"El fin de las flores" de M. L. Sandoval

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M. L. SANDOVAL


El fin de las flores © 2018, Maikel Loyola Sandoval © 2018, Tríada Ediciones Ltda. © 2018, Ignición Editorial San Antonio 19, of. 702 Santiago, Santiago de Chile Tel.: (56 2) 2941 2668 www.triadaediciones.net Este proyecto ha sido financiado por:

Impreso en Chile Primera edición, septiembre de 2018 ISBN: 978-956-9362-16-3 Diseño y diagramación: Tríada Ediciones Ilustración de portada: Carolina Eade https://www.facebook.com/Infraberry/ Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la Editorial.

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A la entropĂ­a. Que se apiade de mĂ­ y no me haga desvanecer en el tiempo.



Prólogo | COSAS ROTAS

R

ádalur, esa noche, aparentaba una engañosa paz. La oscuridad cubría los campos y la gente dormía entregada a una luna que vigilaba, cual lente de grandes proporciones, sus cabezas. Los más viejos, supersticiosos todos ellos, creían que entre más blanca la luz, más negra la sombra. Y tan equivocados, al menos esa noche, no estaban. Los pueblos dentro de la región de Rádalur eran pequeños, de no más de diez casas, cada uno separado por al menos una legua de distancia. La excepción era una casucha ubicada al sur, lo más al sur que se podía estar antes de que Rádalur acabara y diera paso a Póldavar, a casi dos leguas. Lo que ahí sucedía solía convertirse en secreto. Era un lugar apartado al que llegaban pocos ojos. De vez en cuando algún viajero pasaba por el camino aledaño observando la morada con inquietante sosiego. Pero la casucha, como si fuera consciente de los vistazos, parecía ocultar sus entrañas a los curiosos. 11


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Aquella noche la luna brilló tanto como un sol. Los cerros y los árboles sobre ellos proyectaron largas sombras que ennegrecieron los senderos. Y bajo estas, oculta de la luna y las estrellas, la siniestra casa del sur relataba una ominosa y repugnante historia. En una de sus habitaciones, cierta niña se impulsó jadeando hasta quedar sentada sobre la cama. Buscó la voz que la despertó de un desagradable sueño, con los ojos desorbitados por el miedo. Lloró cuando se dio cuenta de que ninguna voz le había hablado, que no había nadie, que todo venía de su mente. Tenía la frente perlada y el cabello desordenado. Intentó acomodarlo. Las manos le tiritaron y el corazón le bombeó de prisa. La voz en su cabeza repetía una escena sucedida varias semanas atrás, arrojándola a su cara cada vez que se dormía. Se recostó hecha un ovillo; esperaba dormir sin recordar nada o con la mascota que le había prometido su abuelo. ¿Cuánto de esa promesa ya? ¿Un año? Aún no perdía la esperanza. Entonces algo pasó. Un ruido sordo la hizo saltar sobre la cama como si hubiera tropezado con una piedra. Pensó que era su padre, también insomne, buscando un poco de aire. Pero eso era imposible. Su padre tenía un trabajo que lo tumbaba tan pronto terminaba de cenar. Con suerte despertaba tras el canto insistente de los gallos. ¿Sería su abuelo, entonces? Improbable. Estaba de viaje y no volvería en varios días. Por descarte tenía que ser su madre. Sus pensamientos, en las noches, solían torcer la realidad. A veces oía voces susurrando obscenidades para luego darse cuenta de que todo venía de su cabeza. Y lo de esta, a su vez, venía de la realidad. Normalmente despertaba por algún mal sueño o al sentir la calidez de su propia orina. Toleraba bien los ruidos nocturnos gracias a la costumbre de vivir junto a un camino por el que transitaban carruajes, vendedores de leche y 12


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borrachos cantantes. No obstante, el ruido sordo lo oyó con una claridad absoluta, como si la despertaran abofeteándola con una mano enguantada. Al candil de su dormitorio le restaba un poco de aceite. Tuvo miedo a romper la noche por lo que no se atrevió a encenderlo. La magia y los monstruos no existen, se dijo, la magia y los monstruos no existen. La luz de la luna, ignorando los miedos de la niña, atravesó la ventana estrellándose contra el espejo roto del dormitorio. Era un espejo grande, del tamaño de un torso adulto. No siempre había estado roto, antes había sido un espejo impoluto y bien cuidado que tenía por función reflejar a la mujercita más hermosa de la casa. Sin embargo, ahora era una telaraña de fisuras que deformaba cuanto estuviera de pie frente a ella en un rompecabezas a medio armar. La luna rebotó en el caleidoscópico reflejo y multitud de imágenes incompletas se dibujaron en el cristal. La niña se vio con los ojos hinchados y las sábanas revueltas entre las piernas. Era difícil distinguir algo más; faltaban trozos en el espejo y en ella misma. Movió los muslos. En algún momento de la noche debió de perder el control de su esfínter, porque los tenía cálidos y empapados en orina. Sintió asco, otra vez, de sí. Comenzó a temblar, quizá de frío, de miedo, o de ambos. Quiso correr hasta sus padres, acurrucarse en ese pequeño espacio templado en medio de la cama y anidarse ahí como un polluelo recién salido del cascarón, abrazarlos y escuchar de sus bocas que la noche estaba por terminar, que daría paso a la mañana y que la luz se haría cargo de barrer las sombras. La magia y los monstruos no existen, se dijo, la magia y los monstruos no existen. Puso los pies en el suelo e inmediatamente los elevó cuando sintió un líquido cálido y viscoso entrar en contacto con su piel. Tensó los músculos del cuello cuando vio sobre el suelo, al costado izquierdo de su cama, un charco de sangre reptando silencioso por debajo de la puerta hasta 13


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fundirse con la alfombra de su dormitorio. Guardó silencio. Recordó las historias del infame monstruo que disfrutaba matando a niños como ella, que tenía al reino en alerta, y del que sus padres no paraban de hablar, infructuosamente, a escondidas. ¿Podía ser él? No, no podía ser. Su padre le había asegurado: «Hija, puedes dormir tranquila. La magia y los monstruos no existen». Oyó pasos lamiendo la madera del piso. Luego, pegado a la puerta de su dormitorio, un siseo semejante a un llanto. Silencio y respiración entrecortada. No se dio cuenta en qué momento perdió el control de sus pulmones. Clavó los ojos en el charco de sangre y concentró su oído en lo que fuera que respirara al otro lado de la puerta. El pecho se le hinchó y deshinchó como el saco vocal de una rana. Un violento golpe hizo sacudir la puerta: (¡BAM! ¡BAM! ¡BAM!). Un par de juguetes cayeron al suelo. La niña ahogó un grito cubriéndose la boca con las manos. El dormitorio vibró cual tambor de guerra tras la cadena de golpes. Por favor, vete, vete, vete. Quien quiera que seas, ¡vete! Esperó, sin respirar, a ver si lo que estaba al otro lado se convencía de que ella no existía. Alguien habló. La voz se escuchaba lejana. —Darien, ¿estás despierta? No temas, soy yo, tu abuelo. —¿Abuelo? La voz del hombre actuó en sus sentidos como un sedante de rápido efecto. Sí, papá, tenías razón. La magia y los monstruos no existen. El abuelo ha venido a ayudarme. —¡Oh, por Goreon! Quiero que cierres tus ojos hasta que entre a tu cuarto y te saque de ahí, ¿entiendes? No debes abrirlos por nada del mundo, prométemelo. —¿Dónde están mamá y papá? Darien se levantó de la cama impulsada por un miedo desconocido. Observó la alfombra bebiendo del líquido que se filtraba por debajo de la puerta y pensó lo peor. Ahogó un grito. 14


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—Te lo diré una vez que salgamos de aquí —dijo el abuelo, con la voz entrecortada—. Contaré hasta tres, ¿de acuerdo? Entraré y tendrás los ojos bien cerrados, como una buena niña. ¿Lista? Uno, dos... ¡Tres! Entró dando una patada que rompió el seguro de la puerta en dos. La niña cerró los ojos apenas sintió el impacto. Lo imaginó eludiendo sus juguetes, avanzando a trompicones con el temor de provocar más ruido del necesario. Escuchó el crujido de un juguete haciéndose pedazos bajo las botas de su abuelo; esperaba que no fuera su soldado favorito. Cerró los ojos y se dejó abrazar creyendo que afuera todo estaría mejor. —Eso es, Darien. Mantente así. Los dedos del viejo se humedecieron con la orina que goteaba desde el pijama. Caminó a tientas, ignorando el charco rojizo que había cubierto la alfombra. La niña lo sintió temblar. No abrió los ojos; sabía hasta qué punto le convenía ser curiosa. —Piensa en la mascota que te prometí —dijo mientras la cargaba—. ¿Cómo la ibas a llamar? Copo, lo llamaré Copo. El viento soplaba con ímpetu. Darien comenzó a tiritar por debajo del pijama tan pronto sintió la helada. El abuelo la dejó sobre el jardín, rodeada de unas flores que perdían sus pétalos por el dolor y los vendavales a partes iguales. Quedó a pocos pasos de la casa. Quiso preguntar qué sucedía, dónde irían y qué iba a acontecer a partir de ahora, pero prefirió guardar silencio por temor a unas respuestas que sabrían amargas. En sus adentros gritó de frustración. El viejo volvió a ingresar a la casa. Darien se abrazó a sí misma protegiéndose de la baja temperatura. Se preguntó en qué momento volverían sus padres para decirle que todo estaba bien, que ya era suficiente y que no la querían ver asustada. Vio a su abuelo al poco rato cargando dos morrales atestados hasta las aperturas, la cabeza cubierta hasta las ore15


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jas por un gorro de montaña, y las manos enfundadas en guantes de piel de cabra. Oculto bajo los morrales cargaba un antiguo fusil. No deberías andar con eso, abuelo, pensó Darien, y razón tenía en hacerlo. Los fusiles habían sido prohibidos sesenta años atrás con la aplicación de La Nueva Orden. Eran considerados por la Iglesia como artilugios paganos y de origen oscuro. Si el viejo lo llevaba oculto era por eso, y porque eran letales. Darien observó hacia la casa, al pasillo, como si mirara las entrañas de una bestia satisfecha de haber tragado a sus víctimas. Y víctimas había dos, yaciendo inmóviles sobre el piso, cubiertas del mismo líquido que vio filtrándose por debajo de su puerta. Las botas del viejo derramaron gotas de sangre al cruzar sobre los cadáveres. Pasó a mover el brazo de uno de ellos y un resplandor refulgió desde unos delgados dedos. Darien sintió un puñal de hielo atravesando su corazón. Conocía ese brillo y la vida a la que estaba atado: ambos pertenecían a su madre. El viento elevó los pétalos a su alrededor, rodeándola, haciéndolos danzar; alzando el vuelo y pintando la noche como si fueran estrellas gigantes. Sus caricias, como siempre, le resultaron consoladoras. Se lamentó, y como pudo, valiéndose de las flores y de la fortaleza que le otorgaba su nombre, contuvo el miedo y las lágrimas. —Ten, póntelos. —El viejo le entregó un par de zapatos y un abrigo—. Ahora debemos irnos a la estación y luego tomaremos la diligencia que va hasta el puerto de Pritia. Nos ocultaremos ahí. No quiera Goreon que estemos aquí para cuando ese malnacido vuelva, ¿entiendes? ¿Se referirá al monstruo del que todos hablan? ¡No!, debo recordar lo que decía mi padre: la magia y los monstruos no existen. La magia y los monstruos no existen. —¡Qué esperas! ¡Vamos, vístete! —¡No nos podemos ir! —exclamó Darien, compungida—. ¡Mamá y papá están…! —Mi niña hermosa, te lo suplico de corazón —envolvió 16


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las manos de su nieta con las suyas—, abrígate rápido y vámonos. Nos siguen y no tenemos más tiempo. Darien se acomodó el abrigo sobre la marcha. Lo que tenía que decir se le quedó atorado en la garganta. Respiró profundo para evitar llorar. Quería comprender la lógica de una situación que escapaba a su intelecto. Se ajustó los zapatos sin lograr amarrarse los cordones. Recordó que no sabía cómo hacerlo porque su padre se lo iba a enseñar. Los sintió húmedos, como la hierba, pero confió en que la marcha secaría sus pies. Y los vio rotos, como su espejo, y su reflejo cuando se contemplaba en él.

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M. L. Sandoval (Talcahuano, 1984). Escritor, profesor y editor en Ignición Editorial. Autor de El planeta de los botones, Pétalos para Darién y El sacrificio de Sofía. Antologado en «Escritores en el Zaguán» (La Tregua, 2017) y «Entre Líneas» (Orlando, 2017). Premio Ceres a las Artes de la Región del Biobío 2016 por El planeta de los botones. Premio Ceres a las Artes de la Región del Biobío 2014 por Pétalos para Darién.

mlsandovalescritor @sandoval_ml MLSandoval



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