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ESE VERANO



MOIRA IRIGOYEN ESE VERANO


Moira Irigoyen Ese verano - 1a ed. - Buenos Aires : El fin de la noche, 2008. 128 p. ; 23x15 cm. ISBN 978-987-1491-02-5 1. Narrativa Argentina. 2. Novela. CDD A863

Š Editorial El fin de la noche, 2008 Buenos Aires, Argentina ISBN 978-987-1491-02-5 Editorial El fin de la noche Hecho el depósito que previene la ley 11.723 Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a: info@elfindelanoche.com.ar Para contactar a la autora, escribir a: eseverano@gmail.com Por consultas sobre puntos de venta, visitar www.elfindelanoche.com.ar o escribir a: info@elfindelanoche.com.ar


A Ver贸nica, Pablo, Agustina, Graciana y Mart铆n A mi hermana Ver贸nica



I



Al fin el verano era como un enfermizo sueño verde, o como una absurda jungla silenciosa bajo una campana de cristal.

Carson McCullers

Ese verano comimos más mejillones que nunca, y no sólo porque la marea del este había acercado los bivalvos hasta la costa de un modo como no lo había hecho antes, sino porque la abuela era la más firme encabezadora de legiones de depredación de mejillones que yo había conocido, y ese verano ella veraneaba con nosotros. Así decía cuando me arengaba desde la puerta del cuarto para que me levantara –se viene la Legión Cabeza de Pescado 1 2 3–, con un balde rojo en una mano y un... ¿tridente? ¿pinche? en la otra. Desde la cama, mis ojos abrían sus postigos (no los del cuarto, que permanecían cerrados mientras yo me desperezaba), y atisbaban su voluminosa silueta a contraluz. Su hija, en cambio –mi madre–, se dirigía hacia los postigones antes de empezar a hablar, olvidando la ley fundamental de esas vacaciones, que en vano le repetíamos en el desayuno: Torta Tortilla, callate Chiquilla. Verdaderamente eran bravuconadas, porque mi madre bien poco se metía conmigo. Estaba demasiado ocupada con Lisa, un bebé que había llegado “un poco de casualidad”, como decía mi padre cuando venía alguna visita, y un rubor pasaba por las mejillas de todos como una brisa. Era un bebé glotón que a cada hora reclamaba su ración de leche y que hacía de mi madre alguien parecido a un surtidor, algo con lo que, también bravuconamente, la comparábamos, un surtidor de YPF un poco desvencijado en el que parábamos a cargar nafta en la ruta. Mi padre nos llevaba a comienzos del verano en un jeep que le prestaba mi tío, y luego volvía a la capital a trabajar. Y ese verano se había sumado mi abuela, supongo que porque era imposible estar sola con una chica de once años furibundamente celosa y un hijo de dieciséis a punto de dar un examen también rabioso. Pero volvamos a los mejillones.


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No era que me gustaran, pero tanto trabajo inevitablemente derivaba en entusiasmo. Mientras yo me incorporaba y cruzaba el living comedor para ir al baño –si se podía llamar así a esa gran sala de una casa ajena–, mi abuela iba agrupando los implementos para la playa en el porche, y cuando yo estaba lista (ese verano usé una malla dos piezas color violeta), ya me estaban esperando Tomi –un chico de seis o siete años que vivía al fondo y a quien mi abuela le había asignado el rol de guía porque era del lugar–, y Alfonso, el perro que se nos había acercado en la playa y al que habíamos sobornado con una empanada de carne. Mi propuesta de llamarlo Johnny había sido desestimada rápidamente por mi abuela, que esgrimió para su elección un argumento inapelable. –Un nombre más elegante, por favor. Este es un perro de alcurnia –dijo, no bien se echó a la vera de nuestra casa y se tiró a dormir, quedándose ya allí como un compañero más de todo el verano. Varias veces discutimos en la mesa del desayuno sobre la verdadera índole de Alfonso. –Es guardián –yo decía. –De ninguna manera. Se ve perfectamente que es un perro marítimo, y los perros marítimos son solamente fieles al mar –decía mi abuela. Y tenía razón. Cuando Alfonso veía la playa se paraba en seco, miraba la totalidad con ojos vidriosos y había en el instante un pequeño suspenso, como si un cristal se llamara a silencio para luego prorrumpir en colores, Alfonso echaba a correr como loco a lo largo de la playa, de una punta a la otra, corcoveando, deslizándose, persiguiendo imágenes invisibles. Una energía inacabable que se acababa de golpe, cuando volvía, cansado, cabizbajo, al lugar donde habíamos decidido instalarnos y se echaba al lado nuestro hasta que alguno se movía. La búsqueda de mejillones no fue un interés parejo a lo largo del verano, y si hago demasiado hincapié en él, se trata más bien de un desliz de la memoria o acaso de la imaginación. Tal vez simplemente sea que luego nunca más comí mejillones y por eso el verano quedó tan plenamente fijado. O tal vez, porque conocí mejor a mi abuela materna. O porque fue el último que pasé con mi hermano, que ingresó inmediatamente después en el Instituto Balseiro. O acaso mi madre, que sabía que allí se incubaba una despedida. Quién puede saberlo.


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Esa cuestión, la de la causa de las cosas, la del “acaso”, fue algo que ese verano discutimos bastante, con distinto tono según fuera la mañana o la tarde. Por la mañana, la conversación asumía un tono más exaltado –había preparativos, malhumor, caprichos– y la causa de las cosas concernía a toallas, apuros, cosas que no se encontraban, demoras. En cambio por la tarde, a la hora de la merienda, las conversaciones en la mesa devenían vagamente filosóficas y se adentraban con naturalidad en la luz del crepúsculo. Todos estábamos un poco cansados –mi hermano de los libros, mi madre del estómago de Lisa que rechazaba la lactosa, mi abuela y yo de la arena que todavía llevábamos pegada de la playa–, y por eso la conversación fluía con otro espíritu, más sutil. Tomi era el único que estaba más allá de esos altibajos, llegaba con lentes lilas por la mañana –¿para qué te los ponés?, le preguntaba yo a plena mañana mientras íbamos a la playa, y él no se dignaba contestarme) y terminaba la tarde con nosotros en la merienda con idénticos lentes. Mi madre también participaba, ella también como público cautivo de mi hermano, pero de otro modo, apareciendo y desapareciendo de la mesa según el exclusivo reinado de su biología, y sin embargo cada tanto dejaba caer una frase que demostraba que seguía perfectamente el ritmo de nuestra conversación. Y digo público cautivo porque mi hermano aprovechaba el alto que imponía la merienda para dar rienda suelta a sus consideraciones sobre lo que había leído, probablemente apabullado y maravillado ante los descubrimientos de la física. Tengo que decir, en su defensa, que lográbamos conversaciones que de ninguna otra manera habríamos tenido, ese grupo heterogéneo, dispar, que divagaba sobre la forma de las estrellas o las partículas subatómicas que conformaban la manteca. Las ideas eran estrafalarias, pero todos parecíamos dispuestos a aceptarlas –debajo de la primera capa de la realidad se escondía un mundo alucinado y loco– que no estaba tan lejos, decía mi abuela, de los relatos que ella me había leído cuando era chica. Era un buen momento, tengo que admitir, en el que yo cedía en mis ganas de acribillar el mundo. Porque hasta ese momento la sensación que predominaba era la de la contrariedad. No bien llegaba de la playa, yo alcanzaba a ver tras el vidrio la forma plácida en que se había desenvuelto la tarde, la mesa redonda repleta de libros, el polvillo resplandeciente del aire, las tazas acumuladas que evocaban a mi madre, y mi corazón se doblegaba, en un extremo mi hermana Lisa, que no era para mí sino un cosa viviente cuya única función en la vida


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era succionar, y en el otro mi hermano, que desde siempre parecĂ­a lucir condecoraciones en el pecho. No era malo conmigo, por el contrario, pero yo me preguntaba ya entonces por quĂŠ ciertas personas nacen con una ĂŠgida protectora y no la pierden nunca.


La velocidad de la luz era la “estrella” de los estudios de mi hermano. Una velocidad inimaginable, decía él, buscando en vano comparaciones. Al principio era raro escuchar hablar de la velocidad de algo tan furibundamente quieto, pero pronto nos acostumbramos, porque todas las cosas, según él, ¿portaban? ¿eran? una especie de mapa móvil. –¿Los clavos también? –pregunté un día, mirando fijamente uno que había bajo la mesa. Oxidado, con la muesca central convertida a naranja. Mi hermano asintió. Desfilaron cosas y personas (¿y el balde? ¿... y el oxígeno... invisible? ¿y el linyera que dormía en la esquina de nuestra casa en Wilde, también? ¿y el vapor de agua?) y a todos ellos él asentía con la cabeza, como un gurú cansado de tener que explicar cómo eran las cosas. “Protones y fotones y neutrones hay siempre”, dijo, y yo me hice la imagen de soldados. Soldados custodiando los secretos de la materia. Mi abuela, que no había llegado a la escuela secundaria y que dudo que supiera qué era la física –mucho menos la física cuántica– captó sin embargo la idea con familiaridad. Y fue ella la que acertó mejor con la comparación . –Va más, mucho más rápido que las escudillas –le dijo a Tomi, que estaba un poco abstraído de la conversación. Tras el vaso de leche, tras los lentes lilas, nunca se sabía bien en qué andaba pensando. –¿Más...? – preguntó, sorprendido. Las escudillas eras peces pequeños, color tierra, que vivían en la laguna y avanzaban en triángulo, siempre en cardumen. Y ante la mínima vibración del agua, giraban y escapaban, en un espasmo de velocidad. Tomi las conocía perfectamente, no sólo porque era del lugar –y en el invierno, la pesca era una actividad en muchas casas– sino porque ése


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era uno de nuestros planes habituales: mar o laguna. Algunas mañanas enfilábamos hacia la laguna, y aunque a mí me avergonzaba pasar con mi abuela y Tomi por el medio del pueblo –para ir al mar, no era necesario pasar por la calle principal–, una vez que llegaba creo que la laguna me gustaba más, con su ritmo quieto y su silencio. Desde el borde, los tres las mirábamos avanzar, quince, veinte escudillas avanzando bajo el brillo del agua. Pero bastaba que uno ingresara la mano –la brisa de la mano– para que la imagen estallara y ellas se dispersaran en un abrir y cerrar de ojos. Mi hermano se rió. –Mucho más –aseguró. –Me gustaría ver si sos capaz de pescar una –le dije, cansada de su tono de superioridad. De su risita. Yo, en todo ese mes, a gatas había pescado dos escudillas; Tomi, que era más experto –claro que tenía la práctica de todo el año, me defendía yo– había pescado seis, y mi abuela, directamente ninguna. –Qué pendenciera sos –dijo mi abuela, preparándole a Tomi una tostada. No le entendí. –Peleadora... –tradujo mi madre, desde el cuarto. –Igualmente vos estás fuera de competencia –le dije a mi abuela–. Cuando llegás a bajar el calderín, ya los peces están a dos cuadras, esperando. –No seas irrespetuosa –escuché, la voz entremezclada con el berreo de Lisa. –Toc Toc ¿Habla Julia la más veloz del pueblo? –dijo mi hermano, una fórmula que usábamos ese verano. –Yo digo lo que es cierto. La abuela tarda por lo menos siete minutos en bajar el calderín, y así cómo las escudillas no se van a avivar. Ella no parecía darse por aludida. Había echado una cantidad de dulce desproporcionado sobre la tostada de Tomi y ahora la estaba levantando con el dedo. –Te apuesto –dije. –¿Me apostás qué? –preguntó Francisco, que parecía regocijarse con mi enojo. Eso era lo que más me molestaba. Tampoco él parecía tomarme del todo en serio. –Que no pescás ninguna, con el calderín. Tomi pegado al vaso, nos miraba alternativamente a Francisco y a mí. Por lo bajo me sopló algo. Yo asentí con la cabeza.


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–Ni con la caña –agregué. Mi hermano fingió que deliberaba con mi abuela. Lo que me faltaba. Que fingieran y representaran como si yo fuera una criatura. –Está bien... apuesto –respondió Francisco, volviendo a ubicar en la mesa los libros que había dejado apartados, mientras la abuela comenzaba a levantar las tazas. –... que no sea por plata –se escuchó desde el cuarto. Como siempre, mi madre siempre sabía lo que no había que hacer. –Te apuesto... –dije, y me quedé pensando. Miré a Tomi. Él no tuvo nada para apuntarme. –Podés tomarte tu tiempo –dijo mi hermano, abriendo uno de sus libros de tapa dura y apoyándole una piedra que habíamos traído de la playa–. El tiempo es una cosa curiosa que tampoco es como parece... –Toc Toc ¿Habla Francisco el gurú del pueblo? –lo interrumpí. Ya estaba por comenzar uno de sus sermones científicos.


Una noche me desperté con una pesadilla. Soñé que mi madre aparecía en el cuarto hecha un esqueleto, completamente descalcificada. Aparecía en el umbral, como siempre, pero esta vez no se dirigía hacia la ventana a abrirla, sino que se sentaba a los pies de la cama y me hablaba. Como no tenía dientes, las palabras eran como vientos atravesando los huesos. –Juuuuuliaaaaaa –decía, y el viento se alargaba y se iba lejos, hacia la ventana del cuarto. La noche anterior habíamos estado discutiendo con mi abuela si la dejábamos abierta o cerrada –a ella le daba igual–, y finalmente yo, a medianoche, fingiendo frío, había terminado pidiéndole que la cerrara. Es que no me podía dormir sabiendo que a unos pocos metros estaba la calle, la plena oscuridad. Las voces que pasaban por el sendero hacia la principal eran como laderas: se acercaban de lejos, alcanzaban una cresta cerca de la casa y luego se diluían nuevamente. La pesadilla continuaba porque yo sentía que la voz también en mí se ahuecaba, y lo único que alcanzaba a hacer era articular con la boca, pero ningún sonido llegaba a emitirse, como si un gran viento se me opusiera, un viento que me estiraba la cara hacia atrás y me dejaba ululando. Me desperté, mi abuela me zarandeaba con energía. –Julia, estás acá –me decía, y el sueño tenía circunvalaciones porque evidentemente me costaba salir. Me ofreció que me pasara a su cama. –No, no, está bien –le dije–. Me parece que estaba soñando. –Sin duda estabas soñando. Gritabas. Traté de recordar qué era, todavía tenía un nudo en el pecho, como si algo me hubiera aprisionado el esternón. No quería volverme a dormir y me mantuve sentada, de cara a la ventana.


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Un racimo de luz se deslizaba a lo largo de la cama de mi abuela, una luz débil, azul, que volvía lechosa su cara y su piel. Sin el sombrero turquesa que usaba para ir a la playa, sin los clips que le encogían el pelo y lo agrupaban tras la nuca, sin la toalla azul y verde estrellada, vi desde la cama que mi abuela era una mujer vieja. Pensé en mi madre: tal vez ella había estado alguna vez sentada como yo estaba ahora, y mi abuela tenía treinta y cinco años menos y el pelo negro y alisado. No los rizos teñidos y brillosos, ni la piel agrietada por el azul espectral. –No conviene que te duermas, porque dicen que volvés a soñar a partir del mismo punto. Dicen que el sueño es como una espiral en la que uno va viajando. –Contame algo así me distraigo –le pedí, como una autómata. Y me contó.


La visita de mi padre los fines de semana instalaba un verano dentro de otro verano. En realidad vino sólo tres veces –llegaba el viernes por la noche y se iba el domingo al mediodía– pero la casa entera sufría una transformación: mi mamá limpiaba y ordenaba de un modo como no hacía entre semana; Ana, mi abuela, se disolvía en un segundo plano, y hasta Tomi dejaba de venir temprano, como si la presencia de un hombre en la casa instalara otro tipo de reglas. La remera estirada con que deambulaba mi madre quedaba a un lado y en cambio aparecía un vestido color verde que no le sentaba mal. Y hasta Lisa se parecía más a un verdadero bebé. En vano yo me esforzaba en demostrarle que no era todo como parecía. Porque también mi padre tendía a mirar las cosas con buenos ojos, y hasta los berreos de Lisa (no la aguantaba todos los días como nosotros, argumentaba yo) parecían caerle en gracia. Mi abuela decía que nada infla más de orgullo a los hombres grandes que los hijos chicos. Los hace sentirse jóvenes, dijo una vez mientras íbamos a la laguna, y yo cargaba el calderín y Tomi no nos acompañaba porque había caído con gripe. Cuando estábamos solas, la conversación se volvía más íntima, ella tocaba “cuestiones de mujeres”, como le había escuchado decir al panadero, un hombre que hacía unos abanicos de masa que llevábamos a la playa. Y el panadero se había reído y yo habría querido desaparecer. Por suerte no había nadie más en la panadería. Ése era el tipo de cosa que más me avergonzaba de mi abuela, por no decir el modo en que se vestía –esos gorros ridículos que parecían salidos de un arcón antiguo– y que no hacían más que llamar la atención sobre nuestras personas, justo cuando yo quería pasar inadvertida. En realidad no había manera de pasar inadvertidos, porque llevábamos tantas cosas


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–el calderín, las toallas, el balde, el bolso con brújula, el paquete de la panadería– que nuestro grupo era, como decía mi hermano, un continuo de materia del cual el más despojado resultaba ser Alfonso. Tomi había ensayado un día un equipo para Alfonso que consistía en una alfombra hallada en la casa, a la que le había agregado un alambre para que cargara la caña, algo que por supuesto desechó mi abuela no bien lo vio. –Francisco debería darte lecciones de gravedad y equilibrio –dijo, sacando el alambre que hubiera amenazado la integridad del perro. Una vez que pasábamos la calle principal –sobre todo a la altura del puesto que vendía choripanes y hamburguesas y que era atendido por un hombre de mediana edad o por su hijo (había escuchado que se llamaba Esteban)– yo me relajaba un poco, más cuando doblábamos ya camino a la laguna, porque ése era un sendero muy poco transitado y allí nada podían importarme los sombreros de mi abuela. –No sé por qué todos se emperran en ser jóvenes –dije ese día, después de que ella me hablara de los hombres y los hijos chicos. –Es una cosa rara. Cuando se es chico, se quiere ser grande y cuando se llega a grande se busca ser joven. Al final uno nunca está contento con lo que tiene –dijo ella. –No es cierto, me parece. Eso depende de las personas. –Todo depende de las personas. No conozco nada que no dependa del cristal con que se mire. Yo recordé los lentes de Tomi. ¿Cómo sería ver el mundo de color lila? Después de andar un rato, mi abuela preguntó. –¿Qué le pasó a Tomi? Como mi madre, a veces parecía que leía el pensamiento. –No sé, creo que cayó con gripe... –respondí. Anduvimos un rato en silencio– ¿Por qué se dirá “caer con gripe” y no “caer con sarampión o difteria”? –¿Difteria? No sé de dónde habrás sacado esa palabra, ya en mi época estaba erradicada. Ya en mi época. Ésa era una expresión que decía mucho mi abuela, y creo que era sobre todo eso lo que la hacía aparecer ante mis ojos como un arcón antiguo. En la escuela había escuchado hablar de eras, escalas dinosáuricas que medían superficies inmensas de tiempo, tan inmensas e inimaginables como la velocidad de la luz. Las épocas también eran importantes, pero menores, equivalentes a grandes animales. Yo, por ejemplo, no tenía “época”.


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–¿Y qué había? –pregunté, mientras dábamos el breve rodeo que había que hacer para desembocar en la laguna –Había algo que ahora casi no se conoce: la tuberculosis. Todos teníamos miedo de contraer la tuberculosis. Había familias enteras que desaparecían de la ciudad por eso, pero no porque todos se murieran sino porque se mudaban buscando climas secos. –Uy, mirá –interrumpí . Una rana cruzaba el sendero. Indicio de que estábamos llegando a la laguna.


–Permiso –dije, con voz cauta. Estar en casas ajenas siempre me producía curiosidad y timidez. El padre de Tomi apenas me miró. Vivía atrás de nuestra casa y estaba ocupado en sus asuntos. Redes, herramientas, cañas. Como casi todos allí, él hacía muchas cosas y distintas, según fuera el verano o el invierno. En el verano el pueblo se volvía más animado y había hospedaje y alquiler de casas. Así lo había conocido yo, cuando trajo a la casa un colchón más. –Los hombres acá hablan lo indispensable –me había dicho mi abuela, al comentarle que el padre de Tomi era antipático. Había entrado con el colchón y lo había dejado en un rincón del cuarto, dirigiéndose a mi madre apenas con un movimiento de cabeza. Por eso en su casa no me sorprendió. Me hizo un gesto con la cabeza autorizándome a pasar y siguió con sus cosas frente a una gran mesa de madera donde había extendida una red de pescador. Parecía estar ajustando algo con una pinza. Tomi estaba en la cama con los ojos cerrados. Cuando entré –había que correr un arcón para poder pasar– los abrió. –Te perdiste un boro boro que vimos en la laguna –le dije, y me senté a su lado. Luego saqué el paquete abollado de la panadería y le mostré un abanico con azúcar quemada que le había guardado desde la mañana. –No tengo hambre –me dijo, y entrecerró los ojos. Me puse a hablar. Estaba indignada con lo que había pasado ese fin de semana, uno de los que había venido mi padre. La noche del sábado habían decidido salir –algo que mi madre no hacía entre semana–, junto con mi hermano Francisco, los tres, a dar un paseo por la calle principal. Y nos habían dejado a mi abuela y a mí con Lisa (que


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milagrosamente no lloró), y luego los escuché entrar, riéndose, canturreando no sé qué canción, pero supongo, por lo que contaron al día siguiente, que la que habían escuchado en el karaoke. Porque habían ido al karaoke. –Los odio –le dije a Tomi, a quien le costaba mantener los ojos abiertos–. Se creen que me van a poner y dejar donde quieran y cuando quieran. Pero un día se van a enterar quién soy yo y lo que soy capaz de hacer... –agregué y me quedé pensando–. Me tenés que ayudar a ver qué le apuesto a mi hermano. Se va a tener que tragar su apuesta, te aseguro, no tiene idea lo que son las escudillas. Se cree que sabe todo, es muy fácil leer en libros y después repetir como un loro, pero él no tiene idea ni de lo que es un loro. Tomi había cerrado los ojos. Me quedé callada. Lo miré. –Abrí la boca –le ordené, como había visto hacer a los médicos conmigo. Obedeció. Le acerqué la lámpara. Era una lámpara penumbrosa como todo lo que había en el cuarto, una lámpara con hilos color crudo que interferían la luz. Así y todo llegué a ver las manchas blancas al fondo de la garganta. Parecían los hongos de las plantas. Le toqué la frente. Estaba caliente, pero no me daba cuenta si era mucho o poco. Y luego, para no alarmarlo, continué–. Pensé en algo para apostarle, pero no sé... Hoy justo cuando íbamos a la laguna, se cruzó una rana... ¿Vos decís que la carne de rana es rica? –Riquísima –respondió Tomi–. Como el pollo. Me parecía extraño verlo sin lentes, y así, horizontal. –Será riquísima para ustedes que viven en el campo, para mí es un asco –dije, y me quedé mirando el cuarto–. Me gustaría ver qué cara pone mi hermano si tiene que tragar una pata de rana, por ejemplo, o la cabeza con el ojo. –El ojo no se come. –Claro, pero puede estar ahí, a la vista. Tomi entrecerró los ojos. Me di cuenta de que no me seguía. Guardé el abanico de masa en el papel abollado y se lo dejé en la mesa de luz. Tal vez más tarde tuviera ganas de comerlo. Luego apagué la lámpara y me fui procurando hacer poco ruido, pero el arcón era un poco pesado y no podía sino arrastrarlo. –Chau –escuché al irme. –Nos vemos mañana, mejorate –le dije a Tomi y salté por encima del arcón.


El lunes amaneció nublado. Mejor, pensé, mientras veía la luz grisácea que atravesaba los postigos. Estaba cansada de la playa y de la laguna, y de todos los integrantes de la casa. Empezando por mi abuela. –¿Qué programa tenemos para hoy? –preguntó desde la cama. Había estado lloviendo a la madrugada, y se notaba en la ventana, en las gotas que surcaban el vidrio. –Programa, programa... no veo por qué hay que hacer algún “programa”... Mi abuela dio un giro en la cama y se extendió de costado, mirando hacia el cielo. Había algo de invierno en el clima. Nos quedamos en silencio. –¿Sabés una cosa que siempre tuve ganas de hacer y que nunca hice? –¿Cómo puedo saber? –pregunté. –Torrejas. –¿Qué son? –Aunque no lo puedas creer no hice nunca torrejas en mi vida –repitió, como si se hablara a sí misma. –¿Y son difíciles? –le pregunté, cayendo inmediatamente en la cuenta de que me había pasado algo que odiaba que ocurriera. Me prometía abstenerme de iniciar o continuar conversaciones, y después siempre terminaba cayendo en la trampa. Y eso me hacía sentirme estafada. ¿Qué me importaba a mí lo que eran las torrejas? –No sé, justamente nunca hice –respondió ella, y de golpe se me apareció el tiempo en una dimensión que nunca me había aparecido. Setenta y cinco años y ninguna torreja. Fue como si la comparación con la torreja le diera la verdadera dimensión al tiempo. La miré con interés.


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–¿Cuántos años tenés? –le pregunté. Ella se echó a reír y se incorporó un poco. Era gorda, pero los movimientos eran bastante ágiles. No me gustaba verla con el pelo colorado suelto, me hacía acordar al pelo muerto de las muñecas. –¿De veras no sabés? Yo ésa era una cosa que siempre supe de mis abuelos –dijo, sentándose al borde de la cama y acercándose las chinelas. Tenía el camisón blanco y rosa arrugado a la altura de los muslos. Intenté no mirarla. No me gustaba ver a mi abuela cuando se sacaba el camisón y se quedaba en bombacha y corpiño. Esa franja era muy blanca y parecía ser parte de otro cuerpo. Me di vuelta para preparar la ropa. –Seis cinco –dijo, y yo me puse una de las piernas del jean. –¿Sesenta y cinco...? Ya me podía sacar el camisón. –Sesenta y cinco buenos, lúcidos y propios años –escuché. Por el ruido del corpiño deduje que estaba vestida. –No sé si me gustaría llegar a tu edad –le dije, y me senté en la cama para ponerme las zapatillas. Por un momento dudé. Tal vez no salíamos a ningún lado. –¿Y qué te hace dudar? –Mi abuela no se ofendía prácticamente por nada. Una sola vez la había visto enojarse, enojarse en serio, y por eso me daba cuenta cuando fingía. Pero ahora ni siquiera fingía. Parecía más bien interesada. –Deben doler los huesos –dije–, debe dar cansancio abrir los ojos por la mañana, debe haber malos recuerdos. Ella no se movió. –Sos inteligente –me dijo, y yo sentí que un efluvio de sangre me recorría el cuerpo. Qué lindo era sentirse halagada. –Pero te voy a decir una cosa... No hay nada más que tiempo en la vida. Y nunca se sabe qué es lo próximo que depara. Me quedé callada mientras me ataba los cordones. Les tenía que dar doble vuelta porque eran de mi hermano. –Por lo pronto, tal vez hoy coma torrejas –dijo– y creéme es la primera vez que las comería en la vida.


–Lo tengo, lo tengo –dije, entrando al cuarto de Tomi al día siguiente. Había encontrado la puerta de su casa entornada y me había escurrido por ahí. Pero al ver la habitación casi idéntica a como la había visto el día anterior, la alegría se me desdibujó. ¿Dónde estaría la madre? Nunca había pensado en eso. Sólo veía al padre de Tomi entrar y salir de la casa, pero no se me había ocurrido pensar en su madre. Él tenía los ojos entornados. –Ya tengo lo que le voy a apostar a mi hermano –le dije y abrió los ojos. Ahora veía que tenía pestañas bien anchas. Con los lentes no se las veía. –Una cucaracha. Que se coma una cucaracha –dije. Se sonrió. –Una de las que aparecen en el jardín, no de las chiquitas de mi casa de Wilde. Hubiéramos podido divertirnos, estoy segura, pero algo en su cara no estaba bien. Le toqué la frente. No me daba cuenta de cómo estaba. Le hice sacar la lengua. Las manchas blancas seguían intactas en el mismo lugar. –Tengo pastillas –le dije, hurgando en mi bolso. Tuberculosis. Me acordé de la tuberculosis. Tomi agarró la pastilla de frutilla y se la puso en la boca. Pareció reanimarse un poco, pero igualmente la cara entera estaba caída, como si una plancha le hubiera pasado por encima. –Está rica –dijo. Suspiré. Por un momento, había llegado a ver a mi abuela y a mí viajando hacia un lugar seco, alejado, dos mujeres cruzando una colina entera en busca de un pueblo para instalarse. Y vi médicos, las


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amígdalas de Tomi encendidas de rojo o de blanco, y la lupa en el consultorio, y las malas noticias, y su cara lánguida contra la almohada. También la cara del padre, siempre apesadumbrada, y luego una mudanza a un centro de rehabilitación, y Tomi andando de un lugar para el otro con la almohada al fondo. –Tenés que mejorarte pronto porque me tenés que ayudar –le dije– Mi familia está cada vez más insoportable. Lisa ahora resulta que sí agarra la leche y está todo el día desesperada, chupando sin parar. Y mi hermano ni te cuento, lo voy a nombrar el Gran Gurú universal. Ayer se la pasó hablando del tiempo que vuelve para atrás o para adelante, según cómo se lo mire. ¿Alguna vez vos escuchaste algo así? Tomi negó con la cabeza. Los ojos se le cerraban. Me quedé un rato al lado de él y aproveché para mirar el cuarto. Era un cuarto desprolijo, con algunas banderas colgadas en las paredes, la ropa desparramada entre una silla y el suelo, todo en una especie de continuo. También había cosas de la playa, caracoles, alambres retorcidos, y una estrella de mar rosada apoyada contra la pared entre dos clavos. Era obvio que en esa casa no había una mujer. Porque una mujer habría separado el enjambre de cosas y las habría colocado en algún lugar donde pudiera pasarles un plumero. Miré a Tomi. Parecía que dormía, porque ahora el pecho subía acompasado. Claro que él no se merecía ser huérfano de madre –en realidad, ni bien lo pensé me había estremecido–, porque entonces no tendría quién lo cuidara verdaderamente. Yo por ejemplo jamás había visto a mi padre levantarse por la noche si hacía frío, y en cambio sí se lo había visto hacer a mi madre, medio sonámbula y desnuda, atravesar el cuarto para taparme o colocarme unas medias. Con ella podíamos ser perro y gato durante el día, pero por la noche había una tregua. Mientras miraba a Tomi en la cama me dije que lo de la cucaracha era una estupidez. En serio él podía estar enfermo. De golpe me vi como una enfermera, con un birrete de la Cruz Roja y un delantal muy blanco, cruzando una colina, tal vez la misma que antes. Yo avanzaba con una valija de cuero hacia el centro mismo de mi destino y el destino se iba corriendo a medida que avanzaba, y siempre Tomi ahí, en mi frente, como una especie de guía. Pero una cucaracha verdadera –la que subía por el armario de madera improvisado en un rincón– me volvió otra vez a la tierra.


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PensĂŠ quĂŠ era peor. Si tragarse esa cosa viva de color negro azulado, o ver el estrago de millones de gusanos blancos en carne ajena. Otra vez la tuberculosis.


La idea de la organización de Mister Agua Azul fue de la peluquería del pueblo. Nos enteramos una mañana por altavoz (Mister Agua Azul 1972, anímese participe dígale a su marido su novio su vecino ¿quién es el más bonito? ¿soy yo? Mister Agua Azul 1972 anímese participe... ), una cinta sin fin que en apenas un rato hizo que todo el pueblo perdiera su modorra y que muchos termináramos saliendo al porche, mirándonos inquisitivamente. Julio, el peluquero –porque entonces su nombre empezó a sonar incluso para visitantes como nosotros– había atado unos altoparlantes a su coche, un peugeot viejo, y hacia el mediodía los comentarios y las chanzas eran generalizadas. –Supongo que se va a presentar... –le dijo mi abuela al panadero cuando fuimos por las masas para la playa. –Claro –respondió él, e hizo un mohín que no le había visto nunca. Era un hombre calvo, de cara afable, y su figura ancha quedaba un poco disimulada tras el delantal. Esos días tuvimos motivo de conversación con mi abuela. Porque ni bien salíamos, comenzábamos a calificar a los hombres bajo un espectro azul-blanco. –El parrillero... –proponía yo. –Humm, celeste bien pastel, tirando a blanco –opinaba ella, mientras mirábamos disimuladamente hacia adelante. Con la iniciativa de Julio la vida en el pueblo se puso patas para arriba. Porque cualquier hombre se podía presentar –incluso los “turistas”–, y desde el principio quedó claro que el concurso no era tanto de belleza, como de quien fuera más ingenioso, valiente, o acaso más sofisticado. “La belleza en los hombres no importa”, escuché decir varias veces cuando hacíamos las compras, una frase completamente ajena al tipo de intercambios habituales y que sin embargo parecía gozar de


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popularidad. Ése había sido el mérito de Julio: inundar el pueblo de frases semejantes, un conocimiento que emergía de golpe, como suben las verduras al desatarse el hervor. Y el hecho de que el veredicto se dirimiera por la cantidad y calidad de los aplausos, una decisión astuta que invitaba a la participación, le dio desde el primer momento a Mister Agua Azul 1972 el aire de un carnaval inminente. El anuncio era para el 26, casi el fin del verano. No estaba mal para ese tramo de las vacaciones. Ya me estaba comenzando a aburrir y empezaba a pensar en ciertas cosas de mi casa. –Según el reglamento que pegó Julio en la puerta, los participantes tienen que ir disfrazados –contó mi abuela dos días después de que nos despertaron los altoparlantes. Tomi ya se había mejorado y estaba con nosotros otra vez, tomando la merienda. Era increíble, pero con tres días de cama había adelgazado, y no tenía el aspecto macizo de antes. –¿Tu papá se va a presentar? –le preguntó mi mamá, que por fin estaba sentada en la mesa con nosotros. Lisa se había dormido. Tomi ni siquiera contestó, tan absurda le sonaba la pregunta. Pero se sonrió, con una sonrisa que se le aplastaba hacia un costado, como en zigzag. Mi abuela le preparó una tostada. –Vos tenés que comer –le dijo, extendiéndole un pan con manteca. –No sé si presentarme... –comentó mi hermano, divertido. Hasta eso había logrado Julio. Haber vuelto divertido a mi hermano. –Vos tenés que estudiar –dijo mi madre. –Lo digo en chiste. –¿Por qué en chiste? –intervine–. Podrías ir disfrazado de sistema solar, con planetas colgando, y con una luna que dijera “Luna... tico” y un traje azul lleno de estrellas... –A mí me gustaría ver cómo va a ir el empleado de la pizzería, qué va a hacer para disimular la panza que tiene... –dijo mi madre, seguramente preocupada por su propio abdomen. A veces se lo veía a contraluz y realmente daba impresión. –Para que sepas los luna-ticos son los que explicaron el mundo donde estás parada... así que no me molestaría mucho ponerme la corona –aclaró mi hermano. –Eso está por verse. –No peleen –dijeron mi madre y mi abuela al unísono, en una especie de confabulación generacional. Por Dios. ¿Cuántas veces se


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habría repetido esa frase entre las madres? ¿Y a cuántas generaciones más comprometería? –Claro que está por verse, pero lo que vos deberías ver –Torta Tortilla, callate Chiquilla– es que tu manera de ver está completamente condicionada por esos lunáticos... –¿Por qué? –preguntó mi madre, con un halo de inocencia. Así, desde la mesa, frente a mí, me pareció que estaba en un programa de televisión, un programa viejo en el que las personas simplemente se daban pie para hablar. O de preguntas y respuestas. De haber nacido en la época de los programas de preguntas y respuestas, sin duda mi hermano habría podido ganar alguno. Pero no era tan simple un concurso de Mister Agua Azul. –Veremos, veremos –dije, y de pronto se me ocurrió. Ésa sería la apuesta. –Porque todo lo que ves... todo lo que ves –y aquí Francisco enfatizó la palabra todo con golpes en la mesa y clavándome la vista, como si yo fuera todo– depende no sólo del ángulo que lo mires, sino del tiempo en que lo mires. ¿O acaso tengo que hablar una vez más de las estrellas que ahora, en un rato, estaremos viendo y que ya murieron? Tomi lo miró, creo que asombrado de su vehemencia. Pero además porque supongo que era la primera vez que escuchaba la palabra morir asociada a una estrella. –Eso es increíble, nunca deja de parecerme increíble –dijo mi abuela, mirando hacia la ventana. El cielo estaba pasando de rojo a azul, y se había instalado en una tonalidad eléctrica, que presagiaba no se sabía bien qué. Podía haber tormenta, volverse negro, descapotarse... en fin. Nos quedamos un rato en silencio. –¿Qué es increíble...? Una vez más yo había caído en la trampa. Ah, la curiosidad... –Que podamos contemplar el pasado –dijo mi abuela, con la mirada perdida tras la ventana. Era, de golpe me di cuenta, efectivamente impresionante. –Claro, pero qué gracia... se puede ver el pasado de otros, como en una película, pero nunca el propio... –dijo mi madre. Ahora que la miraba, quieta, sentada con nosotros como si fuera cualquier otra persona, me di cuenta de que ella tenía un “pasado”. No era tan distante como las épocas, pero era algo que tenía consistencia, había “sido”. –A mí no me interesaría ver mi pasado. ¿Para qué? Ya lo viví –dijo mi abuela.


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–En cualquier caso –intervino mi hermano– lo que está en juego es la velocidad de la luz, Chiquilla –y aquí él usó su tono detestable–. Porque nada de eso ocurriría si no viajara tan rápido. Esa rapidez te hace suponer que estamos viendo las cosas en el mismo momento en que ocurren. Pura ilusión. –¿Y entonces...? –dije. –¿Y entonces qué? –preguntó él. –Te apuesto que las escudillas son tan o más rápidas.. –Ahá... –respondió mi hermano y se sonrió. No supe de qué. Acaso se estaba imaginando a él mismo en el concurso –yo lo veía perfectamente, los rulos dorados y un traje con cetro, y los planetas colgando con alambres alrededor de la cabeza–. O se burlaba de mí. –Más rápidas que yo, seguro –dijo mi abuela, incorporándose. La noche ya había comenzado a desplegarse y era hora de darse un baño antes de empezar con la comida. Mi madre se incorporó también. –¿Caña, calderín o mano? Miré a Tomi. Él era del lugar. Asintió con la cabeza. –Como quieras –respondí. –¿Qué pasa si gano? –Elegís vos. –¿Qué pasa si pierdo? Señalé hacia fuera. –Mister Agua Azul –dije y salí al porche.



II



Miro por la ventana, y la tarde cae como un jergón de nieve. Cae pareja, calma, incesante, como alguna vez me dijeron debía ser la voluntad. En los años que llevo en un país de nieve casi no hay tarde en que no me asombre ante el contraste asombroso del paisaje. Un día, flores –el mato dorado de caléndulas, el sendero de violetas al borde del lago, el cielo nítido, boreal, que casi duele. Y de golpe el desierto blanco, un elefante níveo que se tiende ante nosotros, acadenciado. La luz cortajea las pupilas hasta herirlas de ceguera. Saco la mano por la ventana y la apoyo contra el telón inhumano. Y es como si la presencia de la carne imprimiera al filo de la luz una nueva dirección, la cincelara de chanfle, la hiciera recorrer y percutir la concavidad de la retina hasta calcinarla por dentro. Y luego de ese instante único de ceguera y dolor de cada invierno, vuelve el ojo a recuperar su antigua cualidad, y es la luz, ahora, la que parece someterse a su reinado. Pestañeo. Veo.

–¿Qué ves? –me pregunta Leo, mientras ordena sus papeles. Yo acostumbro sentarme al lado de la ventana, mirando hacia la calle, si es que puede llamarse así al camino de tierra que bordea mi casa. Ottawa es una ciudad notable en ese punto. Uno puede llegar a olvidar que se trata de una ciudad. –Una mujer que va de la mano con un chico. Hacen malabarismos para no caerse. Le hablo de los guantes de Ottawa, ese universo de pieles, gamuzas, colores, mitones, guantes haciendo juego con gorro, gorro haciendo juego con medias. Sé que él me escucha oblicuamente, atravesando sus dicoti-


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ledóneas y bacterias, sus informes de investigación. Lo sé por la forma en que sonríe mientras apila los libros. A veces me parece que yo le traigo noticias del mundo. A veces es él. Cuando vuelve de la universidad y cuelga la bufanda en el hall de entrada y atraviesa la casa que cruje sobre el deck de madera, por ejemplo. –Landlow presentó una carta al Consejo que va a traer cola –dice, mientras me da un beso y aprieta el control h de la máquina, el que vuelve la pantalla negra. Es su manera de exigirme atención. –¿Otra vez? –le pregunto, y en mi interés hay algo de fingimiento. Los nombres ingleses tienen en mí la capacidad de resbalarse, como si no designaran o se aferraran a las personas, sino que fueran entidades en sí mismas, que pudieran deslizarse y dejarse correr. – Sos escritora –dice Leo, cuando le explico esas cosas. –Soy extranjera –le digo.

¿Cuánto tiempo hace que vivo acá? El tiempo tiene una materialidad curiosa, a veces me parece que estoy aquí desde siempre. Y que lo que es extranjero es mi vida pasada. Y sin embargo son apenas unos años. Es el efecto de la geografía: simplemente no se ven más las mismas cosas. De manera que lo que antes estaba unido bajo una forma continua –el tiempo y el espacio, diría mi hermano– aquí se vio completamente hachado, y el pasado quedó unido a un espacio como en una gran cápsula. Cápsulas de pasado que desfilan ante mi ventana, tan nítidas como esa mujer que va con el chico de la mano. Y así ha sido siempre. Virginia Woolf abre las ventanas del living y sale a contemplar el jardín, Sylvia Plath mira el mundo desde las paredes de un horno. Me pregunto cómo es posible escribir sin melancolía.

La primera vez que vi caer la nieve, una forma de exaltación me ganó. Esa increíble suspensión de algo sólido, que en nada se parece a otras consistencias, esa blancura... Timo, un amigo de mi hermano que se formaba para monaguillo, decía que el reconocimiento de los blancos, de la pureza de los blancos, informaba de una instancia divina. ¿Cómo –preguntaba– es que reconocés que este papel es más blanco que esa tela, si no es porque en algún lado viste o verás la instancia máxima de blancura, o más bien la única?


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Recuerdo que mencionaba la nieve, pero la nieve era entonces para mí apenas una palabra, como hoy lo son las palabras inglesas. Luego comprobé que los días que preceden al –iba a decir, estallido de la nieve–, una ligerísima tensión aprisiona el aire, como una expectativa, una retención o un anuncio, que se resuelve sólo cuando comienzan a caer los primeros copos. La llegada de la nieve se parece más bien a la apertura de un capullo, no al estallido de las tormentas. Las palabras que uno aprende están viciadas de experiencia, tal vez por eso me gusta ser extranjera. Hay un terreno virgen, refractario, y uno está solo, una vez más, descubriendo cómo se llaman las cosas.

–¿Qué leías? –pregunta Leo cuando me oye apagar la lámpara, una lámpara que encontré en el ejército de salvación, a la que recubrí con papel amarillo. Es mi estrategia para leer de noche. En invierno, el living se vuelve demasiado frío y me cuesta abandonar el cuarto. Atraigo con el pie una de las medias de lana que me quedó bajo las sábanas, y la saco hacia afuera. Leo me da la espalda. Yo lo abrazo. –Para dormir tengo que estar solo –me explicó no bien nos conocimos. Para dormir cada uno mira a su propia pared. –¿Con cuántas personas compartiste el tránsito al sueño? –le pregunto, y él imagina celos. Pero no. Simplemente me intriga, me deslumbra, ese momento en que el rey egipcio baja al subsuelo, en que la Madre mira con un ojo de cristal tallado en la frente. Acaso no haya momento de mayor intimidad. –Vi un gato que cruzaba el río inmóvil y que me miraba con ojos amarillos, mientras alisaba sus uñas contra las grietas –le cuento, antes de darme vuelta y cerrar los ojos frente a la pared blanca, oscura.


También los preparativos para Mister Agua Azul entraron en una zona baja, casi de olvido. Los días del verano pasaban así, con algunas exaltaciones iniciales y luego un declive, una meseta que se abría bajo nuestros pies y en la que nos quedábamos días enteros. No querría dar la impresión de una serie ininterrumpida de sucesos, porque más bien lo que ganaba era la languidez misma de las horas. Yo pasaba mucho tiempo en la casa de Tomi, al fondo, donde había un gato gris y negro al que nunca toqué, y que cruzaba al sesgo, como una sombra. Y en su cuarto tampoco necesariamente hablábamos, él tenía varias historietas que yo no conocía y que se cambiaban en lo de Lucy. Ése era buen un plan, ir a lo de Lucy, un negocio de artículos de lo más variados que estaba justo a la salida o la entrada de la playa. Allí había desde bombillas hasta salvavidas de plástico, pasando por toda la gama gastronómica básica, de manera que era natural que la literatura –el sector de intercambio de libros y revistas– se arrumbara al fondo, en un rincón que se llenó de polvo bastante rápido y en el que había que estar agachado para elegir. Sin duda otras personas en el pueblo estaban en la misma situación, porque si bien las revistas rotaban, los títulos se fueron angostando cada vez más y hacia el fin del verano llegué a tener todas leídas, hasta las Nippur de Lagache, que me cansaban con su mundo de guerreros estrafalarios y sus milenarismos. Pero hubo un hecho que cambió la sucesión monótona de las horas y que no puedo pasar por alto. En un momento Alfonso desapareció sin dejar rastro. No sabría decir cuánto tiempo tardamos en darnos cuenta, porque Alfonso era un perro que iba y venía a su antojo. Por la mañana lo encontrábamos echado bajo el porche –y nunca sabíamos cuándo se había instalado allí pues al irnos a dormir él no estaba– y luego a media mañana lo perdíamos, después de bajar a la playa y de que jadeara al


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lado nuestro frente al mar. De manera que tardamos en darnos cuenta de su ausencia, o mejor, su ausencia fue volviéndose tangible con el curso de las horas. Pero no era algo que tuviera la tangibilidad de un accidente, por ejemplo –y creo que por eso no hubo una explosión de llanto–, sino que su ausencia fue cobrando vida al igual que las gotas de vapor se instalan en un espejo y van perfilando una imagen. Hacia la primera noche, la ausencia de Alfonso fue apenas un comentario que se interpuso entre las disquisiciones sobre los omelette –mi abuela decía que bajo ningún caso debía decirse en plural, y mi madre hablaba de las bondades de un plato que habilitaba cualquier tipo de relleno–, y en medio de esa conversación yo le pedí a Tomi que trajera el plato del perro, y mi madre –estirando la cabeza para ver el porche– dijo que no estaba, que andaría por ahí. Eso fue todo, pero antes de ir a dormir y cerrar los postigones –ya estaba claro que yo dormía con las ventanas completamente cerradas– eché un vistazo al rincón de Alfonso, un “rincón” móvil que consistía en una toalla vieja y unas pantuflas de mi hermano que –acaso en el único acto de posesión o fuerza que hizo en todo el verano– el perro había despedazado el primer día. No dormí bien, y a la mañana siguiente hubo varios comentarios sobre el rumbo nocturno de Alfonso. –Debe andar atrás de una perra –dijo mi abuela, sin concederle demasiado importancia. No sé si lo que me molestó es que dijera eso casi desnuda –lo que me obligó a salir de la habitación– o el comentario propiamente dicho, que parecía abdicar de toda búsqueda, de toda preocupación. –Anda borracho por ahí –deslizó mi hermano, un chiste antropomórfico que me puso los nervios de punta. Por algo nunca me habían gustado los dibujos animados. No soportaba ver a los animales transformados en personas. Esa tarde fue curiosa porque las horas adquirieron una extraña consistencia. No tener a Alfonso flanqueando nuestro paso cuando caminábamos hacia la playa, o no frenarlo o detenernos ante la inminencia de un perro, le daba a nuestro andar un ritmo otro. Acaso más sostenido. También más apagado. Esa tarde fuimos a la playa Tomi y mi abuela e incluso mi hermano, y ni siquiera su presencia llegó a irritarme. Era como si un pedazo de mi alma hubiera sufrido un desplazamiento. Y entonces estar allí era también no estar allí, y ningún sentimiento neto lograba instalarse.


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Por la noche –y ahora ya sí convertido en tema de conversación– la desaparición de Alfonso fue tratada en la mesa. –¿Ya pasó antes? –le pregunté a Tomi, el único que podía dar alguna señal clara en relación con el comportamiento del perro. Él lo conocía de todo el año. Tomi negaba con la cabeza. –¿Y si lo robaron? –arriesgué. La ansiedad, supongo, se me notaría en la voz. –Ay, Julia, nadie va a robar un animal ya crecido, que no tiene raza, y que es más vago que un ministro... –argumentó mi abuela, ¿acaso tratando de parecer leve? ¿O de transmitirme –pienso ahora– que, estuviera donde estuviera, Alfonso seguía siendo, y además holgazán? Pero las palabras leves no tenían la capacidad de conjurar los hechos, y antes de ir a dormir el vapor de agua se había condensado de tal modo dentro mío que había formado un gran charco, una humedad que me inundaba el pecho y lo volvía helado. Mi abuela me trajo un saco de lana suyo y por una vez no me resistí. Ella tenía un tono serio –y no era, ahora lo sé, preocupación por mi estado de salud, ni preocupación por el perro. Era el tono de quien se veía expuesto a la misma conflagración, un intento de mantener una certidumbre allí donde no era posible tenerla. Es cierto que ella tenía una certidumbre de abuela, y eso logró sobrevolar la noche, incluso el cuarto húmedo, ajeno a nuestras vidas.


–¿Salinas participa? Era mi madre, por la mañana, en la casa, tratando de introducir una conversación que languidecía. Salinas era el hombre de la panadería, de quien mi madre decía era “un excelente candidato” para mi abuela. Mi abuela continuó con la chanza. –Seguramente... y ahí voy a poder realmente evaluar... –dijo. El día era nublado, gris, y había amenazado con lluvia desde temprano. Eso nos había hecho quedar en la casa, sin “programa”, y yo con poco ánimo. Tomi había entrado pero se había ido –a acompañar a su padre a llevar una red a un pueblo vecino–, y mi hermano también estaba taciturno, concentrado en sus libros. –¿Y va a haber que sacar entrada? –preguntó mi madre, desde el cuarto, mientras cambiaba los pañales de Lisa. Yo entré a la habitación y la miré. Era extraña mi hermana. Tenía una frente ancha y pelos oscuros a ras de la piel, una pelusa que a mí me hacía acordar a los monos. Los ojos eran bastante lindos, o mejor, se estaban poniendo lindos, más abiertos, más nítidos. Lo demás era común: un bebé. –Quién va a pagar para ver eso... –dije, refiriéndome a Mister Agua Azul. En vano mi madre trataba de inventarme un entusiasmo, me daba cuenta. Alfonso seguía desaparecido, y para soportarlo yo había tenido que engrosar el ancho de una coraza que ese sentimiento no podía atravesar. –Ay, Julia, se paga para cada cosa... –comentó ella y escuché el ruido de vajilla en la cocina. Mi abuela se había inventado el programa del lavado, ollas que salían relucientes de la pileta y que se apilaban a un costado. Caminé hacia el porche.


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–Julia, por qué no me ayudás –me dijo, como avizorando la peligrosidad de mis pasos. Yo me quedé frente a la ventana. –Qué lindo plan, salir de vacaciones y lavar y lavar, ollas, tazas, vasos... –dije, y al evocar los vasos, me detuve en el vidrio de la ventana, un poco sucio. –Podés tener la casa entera para limpiar si querés –agregué, y luego abrí la puerta y salí. El porche era un lugar peligroso, porque allí estaba –no nos habíamos animado a sacarlo– el rincón de Alfonso, su toalla chamuscada y sus zapatos viejos. Yo me senté en uno de los troncos que utilizábamos como banco y me quedé mirando hacia fuera, hacia la calle, por donde podía pasar el perro. Ése era un efecto que había notado en todos, a pesar de que nos empeñábamos en no manifestar preocupación. Ni tristeza. Todos alucinábamos un poco la silueta de Alfonso –cuando íbamos al pueblo, cuando divisábamos una mancha negra en la playa– y una expectación nos recorría, el tiempo que tardaba la figura en volverse nítida, hasta que un detalle se pronunciaba, el color de la cola que carecía de la mancha marrón, las orejas más pequeñas, un andar nervioso que en nada se parecía a la forma aplomada de Alfonso, su modo seguro de pisar. A veces la completa inmovilidad que manifestaba una mancha –y que desmentíamos con un aceleramiento de nuestros pasos– era seguida del alivio, cuando comprobábamos que ese objeto oscuro arrumbado a un costado del camino era una bolsa, en cuya superficie la arena había provocado pliegues, inventado sombras. Una desilusión que se repetía y que había ido acallando los comentarios, los primeros fervores. –Por qué no arreglás tu cuarto y luego salimos. Me parece que se va a componer –me dijo mi abuela, saliendo al porche. –Estás chorreando agua con los guantes –le respondí. Tenían paciencia. Pero no hay forma de no tenerla, luego lo supe, frente a lo ineluctable. Alfonso había desaparecido, y esa presencia que hasta entonces había sido para mí una figura más del campo que constituía la casa, se revelaba ahora incalculablemente necesaria, me demostraba de un modo doloroso, casi insoportable, la forma en que los seres asumen su ocupación en el espacio. Hay existencias fuertes, que despliegan su ser en la extensión, en el revuelo, y hay otras que parecen casi reconcentrarse en la propia figura,


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en lo menudo, en el silencio. Alfonso pertenecía a esta última clase, y era la naturaleza tenue de su existencia, su modo de echarse cruzando las patas y apoyando la cabeza en una de ellas, la que venía ahora a apedrearme la frente, la que venía a hacerme conocer la desolación.


La mujer que camina de la mano con el chico que lleva un gorro azul, un chico que le llega a la altura de la cintura, cuando se hunde con exceso en el colchón de nieve hace un imperceptible movimiento del brazo: deja del codo hacia delante el músculo inmóvil y asume para sí, del codo hacia arriba, la totalidad del movimiento. Él, no alcanza a percibir el cimbronazo.

Mi hermano decía que el movimiento es en alto grado ilusorio. Es cierto que se encargó de viajar –y ésa podría ser la mejor desmentida de sus palabras– pero no creo que los hechos puedan desmentir las palabras, sino que simplemente tienen regímenes distintos. También me lo puedo imaginar perfectamente en un palacio, quieto, o quieto en la selva misionera, sólo bajo el imperio de sus propias ideas. Cuando nos despedimos, hablamos de la imaginación. “Es un terreno que siempre se puede habitar”, me dijo, y yo pensé en sus estrellas, sus soles rotos. Claro, le respondí, y no ceso de hacerlo. Pero por supuesto entendí que la frase entera se agolpaba alrededor de la palabra siempre.

En Ottawa, una vez por año, el río se vuelve inmóvil. Primero es la superficie que se espeja, un súbito detenerse de los brillos. Pocos días después, el río se vuelve sólido. Y es una masa gigantesca de agua completamente quieta, un animal prehistórico embalsamado. Entonces salen los canadienses a patinar, y el agua es pista, calle, fondo donde los colores se deslizan. Las curvas van dejando su cincel, y hacia el fin del invierno la superficie es una talla de muescas en el hielo.


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Me pregunto dónde estarán los peces, cuántos quedaron cautivos, presos del espíritu de la naturaleza. Por debajo de la pista que se yergue magnífica hay base de cadáveres.

Me sorprende asistir a la gama de blancos. Pienso que mi vida podría haber transcurrido sin tener ese conocimiento, si algo tan aleatorio como un destino de viaje no hubiera tenido lugar. Tener lugar, take place, stattfinden... Una amiga alemana que hice en el tiempo que dura la vida de aeropuerto –ella volvía a Stuttgart por la ruta Ontario-Berlín– intentó explicarme la expresión, que recién entendí cuando consulté un diccionario en mi casa. Ella hacía gestos en redondo, que nos incluían a mí y a ella, y al avión con el que sobrevolábamos el océano. Yo me inclinaba por el ahora, por el acá, y ninguna de las dos podía saber exactamente de qué hablábamos. Después encontré: tener lugar, existir, ocurrir. Aquí me acostumbré: la comprensión es siempre un poco diagonal. Cuando miro la pista y veo los surcos –los patinadores suelen avanzar en diagonal, alargan el envión que los impulsa extendiendo la superficie–, pienso que en esa figura hay un dibujo para mí reservado, que tiene el filo de una quilla en el hielo.

¿Y qué hay de la mano que se tiende enguantada de un extremo al otro del espacio?


Alfonso apareció. Tomi lo encontró, alerta, parado en la puerta del negocio de Lucy, con las orejas enhiestas y en el estado en que lo vi: magullado –como si un gato se hubiera colgado de él y no lo hubiera soltado hasta caer por su propio peso–, con la oreja mordida, la silueta de los dientes recortada en su propia carne, y en el lomo unas costras resecas de sangre sólida. La sorpresa, la estupefacción por su estado, diluyó por un momento la alegría de encontrarlo. Estaba un poco desconocido –yo lo había conocido con el pelaje de los animales sanos que crecen en una naturaleza firme, con un andar que me recordaba el de ciertos atletas, y ahora Alfonso era un estropajo, no sólo por el pelaje que había perdido toda sedosidad –esa interrupción de pelo y barro– sino que su actitud había cambiado, y el andar displicente, casi sabio, había sido trocado por un gesto alerta, defensivo, que comprobé no bien extendí la mano para acariciarlo, y él se retrajo sobre su propio cuerpo y gruñó. Estaba irreconocible, pero en poco tiempo uno se acostumbra, y la alegría –¿puedo llamar a eso alegría, a la sensación que me inundó de golpe de un calor que me volvió blanda?– se instaló lentamente, hizo su aparición tras las mansas ceremonias del reconocimiento. Con Tomi nos quedamos echados en el porche, después de que todos se acercaran a recibirlo, incluso su padre, que apareció desde el fondo. –Como ven tenía razón, debería haber apostado –dijo mi abuela, después de inspeccionar al perro y antes de meterse nuevamente en la casa. Mi hermano se quedó un rato contemplándolo como si estuviera frente a un aparecido, y el padre de Tomi sacudió la cabeza con un gesto de resignación. –Así es –dijo, lacónicamente, y desapareció por el jardín.


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Tomi y yo nos quedamos allí un buen rato, le acercamos a Alfonso su plato de agua, y mientras él tomaba yo lo miré bastante, me detuve en los aglomerados de sangre y pelo, en el hocico raleado, en su carne enflaquecida. Imaginé la fuerza descomunal que lo habría impulsado a llegar a ese punto, una fuerza no sólo enorme sino demente, capaz de volverse contra sí. Recién entonces, en el porche, sin ya el dolor agudo que había significado su ausencia, me pareció entender algo que explicaba mi hermano sobre la forma del universo. Me figuré el movimiento nocturno de los perros, a Alfonso trotando en lo desconocido, rumbo... ¿a qué rumbo?, una jauría describiendo el dibujo de una gran telaraña, perros que venían del norte llamando a otros que venían del mar, todos ellos reuniéndose vaya a saberse bajo qué dictados y siguiendo qué ruta. Seguro la del olfato. También la del oído. Durante un rato, mientras Tomi jugaba con una madera a la que le había diseñado una ranura, me quedé en silencio, intentando aguzar el oído, captar eso que hacía a los animales levantar la cabeza unos segundos antes de que ocurrieran las cosas. Pero no escuché eso. Escuché voces que pasaban por el camino, los ladridos de un perro a lo lejos, una música que parecía provenir de una casa de adelante, y el mar, el mar, el mar, como una gigantesca y sutil caparazón que nos envolviera a todos de un modo tan inmenso. Nos habíamos quedado un rato así, callados, Tomi tallando su pieza de madera, yo mirando hacia arriba, hacia el borde del techo que lindaba con el cielo y que estaba plagado de telarañas, cuando de pronto el silencio se transformó en una extensa caja de resonancia, y el sonido del mar, primero sordo, casi imperceptible, fue levantando altura y estableciéndose, hasta instalarse con una fuerza monumental y mínima.


–Me dijo Salinas que cada tanto pasa, que del pueblo de al lado se manda mudar alguno y que al entrar se arma ese revuelo, porque se mete con alguna perra de acá o porque entre los que vienen hay una. –Vos tené cuidado con Salinas y esas conversaciones... –dijo mi madre–. Mirá si es elegido Mister Agua Azul y se pone a aullar como un perro. Estábamos de buen humor. Todos. Habían pasado sólo dos días desde el retorno de Alfonso, y su presencia –se tiró en el porche y prácticamente no se movió de allí– trajo calma, alegría. Además esa misma noche llegaba mi padre de visita –era el último fin de semana que venía– y eso producía cierta expectación. No para mí, que lo veía desde alguna distancia, pero sí para mi madre y mi abuela. Ellas parecían estar en una rara alianza, algo que se había acentuado o más bien producido con el nacimiento de Lisa, porque yo recordaba otras épocas, más tensas, más llenas de objeciones. Pero con ese nacimiento –o tal vez un poco antes– parecían haberse dejado de objetar, como si mi madre se hubiera movido a un centro –y paradójicamente nunca había pasado tan inadvertida– y mi abuela a otro espacio, un poco lateral. Mientras yo colocaba la mesa y mi hermano hacía a un lado sus libros –un movimiento que se repetía todos los días: levantar lo que desplegaba, y llevarlo volando tal como estaba a una mesa ratona, para luego volverlo una vez que terminábamos de comer– mi abuela fue hacia el cuarto a buscar algo. –Debería haber un aparato que pudiera medir la intensidad vibratoria que desprende la persona, un aparato... –prorrumpió mi hermano, continuando en voz alta lo que venía pensando. –Yo creí que estudiabas cuando estabas atrás de los libros –comentó mi madre, desde al lado de la hornalla, esperando que el agua alcanzara el hervor.


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–... una especie de magnetómetro que midiera las ondas que se desprenden del cuerpo de una persona y van hacia otra... La idea me interesó. Un aparato así habría podido predecir los movimientos de Alfonso por ejemplo. –Y no es tan imposible... tan imposible... porque –continuó– el campo magnético es perfectamente medible... –En ese momento la verdad es que me gustó, mi hermano. De tener la misma edad, habríamos podido ser amigos. –Pasá, pasá, no te vas a quedar ahí como una estatua –lo interrrumpió mi abuela, al ver a Tomi parado en el umbral. A la hora de comer siempre hacía así, se quedaba a un costado–. Lo que no sé es si te va a gustar lo que hay: zapallitos. –Y mientras Tomi se ubicaba en su silla de siempre, pegada a la ventana, desde donde tenía cómo distraerse cuando se aburría de las conversaciones, mi abuela, demostrando que tenía reflejos, le respondió a Francisco. –Eso no es tan distinto de lo que había cuando era joven. No igual, claro... pero en una de las revistas que yo compraba, había justamente un recuadro con el dibujo de un aparato que se llamaba atractómetro, que tenía una aguja, y que medía cuáles eran los diez hombres más guapos del mundo. –¿Del mundo? –se sorprendió mi madre. –Cómo no, si ya había cine... Tyron Power ocupó meses y meses el primer puesto, y si se caía algunas semanas, luego volvía a subir. Qué extraño me pareció. Traté de imaginarme a mi abuela de joven, más chica que mi mamá, mirando revistas y señalando estrellas de cine, y no hubo modo, como si la imaginación tuviera un límite bien preciso y esa imagen fuera imposible de forjar. Mi abuela, joven. –En la variedad está el gusto, dicen. Pero yo no creo que sea así. A mí siempre me gustaron la misma clase de hombres –dijo mi abuela. –Ahora no me vas a decir que fueron todos parecidos a papá. Por un momento me pareció estar en una conversación surreal, como si no fuéramos una familia, sino simplemente amigos. Pero no. – ¿A qué hora llega papá? –pregunté. –Salía después del trabajo, así que si no hay problemas en la ruta, a la noche –Lisa recién se había dormido, y mi madre estaba sentada con nosotros, relajada. El primer rato siempre ocurría así. Mi hermano continuó con sus argumentos.


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–No creo que todo sea variación y gusto. Sin duda hay quienes tienen “ondas vibratorias superiores”... Y si no... –dijo, terminando el último bocado de zapallitos y apartando el plato–, explicame por qué Tyron Power estuvo años allá arriba. –Tairon –corrigió mi abuela–... es que era un tipo alto, con garbo... con el pelo bien negro y unos ojos que a todas nos dejaba... cómo decirlo... –dijo, ensoñadoramente, mientras intentaba encontrar la palabra. –Lo que no entiendo es qué mediría el atractómetro –dije. –Tengo que admitir que no está probado, pero sería simple –dijo Francisco–. Hay ciertas cargas, y el cuerpo humano las tiene, como cualquier sólido, como las rocas, que un magnetómetro puede captar. El aparato lo que hace es medir una radiación, una energía que proviene de la piedra. Y cuando se encuentran un polo positivo y otro negativo de la misma carga, se produce una atracción, una fuerza, que es directamente proporcional a la cantidad de sustancia activa que hay en el sólido. En los imanes por ejemplo, es el hierro y los derivados ferrosos. –Uy, miren –dijo Tomi y señaló una lagartija. Estaba detenida en el marco de la ventana. –Es hermosa –dijo mi madre. –Es una manera de verlo, sin duda –comentó mi abuela. A ella nunca le habían gustado demasiado los animales. Menos los “chicos”, como decía–. A mí la sola idea de saber que dormimos con ese animal al lado, en la cabecera, me da pavor, no sé a vos, Julia. La miré. Era graciosa. –Es del estilo de las ranas. Si te gustan las ranas, no veo por qué no te va a gustar la lagartija. Esa noche me fui a dormir pensando en varias cosas. Mi padre llegó más tarde de lo previsto. Lo escuché entrar a la par que oía los ronquidos de mi abuela –lo peor de dormir con ella–. Yo tenía en la cabeza el atractómetro, lo imaginaba como un aparato que pudiera colgarse del cuello o apoyarse en alguna parte del cuerpo. Tairon Power, como decía mi abuela, debería ser una terminal muy abigarrada, porque de él se desprendían extensiones hacia todos los lugares del mundo. Y luego soñé. Soñé que los perros de la jauría llevaban algo parecido pero incorporado en el lomo, como una ventana de donde salía una luz azul, con un montón de números en constante movimiento. Y a medida que trotaban y se encontraban entre sí, iban quedando encendidos los hilos de su recorrido. El dibujo que aparecía era el de una gran


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tela de araña, tensada en cada extremo del pueblo, finísimos conductos que iban iluminándose a medida que avanzaba el trote. Estaba completándose el centro de la tela cuando me desperté. Y entonces reparé en algo. Sin la luz, una telaraña era apenas un manojo de hilos grises que daban ganas de descolgar con un plumero. Pero cuando era atravesada por el sol, los hilitos –tan frágiles, tan resistentes a la vez– brillaban con una nitidez que pasmaba. Tanta delicadeza, un arquitectura tan perfecta, verdaderamente daba escalofríos. Parecía cosa de otro mundo. Pero para eso era indispensable la luz. Otra vez la luz. Sin duda, tendría que comentárselo a mi hermano.


Había que fijar un día para ir a la laguna. Mi hermano alegaba que debía terminar primero el capítulo sobre cristales, y nosotros que teníamos que preparar los implementos para la expedición. Tanta conversación terminó persuadiendo a mi madre de ir también –ese día sería una excepción, también Lisa iría, con una crema protectora, claro, que mi abuela compró en la farmacia y que a todos nos asombró por su espesor. Yo decía que la había comprado a propósito, para blanquear a mi hermana y camuflarla, hacerla parecer de la familia, con esa piel tan oscura que tenía. Cuando le decía esas cosas, mi madre la apretaba más contra sí, como si quisiera resguardarla de mis palabras. –Vos cuidate de las palabras, Julia, y terminá de vestirte que la abuela te está esperando –me dijo la mañana en que decidimos ir al mar para buscar mejillones, un “programa” que mi abuela proponía sistemáticamente desde el principio del verano y al que yo en general me rehusaba. Pero ahora, con la perspectiva de poder utilizarlos también como carnada para las escudillas, el plan adquiría para mí otro interés. Los breves intercambios entre mi abuela y Tomi –que iba y venía de su casa, trayendo distintos implementos– aprontaron la decisión. Al salir, éramos un grupo perfectamente pertrechado. –Yo a la tarde compro el ajo y los limones –dijo mi madre–. Capaz que vuelven tarde. Para llegar a la zona rocosa donde había mejillones había que caminar un largo trecho. Después de bordear el primer recodo del mar, no tardé en manifestar mi fastidio. Ahora entendía los recaudos que había tomado mi abuela: sombreros para todos, botellas con jugo y sandwiches. –Qué tengo que decir yo, si vos estás cansada –dijo ella, mientras eludíamos un pequeño promontorio de rocas subiendo por la arena


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más blanda. En esa zona mi abuela primero hundía la pierna derecha y luego, apoyando la palma sobre el muslo con todo su peso, tomaba un envión que le permitía despegar la otra y avanzar– ... Dicen que cada año es un lunar que se agrega a la espalda, así que imaginate... Y que uno tiene la cantidad de lunares como años vaya a vivir...– Yo, que la seguía inmediatamente desde atrás, no pude evitar echar un vistazo a su espalda–. Luego ella, interrumpiendo la escalada, respiró hondo, dio la vuelta y miró el mar. Yo también estaba cansada, así que nos sentamos a esperar a Tomi, que venía rezagado. –¿Vos qué creés, Tomi? –preguntó mi abuela. Él cobró un impulso y llegó hasta nosotros. –Le decía acá a Julia que hay tantos lunares en la espalda de los viejos como años vaya a vivir. Tomi frunció el ceño de un modo que denotaba incredulidad. Sin duda estaba acostumbrado a los disparates que decía mi abuela. –En serio, ustedes no me creen, pero por eso es que están en la espalda. Para que nadie pueda ver ni contar los propios... Los árabes dicen que los lunares son los ojos del cuerpo y que desde allí se pispea todo. Tomi se tendió sobre la arena también a descansar, y yo vi su piel lisa, dorada, carente por completo de lunares. –Mi papá no tiene ninguno –dijo él–. Ni en la espalda, ni en la cara. –Eso es indicio de que va a vivir muchos años –decretó mi abuela, y luego parándose nuevamente recomenzamos la marcha. Por un rato anduvimos en silencio, yo completamente olvidada de mi cansancio. El banco de mejillones se dejaba avizorar de lejos, porque conformaba una gran mancha oscura que avanzaba sobre el mar. A medida que nos acercábamos, esa mancha negra comenzó a despuntar matices, a afilar brillos, y cuando ya estábamos a unos cincuenta metros, estaba claro que el negro era apenas una síntesis que inventaba la mirada, y que los mejillones, con sus formas curvas, con sus barbas verdosas y su brillo, eran un todo más complejo y multicolor. Se trataba más bien del efecto del contraste: la espuma del mar era de un blanco tan puro, tan avasallador, que volvía su entorno tajante. En ese recodo las olas parecían encresparse especialmente, rompían contra las rocas con un estruendo y luego prorrumpían en espuma. Tomi y yo nos encaramamos en una zona segura bajo la mirada de mi abuela, que se puso súbitamente seria y nos dio órdenes precisas para no resbalarnos y para identificar y sacar los mejores mejillones. No tardamos en estar


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completamente mojados, porque si bien la mayoría de las olas rompían lejos, el impacto se hacía sentir y el agua llegaba a alimentar los canales sobre los que estábamos sentados. Los rincones que se armaban entre las rocas –pasadizos de agua que se llenaban de golpe y que drenaban con la misma facilidad– lograban hipnotizarme y no podía sino seguir la perfecta sincronía de su ritmo. Cuando vi los mejillones que había sacado ya Tomi con su cuchillo y que llenaban prácticamente el balde, entendí lo que decía mi madre sobre mi “espíritu contemplativo”. –Voy adelante a buscar las cholgas. Ustedes quédense acá –dijo mi abuela. Me pregunté qué serían las cholgas, una palabra que me pareció afín a ella, una señora gorda con sombrero mojado a quien ahora veía acercarse temerariamente a las rocas de adelante, con una bolsa de plástico que se pegaba alternativamente a su malla o a las rocas. Iba tanteándolas como los ciegos descifran el braille, agarrándose a las protuberancias y los picos de los mejillones para no caer. Desde allí, desde ese promontorio alto que me permitía avizorar no sólo a mi abuela, sino a toda la bahía –una amplia curva desde donde se llegaba a ver el pueblo que habíamos dejado atrás– recuerdo haber pensado que era la luz refractando en el mar lo que daba a la espuma su extraordinario brillo, su magnífica iridiscencia, esos arco iris que yo reunía en el hueco de la palma y que salvaba levantando la mano y resguardándolos del furor de las olas. Y luego, detenida en lo alto, veía cómo las perfectas burbujas iban una a una explotando de un modo casi mágico, arbitrario, sin anuncio, hasta que en mi mano no quedaba sino una huella apenas líquida de eso que, apenas un instante atrás, había sido. En eso me detuve una y otra vez, herida por el fulgor tan breve, gozosa de que la espuma se renovara una y otra vez, y me estuviera esperando siempre, al pie de la mirada, lista para que la mano la recogiera, la levantara y la viera destellar.


Cuando llegamos a Ottawa, la primera casa que alquilamos era un altillo con techo de zinc, y unas telas que oficiaban de telones. Tenía una ventana con un vidrio rajado y estaba todo tan mal diseñado que para mirar a través de ella había que pararse en puntas de pie. Por eso después, con las siguientes, lo primero que busqué fue la ventana. En ese altillo con techo de zinc donde la mirada rebotaba contra la pared, mi memoria forjó –y la palabra no es gratuita, hablo del yunque de la memoria– las imágenes de lo que hasta hacía muy poco era presente. El pasado drenaba y condensaba allí, en las paredes del altillo, su imagen conclusa. Tener una ventana permitió que el pasado encontrara su camino hacia fuera, convirtió las imágenes que yo atesoraba, que yo padecía, en una materia más ligera, como las hojas que caen tras el vidrio. Vuelan, dan un giro, se pegan como sopapa por un instante y luego dan al suelo, donde se amontonan junto a las otras.

Un poco antes de la llegada del invierno, se sucede el otoño. Es otro momento escandaloso de belleza. Las hojas secas tapizan los caminos, y reinan los rojos, las formas despojadas. Sólo las hojas de los árboles dan gimnasia a la escena, bailotean tras la ventana mientras me deslizo por las teclas de la computadora. ¿Cómo es posible –escribo– que el tiempo por momentos se apresure y genere condensaciones tan dramáticas? Las hojas. Miro las hojas que se acumulan en el alféizar de la ventana. En todos estos años jamás supe que conocía la palabra alféizar, y ella aparece atravesando la garganta del tiempo. Alféizar, alféizar, sobre todo los alféizares de las casas de los libros que leía cuando era chica, esos libros de tapas duras con imágenes suficientemente nítidas como para


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fijarse en la retina de un niño, de una niña. Siempre me pregunté cómo es que se aprenden las palabras. Ahora supongo que es así, por la fijación de una palabra a una escena, una escena que se repite y que simula instalar una claridad que nunca se comprueba. Existe una zona indeterminada, lateral, una radiación que bordea el centro mismo, vacío, de la palabra, y es en esa zona donde se dirimen las significaciones. Miro el alféizar de la ventana y levanto la traba que retiene el vidrio. Mi mano, que se estremece en contacto con el frío, recoge un puñado de hojas y las aprieta entre los dedos. Crujen.

Leo a veces dice que soy melancólica. No es cierto. Ocurre que su espíritu científico mantiene en él constantemente viva la llama de la curiosidad y ése es un bien con el que yo no cuento. Para él, el mundo es algo para ser visto y ¿catalogado? ¿descrito? ¿ordenado? ¿apenas visto? ninguna palabra que describa exactamente ése su rasgo. Cuando veo sus carpetas y sus libros, los dibujos de flores, y de pistilos dentro de las flores, y de pasadizos por donde el polvo se cuela hasta dar con nuevas cámaras de aire, pienso que él vive en un mundo extraño y autónomo, no menos que el de la literatura. Un mundo amable, que le permite vivir a resguardo de sí. En cambio mirar a través de la ventana –y ver al chico de gorro azul que se ha caído y a la madre que se detiene para frotarle la rodilla– siempre depara la posibilidad de que el ojo se deslice hacia el vidrio y se detenga allí. Me veo. No se trata de melancolía, no. Es apenas una perplejidad.

Extraigo una chinche de la superficie de corcho. Es lo único aquí que me recuerda la casa que tuvimos: un panel de corcho. Y chinches de colores: azules, coloradas, amarillas. Miro la foto que me trajo Leo, de vuelta de la universidad. En invierno, en Ottawa, un mundo subterráneo se replica, grandes cañerías donde el calor circula como una gigantesca bocanada. Leo suele pararse en el puesto de las flores –sí, sí, flores, la vocación impertérrita de la vida– o en el puesto de Tommy White, como dice una placa de bronce que nos recuerda las lápidas de los combatientes. Un puesto con fotos, imágenes enmarcadas, diarios viejos.


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–Me hizo acordar a vos –me dice, mientras se saca el gamulán. Miro al perro azul. Es lo primero que le digo: es un perro azul. –Un huskie –precisa, con una a apagada, seca, interpuesta entre las consonantes como una exhalación. El animal tiene ojos azules, nítidos, y las pupilas negras. Urgentes. –Como las tuyas –agrega, y me da un beso en la comisura de las cejas.

A veces pienso que volverme extranjera era un destino ovillado a mi origen. Pero no en el sentido que yo siempre había imaginado los destinos, como un cordel que uniera los extremos del nacimiento y de la muerte, por donde el tiempo, de algún modo uniforme, se deslizara. El destino ovillado a mi origen más bien significó una línea interrupta, que vuelve siempre el casillero a cero. “Retrocede dos pasos”, dice el juego de la oca, “Vuelve a 1”. Hay una daga que acechaba, la que secciona una y otra vez mi sentido de la continuidad. Eso es haberme vuelto extranjera. Mientras miro la mujer que camina con su hijo de la mano, con ese andar torpe al que obliga la nieve, pienso que estoy situada en un punto del tiempo, al que no tendré acceso.


¿Cuántos días pasaron desde que dirimimos la apuesta y se llevó a cabo el concurso de Mister Agua Azul? No podría decirlo. Y no sólo porque fueron para mí días ajetreados, en los que el tiempo cobró una circulación distinta, ya no amesetada sino más bien concéntrica, del modo como, después supe, los acontecimientos organizan las horas precedentes, sino porque fueron días que se ensamblaron con el fin del verano, y entonces la disposición de todos se había ligeramente transformado –la inminencia del examen para mi hermano, el reencuentro de mis padres, mi abuela y el retorno a su casa–, lo que nos deslizaba hacia una zona indeterminada, que incluía ya el afán de un cambio a la vez que un conservador sentido de la inercia. Desde que habíamos establecido la apuesta con Francisco, algo también en mí había cedido, como si al plasmarse la disputa en un hecho, el malestar difuso que se había extendido a lo largo del verano pudiera ahora replegarse dentro mío y dejar más despejados mi mente y mi corazón. Incluso me sentía interesada por esos fenómenos sobre los que a mi hermano le gustaba explayarse, tal vez ya advirtiendo que se trataba de las últimas veces que esas conversaciones serían posibles. El Instituto Balseiro quedaba lejos y de hecho ése había sido el motivo de mayor preocupación de mi madre, que alegaba la edad prematura de Francisco, su excesiva juventud para sortear ese camino solo, lejos de casa. Mi hermano había demostrado un talento inusual para las matemáticas desde temprano y el terreno de la física se había abierto en el segundo año de la escuela secundaria de un modo que –habían señalado los profesores– pocas veces se encuentra entre los adolescentes. De manera que cuando los directivos de la escuela citaron a mis padres para proponerles acelerar el fin de la escolaridad y adelantar el ingreso


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al Instituto, ellos se vieron confrontados a un dilema que nunca habían imaginado. Creo ahora que mi padre sintió el orgullo –pero también cierta intimidación– por una inteligencia que provenía de su misma sangre, y mi madre más bien otra cosa, el orgullo, claro, pero también un desgarramiento, que podía visualizarse en ese abdomen ajado, marchito, que yo espiaba por entre las mangas del camisón, y que si bien podía adjudicarse a Lisa y sus cuatro kilos, no podía desdeñar otra clase de interpretación. Por eso la expedición a la laguna, lejos de tener el tono pendenciero del inicio de la apuesta, tuvo una consistencia amable, casi diría festiva. Era gracioso ver a mi hermano con su tez pálida, que prácticamente no había conocido el verano, parado al lado de la laguna con el calderín en la mano –una red que era proporcional al cuerpo mío o al de Tomi, pero que con la altura de Francisco quedaba un poco fuera de escala–, con uno de los sombreros de mi abuela, el violeta de ala ancha con una flor naranja, y sus shorts cuadriculados, los únicos que había llevado en esas vacaciones. Hay que decir que mi hermano carecía por completo del sentido del ridículo, y eso que entonces me parecía objetable era sin duda uno de sus mejores rasgos, pues reflejaba una autonomía y una seguridad que luego supe era propia de los espíritus fuertes. De manera que cuando lo vi con el calderín en la mano derecha, sin darse cuenta de que debía flexionar la cintura para ubicarse más a ras del agua y tener una mayor velocidad de maniobra, comprendí que la apuesta estaba ganada, y que si bien mi hermano tenía una indudable superioridad en el mundo del pensamiento, tenía también una indudable limitación para la vida práctica. Habíamos elegido una zona de la laguna con arbustos achaparrados y a su sombra mi madre había instalado a Lisa, a quien, tal vez también como un efecto más de ese sentimiento general de benevolencia que me impregnaba, vi más linda. Sus gestos involuntarios, casi espasmódicos, tan propios de todos los bebés, suscitaron en mí cierta pena, como si por primera vez advirtiera que esos movimientos carentes de control la tenían a mi hermana más bien de rehén, incapaz ella de sostener la cabeza, de agarrar con sus manos lo que se proponía. Recuerdo que le acerqué un dedo, y ella se aferró a él y no lo soltó por un buen rato. –No es éste el lugar que conviene –le dijo Tomi a mi hermano, después de que él intentara un par de veces llevar la red hacia las escudillas


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y comprobara la velocidad pasmosa que eran capaces de desarrollar frente al más mínimo movimiento. –Tiene razón –confirmé– hay muchas más en el recodo de la laguna, antes de la salida al mar. –Pero acá hay sombra –argumentó mi madre. Francisco la apoyó. Y luego me siguió hablando. –Eso siempre que creas, Chiquilla, que la estadística es garantía –dijo, en voz bien baja, rasando el calderín sobre la superficie del agua, y esperando que se presentara un nuevo grupo de escudillas. Ellas se dejaban ver de golpe, se recortaban súbitamente como una sombra a lo lejos, como un manchón oscuro que recién al acercarse se descomponía en su multiplicidad: cientos de pececitos color tierra que apenas lograban recortarse sobre el fondo del mismo color. –No sé a qué te referirás con estadística –dijo mi abuela, colocando la sombrilla que habíamos llevado cerca de un arbusto, lo que armó una buena continuidad de sombra–. Yo no sé si creo en las estadísticas pero que las hay, las hay. –A lo que me refiero –dijo mi hermano, bajando el calderín y limpiándose las gotas de sudor que le coronaban la frente– es que las probabilidades de que un hecho ocurra supone variables más impredecibles que la simple cantidad. –Julia, alcanzame la toalla –me indicó mi madre, que estaba preparando el entorno para bajar a Lisa. Y luego dirigiéndose a él agregó–. No me vas a decir, Francisco, que la cantidad no tiene que ver con las probabilidades. –¿Probabilidad de qué? –intervino mi abuela, un poco distraída por la tarea a la que se había abocado: preparar unos sandwiches de pollo con tomate. Francisco volvió a la carga con el calderín, pero ahora sentado al borde de la laguna. Su cuerpo se había relajado y de su mano pendía la red casi con displicencia. –Todo depende de la escala que se mire... En el mundo subatómico la posibilidad de predecir el comportamiento de las partículas es prácticamente imposible –dijo, y Tomi me preguntó por lo bajo a qué se refería con “mundo subatómico”. Le di el ejemplo del mundo subterráneo de las hormigas, que no se veía pero que hacía de las suyas. –Si es por predecir los comportamientos, no hay como los humanos. ¿O acaso vos te esperabas hoy estar pescando vaya a saberse qué? –preguntó mi abuela, sacando la mayonesa y cortando la punta del sobre.


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–Escudillas –masculló Tomi y abrió la caja de madera donde había traído la carnada, la carne de los mejillones. Ya había entendido que mi hermano no llegaría muy lejos con el calderín. –Y eso por no decir que ni siquiera sabremos cómo se comportará la materia, si se va a presentar bajo la forma de partícula o de onda –completó mi hermano. Las cosas se ponían complicadas. Eso entendimos todos, y por un momento nos quedamos en silencio. Los rayos del sol rebotaban contra la laguna y su reflejo me cegaba: veía a mi hermano y a Tomi, ambos sentados al borde del agua, fragmentados por mis pupilas. Tomi parecía predecir la inminencia de un cardumen bajando la mano y hundiéndola en la laguna por ¿alguna diferencia de temperatura? ¿el movimiento del agua? Quién sabe, pero de golpe decía “Ahí vienen”, y mi hermano instintivamente se incorporaba. Los peces desplegaban una coreografía de una exactitud impecable –apenas percibían el alambre del calderín, daban la vuelta y se dispersaban en forma de estrella, de modo que la avidez inicial con que mi hermano esperaba las cientos de escudillas, se veía reducida de repente a tener que seguir sólo a dos o tres, su comportamiento súbitamente transformado, ya no las firmes flechas que avanzaban en un principio, sino una forma zigzagueante, errática, que volvía a su movimiento extremadamente eficaz. –Como verás las escudillas no tienen mucho que envidiarle a la velocidad de la luz... –le dije a mi hermano, sentándome a su lado. Mi madre y mi abuela habían iniciado una conversación sobre una tía que había vivido siempre en la costa, rodeada de animales–... Pero también pensé que hay otra cosa que puede ser tan veloz. Mi hermano me miró. Debería llamarle la atención mi tono, tranquilo, que contrastaba con la virulencia que había tenido todo a lo largo del verano. Por supuesto yo entendía que la velocidad de la luz superaba infinitamente cualquier movimiento terrestre, pero de verdad había llegado a dudar sobre otra cosa. Se la dije. –La velocidad del pensamiento. Recuerdo que mi hermano se sonrió al escucharme, mientras su mirada seguía fija en la laguna. –Ah, Julia, quién puede saberlo... –Entendí que mi idea le había gustado y eso me produjo cierto orgullo–. Ése un campo que me imagino es tan interesante como el de la física, pero yo no creo que vaya a conocerlo.


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Me pareció que hablaba alguien grande, podría haber sido mi abuela. Mi hermano tenía eso, era una persona que por momentos parecía carecer de edad. ¿Cómo podía hablar así, como si viera el movimiento de su vida ya anticipado? –Ahí vienen –gritó Tomi, y Francisco y yo, como un reflejo, nos levantamos al unísono. Yo metí la mano delante del calderín, como para amortiguar la violencia del alambre en el agua. Pero fue en vano. Las escudillas hicieron su movimiento de estrella y en unos segundos estuvimos en el mismo punto que antes. –Vengan a comer –dijo mi abuela. Y al acercarnos vimos cinco sandwiches perfectamente alineados sobre un repasador.


El otro intento vino de la mano de la caña. Francisco estaba más familiarizado porque con mi padre a veces iban a pescar a la laguna de Chascomús. Le gustaba además, creo, porque podía dejar la caña plantada y pasear al lado del agua, mientras esperaba que picara algún pez. Claro que era improbable –las escudillas eran muy pequeñas– pero Tomi decía que era posible porque la carne de mejillón era algo así como una golosina para los peces. Mi abuela y mi madre se recostaron bajo la sombra después de ese almuerzo frugal y no tardamos en escuchar el ronquido de mi abuela. –Tampoco hay que descartar en el terreno de las probabilidades los comportamientos excéntricos –dijo mi hermano, que parecía establecer con los temas de conversación una relación de largo aliento–. En realidad, muchos comportamientos extraños, que parecen contradictorios, tardan en explicarse, pero a la larga se explican, y a veces siguiendo una lógica tradicional, newtoniana. La “lección” de Newton y su manzana había sido una de las primeras del verano. Todos conocíamos el episodio de la manzana cayendo al pie del árbol y ahora, mientras él lo evocaba, me di cuenta de que la imagen que se había plasmado en mi imaginación –la de un hombre con rizos grises bajo un manzano una mañana campestre– llevaba por rostro... ¡nada menos que la cara de mi hermano! Tomi se desentendió de la caña y fue hacia delante, a buscar caracoles. Con los monólogos de Francisco siempre se terminaba distrayendo. Mi hermano, sin atisbar ningún cardumen cerca, prosiguió su idea. –... claro que hay fenómenos que mantienen su enigma hasta el final, o por lo menos hasta que una lógica nueva venga a explicarla.


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Me adelanté. Quería evitar la explicación sobre Einstein y todo eso con lo que nos había atosigado desde el principio del verano. El tiempo que iba y venía, el espacio que no se sabía dónde estaba, las personas que podían llevar un sombrero en un momento y descubrir que no lo tenían quinientos años más tarde, sin haber hecho ningún movimiento. A mí me interesaba también, pero muy rápido me agotaban las explicaciones, los detalles. –Ya sé, ya sé, me vas a hablar de la teoría de la relatividad –le dije, suspirando. Francisco largó una carcajada. –Se ve que estuve un poco pesado... –dijo, y recuerdo que me tocó la cabeza, una caricia que me electrizó desde el cuero cabelludo hasta los pies. No me moví. En otro momento seguramente ese erizamiento me habría expulsado, pero esta vez seguí agachada al borde de la laguna.– No, no, no iba a hablar de la relatividad. Pensaba nada más que los contrarios pueden atraerse como los imanes, que intentan unirse atravesando capas de atmósfera, hasta a veces formar un todo compacto... –Enseguida me vino a la mente un juego que me habían regalado cuando era chica, uno que me encantaba, partes imantadas de una casa –una ventana, una cama, un cuarto– formas todas que podían unirse bajo la atracción implacable del imán, con lo que uno terminaba armando casas completamente personales–... pero no todos se unen de ese modo y hay otros, otros contrarios que quedan simplemente incrustados, sin unirse... como las paradojas. Tomi gritó desde lejos que pasaba un grupo de escudillas. Al final, era él el que estaba más atento. Mi hermano tomó la caña, quería sentir la vibración si había un pique. Pero no por eso interrumpió la charla. Como me quedé callada, él aclaró: –Como cuando decís por ejemplo... –y su mirada rebuscaba en la laguna vaya a saberse si una escudilla o una paradoja–... un dolor sordo, un sonido hueco... Los ronquidos de mi abuela nos interrumpieron. Antes de despertarse, solía emitir un último ronquido que era como un estertor, casi asustaba. Luego, las dos, mi madre y ella, abrieron los ojos al unísono. –¿Y...? –preguntaron. –Hasta ahora nada. Parece que a las escudillas no les va ninguna golosina –les dije. – Ya ves... –dijo mi hermano–. Nada mejor que la naturaleza para encontrar paradojas –y soltó una carcajada.


Anoche soñé. Antes de dormir vimos una película sobre los esquimales –Wan Li tenía que llegar al lugar donde se había extraviado alguien y sólo podía hacerlo en un trineo, guiada por una manada de perros suficientemente hábiles–. La película retrataba ese peregrinar, una excusa para mostrar los hábitos que a mí me resultaron extrañamente familiares y que luego –sólo después de haber soñado– recuperé: el país de las sombras largas. Las manos que buscan el calor entre la sangre y las vísceras de una foca abierta, el sebo de una vela alimentada por el aceite de esa misma foca: los recuerdos son como hilos que van llevando a un ombligo y que anudan... ¿dónde? Acerco mis pies bajo el cobertor a los pies de Leo. También nosotros estamos hundidos en el calor de la animalidad: el edredón es de plumas, plumas de ganso, dicen. Busco sus pies por la noche con el mismo afán con que otros realizan rituales de día. Porque la noche –ay de la noche terrible, dice Djuna Barnes– depara otra clase de certidumbres, otra clase de abismos. Los pies de Leo son una forma de la garantía, de la continuidad. Otros dirían amor. Yo también lo digo.

A veces me imagino que la superficie del sueño es parecida a una planicie nevada, una explanada dócil que se deja acariciar por los ojos. Tal vez lo dócil sea el modo como las imágenes se ensamblan, se suceden. –Comandaba una jauría que avanzaba en medio de la nieve, y la marcha se detenía una y otra vez debido a uno de los perros, que se empacaba. Entonces me acercaba y lo miraba de frente, y lo que descubría


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en sus ojos celestes, en sus pupilas que eran como un espejo, eran mis propios ojos, idénticos a los suyos, mi hocico nevado. Leo escucha mi relato mientras prepara el desayuno. Nos tenemos prohibido extendernos por las laderas del sueño, sus detalles. Son demasiado personales, acordamos, aburridos. Intento describirle su espíritu. –¿El espíritu del sueño? –pregunta él, una forma elegante de protestar por lo que considera un abuso de lenguaje. –¿El clima...? –propongo. A veces su obstinación científica me gusta. Hoy más bien me irrita.

Siempre me asombró la disposición de la lengua para cubrir el territorio del sueño. Los tiempos imperfectivos tienen brazos abiertos por donde el tiempo se desborda: Comandaba una jauría en medio de la nieve y la marcha se detenía... Es el mismo terreno del recuerdo. También en la memoria los bordes se difuminan, y la vida recordada puede sobreimprimirse en nitidez a la vida vivida. La vida recordada puede deformar hasta tomar la estatura de la pesadilla, bajo la máscara lánguida de la melancolía. Por eso el combate debe ser feroz.

Veo a Leo avanzar por el camino de tierra, rumbo a la universidad. Por la mañana me gusta quedarme en esta casa, sola –hay una luz dorada que, descubrí, se forja aquí por la presencia de la madera en los pescantes, los marcos, el deck, y que pervade todo el interior. Mientras espero que un nuevo café termine de filtrarse en la cocina, enciendo la máquina y me quedo mirando cómo Leo se disuelve tras la ventana. El país de las sombras largas. Ese es el título que se engarzó a mi sueño –la foto que me trajo Leo y que ahora pende sobre el panel de corcho fue sin duda la fuente original, pero a ella se han unido una serie de imágenes que por su límpida sensación de dejà vu parecen provenir de un núcleo de recuerdos, difuso. Sé que es imposible descerrajar los laberintos de la memoria, como es imposible proponerse qué soñar. Están sencillamente fuera de todo gobierno. Mientras la pantalla se tornasola y la máquina emite los primeros ruidos, me digo que acaso las sombras podrían añadirse a esa cofradía fantasmal, la de los recuerdos, los sueños.


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Anoche llovió. Lo supe por los truenos que me despertaron, y me obligaron a venir al living, a cerrar una lucerna que dejamos abierta por la noche para que se mantenga la ventilación. Me quedó de los consejos de mi padre que se especializaba en seguros: nunca tener todo completamente cerrado. Desde aquí pude ver el increíble espectáculo de los relámpagos. No está mal que lo diga así, espectáculo. O tal vez es demasiado frívolo: es verdaderamente uno de los milagros del cielo. Me senté como ahora, en esta silla, y me quedé a esperar esos tajos de luz que cortajeaban la noche. No dan tiempo al ojo a establecer su goce, sólo la manifestación, la perfecta sincronía de la manifestación y el ojo. Con mi hermano aprendí a esperar el trueno, ese vozarrón que viene rezagado y que a veces misteriosamente no aparece. Él decía que en el tiempo que media entre el relámpago y el trueno se produce una comprensión, que es borrada inmediatamente después por la descarga de sonido. Por eso mismo debe esperarse con humildad, decía. Es sobre todo una bella idea. Pero tal vez haya además algo veraz. El relámpago y el trueno describen un itinerario diagonal, diferido: no es extraño que allí se aloje la comprensión. Y la belleza, Dios, sobre todo la belleza.



III



La mesa de trabajo del padre de Tomi pasó a ser en los últimos días el lugar más frecuentado por nosotros. Él estaba bastante atareado con distintos trabajos en el pueblo –la organización de Mister Agua Azul deparó varias changas, porque los negocios veían en ese día la última oportunidad de “hacer una diferencia”, como decían. Sabíamos –en el local de Lucy finalmente se terminaba sabiendo todo– que Matilde, la señora que vendía prendas de lana y que había hecho una mala temporada, apostaba sus últimas fichas a instalar una especie de puesto de kermese, con armas de tiro –balas de goma, aclaraba cuando se le preguntaba– y gansos o patos, de los que no nos atrevíamos a preguntar si eran de carne y hueso o de juguete. Salinas estaba previendo tandas de bocadillos, y eso exigía el trabajo extra de algunos colaboradores, aunque ­–como él decía– el problema con la comida (o la gastronomía, cuando se daba aires) es que muy pocas cosas se pueden adelantar. Todo hacía suponer que para esa noche tenía previsto sacar un nuevo “modelo”, no los abanicos de masa, las palmeras pintadas con huevo o los resortes de crema y dulce de leche, que eran su marca de fábrica. De manera que prácticamente por la tarde teníamos despejada la mesa de trabajo, y el padre de Tomi nos había dado autorización para trabajar allí con la única condición de que dejáramos las herramientas en su lugar. No resultó muy difícil, porque tenía marcadas sus siluetas en la pared. Siempre había imaginado que él trabajaba en medio de un caos, y ahora veía que había allí un orden, invisible para una mirada aparente. Lo bueno es que había un montón de materiales, y eso era precisamente lo que nosotros necesitábamos. Las boyas de telgopor que servían para armar las redes –y que para el mar se pintaban con pintura fosforescente– resultaron ideales para armar los planetas, a los que teñimos de distintos colores. Saturno nos costó más, pero lo


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conseguimos, con un alambre alrededor de la circunferencia al que pintamos precisamente de fosforescente para que se notara a lo lejos. La estructura para sostener los planetas la hicimos con alambre y tela, y en eso nos ayudó mi abuela, que propuso que en vez de ser una corona –que seguramente, incómoda, terminaría rápidamente en el suelo o en las manos de mi hermano– fuera algo que se incorporara a la altura de la cintura, enganchado al vestuario, una babucha extraña que mi abuela cosió a partir de una sábana de Lisa, a la que decidimos “jubilar” en secreto. Hay que decir que mi abuela mostró la mejor disposición, y que a veces incursionaba por el fondo para traernos una idea o alcanzarnos una taza de té. Además, a la hora de comprar alguna cosa debíamos recurrir necesariamente a ella, así que era bueno tenerla de nuestro lado. No sabría decir si esos días fueron de sol o nublados, porque la perspectiva del trabajo atrás anulaba de antemano cualquier posibilidad de paseo. Enhorabuena. ¿Acaso no es un secreto a voces que la vida de playa y el sol se vuelven una carga a poco tiempo de estar en un balneario? Ahora teníamos la mejor excusa, y creo que todos estábamos un poco liberados de la obligación de inventar entretenimientos. Mi hermano hacía poco caso de nuestros movimientos. Había empezado a contabilizar los días que faltaban y los temas que no había leído. De modo que se impuso un esquema férreo, y eso se notó precisamente en que no hacía ya más comentarios sobre lo que leía, no nos atosigaba con sus elucubraciones a la hora de la cena, sino que más bien utilizaba ese rato como forma de distracción. No sé de qué hablábamos, porque justamente lo que más nos interesaba a nosotros –su disfraz y las vicisitudes del concurso– eran, claro, tema prohibido. Creo que mi abuela salía a cubrir el bache y que mi madre no la seguía mal tampoco. Para simbolizar al tiempo –algo que sin duda debía estar presente en el disfraz, después de habernos pasado prácticamente todo el verano hablando de eso– mi abuela propuso que hiciéramos una máscara de doble cara. Recuerdo que nos dibujó con pulso poco firme las figuras de la comedia y de la tragedia, imágenes que para Tomi y para mí resultaron completamente desconocidas. El plan de las máscaras resultaba más difícil de realizar, y tardamos unos días en encontrar cómo hacerlas. Fue ella quien tuvo la idea y vino a transmitírnosla al fondo con entusiasmo.


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–Las gorras de baño, que son de goma y que están desde el principio del verano en el local de Lucy y no las compra nadie. Las cortamos por la mitad y le dibujamos encima. Tienen incluso las tiras para abrocharlas. Era una idea excelente y durante un rato –lo que tardó ella en ir hasta allí y volver– nos quedamos con Tomi rogando que no se hubieran vendido. Pero ¿quién iba a comprar una gorra de baño para ir al mar? Cuando mi abuela volvió, traía no sólo las gorras, sino unas témperas e incluso unas brillantinas, algo que deslumbró a Tomi como si se trataran de diamantes. Yo no sabía que ella tenía habilidades para la pintura, no lo había siquiera imaginado. Pero la verdad es que logró unas buenas caracterizaciones. Para evaluarlas nos pedía que nos pusiéramos las máscaras y que avanzáramos de lejos, Tomi y yo, porque decía que los efectos variaban según uno estuviera cerca o lejos. “Tener un buen lejos” era lo máximo a lo que podía aspirar un viejo, me dijo una de esas noches cuando nos fuimos a dormir. No lo decía con pena ni con conmiseración. Pero volvamos a las máscaras. Con hilos blancos, dibujos de arrugas, lunares y nariz de plastilina endurecida con un barniz, logró el efecto de un anciano de un modo ejemplar. Del otro lado, la brillantina, la témpera suave, el cabello negro, daban la imagen de la juventud. Era, creo, el mayor éxito del disfraz, pero ella trató de restarle importancia, recordándonos que todavía faltaba la zona de los pies y que ningún disfraz estaba completo si no se aprovechaba una parte tan dinámica como las piernas y los pies. Especialmente en los hombres, agregaba, el único lugar en el que mostraban mayor desarrollo que las mujeres, y gracias al fútbol. Tomi la miraba con una intención de protesta, pero no tenía edad para argumentar, algo en lo que –y ella lo decía como una provocación, que inmediatamente suavizaba con una palmada en su hombro– también eran indudablemente mejores las mujeres.


El día del concurso amaneció distinto desde temprano. Los altoparlantes del peugeot volvieron a sonar, esta vez con otra cinta: despabílese despierte esta noche no lo olvide Mister Agua Azul 1972 ¿y su marido, su novio ya se anotó...? todavía está a tiempo Mister Agua Azul 1972 no lo olvide... Como para olvidarlo. Por la mañana mi madre me envió a comprar manteca y huevos y yo me desvié un poco para echar un vistazo al centro. Estaba distinto: cables de electricidad tendidos de un lado al otro de la calle, puestos vacíos que se habían armado durante la noche, una línea de bombillas de luz a lo largo de los puestos, y un movimiento poco habitual entre la gente, con personas que probaban el sonido y repetían frases sin sentido. Nada más que por intriga, entré al local de Salinas. Había allí una revolución, empezando por su ausencia. Esa mañana atendía un muchacho que trabajaba atrás, en el horno, uno cuyo cabello a veces avizorábamos cuando Salinas traspasaba la cortina de flecos. Mi abuela decía que trabajar en el horno era uno de los trabajos del infierno, y no me pareció tan desacertado al ver a alguien que provenía de allí. El hombre no hablaba, tomaba el pedido sólo con los ojos y hacía su trabajo con una gravedad que impuso –por lo menos en el rato que yo estuve dentro– un silencio sepulcral. A la hora de cobrar, apenas se le entendía qué decía, y cuando alguien le preguntaba por el dueño, él se limitaba a cabecear señalando el fondo. Así que Salinas estaba trabajando para la noche, le confirmé a mi abuela cuando volví. Mi hermano estuvo abocado a lo suyo hasta las cuatro. Habíamos decidido pasar por alto el almuerzo, apenas un tentempié mientras cada uno hacía sus cosas. Estuvimos hasta pasado el mediodía terminando los detalles del disfraz de Francisco, y luego Tomi se quedó directamente en su casa y yo volví a la mía. Era plan de la casa dormir todos la siesta.


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Mientras estaba tendida en la cama, pensé que tendría que vestirme de un modo que, por lo menos, fuera distinto al resto de los días. Yo había andado con unas remeras de manga larga que me arremangaba a la altura de los codos, debajo de las cuales tenía siempre la malla o la camiseta. Pero esa tarde quería vestirme de otro modo, tal vez la camisa de flores que me habían regalado para mi cumpleaños, o el pantalón de corderoy que ni siquiera había sacado del bolso en todo el verano. Me costó dormirme, aunque sabía que era lo que más me convenía. Hay un momento en que las horas parecen obstinarse en no pasar y ése era uno: cuando ojeaba en la penumbra del cuarto mi reloj pulsera, comprobaba que la aguja apenas se había movido unos milímetros y que la tarde seguía deparando la misma inmensidad. Pero en algún momento me dormí, o me dormité, porque me desperté de golpe, sobresaltada, con la sensación de haber visto un accidente o presenciado una catástrofe. Por fin el tiempo había pasado: lo advertí cuando miré hacia la cama de mi abuela y no la vi, y en cambio la escuché cuchichear en el living con mi madre. Ella no había visto aún el disfraz de Francisco, que guardábamos atrás –sólo había insistido con que no le hiciéramos nada que lo pudiera avergonzar– y supuse que estaban hablando de eso. Pero cuando me acerqué a la cocina comprobé que no, que estaban hablando de mi prima Rita, una prima que siempre había tenido problemas de nervios y de alimentación –anorexia, le habían diagnosticado– y que hacía poco se había casado, algo en lo que toda la familia cifraba sus esperanzas de recuperación. Yo no podía creer que un tema diera para tantas conversaciones –¿cuántas veces habíamos hablado de la prima Rita, de adelante para atrás, de la izquierda a la derecha, empezando por su infancia y terminando en la adolescencia, y luego viceversa? Por momentos me daba ganas de interrumpir esas conversaciones, y de hecho lo hacía: empezaba a repetir por lo bajo dixit dixit dixit –un dato que me había pasado mi hermano– hasta que mi murmullo se hacía insoportable, hay que admitir. Pero era un recurso que tenía muy en reserva: las pocas veces que mi padre me había levantado la voz y me había echado de la mesa había sido a causa del dixit, así que yo le tenía su respeto. Pasé por la cocina y estuve a punto de soltar mi cinta sin fin, pero una pregunta de mi abuela me desarmó: – ¿Le mostramos el disfraz a tu madre? –me preguntó. –Aprovechemos ahora que Lisa está dormida –dijo ella, y mi cinta sin fin quedó finalmente sin desplegar.


Por un momento me pareció que éramos bichos posándose y girando alrededor de mi hermano. Yo estaba a sus pies atándole unas cintas fosforescentes que iban a brillar en la oscuridad, y mi abuela le explicaba cómo ajustarse la máscara en la nuca, mientras mi madre le acomodaba esa especie de miriñaque de planetas a la altura de la cintura. Tomi se mantenía a un costado listo para acercarnos lo que le pedíamos: una aguja, cola de pegar, una cinta, en fin. Francisco, para mi sorpresa, estaba de excelente humor, hacía chistes, y era evidente que tener ese enjambre de mujeres dándole vueltas alrededor no le molestaba en lo más mínimo. –Ya van a ver, se van a sorprender cuando me vean en el podio o en el diario: Turista joven se alzó con el Gran Premio. Decisión unánime. –Quedate quieto que no te puedo ajustar la máscara –dijo mi abuela, algo imprescindible para poder dibujar el contorno de la boca y de los ojos. Como debíamos hacer allí los agujeros, habíamos tenido que dejarlo pendiente para la prueba. –Me hace acordar esto a cuando me llevabas a probar a la casa de Chela –dijo mi madre. –Ah... modistas... qué época. Y eso que vos no lo viviste verdaderamente... ¿Qué te habré llevado, hasta los cinco, seis años? –Joven brillante, apuesto, arrancó suspiros entre las damas y despertó la envidia de los caballeros. –No sabía que tenías pasta también para locutor –dijo mi abuela, sacándole la máscara e intentando no tirarle del pelo. Esa goma fina era terrible para el pelo, lo sabía por el club. –Ya van a ver qué pasta de locutor tengo. –¿Así está bien? Me parece que debería darle otra vuelta más –pregunté desde los tobillos de Francisco–. Capaz desde el escenario no llega a verse con una sola vuelta.


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–Para mí faltan unos collares –dijo mi abuela, mirándolo de lejos. –¿Collares? ¿Desde cuándo los científicos llevan collares? –Físico jamaiquino deslumbra público de balneario. Tomi señaló un costado de la babucha. La luna estaba por caerse de su órbita. Mi madre se aprontó a coserla. –Alcanzame la tijera, por favor –pidió mi abuela a Tomi, que luego desapareció por un momento. Con energía ella hincó la punta de la tijera en la goma, siguiendo el contorno de un ojo. Luego el otro. Tomi reapareció trayendo un collar. Yo lo había visto colgado en su cuarto. –Vértebras de tiburón –dijo, y creo que mi madre se enterneció un poco porque le dio un beso. –Está perfecto. Era lo que faltaba. –Científico cazatiburones revela sofisticadas teorías y se alza con el Gran Premio. –Basta, Francisco, terminala –dije yo, y como escuché un ruido de tambores me acerqué a la ventana. Lo que vi me sorprendió: sigiloso, cruzaba el pastizal de al lado un hombre vestido con un traje plateado, como de amianto, el cabello negro, echado en carnes, con una lanza en la mano. Llevaba en la otra un gran panel también plateado, redondo, al que interponía entre la maleza y él. –Un escudo –tradujo mi abuela, cuando les grité que se acercaran.– ¡Pero si es Sancho Panza, nada menos! Todos esperamos a ver si atrás lo seguía don Quijote. Pero no. Iba solo. Una cosa estaba clara: ya era hora de que nosotras nos vistiéramos.


Pocas cosas resultan más contrastantes que un lugar visto de día o de noche. Eso descubrí apenas llegamos a la principal y prácticamente no pude reconocer esa calle en la que había estado por la mañana, con los puestos vacíos, los cables cruzando por cielo y tierra de un modo anárquico, la basura en los rincones a plena luz –mi abuela y mi madre decían que ése era un pueblo de lo más sucio–, mientras las conversaciones en los locales y en la calle, en voz alta, atravesaban el aire de la mañana en forma diáfana: Bajame cinco, ¿Cómo anda su marido? No tengo cambio, me lo trae mañana. En vez ahora todo ese mundo había desaparecido y el esqueleto que yo había visto y que oficiaba de sostén parecía haberse llenado de una carne que a mí me resultaba desconocida. Y atractiva. El negro de la noche conseguía ocultar, hasta el punto de lograr su inexistencia, toda esa basura que era motivo de indignación para nosotras, y las bombillas que colgaban de los puestos, con sus luces amarillas, rojas, azules, se destacaban contra el negro de la noche del mismo modo como algunas joyas –baratijas, corrigió mi abuela– resplandecían contra el fondo de terciopelo oscuro. Yo no podía evitar detenerme en esos puestos, y creo que mi abuela se sorprendió tanto que me ofreció comprarme un anillo, al que tardé en elegir, para finalmente inclinarme por algo que supuse era esmeralda, según la catalogación de cristales y piedras preciosas que había escuchado de boca de mi hermano. Por la liviandad con que mi abuela sacó la plata de su monedero deduje que no, pero de cualquier modo el valor de la piedra excedía en mucho a su precio, porque desde el primer momento tener el anillo, saberlo en mi mano, me dio una rara sensación, como si yo con él hubiera adquirido un nuevo poder a la vez que estaba sometida a su influjo. De allí en adelante estuve atenta, bajo el bolsillo tanteaba la piedra, y cuando me


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olvidaba me sorprendía de golpe mi propia mano, verla extenderse con ese talismán. Pero no era sólo la noche y los colores. También la gente estaba distinta. Las conversaciones parecían tener otro ritmo –aun cuando había compras y ventas–, más tranquilo, más íntimo. A alguien se le había ocurrido iluminar con velas, una idea que se había multiplicado, y como prácticamente no había viento, las llamas lograban mantenerse vivas en los recipientes de vidrio, aunque a veces se encrespaban un poco y daban al aire una vivacidad, también sutil. Por un momento me sentí tentada de señalarle a mi hermano la cuestión de las velas, como si recién advirtiera que el fuego podía ser también una forma de la luz. Pero mi hermano ya no estaba con nosotros: los candidatos a Mister Agua Azul estaban en otro sitio, tras el predio donde se hallaba la tarima y los sillas para el espectáculo. Sólo los niños conservaban un aire idéntico, a pesar de que también en su ropa se veía la decisión de las madres de hacer de ese día algo diferente. Ellos sin embargo tenían el mismo comportamiento, aunque había algo más laxo, pues los padres los dejaban juntarse con otros y no les reclamaban, como ocurría durante el día, que se abstuvieran de hacer esto o aquello. Y las mujeres. No es que fuera la primera vez que yo notaba lo que podían cambiar las mujeres, sólo que ahora esos arreglos –la manera de enmarcarse los ojos, de ponerse color en la cara, los metales dorados y plateados que refulgían contra la piel, las telas– todo eso cobraba en la oscuridad de la noche una vida distinta, como el exhalar de un tigre en un cuarto cerrado. Al principio yo caminaba entre la gente con timidez, pero a medida que el tiempo iba pasando fui ganando en seguridad. Por momentos nos desmembrábamos –mi abuela se paró a hablar con varias personas, mi madre tuvo que refugiarse en un local para amamantar a Lisa, y yo iba con Tomi de un puesto al otro, estudiando los cambios que se habían producido en los locales, comparando chucherías –mi padre me había dejado un dinero que decidí terminar de gastar ese día–, y eligiendo para Tomi y para mí las comidas más tentadoras. Varias amas de casa habían sacado a la calle fuentes con sus especialidades, de manera que la oferta era variada e iba desde bollos de arroz con queso hasta budín de coco, pasando por unos marinados de origen árabe que tuve que escupir apenas los probé. También las bebidas eran diversas: té frío con sabor a jengibre –lo vendían en el sector de los artesanos, a


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los que se acusaba de ser los más sucios–, en varios puestos bebidas blancas, y jugos, licuados y sangrías, que era el sector de más movimiento. Allí compré un licuado para Tomi y yo me decidí por la sangría, una bebida que había visto tomar varias veces pero que nunca me habían permitido franquear. Las cáscaras de naranja, los pedacitos de manzana en la superficie, las uvas –que me recordaban las boyas flotando en el mar– le daban a la bebida un gusto fresco que me gustó desde el principio. Yo había probado el vino, pero no me había gustado, en cambio esto era algo distinto, le expliqué a Tomi mientras nos sentábamos en un pilar de ladrillos a la entrada de una casa. Desde allí podía verse perfectamente el movimiento de toda la calle. A la izquierda se escuchaba un grupo de rock que sonaba bastante mal –y por eso seguramente los habían ubicado un poco apartados– pero si uno se tapaba el oído izquierdo, alcanzaba a escuchar con el derecho el sonido que provenía del mar. En eso estuvimos un buen rato, tapándonos los oídos y girando la cabeza, examinando todas las combinatorias. Tomi decía que había una conexión entre la nariz y el oído, porque si uno se tapaba la nariz, el sonido cambiaba. Y parecía cierto. Estaba por comprar una nueva ronda de bebidas cuando mi abuela apareció: –Hay que ir yendo, porque si no, no vamos a encontrar sillas. Al avanzar por entre la gente –que ya era casi una multitud– pasamos por el restaurante. En vez de tener como siempre la parrilla al fondo, la habían instalado a la entrada, bien cerca de la calle, para no perder el movimiento. Allí estaba Mario y su hijo, ese tal Esteban, atendiendo a la gente que se arremolinaba. Mi abuela nos prometió que volveríamos, y seguimos la marcha, de modo de llegar antes que el resto.

–A la izquierda del escenario, la orquesta especialmente llegada del país tropical de Zurundunganga, que nos ha traído hoy su música, sus instrumentos, su inconfundible estilo, con el maestro Salvador Zurundún... Maestro, por favor... El hombre se levantó, bajó la cabeza ante los aplausos y ofreció una pequeña muestra de su habilidad con los platillos. Al lado escuché una voz que susurraba ¡Pero si es Raúl...! y luego un sucederse de murmullos. El locutor, un hombre vestido con smoking y una galera con lentejuelas, hizo subir a otro que le hizo de partenaire. El escenario era bastante chico y el diálogo en que se enfrascaron no me interesó.


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Y no era la única: casi todos a mi alrededor empezaron a conversar en voz baja, y eso hacía que el locutor gritara cada vez más y exagerara los ademanes hasta la exasperación. Lo que a todos nos interesaba eran los participantes, ver quiénes se habían atrevido a concursar. El primero resultó bastante decepcionante. Era un turista alemán que estaba desde el principio del verano. Se había instalado en uno de los hoteles y según contaban, no hacía más que tomar cerveza en el bar del hotel, que tenía un mirador al mar. En pocos días –y nadie supo cómo, pues no se lo había visto salir– se lo vio con una mujer joven, morena, bonita, que a veces aparecía en el mirador con unas trenzas alrededor de la cabeza, o con el cabello un poco revuelto, suelto, y entonces le llegaba casi a la cintura. No se sabía cómo se comunicaban –o, como decía mi abuela, se sabía demasiado bien–, pero al alemán desde entonces se lo había visto reír: ella se sentaba en su falda a veces, se acercaban uno a otro los vasos de cerveza y jugaban con las bombillas. Así podían pasarse horas, horas hasta que el sol bajaba y desaparecían hacia adentro. Luego supimos, a través de Lucy, que ella era del lugar, de atrás del pueblo, que tenía un hijo de unos cuatro años que en esas circunstancias quedaba con la abuela. Recuerdo que eso me sacudió, porque hasta entonces yo los había mirado desde la playa con la curiosidad que me producían los romances –y a éste me lo imaginaba fogoso, nuevo– y cuando ella se acodaba por momentos en el mirador, sola, me imaginaba sus pensamientos, como los que leía en las historias del corazón que sacaba del local de Lucy. Pero luego, cuando supe que tenía un hijo que la esperaba en otra parte del pueblo, esa mirada que por momentos ella echaba hacia el mar ya no me resultaba descifrable y la escena, entera, en su conjunto pasó a carecer de adjetivación, de palabras, como si efectivamente la torre de Babel se hubiera interpuesto ya no entre el alemán y la chica, sino entre la escena y yo. De modo que cuando lo vi me sorprendí y la busqué a ella con la mirada. No la encontré. El alemán se había vestido simplemente de alemán, con unos shorts caqui que le llegaban a las rodillas, una camisa del mismo color y unos anteojos de aviador que vaya a saberse de dónde habían salido. Pero la gente aplaudió, aplaudió bastante –aunque luego, comparando con los siguientes, el aplauso quedó disminuido–: todos querían encomiar que hubiera salido del hotel, él, que ese verano resultó ser uno de los habitantes del pueblo. El segundo participante fue Salinas, y allí descubrimos que se trataba nada menos que... ¡de Sancho Panza! Mi mamá largó una carcajada


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al verlo: era verdaderamente un buen modo de aprovechar su abdomen, dijo, y mientras mi abuela trataba de acallarnos, alcanzamos a escuchar un tramo del discurso que declamaba. Había utilizado algo del libro original, para luego darle otro remate, nos explicó más tarde. “... Venga luego, que el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el gobierno de las tripas... que doquiera haya hombres habrá trabajo y guerras, y doquiera haya guerras habrá pan... Y que el pan sólo es pan si se amasa la harina con agua de corriente o agua de la mar... Y que la mar inmensa aquí y en todo el mundo es azul como el cielo, como este pueblo azul... Agua Azul...” El público estalló en aplausos, y más aún cuando Salinas invitó a todos a pasar luego por su panadería a conocer lo que había inventado para esa ocasión. La orquesta ensayó unos acordes de paso doble y eso levantó más el ánimo y arrancó algunas palmadas que intentaban seguir el ritmo. El tercer y cuarto candidato tuvieron menos eco: un hombre musculoso que se había engrasado el cuerpo para darle volumen apareció ante el público con una malla pequeña, y haciendo alarde de los músculos de los brazos. Se escucharon silbidos del fondo: algunas mujeres intentaron salvarlo del bochorno gritándole piropos. Por suerte el locutor dio paso rápidamente al siguiente y hubo una exclamación de sorpresa, al ver al botellero –uno de los pocos que allí hacía limpieza, decía mi abuela–, un viejo que circulaba por Agua Azul sin que nadie supiera exactamente dónde vivía. Andaba siempre con un carro donde echaba las botellas. Se presentó sin disfraz, e hizo algo que sorprendió a todos: llevó varias botellas al escenario –aproximadamente diez o doce– y con ellas fue inventando una música, o bien soplando –las botellas de vidrio resultaron ser notables instrumentos de viento–, o bien tocándolas con palitos de madera o de metal. Resultó original, desconocido su talento, por lo que varios lo aplaudieron con entusiasmo. Yo comenzaba a inquietarme por mi hermano. Sospechaba que tal vez no se presentaría, amilanado por el curso de los hechos, más aún con el siguiente candidato, que fue anunciado con grandes misterios. Que quién es, que de dónde viene, que qué hacía, un putching ball entre el locutor y su partenaire que verdaderamente tenía muy poca gracia y que nos dio tiempo para reacomodarnos. Lisa se había dormido, así


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que mi madre la pudo ubicar entre nuestras piernas, en una canasta, y Tomi consiguió un lugar desde donde podía ver mejor. Con un anuncio de platillos que auguraba el gran momento de la noche, el concursante número 5 apareció no desde el escenario, sino del fondo mismo de la calle, un foco que lo iba iluminando a medida que ingresaba. Era llevado en una especie de carro decorado con cintas rojas y volutas doradas, en andas, por cuatro jóvenes con antifaces vestidas con elegancia. Mi madre fue la primera de nosotros en reconocerlo, o más bien, reconoció primero a Nina, la peinadora de Julio, para luego deducir que quien estaba dentro del “carruaje”, con una peluca tipo Luis XIV era Julio, nada menos que el alma máter de ese festejo. Cuando salió de allí, vestido efectivamente a la manera de los luises –con un saco largo de raso color almendra, medias blancas que le llegaban a la rodilla y zapatos en punta, todos estallamos en un largo aplauso, no tanto de reconocimiento a su disfraz como a la iniciativa que había tenido con el concurso. Julio sacó un espejo con reborde plateado y ante el aplauso extendido de la gente, advirtió “Me van a hacer correr el rímel”, lo que suscitó risas y vítores. Parecía estar en su salsa: por fin podía dar rienda suelta a su amaneramiento, a su fascinación por los afeites. El “número” que había preparado consistía precisamente en eso, en las dificultades que tenía un rey para acicalarse con tamaña peluca, donde los peines iban a morir, entre clips y rizos. La situación era cada vez más graciosa, o tal vez –como le dijeron luego algunos– era que tenía verdadera pasta de actor: terminó con la cabeza atiborrada de peines y cepillos, con una tijera trabada a un costado, entre los bucles, ruleros y hebillas atorando toda la cabellera. De la mano de Nina vino la solución: una tijera que comenzó a cortar mechones color ceniza, los que eran arrojados al público que ahora sí aullaba como si se tratara de un festival de rock. Así hasta cortar toda la cabellera, y luego, dando un giro hacia atrás, Julio se sacó la peluca y la dejó caer, dejando ver en cambio el pelo que todos conocíamos, dos o tres centímetros parejos, uniformes, casi impropios de un peluquero. Hubo una ovación. Yo pensé en mi hermano. Había que animarse después de semejante actuación.


Y sin embargo se animó. Hubo un breve interregno de payasos que vino bien para calmar cierto fervor –alrededor yo escuchaba Julio, sin duda, no estuvo mal tampoco el segundo, condiciones de actor... La decisión final –los aplausos– vendrían luego, después de una pausa en la que cada uno podría dar una vuelta por el pueblo y reflexionar (“comprar”, tradujo mi abuela). La aparición de Francisco, anunciado como el postulante número 6, llegó después de los payasos, cuando todos ya estaban con ganas de ver nuevos candidatos. Claro es que su disfraz era un poco estrafalario y no se entendía a simple vista. Eso es lo que me di cuenta cuando lo vi aparecer: no era ni un jamaiquino, ni un hombre disfrazado de mujer, ni se entendía qué era esa construcción de alambres que llevaba en la cintura. Lamenté no haber pintado todo de fosforescente: los anillos de Saturno eran apenas una línea casi imperceptible que se perdía en la totalidad de fondo. Mi madre estaba nerviosa. Lo noté en sus dedos, que se pusieron colorados de tanto frotarse las manos. Había algo desamparado en Francisco, en su pecho desnudo, blanco, menudo, que contrastaba con el resto de los hombres: era sin duda el participante más joven, y aunque tanto había yo bregado por que estuviera allí, en ese momento me arrepentí. Mi hermano sin embargo no se amilanó. Evidentemente había arreglado algo con quien hacía las luces, porque de golpe el escenario quedó completamente a oscuras y se iluminó el sector del público. Desde el micrófono, la voz de Francisco no sonó adolescente –ni aflautada, como a veces le ocurría–, sino por el contrario, grave, casi de adulto.

Cae la luz, y con ella el mundo que nos rodea, Caen las hojas del almanaque, dejando atrás sus quimeras


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Caen las hojas del árbol, atraídas por la tierra Gira la tierra en redondo, en un baile de planetas. Aristóteles decía que era la causa primera No la ciencia, no las artes, sino el mundo tras la Tierra Pero es la causa segunda la de la Naturaleza Por qué, cómo, dónde, cuándo, Las preguntas de cualquiera. Cómo se mueve la Tierra, inquietó a Galileo, la manzana en otro hombre fue la clave del secreto Modernos, locos, geniales, Expresaron sus acuerdos, los desacuerdos guardaban En un cofre de cemento. Pero el tiempo sólo es tiempo si muda la ley en sí Y ni el tiempo ni el espacio pudieron quedar así Átomos e incertidumbre es la cifra de estos días Determinación y caos, paradojas y energía. Valga este breve homenaje a las leyes de la Física, Y más aún a los hombres que le entregaron sus vidas.

No bien terminó de recitar, la luz que daba al público se apagó y se encendió la del escenario. Todos nos mantuvimos en silencio, expectantes. Mi hermano, que llevaba puesta de frente la máscara de la juventud, comenzó a girar lentamente, frente a un público que seguía un poco atónito sus movimientos, y mientras giraba, los planetas adquirieron movimiento y ese aparejo de alambres pareció cobrar vida, sentido, hasta que dio la vuelta completa y al enfrentarse nuevamente a todos nosotros, pudimos ver que su rostro había mudado y ya no era el de un joven sino el rostro de un viejo. La gente lo ovacionó, era una presentación completamente original, pero todavía no había del todo concluido, pues ahora todas las luces se apagaron, las del escenario y las de la audiencia. En la completa oscuridad las cintas de sus tobillos refulgieron, y él comenzó a mover los pies en el lugar, continuó con un trote sostenido y fue acelerando cada vez más hasta que la orquesta lo acompañó con la vibración de


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sus platillos. Las cintas se transformaron en un continuo de luz, en arabescos que relampagueaban en el escenario, y luego, al descender, al emprender su carrera hacia la calle, se transformaron en l铆nea horizontal, el largo corredor, el blanco m贸vil, hasta fundirse con las luces del fondo.


Si yo en algún momento me había ilusionado con “humillar” a mi hermano en público –en realidad esa idea había quedado en la prehistoria de la apuesta–, hay que decir que no lo conseguí. A la salida, en el intervalo, todo era orgullo y admiración. Nadie había imaginado que Francisco pudiera inventar algo así y mi abuela le decía a mi madre que ésa era la prueba más cabal de que él ya podía arreglarse solo y que nada del mundo exterior podría amedrentarlo. Mi madre asentía con la cabeza, buscándolo con los ojos, pero la muchedumbre se encrespaba alrededor, haciendo imposible todo rastreo. Los puestos de bebidas y comidas estaban listos para absorber el movimiento. Mi abuela me dio unos billetes para que me acercara al puesto de choripanes –sabía sacar provecho de mi altura– y allí mientras hacía la cola pude escuchar los diálogos, las opiniones de la gente sobre lo que habíamos visto. Estaba distraída cuando me llegó el turno: casi me topé con ese tal Esteban, y me quedé titubeando. El corazón latiendo rápido. Hubiera sido bueno tener a Tomi al lado, pensé al salir del tumulto y entregarle a mi abuela su sandwich. Me puse a deambular. Había una exaltación entre la gente que no se parecía en nada a lo que yo había visto en otras fiestas. Como si cualquiera pudiera ponerse a hablar con cualquiera. Algunos de los candidatos a Mister Agua Azul circulaban por la calle y varias chicas se les acercaban para pedirles un autógrafo. Vi al alemán acodado en uno de los puestos de bebida blanca, y al número 3 circulando –por suerte– con una camisa. Yo me compré otro vaso de sangría y continué paseando, hasta que di con el puesto de Matilde, el del tiro al blanco. Allí me detuve. Matilde había colocado unos gansos de plástico –o patos, qué sé yo– al fondo del puesto, uno al lado del otro, esos que se vendían para


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que los bebés jugaran en la bañera o en el mar. Había colgado también gansos de lana todo alrededor, de modo que nadie podía olvidar que se trataba del puesto de Matilde, aunque lo bautizó “Penélope”, no sé si como un modo de recordar que ella era la tejedora, o más bien para quitarse años. Porque hay que decir que estaba exultante. Matilde pasaba casi todo el día en su casa –tenía allí el telar, las agujas y el puesto de venta– y era una mujer de pelo blanco, rolliza, a quien ese día descubrí con el cabello tirado completamente hacia atrás en un rodete y una camisa con un buen escote. Parecía una de esas mujeronas que yo veía en los western con mi hermano, las que regenteaban casas de mala vida. El rifle era uno antiguo –para darse corte decía que había sido de su abuelo que había participado en la primera guerra– y la verdad es que su idea resultó un éxito porque hombres de todas las edades se agolpaban alrededor. Yo conseguí hacerme un lugar al costado y me quedé mirando. Allí, sorbiendo de a poco de mi vaso –y alegrándome ante cada ganso que caía– me encontré haciendo comentarios con otros, desplegando una locuacidad que raramente tenía, mientras el público iba rotando y dejando sus monedas. Claro que mi locuacidad estaba fomentada por el anonimato. No había ningún conocido a mi alrededor: ni mi madre, ni mi abuela, ni Francisco ni Tomi, y cuando ellos se me cruzaron como ráfaga por la mente, los descarté con fastidio. Un hombre más grande tomó el rifle y Matilde corrió los patos de plástico. Sacó de una bolsa unos gansos tejidos similares a los que colgaban como decoración y los colocó en fila, del mismo modo que los anteriores. Explicó que era más difícil darle en el blanco a un pato de lana, porque la liviandad lo hacía no pocas veces saltar por los aires y esquivar la bala, cosa que no ocurría con los materiales de mayor peso. Y efectivamente fue así, porque los tres primeros patos saltaron hacia arriba, hasta que recién el cuarto apareció baleado, y el algodón del relleno se escapó hacia afuera como una tripa abierta. Me propuse ver todo con detenimiento después, y me escurrí por abajo. Se me había acabado la bebida. La calle seguía igual de animada, y yo también sentía un entusiasmo que me hacía una con el entorno. Los codazos o los roces, que en las muchedumbres siempre me habían fastidiado, me resultaban ahora graciosos, como si se tratara de un masaje vertical que nos hiciéramos todos unos contra otros, y que a la vez nos impidiera caer. Cuando compré el otro vaso –y me animé a pedir que me agregaran algunas uvas más– me fui a sentar a un costado del camino. Después de echar


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un vistazo general –estaba bien la ubicación porque alcanzaba a ver el predio del concurso –comencé a sacar una a una las uvas, las ubicaba entre el índice y el pulgar, y luego las cortaba con los dientes intentando que fuera exactamente por la mitad, algo así como dar en el blanco de los gansos de lana: las uvas eran resbaladizas y a veces se escurrían entre los dientes. Lo mejor era que el corte me hacía atravesar dos capas sucesivas de sensación: primero era la cáscara tensa, que ofrecía resistencia a los dientes, la que debía ser franqueada, y allí estaba todo el desafío, porque si el corte no se daba en el centro sino en los rebordes de la circunferencia, perdía automáticamente la segunda, la de sentir estallar con toda su fuerza el jugo de la uva, su increíble frescura, contra el paladar. Me pareció que nunca lo había advertido, que no había reparado en ese secreto que deparaba la uva, como si la vivencia un tanto demorada de ese momento –esa sensación que tenía de estar viviendo palmo a palmo aquello que estaba sucediendo– me permitiera encontrarme con una napa más nítida de las cosas, más plena. Me pregunté si ése sería el famoso efecto del alcohol –porque si era eso, sí podía entender que resultara tan interesante– y cuando me levanté sentí un desequilibrio, como si algo se moviera incluso dentro del movimiento. Decidí avanzar entre la gente, volver al ruedo, y ahora las visiones y los pensamientos se sucedían muy rápido, dejando atrás lo que veía de un modo casi inmediato. Recuerdo que me paré en un puesto de anillos y que me gustaron varios, me iba probando uno a uno y cotejando la mano contra la luz. La mujer que atendía era amable y me dejaba sacarlos del terciopelo. Pero yo tenía una imposibilidad de comparar, y no podía situarlos todos juntos sino sólo en forma sucesiva. No sé cuánto tiempo habré estado allí, pero sé que la mujer perdió la amabilidad, porque en un momento me los sacó todos de la mano y los colocó en una caja de vidrio, diciéndome que cuando me decidiera, ella me lo daría. En ese momento una mano me agarró de atrás y me llevó hacia un costado de la calle, donde estaban mi madre, mi abuela, en fin, los de siempre. El que me había agarrado era mi hermano, que, según decía, para encontrarme había tenido que sortear varias “admiradoras”. Era para sacarnos una foto. Mientras miraba a la cámara –Tomi tardó en ubicarse– yo revolví en el bolsillo buscando el anillo nuevo. De golpe sentí la luz del flash inmovilizando los gestos, y luego un movimiento rápido que nos dispersó: tenían que usar la cámara para otra gente. Mi madre me propuso ir a ver las masas de la panadería. Acepté. Ahora que la música que salía de los altoparlantes me había empezado


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a molestar y que el estómago giraba haciéndose sentir, me gustó dejarme llevar. Había un remolino de gente dentro de la panadería y nos incorporamos a él. Con velocidad dos muchachos despachaban unas circunferencias de masa que semejaban el escudo de Sancho Panza, las nuevas galletas que Salinas había preparado para ese día. Mientras estábamos allí, él apareció con su traje plateado, sobre el que se había colgado encima el delantal de siempre. Se puso a conversar con mi madre a un costado, y en un momento, mientras yo sentía casi un vahído –ese agujero que debía llenarse con masa ya –, nos invitó a conocer el fondo. Me gustó la idea de conocer el famoso horno, aunque más me interesaba que me dieran “un sancho”, como escuché que nombraban a los bollos de ese día. Salinas pareció leerme el pensamiento, porque me aseguró que atrás se cocinaban las planchas verdaderamente selectas, las que reservaba para los entendidos. Así que salimos de la panadería y nos adentramos por el costado, un corredor de tierra que se abría a la cocina. Yo nunca había visto un lugar así, dos hornos grandes y uno chico que en ese momento estaban en funcionamiento, más planchas de metal apiladas que hacían un sonido agudo cuando se desmontaban. En un rincón había cosas que yo conocía, pero más grandes, espátulas gigantes con mangos largos, espumaderas del tamaño de dos mosaicos. –Ves, nena –me dijo Salinas, señalando un bol enorme– acá hacemos la masa y la dejamos descansar... Y mientras descansa, o bien decoramos las galletas recién salidas, o bien tomamos algo, porque como notarán acá hace mucho calor –dijo, limpiándose con el brazo la transpiración que le corría por la frente. Luego se dirigió a la heladera y trajo una botella de cerveza, más tres vasos. Me imaginé que mi madre iba a objetar, pero Salinas se le adelantó diciendo que la camada que estaba por salir –y allí señaló el horno chico–, una verdaderamente especial para la ocasión, era de masa con chicharrón y que la cerveza era ideal para bajarlo, porque a veces resultaba pesado. –¿Chicharrón? –pregunté. Nunca había escuchado la palabra. Yo hubiera preferido que me diera un simple sancho, pero entendí que tenía que esperar. Ellos hicieron un brindis y me incluyeron –por Mister Agua Azul, dijimos– y luego tomamos la cerveza, que me supo bien, ese líquido helado, dorado, en medio del calor. Cada tanto, mientras hablaban, él abría el horno chico y miraba –dos minutos más decía– pero los minutos fueron más de dos, o por lo menos así me pareció a mí, que desde hacía rato sentía el tiempo contraerse o extenderse de un modo


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imprevisible. Había algo flotante, como si el tiempo se propagara igual que el calor, en ondas. Yo me dediqué a recorrer la cocina, a mirar hacia adentro de los cajones, los mosaicos, hasta que en un momento Salinas decretó ya está y con pompa apagó el horno. –Ahora van a ver lo que es bueno –dijo, y se rió. El abdomen se movía en bloque, subía y bajaba con la risa, a la vez que sacaba la plancha y maniobraba con soltura. –No vaya a quemarse –dijo mi madre, y Salinas nuevamente se rió. –Son años, nena. Mirá si a esta altura me voy a asustar por un mango caliente –dijo, y luego, largando la plancha sobre los mosaicos fríos, que chirriaron ante el choque del calor, fue en busca de más cerveza. –A estos los bauticé Mister Agua Azul Premium, como los whiskies. Los Sanchos son para la panadería. Estos son selección privada –dijo, y con la espátula levantó un bollo de masa y se lo acercó a mi madre a la altura de los ojos. Yo no llegué a ver, pero sí escuché su carcajada. –¿Viste que tiene chicharrón? –dijo Salinas y luego me di cuenta de que mi madre saboreaba la masa, porque dijo Riquísimo, y a eso siguió un trago de cerveza. ¿Se habrían olvidado de mí? Con el estómago chillando, me encaramé a una de las sillas para agarrar un bollo. Allí vi la totalidad de la plancha y me costó reconocer la forma. –Ya la vas a reconocer –dijo Salinas, levantando una masa con la espátula y poniéndomela a la altura de los ojos. Era un palo con manchas rojitas –eso es el chicharrón, ves dijo, riéndose–, con una base bastante amorfa. En algunos bollos los contornos habían salido más definidos y la base parecía tener dos partes, en otras la masa se había casi unificado y el bollo era apenas una base con un palo. –Como ven hay para todos los gustos y siempre hay premio –continuó Salinas, mientras nos echaba cerveza en los vasos– ¿Y a vos dónde te tocó el chicharrón...? –le preguntó a mi madre, y mi madre entre risas le señalaba algo que no sé qué era, y Salinas se reía, y levantaba con la espátula un nuevo bollo y lo acercaba volando por los aires, como yo había visto hacer a mi abuela con mi prima, venga la papa con el pureeeé, y mi prima se olvidaba de sus mañas y sólo quería agarrar eso que volaba por los aires, como ahora el bollo, esa estatua de masa que Salinas nos hacía correr ante la vista de mi madre o la mía, la espátula viajando, como en la calesita la sortija, y mi madre chillaba –o eso me pareció a mí, que ya no estaba segura de nada, con ese calor del infierno que sólo se aplacaba con un trago de cerveza helada– chillaba esto está riquiiiísimo, mientras él nos miraba y no paraba de ofrecer


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quieren más y mi madre asentía con la cabeza –¿era mi madre o yo que asentía y pedía más?–, o cuando él decía no hay que excederse chicas, de a una por vez, con una voz un poco gangosa, o tal vez era algo que se empastaba en mi oído y se mezclaba con su risa, esa risa que le movía todo el abdomen. Sé que en un momento el calor me hizo salir afuera, había algo pegajoso que no podía aplacar la cerveza, y volví por el sendero de tierra tanteando las plantas como quien se agarra de las paredes. Las cosas daban vueltas pero yo sólo quería avanzar, avanzar hasta salir a cielo abierto. Ahora la calle estaba mucho más desierta que antes –tal vez todos habían vuelto al predio– y aunque intenté ubicarme, no lograba entender de qué lado estaba el mar, o si más bien todo había terminado y era hora de volver. Pero los puestos no estaban abandonados, sólo que había mucha menos gente, así que caminé por allí, tratando de reconocer lo que había visto, hasta que di con “Penélope” y me paré. Recordaba el consejo de mi abuela: lo que más convenía frente a un mareo –me lo decía cuando íbamos al parque de diversiones y yo bajaba de esas fuentes giratorias que me dejaban completamente atontada– era fijar la mirada en un punto. Y el tiro al blanco no era más que eso, así que me acerqué, había varios hombres apiñados alrededor del puesto y cuando vi a Matilde me di cuenta de que las horas habían pasado porque el pelo blanco ya no lo tenía tirante hacia atrás sino que varias mechas le caían hacia adelante, y la pintura se le había corrido. Ahora se parecía más a la Matilde que yo conocía en su casa. Me ubiqué a un costado para mirar, faltaban varios gansos de lana en el frente. Sin duda su idea había sido un éxito. Uno de los hombres reunía plata y la contaba mientras Matilde desaparecía por el fondo, atrás del puesto, y entonces escuché que el más alto decía Una gordita traeme y que el resto se reía y le daban palmadas y se intercambiaban unos vasos con una bebida de color inescrutable: es que las bombitas de colores desteñían las cosas hasta volverlas irreconocibles. Mis uñas, por ejemplo. Me miré las uñas y las vi violetas, y luego vi una gallina que traía Matilde del pescuezo y que apoyó sobre el mismo anaquel donde habían estado antes los gansos de lana y los de plástico, y ella la mantuvo apretada, mientras contaba con la otra mano los billetes –No te vamos a estafar mamita, ni que fuera la gallina de los huevos de oro–, y los hombres se reían y parecía que lo más difícil era mantener a la gallina en la senda correcta, porque tendía a aletear y a tratar de bajarse del estante. Matilde guardó la plata en un bolsillo de su


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pollera, y ahora el que le había dado el dinero levantó el rifle y apuntó, mientras el animal aleteaba en forma nerviosa, un abanico de plumas. Yo no podía dejar de mirarla, y cuando el primer tiro atronó el lugar, sentí que la bala se incrustaba en mi oído y dejaba una resonancia que no podían acallar ni siquiera las risas de los hombres, esas que veía estampadas en sus caras pero que transcurrían en sordina, como una imagen desgajada de su materia. La gallina cacareó a lo loco, apenas le habían rozado una pluma. Entre los hombres hubo una distribución rápida de dinero, y la mano de Matilde que otra vez le aplastaba el pescuezo contra el fondo, para inmovilizarla. Pero la gallina estaba ahora mucho más nerviosa, y la cabeza, los ojos, las alas se movían en forma desorbitada, hasta el cacareo parecía haberse vuelto más agudo, ¿era el cacareo o la imitación que hacían algunos de los muchachos al fondo? La segunda bala le rozó cerca también, y aquí el hombre cargó con rapidez la tercera, y prácticamente sin mediar distancia entre una y otra, apuntó y esta vez dio en el blanco, en el pecho de la gallina, casi el cogote: el pico quedó inmóvil y de un núcleo empezó a brotar sangre, a chorrear por el reborde del estante hasta dar contra el suelo. Las plumas se transformaban no en rojas sino en negras, negras como la sangre que ahora caía en la tierra y que Matilde restregaba con el pie para que absorbiera, la mezcla de todos los colores forma el marrón, el tierra, recordé, blanco más negro da gris, pero las plumas que yo veía no eran grises sino blanco puro, más mancha negra, un coágulo azabache que yo miraba mientras los hombres se daban palmadas e intercambiaban dinero, y Matilde levantaba la gallina por el pescuezo y la pasaba por arriba del mostrador, apenas a unos centímetros de mí, muchachos voy cerrando, y yo sentí una arcada subir por la base del estómago y me agarré del parante y me fui encadenando hacia los otros puestos, avanzando sin dejar de agarrarme. Ahora sí veía dónde estaba el mar, adelante, mucho más adelante, y el mar era como un refugio, un norte que apareció de golpe y que me dio un impulso de estabilidad, sólo se trataba de caminar y caminar hacia adelante, simplemente dejando atrás, dejando que el viento fresco casi frío que provenía del mar me lavara la frente, me acariciara las sienes que sentía aguijoneadas por espinas. En la noche abierta, ya atrás la fiesta, la tierra y el cielo se tornaban homogéneos, sólo un brillo tenue indicaba el sendero que volvía a casa. Mientras lograba recuperar un poco el equilibrio, me pareció ver dos cintas fosforescentes avanzando por el camino, esas cintas que yo


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había atado ¿tres noches atrás, el año anterior, hoy, esa misma noche? Grité, pero el viento llevaba la voz hacia atrás y se perdía sin dejar huella. Intenté apurar el paso, por el ritmo de Francisco no iba a resultar tan difícil alcanzarlo, pero estaba cansada y me llevaba mucho esfuerzo redoblar su propio paso. Sin embargo corrí, y allí sí volví a gritar, y entonces sentí una expansión del pecho, como dos manos que se desligan después de un largo rezo. A pocos pasos de Francisco volví a gritar, y él me escuchó, porque interrumpió la marcha y se dio vuelta para esperarme. Allí estaba, con una camisa que alcanzaba a ver a contraluz, el collar de vértebras de Tomi que parecía casi fosforecer, y el miriñaque un poco destartalado. –Esperame, Francisco –le dije. Y cuando me acerqué y lo miré a la cara, me encontré con que no era él, era un viejo de rostro decrépito y marchito. Del agujero que se abría y se cerraba a la altura de la boca emanaba un sonido, pero no era un idioma que yo lograra entender, como si no fuera de este mundo, sino más bien un ulular, un viento oscuro.


Llegué hasta la playa y me tiré en la arena o acaso me dejé caer, no lo recuerdo. Sé que la luna era un hilo de luz que por momentos desaparecía tras el movimiento de las nubes. Antes de volverme hacia el mar tuve que ocuparme de mi estómago, que a esa altura era un revuelto amargo, como el de la bilis, como la cerveza. Devolví, devolví una a una cada cosa que había ingerido, hasta el regusto a masa árabe de la que creía haberme librado. Recién cuando terminé y me mudé de lugar –la playa estaba prácticamente desierta– pude recostarme en la arena y mirar el mar. Él estaba como siempre, impávido, constante, en movimiento. Y sereno. Entonces creí entender a qué se refería mi hermano con sonido hueco, con dolor sordo, porque efectivamente esa sonido austero y profundo podía pasar casi inadvertido, como el dolor. También el dolor podía ahuecarse y ensordecerse, o simplemente diseminarse por todas las regiones del cuerpo. Lloré, lloré con todo el cuerpo, libre de testigos. Sé que pasaron ante mí infinidad de imágenes: los perros que por la noche se encendían y se llamaban sin conocerse el nombre, mi abuela y sus bolsos de playa, el futuro, mi hermano y la inminente despedida. Recién entonces reparé en que ése sería probablemente el último verano con él. Las cosas adquirirían muy pronto una nueva configuración, lo sentí mirando las estrellas, ese mapa. Con la cabeza ahora apoyada en la arena, ya toda vuelta de cara al cielo, me detuve en su inmensidad, sus zonas lechosas, sus cúmulos de estrellas. Pensé que ese cielo era como las gigantescas espaldas del universo, y que el universo también tenía sus lunares. Por un momento me pareció sentir que las estrellas eran como mirillas a través de las cuales yo veía, y luego al revés, que algún ojo a través de ellas me miraba.


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La noche estaba fresca y eso era bueno. Después de un rato me levanté, me sacudí la arena húmeda de la cola y emprendí lentamente el regreso. Vi de lejos, a la entrada de la playa, la silueta de Alfonso –ay, su naturaleza marítima–, y cuando pasé a su lado, se levantó, parsimonioso. Nos acompañamos en silencio, camino a casa.


IV



Aquí en Canadá aprendí que la llegada del hielo es una forma de la primavera. O más bien, que el invierno de tan invierno se vuelve primavera. Una vida entera se sumerge en la espera –las plantas detienen abruptamente su crecimiento, los animales comienzan la hibernación– y lenta, secretamente, otro mundo entero asoma. Los inuit, como les dicen acá, los esquimales, dicen, reconocen sesenta gamas del blanco. Una riqueza que sólo nuestro verde puede deparar. Cuando miro las estalactitas, la gota detenida en el extremo de la hoja, los árboles con su perfil helado, me pregunto cuáles son sus nombres. La denominación, siendo extranjero, es algo tan desnudo. Uno nunca deja de hablar en su lengua, de vestir los ropajes. Y sin embargo –siempre hay en mí un sin embargo, dice Leo– algo buscó y rebuscó en lo extranjero, acaso como un modo de llegar al otro extremo de mí. Una cuerda se tendió hacia adelante, y ese desierto blanco por donde se pasean mis ojos –la mujer y el niño de gorro azul ya no están, tal vez se fueron achicando hasta volverse titilantes y desaparecer, o doblaron en el camino y yo no advertí el momento, no lo sé–, ese desierto blanco parece conectarse a otro, que estuviera en el otro extremo de la soga, en el origen. Pero ¿cuál? Mi hermano diría, claro, que adelante o atrás es apenas una convención del lenguaje. Yo también lo diría, si no hubiera los órganos que denuncian lo contrario, si las lágrimas no se endurecieran en contacto con el frío. El terreno exquisito de la ciencia siempre me estuvo de algún modo vedado, pero me ocupé de rodearme de él –Leo y sus láminas, hermosas, las ondas gravitatorias del espacio que mi hermano me envía bajo la forma de gráficos, por e-mail–, como otros se rodean de joyas o piezas de cristal. La ciencia es una exquisita pieza de cristal que puede ofrecer el raro privilegio de no hacerse añicos en el curso de una vida. ¿Qué más se puede pedir?


¿Vi alguna vez antes este paisaje? Muchas veces me lo pregunto, ante la extraña familiaridad que experimento. Los hindúes o los chinos dirían que acaso vi este paisaje en una vida anterior. Leo se reiría –no son lo mismo los chinos que los hindúes, lo escucho decirme–, y yo asentiría con la cabeza, mientras saco de mi bolso las baratijas que acabo de comprar. Es un hábito que tengo: ir al barrio chino y perderme entre las lámparas coloradas, los trajes de seda, las voces, ajenas. Él dice que el barrio chino me deja renovada, y con sorna lo recomienda cuando quiere que me aleje un rato. Y es cierto: me deja renovada. Es como refugiarme en el extranjero dentro del extranjero. El idioma de la transacción es el inglés, claro, pero la lengua que gobierna es el chino, y las letras que nos rodean son tan misteriosas como los hombres que veo detrás de algunas vitrinas, reunidos alrededor de unos cuencos de té. Nada hay que nos una salvo la antiquísima ley del intercambio entre los hombres, y creo que es esa ley la que produce en mí el efecto balsámico. Como Wan Li cruzando en trineo. Teniendo que desatar los nudos que se arman cuando entre los perros se produce una gresca. Es una escena larguísima que suscitó deliberaciones con Leo. Un primer plano de los nudos, del intrincamiento de las sogas, del esfuerzo de las manos, primero enguantadas, luego desnudas y coloradas por el esfuerzo, y luego el fracaso de la fuerza, la espera, el reinicio, todo eso en una película del montón, de las que dan aquí para llenar la programación de medianoche. ¿Por qué el director se detiene veinte minutos en eso? ¡Es la antiquísima ley del esfuerzo de los hombres, le digo, el esfuerzo mudo, anónimo, brutal, al que está condenado el hombre –algunos hombres, corrige Leo; claro, le digo– desde el Génesis! ¿Cómo puede hacer para mostrarlo si no es dedicándole veinte minutos a esa maraña


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de sogas, en cuyos extremos no está el ovillo disciplinado de una abuela que teje sino perros feroces, famélicos, que después de días y días de vagar, sólo encuentran como olor estimulante la carne del vecino? ¿Cómo mostrar el esfuerzo si no es propiamente registrando el esfuerzo?, le digo, apoyándome exhausta en la cabecera de la cama, mientras Leo se ríe de mi súbito despabilamiento. Ni que hubieras estado allí, me dice. Y tiene razón. Me río. Claro, ahora lo recuerdo, le digo, después de un rato, aunque oigo ya su respiración acompasada. Es el país de las sombras largas, un libro que leí cuando era chica, de tapas coloradas, con letras en dorado, envejecidas, que cuenta la vida de los esquimales. Como un reflujo o, mejor, como una maquinaria que se pone lentamente en funcionamiento, ciertas imágenes empiezan a desfilar. Las manos enguantadas de sangre en el orificio que un arpón horadó en la foca, los ladrillos de hielo en edificios redondos, los iglúes, las narices que se entrechocan como señal de bienvenida. Todo eso lo leí alguna vez, y es eso lo que le da a la escena ese aire de familiaridad. Lo que vuelve los nudos del trineo algo conocido. ¿Y dónde lo leí? En la casa de mis padres no hubo prácticamente libros, salvo los tomos que mi padre compró en cuotas cuando se pusieron de moda la venta de libros a domicilio: un vendedor que un sábado lo encontró de buen humor, y desplegó folletos sobre la mesa del comedor que aún hoy puedo recordar: 29.90 decían, y algunas palabras resaltadas “Prestigio”, “Calidad”, “Literatura Universal”, eslabones que ataron a mi padre a la colección de Obras Póstumas de la Literatura Universal, unos tomos celestes y dorados que luego frecuenté y que más tarde formaron parte de mi biblioteca. Hace tres años los hice traer, cuando mi madre quiso distribuir los bienes de mi padre y entendió que la literatura era un rubro que me correspondía a mí. Y después otra colección, pero no tenía tapas coloradas. Unos libros violetas y turquesas, mezcla de ensayos de política y azarosos títulos de literatura que se vendían en quioscos, y que mi padre a lo largo de varios meses traía al volver de la oficina. Abría el portafolio en la mesa del living, ante nuestra mirada expectante, y aunque creo que nunca leyó un ejemplar, imagino que sentía un vago orgullo. Creo que no leyó más que el diario en su vida, pero había en él un afán de superación para nosotros que hoy me conmueve. Y si no fue en mi casa, ¿dónde lo leí? Hubo un tiempo en que frecuenté una biblioteca del barrio. Allí, creo, se produjo un cierto encuentro con los libros. La bibliotecaria era una


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mujer mayor, que tenía una clase de cuidado amoroso que luego descubrí en otros bibliotecarios. No sé si era el aire fresco lo que me atraía, o el silencio, o más sencillamente los libros, pero ir a la biblioteca se volvió durante un tiempo un hábito que mis padres no fomentaron pero tampoco entorpecieron. Allí pudo haber estado el libro de tapas coloradas, aunque no es seguro. Quién puede imaginar seguridad en un recuerdo que se remonta a casi treinta años. Mientras apago la luz y me arrellano bajo el edredón sigo pensando en esas hojas amarillentas, gruesas –ya no es sólo la tapa– y me veo tirada en el suelo, viendo desfilar trineos y pabilos que se encienden con la grasa de foca. Me veo en un rincón, el libro en el piso, las piernas dobladas hacia arriba a la altura de la rodilla, y eso difícilmente haya tenido lugar en una biblioteca, aunque quién puede estar seguro. Y antes de ingresar en el sueño, en su planicie firme, sobreviene, como siempre me ocurre, unos instantes de lucidez, que a veces se traducen en imágenes bizarras, enigmáticas, y a veces en visiones anticipatorias. Pero aquí no se trata de eso, sino simplemente de un recuerdo. El país de las sombras largas lo leí un verano que pasamos en familia, todos juntos, o mejor dicho, casi todos, pues mi padre tenía que trabajar, y lo leí en un local de intercambio de libros y revistas en el que nos dejaban quedarnos todo el tiempo que quisiéramos. Sí, ése fue el lugar, y por eso tenía que levantar las piernas, porque estaba tan atiborrado de cosas, que poco cabía dentro, ni hablar una chica de once, doce años.


No sé cómo se constituye el conocimiento de las palabras, ni tampoco cómo se forja el conocimiento del mundo. En esto me quedé pensando cuando di con esa punta del ovillo que –ahora me parece– pugnaba por salir. Imagino algo así: hay un stock de imágenes reservadas para cada uno, un gran banco de imágenes que nos está destinado, o acaso, con el que nos topamos. Las imágenes las concibo completamente democráticas: no conocen origen ni jerarquías, simplemente están allí como las estampas de una iglesia propia. Por eso me imagino que el morir es algo tan penoso, porque desaparece no sólo el cuerpo que habitamos, sino también el conjunto de imágenes, su sintaxis única, su incalculable, secreta riqueza. Claro que es posible pensar esto bajo otra forma, y que es tan cierto lo que piensa Leto, que piensa Saer, que lo que entra al mundo ya no vuelve a salir. Acaso no sea tan distinto que ese hundirse en las vidas sucesivas que proponen los hindúes. El banco de imágenes. Recuerdo ahora la imagen de otro banco: las palabras son así, taimadas, enamoradizas, se engarzan a otras palabras con una voluntad indomeñable. Se trata del banco de mejillones que vi una tarde, precisamente durante el verano en el que leí el país de las sombras largas. Y lo recuerdo porque mi abuela lo señaló diciendo “allí está el banco de mejillones”, y yo jamás había escuchado esa palabra vinculada a los animales, sólo los bancos de la ciudad donde se guarda el dinero. Y al acercarme, el banco de mejillones resultó ser un conjunto de picos, que en los pies se sentían como pinchazos. Las imágenes que atesoramos son democráticas, se alojan en el pliegue de una experiencia, en un recuerdo, en un pensamiento que produce la música. Por eso, para el banco de imágenes, da igual haber leído que haber vivido.


Las cosas que fui trayendo a Ottawa llegaron en sucesivas capas. Cada viaje significó más objetos, que provenían del pasado. Dos imágenes se delinearon, sobre todo en el aeropuerto, en esas horas muertas, de espera: una, la de un rompecabezas. Después de cada visita a la Argentina, volvía con un pedacito más de mí, mínimo, que se acomodaba en algún lugar de la casa. Un jarrón, un libro, una cajita. Como los rompecabezas que armábamos con mi hermano en el piso de nuestro cuarto, y que nos llevaba días y días completar. Otra: mis objetos volando, literalmente volando, como en “El sueño del Juicio Final”. Cuando dan las 12, en la Hora del Juicio, todos los objetos mal habidos retornan a su lugar de origen, allí de donde no deberían haber salido. Y de las tumbas de los mentirosos, de los nichos de los estafadores, de los ladrones, salen volando, cuando suena “La Hora”, los collares robados, los frontispicios engañosos, las palabras que adulan. Todas las cosas vuelan al unísono, en una especie de jaleo aéreo, restitutivo. Y algo hay de eso, porque de a poco mi casa se ha ido poblando de los pedazos que fui. En el último viaje traje las fotos. Fue algo que deliberadamente postergaba, acaso por aquello del combate feroz. No sé exactamente qué temía para evitar tan afanosamente esa caja de zapatos gris, desvencijada, que tendía a abrirse a los costados por la presión misma de las fotos. O del pasado. Pero una tarde, en casa de mi madre, en una de las horas muertas de su siesta, me dije que esa postergación sólo lograba conservar el objeto temido en un lugar mucho más peligroso que una caja: la mente. De modo que, tomando una de las cintas de embalar que mi padre, siempre previsor, guardaba junto con otros objetos de librería –y que quedaron allí, en el mismo lugar, durante años, mucho después de su muerte–, rodeé los bordes de la caja y le di continente, y sin siquiera mi-


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rar el contenido sellé la tapa también desvencijada. Así llegó a Ottawa, y así sigue en el estante superior del armario. Aquí, cuando llegamos –y nos dedicamos a armar nuestra casa con aquello que los canadienses descartan prolijamente en la puerta de sus casas –lámparas, estantes de madera, armarios de baño, incluso colchones–, en esa época en que caminábamos atentos a los objetos de la calle (sobre todo yo, a Leo le daba un poco de vergüenza)– varias veces di con bolsas de fotos. De lo que encontré esbocé una idea: sólo se tiran las fotos después de dos generaciones. Las fotos que encontraba eran casi todas antiguas, blanco y negro, o bien en algunas bolsas se repetía alguna figura que entendíamos se quería desterrar. Pero en la mayoría se trataba de fotos viejas. La gente se vuelve anónima después de dos generaciones, y las caras que tan escrupulosamente guardamos cuando las conocemos, ya son desconocidas para nuestros bisnietos. Recién entonces es posible tirarlas. Creo, sin embargo, que queda un pequeño escozor, como si esa aprehensión que algunos hombres primitivos experimentaban frente a la presencia del fotógrafo, conservara algún vestigio entre nosotros, nos impidiera la banalidad en el gesto. Tal vez eso tendría que hacer yo, sacar mi pasaporte canadiense dejando en la puerta de mi casa una bolsa con mis antepasados. Habría que ver si me animo. Por ahora, ni siquiera me animé a abrir la caja.


“Sólo se está bajo el imperio de la pérdida”, me escribió un día mi hermana Lisa en una carta que me envió aquí. La verdad es que me sorprendió. Con ella nunca llegamos a construir un entendimiento, tal vez por la diferencia de edad –cuando ella comenzaba a esbozar una comprensión del mundo, en la adolescencia, yo me fui de la casa materna–. Las cartas sin embargo me mostraron una ¿cara? ¿una personalidad?, más bien diría una Lisa que desconocía. Delicada, con observaciones que demostraban su serpentina interior. Hay relaciones que prosperan mejor en la distancia, aprendí, vínculos que la línea de un teléfono sostiene de un modo más armónico, más interesante, que la presencia directa. Con ella fue un poco así. Ahora, cada vez que vuelvo, nuestro encuentro mantiene su timidez consuetudinaria, pero ambas sabemos ya de nuestro haber: las cartas que nos enviamos periódicamente y que apenas dedican a las novedades unas pocas líneas. El resto son las cosas que se nos cruzan por la cabeza a medida que avanza una ilación libre, pero que nunca pierde referencia con el tema que vamos desarrollando, deshilvanando a través del tiempo. Ella no escribe por correo electrónico, prefiere las cartas escritas a pulso, un gesto decimonónico que me sorprendió desde el principio y al que me avine, como reconociendo alguna clase de superioridad. Las cartas se aviejan, toman el color raído del papel que conoce el tiempo, y la tinta –incluso la birome– también se corroe hasta volverse de un azul ininteligible. Todavía eso no ha ocurrido con las cartas de Lisa, que a veces saco para releer. El efecto no es el mismo del principio, a veces aparece un nuevo tornasol, algo que sitúa sus palabras bajo una perspectiva nueva. Se podría decir que las cartas de mi hermana se convirtieron en un bien preciado, algo bastante distinto al resto de los intercambios, que suele detenerse en los detalles de la vida cotidiana. No es que no me interesen


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–incluso no pocas veces organizan conversaciones enteras de sobremesa con Leo–, pero no puedo dejar de sentir que esos relatos apenas muestran una hojarasca de hechos. Acaso, si estuviera allí, esos hechos adquirirían la vehemencia de la vida real –el fragor de las decisiones, la intensidad de la voz, la pastosidad propia de la vida en las manos– pero aquí todo adquiere la uniforme textura de la palabra escrita. Por eso las palabras de Lisa me sorprendieron. Se destacaron en medio de esa textura justo cuando yo estaba habitada no por la idea de la pérdida, sino por la sensación de ella, devastadora, infeliz. Esas palabras, sobre todo el “siempre”, me procuraron un alivio que resultó fecundo mientras caminaba por el barrio chino, o mientras miraba por la ventana intentando describir ese desgarro que, aunque desmedido, menospreciado por la razón, me azotaba como hacen las tormentas con los árboles débiles. De golpe vi la vida completa como una planta que necesariamente va perdiendo sus hojas, de tan irreversible necesario, y eso que resulta tan perceptible en el mundo vegetal y que en el mundo animal toma la apariencia de un continuo –no se pierden las patas, o los dedos– me resultó una imagen más ajustada al espíritu de las cosas. “Sólo estamos bajo el imperio de la pérdida” tuvo para mí la contundencia de las aseveraciones, de los enunciados que escapan al mundo de los deseos, de los sueños. Simplemente llueve, y no hay allí nada que pueda hacerse frente a una manifestación tan evidente, tan ajena al curso de nuestra carne, de nuestra razón. Simplemente estamos bajo el imperio de la pérdida: ése es el régimen que nos gobierna. En vano ensayamos amuletos, apretamos la mano en un puño, construimos iglesias. Todo en vano.


Claro que escribir es un modo de fijar un momento, de clavarlo con chinches en un panel de corcho. Ése ha sido mi modo de coagular el tiempo: agregar una estampa en la larga procesión. Si me hubiera dedicado a la medicina me habría especializado en torniquetes, habría retorcido la venda una y otra vez hasta enrojecer el brazo, coagulando la sangre en el punto exacto donde emerge. Esperando la costra. Pero no me dediqué a la medicina: exige una facultad especial. Exige tener inmunidad a la pérdida, hacer de ella una oración aseverativa constante, cierta, como procuran los monjes de muchas religiones. Los médicos son nuestros monjes zen, van disfrazados, camuflados en los hospitales, en las clínicas, en los consultorios. Yo preferí entreverarme con algo inocuo, infungible. Mi padre hablaba de eso, de bienes fungibles o infungibles, de patrimonios muebles o inmuebles, enajenables... Desplegaba esas caracterizaciones con un orgullo disimulado –eran las que servían para catalogar el bien a asegurar–, como si la pronunciación de esas palabras lo acercaran a la vida universitaria que no había tenido. El aspecto comercial quedaba relegado, ese mismo aspecto que nos permitía a todos estar reunidos a la mesa, alrededor de un plato de comida o de un plato de torta. Y yo ya entonces, escuchándolo, advertía ese grano secreto que en él habitaba, eso que era capaz de generar la palabra. Como la perla iridisada que se forma con el trabajo oscuro del molusco, la palabra generaba un tornasol que era visible para todos –tangible, diría mi padre–, y ése es el bien que, ahora pienso, procuré asegurar yo. Me imagino la distribución de las actividades como las imágenes: asombrada de su democratismo, de su homeostasis. Como vasos comunicantes que regulan entre sí el nivel del agua. Para que yo advirtiera el grano de arena oculto en la palabra, era necesario que mi padre


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desplegara acciones mudas, de las que no estaba orgulloso. Y para que su orgullo pudiera desplegarse –acaso hoy estaría orgulloso de mí, del fulgor que intento extraer de esa piedra orgánica– era necesario que ofreciera un mundo callado, condiciones anónimas, gratuitas, generosas. No puedo sino experimentar la gratitud.


Entre los bienes que me dejó mi padre figura otro: una pluma, un secante, un tintero, un pincel y un pedazo de lacre que pertenecieron a mi abuelo. Todo eso en un estuche ya ajado, color borravino, que al cerrarse hace un sonido suave, afelpado. No creo que él lo haya usado. De hecho, el día que me lo regaló –el cumpleaños número 15–, cuando intenté probar la pluma encontré que la tinta estaba completamente seca, que una materia color sepia había quedado adosada al vidrio, entreverada con los vestigios del líquido negro. Recuerdo que alguien fue a comprar tinta china y que los días subsiguientes traté de escribir con pluma ensayando el procedimiento mecánico –un líquido que se carga en una superficie refractaria, metálica, y que debe trasladarse con un pulso firme hasta llegar al papel, de un volumen perfectamente calibrado que no debe exceder el tamaño de una gota, pues entonces el manchón en el papel está garantizado, y cuyo destino tampoco puede constituir un descanso, porque si la tinta se agolpa toda junta en las primeras letras, poco queda para las siguientes y el procedimiento tiene que repetirse con un ritmo nervioso, indigno de una buena caligrafía. Recuerdo que me sorprendió enormemente el regalo, y me halagó, sin duda me halagó, no sólo porque eso significaba una clase de ¿legado? ¿continuidad? familiar, sino porque demostraba que mi padre había reparado en el hábito que yo había desarrollado en los últimos años y que imaginaba completamente secreto, anónimo. Yo había comenzado a escribir un diario, escribía sobre todo por la noche antes de ir a dormir, sentada en la cama o a veces encerrada en el baño. Y a pesar de que mi intención era conservar la privacidad, recibir la caja de plumas –porque eran varias las puntas, que se ajustaban a un único mango de madera– me gustó. Siempre había imaginado que el destinatario de esa caja –que mi padre guardaba en


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un estante superior, fuera de nuestro alcance– sería mi hermano, quien había dado sobradas muestras de su talento. Días me pasé ensayando letras –incluso intenté escribir el diario personal, que se llenó muy pronto de manchones–, completamente cautivada por ese hábito del pasado que se me revelaba como absoluta novedad: imaginaba el aula de mi abuelo –niños de la edad que yo estaba dejando atrás– desplegando un gesto cuya extraordinaria dificultad recién ahora conocía, movimientos que exigían un tiempo diferente, ajeno a la velocidad de la estilográfica, por no hablar de la birome. Un mundo nuevo. El otro mundo, el de mi padre, que nunca tuvo la nitidez del vínculo con mi madre, incluso con mi abuela, también significó una novedad. Porque entonces su silueta –él no había sido para mí mucho más que una silueta– se llenó de una sustancia que no podría precisar cuál era, pero que sin duda tenía una entidad, una entidad suficiente como para que él reconociera mi gesto, secreto, cuando nos cruzábamos en el baño con el cepillo de dientes, o antes de que yo girara el picaporte para encerrarme en mi cuarto. Lateral, su silueta y la mía –porque yo tampoco fui mucho más que una silueta para él, supongo– se cruzaban en algún lugar de la casa, y se veían, ahora pienso que se veían, porque de lo contrario él no me habría regalado la caja de su padre, que auguraba para mí el futuro que de algún modo tuve.


Las fotos de mis quince años deben estar guardadas en la caja gris. Recuerdo que no hice fiesta, esas fiestas de las que me burlaba y que padecí todo ese año, con mis compañeras. El vals, el vestido –que nos asemejaba a las santas o a las novias– el baile posterior, la comida... Me resultaban preparativos completamente ajenos, como para una fiesta de la que yo estaría ausente. La deseché desde el principio, y tuve en cambio una reunión en casa, con mi familia y dos o tres amigas. Como regalo pedí a cada uno que aportara a un fondo común, que serviría para “el viaje”. Estoy acá. No ha sido éste el viaje que costeó mi fiesta de quince, pero sí ese viaje fue el germen para poder concebir luego una vida afuera. Me fui con la intención de viajar un mes, y terminaron siendo siete, siete meses en los que trabajé, viví, me enamoré, caminé. Estar en el extranjero me daba una sensación de libertad que nunca había experimentado, y me obligó a rectificar un rictus que –ahora pienso– fue propio de toda mi niñez. Un rictus contrariado, como de quien vive algo a trasmano. No sé qué me daba esa torsión, pero sí sé que la vida en el anonimato, en la soledad, me obligó a una implacabilidad que yo suponía tener, pero que a la distancia se asemejaba más bien al capricho, a las licencias que permitía una vida en todo sentido holgada. Cuando volví, ese rictus había desaparecido, y creo que fue un hecho evidente para todos. Tal vez mirando las fotos descubra qué escondía ese gesto contrariado. No me interesa como un ejercicio de introspección: en algún momento la vida pasada se convierte en prehistoria, en rocas precámbricas que ni siquiera exhiben ya la apariencia de la roca. Diría que mi curiosidad es más bien literaria: ¿quién era esa chica de rictus ligeramente amargo, pelo ensortijado y apariencia menuda?


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No sĂŠ si las fotos pueden dar una respuesta. QuizĂĄs las formas visuales puedan convocar a otras formas, de naturaleza distinta, y todas ellas, juntas, establecer un arabesco, una figura que tenue se dibuje y que traiga noticias de otro tiempo. Un rumor, una brisa, apenas.


La primera foto que extraigo de la caja es una de bebé, yo sola, con los dedos de mi madre que asoman por los costados sosteniéndome, y que se hunden en mi carne, proyectando una breve sombra. No voy a detenerme en todas, me digo, mientras abro la ventana por donde todavía se ven las huellas de los pasos de Leo. En estos días –son unos pocos días de transición– las huellas adquieren formas góticas, chorreantes. Allí donde estuvo su pie se organiza un surco que va escurriéndose a medida que el sol se torna más vibrante, antes de que la superficie vuelva a cerrarse sobre sí. Es el deshielo, el fin del invierno. Lo que antes era nieve consistente bajó casi de golpe y se transformó en líquido, como la espuma cuando pierde los poros que le sirven de ligazón. Aquí y allá quedan islas de nieve, pequeños montoncitos refractarios al calor inicial. La inminencia de la primavera se hace sentir primero en el aire, un anuncio que obliga en las casas a abrir las ventanas –por ahora sólo aquellas en las que da de lleno el sol– y a buscar instintivamente el contacto de la piel con el aire, después de meses en que ha desconocido el roce con el exterior. Es un gesto casi mecánico, gozoso, que se repite en cada casa y en los parques, donde algunos incluso se sacan las remeras. Los torsos, como estatuas, detenidos, son como mojones que jalonan el parque. Tal vez sea ese movimiento general de apertura, que me recuerda la reversión de un guante –en pocos días abrirán los capullos, que se ven todavía apretados, y algunos animales saldrán de su aislamiento–, lo que me haya llevado hoy a exhumar la caja sellada con cinta de embalar, y a desplegar las fotos sobre esta mesa, en la que pega el sol. Hay muchas blanco y negro, mi padre tenía una vieja cámara Nikkon que utilizó durante nuestra niñez. Siempre mandó a revelar las fotos a la misma casa, que les dejaba un marco blanco de unos pocos milímetros y


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un reborde filigranado que le dan la apariencia de fotos más antiguas de lo que efectivamente son. Las posteriores son fáciles de reconocer porque se comban. El papel no es tan grueso y no han resistido bien el paso del tiempo. No hay muchas de mi adolescencia, supongo que porque para entonces ya mi hermano no estaba con nosotros y la vida familiar había perdido el carácter propio de los inicios. Hay una tanda extensa de Lisa de bebé, bella, como siempre lo fue, de un día que mis padres quisieron ponerse al día con ella, no ser injustos en la distribución de imágenes a futuro. Me doy cuenta porque aunque los escenarios van cambiando, su ropa es exactamente la misma. Hay una foto que encuentro que me resulta muy graciosa. Es la foto de un verano, el mismo verano –ahora me doy cuenta– en el que leí El país de las sombras largas. Estamos mi abuela, mi madre, un chico del pueblo que vivía por ahí cerca, mi hermano y yo. Mi hermano tiene un traje estrafalario, que –de eso estoy segura, aunque no recuerdo los detalles– le hicimos nosotras para un concurso del pueblo. Se nota que es de noche, porque los ojos de casi todos salieron rojos, como hacían los flash de esa época, y el fondo es un color indefinido, eléctrico. Yo tengo una mano en el bolsillo. Mi hermano, una sonrisa de oreja a oreja, y mi madre mira hacia abajo, hacia un bulto que ha de ser Lisa. La abuela lleva algo en la mano que no sé qué es, y la otra está apoyada en el hombro desnudo de Francisco. Él tiene un pantalón extraño –¿cómo lo convencimos de ponerse eso?– y algo que le cuelga a la altura del cuello y que no recuerdo qué era. Parece un barbijo. Yo, si miro con detenimiento, tengo esa expresión contrariada que tanto reconozco, aunque ya no sé si es una idea que se estampa en la foto, o ella proviene realmente de la imagen. El grano es un poco grueso y si me acerco –he ido ahora a la ventana para mirarla bien, pues entra el sol en bloque–, si acerco la imagen a mis ojos, ella se descompone en trazos que son indescifrables. Un grano lleva la carga de mi rictus, pero ¿cómo detectar que es un rictus, si al acercarme es apenas una manchita informe que a gatas tiene la apariencia de una runa? Es necesario ubicarse lejos para ver, recuerdo que decía mi padre, y a mí siempre me pareció una de sus frases hechas. En todos los casos se ve: ve la mosca con sus ojos ¿tetra-hexa-octa-gonal?, ven los estrábicos, los miopes, vemos el limón en su relieve tenue de paisaje lunar, y lo vemos también desde más lejos, en su recorte exacto, con el botón oscuro y el vértice urgente que recuerda el pezón de una adolescente, todos en todos los casos lo vemos, esa forma que sólo puede llevar por nombre el nombre


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de limoide, o limocero, o limante, como lleva la Tierra, a la que, para mi estupor, descubrí dan el nombre de geoide, y que remite a eso, a la forma exacta, única, que lleva esta esfera celeste y que no admite otro nombre que sí misma. Ah..., si todas las cosas llevaran el nombre de sí mismas no habría adjetivos. Así que es mejor que a los limones se los llame amarillos, se los llame turgentes, acerados, marchitos, se les disponga hongos, se les encuentren poros que no existen. Si no, ¿qué sería de la literatura, de este esfuerzo por nombrar, por cercar eso que es un limón y cuya belleza puede hacernos estallar en llanto?


Pero volvamos a la foto. Hay una cosa curiosa que recuerdo y que justamente no aparece en la imagen. A eso me refería con la memoria: es caprichosa, levanta cortinas de humo allí donde uno cree ver con más nitidez. Lo que me quedé observando es mi mano ausente, la que desaparece tras el bolsillo. Y entonces recuerdo: Que buscaba un anillo que tenía la forma de una “U”, una U verde, de una piedra transparente del color de la esmeralda, lo buscaba con un afán que no sé cuál era, pero sé que era algo urgente, lo buscaba para que apareciera en la foto, y la luz del flash me capturó antes de lograrlo. Tal vez esa cara de ¿desilusión? ¿gravedad? sea simplemente que al momento en que me detuvieron en la fotografía, no lo había encontrado. Ahora, ¿por qué quería que apareciera en la foto? No puedo reconstruirlo, sólo recordar –y creo que esto es veraz, quiero decir, que no es una construcción que despliego ahora, en el ejercicio tergiversador de la memoria, de la ilusión retrospectiva– sólo recordar que lo busqué por todos los bolsillos, incluso en la calle, lo rebusqué con la vista, esperando ver el brillo en medio de la tierra opaca. Después, todo fue dispersión y giros, pero ése es otro asunto. Alguna vez tendría que escribirlo, contar esa historia, le digo a Leo, cuando vuelve de la universidad. Dejé la foto apartada sobre la mesada de la cocina, bajo el mortero, para mostrársela. Es el último verano que pasamos con mi hermano, le digo, antes de que se fuera al Balseiro. Es el verano en que tuvimos un perro que me hace acordar a Duque. Duque es el perro de unos amigos argentinos que nos hicimos acá. Es negro y tiene orejas marrones y en los ojos se le dibuja un arco que sube y baja con su mirada, tan expresiva. Cuando llego a la casa de ellos, no


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puedo evitar tirarme en el deck con el perro y jugar con él como hacía cuando era chica. Todos, incluido Leo, me miran un poco azorados, suponen es un caso claro de nostalgia de emigrado. Mi abuela usaba unos sombreros que a mí me daban vergüenza, agrego, mientras pego con unas chinches blancas la foto en el panel de corcho. Pongo la mesa. En el horno está haciéndose un pollo con jengibre –un condimento que conocí acá–, y de postre, en la heladera, hay una lata de duraznos. ¿Ese es el que perdieron unos días y lo encontraron después todo chamuscado? Me río. Ése. Qué economía la del amor, pienso. Leo ya sabe tantas cosas de mí que asusta. Comemos. La noche, en los inicios de la primavera, no es primaveral. Es el último refugio del frío, de manera que tenemos la ventana cerrada. Pero es tan inminente la reversión completa, que se aprecia como nunca el estar adentro, cobijado entre las paredes. Es como el comienzo del fin de la hibernación.


Una rana se desprende de su coraza de hielo y sale lo más campante a caminar. Ha pasado por meses de congelamiento. Ésa es una de las noticias que puede encontrarse en esta época en los diarios, incluso a veces, cuando no hay noticias, puede ser el titular del diario barato de la noche, sobre todo si la especie es más estrafalaria y el lugar en que se halla es curioso. Es el milagro de las especies que no hibernan: algún ejemplar aislado, como respondiendo a otro dictamen genético, logra retener la vida en sí, hasta que el sol, como un beso de príncipe, lo echa nuevamente a andar. Siempre hay algún recuadro con una explicación científica. Leo me dice que la inventan, como hacen los periodistas también con los horóscopos. “Alguien tiene que inventar una explicación”, le digo a Leo, justificándolos. Él lo toma como una velada burla a sus afanes científicos. Pero no hay nada de eso. En serio alguien tiene que inventar una explicación. ¿Cuán distinto es hablar de la reencarnación a lo largo de sucesivas vidas que explicar el proceso mutante de una rana que se quiere inmortal? A nadie le gusta despedirse. Eso sé. Los chinos (¿o los hindúes?) pueden suponer que saltan de dragón a insecto con la misma libertad que aquí creen que es posible hundirse en la vida pobre y asomar en una rica, o viceversa. Después de todo, son todas formas de imaginar una continuidad. Miro la foto que dejé pegada en el panel de corcho, y no puedo dejar de asombrarme ante esa imagen que devuelve la escena de otro tiempo. Entre esa chica que mira a la cámara con ojos asustadizos y cuya mano sé que busca una pieza con la que intenta dejar testimonio, y yo, esa persona que soy, con músculos y tendones y la piel enblanquecida por el aire de Canadá, ¿qué hay? ¿Qué línea une, qué atraviesa esa mirada que no reviste más distancia que unos cincuenta centímetros, y que sin


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embargo da la vuelta completa, el giro, del que penden treinta y ocho años y unos días? Sé que la mano que rebusca en el bolsillo busca tender ese puente hacia el futuro, y veo, compruebo, que de algún modo me encuentra, ella y yo en el puente colgante de Brooklyn, de Ontario, o de Paso de los Libres, cada una en un extremo del puente, mirándose, con avidez y a veces con desesperación –sí, nombremos la desesperación– por el espejo o el velo que media entre nosotras, y por la imposibilidad de dar un paso que nos acerque. Ah... las fotos son como cuadros hibernantes, pienso ahora, mientras miro la mano de mi abuela que es apenas una muesca color sepia. Las siluetas quedan detenidas en la exactitud de su gesto, y sólo los protagonistas pueden volverlas a la vida. Por eso son los bisnietos quienes sepultan las fotos: ya no hay allí capacidad de que la rana se sacuda los últimos estertores de hielo y eche a andar. No sé exactamente qué significa andar, tal vez simplemente merodear en el tiempo que duran las palabras. Por eso escribo. O hablo. A veces llamo a Leo a su laboratorio en horas intempestivas, con cualquier excusa: sólo para escucharlo hablar, sentir esa voz que se tiende y que nos acerca o nos da la ilusión. Miro por la ventana y ya las huellas líquidas han desaparecido. El camino es ahora seco y no descarto que en breve asomarán los primeros capullos. Pronto por la noche podremos cenar con las ventanas abiertas y dejar que el aire entero, el aire de la noche y del día, entre y contagie su vigor. No es más que la primavera, una estación absolutamente prevista en la dinámica de la especie. Pero qué alegría. Qué bella luz.


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ZONA ÁUREA

Pulidos textos de acabado perfecto, sólidas estructuras verbales, construcciones poéticas irreprochables. Cuando logra dar en el blanco, la palabra es un lujo.



El fin de la noche, constelación de narrativa y poesía hispanoamericana. Con publicaciones de cuidado artesanal y soporte imperecedero, el sello integra la tecnología de edición más avanzada –impresión bajo demanda, libre acceso de lectura online y distribución digital internacional que permite que los libros estén siempre disponibles– a la delicada paciencia para el armado de cada título. Que los libros luminosos jamás se agoten.

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