Afrodita no pinta al amanecer (Primer capítulo)

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Afrodita no pinta al amanecer © 2019, Jorge Román Ferrando. © 2019, Tríada Ediciones Ltda. San Antonio 19, of. 702 Santiago, Santiago de Chile Tel.: (56 2) 2941 2668 www.triadaediciones.net

Impreso en Chile Primera edición, septiembre de 2019 ISBN: 978-956-9362-20-0 Registro de Propiedad Intelectual: 300.900 Diseño y diagramación: Tríada Ediciones Ilustración de portada: Maritza Piña Bustamante Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la Editorial.

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A la Tinita y a la Pulga



Primera parte

La hacienda



I

Entonces llegó el día en que Ulises se dijo que podría amar. Se levantó cuando aún había estrellas en el cielo, cuando se escucharon los primeros cantos de los pájaros y el aire del bosque estaba más frío que nunca. Tomó su bicisolar y pedaleó por los senderos y caminos de tierra de la hacienda hasta que se encontró con la carretera y siguió pedaleando cerro abajo, con el sol saliendo tras la cordillera a sus espaldas. Llegó a la ciudad cuando ya hacía calor, pero aún era temprano. Era lunes y el centro comercial llevaba menos de una hora abierto. Casi no había padres en las jugueterías ni parejas cargadas de paquetes. Aún no había hombres probando un mayordomo robot solo para impresionar a algún vecino que pasaba por ahí, ninguna señora con ropa tan cara como un auto ahogando su depresión con una impagable crema de rejuvenecimiento. Ningún gordo famélico en la terraza de comidas. Quienes sí hacían notar su presencia eran los guardias, escrutando los pasillos con suspicacia, como si deseasen un robo que justificara sus escuálidos sueldos. Que justificara uno de los pocos trabajos que los robots aún no hacían mejor. Quizás alguien distinto a Ulises se habría enfadado por la forma en que lo observaban. Pero él no se molestó: tenían razón en vigilarlo. Pasó junto a ellos aparentando distracción, observando las vitrinas con ropa de moda, los últimos videojuegos de realidad virtual y, por supuesto, las librerías.

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Las páginas de los libros ya no eran de papel: la celulosa orgánica era cara y escasa. Pero ni siquiera eso pudo acabar con los libros impresos. Los empleados de las tiendas estaban muy atareados: abrían cajas, ordenaban la mercancía, acomodaban los pinos y la nieve plástica. Faltaban pocas semanas para Navidad y las ventas se disparaban. Ulises oyó a los hombres disfrazados de guardaparque canadiense hablar por radio en sus típicas claves numéricas. Se tomó su tiempo: paseaba desordenadamente, saltando de una tienda de deportes a una juguetería, de las vitrinas con robots de servicio a una chocolatería, estudiando los cuartos de aseo y las salidas de emergencia. Mientras tanto, sentía en la nuca los ojos severos de los guardias. Intentó perder de vista al que tenía cara de perro y entró al local de los holovideos. Compró unas fichas y se puso a reventar zombis con una metralleta. El guardia lo miraba desde la entrada del local. Después de un rato, se dejó matar. Lanzó unos gritos de rabia, compró una bebida y reclamó que estaba demasiado fría, que tenía demasiado hielo y de pronto el vaso cayó al suelo. Cuando apareció el robot de la limpieza, Ulises, murmurando para sí, regresó al juego y puso otra ficha. Cara de Perro se había retirado. Ulises se deslizó rápidamente entre los árboles de Navidad y las cajas de regalo vacías. Tendría unos minutos antes de que volvieran a preguntarse dónde se había metido. La tienda que le interesaba estaba justo un piso más arriba de los videojuegos: tras sus cristales había media docena de bellísimas jovencitas en traje de baño, sentadas sobre un diorama gigante que representaba una playa tropical. Las mujeres reían y conversaban, lanzando miradas sensuales a través de la vitrina mientras algunas de ellas se ponían bronceador en su piel desnuda. Aunque trató de ignorarlas, Ulises no pudo evitar una mirada de culpa: no podía salvarlas a todas. Cuando entró al local sintió la misma incomodidad del día anterior. Sobre él se volcaron las voces melodiosas y las coquetas miradas

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de mujeres más hermosas de lo que jamás podría haber imaginado. Muchas rubias, sí, pero también de aspecto latino, orientales, mapuche, polinésicas, vestidas con trajes de noche, ropajes de geishas, de doncella medieval, de escolares, con tenidas de plástico transparente o simplemente con ropa interior. Había también unos pocos hombres, jóvenes o maduros, con cuerpos que podrían haber sido modelos para estatuas griegas. Se exhibían sobre pedestales de mármol o madera, en pequeñas escenografías que representaban un harem, un calabozo o una cama victoriana. Ulises vio a la empleada de la tienda aparecer tras una mujer con piernas de cabra. Como imaginó, no era la misma de la tarde anterior. La empleada miró a Ulises de arriba a abajo con una mueca inexpresiva: era una mujer de mediana edad, muy delgada, ojeras mal disimuladas bajo el maquillaje. Ulises pensó que no era fea, pero el hecho de trabajar todo el día rodeada por esas bellezas debió haber acabado por mermar su imagen en el espejo. —La tienda es para mayores de dieciocho, chiquillo —dijo con el tono que usaría para espantar a un perro vago. Ulises actuó como si no hubiese entendido lo que decía y se acercó a la fauna: tenía pequeños cuernos en la frente y tocaba una flauta de pan, mirándolo con dulzura. Se sintió incómodo y bajó los ojos a sus pezuñas. Le impresionó lo reales que se veían. —¿No me oíste? —La mujer se interpuso entre Ulises y la fauna—. Esta es una tienda para adultos. Mejor anda al estacionamiento a patinar con tus amigos. —Excusez-moi, je ne comprends pas l’espagnol. La mujer estaba completamente desorientada. —Je viens vous voler une fille, car aujourd’hui je veux aimer. Su rostro empezó a mostrar temor. Suplicante, se volvió hacia las jóvenes del local y les preguntó con voz ronca si alguna de ellas entendía lo que el muchacho estaba diciendo. Ulises oyó una risa cristalina que venía de un sector de la tienda tapizado de espejos de colores. Se volvió hacia allí y sintió como si tiritara desde el estómago a las orejas.

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Era una joven de pelo corto, castaño rojizo, grandes ojos turquesa, nariz pequeña y redonda. Vestía un sencillo traje de campesina europea. Su postura, a diferencia de las seductoras muchachas del local, mostraba una cándida serenidad. Se reía suavemente, con un tono que le erizó los pelos a Ulises. —¡Ah! Tú puedes ayudarme. Dile que debe irse, que esta tienda es solo para mayores de edad. Que voy a llamar a los guardias. La chica miró a Ulises con sus ojos de mar y le sonrió. —Tu dois partir immédiatement, sinon elle appellera les gardes. —Je file... mais pas seul. Antes de que la empleada pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando, Ulises le dio un fuerte empujón y la encerró en la bodega. Tomó a la francesa de la mano y salieron corriendo de la tienda. Uno de los guardias los vio desde el piso superior y envió unas claves numéricas por la radio. Ulises no se asustó: bajó al primer piso, arrastrando a la chica a un pasillo de escape. Mirando por detrás de su hombro, se aseguró de que nadie los veía y se escondieron en un cuarto de aseo, junto a la salida de emergencia. Estaban totalmente a oscuras, pero aun así Ulises sentía la mirada de la chica y se puso nervioso. En un momento incluso le pareció ver brillar su sonrisa. Con un leve susurro, Ulises le pidió que se mantuviera en silencio. —Ah, entonces sí hablas castellano. Pero, ¿por qué me robas? No sabes que... —No te estoy robando —dijo Ulises en un murmullo—. Me llamo Ulises y quiero liberarte para que puedas amar de verdad. Para que ames como la luna ama las aguas del lago, como el sol ama las nubes del ocaso, que tiñe con sus rayos moribundos para hacerlas más bellas. La chica se rio. —La forma en que hablas es extraña. ¿Así son los ocasos? —Así son y más bellos todavía. ¿Nunca has visto uno? —En mis recuerdos, sí. Tengo las imágenes del ocaso en mi memoria. Pero mis ojos nunca lo han visto.

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—Entonces yo te mostraré uno, mil. Vivirás los ocasos más melancólicos y los amaneceres más alegres conmigo. —¿Sabes que debes comprarme para eso, no? Yo también quiero amarte, pero para eso debemos volver a la tien... —¡Sht! ¡Aquí vienen! Oyeron los pasos de los guardias que salían en tromba por la puerta de emergencia. Entonces Ulises puso en acción la segunda parte del plan: se vistió con un overol del cuarto y le pidió a la muchacha que se escondiera en un carrito del aseo. Cuando planificó su escape, se preguntó por qué habría overoles para humanos si el aseo estaba a cargo de las máquinas. Pero no le dio más vueltas a su duda. Esperó unos minutos, se asomó por la puerta para asegurarse de que no había nadie y salieron del escondite hacia los estacionamientos subterráneos. Quince minutos después, Ulises pedaleaba en medio de la ciudad, en dirección a las montañas. La chica iba sentada en la parrilla de la bicisolar y parecía fascinada con los edificios que alguna vez tuvieron paredes de cristal pero fueron reemplazadas por simples muros de madera o concreto a medida que el barrio se empobrecía. El resultado eran mosaicos de vidrios sucios y paredes descoloridas, con la pintura descascarada en edificios cuyos grandes departamentos fueron divididos para poder arrendarlos a gente que no podía pagarse un espacio en barrios mejores, con menos basura y más plazas. Aun así, en las calles había niños jugando a la pelota, riendo o interactuando con proyecciones holográficas de sus celpads. Casi no había adultos, excepto por los ancianos, que salían a buscar la sombra de los pocos árboles de la zona. —¿Por qué está todo tan sucio? —La municipalidad no limpia acá. —Ulises orientó los paneles solares para que captaran mejor la luz—. La gente rompe los robots. —¿Por qué? —Dicen que les roban trabajo. —¿Y los adultos, dónde están? —Trabajando o buscando trabajo, supongo.

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De vez en cuando, cruzaba algún triciclo eléctrico o silenciosos automóviles que se detenían en cada esquina y avanzaban sin prisa, anticipándose a cualquier agujero en la calle o a un niño que corría por el asfalto sin mirar. Había mucho movimiento de personas frente a los juegos electrónicos, la mejor forma de evadirse de esos barrios grises. —No tenía nada de esto en mi memoria. —¿En serio? —Supongo que no me corresponde estar en un barrio como este. Es raro. Esta gente aparenta estar contenta, pero me parece percibir una gran tristeza en sus caras. O rabia. O una mezcla de ambas. Ulises la miró de reojo, verdaderamente sorprendido. —No lo había pensado... Eres buena leyendo las emociones. —Tengo que saber hacerlo. Estoy hecha para complacer. Pronto los edificios envejecidos se convirtieron en casas de material ligero y, a medida que el camino se empinaba, la ciudad fue reemplazada por campos, alambres de púas y casas dispersas. Había más árboles, más verde y las montañas cortaban la mitad del cielo. El viento fresco que descendía de la cordillera les acariciaba el rostro y la ginoide lo alzó para contemplar el cielo azul de fines de primavera: un ser humano se habría agotado de tanto mirar hacia arriba. La batería se descargó más rápido de lo que la cargaban los paneles solares y Ulises tuvo que pedalear. Cuando se cansaba, volvía a encenderlo o simplemente caminaban un rato junto a la bicisolar. Viajaron todo lo que quedaba de mañana y toda la tarde, alejándose de las últimas casas aisladas, subiendo los cerros hasta que se desviaron por un camino de tierra. Cuando el día declinaba, ya estaban en el bosque. Ulises tenía la boca seca y le rugía el estómago, pero se sentía a salvo: frente a ellos se alzaba un viejo y robusto coigüe. Se quitó por fin el overol con el que había huido, que estaba empapado de sudor, y lo escondió con su bicisolar en un túnel de arbustos. Luego guió a la muchacha para que trepara con él por una escalera de cuerdas, que ascendía entre las gruesas ramas del coigüe hasta llegar a una trampilla. El refugio era una pequeña cabaña construida con paneles

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de distintas maderas, forrada en cajas de leche y pintada con distintas tonalidades de verdes. El suelo crujía bajo sus pies y algunas ramas y enredaderas se asomaban por las grietas en las paredes. Había varias repisas llenas de libros y una mesita coja sobre la que reposaba una computadora portátil con un leve abollón en la tapa. Ulises llevó a la chica al balcón, que se asomaba por sobre las copas del bosque. El sol estaba tocando el horizonte. Ella observaba el paisaje, extasiada: el astro moría entre destellos anaranjados, nubes rojizas y violetas, mientras un viento fresco hacía cantar suavemente el follaje. Lejos quedaba el ruido de las pantallas publicitarias, los gritos de niños, los ladridos de perros estresados y los insultos de oficinistas saliendo del trabajo. Ulises se ubicó a espaldas de la chica y recitó en voz baja: Hemos llegado al crepúsculo neutro donde el día y la noche se funden y se igualan. Nadie podrá olvidar este descanso. Pasa sobre mis párpados el cielo fácil a dejarme los ojos vacíos de ciudad. No pienses ahora en el tiempo de agujas, en el tiempo de pobres desesperaciones. Ahora solo existe el anhelo desnudo, el sol que se desprende de sus nubes de llanto, tu rostro que se interna noche adentro hasta solo ser voz y rumor de sonrisa. —Hablas extraño otra vez —dijo ella—. ¿Esas son metáforas? —Un poema. De Benedetti. —Ulises se ordenó un mechón de pelo húmedo de la frente. —Puedo entender algunas metáforas, eso va en mi programación. Entiendo lo de «crepúsculo neutro, donde el día y la noche se funden y se igualan» y otras más. Pero, ¿«el tiempo de agujas»? ¿«el sol que se desprende de sus nubes de llanto»? ¿Puedes explicarme qué significa?

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—Es que... Son figuras retóricas... Pueden significar muchas cosas. —Dime algunas de ellas. —A ver, «tiempo de agujas» puede ser un momento difícil, un momento doloroso o deprimente. Así que «no pienses ahora en el tiempo de agujas»... —Significa «olvídate de tus preocupaciones», ¿cierto? —Sí, muy bien. Ahora, lo de las nubes de llanto... Es que no puedo explicarte pedazo a pedazo, eso destruye el poema. Hay que sentir los versos, tratar de entender cada uno como parte de un todo. Si lo desmenuzas... Sería como tratar de apreciar un cuadro analizando cada pincelada en forma individual. Es el conjunto lo que importa. —Y el conjunto, ¿de qué trata? —Es un hombre que le habla a la mujer que ama cuando llega el crepúsculo y finalmente tienen tiempo para descansar de las preocupaciones del día. Y, a medida que van olvidando las preocupaciones y se dejan llevar por sus caricias, van sintiendo cómo despierta el deseo del uno por el otro. —¿Y cómo sabes que es un hombre que le habla a una mujer? Podría ser una mujer que le habla a otra mujer, o un hombre hablándole a otro hombre. —Bueno... No... O s-sea, sí... —Y el crepúsculo, el sol, las nubes, representan a la pareja, ¿cierto? Los elementos del crepúsculo son imágenes para representar a estas dos personas. —Sí, eso es. Aprendes rápido. —Pero el poema trata del crepúsculo y sé que para ustedes el crepúsculo es una metáfora de la muerte. Entonces, ¿no podría ser que el poema trate sobre la muerte de la persona amada? Ulises no supo qué decir. Titubeó unos segundos antes de responder. —Sí... P-puede ser que... No se me había ocurrido nunca. La chica seguía observando el ocaso y él no supo cómo continuar la conversación, así es que se dirigió a la cocina. Puso a calentar parte del pastel de choclo que se había llevado de la casona el día anterior y le preguntó si quería comer algo.

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—No, gracias, nosotras no necesitamos comer. El ocaso es increíble. —La muchacha devolvió la vista al horizonte—. Los recuerdos son una cosa, pero sentirlo así, vivirlo... Es tal como lo describiste. ¡Y pasa todos los días! Ulises asintió levemente con la cabeza. —Sí, pero no todos son tan bonitos como este. —¿Entonces por qué no estás aquí, mirándolo? —No sé. Quizás pierde encanto cuando te acostumbras a él. —Entonces no quiero acostumbrarme nunca a él. Se quedó de pie hasta mucho después de que el sol desapareciera, cuando empezaron a asomar las primeras estrellas sobre el cielo nocturno teñido por las luces de la ciudad en la lejanía. Ulises volvió a la cocina para retirar la comida del horno. —Ven, vamos adentro, que empieza a hacer frío. —Yo no siento frío. Me gusta mirar el cielo: me provoca una sensación agradable. Eso es porque es lindo, ¿verdad? —No tanto. Aquí molestan un poco las luces de la ciudad, pero si vas más adentro, al campo campo, o al norte, al desierto, la noche es mucho más linda. Se ven tantas estrellas que te faltaría vida para contarlas. La chica lo miró, asombrada. —Entonces me gustaría que me llevaras al campo campo o al desierto. —En su momento. Ulises le acarició el hombro y la atrajo suavemente al interior. Cerró la cortina de quilas que daba al balcón, encendió una ampolleta y se sentó sobre los cojines del suelo. Mientras comía pastel, le preguntó otra vez si quería algo. —Eres muy amable, pero nosotras no necesitamos comer. —Lo había olvidado. Oye, todavía no sé cómo te llamas... —No tengo nombre. El nombre debes ponérmelo cuando me compres. —¿Ah? —Y mientras no tenga nombre, no me puedo desarrollar totalmente.

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—¿Qué quieres decir con eso? La chica lo miró a los ojos como si le dijera «te vas a sorprender». Se puso de pie y, con dos sencillos movimientos, se desabotonó el vestido. Ulises comprendió demasiado tarde lo que estaba haciendo, pero tampoco tenía deseos de fingir pudor, así es que se preparó para el espectáculo. Pero, cuando cayó el vestido, se le cortó la respiración: la desnudez de la chica era la de una muñeca, sin pezones y sin vulva. —¿Ves? —dijo con sonrisa pícara—. ¿Ahora entiendes? Su piel rosada era perfecta, con apenas algunos lunares que su diseñador debió haber puesto con premeditado descuido. Tenía pechos medianos, bien formados, curvas delicadas y largas piernas, pero su falta de genitales la volvía siniestra, como una homúncula esculpida en carne. —E-e-eres muy linda. Me gustas, en serio. —No es cierto. Estás nervioso, lo percibo en tu voz y en tu olor. Se vistió lentamente, manteniendo su rostro burlón. Ulises dejó de sudar cuando el vestido de campesina francesa la volvió a cubrir. —¿Entiendes ahora que debes devolverme a la tienda? Nunca podré darte lo que quieres si no me compras. —Pero... Un nombre. ¡Dijiste que necesitas un nombre! Yo te puedo dar un nombre: te llamarás... —¡No tan rápido! —dijo ella, riéndose—. De nada sirve que me des un nombre si no tienes la llave. —¿Qué llave? —La que te dan cuando nos compran, tontito. Puedes llamarme como quieras, me da igual. No me desarrollaré si no tienes la llave. Y si estoy fuera de la conexión inalámbrica de la tienda por más de veinticuatro horas, pasaré a un estado fetal. Eso no lo había pensado. Ulises maldijo en voz alta. —¿Y si me robo la llave? La chica negó con la cabeza. —No es una llave que puedas tocar. Ya me deben estar buscando. Sentí todo el día que trataban de activar mi rastreador... —¿Tienes un rastreador?

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—No te preocupes, tengo control sobre él. Lo desactivé: me caes bien, no quiero provocarte más problemas. Pero si paso al estado fetal, el rastreador se activará solo y te encontrarán. Lo mejor que puedes hacer es llevarme de vuelta al centro comercial y olvidarte de todo este asunto. Ulises sintió que la lengua se le había pegado al paladar. —Pero... Es que... Quiero que seas libre y puedas amar... La chica se sentó a su lado y le tomó la barbilla con su mano cálida. —A mí también me gustaría amarte, pero no puede ser. Búscate a una muchacha de tu edad. Enamórala. Compórtate como has sido conmigo: impulsivo, poético, amable. Te irá mejor que con una muñeca afrodita. —No hay ninguna otra chica que me interese. Te quiero a ti. —Entonces estamos perdidos, ¿no? —Se encogió de hombros—. Yo dejaré de existir y a ti te llevarán a la cárcel. Pero Ulises no quería. No podía dejarse derrotar tan luego, después de haber tenido éxito con su plan. Tenía que intentar algo más, aunque significase... —Ya. No tengo otra. —Ulises suspiró y se puso de pie—. Nos vamos ahora. —¿Volvemos a la ciudad? —dijo ella, sacudiéndose el vestido. Ulises negó con la cabeza mientras abría la trampilla. —No. Vas a conocer a Luca. Te arreglará y entonces te pondré un nombre. Ulises apagó la luz y bajó por la escalerilla. Antes de seguirlo, la chica echó una última mirada a la cabaña del árbol: escuchó el ulular de un tucúquere, el canto lejano de los grillos y el crujir de la madera. Sintió el olor a cuero viejo y a tierra húmeda, pensó que tarde o temprano la encontrarían y debería regresar a la vitrina. Y se sorprendió al entender que no quería eso.

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