaba solo? Giró sobre sí mismo, en busca de la fuente del ruido. Venía de la derecha. Gemidos contenidos en una respiración entrecortada. Era una persona. ¿Qué le sucedía? Se acercó lo más que pudo, pero a medida que se aproximaba, los

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gemidos se transformaban en gritos desgarradores. Estiró el brazo para apaciguarla, pero apenas rozó su piel, el cuerpo saltó y se alejó de él arrastrándose.

Intentó hablar, decirle que no tuviera miedo. En vez de palabras, de su boca salió una sarta de sonidos incoherentes. Se afirmó la cabeza. Pensar era tan difícil. Tenía que hacer un enorme esfuerzo. El olor a sangre era más fuerte allí donde estaba. ¿Sería la persona quien emanaba ese hedor? Pobre. Debía ayudarla. Probó formular palabra y avanzó con los brazos extendidos para dar con el descono cido. Esta vez logró sujetarlo por los hombros, a lo que este volvió a gritar. ¿Estaba pidiendo auxilio? Quería decirle que se tranquilizara, que lo ayudaría. Sin embargo, no pudo. Percibió el olor del miedo en la piel de la persona. ¿Le temía a él? Jadeó. ¿Por qué le temía si solo quería ayudar? Cuando ese pensamiento logró tomar forma en su mente, algo se removió dolorosamente en su pecho.

La persona desconocida se retorcía entre sus manos, intentando soltarse. La dejó ir. No quería asustarla más. Notó que su mano había quedado cubierta del líquido rojo y pegajoso. Acercó la nariz. Temió. ¿Qué le sucedía? La bruma parecía densificarse por momentos. Sus pensamientos se hacían cada vez más difíciles de mantener en su mente. No recordaba las palabras. ¿Quién era? ¿Qué era? Se iba. Poco a poco cualquier consciencia escapaba de él. Sintió angustia. No quería irse. Quería quedarse, volver. Se aferró con toda su energía al último rayo de raciocinio que le quedaba. Dolía. ¿Por qué dolía? Y de pronto ya no supo más. Su cuerpo se movió como un resorte. Un alarido resonó en sus oídos. El olor del miedo solo aceleró su pulso y dilató sus pupilas. No había vuelta atrás.

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Capítulo

Lyn apuró el paso, tirando de sus hermanas tras de sí. Sus risas con tenidas reverberaban en los pasillos húmedos de aquella parte del castillo. La única fuente de luz provenía de las antorchas que llevaban en sus manos, cuyas llamas trepidantes iluminaban a duras penas los arcaicos pasajes que recorrían. Estaban en una zona prohibida del burgo que llamaban su hogar, en los subterráneos corredores que conectaban las mazmorras con una larga habitación que contenía las pertenencias de los antiguos nobles que habían vivido y muerto ahí.

Las muchachas se estremecieron cuando sus rápidos pasos las llevaron junto a las mazmorras. En aquel momento estaban vacías, pero a ninguna se le escapaba que no hace demasiado había habido presos que gemían y se quejaban en su doloroso encierro. Esa zona desprendía un hedor a desechos humanos y sangre.

—No sé si esto sea buena idea —dijo Elaine con voz temblorosa, al tiempo que se cubría la boca con la mano que le quedaba libre.

—No seas cobarde —la reprendió Enid, la más atrevida de las tres. Solía aparecer siempre como la más valiente y extrovertida, aunque en su interior escondía una inseguridad densa y oscura, que por las

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Las mazmorras les daban la sensación a las muchachas de un labe rinto interminable, tortuoso y oscuro. Cuanto más avanzaban, más se preguntaban si serían capaces de regresar. Ya no reían. ¿Qué pasaría si no podían volver? Además, tenían poco tiempo. La comitiva del rey llegaría pronto y las jóvenes debían estar listas para la recepción. Estaban por cuestionarse si abandonar su empresa, cuando tras torcer una esquina se hallaron de frente con una enorme y pesada puerta de madera de roble. La superficie tenía intrincados diseños tallados que intimidaron a las hermanas.

—¿Lo hacemos? —preguntó Enid con una sonrisa de nerviosismo.

Lynette y Elaine asintieron con la cabeza. Acto seguido, su hermana empujó la puerta con todas sus fuerzas. Se abrió con un chirrido. Las chicas se miraron. ¿Podría alguien haberlo escuchado? Entraron con recelo a la enorme cámara. Había objetos, cuadros y baratijas a diestra y siniestra. La habitación, que de por sí era muy grande y alargada, parecía abarrotada sin orden aparente, como si aquellos que la llenaron simplemente hubiesen lanzado todo en su interior.

—Leonor tenía razón. Acá sí que hay secretos —comentó Lyn, observando con interés una pila de pergaminos que otrora habían pertenecido a algún vasallo.

Las tres hermanas se separaron en la enorme sala y rebuscaron cada una en un sector. Estaban en busca de algo interesante, que alimentara sus imaginaciones y las ayudara a pasar el tiempo cuando

14 noches la atenazaba. Sabía que su padre, el conde, había deseado siempre un hijo varón que pudiera heredar sus títulos y tierras. En vez de eso, no obstante, del vientre de su mujer solo habían nacido dos niñas antes de que la muerte se la llevara: ella y su hermana Elaine. Para empeorar aún más la situación, de su concubina también había nacido una mujer, Lynette. Entonces, el conde había decidido dejar de intentarlo y procurar encontrar un buen esposo para sus hijas.

las tardes de verano fueran solo una memoria. Estuvieron un buen rato examinando tapices, hojeando libros, sacudiendo bordados y leyendo cartas. Elaine y Lynette estaban muy concentradas, cuando una exclamación de Enid las sobresaltó.

—¡Vengan! Tienen que ver esto —dijo, con la voz ahogada.

Sus hermanas llegaron junto a ella y se situaron a su espalda, tomándola cada una de un brazo. Enid tenía al frente un enorme tapiz, extendido por completo sobre el suelo de piedra. En él se veía el huevo cósmico con los dos dioses que ellas tan bien conocían. Bajo ellos, el tapiz retrataba una criatura demoníaca y una angelical, que juntaban sus lanzas respectivas sobre la cabeza de un bebé coronado. El pequeño yacía entre las patas de una dragona que lo alimentaba al mismo tiempo.

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Las chicas, en la medida en que observaban absortas la imagen, eran invadidas progresivamente por una sensación de vértigo. Lyn se frotó las sienes. Le recordaba algo y lo tenía en la punta de la lengua, pero no lograba decir qué.

—Ese de ahí debe ser la bestia —comentó Elaine, apuntando a la criatura demoníaca que enarbolaba su lanza sobre el bebé. Los ojos le brillaban rojos y una lengua bífida asomaba entre sus labios.

—¿La del día del Retiro? —susurró Lynette, mordiéndose el labio inferior.

—Esto debe ser un símbolo. Quizá solo un ser angelical puede destruir a la bestia y recobrar la paz para el reino. ¡El bebé debe simbolizar el reino de Héliantus! —exclamó Enid, entusiasmada.

—¿Crees que destruir a la bestia solucionaría las guerras que nos amenazan? Los reinos vecinos tienen otras motivaciones para atacarnos —terció Lyn.

—No sé.

—Al menos no viviríamos con temor —dijo Elaine.

—Tenemos que contarle esto a nuestro padre —decidió Enid.

—¿Estás loca? ¿Y decirle que vinimos aquí? —repuso Lynette.

—No tenemos que decirle que lo vimos aquí.

—Tal vez podrían intentar buscar a un caballero bendecido por los dioses que pudiera matar a la bestia —agregó Elaine—. ¡Así estaríamos salvadas!

—No nos van a elegir a nosotras, no seas pájaro de mal agüero.

—Tendremos que esperar a la próxima semana para compro barlo. —Mientras pronunciaba esas palabras, Lynette se le apretó el estómago.

—Debemos volver. El rey podría llegar en cualquier momento —dijo Enid, resuelta.

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Enrollaron el tejido, lo dejaron donde estaba y emprendieron el camino de regreso. Se demoraron más de lo que les había tomado llegar hasta allí. Las tres seguían nerviosas y además no podían quitarse la sensación de mareo que les había producido la visión del tapiz. Cuando al fin arribaron a la primera planta, notaron que la luz del sol ya no entraba por las ventanas del este. ¡Debía ser mediodía! Alarmadas, echaron a correr en dirección al salón principal. Allí encontraron a su padre, de brazos cruzados. El conde tenía el cuello enrojecido. Se veía muy enojado.

—Recibimos al rey Drogomir hace una hora y ustedes no estaban acá. Fue una vergüenza —dijo en un tono muy serio.

—¡Padre, discúlpanos! —jadeó Lynette, inclinándose. El cabello color miel, ahora despeinado, le cayó sobre el rostro.

—¡Ni siquiera tienen la decencia de estar limpias! Sus vestidos están sucios. ¿Dónde estaban?

—Por favor, antes de que digas nada, ¡escúchanos! —rogó Enid, sacudiéndose la ropa e intentando quitarse el polvo del rostro color canela—. Vimos un tapiz. ¡Creemos que tenemos la solución para la bestia!

—Un caballero angelical debe derrotarla, para traer de regreso la paz al reino —continuó Elaine.

—¡Debes informar al rey!

—Quizá podamos evitar el día del Retiro…

—Pero ¿qué me están diciendo? —El conde no parecía muy con tento, menos cuando notó que el rey estaba en la puerta del salón, escuchando su conversación. Se inclinó, avergonzado—. Mi señor, disculpe el comportamiento errático de mis hijas. Aún son jóvenes.

El rey Drogomir, un hombre alto, de mandíbula cuadrada, cabello grisáceo y ojos gélidos, sonrió. Sonrió con la boca, sí, pero sus ojos permanecieron serios.

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—Entiendo que estén nerviosas por el día del Retiro, pero la bestia no se puede vencer. Si fuese así, ya estaría muerta. En su momento, envié a mis mejores caballeros a enfrentarla y todos fracasaron —dijo con voz sedosa.

Las tres jóvenes hicieron una reverencia.

—Mi señor —entonaron al unísono—, discúlpenos.

—Sí, deben ser los nervios. —El conde Kay tenía los puños apre tados—. Ahora, vayan a sus aposentos y prepárense para la comida. Están impresentables.

Las hermanas asintieron en silencio, hicieron una nueva reverencia al rey y se retiraron del salón. Se miraron, avergonzadas.

—Quizá nos precipitamos —susurró Lyn.

—No le creo al rey —repuso Enid.

—Shhhhh. —Elaine la miró con los ojos muy abiertos—. ¿Quieres que te corten la cabeza?

—Algo esconde, estoy segura —dijo Enid en voz baja, mientras caminaba con paso decidido—. Ese hombre me da mala espina.

—Sea como sea, es tu rey y le debes respeto. Nuestro padre es su vasallo —respondió Lynette. Estaba muy avergonzada. Hubiese deseado dar una buena impresión, sobre todo teniendo en cuenta que era la hija bastarda del conde. Miró a sus hermanas. Tanto Elaine como Enid, mellizas, tenían los cabellos castaños sucios y despei nados. No podía imaginar cómo debía verse ella, que no gozaba de una apariencia tan grácil como la de sus hermanas. Suspiró. Habían empezado con el pie izquierdo.

En las puertas de su habitación las esperaba la dama Leonor, con el rostro crispado de la indignación.

—No digan nada. Solo báñense —dijo.

—Sí, mi señora —murmuró Lynette.

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Sus hermanas la siguieron en silencio. Tal vez sí habían cometido un error. La semana del Retiro no tardó en llegar. Los días siguientes, arribaron todos los grandes señores del reino de Héliantus para presentar a sus hijos para el gran evento y se comenzaron los preparativos para recibir a los habitantes de los pueblos y aldeas cercanas que acudirían como público. El conde Kay parecía constantemente nervioso, no solo por la llegada de invitados a su castillo, sino porque sus propias hijas participarían. El festín que se ofreció a la llegada de los nobles fue suntuoso y delicioso. Lyn, desde su asiento alejado de sus herma nas, observaba con atención. Dado que se sentaban todos por rango, Enid se encontraba cerca del rey y le miraba irritada. El monarca, de postura rígida y actitud calculadora, observaba a los presentes con dignidad. La reina, a su lado, comía en silencio y su aspecto daba la sensación de ausencia. Una mujer bella, de larguísimos cabellos oscuros, poseía los ojos más perdidos que Lyn había visto en su vida. Se murmuraba que el rey tenía un hijo. Nunca nadie lo había visto y esta vez tampoco lo había traído consigo, aunque los rumores indi caban que se encontraba en edad de participar en el día del Retiro.

—¿Habrá traído a sus concubinas? —preguntó Gared en un su surro, un joven caballero de ojos de cervatillo y porte desgarbado. Cada cierto rato sacudía la cabeza para quitarse los cabellos castaños del rostro. Los caballeros a su lado rieron.

Lynette lo miró con las cejas enarcadas. Ella y sus hermanas solían compartir bastante con Gared. Era hijo de uno de los mejores vasa llos de su padre, aunque no de muy alto rango, y vivía en el castillo con ellas, pues estaba siendo entrenado ahí. Su padre aspiraba a que desposara a Lyn, aspecto que solía enrarecer la relación entre ambos.

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Enid y Elaine le aseguraban a Lynette que Gared gustaba de ella, aunque eso a la chica no le agradaba demasiado. Pensar en casarse e irse a vivir lejos de sus hermanas se le hacía un panorama muy triste. Aunque no siempre fue así. En el pasado, Lyn no se sentía cómoda ni unida a sus hermanas. Incluso deseó huir muchas veces del castillo que en el presente llamaba hogar. Como el conde Kay sobreprotegía a Lynette, Enid y Elaine habían crecido resintiéndola y en conse cuencia tratándola con la crueldad propia de una envidia infantil. A pesar del cuidado que el conde le entregaba, Lyn no comprendía por qué se le daba un trato distinto en el castillo, siempre sentada en un rincón alejado de sus hermanas y su padre. Aquella situación le había causado mucho dolor y malestar en su edad más tierna, dejando una marca de acero en su corazón.

Sin embargo, con el paso de los años Enid y Elaine se volvie ron conscientes de la diferencia de rango entre ellas y su hermana bastarda, y de la especial relación que Kay había mantenido con la desaparecida madre de Lyn. Al comprender las aprensiones de su padre, la distancia abismal que solía separar a las hermanas se redujo. Además, a los doce, la dama Leonor había tomado el rol de educadora principal de las doncellas, por lo que las tres compartían todo el día juntas. Así, en su preadolescencia, la relación entre las hermanas se afiató y Lynette descubrió en las mellizas un hogar.

—No te lo tomes mal —le dijo Gared, tomándole la mano. Se sabía que Lyn era hija de una concubina del conde Kay, aunque nadie tenía certezas de qué había sido de ella.

—El rey me da miedo —comentó Lyn, cambiando de tema.

—Parece un hombre severo.

—Parece diabólico.

—No más que la bestia —repuso él.

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—¿Cómo se sienten para el Retiro? —preguntó un caballero sen tado un poco más allá—. Cuando yo tenía su edad, hace unos diez años, recién había comenzado. Tuve miedo, pero nada me sucedió. Así que estén tranquilos.

—Esperemos que los dioses sean sabios —dijo Lyn casi para sí misma.

—Los dioses no salvaron a todos los que murieron antes que nosotros —repuso Gared, asustado.

—Todavía habrá un par de justas en honor al rey, quién sabe si te caes del caballo y mueres antes siquiera de que puedan decir tu nombre en el Retiro —comentó otro caballero, bebiendo de buen humor su hidromiel.

Gared miró su plato. El jabalí ya no se veía tan apetitoso.

Al día siguiente, comenzaron las justas en honor al rey. Caba lleros de todas partes del reino se enfrentaron para demostrar sus habilidades con la lanza. Las doncellas observaban desde un palco especial y entregaban prendas a los caballeros para que luchasen por ellas. Elaine parecía estar disfrutándolo más que ninguna.

—¡Ese de ahí! ¿Lo ven? El de rulos color miel. Quiero darle mi prenda.

—Ese es sir Dan el Melancólico —comentó una joven sentada cerca de ellas. Era la hija del conde David, cuyo castillo se encontra ba al pie de las Montañas de Ada—. Es reconocido por su especial maestría con la lanza.

—Me gustaría entregarle mi prenda —suspiró Elaine, mientras, sir Dan y su contrincante se posicionaban en ambos extremos del palenque.

—Ya tiene la mía —sonrió su interlocutora y sus ojos oscuros brillaron con burla.

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—Qué estupidez. —Enid se pellizcó los párpados. Mientras pa saban las horas y el Retiro se acercaba, su mal humor crecía. Además, no toleraba la visión del rey, en el palco principal. Sentía que había algo en el fondo de su mente que se le estaba pasando por alto, algo importante con respecto a lo que sucedía, al rey…

—Elaine, busca otro. —Lyn miró con cierto recelo a la hija del conde David. No le gustaba su actitud.

—¿Qué tal ese de allá? El de piel de ébano —continuó Elaine, al tiempo que ambos caballeros galopaban hacia su contrincante y blandían sus lanzas.

—Ese es el pariente del duque Carlos, viene de tierras lejanas, más allá del océano —respondió la chica que se hallaba junto a Enid. Tenía ojos amables, así que las hermanas juzgaron que era digna de conversación.

—Dicen que la cárcel de la bestia se encuentra cerca de las tierras del duque Carlos, ¿es cierto? —dijo Lyn, intrigada, pero su conver sación se vio momentáneamente interrumpida por los vítores del público ante el triunfo de sir Dan. La hija del conde David sonrió, orgullosa de la victoria de su caballero. Le dirigió a Elaine un gesto de superioridad, pero la chica la ignoró.

—Mi padre me comentó que está ubicada donde el Bosque de Melia y las Montañas de Ada convergen —respondió la joven de talante amable, retomando el tema.

—Qué miedo vivir allí. —Elaine tragó saliva.

—Hay que temerles más a los hombres que a las bestias —ter ció Enid, con la mirada clavada en el rey—. Además, el castillo del duque Carlos es precioso y son privilegiados de encontrarse junto al Lago de la Piedad.

—Nosotros tenemos el mar —repuso Lyn—. No lo mires en menos.

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—Casi no podemos nadar en él, es muy peligroso. Distinto es el Lago de la Piedad.

—Nuestro desfiladero no tiene igual.

—No compares cosas tontas, Lynette.

—¿Gared va a justar? —Elaine soltó una risita—. Mira, Lyn, tu futuro esposo.

—Oh no. —Lyn suspiró—. Posiblemente pierda.

Vieron a Gared prepararse para justar con el rostro descompuesto. No estaba de humor para defender su honor, pero no tenía otra op ción. Le hizo una seña a Lynette antes de bajarse la visera de su casco.

—No es feo —comentó la hija del conde David.

—Es el prometido de mi hermana —dijo al instante Elaine.

Lynette sacudió la cabeza. Esa conversación se estaba yendo por el camino equivocado. Además, deseaba distraer a su desagradable interlocutora del inminente fracaso de su amigo.

—Dime, ¿cómo te llamas? —le preguntó.

—Elisa.

—Dime, Elisa, ¿qué piensas del día del Retiro?

La aludida se encogió de hombros.

—Dudo que me toque. Fui bendecida al nacer. Dicen que ese día un hada me juró su protección.

—Uno nunca sabe qué le tienen preparado los dioses.

Enid la miró de reojo.

—Todos se creen bendecidos, nadie lo está realmente.

—Tu hermana cree saberlo todo —le dijo Elisa a Lynette, igno rando a Enid—. De todas formas, no parecen hermanas. Ah, déjame adivinar. ¡Hija de la concubina!

—Qué sutil —le dijo Elaine, observándola con desagrado—. Es una lástima que nos sentaran tan cerca de ti en el palco.

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—Gared ganó —murmuró Enid, al tiempo que su palco irrumpía en vítores—. Muy bien, podemos salir de aquí.

Acto seguido, se puso de pie y se llevó a sus hermanas consigo. La dama Leonor les había pedido que no se retirasen de aquel modo, pero a Enid no le importó. Estaba demasiado nerviosa como para sentarse quieta muchas horas más. Antes de irse, Lynette bajó rá pidamente a abrazar a Gared. Como mínimo debía felicitarlo. Le besó la mejilla fugazmente, como un aleteo de mariposa, y corrió para alcanzar a sus hermanas afuera de la empalizada que demarcaba la zona de justas.

—¿Qué pretendes, Enid? El castillo está desierto. —Elaine parecía confundida—. ¿No te parece mejor volver y ver las justas?

—No nos quedaremos con Elisa —replicó Lyn. El comentario de la doncella, aunque era verdad, la había herido.

—Vamos a investigar —susurró Enid—. Vamos a ver qué tanto esconde el rey en su baúl. ¿Saben? Creo que hay algo… Hay algo con respecto a la bestia y el día del Retiro. Algo que no logro recordar, pero sé que está ahí.

—¿Algo?

—Nos esconden algo —sentenció Enid—. Estoy segura. Así que vamos.

Los aposentos del rey se encontraban vigilados por un guardia, tal como habían esperado. Enid se le acercó con determinación.

—Disculpe, honorable hombre. El conde Kay nos envía a corro borar si las sirvientas han hecho un buen trabajo en los aposentos del rey.

El guardia la miró vacilante.

—Las criadas son nuevas y el conde no quiere arriesgarse a que haya algún error en el protocolo de orden.

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—¿No sería esa la tarea de la mujer del conde? —preguntó el hombre, manteniéndose firme.

—Oh, señor, nuestra madre falleció años atrás. Bueno, si tanto le complica obedecer, tendremos que ir en busca de nuestro padre.

—No creo muy honorable de su parte andar husmeando por ahí —dijo una voz femenina a sus espaldas.

Las hermanas se giraron. Frente a ellas estaba la reina, erguida en todo su porte. Se miraron, nerviosas.

—Queríamos compensar nuestra falta del primer día —se apre suró a decir Enid, atropellando las palabras.

—Esta no es la manera —repuso la reina, con voz suave—. Vengan conmigo, demos un paseo.

Enid, Elaine y Lyn hicieron una reverencia y siguieron a la mo narca.

—Veo que no disfrutan mucho de las justas —comentó, con la mirada perdida en el horizonte—. Yo tampoco, a decir verdad.

—¿Cree que algún día la bestia será derrotada? —preguntó Elaine, intentando cambiar de tema.

—¿Derrotada? —la reina sonrió con expresión enigmática—. Lo dudo. Además, doncellas, el pueblo ama a la bestia.

Enid la miró directamente a los ojos, inquisitiva.

—¿Cómo?

—Disfrutan que cada año un noble sea sacrificado —respondió la reina. Su rostro era tan poco expresivo que inspiraba temor.

—Claro…

—Justicia —dijo la reina—. No están muy felices. ¿Qué podemos hacer? Darles una sensación de justicia.

Enid se mordisqueó el labio inferior. “Una justicia falsa”, pensó, “no soluciona las hambrunas”.

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—¿No es posible entregarles esa justicia a través de algo más? –titubeó Lyn. No se atrevía a seguir hablando.

—¿Cómo qué? —La reina la miró por primera vez a los ojos. Lynette tuvo la sensación de que estaban vacíos. La leve sonrisa en los labios rosados de la monarca era inquietante.

—¿Impuestos? —respondió Lyn con la voz aguda y nerviosa.

—No podemos reducirlos. Las arcas reales deben estar llenas para prepararnos para la guerra. Se avecina. Los reinos colindantes están prontos a declarárnosla.

—¿Y por qué? —Elaine se mordía las uñas.

—Esos no son temas de doncellas —sonrió la reina. Habían llegado al final del jardín, junto a la pileta. La monarca tomó agua entre sus manos y la dejó caer poco a poco—. Mejor preocúpense de hallar marido, si no quieren que su padre pierda sus tierras.

Elaine, Enid y Lyn se miraron, incómodas. Con todo, era la verdad.

El temido día del Retiro llegó y, junto con él, un viento gélido que anunciaba la cercanía del otoño. Aquella mañana, todas las doncellas y muchachos en edad de casarse fueron escoltados hacia una explanada preparada para la ocasión, con una tarima para el rey y el sacerdote, palcos para los nobles y espacio para que el público plebeyo se ubi cara como pudiese. Los habitantes de los pueblos y aldeas cercanas siempre asistían a la ceremonia con gran entusiasmo, trayendo consigo suficiente alcohol para celebrar un año más de la bestia apaciguada y la muerte segura de un noble. En consecuencia, había bastante alboroto en el ambiente, tanto entre los nobles preocupados por sus hijos como entre los pueblerinos exaltados. Los posibles elegidos, en cambio, guardaban un silencio sepulcral. Todos tenían los rostros contraídos y las manos sudorosas, temblando ligeramente. Enid,

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Elaine, Lyn y Gared estaban tomados de las manos. El nerviosismo les atenazaba las extremidades.

—No hay de qué preocuparse —susurró Enid, intentando sonar segura—. Vamos a hacer público aquello del tapiz y partirán hordas y hordas de caballeros a matar a la bestia.

La cercanía del día del Retiro había revivido el interés de las her manas por el tapiz descubierto días antes y habían decidido poner al día a Gared sobre sus teorías. Los días siguientes los dedicaron a elucubrar. Si bien la idea de eliminar a la bestia para conseguir la paz sonaba igual de descabellada que otras conjeturas, era la que más agradaba a los jóvenes, pues aliviaba su temor.

—Aun así —Elaine miró a su alrededor—, ¿crees que exista una persona que pueda matar a la bestia?

—No lo sé, pero si es necesario, la asesinaré yo misma. —Enid elevó la barbilla, aparentando decisión, aunque escondía el horror que la embargaba.

La ceremonia comenzó como todos los años, con el sacerdote encendiendo un fuego sobre una intrincada estructura de oro. El hombre iba vestido con una larga túnica color leche, que le daba a su rostro anciano una apariencia aún más pálida. Su cabeza estaba cubierta de una tela vaporosa, que enmarcaba su cara serena de ojos oscuros. Le arrojó distintos polvos a las llamas, que brillaban y cam biaban de forma una y otra vez, lanzando chispas de colores en todas direcciones, hasta que comenzó el trance. Miró al cielo, levantó los brazos y puso los ojos en blanco, entonando un cántico que todos debían seguir. Gared apretó fuerte la mano de Lyn cuando empezaron a balancearse de un lado a otro para seguir el ritmo. Se miraron con ansiedad. Pronto ese momento solo sería un mal recuerdo.

Los cánticos continuaron un buen rato, hasta que el sacerdote abrió las manos por sobre su cabeza y lanzó un largo aullido agónico,

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mientras su rostro se contraía en un gesto de dolor. Se arrodilló y juntó las manos, balanceándose de adelante atrás, hasta que finalmente se quedó quieto, mirando al suelo, y dejó caer gruesas lágrimas. Todos callaron y se extendió un silencio pesado y nervioso. Incluso el pú blico plebeyo calmó su alboroto, expectante. Lynette pensó que iba a vomitar. Después de lo que parecieron siglos para los jóvenes, los que se miraban unos a otros con urgencia, el sacerdote se puso de pie y le susurró al oído al rey. Este se incorporó y tomó su báculo. Estaba serio, pero sus ojos delataban cierto grado de diversión.

—Los dioses han hablado —anunció con voz clara y grave. El público noble reaccionó con vítores secretamente asustados. Todos temían por sus hijos. Los pueblerinos aullaron de emoción—. Un año más la sed de sangre de la bestia se verá apaciguada. —Hizo una pausa y adoptó un talante solemne—. No debemos olvidar que hace diez años la bestia asoló ciudades y aldeas, derramando sangre y sembrando el terror. Fueron tiempos oscuros, de muchas muertes, grandes horrores y poca esperanza. Por gracia divina y mi propia valentía pude detenerla y reducirla a su encierro actual. Pero, mis amados súbditos, no podemos confiarnos en que las simples murallas lo mantendrán calmo. Sus ansias de sangre y de carne humana deben ser saciadas o su frenesí asesino le permitirá escapar.

El rey calló y dejó que los presentes intercambiaran exclamacio nes de horror y recordaran el temor que anidaba en sus corazones. Cuando los presentes se hubieron calmado, continuó:

—La persona que nombraré en breve tomará sus pertenencias y partirá al amanecer en el carromato que tenemos preparado fuera de los establos. Nuestros hombres lo llevarán a su destino, junto a la bestia. ¡Su sacrificio será nuestra salvación! —El público, sobre todo plebeyo, estalló en aplausos y gritos de júbilo—. Por siempre será

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recordado como un héroe y en palacio le prepararemos una placa, para que lo visiten anualmente en agradecimiento.

—Dicen que esa pared en la ciudad real, donde se encuentran las placas, solo recibe lágrimas —susurró Gared, conteniendo el aliento—. No quiero terminar ahí.

—No teman, jóvenes —prosiguió el monarca—. Solo les espera paz y un lugar privilegiado junto a los dioses. Las almas de aquellos que se sacrifican por los suyos y entregan su cuerpo reciben el agra decimiento eterno.

—Imbécil —masculló Enid, apretando los puños—. Cómo espera que le creamos.

—Bueno, padres y madres presentes, si uno de sus hijos es ele gido será recompensado, a su vez, con mi especial afecto y un lugar privilegiado en la corte. Además, tierras extensas y fértiles.

Se escucharon algunos abucheos contenidos entre los pueblerinos, pero nadie se atrevió a levantar la voz.

—Que hable rápido —dijo algún joven entre la multitud. Todos murmuraban—. Es poco honorable que nos haga pasar por esto.

El rey sonrió un momento, torvo, y miró a los presentes, levan tando su báculo.

—Entonces, los dioses han elegido este año a…

El tiempo se detuvo. Los jóvenes se miraron con urgencia. Los estómagos se contrajeron.

—… a Lynette, hija del conde Kay. —El rey finalizó su anuncio con una reverencia y una gran sonrisa. Los nobles suspiraron, alivia dos, y los plebeyos explotaron en una cacofonía de gritos, aullidos y risas.

Lyn sintió como si la sangre de su cuerpo se congelara. Un miedo atroz le inmovilizó las extremidades y solo pudo pensar en huir. Huir de allí, lejos, muy lejos. Tal vez a las islas del norte. No estaba lista

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—¡Lyn! —la voz de Gared la sacó de su ensimismamiento. Él y sus hermanas la abrazaban, en medio del ruido ensordecedor de la celebración—. No, Lynette, no dejaremos que nada te pase.

—Vamos a solucionar esto —decía una y otra vez Enid, con real aplomo en su voz.

Pero Lynette no escuchaba. Temblaba como una hoja y la idea de la muerte se había introducido como un veneno en su mente. El grupo se estaba dispersando, todos volvían con los suyos para prepararse para la cena en el castillo. Su vida seguía, habían superado el horrible momento y nunca más lo vivirían. Los envidiaba, los envi diaba tanto. Y, al mismo tiempo, los pueblerinos se preparaban para una noche de festejos, lujuria y alcohol. Aquella perspectiva lastimó más el corazón herido de Lyn. ¿Cómo podían estar tan felices por su inminente muerte?

El conde Kay apareció entre la multitud y tomó a su hija entre sus brazos. Lloraba descontroladamente.

—Mi hija, mi hija...

Lyn sintió una fuerte punzada en el pecho y comenzó a sollozar a su vez. Era un llanto histérico.

—Vamos a solucionar esto —seguía diciendo Enid, entre lágri mas—. Yo voy a solucionarlo.

Lyn negó con la cabeza.

—Los dioses hablaron…

—Yo no creo en los dioses de ese farsante —masculló Enid, enfu recida. Su pecho estaba rojo por la rabia—. Esto es por lo del tapiz, estoy segura.

El conde Kay solo lloraba.

30 para morir, no tan joven, no tan… feliz. Ahora se daba cuenta, era inmensamente feliz. Sus hermanas la amaban, su padre también. Cada día había sido un regalo que no había logrado apreciar.

—No puede ser, no puede ser —decía Gared, apretando la mano de Lyn, quizá con demasiada fuerza.

Pasó un largo rato así, hasta que los ánimos de todos parecieron calmarse un poco. El conde seguía sin hablar.

—Vamos… vamos al castillo. Quiero ir a mis aposentos —logró articular Lynette.

Caminaron en silencio entre la multitud y Lyn tuvo que hacer oídos sordos a las felicitaciones que recibía por haber sido elegida y llevar sobre sus hombros el destino del reino. Cuando las puertas del castillo se cerraron tras ella, enmudeciendo el alboroto que rei naba en las inmediaciones, la joven sintió el deseo de estar sola. Se retiró a sus aposentos y se dejó caer en su cama y aspiró su olor, tan familiar, tan mullida, tan suya. Esta sería la última noche en la que la cobijaría y seguramente ni podría dormir. Era extraño pensar en la muerte. Se preguntaba cómo sería. ¿Un descanso? ¿Habría vida después de ella? ¿O solo la nada? Una implacable y absoluta nada.

—¿Será este mi destino? —dijo en voz alta, mientras se sentaba frente al espejo y se desarmaba las trenzas. Sus ojos estaban rojos e hinchados y sus manos temblaban al sujetar el peine. El pelo le caía en suaves ondas hasta las caderas. Su pelo, tan agradable ahora que iba a dejar de existir—. Madre, ¿me reuniré contigo? ¿O sigues viva, allá en tierras lejanas? —Se desnudó frente al espejo y miró su cuerpo por largo rato. La curva de su busto, de su cintura, su ombligo, sus hombros, sus piernas, su rostro. Todo aquello era suyo y, de alguna manera, dejaría de serlo. Vio lo que alguna vez no quiso de sí y lo amó profundamente, porque vivía, porque palpitaba, porque era ella.

Lynette no supo cuánto tiempo pasó así, solo contemplándose, hasta el punto en que se le hizo irreal que esa en el espejo fuera ella. Cuando unos rítmicos golpes sacudieron la puerta, Lyn la miró desconcertada. Debía bajar al salón. Se calzó un vestido verde de

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seda con ribetes dorados y se dejó el cabello suelto, todo eso de modo automático. Se sentía ausente y cuando encontró a su familia reunida al pie de la escalera, no sintió nada. Era como si su corazón se hubiese apagado. Su padre seguía llorando en silencio. La dama Leonor lo abrazaba.

—Ya basta de ser condescendientes —dijo entonces Lynette. Había decidido que aparentar entereza era lo mejor que podía hacer por sus seres queridos—. Esto pudo haberle sucedido a cualquiera de las familias acá presentes. No teman por mí, estaré bien.

—Lyn… —el conde Kay carraspeó—. Podemos intentar escapar, mandarte lejos.

—¿Y que te persigan para ejecutarte? No.

—Tenemos un plan —dijo Enid.

—Nada de planes. Debo aceptar mi destino —la voz de Lyn tembló—. No hay nada que duela más que la esperanza. No me hagan eso.

Enid la miró en silencio, pero sus ojos brillaban con una resolución férrea. Ella mataría a la bestia y salvaría a Lyn.

—Está bien —dijo su padre—. Pasemos, nos esperan.

El aire helaba su rostro y Lynette se preguntó si era justo que esa fuese la última vez que contemplase tal belleza. Se encontraba sen tada sobre el acantilado que daba paso a la inmensidad del océano. El agua se veía oscura, turbia, pero el cielo se encontraba despejado, repleto de estrellas. La luna brillaba en su cuarto creciente. El mar golpeaba las rocas, produciendo un sonido intenso y a la vez arrulla dor. El horizonte se veía infinito, umbrío, fundiéndose con el agua.

Lyn se envolvió con su capa y se alegró de que el frío hiciese temblar sus extremidades. Miró sus manos, la vibración que las re

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Sacudió la cabeza, intentando ahuyentar ese pensamiento. De alguna forma, el temor a la muerte se le hacía ahora algo abstracto y estaba siendo reemplazado por cierta curiosidad morbosa. ¿Dolería? ¿Le temería? Aún juzgaba que sus emociones se encontraban atenua das por algo como un velo, que no la dejaba sentir con intensidad. Por otro lado, iba a descubrir cómo era la bestia. Si era cierto lo que decía Enid, debía tratarse de un monstruo. Y si su hermana planeaba rescatarla, tal vez podía intentar sobrevivir un tiempo. Sí, eso haría, llevaría un arma. Estaba decidido. Total, no tenía nada que perder.

—Pero no soy muy diestra con las armas —se dijo, mientras que la nueva idea que la había calmado se desvanecía—. Soy demasiado torpe.

Recordó vagamente a Enid obligándolas a ella y a Elaine a luchar con varas de madera, a hurtadillas de su padre. Enid era muy buena en ello. Tenía talento, además de un deseo férreo de mejorar todavía más. Lyn a veces pensaba que su hermana deseaba haber nacido va rón. Aunque ese pensamiento era triste, sus vidas como damas eran muy limitadas. “Al menos no tendré que irme a vivir lejos a servir a mi esposo. Moriré antes”, se dijo.

—Lyn. ¡Lyn!

Como si hubiese leído sus pensamientos, Enid apareció entre los árboles del humilde bosquecillo que rodeaba la costa. Su silueta se veía casi sobrenatural, cubierta de una capa color sangre. Se sentó al lado de su hermana y se bajó la capucha. Su respiración entrecortada le reveló que había estado llorando.

33 corría. Se veían pálidas bajo la luz de la luna. ¿Era eso un presagio de la muerte? Contempló de nuevo el océano. Podría saltar en aquel momento y acabar con todo de una vez. Saltar y morir en brazos de las aguas frías y burbujeantes.

—Sabía que estarías aquí —dijo, acariciando la espalda de su hermana. Se abrazaron.

—Enid… —Lynette sintió cómo el nudo de su garganta volvía a hacerse intenso—. Tengo miedo. No soy valiente como tú.

Enid le puso una mano sobre el hombro. Su calor entregaba cobijo.

—Sé que dijiste que no querías esperanzas —comenzó, fruncien do el ceño—. No obstante, tengo un plan y necesito que seas parte de él. Voy a rescatarte, te lo prometo ahora mismo, bajo todas estas estrellas. Cueste lo que me cueste, lo voy a lograr.

»Pero para que aquello salga bien, necesito que pongas de tu parte. Debes ser fuerte, Lyn. Tendrás que defenderte.

—Sabes que no sirvo para eso.

—No digas tonterías, lo harás porque no tienes otra opción. — Enid sacó algo de su bolsillo—. Mira, esta es la daga de la familia de mi madre. Dicen los cantos que con ella asesinaron a un dragón.

—No creo que yo pueda matar a la bestia.

—No debes hacerlo, solo tienes que evitar que te mate a ti.

—¿Cómo me rescatarás?

—Estuvimos estudiando, preguntando. Sé dónde te llevarán. Ha blé con nuestro padre. Partiremos algunas horas después de ti. No podemos atacar la caravana que te llevará, porque sería suicidarnos todos, pero sí podemos infiltrarnos donde encierran a la bestia. Dicen que no hay demasiados guardias y todos se mantienen a una prudente distancia, pues le temen al ser que ahí habita.

—Está bien. —La mirada de Lyn se perdió en el horizonte—. Pero es nuestra única apuesta. Todavía hay opciones de que no logren su cometido y yo… muera.

—Tengo fe en los dioses. En los reales. En los del tapiz.

—Tal vez el tapiz esté equivocado.

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—Tengo fe. —Enid le tomó las manos y apretó con fuerza—. Ten fe en mí, hermana. Estaré a la altura.

—Lo intentaré.

El amanecer llegó como una condena color sangre. Lyn lo miraba por la ventana de su habitación, embobada. Contempló las nubes cambiar de gris azulado a un suave rosa anaranjado, para luego trans formarse en un intenso rojo. Los árboles que se erguían en el patio del castillo tomaron colores vivos y se sacudieron con la brisa de la mañana. Sus hojas, aún verdes, bebían la luz como una mariposa bebe el néctar de una flor. Lynette apenas había dormido aquella noche, nerviosa por lo que sucedería a continuación. Las manos le temblaban y le fue muy complicado vestirse. Lo hizo antes de que llegaran las sirvientas a empacar su baúl y a ayudarla. Quería vivir el ritual de vestir su cuerpo a solas. Pensó que hacerlo era inútil. Perfectamente podría acudir desnuda. Qué más daba, iba a morir. Sujetó la daga de Enid entre sus manos y la guardó en el cinturón que había añadido a su vestido blanco, de ribetes cafés y bordados dorados en el corpiño.

Su padre llegó hasta su habitación, temblando y con ojeras. El color pardo de sus ojos contrastaba con el rojo que rodeaba el iris.

—Ha llegado el momento —suspiró y le tendió la mano.

—Por favor, no te angusties tanto.

—No me pidas algo imposible, hija.

Lynette suspiró y comenzó su último recorrido por el castillo que había sido su hogar desde siempre. Lo echaría de menos. Extrañaría su olor, sus colores, sus intrincados pasillos y sus tapices. Mientras avanzaba, rozó con el índice la fría pared de piedra, despidiéndose en silencio. Ahora estaba vacío, pues casi todos los nobles se habían retirado a sus tierras. Solo el rey esperaba para despedir personalmente la comitiva donde partiría la chica.

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En el patio de armas la esperaba el rey, vestido en sus más finos trajes, y el sacerdote, con su túnica oscura de siempre. El viejo reli gioso le ungió la frente y recitó una plegaria.

—Mi señora Lynette, ¿está usted lista? —preguntó el rey Dro gomir con tono jovial, aunque su sonrisa era torcida.

—Muy lista —dijo ella, con toda la dignidad que encontró dentro de sí. Decidió poner en palabras la duda que había nacido en ella en las últimas horas. Le sorprendía no haberlo pensado antes. Pero es que en el pasado no era su vida la que estaba en juego—. Disculpe la intromisión, su majestad, pero no logro entender por qué la bestia se calma con sacrificios humanos. Bien podrían ser animales. ¿Cómo puede notar la diferencia?

Drogomir pareció descolocado un momento.

—Es un ser poderoso, sobrenatural. Su frenesí asesino solo se calma con sangre humana, por supuesto intentamos en un comienzo con animales, pero lamentablemente no funcionó.

—¿Y no resultaría más piadoso alimentarlo con personas ya fa llecidas? ¿O condenadas por algún delito grave quizá?

—La bestia es asesina, no carroñera. —El rey se dirigió a ella con condescendencia—. Además, no se conforma con cualquier víctima. Le gusta la sangre virgen, pura, noble. Si prestara usted atención a los sermones semanales estaría al corriente de ello.

Hubo un silencio tenso entre los dos. Era cierto. Lynette sabía todo eso, aunque por algún motivo su mente se negaba a creerlo. El rey hizo una inclinación de cabeza y sonrió.

—Si de apaciguar a la bestia se trata, todos acá sabemos, mi señora, que no importa el precio. Debemos mantener al pueblo seguro.

Lyn intuyó la cara de indignación de Enid y sonrió para sus adentros. Se volvió hacia su familia y los abrazó por última vez. Sus hermanas la apretaron fuerte y le besaron las mejillas. Todos llora

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ban. Enid le tomó el rostro entre las manos e hizo que sus frentes se apoyaran. La miró directo a los ojos. Era su forma de infundirle valor. Lynette suspiró, se limpió las lágrimas y temblando subió al carromato que la trasladaría. Dos soldados subieron con ella. La joven miró por última vez a su familia. Sentía una puntada en el estómago. Enid y Elaine la despidieron con las manos y sus miradas delataban congoja.

—Todo estará bien —moduló Lyn con sus labios y le hizo un gesto a Elaine para que sonriera. Se despidió con la mano.

—Adiós, mi girasol —gritó su padre, atragantado. Leonor lo sujetó por los hombros.

El peso de la tristeza aplastaba sus corazones y la mañana se les antojó a todos fría y muerta. Sin embargo, lo que ellos ignoraban era que aquel día marcaría el fin de una era… y el lento comienzo de otra.

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