CAPÍTULO VI LA
DIMENSIÓN HUMANA
Los seres que habitan el valle se distribuyen a lo largo de su anarquía. Los que viven en el declive del terreno y los que moran en las alturas. Pero la ciudad, en claro sentido del equilibrio, procura que todos sus habitantes estén en perpetuo movimiento, entremezclándose al menos dos veces al día. Esto permite que no haya mayores diferencias en el clima que se aposenta en sus ojos. A su vez, les confirma su identidad de ciudadano, ser de metrópoli, es decir, hombre vesánico e inquieto, múltiple en sus agobios, catártico en el goce, profano y roído, festivo de tanto ser mundano, de tanto beberse la ciudad (…) No puede negar un vicioso gusto por la vida urbana. Su acento de furia, la inesperada sucesión de acontecimientos, lo que está siendo. El hombre en acción. Haciéndose y extinguiéndose Leonardo Padrón
“Diccionario del humo”, en Caracas en 20 afectos, Museo Jacobo Borges, Caracas, 1999, p.142.
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Si antes nos referimos al valle bordeado por una herradura montañosa, ahora vamos al interior de ese espacio, donde se mueven los seres y sus emociones. Dice Federico Vegas: Alejandro Alcega, el arquitecto del Hotel de Los Frailes, nos contaba que Caracas es una ciudad cóncava, un valle rodeado de una gran montaña y un cerco de colinas donde las pasiones se quedan rebotando con ondas imprevisibles. Al contrario de las
esa dimensión humana en ideas y palabras de quienes han reflexionado sobre Ávila y ciudad y cuyas citas han ido iluminando nuestros recorridos. Está esa dimensión en fin en quienes escribimos este libro, y doblemente aun, porque lo escribimos queriendo poner atención e intención en ambientes y entornos que son valiosos no sólo para una amplia comunidad de habitantes sino, más directamente, para cada uno de nosotros.
ciudades planas donde el viento barre los vestigios de amor y rencor, en Caracas permanecen dando tumbos con ángulos sorpresivos. Al final daba ejemplos, chismes perfectos de rara geometría; dramas que al seguirlos dibujaban una red sentimental superpuesta y similar a la urbana (…). Sin estas claves que unen los sentimientos de la ciudad a su expresión geográfica más simple, nada de ella se entiende1.
Titulamos como La dimensión humana este capítulo, poniendo ahora el énfasis en los seres urbanos en tanto personas y personajes que prestan las formas de su anatomía y protagonizan las representaciones visuales. Pero de modo más amplio podemos decir que en el libro todo, y en el vasto imaginario en él reunido, La dimensión humana ha sido múltiplemente convocada, y así está presente de modo menos o más consciente, del todo evidenciada a veces y otras apenas intuida. Está, de entrada, en el cuerpo y el alma de los creadores, que recuperaron con sus formas creadas las memorias de experiencias y lugares que les han sido significativos. Está también
Hombres, coches y caballos, casas en perspectiva y montaña al fondo conforman típicos paisajes costumbristas de nuestro pasado y dan cuenta de un tempo y un ritmo humanos muy distintos a los que hoy conocemos. Así sucede en la litografía Puente Curamichate, de H. Neún y en la fotografía Caño amarillo, de Henrique Avril. Allí las personas se movilizan en lo que se adivina un lento tránsito: el de andar a pie, o en coche de tracción animal, atravesando calles de poca circulación donde lo humano existe y se traslada aún a sus anchas. En Paisaje de este lado. La comunión (1982), un expandido formato horizontal en óleo sobre tela, Jacobo Borges honra el vínculo de la humanidad con la naturaleza y hace homenaje de vibrante color cálido al encuentro de los seres con sus semejantes. El Ávila está allí, como lo estuvo en general en su pintura de la época, siempre como testigo y ahora también como lugar elegido para la
Página anterior: Henrique Neún Puente Curamichate Litografía (Colección Biblioteca Nacional) Esta página: Henrique Avril Caño amarillo Fotografía (Colección Biblioteca Nacional)
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Jacobo Borges Paisaje de este lado. La comunión, 1982 Óleo sobre tela 200,3 x 400,4 cm (Colección CA Tocars, Caracas)
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formalidad de la ceremonia y para la alegría, más informal, de la fiesta. Ya no hay aquí, como en las dos obras anteriores, calles que prefiguren perspectivas lineales menos o más profundas. Todo es ahora entorno natural y la perspectiva nos viene señalada sólo por los tamaños de los personajes, conscientemente adjudicados por el pintor en sus decisiones sobre quién debe estar cerca y quién más lejos, y así sobre quién debe existir con mínima talla o quién ha de destacarse crecido en medio del paisaje. La obra narra una historia central (y para eso aglutina a los celebrantes) pero también multiplica en el espacio varias historias paralelas (y así surgen discretos diálogos en los subgrupos). Y hasta podemos sentir, dentro de un mismo escenario, una indeterminada coexistencia de épocas. La artista autodidacta Antonia Azuaje, en Un pajarito que vuela y se va, estructura cuatro zonas precisas en la imagen. La percepción de esta obra nos remite a aquella que tuvimos en el Capítulo IV frente a la fotografía documental de Adrián Barros, Atardecer sobre el Obelisco. También ahora la frontalidad de la mirada se abre para abarcar varias franjas urbanas: desde las calles con sus vehículos a la base del soporte, el crecimiento de las edificaciones y las vialidades que regularizan el trazado urbano y van creciéndose en la zona central de la obra, y luego la montaña inmensa, omnipresente a lo alto. Y, después aun, la breve indicación del cielo, aquí iluminado a pleno día, con
Antonia Azuaje Un pajarito que vuela y se va, 1988 Óleo sobre tela 94 x 110 cm (Colección Fundación Museos Nacionales. Sede Museo de Arte Contemporáneo)
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Antolín Sánchez Centro Simón Bolívar, 1994 Fotografía (Colección del artista)
Alberto Barnola La alcoba, 1979 Collage, tinta, grafito, pastel y acrílico sobre papel (Colección Fundación Museos Nacionales. Sede Galería de Arte Nacional)
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helicóptero y pájaros. Si en la imagen nocturna de Barros no era posible percibir La dimensión humana –pues su tamaño quedaba minimizado al punto de no existir para la fotografía– aquí Antonia Azuaje da en cambio gran relieve a los personajes, alterando arbitrariamente sus tallas con el carácter fabulador de la pintura –seres más grandes que vehículos, parejas más altas que casas– en una construcción simbólica que transforma las expectativas sobre la realidad y que potencia –al tamaño del deseo– la medida de los seres por sobre la medida de las cosas. Antolín Sánchez va al Centro Simón Bolívar en una fotografía que recoge un momento cualquiera de un día cualquiera en el centro de la ciudad. Allí los transeúntes caminan o esperan algo en sus soledades, unos de espalda a los otros, otros apenas aparecidos como sombras sobre las columnas. La montaña, apenas un atisbo a través del reducido encuadre-ventana (al centro del concreto y de la fotografía), parece compartir con los citadinos una condición relegada y sólo adjetiva, como acentos apenas, como toques –de lo natural, de lo humano– en un ambiente en el que Sánchez pareciera querer resaltar al casco urbano como estructura, como artificio. Pero un artificio es primeramente mental y, así, creación del hombre: un proyecto de su invención que llega luego a convertirse en la realidad de una arquitectura. Y ya entonces, como edificación construida, albergará otros aspectos de los habitantes: sus traslados a pie,
su búsqueda de protección de las lluvias, la pausa momentánea después del sol. El tiempo y las vivencias humanas –con la huella de sus cansancios y sus desechos–, irán dejando una pátina sobre el pavimento, sobre los muros. En Alberto Barnola el número de los personajes se ha reducido, haciendo coherencia con la intimidad de La alcoba. Y sin embargo la pareja aparece como si estuviera a la vez adentro y afuera –de la habitación, de la ciudad–. Mientras la montaña principal se les cuela por las ventanas los personajes están como entrando, como saliendo, como simplemente existiendo… habitantes de una urbe incierta. Dos fotografías muy particulares de Luis Felipe Toro reunimos aquí: Construcción Urbanización Altamira y Vista parcial de Altamira, de 1950. Tanto Torito como el Ávila han sido testigos de las transformaciones de Caracas. Aquí un mismo espacio es tomado antes y después de la construcción de la urbanización y la plaza. Primero salta a la vista la condición de humanidad hacedora, que construye con su mano y que, con instrumentos que amplían los alcances corporales, va urbanizando aquel mundo natural que había sido recibido como algo dado. Si en esta fotografía el grupo de obreros destaca la condición laboral y la capacidad de transformación de un espacio durante un tiempo –y con un esfuerzo– de trabajo, ya en la segunda se resalta lo terminado, lo ya logrado como nuevo sitio, como hecho Luis Felipe Toro Construcción Urbanización Altamira Fotografía (Colección Biblioteca Nacional) Luis Felipe Toro Vista parcial de Altamira, 1950 Fotografía (Colección Biblioteca Nacional)
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Tomás Golding Los Dos Caminos, 1941 Óleo sobre mazonite (Colección Mercantil)
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constituido en la ciudad moderna. Pero hay otro aspecto que el fotógrafo capta aquí: la existencia de un solo hombre, de un solo cuerpo usuario del lugar, perceptor privilegiado convertido luego en medida de escala humana para una imagen artística. Y notamos cómo en esta fotografía de Torito la montaña se ha crecido en el contraste con ese ser, minúsculo y solitario, que va cruzando la avenida.
Es un enfoque más psicológico e intimista, con la expectación que la mirada por la ventana parece ahondar. Dice la artista: “Es la relación entre lo que yace afuera y el emplazamiento del sujeto en el espacio interior lo que está en juego en mis fotografías”.Y se refiere a “cierta ambivalencia, en parte expresando deseo, quizás nostalgia de lo exterior mientras se permanece a salvo adentro”.
El Ávila parece alcanzar aun más vasta inmensidad en Los Dos Caminos, pintura realizada por Tomás Golding en 1941 en óleo sobre mazonite. En estas dos últimas obras es digno de notar que la menudencia física de las figuras de los individuos se crece en significación al convertirse en el canon esencial de esos espacios, pues es precisamente tal pequeñez lo que permite organizar las relaciones entre las formas –lo alto y lo bajo, lo inmenso y lo ínfimo, lo fijo y lo moviente–, y la que otorga su escala más precisamente humana a estas representaciones de paisaje dentro de ciudad. Vemos así que esos seres que transitan estos mundos de Torito y de Golding son insignificantes sólo en una primera apariencia. En rigor resultan esenciales, tanto para concentrar el sentido del individuo humano como, más plásticamente, para estructurar la vida interna de la imagen.
Finalmente hay otro aspecto –un tanto inusual en el terreno de las artes plásticas– que relaciona la dimensión humana con la existencia de la montaña. Preguntas podemos hacernos sobre cuál es en definitiva el verdadero género del Ávila, lo que no es fácil de responder siquiera por algún buen profesor de castellano, pues ¿qué fue lo que aprendimos en las clases de bachillerato acerca del uso del artículo masculino cuando la palabra termina en a (como en el aura, el agua, el alba o el Avemaría)? ¿Cuál es por naturaleza el género más propio de estos entes –y cuál entonces el del Ávila– más allá de su destino como palabra escrita?
Otro tipo de soledades se percibe en la fotografía de Dafna Talmor, de su serie Visiones obstruidas.
Lo único claro es que está allí, que se erige real y visible dentro de la ciudad verdadera, que se interpreta múltiplemente por la literatura o las artes visuales. Allí está esa montaña, o monte o cerro, como es llamada (¿llamado?) indistinta y ambiguamente no sólo por unos y por otros, sino incluso por una misma persona a lo largo
de un mismo día. Y el Ávila es escrito (¿escrita?) en un mismo ensayo con distintos énfasis de género, y como habitante del ensayo en fin hace valer también aquí su condición de apertura: al ejercicio del cambio y a tanta fluctuación como a través de los siglos este cerro/montaña nos ha ofrecido. Pero nada más lejos de sugerir que se le llame “cerro” en sus aspectos más duros, o amenazantes, más sombríos; o que se le llame “montaña” en aquellos más benévolos o sutiles. Para darnos cuenta de que nada es aquí concluyente, bástenos oír con cuánta delicadeza lo enuncia Leonardo Padrón: Nadie lo contempla, nadie –incluso– lo respira. Tiene tanto de nosotros que en las noches de abril suena minúsculamente. Como rigurosa melodía de nuestras vidas. Y se hace un color. O un estado del cielo. Es el Ávila. Nadie lo contempla. Nadie –incluso– lo respira2.
O baste oír cómo también lo nombra en masculino J. A. Pérez Bonalde en su Vuelta a la patria, de 1880: Dafna Talmor Sin título, 2005 De la serie Visiones obstruidas C-print 60 x 80 cm (Colección de la artista)
Caracas allí está, vedla tendida A las faldas del Ávila empinado Odalisca rendida A los pies del Sultán enamorado.
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En La suburbia colgante dice Hannia Gómez, glosando a Rafael Ángel Insausti (El Ávila en el verso): “El Ávila es ‘magnífica atalaya, enhiesto, invicto, impertérrita voz, enorme dragón, rey de los Andes, kalifa, padre, cima colosal, mausoleo de la ciudad, misterioso coral, Dios, sayal de Carlos V, paterno augur y héroe’; mientras que la ciudad es por otro lado ‘risueña, derroche de gracia y risa y dulces desafueros, lánguida y fina, fragante, pueblo gentil’ que se encuentra ‘entre cerros escondida’”3. En estas escrituras la que es mujer es Caracas valle. Pero uno de los modos en que se mueve cambiante nuestro imaginario y el de nuestra literatura es en el diálogo frecuente entre los sucesos de la ciudad construida y los silencios de la boscosa altura. Pero no sólo se señala entre ellos un peculiar intercambio de llamados, dependencias y afectos sino también de propiedades y características. Y, entre estas, una inestable coexistencia de géneros ha resultado ineludible.
Muu Blanco Ella, 2008 De la serie AAA (A.P.) Fotografía digital 20 x 90 cm (Colección del artista)
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A veces la montaña es también Ella. Así lo sugiere Tomás Eloy Martínez: Al principio fue el Ávila: una muralla china con las faldas llenas de flores y culebras, y tan majestuosa en sus ondulaciones que parecía siempre una dama de miriñaque a punto de bailar un joropo sobre las afiladas vértebras del valle. Luego llegaron los arquitectos. Para salvar a los caraqueños de la enfermedad de delirio que les contagiaba la montaña, entablaron con ella un diálogo en el que a las palabras de samanes, cascadas y guacamayos respondieron con verbos enhiestos –cúbicos o cilíndricos– para domesticar la coquetería.
Y poco a poco las brumas de amor que la montaña dejaba caer sobre la ciudad inflamaron de calidez a las grandes torres4.
Hemos querido cerrar las imágenes visuales de este capítulo precisamente con Ella, la fotografía digital a color del joven Muu Blanco. Dice el artista:
Ella es aquí una invención, una obra de arte, aunque siga refiriendo a una estructura orográfica. Pero en la decisión del artista Ella es sobre todo un cómo: una otra forma de ver, un sesgo lúdico que sobrepasa naturalismos, una irrealidad realizada. Un Ávila que asume finalmente con desparpajo la ambigüedad de ser monte y de ser montaña. Blanco produce un giro, y no sólo hace así una representación del género de esa montaña, sino que actúa creadoramente dentro del género de su representación5 con un acto muy simple pero que no había sido realizado antes. Desliza las expectativas de la visión cuando rota la posición más conocida, aquella en la que la montaña ha reposado siempre y por naturaleza: extendida, en la doble horizontalidad de la ciudad y del encuadre. Al exponer verticalmente el icono montañoso que Cabré inmortalizó en La Silla de Caracas y que tantos otros artistas han reinterpretado siempre en su horizontalidad, al girar al Ávila desde yacente madre-natura hasta airosa figura de mujer erguida, este artista nos trae a capítulo un aspecto distinto de la atribución humana a la montaña y sus formas.
NOTAS 1. Federico Vegas. “El valle y la trama”, en Caracas en 20 afectos, Museo Jacobo Borges, p. 115. 2. Leonardo Padrón. “Diccionario del humo”, en Caracas en 20 afectos, Museo Jacobo Borges. p. 140. 3. Hannia Gómez. “La suburbia colgante”, en Suburban discipline, Peter Lang y Tom Millar editores, Princeton Architectural Press, N.Y., 1997. 4. Tomás Eloy Martínez. “Caraqueños”, publicado en Así es Caracas, editora: Soledad Mendoza, Editorial Anagrama, Caracas, 1995. 5. Una doble acepción de género utilizamos en este último comentario: por una parte la que involucra la atribución masculina o femenina de este paisaje natural y, por otra, la de los géneros propiamente artísticos, entre los cuales destacan el género pictórico, el escultórico, el dibujístico y, más modernamente, el fotográfico.
Haber descubierto esta silueta femenina fue una casualidad, algo no pensado al momento de la toma, que realicé mientras manejaba en una tremenda cola para salir de Caracas a las 5:30 p.m. por la autopista a la altura de La Urbina, vía Guarenas, en agosto del 2007. En ese momento me pareció que había hecho, simplemente, una buena foto del Ávila. Pero una semana después, al cargar en mi computadora estas imágenes, fue cuando en realidad me conecté con ese cuerpo femenino que es Ella, que se convirtió en una de las imágenes más iconográficas de mi trabajo de estos últimos años.
Pero también, y más indirectamente, se pone aquí de relieve algo que también nos involucra, algo que quisiera lograr un libro como este. Y es que aproximar las formas del arte puede permitirnos conocer mejor tanto la naturaleza que nos rodea y que queremos conservar, como la sensibilidad que debemos estimular –en los otros y en nosotros–, así como la creatividad lúcida y libre que –con sus apegos o con sus críticas, con sus solemnidades o sus ironías– es una parte esencial de La dimensión humana en esta Caracas nuestra.
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