Las semillas del caos (primer capítulo)

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Las semillas del caos © 2020, Marcos Fabián Cortéz © 2020, Tríada Ediciones Ltda. San Antonio #19, of. 702 Santiago, Santiago de Chile Tel.: (56 2) 2941 2668 www.triadaediciones.net Colección Fantasía Impreso en Chile Primera edición, noviembre de 2020 ISBN: 978-956-9362-34-7 Registro de Propiedad Intelectual Nº 147.694 Diseño y diagramación: Tríada Ediciones Diseño de portada: Tríada Ediciones Ilustración de portada e interiores: Mauricio Gabella Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la Editorial.

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Esta novela estรก dedicada a la memoria de mi sobrino Armando Villalobos.



Génesis de los Etherian en palabras de Octántius tomadas del Talim sagrado

—Has de saber ¡Oh, Éndenmon!, que al alero del tiempo y el espacio renace de sus cenizas aquella vastedad dinámica e inconmensurable que denominamos cosmos, y con él afloran la materia y la luz. Vástagos bajo la influencia de la gravedad. ¡Oh, Gravedad!, que ejerces tu matriarcado omnipotente y omnipresente tanto sobre una bacteria como en una supernova. Eres la simbiosis que lo estabiliza todo en su justa medida. Incluso tus padres, tiempo y espacio, se doblegan ante tu potestad, al menos hasta el nuevo comienzo. Cuando la acumulación de energía llega a su punto cúlmine y es liberada como una estampida, queda cuajando aquello que llamamos materia oscura y energía oscura, que le da consistencia al cosmos y es de aquí de donde fluye nuestro credo. La “esencia cósmica” o el Muhabba. He ahí que emergió el Cuanma Tavenere, o la Cuna de los Supremos, fenómeno que los acreditados han tildado burdamente como Manchas Laiman Alfa, considerado el suceso más antiguo del universo después de la Gran Explosión. Cerca de doce hasban–nane años. Un pasado recóndito. Cuajó ahí la sustancia necesaria que le dio el ser a la primera forma de vida en grado superlativo. Se comportó como una verdadera placenta que concibió a los Etherian. —¡Oh, Etherian!, el intelecto más arcaico. Arquitectos del concierto universal. Cada uno aportando su ser para dar arquetipo a velocidad, magnetismo y todo el material eximio en la mecánica del cosmos y su sustancia. Moldearon la materia para darle cuerpo a las maravillas que pueblan el universo, tanto en variedad como en número. Toda forma y color es obra suya. Desde planetas hasta protoestrellas, y toda la magnificencia en grado inconmensurable. Mas así como hay objetos enormes, también los debe haber pequeños. Eso le daría concordancia al cosmos. Y fue así que comenzó ese submundo que poblaría

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los cuerpos celestes. Seres vivos descendiendo en categoría hasta llegar a la más minúscula partícula: la célula. Crearon al manto, aquel al que otros llamaron la Nube Oort, que envuelve con su esplendor a Tharian Navenere o la Cuna de la Simiente. Es aquí donde la materia se haría carne y donde iniciaría la vida. Seres frágiles y mortales, pero que tendrán como esencia la dualidad entre lo espiritual y lo corpóreo.

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CANTO PRIMERO Oscuro vaticinio



¡Oh!, Éndenmon, te has corrompido y desafías la potestad de la colmena. Sabes que somos una sola mente, pero desoíste el llamado. Ignoraste la esencia de tu encomienda y optaste por mancillar el credo. Eras el artesano de la vida, se te encomendó amasar la materia y volverla carne, para que el universo estuviese completo. He aquí que concebiste a las nuevas criaturas para sojuzgar a tu arbitrio. Cosmología de los Etherian



La traición

N

os remontamos al pasado de la Cuna, en la denominada Era Terciaria, una época previa a la Guerra de los Cuatro Reinos y donde regía la paz y la armonía en el imperio. Eferion había extendido su dominio como un vendaval, sometiendo a las siete tribus de Talania, pero no a las otras tres comarcas más importantes que poblaban el supercontinente que existía en Tharian Navenere. Tribus y comarcas en medio de una infinidad de soberanías menores, pueblos y tribus desperdigados por la superficie, tanto en el continente como en los archipiélagos e islas que bordeaban las costas o se adentraban en la inmensidad del único mar existente en el planeta: el Océano Pardo. Aquella tarde en particular podría ser tildada como cualquier otra, donde los rayos del sol se reflejaban en las paredes argénteas del Concilio de los Señores de Nergal, congregación cuyo principal propósito buscaba ser la fuerza protectora de Tharian Navenere, mediando en los conflictos de los hombres y las naciones para mantener la paz, defendiendo a las criaturas inocentes de los actos de esa tenebrosa entidad llamada Éndenmon y manteniendo a raya a sus súbditos: los Monjes Mistaure o Señores de Éndenmon, hechiceros negros que invocaban las potestades malditas, contraparte de los magos blancos. No, aquella no fue una tarde común, quedaría grabada en los anales de la historia como el día en que se urdió la traición al interior del Concilio Blanco. 17


Allí, en medio del salón ubicado en la nave principal del santuario, se hallaban un maestro y su aprendiz. Undarión era el nombre del mentor y Námator su discípulo en las artes de la alta hechicería. El más joven escaló los peldaños de una plataforma curva y se detuvo frente a un objeto plagado de aditamentos similar a un insecto que se desprendía del cielo raso. Se trataba de un telescopio, aunque ellos no lo llamaban de esa manera. Tenía colosales dimensiones y había sido fabricado millones de años antes de que los primeros observadores de las estrellas hicieran su aparición allá en los confines del cosmos. El muchacho se apreciaba empequeñecido en comparación. —Observa a través del ojo celestial, joven novicio —sugirió el anciano y su voz hizo eco en la estancia—. Dime, ¿qué es lo que ves? —Le preguntó de pie en el nivel inferior con las manos anudadas a su espalda. El adolescente puso el ojo en el cilindro metálico. Su rostro se iluminó. Evidenció la sorpresa al apreciar la imagen que lo llenó de júbilo. —¡Nubia! —exclamó, reconociendo a la estrella más brillante en el firmamento. Podía verla con extraordinaria nitidez. —Así es. Nubia —respondió el anciano—. ¿Qué me puedes decir de ella? El otro tardó en hablar. El maestro era paciente. —Es el astro de los eracontes —dijo al fin—. El primero en formarse en el cosmos y que dio origen al Cuanma Tavenere o la Cuna de los eternos: Los Etherian. —Cosmología que envuelve a todas las razas de la Cuna —agregó Undarión—, porque fuimos creados por el arquitecto de la vida: Éndenmon, fraterno entre los Etherian, pero que se corrompió y busca la perdición de todas las criaturas en Tharian Navenere, un plan que ha urdido antes de la creación del mundo. —¿Incluso los “perdidos” fueron parte de su obra? —Especialmente ellos, quienes invocaron por primera vez al Muhabba y forjaron los medallones que nos permiten conectarnos con la

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materia y la energía primigenias. Sin estos, es imposible que un mago pueda obrar sus prodigios. «¡Los medallones!», meditó Námator en su fuero interno. Desde hacía un buen tiempo el joven aprendiz estaba obsesionado con ellos. Eran el distintivo de los magos. Portar uno era sinónimo de poder y un hechicero sin su medallón era como un ave desprovista de alas. Descendió los escalones y acortó la distancia que lo separaba de Undarión. —¿Cuándo podré tener el mío, maestro? —preguntó con la ansiedad reflejada en su rostro, pues sentía que ya estaba preparado para ser investido como miembro del Concilio Blanco y convertirse en un mago. Ahora fue el anciano quien tardó en responder y ese breve silencio le advirtió a Námator que la respuesta no sería favorable. —Cuando sea el momento —respondió Undarión. —¡Pero ya estoy listo! —replicó alzando la voz—. He estudiado todos los sortilegios descritos en los textos canónicos. Conozco cada invocación, sé las posturas físicas y… entiendo el poder presente en cada hechizo. El anciano sacudió la cabeza. —Pero no has tomado conciencia aún del impacto que ese poder puede producir en nuestra realidad. —Undarión exhaló una bocanada de aire al observar el rictus de frustración en el rostro del discípulo—. Además, no dominas el delicado arte de la paciencia. Un mago debe tener la mesura suficiente para saber cuándo recurrir a esa potestad… ¡que no es nuestra! La tomamos prestada desde el cosmos y cada vez que lo hacemos, afectamos el delicado balance de las cosas. —¡¿Paciencia?! —repitió con un dejo de descaro que no pasó inadvertido para el maestro—. ¡¿Cuánto tiempo más he de esperar?! El maestro alzó las cejas como si aquellas palabras fuesen una ofensa. —¡¿Cuestionas mi autoridad, joven novicio?! —No, maestro. Excúseme si lo he ofendido. —Acompañó su disculpa con una reverencia. 19


No obstante, el mentor no pasó por alto la real convicción de su discípulo. —Tu medallón está listo. Ya fue ungido, pero no te será útil a menos que seas digno de él. ¡¿Comprendes eso?! —El otro asintió con un movimiento de cabeza—. Ya está próxima la ceremonia de investidura para los novicios que serán ordenados como magos. Ese no es un oficio que se te conferirá para brindarte laureles o poder. ¡No!, claro que no. Está orientado a hacer el bien a los demás. Porque al interior del Muhabba, la materia y la energía primigenias son solo eso, el conjunto armonioso que le da consistencia al cosmos. No son buenas o perversas. Son los hombres los que contaminan aquella insigne fuerza. Si el mago que la invoca tiene propósitos nobles, el Muhabba muta en algo símil; por el contrario, si el portador carga consigo la maldad, entonces la materia y la energía se tornarán oscuras. Así que al desear aquello que es contrario a lo digno, corres el riesgo de volverte un servidor de ese que solo busca volver a la Cuna un sitio semejante al Caraverno y te perderías en las tinieblas. El discípulo meneó la cabeza sin dar crédito a lo que escuchaba. —Entonces, ¿cuál es el fin de invocar tales poderes si no serán utilizados? ¿No le parece una pérdida de talentos, maestro? El anciano retrocedió un par de pasos, impresionado por el comentario que consideró al borde de lo profano. —¡¿Te das cuenta de lo que acabas de decir, Námator?! —No era la primera vez que lo escuchaba argüir algo así y esta era una más de las tantas discusiones suyas al respecto—. ¡Cuestionas los preceptos que durante cientos de años han regido a los Señores de Nergal! —Hizo una pausa, quitándole intensidad a su tono de voz—. No permitas que la ansiedad te domine, te conducirá a la perturbación y al camino del error. —Entiendo, maestro. Si bien Námator contuvo su arrebato, su rostro, por el contrario, reflejó apatía. Con una reverencia se retiró del salón en silencio. 20


Undarión lo vio alejarse. Era obvio que el muchacho tenía otras ideas en mente y que no estaban en sintonía con sus enseñanzas, lo que consideró para sí un fracaso y, de esa forma, dubitativo, lo encontró Efestos, otro anciano del cónclave. Caminó hacia él. Siempre cortés, sonrió y le dijo: —El Muhabba sea contigo, Undarión. —El otro hizo una reverencia—. Ven, camina conmigo. —Efestos era longevo y poseía una elevada sapiencia. Calzaba sandalias de cuero y traía puesta una túnica con las runas de Necronte estampadas en su tela, de un tono nacarado y que producía un extraño efecto al incidir la luz en ellas. Al andar parecía que flotaba sobre el gneis. Ambos hombres descendieron los peldaños que los conducían al patio exterior, cruzando un portal de sendas columnas de una piedra similar al mármol. Luego caminaron por un sendero que se movía entre vergeles donde otros novicios disfrutaban del soleado día. —Estoy preocupado, maestro —dijo Undarión interrumpiendo el silencio—. Temo que mi discípulo Námator esté confundido y que no he sabido encauzar de buena manera sus anhelos, sus motivaciones y a controlar su ímpetu. —¡Hmm! —exclamó el más anciano—. Es joven. La adolescencia es una etapa de exploración, de búsqueda… de ímpetu. No te aflijas. —Sujetó el hombro de Undarión, presionándolo suavemente. Aquel gesto de apoyo fue bien recibido por el otro hombre—. Lo inesperado es una constante en la vida. ¿No es acaso la existencia misma un camino pleno de bifurcaciones? —Lo sé. Le tengo afecto al muchacho, he sentido la fuerte impresión de que llegará muy lejos, sin embargo, a ratos percibo también un conflicto interior y un gran pesar, como si el Divino me revelara que hay algo mal en él. Porque a ratos es solo un muchacho y en otros refleja la experiencia de un adulto… algo peculiar.

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—Eres un buen maestro. Es fundamental sentir afecto por nuestros discípulos, eso nos conecta con ellos. No olvides que lo fraterno es alimento para el alma. Pero considera que cada individuo cumple un propósito en esta vida. Quizás tu discípulo está destinado a algo que será de relevancia para los tiempos venideros. Undarión se mostró confundido. —¿Has recibido alguna clase de revelación, maestro? El anciano sonrió. Se paró junto a la balaustrada y admiró las montañas que rodeaban al Concilio. Tenía la mirada serena, propia de quien ya no es afectado por los acontecimientos o incluso por el pasar de los años. —Hay cosas, mi buen Undarión, que ni tú ni yo podemos cambiar. No estamos aquí para lograr la perfección, solo para que haya cierto equilibrio. —¿No es acaso el equilibrio una forma de perfección? —Es solo balance, lo perfecto es lo que adolece de errores, defectos o falencias. Míranos. Somos viejos, hemos vivido toda una vida y aun así, ¿crees que hayamos alcanzado el máximo nivel posible? —Calló por un instante. Meditaba—. Quizás esta época de armonía ha llegado a su ocaso. Esas últimas palabras dejaron perplejo a Undarión. Mientras tanto, en otro lugar del santuario, el joven Námator caminaba con prisa. El hábito de novicio se sacudía con sus largas zancadas. Era un sujeto alto y espigado, al punto de lo quebradizo. Sus ojos eran grandes y su mirada penetrante. Iba refunfuñando por los pasillos del palacio, ignorando a los otros novicios que lo saludaban al pasar. Llevaba los puños apretados, conteniendo la rabia y la impotencia. —¡¿Por qué insiste en que no estoy listo?! —farfullaba—. ¡¿Por qué no confía en mí?! ¡Sé todo lo que se necesita! Soy el discípulo más avanzado, pero me trata del mismo modo que lo hacía mi padre. 22


Námator estaba convencido de que él tenía que ser investido como un mago, no porque estuviera de acuerdo con la doctrina de los Señores de Nergal, sino que por ese anhelo suyo de portar el medallón e invocar al Muhabba, una pieza invaluable que era símbolo de poder. Como el de un volcán o un tornado, fuerzas del mundo natural que quería poseer. Anhelaba ser de esos pocos privilegiados que tenían el don para manipular la materia y la energía primigenias. Obrar prodigios. Cambiar las cosas. Modificar esta realidad a su gusto. Dejar de ser considerado un debilucho y de recibir incontables golpizas de sus pares como había pasado en su niñez. Dejar atrás el abandono de su padre, quien lo desheredara a los ocho, al cuidado de una mucama, sin regresar por él nunca más. ¿El porqué?, pues siendo su padre un hombre de acción, sentía desprecio por los cobardes y los débiles, a quienes consideraba inferiores a él: un valeroso oficial del imperio que vio frustradas sus pretensiones de convertir a su hijo en un Massain, un escuadrón considerado la élite en el ejército de Eferión. Una tras otra las decepciones forjaron el carácter de Námator, convirtiéndolo en un sujeto insensible a las penurias de los demás, al punto que odió a su padre y experimentó la satisfacción de saber que al maldecirlo este había perecido en extrañas circunstancias. Ahí descubrió que tenía un talento que solo ciertos individuos poseían, podía volver real un deseo ferviente, siempre y cuando se tratara de algo perverso. Sonaba siniestro, pero era un talento al fin y al cabo, y que al canalizarlo debidamente podría volverse algo más grande. Con el tiempo se enteró de la existencia de los magos y supo del Muhabba. Fue entonces que decidió convertirse en uno para cambiar su vida; su destino. Pero Námator era un sujeto envuelto en misterio. Nadie sospechaba que el Concilio Blanco no había sido su primera opción. Muchos años antes de presentarse frente a ellos, tuvo la osadía de acudir con los Mistaure. Nadie en su sano juicio pensaría siquiera en acercarse a Nagtarath, la Torre del Concilio Negro. Aquel sitio infundía terror, 23


pero tal era su sed de poder que aceptó el reto y tuvo que apartar el miedo y someterse a pruebas para muchos macabras. Valiéndose de la malicia más que de la fuerza, superó todos los obstáculos; los otros postulantes murieron en el intento. En aquel entonces urdió su plan, el que se iniciaba aprovechando el conocimiento de ambos concilios. Fue el único en la Cuna que cometió semejante osadía. Cuando pidió audiencia a Efestos, el sumo que presidía a los Señores de Nergal, Námator ya estaba investido como un monje Mistaure; llevaba consigo el medallón que lo distinguía como uno de ellos y que mantenía oculto a los ojos de los magos blancos, una presea por la que tuvo que pagar un alto precio: sacrificó su humanidad, su ser e incluso su nombre. Ya no le pertenecían. Dejó de ser Námator para convertirse en Féndecor y así se sometió al servicio de Éndenmon. La ceremonia de investidura tuvo matices de martirio, experimentó el dolor en su forma más aguda y el terror que ningún mortal podría soportar, pero a su juicio ello valió la pena. Había olvidado el día en que se convirtió en un monje oscuro porque el tiempo perdió significado para él, no recordaba si había sido un año atrás, una década o tal vez un siglo. Y al ingresar al Concilio Blanco ya era un mago hábil y poderoso. Burló a los magos blancos valiéndose de un conjuro que le permitió adoptar la apariencia de un adolescente, algo arriesgado según su punto de vista, pero Féndecor estaba empecinado en obtener ese otro medallón, fusionarlo con el suyo y adquirir así un poder que lo pondría por encima de cualquier otro hechicero. Entonces decidió que no esperaría a la ceremonia de investidura. Consideró que ya era momento de manifestarse. Cogió un candelabro y se encaminó a las escaleras que conducían a las catacumbas, donde se hallaba la Cámara Sagrada; allí se preservaban los tesoros del Concilio Blanco. No le fue difícil superar los obstáculos que impedían a un humano ordinario entrar, pues hacía mucho que se había vuelto

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una criatura de las sombras y gracias a un sortilegio podía soportar, por un corto periodo, la luz del día. Uno a uno eliminó a los custodios de los medallones y traspasó el umbral que lo condujo a la Cámara Sagrada. Pétrea y arcana. Tuvo que echar mano de sus talentos para abrir la puerta de hierro porque estaba sellada con un mandato, lo supo al ver las runas pintadas en su superficie que brillaron a la luz de las velas. Superado ese obstáculo, accedió al interior cual fantasma. No hizo ruido alguno. Ahí pudo ver los doce atriles de madera labrada con ricos relieves, donde descansaba el mismo número de preseas. Una para cada novicio entre los que estaba considerado Námator, cuyo nombre se encontraba grabado en el metal de Nubia, pero poco le importaba la ceremonia, solo el medallón. Sin perder tiempo, extrajo aquel que a diferencia del suyo, era simple en sus detalles. Al momento de fusionarlos, los presentó frente a frente. En seguida recitó un cántico como paso previo. Con cada palabra, en una lengua profana, los objetos brillaron como hierro al rojo vivo. Faltaba todavía el paso más importante, la instrucción que sellaría el mandato y que sembraría un precedente jamás intentado: ambos medallones pertenecían a un mismo mago y eso significaba engañar a las leyes magnas que regían al cosmos. ¿Cuáles serían las consecuencias?, no lo sabía. Sujetó ambos medallones y cerró los ojos. —¡Unganisha! —exclamó y lo que vino a continuación fue el evento más catastrófico que se hubiera vivido alguna vez en la Cuna. La tierra tembló a lo largo y ancho del supercontinente, y el edificio se sacudió desde sus cimientos, sembrando el caos. Féndecor observó cómo los medallones se unían en uno solo adoptando un peso y una masa diferentes. En seguida lo inundó una sensación de vitalidad que contrajo sus músculos, provocándole dolor. Pudo sentir ese calor inundándolo. Lleno de vida, como si respirase por primera vez el aire de Tharian, lo colgó alrededor de su cuello. Al hacerlo su aspecto de novicio cam25


bió: ya no era el joven Námator, ahora evidenciaba los rasgos propios de Féndecor, un sujeto de rostro macilento y aspecto enjuto de edad indeterminada. Ascendió entonces raudo a la superficie y así lo vieron emerger los otros, vistiendo un largo hábito negro, cuya capucha cubría su cabeza: la ropa de un Mistaure. Desde ese punto lanzó un llamado de alerta que se oyó como un trueno. —¡Atarak! Era la señal que los bárbaros servidores de Éndenmon habían esperado, ocultos en la foresta durante días. Descendieron las faldas de la montaña mostrando su número y alardeando valentía. Hicieron su entrada al valle bramando y golpeando sus escudos para amedrentar a los contrarios. Tras ellos surgió la caballería de Cerian portando los estandartes del distante reino del oeste. ¿Qué hacían tan lejos de sus tierras? Nadie en el palacio lo sabía, pero ahí estaban ambos ejércitos, alrededor de cinco mil hombres rodeando el edificio del Concilio Blanco, defendido a su vez por una guardia escasa, entre lanceros y arqueros que no superaban los cincuenta hombres y es que no se esperaba un ataque en tiempos de paz. No obstante, maestros, discípulos y guardias se aprestaron a repelerlo. La distancia que los separaba de sus contrincantes era aún extensa para la puntería de los arqueros, pero confiaban en el poder de la magia. Las murallas exteriores serían una primera barrera, aunque no lo suficientemente fortificada como para detenerlos por mucho tiempo. La caballería dio paso a la infantería que avanzaba en filas por el extenso claro que rodeaba al edificio. Venían tañendo sus timbales y entonando cánticos en la lengua de las gentes de la comarca más alejada de Tharian Navenere. Tras el toque del corno, la horda de bárbaros se lanzó al ataque alzando espadas y hachas. La infantería se quedó en la retaguardia, delante de la caballería, que esperaba paciente. Había dado comienzo una de las batallas más terribles que los habitantes 26


de Tharian Navenere podían recordar. Del palacio emergió una lluvia de flechas que cayó sobre los atacantes, atravesando sus cuerpos, los que se amontonaban en el claro y teñían de rojo la hierba, pero eran demasiados, como hormigas en torno a una hogaza de pan. Entonces, la magia hizo su entrada en escena, los maestros invocaron al Muhabba para traer desde los confines del espacio y el tiempo, la energía y la materia primigenias. El cielo se tiñó de gris, ocultando los rayos del sol, la temperatura bajó hasta calar los huesos y los truenos y relámpagos se sumaron a la algarabía que producían los miles de hombres que luchaban por arrimarse a la muralla para invadir los jardines interiores del palacio. Los rayos caían desde las alturas convirtiendo en cenizas a los bárbaros que el viento se encargaba de esparcir. Si bien fueron decreciendo en número ante el poderío de los magos, los salvajes no se amedrentaban. A pesar de su ventaja, los hechiceros blancos no contaban con la intervención de Féndecor, quien se asomó a las balaustradas para enfrentarlos, alardeando del poder que le otorgara la fusión de los medallones. Los derrotó uno a uno, especialmente a los novatos, lo que facilitó la tarea de los bárbaros que penetraron la muralla exterior mientras la infantería de Cerian avanzaba también para asegurar la victoria. Incluso tras la dura pelea que los magos dieron ante el brazo derecho de Éndenmon, se vieron superados en número por los invasores. Peor aún al ver que en el cielo una decena de eracontes emergía de entre las nubes descendiendo en picada y arrojando sus llamaradas contra el edificio que inevitablemente comenzaba a arder. Pese a su avanzada edad, Efestos era considerado en aquel entonces el más poderoso de los magos blancos y lo hacía notar matando a algunos de los eracontes servidores de Éndenmon que habían descendido y colaboraban en el ataque al palacio. También lo hizo con muchos bárbaros y soldados de la milicia de Cerian. Sin embargo, sus fuerzas 27


y reflejos ya no eran los mismos y Féndecor lo sabía muy bien. Había estudiado a Efestos durante todos esos años y conocía sus debilidades. Aun así era peligroso enfrentarlo, pero obtener su medallón y el poder implícito en él, bien valía la pena. El síkala se las ingenió para sortear los hechizos del anciano. Ardua fue la lucha entre ambos, una impresionante demostración de poderes, donde incluso la materia y el tiempo se verían afectados. Su cuerpo sufrió las consecuencias del terrible enfrentamiento hasta finalmente derrotar al maestro y hacerse con su medallón. Las cosas no serían las mismas luego de aquella contienda entre magos. La realidad sufriría un impacto irreversible y que a juicio de Undarión bien podría traer consecuencias futuras. Eso no lo sabía con certeza. Pero una cosa era clara, una época oscura se cernía sobre Tharian Navenere, algo que quizás el maestro Efestos ya había presentido. Solo Undarión, quien participó en la batalla luchando con fiereza, poco pudo hacer para revertir aquel fatídico final. Efestos, con su último aliento, transportó a su mejor discípulo lejos de ahí, pues tenía que quedar al menos un mago blanco en todo Tharian para buscar y preparar a la nueva generación y traer de vuelta el equilibrio. Undarión lloró la muerte de su maestro y desde ese día juró que Féndecor pagaría por su traición.

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