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Baquelita



VĂ­ctor Goldgel

Baquelita


Goldgel, Víctor Baquelita. - 1a ed. - Buenos Aires : El fin de la noche, 2011. 212 p. ; 20x13 cm. - (Mapamundi) ISBN 978-987-1491-32-2 1. Narrativa Argentina. I. Título CDD A863

Imagen de tapa: “¿Dónde está López?”, de Hugo Goldgel www.hugogoldgel.com.ar

© Editorial El fin de la noche, 2011 Buenos Aires, Argentina ISBN 978-987-1491-32-2 Editorial El fin de la noche Hecho el depósito que previene la ley 11.723 Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a: info@elfindelanoche.com.ar www.elfindelanoche.com.ar


I



Tibia. Radio. Falanges. Húmero. Ilion. Costilla. Costilla. Fémur. Costilla, esternón. Omóplato, clavícula; la otra tibia. Y un metro a la derecha más costillas y dos metros a la izquierda otra tibia y otro fémur. Iban a ser varios. Se sacudió la tierra de los pantalones y subió la escalera para comprarse una Coca. Cruzó la calle esquivando autos y buscó el carrito de siempre. El dueño tenía la habilidad de nunca saludar a un cliente de la misma forma, y en menos de veinticuatro horas Tomás había sido máquina, gladiador y lujuria. Pero no lo vio. En realidad no vio a un solo vendedor en toda la plaza. Apenas el cemento, algunos restos de césped y miles de pies que la atravesaban en todas las direcciones. Se abrió paso entre el tránsito y buscó un quiosco. Algunos minutos después, mientras liquidaba la botella junto a un tacho de basura, distinguió a su vendedor en la esquina, despidiéndose de un policía. —¿Cayeron los inspectores? —le preguntó. —Todavía no, Mago. Dijeron que a las cinco, y ya son cinco y media. Me van a hacer perder la hora pico. Hubiera querido seguir charlando, pero no tenía nada más para decir. Ya había fumado demasiado y el sol pegaba fuerte: no iba a haber más remedio que volver a bajar. Miró la plaza y se demoró todavía algunos segundos, reconstruyendo en el aire el boceto que los diarios habían publicado el día anterior, tratando de imaginar 9


la fuente con sus ninfas y sus tritones y de ver los robles en flor elevarse donde ahora se extendían los techos mal remachados de las paradas de colectivo (uno, a medio volar, prometía una decapitación azarosa cuando se levantara el primer viento). La remodelación de la plaza era algo más que una gentileza en reconocimiento de los esfuerzos del Gobierno por acelerar la venta de los terrenos de enfrente. Con sólo mirarla (incluso ahora, vaciada de puestos y de carritos), se entendía que las torres más altas de Latinoamérica no iban a inaugurarse hasta que se compusiera un poco tamaña concatenación de abandono público y cuerpitos sudados. “Plaza Nova”, como se llamaba en los diarios, iba a tener dos niveles principales. En primer lugar el Fundamentos, destinado a la circulación del transporte automotor y al acceso a la estación de trenes. Por encima, el Recorridos, una enorme superficie de verde, aguas danzantes y nenúfares con sistema antidengue propicia para el paseo y el acceso al sector comercial de las torres. En los gráficos los niveles se veían uno arriba del otro, pero no era del todo claro cómo se comunicaban, ni si el Fundamentos iba a estar a la altura de la actual plaza o si se iba a excavar para ubicarlo más abajo. Con los monóxidos recalentados de la urbe lamiéndole la cara, Tomás veía por fin la plaza. A lo largo de los años había pasado por ahí docenas de veces, en tránsito hacia las playas del sur o urgido de placeres anónimos, y nunca le había dedicado a la zona la atención que ahora le paralizaba el cuerpo bajo el sol de diciembre. La veía sufrida y anhelante, correntosa y repentina —un hormiguero pateado que sin embargo garantizaba la comunicación entre la Ciudad y sus exteriores—. Cuando ya estaba entrando al pozo, se acordó del mensaje que un abogado de apellido Traverso le había dejado la noche anterior. “Quiero informarle de un 10


asunto legal en relación con un posible familiar suyo”, había dicho. En circunstancias como ésa, se consolaba Tomás, no tener familia reporta las mayores ventajas. A la vez, sin embargo, eso de “posible familiar” podía significar cualquier cosa —algún colega atropellado con su número de teléfono en la billetera, algún estafador que se había hecho pasar por su padre...—. —¿Cómo le va, Andrade? ¿Se conocían? Traverso, sin preámbulos, le estaba explicando la situación: un familiar en España, una herencia. ¿El martes a las dos? Baquelita 248, ascensor hasta el cuarto piso, escaleras dos pisos más, camine hasta el fondo del pasillo y en Tamerlín Producciones pregunte, es ahí mismo pero no sé por qué la gente a veces se pierde.

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Después de algunas horas los huesos del pozo eran incontables. Javiera —que ayudaba a Tomás en la dirección del equipo— había marcado ya siete perímetros, y seguía cateando; los cinco cavadores no llegaban a limpiarse el sudor entre palada y palada, atosigados por Renato que además de encargarse de las fotos y de las muestras les daba rienda suelta a sus instintos de capataz. La jueza había autorizado apenas una semana de trabajo, y de la empresa constructora se podía esperar cualquier cosa; a esta altura probablemente habrían acomodado a la mitad del juzgado. Nadie se sorprendió al ver bajar por la escalera el ancho culo del gerente general Gálvez, que los saludó con un buendía falto de aire y se puso a limpiar sus anteojos. “¿Qué novedades tenemos?”, quiso saber, y como no se decidía entre mirarlos a ellos y mirar hacia los huesos su cabeza se cargó de un temblor parkinsoniano. En la reunión del día anterior, el mentón demasiado alto del gerente le había hecho pensar a Tomás en un barco que acaba de zarpar; ahora sus dedos nerviosos le parecieron diez botes salvavidas resistiéndose a un remolino. “Lo que ve”, dijo Javiera. Gálvez asintió en silencio. Junto a su patilla corría una gota de sudor que, al llegar al mentón, se detuvo por un instante en una antigua cicatriz, para luego caer sobre sus anteojos. Empezó a limpiarlos de nuevo. 13


—Estamos hablando de por lo menos siete esqueletos —agregó Tomás—. A simple vista llevan acá más de cien años, pero hay que ver qué dice el laboratorio. —El laboratorio —repitió Gálvez—. Y dígame, ¿cuánto tarda eso? —De dos a cuatro semanas, promedio. Hay otros que hacen los estudios en el mismo día, pero nuestra organización no los puede costear. Hoy vamos a enviarle un informe a la jueza pidiendo... —No se preocupen —lo interrumpió Gálvez, que ahora los miraba de frente con ojos chiquitos—, nosotros podemos hacernos cargo de los gastos. Ustedes saben que tenemos a doscientas personas paradas por este asunto. Doscientas familias, bien visto. No queremos poner trabas a la investigación, por supuesto, pero también tenemos que preocuparnos por esas familias, ¿no les parece? Tomás se preguntó de dónde vendría esa sonrisa torcida, quién habría sido Gálvez antes de ocupar ese puesto por el que recibía un sueldo difícil de calcular y una tarjeta de crédito de la empresa que le evitaba gastarlo, y vio también cómo el silencio le iba aflojando los labios, el silencio y el imaginarse los titulares del día siguiente: “Tumbas clandestinas bajo nuevas torres” era el menos sensacionalista que se podía esperar. Gálvez forzó una tos y se aclaró la garganta. Tomás estaba por decir algo, pero la que habló fue Javiera. —Por las familias que vivían acá, ¿también se preocupa su empresa? —Lamento tener que corregirla, pero no represento a una empresa, represento a un grupo financiero. Pasaron unos segundos. Gálvez los miraba. —Bueno, ¿y qué opina su grupo financiero? —insistió Tomás. 14


—Ése es un problema que resolvió el Ministerio de Vivienda. No sé si lo hizo bien o mal. Opinar no es de nuestra competencia. —No opinan, pero tiran todo abajo —contestó Tomás. —Y gracias a eso ustedes y yo tenemos un sueldo. Mire: cuanto antes terminen, mejor para todos. Si lo que necesitan son fondos, yo se los facilito. Pero el lunes a las seis de la mañana se retoma la obra. El gerente general se tragó sonoramente los mocos, dio media vuelta y se encaramó a la escalera. —Renato —dijo Javiera—, correlo a Gálvez y que te haga un cheque para el laboratorio.

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Cinco días más tarde desdoblaba el papelito con las instrucciones del abogado. “Ascensor al fondo. Cuarto piso. Tamerlín Producciones. Ahí preguntar”. A pesar de su entrada academicista, la Galería Vittorio Emmanuele era un conjunto inconcebible de pasillos, niveles y tiempos arquitectónicos. Resultaba incluso difícil percibirla como una: como una caries exorbitante, parecía haberse extendido hasta edificios aledaños carcomiendo sucesivas paredes. Desde la calle era imposible prever sus dimensiones, su profusión de estilos y su reserva de desconciertos, por la cual ninguna escalera bajaba o subía más de un nivel y un pasillo de doble altura con claraboyas podía transformarse de manera abrupta en un pasadizo zigzagueante iluminado por tubos blancos. No hubiera sido extraño que detrás de alguna puerta se escondiera un salón de baile con espejos desmedidos y con pisos de roble checo, o una celda de torturas, o un hoyo. Debía ser la proximidad con los tribunales lo que le permitía a esta decadente trampa mortal substraerse a la mirada de inspectores municipales y brokers inmobiliarios. Como los coloridos atrapanovias que unos meses atrás le habían ofrecido las vendedoras ambulantes de Michoacán, en los que el dedo entra pero no sale, la galería suscitó en Tomás una aprensión que sus colegas de la facultad no habrían dudado en llamar “fálica” y que

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él, para que se le pasara más rápido, prefirió no llamar de ninguna manera. Los pasillos estaban casi desiertos, y los cerrajeros, los peluqueros, las vendedoras de piyamas y las de lencería, hojeando revistas o mirando al techo, daban la impresión de vivir no de clientes, sino de algún tipo de subsidio al comercio de otros tiempos. Como el único ascensor a la vista no funcionaba ni estaba al fondo de ningún pasillo, Tomás se vio obligado a guardar sus instrucciones, aclararse la garganta e interactuar con la población nativa. Probó suerte en una librería. —¿Tamerlín Producciones? No me suena —le contestó un anciano de ancho bigote—. En el cuarto piso difícil, porque no hay. Acá es planta baja; después tenés el primero y después el último. Razonando que los libreros no son gente de mundo, Tomás se encaminó hacia un negocio de fotografía. Lo atendía un señor aún algo mayor, que desarmaba una cámara con la ayuda de una lupa gigantesca. —Tamerlín… Tamerlín... Ni idea. ¿Es en este nivel? —Creo que no, me dijeron que era en el cuarto. Como el técnico no dio señales de querer retomar la conversación, tuvo que hablar de nuevo él. —¿Sabe si hay algún ascensor que funcione? —Ascensor no, pero escaleras hay por todas partes. De todos modos, sólo le falta subir dos niveles. —¿Esto no es planta baja? —Segundo piso —contestó el técnico, y levantó por fin la vista de su engranaje—. Y si sigue subiendo llega al cuarto. Dos, tres, cuatro. Las escaleras, en efecto, abundaban, pero ninguna parecía conducir a otro nivel. Renuente a rendirse al azar, decidió seguir preguntando. Encontrar el estudio de Traverso pasó pronto a un segundo plano; incluso después de haber hablado con otras dos personas, ni siquiera 18


había podido sacar en limpio cuántos pisos había y en cuál estaba. Como todos tenían una opinión diferente, al informarse Tomás reducía su ignorancia al precio de multiplicar sus posibilidades de estar equivocado. Al final de un pasillo entrevió unas escaleras; para llegar hasta ahí tuvo que bajar ocho escalones altísimos por otras, perpendiculares y más angostas. Después caminó unos pasos y subió un número mucho mayor de escalones más pequeños. Más allá de todo cálculo, le resultó evidente que había llegado a otro piso: desde un techo vidriado, sucio y más alto que los anteriores, se filtraba un gris claro que debía ser el cielo. Al fondo de un largo pasillo se asomaba el letrero de Tamerlín Producciones.

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Un metro antes de la entrada de Tamerlín había un señor de traje sentado en un banquito, que le sonrió como si se alegrara de verlo y lo acompañó hacia el interior. Tamerlín era un local inmenso, con treinta o cuarenta empleados en sus respectivas computadoras, que compartían un único ambiente mal ventilado. Al llegar a una puerta, el señor la abrió sin golpear y se despidió. Del otro lado Tomás se encontró con una especie de vestíbulo, bastante oscuro, y con tres nuevas puertas. “Rodolfo Traverso. Abogado”, decía el cartel de la que estaba más a la derecha. Se preguntó cuál sería el papel que Tamerlín Producciones —¿producciones de qué?— jugaba en el asunto de la herencia. Las otras puertas no llegaron a esclarecerlo. Una decía “Director”; otra, “Quique”. La de Traverso estaba entreabierta. Además del abogado, en la minúscula oficina había tres personas milagrosamente acomodadas contra las paredes, entre el escritorio, dos ficheros y una mal poblada biblioteca. —¿Cómo le va, Andrade? —lo saludó Traverso. —Disculpe la tardanza, hace media hora que estoy dando vueltas por la galería. —No es el primero al que le pasa. Hágame el favor: póngase cómodo, todavía nos falta gente. ¿Quiere un café? Estoy por pedir.

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¿A cuántos más esperaban? No se animó a preguntar; además, ya tenía la mente ocupada en meterse en algún lado y descifrar rostros. De pie, callados y ociosos, era claro que ninguno de los presentes había llegado hacía mucho. ¿Serían también familiares del muerto? Todos hombres. Se había imaginado una reunión pacífica, privada y corta; que el abogado no le hubiera querido contar por teléfono de qué se trataba, había pensado, al salir de su casa, probablemente no se debiera más que a cierta liturgia profesional, que exige la exhibición de la biblioteca y del título universitario. Esta pequeña multitud presagiaba un encuentro más trabajoso. ¿Y los que todavía no habían llegado? Terminó de ponerse a la defensiva al entender que si Traverso no había tenido ninguna dificultad en reconocerlo, eso significaba que a los que aún esperaba los había visto antes. Y, probablemente, también a los demás. Un asunto en relación con un posible familiar suyo, le había dicho. Un tío lejano de Galicia, Juan Carlos. Sólo al final había agregado que era un problema de herencia y que era mejor hablarlo personalmente. Por ahora, sin embargo, nadie hablaba. En el caleidoscopio de motivos posibles que Tomás hacía girar en su cabeza se combinaban la rivalidad por la herencia con la timidez esperable entre desconocidos, el sopor de las dos de la tarde y la perplejidad por la falta de espacio. Por suerte el techo era altísimo; tan alto que no se llegaba a ver. Las paredes terminaban a media altura, y la gran lámpara que iluminaba la oficina volvía invisible lo que había por encima. Le habría gustado intercambiar alguna palabra sociable, alguna queja bonachona por el amontonamiento, pero no le devolvían la mirada. ¿Sería alguna especie de complot? Aunque en realidad la atmósfera no era de circunspección, sino de nerviosismo; el de allá se comía 22


una uña, aquel otro se mordisqueaba el labio, el gordo de más acá cambiaba las opciones de su teléfono. Los tres fumaban. No podía dejar de preguntarse qué sabrían ellos y, sobre todo, si era el misterio o la certeza lo que explicaba sus nervios. El que se comía las uñas se escupía los pedacitos sobre las yemas de los dedos, los estudiaba por algunos segundos y con disimulo muy desganado los dejaba caer al piso. Después de haber guardado su teléfono, el gordo, acalorado, había empezado a abrir y cerrar la puerta de la oficina con el pie: cuando se estaba por cerrar, la pateaba, y volvía a patearla cuando se estaba por abrir del todo. La indecisión lo hacía parecer un buen tipo. Iba a preguntarle si también él era sobrino de Juan Carlos cuando entraron, empujándose el uno al otro, los dos que faltaban. Al ver la oficina repleta, se frenaron en seco. —Pasen, pasen —dijo el abogado—. Los estábamos esperando. —¿Usted es Traverso? —Para servirles. Acomódense ahí atrás que hay lugar, y completen sus datos en una hojita que anda por ahí circulando. Bueno, señores, les cuento —empezó, mucho antes de que los recién llegados encontraran dónde meterse —. El asunto es un poco complicado, por eso los hice venir. No se asusten, por favor, que no es nada malo. Todo lo contrario. Es complicado en el sentido de que es... ¿cómo decir? ... Difícil de explicar. Hay una parte que van a entender rapidísimo: los millones de euros de los que estamos hablando. Ochocientos. Millones. Pero desde ya les aclaro que los bienes de los que se compone esta fortuna son patrimonio histórico, así que no se pueden vender. Lo bueno es que no pagan impuestos. Además, si no me equivoco, reciben un subsidio mensual para renovaciones y mantenimiento. 23


Tomás notó que el gordo pestañeaba y movía las manos vertiginosamente, como si sus ojos y sus dedos estuvieran haciendo un esfuerzo desesperado por comunicarse. Uno de los recién llegados cabeceaba como una gallina, contando a los presentes en voz baja. Tomás, por su parte, llegó a una cifra que no por aproximada dejaba de ser elocuente. —O sea —insistió Traverso— ochocientos millones para aquellos que logren probar el parentesco. —¿Y cuántos pueden ser? —preguntó el gordo, casi de inmediato. —El número exacto todavía hay que determinarlo... —¿Me podría repetir el nombre del difunto? —interrumpió otra persona. —Juan Carlos Andrade, duque de Alba y marqués de Carvalho —dijo el abogado, marcando el compás con un puño—... Y otros títulos más, todos lo cuales también se heredan. Porque, ¡atención, señores!, acá estamos hablando de sangre noble. Sangre y propiedades. Tengo fotos de varias, que bajé de la Internet. Algunas están medio chiquitas, pero de todos modos se ve. Un valor inmobiliario incalculable. Miren ésta, qué preciosura... —Acá hay un error, yo soy no soy Andrade, soy Andrada —dijo Tomás, que ya al entrar había creído escuchar mal su apellido. Los tics y gesticulaciones de los presentes se congelaron en un retablo desencajado. —Yo también —dijo uno, después de un rato. —Yo tampoco —dijo otro, al mismo tiempo. El abogado había levantado los brazos y movía los labios con los ojos entrecerrados, como si se estuviera amamantando. —Calma, señores, les pido calma. Ustedes... ¿cómo decirlo? Ustedes son todos Andrada y son todos Andrade. Es lo mismo. Es un nombre viejo, y en otras épocas 24


no importaba cómo se escribían las cosas. La gente no sabía escribir, y además todo el mundo se conocía. Otras épocas, ¿no? En fin. Seguramente muchos Andrade terminaron siendo Andrada al bajar de los barcos, y viceversa. Vamos al testamento, que es lo que importa. Para que despejen dudas, les paso la convocatoria que enviaron de España. El abogado repartió unas fotocopias con poco tóner. —Tómense su tiempo —agregó— y si después todavía tienen preguntas me las hacen. En diez minutos vuelvo.

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Dos segundos después de que salió Traverso entró el mozo con los cafés y con las medialunas y hubo que juntar plata para pagarle. Nadie tenía cambio; Tomás y el gordo tuvieron que hacerse cargo de todo, incluida la torta milhojas que ninguno había pedido, pero que pagaron por si era del abogado. Una vez liquidado el asunto, los Andrada o Andrade buscaron anteojos, luz y un buen ángulo; tomaron aire y se sumergieron en un largo silencio, salpicado aquí y allá por tintines y sorbidos. Lo rompió el gordo. —¡Pero esto está sacado del diario! ¡Es una fotocopia! —No es una fotocopia, es una ampliación —lo corrigió alguien. —Es lo mismo. —Lo mismo no es. ¿No ve que los ceros parecen huevos de codorniz? En ese momento volvió Traverso. —Andradas, Andrades, ¿queda más claro? Mientras el gordo y huevos de codorniz, de pronto hermanados, discutían a viva voz con Traverso, Tomás releyó algunos párrafos de la convocatoria. El difunto, al parecer, no tenía ningún pariente conocido en España, o por lo menos no se indicaba la posibilidad de que también pudiera heredar un español. El testamento establecía la creación de un Comité de la Diáspora, encargado de buscar entre todos los Andrade de América 27


a aquellos que pudieran dar razón de una estatuilla de la Virgen que había pertenecido a Manuel de Andrade, emigrado al Perú a comienzos del siglo xix. Este comité organizaría luego un encuentro en el Parador del Alba, última morada del difunto, en el cual se evaluarían los datos sobre la estatuilla que aportaran los interesados y se procedería a hacer declarar a los correspondientes herederos. —¿Y cómo es la estatua? —preguntó el de las uñas. —¡Señores! —dijo en voz bien alta Traverso, e hizo una pausa—. Yo confío en que como hijos de este suelo sabrán reclamar con tesón y, por qué no, con astucia, el lugar que les corresponde. Es cierto, hay que conseguir certificados de nacimiento y una virgencita. Pero también hay que hablar con presencia y, sobre todo, hay que ir a pelearla. Piensen que en la práctica no va a viajar tanta gente. ¿Cuántos de ustedes se habían enterado? Se enteraron porque me tomé el trabajo de avisarles. Es cierto: la convocatoria la recorté del diario. ¿Y no hice bien? Deberían agradecerme. ¿Cuántos no dirán “Es una locura”? Porque hay que tener fe. —Pero, sobre la estatua —insistió el de las uñas—, ¿no nos podría dar una ayudita? —No estoy autorizado para dar más información, señores, pero si quieren los puedo ayudar con la cuestión del viaje, porque conozco una agencia de turismo que consigue vuelos y alojamiento muy económicos. En la próxima reunión les doy los detalles. De todos modos, les repito: si ustedes van convencidos, van a convencer; lo digo como abogado. —¿Y no pueden hacer el ADN? —preguntó otra persona. —La nobleza no está en los genes: está en los gestos —afirmó Traverso—. Les recomiendo que practiquen frente al espejo. La mejor carta de presentación es el 28


porte. Es más: si yo fuera ustedes buscaría asesoramiento profesional. La nieta del conde de Udalov, por ejemplo, aunque creo que murió el año pasado. Averigüen. Si todavía vive vale la pena ir a verla, piensen que los Udalov la hicieron dama a Evita. Ah, y hablando de Evita, si en la familia tienen mujeres háganme el favor de avisarles. Hace unos días leí que con la nueva legislación española también heredan.

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A Sofía la historia de Traverso le había encantado; su buen humor, evidentemente, favorecía los malentendidos. Tomás la miró volcar la harina sobre el aceite y vio cómo la mezcla se iba volviendo más y más densa, hasta dejar de ser mezcla y convertirse en masa. Se acordó de su primera noche juntos, en casa de él; se había cortado la luz cuando estaban por dormirse, y Sofía le preparó un desayuno con la langosta que tenía en el freezer.... Ahora hacía caer la sal y la nuez moscada. Por algunos instantes Tomás percibió el límite entre adentro y afuera —adentro, la homogeneidad de la masa, que ya casi no guardaba recuerdo de haber sido aceite, leche y harina; afuera, la sal, la nuez moscada, la diferencia y el mundo—, hasta que Sofía vino a confundirlo con la cuchara de madera y sus ganas de insistir con lo de la herencia. —Pará —dijo—. ¿Te nombrarían duque? —Duque, marqués y no sé qué más. —¿Duque de qué? —Duque de algo. De Galicia, debe ser. —Y además tendrías pasaporte de la Unión Europea. Sobre eso no habían dicho nada. Sofía le alcanzó la masa, y Tomás empezó a separarla en trozos. —Imaginate —dijo ella, y movió la cuchara en el aire—. Tomás Andrada, duque de Galicia y marqués de León. —León está bien lejos de Galicia. 31


—Pero tienen un jamón ahumado increíble. Yo viviría en España sólo por el jamón. El crudo, se entiende. ¿Dónde compraste esta exquisitez fosforescente? —Era el único que había. ¿Y tu hermana ya no te manda? —Cuando cruza el Atlántico pierde sabor. Sofía estaba de nuevo caminando por León, donde sólo había pasado un día. De eso hacía ya más de tres años. No se cansaba de recordar su epifanía con el ahumado de León, ni de contarla; poco importaba que todos hubieran ya escuchado la historia en todas sus variaciones. A las cinco de la tarde (a veces era a las seis), pasaba por delante de un almacén con mesas de madera maciza y jamones que colgaban del techo. Se acomodaba en el mostrador y pedía un vaso de vino. Junto con el vino le servían tres rebanadas de jamón. Sin saber cómo, contrariando sus doce años como vegetariana, se llevaba un pedazo a la boca: todas sus jerarquías de moral y de gusto sufrían una revolución. Siempre usaba esa palabra: “revolución”. —Dales más forma —dijo ella—. ¿No podrías preguntarle al abogado lo del pasaporte? —¿Vos estás loca? Yo a ese antro no vuelvo más. El tipo ahora está tratando de vendernos un paquete con vuelo chárter y hotel cuatro estrellas. Yo creo que pronto nos va a ofrecer una virgencita de yeso a cada uno. —¿Qué te cuesta probar? Después nos casamos y me hacés española. —Del pasaporte mejor olvidate. Si llego a ir me roban el mío. Hacía ya algún tiempo que no se peleaban. Salían. Se emborrachaban. Él le regalaba algo de vez en cuando, y ella soportaba mejor sus silencios. Pero Tomás no sentía que hubieran descubierto la felicidad, sino que la buscaban cada vez menos. 32


—En una de esas vas y te volvés con el título —insistió ella. —Eso nos decían siempre en el Club Chacabuco, y nunca pasó. Por lo general volvíamos con un esguince o con un ojo en compota. —¿No te quejás siempre de lo poco que sabés sobre tu familia? Con esa actitud muy lejos no vas a llegar. —Puede ser. Pero como por el momento no sé ni siquiera el nombre de mis cuatro abuelos, dudo mucho de que me den una herencia en España. ¿Estás siguiendo la receta? Aunque trabajaba en el restaurant de su familia desde los quince años, Sofía nunca se había sentido inclinada hacia la perfección culinaria. Cocinaba como quien silba, pensando en cosas más importantes. Por lo general se encargaba de la caja, pero al verla daba la impresión de que su papel en el restaurant era más bien el de mantener a cada uno de los empleados al tanto de las desgracias y fortunas de los demás. Por otra parte, habiéndose criado en ese ambiente, era inmune a la sofisticación y desconocía la carencia. Si el chef le ponía en el plato abbacchio alla cacciatora, comía el abbacchio; si le ponía ñoquis, comía ñoquis; y si en casa sólo había pan con manteca no le hacía falta otra cosa. —Más o menos —contestó ella, después de un rato—. La perdí. ¿No pensabas ir a un congreso en Barcelona, en octubre? —Si me mandan el pasaje. Todavía no me confirmaron. —Desde ahí un vuelo a Coruña no cuesta nada. Te cobran solamente los impuestos. Además, a menos que averigües un poco, nunca vas a estar seguro de que tu familia no está relacionada con los duques estos. —Mirá... Mi viejo era empleado del Correo, y mi abuelo, según tengo entendido, vendía pescado en el 33


puerto. De mi bisabuelo nunca escuché nada, pero probablemente no pasó de linyera. —Disculpemé, Licenciado. —¡Disculpá vos, María Antonieta! —Lo que digo es que, justamente, como no sabés nada de tu familia, no te conviene descartar ninguna posibilidad. ¿Y si lo llamás a tu tío, el del Delta? —¡Ése sí que es un aristócrata! Lo llamaría, pero no tiene teléfono. En la sartén humeaba el aceite. De nuevo sin nada de qué ocuparse, Tomás vio cómo Sofía dejaba caer los trozos de masa. Salpicaban. Sonaban a crocante. El aceite los iba oscureciendo, los más pequeños más rápido; pero aún eran pedazos de masa en aceite caliente. Pedazos de masa que se estaban friendo. Se preguntó en qué momento se volverían croquetas.

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Entró a Las Siete Partidas cuando faltaban treinta minutos para la entrevista con la jueza. Antes de sentarse levantó El Porvenir de uno de los billares y, mientras esperaba el café, buscó la nota de Villalobos. Poco después de haber empezado a leerla, recordó que la periodista no había usado grabador. Ya fuera porque interpretase su cansancio como un reclamo o porque tuviese una imaginación naturalmente acalorada, Villalobos había llevado a alturas no estaba claro si épicas o amarillistas una conversación corta y más bien aburrida. Su informe estaba dividido en dos notas. La primera era una simple crónica del hallazgo. La segunda, titulada “Un explorador de la muerte”, recogía algunos lugares comunes sobre el trabajo de exhumación. Villalobos le había preguntado de manera intempestiva si era verdad que en ocasiones se esconden animales dentro de los cráneos; él le había dicho que bueno, sí, pero que es bastante difícil cuando los restos están bajo tierra. En El Porvenir leyó: “A veces los cráneos protestan cuando se los toca: son los chillidos y mordiscones de ratoncitos aterrados que aguardan sobre un colchón de hojas secas el regreso de la madre, o son avispas, o víboras”. También recordaba haber comentado, como para cambiar de tema, que limpiarlos es bastante feo y, después de haberle agradecido al mozo, leyó:

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“De esos nidos sale un aire denso que no se puede exhalar. Es con el aliento acortado que hay que patearlos y sacudirlos para ahuyentar a sus usurpadores. Se limpian de huevos, larvas y crías, se etiquetan, se guardan en un cajón y se trata de olvidar. Sólo con este olvido es posible hacer que los huesos vuelvan a ser del muerto”. La gente, pensó Tomás, ve una tibia y después sueña. Había sido mala idea recibirla en la excavación. Al tratar de recordar por qué lo había hecho, le volvieron algunas imágenes de la tarde anterior: Javiera señalando hacia arriba, la silueta de la periodista, el dolor del sol en los ojos. Por un momento, se acordaba ahora, consideró la posibilidad de subir pero, al sentir que su cabeza todavía irradiaba el calor absorbido en su excursión a lo de Traverso, mandó a Alejandro a pedir prestadas sillas al bar de enfrente —de plástico, nada parecidas a las de este bar del que ya iba siendo hora de irse— e invitó a Villalobos a que se acomodara en un rincón del pozo. La otra nota, referida específicamente a la excavación, informaba que el laboratorio había fechado las muertes entre 1810 y 1830, que entre los restos se encontró un anillo con una inscripción en inglés y que, por lo tanto, los expertos sostenían la hipótesis de un entierro clandestino de disidentes. El título despejaba el misterio de manera más sucinta: “Los huesos de la megatorres eran de ingleses”. Por un momento pensó en llamar a Villalobos para quejarse, o aclarar, o pedir aclaraciones; le pidió la cuenta al mozo. Ya fueran disidentes, protestantes, ingleses o de la mismísima Londres, lo cierto es que con su torpeza el diario era fiel a una realidad de la época, según la cual los muertos de religiones extrañas eran endilgados a los ingleses, al menos en las ciudades en que éstos contaban con su propio cementerio. “Pueden haber sido ingleses —pensó, estudiando las caras del bar con la lente exageradora de Villalobos—, 36


pero también indios, suicidas, gitanas, locas, leprosos”, y a esta altura tuvo que redoblar los esfuerzos de su imaginación, porque los rostros empezaban a repetirse... Anarquistas... esclavos... peruanos... El mozo, que tenía pinta de boxeador, revisó a trasluz el billete antes de darle el vuelto. Amparándose acaso en el definitivo abandono de toda pretensión de rigor por parte de los medios, en el último párrafo Villalobos retomaba el estilo exaltado de la nota contigua: “Dado que las prácticas clandestinas no suelen confiarse a registros escritos, y mucho menos cuando son practicadas por grupos heréticos a mitad de la noche, la historia de estos entierros sólo puede armarse sobre la base de especulaciones innumerables. Los familiares del muerto tenían fuertes razones para ocultar el lugar y circunstancias del entierro, y el resto de la población las tenía casi tan fuertes para no querer averiguarlo. Lo único seguro es que, hacia 1820, ni las parroquias admitían herejes en sus camposantos ni las leyes del estado toleraban otra religión que el catolicismo. La familia de comerciantes anglicanos o judíos que quería enterrar a uno de los suyos tenía que apelar a su ingenio y a su sentido de la aventura. En un principio estas inhumaciones nocturnas ocurrían en las orillas del río. Cuando el viento soplaba del sudeste, sin embargo, las aguas removían lo que no debía ser removido. Probablemente fueron muchos los que, a la vista de este espectáculo, se prometieron buscar terrenos más altos el día en que la madre anciana o el hermano tísico pasaran a mejor vida. La actual Plaza de la República bien pudo ser una de estas zonas. ¿Serán las torres que en poco tiempo se elevarán junto a esta plaza las únicas lápidas de aquellas tumbas?”. 37


Estaba claro que Villalobos había elegido la profesión equivocada. Mientras cruzaba la calle en dirección a los tribunales, repasó las circunstancias en que, dos años atrás, en un banco de plaza, la había visto por primera vez. En la plaza se habían encontrado restos de un cementerio de disidentes del siglo xix, y la periodista llegó al encuentro entusiasmada por ese cruce de toboganes y tumbas. Tomás, con las manos llenas de tierra, había pasado el tiempo escuchándola y mirándole la boca. Con la excusa de que los dos vivían muy lejos, siguieron la conversación en un hotel boutique que había enfrente. Después, durante algunas semanas, la imagen de esa boca que en las sonrisas se volvía enorme lo visitó muchas veces, una imagen cada vez más impersonal y difusa, pero que duró lo suficiente como para hacerlo sentir doblemente culpable: por haberle hecho eso a Sofía y por no animarse a llevar la nueva relación más lejos.

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—¿Cómo que están en la misma línea? —preguntó la jueza. Antes de entrar al despacho, Javiera le había pedido que la dejara hablar a ella. A él, por alguna razón, las situaciones formales le hacían perder la paciencia. Empezaba por acelerar la conversación para llegar a los hechos, luego hacía explícitas las diferencias de opinión entre los presentes y finalmente se sorprendía al borde del insulto. —Pueden estar a un metro o a dos del anterior, pero todos los esqueletos están en línea recta. Es así, no me pregunte por qué. El segmento que abrimos hasta ahora es de treinta y tres metros. —¿Hasta ahora? —La única forma de saber dónde termina es excavar en ambas direcciones, hacia el sudoeste y hacia la plaza. —¿Pero cuántos ingleses enterrados puede haber? —No sabemos si son ingleses. Lo más probable es que haya bastantes más. La jueza se levantó y abrió una caja fuerte. —¿Whisky, alguno? Ni Javiera ni Tomás se animaron a aceptar. Después de sacar hielo de una heladerita, la magistrada se dejó caer en su sillón con el vaso en la mano. Tomás, que empezaba a sentirse más a gusto, pensó que antes

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de salir tal vez podría preguntarle si alguna vez había escuchado hablar de Rodolfo Traverso. —Evidentemente, yo estoy facultada para autorizarlos a que piquen donde haya que picar —dijo la jueza—. Podría primero dar orden de que entren en el edificio contiguo. Incluso podría autorizarlos a seguir con los demás edificios de la manzana, y con los del otro lado de la plaza, cien metros, doscientos metros, mil metros... Medio vaso desapareció de un sorbo. Al tragar, la magistrada cerró los ojos con fuerza, como si el whisky no le gustara. —Toda la ciudad podrían romper, si los autorizo. ¿Soy o no soy jueza federal de la nación? ¿Eh? ¿Soy o no soy? Javiera, admirada, decía lentamente que sí con la cabeza. La jueza se terminó el vaso mirando hacia el techo. —Soy —siguió—. Pero imagínense que no puedo mandar destruir media ciudad. Ya suficiente quilombo tengo con la escuela esa de mierda que se prendió fuego. ¿No vieron el campamento de villeros que armaron en el hall? Ayer por poco no me queman el despacho. La piromanía debía venirles de a rachas, porque cinco minutos atrás los habían visto tomando mate y jugando a las cartas en el suelo. Contrastaban con los dos veinteañeros de pantalones apretados y camisas blancas a medio desabotonar, que entraban y salían del despacho con carpetas y con legajos. Le hablaban a la jueza al oído, y sólo daban por finalizada la conversación cuando ésta chasqueaba los dedos y apuntaba con el índice hacia la puerta. —Caven para el lado de la plaza —dijo finalmente—. Total, si la línea es infinita, da lo mismo seguirla para un lado que para el otro. 40


Dos semanas más tarde tenían ochenta y dos metros, pero los primeros treinta y dos se habían transformado en una línea imaginaria en el descomunal pozo abierto por las máquinas excavadoras para colocar los cimientos de las torres. Los quince que cruzaban la calle habían sido los más complicados. Hubo que hacer avanzar el tránsito por un carril angosto y trabajar de noche y, en sus excursiones al bar o al carrito de las gaseosas, Tomás notó con algo de arrepentimiento cómo los semáforos perdían sus últimos vestigios de autoridad. Lo único que el verde habilitaba eran bocinazos; era recién cuando se estaba por poner rojo que se abría un espacio en la intersección y cuatro o cinco vehículos lograban ocuparla, para recibir de inmediato nuevos bocinazos desde la otra calle. El bloqueo que se generaba era tan absoluto como el de las playas de estacionamiento del centro, y a Tomás le hacía pensar en un juego de mesa cuyo nombre nunca había conocido y cuyas reglas no lograba recordar. Lo que más lo inquietaba en la Ciudad era el tránsito. Aunque él tenía auto, lo usaba muy poco. Odiaba a los automovilistas, y más que nada odiaba que se enorgullecieran de sus autos. Pero si en un primer momento había sentido que cortar la calle era una especie de revancha, al ver que la cabeza torcida de un mismo conductor podía gritarle por diez o veinte minutos cambió de opinión. 41


Era como vivir en un nuevo círculo del infierno. A cada hora se volvían más salvajes, subiéndose a las veredas, empujándose, bajándose a pegar. Sobre la Ciudad quizás pendiera un futuro en el que los semáforos se mirarían, con nostalgia, como restos de una sociedad que aún confiaba en los valores del orden vial; un futuro en el que los semáforos, como había sucedido en tiempos inmemoriales con las líneas blancas que separan los carriles, se librarían del último de sus atributos para replegarse en la pura geometría y compartir el limbo de la insignificancia con el arte abstracto. Quizás, incluso, el ocaso del semáforo señalara algo más. Tras la muerte definitiva del orden vial, cuando el último de estos oráculos trilingües se acogiera para siempre al silencio y el último policía se tragara el último silbato, los conductores serían por fin dueños de esa libertad mitológica cuyo anhelo hace al atormentado y temerario peatón comprarse un auto y vilipendiar al piquetero. Y, entregados a sus pasiones secretas, los conductores harían de la Ciudad una gran pista de autitos chocadores en la que el capitalismo —que, según algunos, es sorteo y, según creía Tomás, licitación— explotaría en su última y más espectacular crisis de sobreoferta y consumo energético. Ante ese panorama, decidió dejar de excavar hacia los costados. No parecía que nada fuera a interrumpir la regularidad con la que surgían los cuerpos —cada uno a escasos centímetros del anterior, con la cabeza en dirección al siguiente—; a juzgar por el estruendo que se derramaba como alquitrán en el pozo, la Ciudad, en cambio, estaba al borde del colapso. Había cierta siniestra seducción en la continuidad de la línea, en dejarse llevar, en dejar que lo mismo sucediera a lo mismo... Quizás a izquierda y derecha habría también algo; pero esta línea cada vez más recta no conducía a encuentros probables, sino a una pura certeza: iba a seguir. En los 42


descansos Tomás escuchaba a sus colegas compartir hipótesis desconcertadas —un ritual funerario africano, el capricho de un general, la reverencia masónica por la geometría...—. Como científico, él no opinaba; en lo personal, sin embargo, se inclinaba por la explicación más pragmática: una acequia o un canal en desuso, sobre el cual habría bastado echar un poco de tierra para hacer desaparecer un cuerpo. En casi un mes de trabajo, dos dientes de oro y un anillo fueron los únicos sobresaltos; aunque sirvieron para descartar infinidad de hipótesis, no alcanzaban para probar ninguna. Cuando ya promediaban ochenta y tres metros, la voz de Javiera les llegó desde arriba, abriéndose camino por entre la barahúnda de bocinazos. Con la vista fija en un mapa, les hacía señas para que se acercaran. Tomás y Alejandro se quitaron los guantes y buscaron la escalera, al final de la cual iban a asaltarlos la luz, el calor y el ruido. Primero les mostró el mapa de la plaza, con el que habían trabajado hasta el momento, para luego ponerle encima uno de la Ciudad, en el cual la plaza era un rectángulo de dos por tres milímetros. En ese rectángulo marcó con un punto cada uno de los extremos de la línea de excavación y, usando una regla, hizo avanzar un lápiz de trazo fino desde el primero hasta el segundo. Desde allí, sin levantar el lápiz, los miró por un instante e hizo que la línea siguiera alargándose, cinco, diez, ochenta milímetros, el grafito cruzando calle tras calle, hasta detenerse en el mismísimo centro histórico de la Ciudad: la Plaza de la Victoria. —La pucha —dijo Alejandro. Aunque en vez de aclarar el misterio lo enfatizaba, el descubrimiento los enfervorizó. De nada iba a servir, sin embargo, que consiguieran todo tipo de mapas para averiguar si la línea apuntaba a algo en África o en Europa, ni que un amigo de Javiera que trabajaba 43


en el Museo de la Ciudad les prestara los planos de los túneles coloniales, ni que Tomás pasara noches enteras consultando libros de historia. Algunos días más tarde, cuando faltaba menos de un metro para salir de la plaza y menos de cuatro meses para las elecciones, notaron que una cuadrilla de Vialidad cortaba el tránsito de la avenida aledaña y se armaba de picos, palas y carretillas con la intención de reasfaltarla. Tomás llamó a Patrimonio donde, después de algunas idas y vueltas, le sugirieron que lo más fácil iba a ser dejar que pusieran el nuevo asfalto y, apenas se fueran, romperlo. El encargado de Vialidad, por su parte, les aseguró que todo el proceso no podía demorar más de veinticuatro horas. Entendía sus argumentos, y estaba de acuerdo con que era absurdo arreglar una calle un día para agujerearla al siguiente, pero él, como ellos, estaba haciendo su trabajo. En pocas horas el legendario escándalo de los adoquines dejaría en suspenso las obras viales y, junto con éstas, el misterio de la larga línea de muertos. En un principio Tomás y sus compañeros aprovecharon la interrupción para repasar el diario de campo, estudiar las muestras y darle vueltas a la cuestión de la línea. Después de unos días, recibieron una carta del juzgado en que se les informaba que, en virtud de la feria judicial de enero y de los carnavales de febrero, las excavaciones quedaban desautorizadas hasta marzo. No iba a haber más remedio que hacer otros planes para el verano.

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II



Tato, si seguía vivo, vivía en el Delta, en la antepenúltima sección, donde los nombres de los ríos empiezan a repetirse y nadie lleva la cuenta de los incestos. Aduciendo agua baja, el capitán de la Interisleña se negó a entrar al Caracoles, el arroyo de Tato. Después de haber conminado a Tomás a que se bajara tranquilo, le dijo que por ahí mismo pasaría el bote de un vecino que lo podría llevar. En vano preguntó él, apenas se vio abandonado en el pequeño muelle, a qué hora pasaría el tal vecino: el motor de la lancha había multiplicado sus revoluciones, y sus palabras salieron de su boca como pájaros muertos. Dio varios pasos sin encontrar aberturas en la maleza, y dedujo que el muelle sólo se usaba para transbordo. A medida que el ruido del motor se volvía más tenue, el de los insectos ganaba fuerza. No había una gota de viento. La Ciudad no podía estar más lejos. Pasado un rato se durmió junto a su bolso, bajo la sombra providencial de un sauce. A la corta o a la larga, las cosas siempre terminan ocurriendo, y en cierto momento de la tarde Tomás ya estaba en el bote de un señor de apellido Nieves. La primera parte del viaje la hizo con los ojos entrecerrados, sintiendo en la cara las sucesiones de sol y de sombra. Después, cuando la travesía empezó a abundar en curvas, le preguntó a Nieves si el Caracoles debía su nombre a su curso espiralado, cosa que éste desestimó —o tal 47


vez juzgó obvia— encogiéndose de hombros. Preguntó entonces si acaso se podían encontrar caracoles en las orillas y el práctico (evidentemente, poco dispuesto a darle demasiadas vueltas al asunto) dijo que el arroyo se llamaba así nomás, lo cual llevó a Tomás a pensar que, después de todo, los nombres son por lo general arbitrarios y, sintiendo que navegaban en círculos cada vez más pequeños –círculos que, como el sabor amargo de algunas drogas, empezaban a metérsele por detrás de la nariz y de la garganta—, cerró del todo los ojos y buscó alivio en el viento. Cuando trataba de convencerse de que uno no vomita porque tiene que vomitar sino porque se sugestiona preguntándose acerca del vómito, el bote bajó la velocidad. Al abrir los ojos, vio que el mentón de Nieves señalaba hacia un costado. A escasos metros de la orilla se levantaba, o más bien se caía, la choza de Tato. Era un milagro que aún se mantuviera en pie, confiada apenas a tres vigas de madera podrida que se hundían tortuosamente en el barro. La escalera conservaba algunos escalones y una de las barandas. Por el techo se asomaba un nido de cigüeña. Apenas hubo saltado a tierra, el práctico volvió a poner el motor a toda máquina y se alejó sin despedirse ni mirar hacia atrás. Por entre unos árboles de quinoto apareció una silueta humana. —¿Tomás? Buen ojo el del viejo. Hacía casi tres décadas que no se veían, y la última vez él no pasaba de los once años. Era difícil reconocer en ese anciano barbudo a su tío silencioso y alto, pero creyó cortés llamarlo por su nombre. Tato lo miraba algo ladeado, tratando de adivinar la mala noticia. La cocina era apenas la estufa a leña, una silla y un tablón sobre el cual se acumulaban herramientas, latas de conservas, paquetes de galletitas, un vaso de 48


plástico rojo, dos o tres cubiertos, un plato de aluminio y una pila de libros no muy alta. A la ventana le faltaban la mitad de los vidrios, y los años y la humedad habían hecho de las maderas del piso un gran xilofón descuajeringado. En la otra habitación sólo se veía un catre. Tato nunca había sido proclive al lujo, o al menos ésa era la imagen que Tomás había guardado de su tío desde la última visita. Hasta aquel domingo el Delta había sido para él un lugar donde se comía fruta en los árboles, donde a cierta hora de la tarde se tomaba chocolate con vainillas y donde podía jugar con dos perros grandes, Río y Rebato, con los que una vez de vuelta en la Ciudad soñaba por varias noches. En la lancha que los sacó de la isla esa última vez, su padre le explicó, golpeando con uñas recién cortadas la caja de donde no había llegado a salir el aparato de música, que el tío Tato no sabía estar con gente ni aceptar ayuda de nadie, y que por eso vivía sepultado en la mugre. Tomás, que no había notado la suciedad, la iba a recordar siempre. De visitar al tío no se habló más, y para él fue un alivio porque a sus sueños los perros habían empezado a llegar sarnosos y gruñidores. “Comen mejor los perros que él”, le había escuchado decir a su padre. Ahora a los perros no se los veía por ninguna parte; Tato, que al notarle el mareo le había ofrecido la silla, hablaba sin mirarlo, mientras avivaba el fuego. —Qué tranquilo sigue todo por acá —comentó Tomás—. ¿Ya no guardás la leña en la cocina? —Se terminó y no me dio tiempo a hachar dos eucaliptos que se cayeron. —¿Y a tu edad, ponerte a hacer ese esfuerzo...? —Esfuerzo es viajar hasta acá. Tato cerró la pesada puerta de la estufa, la trabó con un tenedor y le dejó la vista encima. La estaría 49


escuchando. Ahora que no se veían los troncos, el crepitar era más nítido. —¿Tuviste otros perros? —preguntó Tomás. —No. —¿Y las gallinas? —Gallinas nunca tuve. Vos debés de haber visto alguna escapada de la isla de al lado. —Puede ser. Una vez vi una nadando. Así charlaron por algún tiempo. Después de cambiar la yerba, cuando ya ninguno buscaba las galletitas que Tato había puesto sobre el tablón, Tomás empezó a explicar acerca de la enfermedad de su padre, de las primeras visitas a los médicos, de los otros médicos, de los últimos días en el hospital, del entierro sin velorio. —No sabía cómo avisarte —le dijo a su tío—. Después pasó tanto tiempo que pensé que ya te habrías enterado. —Alguien me contó, pero no me supo decir cuándo había sido. —El mes que viene se cumplen siete años. Hace unas semanas llegó carta del cementerio; creo que esta vez no voy a renovar. Nadie lo visita. Quizás podría tirar las cenizas por acá. En los últimos tiempos hablaba mucho del Delta. —Sí, hay gente que cree que en el Delta va a descansar —dijo Tato, mirando la estufa—. Para quienes no viven acá esto es un jardín de paz, pero fijate nomás en dónde desemboca. Si te dejás estar dos semanas te lleva el agua o te tapa la selva. Las cenizas mejor tiralas tierra adentro. Tomás se quedó callado, el mate en el aire, la mirada en el suelo. Se acordaba de un viaje por la ruta, su padre absorto en el volante y él atrás, con apenas ocho o nueve años, aburriéndose, jugando, aburriéndose de 50


nuevo, sin poder pasarse al asiento que había sido de su madre y ahora era peligroso. —Puede ser —dijo Tomás—. Igual yo creo que él hubiera preferido que las tire en la Ciudad... Quizás puedo probar en el baldío donde antes estaba el bar El Cairo.

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Con una mano sostenía el vaso de Matusalén y con la otra hacía girar la partida de nacimiento. Su tío —o quizás hubiera ocurrido mucho antes— la había doblado cuatro veces, dejando la escritura hacia afuera, de tal modo que de un lado podía leerse “San Jo” y “de 1902”, y del otro “ía Andrade” y “lipi”. Doblar un papel hacia afuera le parecía a Tomás algo impúdico. Después de todo, una de las principales razones por las cuales alguien lo doblaría es la de proteger su contenido del mundo. Ahora lo abría y lo cerraba una y otra vez, buscando la docilidad de los pliegues. En las caras exteriores del documento, la humedad había convidado a unos hongos gris verdosos, y sin embargo no había aguado la tinta. “Don/Doña José María Andrade. En la ciudad de San José de Quitilipi, al día 12 de septiembre de 1902. Hijo de Don Andrade y de Doña María Jiménez”. El escribano parecía haberse olvidado del primer nombre del padre. El papel había llegado esa misma mañana en un sobre sin remitente y con su nombre manuscrito en tinta azul, junto con una fotocopia del anuncio de la herencia y la tarjeta profesional de Traverso. Evidentemente, el abogado había logrado ponerse en contacto con su tío. En un primer momento supuso que el mismo Tato había traído el sobre; luego consideró más lógico que le hubiera encargado el favor a alguno de los vecinos que solían viajar a la Ciudad por comercio. En todo 53


caso, en la isla no había mencionado a este bisabuelo (¿tatarabuelo, tal vez?) ni a este documento. “En cosas de difuntos —se contrajo a observar, cuando la lancha ya tocaba el muelle— mejor no meterse”. Ni siquiera le había dicho que los Andrada hubieran sido alguna vez Andrade. A pesar de su estado avanzado de descomposición, este papel cambiaba las cosas. Quizás al enviarlo buscaba disculparse, aunque era más probable que sólo quisiera deshacerse de ese último resto del pasado y despedirse al mismo tiempo de su sobrino y de sus afanes por remontarlo —señalando, de paso, su total desprecio por cualquier herencia posible—. Con la boca dulce de ron y la respiración lenta, Tomás revisaba ahora sus recuerdos más lejanos, ávido por encontrar algún indicio de San José de Quitilipi. No creía posible que en su casa se hubiera hablado del pueblo, por lo menos en su presencia. ¿Cómo olvidar ese nombre? A través del alcohol revivió la voz de su padre, en frases rápidas. “Voy al centro”, escuchó, una, dos veces, como si su memoria ensayara el timbre justo, un timbre que ya no existía entre los sonidos del mundo y que él habría sido incapaz de reproducir con su garganta. Cuando su padre tenía que ir al centro, lo anunciaba como un gran viaje, con el tono de decisión tomada que usaba para decir por primera vez las cosas. En el barrio sus salidas se circunscribían al bar El Cairo (para el vermut) y al cine Atlas Riviera (a donde lo llevaba a él domingo de por medio). En ocasiones especiales visitaba también el restorán de Tito, en el que nunca pidió más que osobuco (un plato que en casa comía los martes). Esa rutina, pensó Tomás, era el único indicio que tenía de la felicidad de su padre. Aunque el último había muerto cuando él ya tenía cinco años, de sus abuelos no guardaba recuerdos. Quizás su madre le hubiera contado algo. A partir de 54


segundo grado, una vez que ya no fue posible preguntarle a ella, su padre se limitó a repetir que los muertos están mejor enterrados. “Para saber qué es un abuelo vas a tener que esperar a que sean padres tus hijos”. Respuestas que exigían el paso del tiempo para cobrar sentido (“Porque sí” y “Porque lo digo yo” tenían en cambio el mérito de ser inmediatas). Pero, como los programas que no podía ver y veía escondido debajo de un sillón, algunos fragmentos de esas respuestas se le habían grabado a fuego junto con el desasosiego de no entenderlos. Por esa misma época entró por el techo a una casa abandonada; la casa de unos viejitos que vivían solos y se murieron, según le había asegurado un amigo de la cuadra. Después de recorrer los techos de otras dos o tres, caminar sobre un paredón muy alto haciendo equilibrio y descolgarse de una pared de ladrillos, aterrizó en el patio. Empezó por mirar los dibujos de las baldosas y las plantas sin podar. Después se animó a abrir una de las puertas. Esperaba encontrar un espacio amplio y sombrío donde cazar arañas y probar el eco. Desde la calle, a través de la cerradura, había visto siempre la misma oscuridad. Al descubrirse ante muebles, adornos y cuadros —ante una casa completa, salvo el detalle de sus habitantes—, contuvo la respiración y extendió, tensos, en dirección al suelo, los dedos de la mano. El silencio y el sol en la espalda lo fueron tranquilizando. Al recorrer las habitaciones se sintió abriendo un regalo; un regalo envuelto, por qué no, para él, aunque se daba cuenta de que para él no era porque había entrado por el techo. Desde el primer momento supo que no iba a contárselo a nadie. Mientras se servía otro vaso, se acordó de un espejo que, sobre la cabecera de la cama, no reflejaba nada, y del aire de ausencia de la casa, cuya decoración había 55


tenido punto final en una década bastante anterior. Ese espejo ovalado, notaba ahora, treinta y pico de años más tarde, era idéntico al del living de los abuelos de Sofía, un espejo de los treinta o de los cuarenta. Lo mismo la mecedora (que aquella tarde había destapado con rencor, avergonzado por el miedo que venía de sentir ante esa cosa que contestaba a su fuerza), muy parecida a la que usaba Freud para pensar en una película biográfica que había visto hacía poco por el cable. Lo extraño era que sólo ahora, y no mientras miraba la película ni en casa de los abuelos de Sofía, descubriera la absoluta similitud de ambas mecedoras y de ambos espejos. ¿Y por qué confiar esta vez en su memoria, que lo había traicionado frente a los objetos reales? Miró a Sofía, que leía el diario con una rodilla junto al pecho. La miró fijo, diez, veinte, treinta segundos, hasta dejar de reconocer su cara y ver como en un show de diapositivas las de actrices que se le parecían. Antes de salir de la casa había escrito con el dedo algo sobre una mesa sucia. Con los ojos cerrados, volvía a sentir lo aterciopelado del polvo al abrirse; veía avanzar la mano, los trazos… pero no podía leer lo que escribía; veía las palabras, unas junto a las otras, compuestas de líneas que también veía, y era incapaz de leerlas, incapaz de recordar y a la vez descifrar ese recuerdo. El de su memoria era un mundo donde sólo parecían posibles los planos generales y los planos detalle; demasiado lejos, demasiado cerca. Quizás fuera por eso por lo que, a pesar de la nitidez con la que ahora era capaz de delinear sus objetos, sólo podía imaginar la casa como un lugar vacío. Cuando veía el espejo, desaparecía lo demás, y lo mismo ocurría cuando pensaba en la mecedora, en el papel que cubría las paredes, en la inmensa pileta blanca del baño o en las maderas del piso. Cada vez que se esforzaba por pasar de alguno de estos objetos a una 56


imagen de la casa entera, terminaba viendo sus persianas bajas desde la vereda de enfrente. Buscaba meterse en sus recuerdos como antes se había metido en esa casa a la hora de la siesta, pero eran sus recuerdos los que le entraban a él, como el polvo por debajo de las puertas. Sofía seguía concentrada en el diario, ahora con el mentón sobre ambas rodillas. Al día siguiente tenían almuerzo en lo de sus padres. Un almuerzo de familia grande, ruidosa, en la que cada hermana compartía sus amigos con las demás y en la que las penas del corazón se discutían con los mayores: con una familia así era imposible que lo entendiera. Para él lo fundamental era evitar desacuerdos; para ella, hablar y hablar hasta encontrarlos. ¿O tendría razón ella, y él era incapaz de escuchar los pedidos de los otros? —Estoy pensando en hacer un viaje. —¿A Barcelona? —le preguntó Sofía. —No... Quiero ir al norte, a este pueblito. —¿Y ahí qué podemos hacer? —En realidad pensaba ir solo. O sea, si no te molesta. Sofía cerró el diario y se estiró hacia un costado para apoyarlo en el piso. Por la ventana del living entraba el sonido del afilador. —Lo raro es que hasta ayer no querías ni oír hablar de la herencia esa. —No es por la herencia. Me da curiosidad. Podría ir en el auto, tres o cuatro días, y volver para Navidad. ¿Cuándo era el cumpleaños de tu hermana? —El 21. Y acordate que el 24 lo pasamos en lo de mis viejos. ¿De verdad vas a ir? Tomás aún no se había preguntado qué iba a hacer durante los diez días que faltaban para Navidad. Leer, se contestaba ahora, pero era una respuesta reflejo, como decir que su fruta favorita era la granada porque alguna vez lo había sido, o porque alguna vez se lo había dicho a 57


alguien. Responder e-mails y corregir los exámenes que le quedaban era otra posibilidad (aunque con eso no iba a pasar del primer día), cocinar (aunque, si seguía el calor, el horno quedaba descartado), ordenar la biblioteca (pero para eso mejor ver primero cuánto les aumentaría el alquiler la dueña cuando renovaran el contrato). De pronto se sentía como un náufrago en el tiempo, sin actividades a la vista, rezando por que las corrientes lo llevaran a alguna parte. Mediados de diciembre... Como si nadara hacia un pedazo de madera, se acercó hasta la mesa y abrió su agenda. Entre docenas de líneas en blanco, encontró un turno con el oftalmólogo para la semana siguiente. El horror al vacío parecía haber migrado de la metafísica a las agendas personales. —Quizás puedo irme pronto y volver para el cumpleaños de tu hermana. —Mejor quedate todo lo que quieras —le contestó Sofía—. Mi hermana va a querer salir, y vos siempre me hacés volver temprano. —¿No te enojás? —Para nada. Aprovecho para decírtelo ahora, porque justo ayer estaba pensando en eso. Que se enojara, si quería. Después de todo, ni ella ni su hermana podían realmente esperar que se fuera a mostrar ansioso por acompañarlas a bailar reggaetón por segundo año consecutivo. En el pueblo tal vez pudiera conversar con algún viejo conocido de José María, o de sus hijos... Volvió a desplegar el papel pero, en lugar de leerlo, cerró los ojos. Lo había aprendido de memoria. Todavía sin abrirlos trató de imaginarse la oficina en la que el escribano habría registrado el nacimiento de Don José María Andrade, el crucifijo y el escudo nacional en la pared, la plaza enfrente, la iglesia en la que un sábado se habían casado los padres de José María, el vestido negro de ella, el traje negro de él, el arroz, la única foto, 58


la sed que da el vino entre canción y canción, la primera noche, la sábana manchada, el silencio de la mañana siguiente, las calles casi desiertas de San José de Quitilipi.

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El pueblo ahora se llamaba San José. Le había costado ubicarlo, porque no figuraba en Internet ni en los mapas modernos. Después de haber revisado documentos en la Academia de la Historia, llegó a la conclusión de que el nuevo nombre se usaba desde mediados del siglo xx. En las monografías que consultó no dio con ninguna explicación sobre el cambio, o sobre su demora; averiguó apenas la fecha de la fundación (1562) y las toneladas de producción anual de dos ingenios establecidos en la zona a fines del siglo xix. Eran tan viejos y escasos los documentos en los que se hacía mención del pueblo que llegó a imaginarlo abandonado; incluso tras mil kilómetros de asfalto y cien de tierra, al detenerse ante un cartel en el que, a pesar del óxido y de los perdigones, podían verse una flecha y las letras “Sa. J..é .e ..it... pi”, seguía dudando. Veinte minutos después distinguió, sobre los últimos colores de la tarde, la geometría oscura de algunas casas. Dio varias vueltas en busca de una pensión y finalmente preguntó. No había. Pronto iba a entender que la economía de recursos era un rasgo distintivo del pueblo. La municipalidad funcionaba en la misma oficina que la agencia de remises —con una flota de dos vehículos, uno de los cuales servía como fuente de repuestos para el otro—. Cerca de la municipalidad, un galpón con techo de zinc y con ventanas sin vidrios se usaba como 61


capilla. Cruzando la plaza estaba el almacén de ramos generales, abierto por dos horas, una a la mañana y otra al atardecer, cuando su dueño y único empleado, Oscar Arias, volvía del pedazo de tierra que trabajaba no muy lejos. Estacionó frente al almacén, en el lugar que acababa de desocupar un jeep inverosímil y reluciente, único vehículo con menos de treinta años a la vista. Había manejado catorce horas. Movía las piernas como si fueran de otro, sorprendido de que le hicieran caso. Se sabía lejos de su casa, de su vida, de su cuerpo y, al ver los estantes semivacíos, suspiró con odio. El almacenero lo saludó con sorpresa y se quedó mirándolo. —¿Viene de muy lejos? —Más o menos... —contestó Tomás, mientras volvía a poner en su lugar una tableta marrón que decía “Chancaca”—. ¿Tendrá yogur? —No... —¿Leche? —Leche sólo por la mañana. Detrás del almacenero, más alta que él y con cuatro puertas, estaba la heladera donde no había leche ni yogur. A un costado tenía una pila de leña; al otro, una pirámide de damajuanas. —¿Visita a la familia? —No. Estoy buscando a los Jiménez o a los Andrada... o Andrade. —Jiménez ya no hay —dijo el almacenero, después de un rato—. Pero Andrade todavía está don Celso. Lo miró. Parecía amable. Todos en el pueblo iban a ser amables. Pero ¿qué tenía él que ver con esa gente? El cansancio se le colgaba de los hombros recién ahora, ante la inminencia de innumerables conversaciones con extraños, como esta que había empezado a pesar suyo; incontables encuentros con seres gordos y flacos, simpáticos y antipáticos, honestos y deshonestos, 62


parientes o vecinos que habían conocido alguna vez a algún Andrade; un desfile de extraños que probablemente tuvieran como único rasgo en común el hecho de nunca haber viajado mil cien kilómetros a una población desconocida para interrogar a sus habitantes sobre una hipotética conexión de un siglo atrás. Pensó si no sería mejor manejar un par de horas más, volver hasta el hotel que había visto antes de que se terminara el asfalto y a la mañana siguiente llamar a Sofía y decirle que lo esperara para cenar, que la extrañaba, el pueblo ya no existe, por qué hoy en vez de cocinar no pedimos empanadas. —Lo que necesitaría es descansar —dijo—. ¿No sabe de alguien que pueda alquilarme una habitación? —Sería cuestión de preguntarle al mismo don Celso. Sin que mediara otra palabra, el almacenero lo acompañó hasta la vereda y cerró la puerta del negocio con llave. Se subieron al auto, que tardó en arrancar, y recorrieron en segunda algunas cuadras de tierra. Tocaron el timbre dos veces en una casa tan baja como las demás. Les abrió un anciano alto, de manos grandes y ojos tranquilos, mucho menos locuaz que el almacenero. La parsimonia con la que caminaba le daba un aire distinguido y seguro, con el que lograba mantener a raya la vejez. Sólo en sus manos se dejaban ver sus noventa y seis años; su presencia, su voz, los desmentían. La casa, en cambio, evidenciaba el paso del tiempo. Después de despedir al almacenero, entraron a través de un patio lleno de plantas de las que sólo parecía ocuparse la madre naturaleza. Desde una gran maceta rota y cubierta de yuyos los miraba un tero. Al final de la galería don Celso se metió en una habitación; la puerta entreabierta dejaba distinguir pilas vertiginosas de diarios y revistas, tan altas que sólo con los pasos serenos y cortos de la vejez bien llevada era posible caminar entre éstas sin riesgo. De la 63


cumbre de una de esas pilas, llevando ambos brazos a la altura de su nariz, el anciano levantó un manojo de llaves. Tomás se alejó de la puerta y llevó la vista hacia la entrada de la sala, una habitación bastante espaciosa que parecía haberse convertido en depósito de cajas, herramientas y otros objetos de utilidad incierta. El polvo del suelo permitía distinguir varios senderos, de los cuales el más ancho llevaba hasta un pequeño sillón. Sobre éste había unos anteojos de cristales redondos y un libro abierto boca abajo, que por los colores parecía una novela. Trató de leer el título, pero lo distrajo un cable negro que zigzagueaba brillante entre bolas de polvo hasta desembocar en un televisor de plasma de un metro y medio de largo, apoyado contra la pared y sostenido por dos cajones de fruta. —Le agradezco, don Celso. ¿Lo puedo tutear? —Acá en el pueblo me conocen como Herrera. —Herrera, perfecto. —Acá tiene la llave —agregó, después de haberla separado del manojo—. Que descanse. Una vez en su habitación, Tomás comió media barra de chocolate para tortas mientras estudiaba los muebles: un armario de pino vacío, una silla de mimbre, una cómoda sobre la cual descansaba un Niño Jesús de yeso, una cama de hierro con colchón de lana, un velador. Después se puso a leer sin ganas. Hacia la medianoche, por fin somnoliento, cerró el libro y apagó la luz. Al taparse creyó oír un ruido, aunque tan tenue que bien podría haber sido su imaginación; después de un minuto lo escuchó de nuevo: igual de tenue, pero con la realidad avasallante de lo que se repite. Giró la cabeza, encendió el velador y vio al tero sobre los hombros del Niño Jesús. El animal lo miraba con el ojo izquierdo. ¿Qué iba a pasar cuando le entrara el instinto de salir? En 64


calzoncillos y parado en el centro de la habitación, Tomás razonaba que despertar a don Celso sería excesivo, pero las historias de picotazos y de mechones de pelo arrancados le habían inculcado un respeto a los teros que su cansancio no alcanzaba a mitigar. La primera solución que probó fue la del asalto: sacó la sábana, la dobló en cuatro y se acercó para embolsarlo. La descartó a medio camino, no sólo por el grado de violencia que implicaba hacia un animal después de todo doméstico y por el momento pacífico, sino también por temor a romper el Jesús de yeso. Contrarrestando ese primer impulso, decidió levantar por los pies la pequeña estatua y llevarla afuera, pero cuando extendió el brazo el tero estiró el cuello y le apuntó con el pico. El pico y los ojos fueron durante algunos instantes lo único que pudo distinguir del animal: el universo reducido a tres brillos negros. Incluso después de un largo rato, volvía a apuntarle con el pico cada vez que acortaba la distancia. Se dio cuenta de que ningún plan iba a funcionar. La confianza que depositaba en éstos era tan módica que cualquier imprevisto bastaba para desbaratarlos. Resignado a dormir en el auto, se sentó en el extremo más alejado de la cama. —Pájaro de mierda —le dijo. Se hizo un silencio. —Patio. Maceta. En algún lugar había escuchado que, si se les enseña, los teros pueden pronunciar algunas palabras, pero éste no parecía interesarse en ninguna. —A ver, no te asustes, te voy a acariciar. Acercó lentamente la mano, y la siguió acercando a pesar del pico. Un segundo después un pinchazo le subió desde el índice hasta el cráneo: pensó que le había quebrado el dedo. Furioso, trató de golpear al tero con la otra mano, pero lo único que consiguió fue tirar 65


el velador al piso y quedarse a oscuras. Sintió un aleteo sobre sus rodillas y un picotazo en la ingle, e hizo lo posible por protegerse con gritos y pataleos. Cuando don Celso entró al cuarto con la lámpara de kerosén, Tomás vio la sábana cubierta de sangre. Tenía un corte de dos centímetros en la frente, que se había hecho con el borde de la mesita de luz. Mientras cruzaban el patio en dirección a la cocina, distinguió al animal, que los seguía con mirada inexpresiva desde su maceta. —¿Siempre tuvo tan mal carácter su tero? —Lo emponzoñó la soledad —le contestó don Celso, mientras destapaba una botella—. Hace ya dos años que murió la lechuza. El alcohol le hizo sentir calor en la frente. Don Celso dobló varias veces una servilleta a cuadros, se la puso en la cabeza y le pidió que la sostuviera haciendo presión. Después sirvió dos vasos y se sentó junto a él. La curación había terminado. —A su salud —dijo don Celso—. Con el primer sorbo se dio cuenta de que todavía estaba en calzoncillos. Su anfitrión tenía en cambio un pijama de seda azul abotonado hasta el cuello. ¿Era realmente seda? El kerosén le daba un tono ámbar a las cosas, y Tomás todavía se sentía algo aturdido por el golpe. En su juventud don Celso debía haber viajado, porque era difícil imaginar que ese tipo de pijama pudiera haberse vendido alguna vez en el pueblo. —Fuerte, ¿eh? —comentó Tomás—. Tomaron otros dos vasos, y después otros dos. Se había olvidado de su cama, y don Celso no se mostraba apurado por retirarse. La herida le había dejado de sangrar, y la servilleta, no sabía cómo, ahora estaba en el suelo. —¿Así que usted es Andrade? —preguntó en algún momento don Celso—. 66


Su mirada era de total indiferencia. —Andrada —contestó Tomás, con una sonrisa. —Yo también soy Andrade. —Pensé que era Herrera. —Herrera es el apellido de mi madre. Mi madre, que en paz descanse, sirvió toda su vida en la hacienda de los Andrade. Yo viví allí sólo unos años, hasta el 26, cuando el viejo se fue. —¿El viejo? —Andrade. Quería conocer Europa, pero según dicen murió de un síncope antes de llegar al puerto. Fíjese, qué ironía. El jefe de una familia que había hecho su fortuna mandando caña al otro lado del mundo no pudo subir al barco. Don Celso sirvió otros dos vasos y esperó a que Tomás bebiera para seguir su historia. —Tuvo docenas de hijos y a todos les permitió llevar el apellido. Para él era lo mismo, y para las madres una consolación. Tantos hijos tuvo que a mis noventa y seis años jamás he conocido a un Andrade que viniera de otra familia. —¿Y quedan muchos? —preguntó Tomás, después de unos segundos. —Quedo yo. El pueblo se vació después de su muerte. Durante algún tiempo se pudo trabajar la tierra sin entregarle a nadie la cosecha, hasta que llegó un abogado de España con los títulos de propiedad, hizo desarmar los molinos y cerró la estancia. El azúcar todavía daba alguna ganancia, pero la caña sin procesar no valía el transporte. Don Celso hizo una pausa para terminar su vaso. —Así fue. Hubo quienes nos conformamos con una vida a puro maíz y porotos. Los primeros años algunos volvían, por un día o dos, para enterrar a un familiar o para tratar de llevárselo. Después ya nadie se iba y ya nadie volvía. No nos esperábamos su visita. 67



A la mañana siguiente encontró, junto a la puerta de su habitación, una nota escrita una vez más en tinta azul y con la letra de su tío. Era un papel tamaño oficio, doblado dos veces, que sólo decía “Hoy a las dos en la plaza”. No tenía sentido: Tato tan lejos del Delta (¿lo había seguido?), dándole cita desde el anonimato... Tardó en entender mucho más de lo que hubiera debido, pero por fin entendió —con la misma claridad con la que ahora volvía a ver el certificado de nacimiento— que detrás de los sobres no podía estar su tío. La certeza lo dejó perplejo. Su viaje, por ejemplo, ya no tenía sentido, y sin embargo las pocas horas que llevaba en Quitilipi habían sido instructivas; desde la noche anterior sabía que el apellido Andrade tenía en la región una larga historia que se remontaba hasta un barón del azúcar. En pocas horas tal vez conocería también la historia de su bisabuelo o tatarabuelo —y la razón de tanta carta furtiva—. Cuando terminó de vestirse estaba algo más animado. Al caminar hacia la cocina y ver su sangre seca sobre las baldosas de la galería, se avergonzó del terror con que algunas horas atrás se había enfrentado al tero. Mientras pasaba junto a la puerta de la sala distinguió una vez más el libro abierto sobre el sillón. Entrecerrando los ojos, descifró el título: “La conversación”. Don Celso lo saludó desde la cocina, lo invitó a sentarse, le sirvió 69


mate cocido y le ofreció pan de una bolsa de plástico blanca. No mostró sorpresa por lo del sobre. Opinó que la persona encargada de traerlo habría entrado alrededor de las ocho; todas las mañanas a esa hora él caminaba hasta la capilla. Al verlo retomar la lectura del diario, Tomás decidió hojear el suplemento de Economía, que había quedado en un extremo de la mesa. Pronto se aburrió y se puso a espiar los titulares en el de don Celso. La foto de tapa le resultó familiar: un tren de sólo tres vagones con cientos de personas que viajaban en los techos. Se fijó en la fecha: era de dos meses atrás. Quizás, pensó, podría buscar en el asiento de su auto El Porvenir del día anterior. —No se preocupe, estoy acostumbrado a leer los viejos —fue la respuesta de don Celso—. Los leo para entretenerme. Era evidente que no tenía el mismo deseo de conversar que la noche anterior, pero Tomás todavía insistió una vez. —Dígame, ¿se puede visitar la estancia? —¿La estancia? Hoy en día es pura selva. Don Celso seguía sin levantar la vista del diario. Tomás miró el fondo de su taza y dudó: el poco mate cocido que le quedaba se había llenado de miga. —¿Y por dónde queda? —Es para el sur —dijo don Celso y, después de mirarlo fijo por algunos instantes, agregó–: dicen que está tomada por una jauría de gatos monteses. A media mañana, levantando polvo y ladridos, Tomás caminó hasta la municipalidad, cuya pequeña puerta metálica encontró abierta. Al golpearla escuchó un ruido detrás de él y vio que, por debajo del motor del remís sin ruedas, estacionado a pocos metros, empezaban a alargarse dos piernas y que, detrás de éstas, como una gigantesca burbuja, aparecía una panza y, 70


tras la panza, un cuello rechoncho seguido de una cara tiznada e interrogante. Mientras se limpiaba las manos con un paño naranja, Claudio Olguín, el intendente, le explicó que, si bien los archivos anteriores a 1910 le andaban faltando, esa ausencia jamás podría suscitar un problema en un pueblo como Quitilipi, compuesto en su totalidad de buenos vecinos. Cuando Tomás le mostró la partida de nacimiento, reconoció el formato. Con ánimo previsor, un intendente de la década del diez había mandado a imprimir cien mil y, al dejar de crecer el pueblo, los vecinos empezaron a usarlas como papel borrador; los chicos de familias humildes aún las usaban en la escuela como sustituto de sus cuadernos. Estaban hechas con papel de otros tiempos. Las actuales partidas, impresas en 1952 con el nuevo nombre del pueblo, se habían puesto tan amarillas que se desintegraban con sólo tocarlas. Por otra parte, Claudio lamentó no tener información para darle acerca de José María Andrade. Tampoco había escuchado hablar de su padre ni de su tío. —Lo que pasa es que yo nací en Lanús —le dijo—. Usted debería hablar con la vieja guardia. Pero el sol ya estaba demasiado alto, y Tomás pasó el resto de la mañana corrigiendo exámenes. Aunque ese año le había tocado un curso relativamente pequeño (cuarenta y nueve estudiantes) después de varias horas sólo había corregido una cuarta parte. Cuando alguna frase no le cerraba, volvía a leerla, no una sino dos y hasta tres veces. En otras circunstancias, después de una primera lectura, habría escrito “Confuso” en el margen y obviado su contenido. Ahora tenía la sensación de que, si no entendía, era porque no estaba leyendo bien, o más bien porque no admitía que las cosas fueran dichas de una manera diferente a la que él hubiera preferido. En todo caso, no quería mostrarse mezquino con el último sacrificio que tenía que hacer por esos cuarenta y nueve 71


aspirantes a antropólogos, la mayoría de los cuales no iba a tener más que las correcciones de sus profesores para recordar como grandes logros de su carrera. Cuando empezaba el décimo examen, don Celso le avisó que la comida estaba lista. Terminó de almorzar a la una y salió a caminar. Después de unos pasos el sol le hizo cruzar la calle casi corriendo. La sombra que había no era mucha y, en el afán por no perderla, se raspó varias veces el brazo con las paredes. Se preguntó si no sería una buena idea comprarse un sombrero, pero ¿dónde? Sin proponérselo había llegado al centro del pueblo. La plaza estaba desierta; el almacén y la municipalidad, cerrados. Ahora que lo pensaba, tampoco había visto a nadie en las tres cuadras que acababa de recorrer. Era la una y cinco; en el cielo no se veía una nube ni un pájaro y hasta el último habitante de Quitilipi debía estar escondido entre muros gruesos. Caminó hasta el centro de la plaza, se sentó en el único banco y respiró el aire caliente de la tarde, que ya debía estar por los cuarenta grados. Los árboles, notó con alivio, eran altos y alcanzaban a filtrar todo el sol. Cuando dejó de transpirar abrió su novela. La cerró: ¿hasta cuándo iba a seguir instrucciones? Si quería respuestas, ir a la cita era sin duda lo más aconsejable, pero ¿no implicaba también entregarse a los designios de otro? Por algunos instantes consideró la posibilidad de volver a la casa. Después se imaginó enfrentando a su interlocutor, sonsacándole su identidad y verdaderos motivos, reprochándole su sigilo, mostrándose firme, imponiendo condiciones... Pero eran condiciones para algo que por ahora le resultaba imposible concebir, impuestas a alguien al que aún no conocía, y por lo tanto sólo tenían la fuerza que les daba la presunción. El otro 72


(¿la otra?), en cambio, sabía quién era él y a qué juego estaban jugando. Estiró los brazos sobre el respaldo y deslizó el cuerpo hacia abajo. Con la cabeza apoyada en el banco, dejó correr la vista por las copas de los árboles. No sabía si eran tipas o talas, o incluso ceibos, pero eran de la categoría de los trepables, con ramas que colgaban casi hasta el suelo. De chico había llegado a la conclusión de que las únicas distinciones de la botánica que valía la pena aprender eran comestible / no-comestible y trepable / no-trepable. La primera distinción la repasaba con frecuencia, sobre todo en sus viajes, pero hacía décadas que no se subía a un árbol. Se paró y, mientras guardaba el libro en el bolsillo, miró disimuladamente alrededor suyo. Seguía siendo el único ser humano a la vista. Al sentir la corteza bajo sus manos, respiró hondo y tensó todos sus músculos. Después de las primeras ramas, que trepó con cuidado, sintió que recuperaba la agilidad de otras épocas y se dejó subir rápido. A las dos en punto escuchó un motor; algunos minutos más tarde, el jeep que había visto el día anterior se estacionaba frente a la plaza. Distinguió el ruido que hicieron las suelas del conductor al tocar tierra, y durante algún tiempo sólo pudo verlo en pedacitos, apareciendo y desapareciendo entre las hojas. A pesar de esa intermitencia, era evidente que se trataba de un hombre de edad mediana, bastante flaco, de cabello castaño. Cuando por fin lo vio de cuerpo entero, el ángulo excesivamente vertical le impidió sacar nada en limpio sobre su rostro. La nariz, por ejemplo, parecía pequeña, pero vista de frente quizás fuera enorme; con las cejas pasaba lo contrario: le cubrían la cara como nubes de lluvia. Su coronilla, calva, sugería un paisaje extraterrestre, de valle lunar o mar de Neptuno; en la vida al ras del suelo, sin embargo, ese hueco probablemente le diera un aire sacerdotal y 73


digno. El hombre se sentó en el banco durante veinte minutos. Desde su atalaya cenital, nervioso, inmóvil, aburrido, Tomás vio cómo su pelada se transformaba poco a poco en una cara sin ojos, sin nariz y sin boca, o más bien en un único gran ojonarizboca que, como una bola de cristal, se expresaba enigmáticamente a través de sutiles cambios de brillo. Cuando el hombre se fue, se incorporó sobre la rama en la que había estado recostado y subió dos o tres metros más. Al descubrir la cordillera nevada en el horizonte se dio cuenta de que el suyo era el punto más alto del pueblo; el galpón-capilla parecía ser la construcción más encumbrada, y estaba unos metros más abajo que él. El jeep se estacionó frente a lo de don Celso durante un par de minutos; después dio unas vueltas caprichosas por el pueblo y se alejó en línea recta hasta que se terminaron las casas; dejó el camino, avanzó entre matorrales en dirección a las montañas y empezó a bordear el arroyo hacia el norte. La vegetación, que se volvía más y más tupida, acabó por tragárselo. Con las piernas y brazos agarrotados, Tomás bajó hasta la plaza y emprendió la marcha, usando la camisa como turbante. A simple vista, el jeep no había recorrido más de cuatro kilómetros antes de meterse en la selva. Al ritmo en que caminaba, podía llegar hasta ahí en cuarenta minutos. Pero en el arroyo las cosas se complicaron, porque a cada paso corría el riesgo de torcerse un tobillo con alguna piedra floja. Al llegar a un recodo vio una botella atrapada en un giro suave, a salvo de la corriente, y se preguntó si sería un buen momento para descansar. Como si hubiera estado esperándolo, la botella reemprendió su camino y se puso a seguirla. Acalorado, y viendo que se rezagaba, decidió cambiar su forma de locomoción. Con el teléfono en la boca, se metió en el agua —de deshielo, recordó con un escalofrío— y se 74


dejó llevar por la corriente nadando perrito, esquivando aquí y allá alguna piedra, y apartando con los brazos ramas, lianas y enredaderas. La vegetación no dejaba caer ni una gota de sol sobre el arroyo. Tras horas de calor anestesiante volvía a sentir su cuerpo, sus articulaciones ocupadas en la navegación, su cuello largo como un periscopio. No mucho después, todavía bajo la hipnosis de la botella, con la boca acalambrada, los brazos y las mejillas cubiertos de arañazos y las manos entumecidas por el frío, desembocó en un gran llano. Deslumbrado por la súbita aparición del cielo, se cubrió la cara con una mano mientras se acercaba a la orilla y trataba de incorporarse. La selva ahora sólo se extendía del otro lado del agua. De este lado, junto a sus pies, vio surcos que se alejaban en línea recta y, sobre éstos, pequeños brotes de una planta de hojas perfumadas. Arrancó uno, y al llevárselo a la nariz sintió una voz a su derecha. Alguien le apuntaba con un arma y lo miraba sin dientes. Tomás quedó hechizado por esa boca de encías hinchadas.

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“No hace falta que me apuntes”, le estaba por decir a su escolta, pero al darse vuelta y notar que lo que cargaba con ambas manos debía pesar por lo menos cuatro kilos y se parecía bastante a un M16, decidió hacerlo más tarde. Cuando el sol ya empezaba a aturdirlo vieron aparecer el casco de la estancia. Frente a la puerta principal, media docena de niños semidesnudos jugaba a tirarse agua con botellas de gaseosa cortadas al medio. Las formidables zapatillas blancas con las que estaban provistos contrastaban con la mugre que les veteaba panzas y piernas. La mayoría sólo tenía puestas las zapatillas; los más grandes llevaban también pantaloncitos de fútbol —nenas y varones—. Al verlos disminuyeron la intensidad de su juego por algunos instantes, y les abrieron paso tanto a ellos como a los gritos y resoplidos que salían la casa. Al subir los escalones de madera que llevaban hasta la puerta principal, Tomás se fijó en una nena que escondía un pajarito entre las manos. Lo primero que percibió al entrar fueron la oscuridad y el frío. Todas las ventanas estaban cerradas; las sombras de unas diez o doce personas se amontonaban sobre un televisor de proporciones colosales. El del M16 lo empujó hacia el grupo y anunció: —Muchachos, tenemos visita. —¿Mhh? —dijo alguien, sin mover la cabeza. —Visita. 77


Seguían sin mirarlos. —¡Visita, la reconcha de tu madre! Parte del grupo pareció reaccionar. Un hombre alto con cara de pocos amigos dio cuatro zancadas en dirección a Tomás y le puso una pistola en la frente. —¡¿Quién sos, hijo de puta?! ¡¿Quién sos?! —¡Parala, parala! —gritó alguien. —¡No, no, no! ¡esperá un toque! —se escuchó gritar a otro. —Estoy de visita en Quitilipi… —empezó a decir Tomás, forzando la garganta. —¿Dónde? —En San José —aclaró, pero el de la pistola había dejado de mirarlo. —¿Quién es? —le preguntaba al de la ametralladora. —No sé, lo encontré en el arroyo. El alto le revisó los bolsillos y le arrancó el teléfono de un zarpazo. Empezó a revisarlo con la ayuda de un albino vestido de beisbolista. Los demás seguían inclinados sobre la pantalla, y sólo de vez en cuando giraban la cabeza para espiar. —¡Ahora lo mata! —dijo alguien. —¡Callate, vago! ¿No ves que está enamorado? —le contestó otra voz. Tomás trataba de no distraerse con el televisor y de componer cara de inocencia ante sus captores. —¡Pero cómo no lo va a matar, si es un turco de mierda! —insistió el primero. —Si es por eso ella es más negra que él. El alto mandó al beisbolista a buscar a unos mellizos e hizo retroceder a Tomás hasta un rincón. Se notaba que la espera se le hacía larga, porque poco a poco iba girando la cabeza en dirección a la pantalla. —¡Lo va a torturar! —exclamó con un susurro, y corrió a sentarse a los pies de sus compañeros. 78


El del M16 se había dejado caer en un ancho sillón de cuero blanco, la cabeza hacia atrás, los brazos extendidos, la mano derecha cerrada sobre el caño ahora por suerte vertical del arma. Tenía la mirada perdida; los resplandores del televisor, burbujeando en sus córneas, le daban aspecto de estar pensando en muchas cosas. Tomás le preguntó con un gesto si podía sentarse. Ante su indiferencia decidió no hacerlo. Pronto se sintió cautivado por el minimalismo y la sofisticación tecnológica que lo rodeaban, imposibles de prever desde el exterior. Las paredes y el techo eran de un blanco impecable; el suelo, de cemento lustrado; los pocos muebles, únicos y brillantes. Sobre uno de los extremos de una larga mesa con pasacables, colgaba un cañón de video; la pantalla hacia la que apuntaba tenía por lo menos dos metros de largo. Cuatro laptops blancas descansaban sobre la mesa, dos todavía encendidas. No era fácil creer que alguien estuviera trabajando en medio de esa selva, y mucho menos ese grupo de teleadictos. Tan sorprendente como las computadoras y la decoración era la abundancia de armas. Además del M16 y la pistola, las escenas más luminosas dejaban entrever dos rifles apoyados contra una pared; al observar a uno que se acomodaba algo con insistencia debajo del cinturón, Tomás dedujo que estaban todos armados. Como si acabara de romper un panal de abejas, se sentía atrapado entre la amenaza que lo circundaba y el arrepentimiento que le subía del estómago. Por lo menos había aire acondicionado. Algunos segundos más tarde alguien anunció a los mellizos. A simple vista no se parecían en nada. —¡Tomasito! —dijo el más gordo y, sin pensarlo dos veces, lo abrazó y le cubrió la frente de besos—. Mirá que habías sido impaciente, ¿eh?

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Tomás buscó sin éxito una explicación en el rostro del otro. El que lo abrazaba tenía olor a colonia de eucalipto. No paraba de reírse. No lo soltaba. —Vení —le dijo, por fin—. Vamos afuera, que con este batuque no se puede ni hablar. El calor no había amainado. Se sentaron debajo de un jacarandá, en unas reposeras de madera pintadas de blanco. El Choclo, regordete, era mucho más bajo que su hermano, pero compensaba con la expansividad de su trato. El Teto era encorvado, taciturno y lampiño. No pasaban de los veinticinco o veintiséis años. Poco después se les sumaron otros dos hombres. El primero, cuarentón y de ojos temblorosos, abrazaba una computadora como si tuviera miedo de que se la robaran. Tomás pronto reconoció en él al que había ido a buscarlo a la plaza, e incluso empezó a sentir que se conocían desde mucho antes (¿no era uno de los Andrade reunidos por Traverso?). El segundo era pelirrojo, más bien petiso y de mirada fría. Durante la hora siguiente el Choclo se haría cargo de la conversación y de la heladerita llena de cervezas que los estaba esperando junto a las reposeras. Tomás declinó la primera que le ofrecieron, pero no la segunda. —Así que andás espiando... —comentó el Choclo, guiñándole un ojo—. —No, no. Nomás salí a caminar por el arroyo, buscando la antigua estancia de los Andrade... El Teto hizo un ruido cavernoso. Podía ser un conato de risa, o podía haberse atragantado con la cerveza. —Una estancia... —asintió el Choclo—. —Y, sí... Como mi apellido es Andrada, pensé que quizás podría conocer a algún primo... —¡Viniste de la ciudad a conocer a los primos! Mirá vos. ¿Lo ves a ése, ahí en el árbol? 80


Tomás giró la cabeza en la dirección a la que apuntaba el Choclo. A unos cien metros se veía un bulto oscuro que colgaba de una rama. —Los mentirosos no nos caen, y mucho menos cuando hay visitas —siguió el Choclo, haciéndole una reverencia al pelirrojo—. Estábamos en que el sábado recibiste un sobre en tu departamento. —Ah, sí. Me despertó curiosidad… —¡Curiosidad! —lo interrumpió el Choclo, y largó una carcajada—. ¡El Gato Andrade! ¿Vos sabés cómo terminó el Gato, no? —¿El Gato…? —¡El Gato Andrade! ¡Un crack! —La verdad es que no… —¿Pero vos de qué equipo sos, primo? ¡Mirá que en la familia somos todos del Cristal! —Para serte sincero, yo mucho de fútbol no entiendo. —¡Pero si no hay que entender nada! ¿Sos o no sos del Cristal, vos? —Bueno, sí, lo que pasa es que yo… —tartamudeó Tomás, que en la escuela había solido ser del Olimpia. —Todo dicho. Solamente te hace falta la camiseta. ¡Peteco! —gritó el Choclo, y un chico de unos diez años corrió en dirección a ellos—. Andá y traenos una camiseta. —No te molestes —dijo Tomás. —Qué molestia ni qué ocho cuartos. ¿O no somos primos? En ese momento el Teto se levantó con parsimonia, tiró hacia arriba su lata de cerveza recién abierta y le dio una patada en dirección a unas pasionarias. A juzgar por la espuma y la cantidad de aluminio abollado que cubrían el césped y las flores, el juego no carecía de tradición. El Choclo esperó a que su hermano se sentara para seguir con la charla. 81


—En fin, nos ahorraste unos días —comentó—. ¿Por qué no vamos al grano y nos contás un poco sobre tu trabajo? —No hay mucho para contar... Doy clases en la facultad… —Tu trabajo de arqueólogo, cavando. —Bueno, en realidad no es que yo cave… —¡Pero la reputa madre que te parió! —estalló el otro mellizo, estirando la cabeza como una tortuga sin aire y clavándose las uñas de la mano izquierda en la frente—. ¿¡Vas a decir algo alguna vez!? Como primer comentario era terminante. Al ver que su prudencia estaba a punto de hundirlo, Tomás respiró hondo y empezó a hablar muy rápido, con el consuelo de que la verborragia quizás también fuera un buen lugar desde el cual protegerse. —Bueno, sí, excavo, o sea, busco restos materiales, en general en zonas urbanas, pero, ojo, a veces también en el campo. Cuando hay razones suficientes para creer que en un terreno se conservan artefactos o restos humanos, lo que hace mi equipo es perimetrar el área y empezar un proceso de excavación… —¿Cualquier cosa desenterrás? —lo interrumpió el Choclo. —En general recuperamos huesos, cerámicas, vajilla, utensilios... joyas también, aunque es más raro; anillos y pulseras, sobre todo. A veces algún reloj, alguna… —Perfecto. —¿No quieren que les siga contando? Peteco acababa de volver con la camiseta. El Choclo, de nuevo alegre, insistió en que Tomás se la pusiera. Le iba bien. El Teto, mientras tanto, caminó hasta una pelota del próximo Mundial, la picó y volvió hasta las reposeras haciendo jueguito. Cuando estaba a dos metros de 82


Tomás gritó “¡Cabeceá!” y pegó un remate que estuvo a punto de volarle la cabeza. —Sos de madera —dijo, antes de sentarse. El Choclo le pidió con un gesto que no le hiciera caso a su hermano, y Tomás correspondió con su mejor sonrisa. —Acá te presento a Manito, nuestro brand manager —dijo entonces el Choclo—. Manito, hacenos el show, si sos tan amable. El hombre de la plaza se levantó y abrió su computadora. Tomás se acordó de su teléfono y pensó que no perdía nada con pedirlo, pero el Choclo, enardecido, ya le estaba señalando la pantalla, donde aparecía la primera imagen de una presentación de Power Point. El título era “Gallego muerto” e incluía el anuncio de la herencia de Juan Carlos Andrade, publicado en el diario. —Murió un gallego y se ofrece una herencia —dijo Manito y, sin levantar la vista de la pantalla, pasó a la siguiente diapositiva. El Teto entró a la casa y Tomás se acercó un poco más a la computadora. El pelirrojo, que hasta el momento se había mostrado por completo indiferente a lo que ocurría, también se abrió camino. La siguiente imagen se llamaba “Se requiere un objeto distintivo”, y consistía en un gran signo de interrogación. —Pero para conseguir la herencia —agregó—, hay que entregar un objeto distintivo que perteneció a Manuel de Andrade, muerto en América a comienzos del siglo diecinueve (o sea, mil ochocientos y pico); una virgencita que los abogados serían capaces de reconocer en base a documentos de la época que la describen. Estaremos de acuerdo en que parece haber gato encerrado. El Choclo asintió; Tomás consideró prudente imitarlo. Después de haberlos mirado de reojo por un instante, Manito hizo aparecer otra diapositiva, que llevaba por 83


título “La verdad” e incluía la foto de un papel manuscrito. En ese momento se escuchó al Teto gritar de nuevo. Tomás pudo agacharse y ver cómo la pelota producía un estallido de luces al arrancarle la computadora de las manos a Manito. —Fue sin querer —el Teto estaba serio. Al Choclo no le gustó nada y por un buen rato estuvo puteándolo. Manito había levantado la máquina del suelo y la había vuelto a tirar. —Dejate de boludear y andá a buscar otra —alcanzó a decir el Teto, entre dos insultos. —Quedan pocas —dijo Manito—. Mejor traigo las cartas. —A Manito le gusta revolver papeles —explicó el Choclo, cuando se cansó de gritarle a su hermano—. Hizo estudios. Yo soy más audiovisual. Dos minutos más tarde, Manito volvió con una cajita de nogal con tapa corrediza, de la que empezó a sacar papeles doblados y amarillentos. —Acá está —dijo, y le entregó a Tomás dos hojas llenas de moho, escritas en caligrafía antigua. —Lean tranquilos —dijo el Choclo, mientras se llevaba a su hermano hacia la casa—. Vos, Manito, explicale al arqueólogo cómo viene la mano.

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“Señora mujer: En dos años cuatro veces he escrito y nunca he recibido respuesta. Si acaso ésta llegare a vuestras manos sabed que estoy en el Perú, en la población de Santa María del Tucumán. Procurad esta vez contestarme y darme a saber si sois vivos o muertos, porque este silencio ha despertado en mí sombrías sospechas. Pero más contento recibiría si quisieseis venir con alguno de mis hijos. Yo estoy viejo y calvo y pesado, y largo es el camino. Hay de distancia hasta allí dos mil leguas o más; mucho para mí, y no tanto para vuestra juventud y la de mis hijos. Querría que viniésedes antes que me muera a gozar de los frutos de mi sudor. Nada de esto vale siendo vos, señora, ausente de mí. He oído que el francés Bonpland está de regreso en el Nuevo Mundo. Procurad averiguar en la corte en qué provincias se halla, pues poco antes de su partida me fue entregada una Virgen para él, y al llegar yo al puerto del Callao su embarcación era ya un punto en el horizonte. Según cuentan en aquel valle bien apartado de conversación donde me la encomendaron, el éxtasis que produce esta Virgen iguala al de San Juan y Santa Teresa, sus colores superan el entendimiento y su resplandor puede rajar la piedra más dura. Ya ha casi diez años que la tengo junto a mí, siempre cansina y su yeso cada vez más amarillento, y sin atisbo de esos poderes. Pero es fuerza que la entregue a su dueño, por no quebrantar mi promesa. Os despido, porque es poco el papel que hay en esta comarca. Vayan de ésta dos copias, para que si una no llegare lo haga la otra. Plega a Nuestro Señor estéis bien, que es la cosa que más deseo. De esta Santa María del Tucumán, y de junio dos de mil y ochocientos y diez años, vuestro marido, Manuel de Andrade”. 85


—¿Entiende ahora? —le preguntó Manito cuando lo vio terminar. —Entiendo que este señor extrañaba a la familia —dijo Tomás—. ¿De dónde sacaron la carta? El pelirrojo, que había pedido las hojas con un gesto y se preparaba para fotografiarlas, se interrumpió para escuchar la respuesta de Manito. —Estaba guardada junto con los demás papeles de la estancia. La otra copia seguramente la mandó a España. A los pocos días de escribirla se tuvo que escapar de Tucumán con lo puesto, y vivió acá junto con un hijo el resto de su vida, que muy larga no fue. Lo enterraron debajo de uno de estos árboles —y al decir esto, Manito golpeó dos veces el tronco del jacarandá—. La Virgen quedó escondida en Tucumán. Fuera o no fiel a sus promesas, la cosa es que no volvió a buscarla. En todas las cartas que recibe de Tucumán durante esos años le dicen que espere un poco, que los ánimos de los criollos todavía andan caldeados. Imagínese: 1811, 1812… Aunque también puede ser que quisieran seguir usándole la casa, la querida y los campos. En todo caso, el tipo nunca pensó que su ausencia iba a ser definitiva. —¿Y el hijo? —Le salió patriota. Poco tiempo después de la muerte del padre, se fue a pelear contra el ejército español a Chile y Perú… Ni él ni sus descendientes fueron muy dados a la devoción, y quizás nunca le prestaron atención a la Virgen. —Los mellizos, entonces, quieren llevar la virgencita a España y reclamar la herencia... —dijo Tomás. —¡No, no! —contestó Manito, sacudiendo las manos en el aire y mirando divertido al pelirrojo, que no movió un músculo—. ¡La Virgen es el objeto distintivo!

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Aunque era de manga corta, la camiseta del Cristal le estaba dando calor. Además, ¿por qué estaban afuera si adentro había aire? —Y “distintivo” —siguió Manito—, como usted se dará cuenta, no es sólo aquel detalle que hace a una cosa distinta de las otras, sino también la potencia capaz de hacer que las cosas sean distintas... Como “vomitivo”, ¿no? Hay determinadas cosas —una comida extraña, las obras de teatro— que entre otros atributos tienen el de ser vomitivas. Si se aísla ese atributo y se lo transforma en una sustancia cien por ciento pura, el resultado es un elixir capaz de producir el vómito... —La verdad es que no lo sigo... —dijo Tomás, mientras se abanicaba la panza con la camiseta—. ¿Los mellizos no quieren la herencia? —¿Esos castillos llenos de ratas? Desde hace cincuenta años son patrimonio histórico de la hispanidad, o de no sé qué garoncha. No se pueden vender, no se pueden alquilar... Ni decorar se pueden. Es como ser dueño de un buzón. Lo que vale es la Virgen. La Virgen del Nuevo Mundo, la Virgen de lo Distinto. —Claro —dijo Tomás que, a pesar del miedo, estaba considerando sugerir que siguieran la conversación adentro. —Fijesé: ¿no es un poco extraño que el anuncio de la herencia sólo se haya hecho en América Latina? Andrades habrá por todas partes, ¿no le parece? Tomás sacó una cerveza de la heladerita. No estaba tan fría como la anterior, pero se dejaba tomar. —Tal vez saben que los descendientes de este Manuel son los herederos más directos —especuló, después del primer sorbo— y por eso hacen alusión a la Virgen y anuncian la herencia en los lugares donde es más probable encontrarlos. 87


—Claro —contestó Manito—. Quizás todas las ramas españolas de la familia se extinguieron. Los dinosaurios se extinguieron, los pterodáctilos se extinguieron. ¿Pero usted alguna vez escuchó que pasara lo mismo con un apellido? Piense que hubo una época en que para identificar a una persona bastaba con un nombre. María, la hija de Juan. Pedro, el panadero... Yo no soy doctor como usted y no sé cuándo se habrán inventado los apellidos, pero le puedo decir que fue hace demasiado: ya va siendo hora de que saquen algunos más. Mi dirección de mail es mi nombre completo: manitomartinez@gmail.com. ¿Sabe cuántos mensajes escritos para otros recibo por día? Mínimo cuatro. Hay demasiados Martínez. Hay demasiados García. Hay demasiados Fernández. Y hay demasiados Andrade. El pelirrojo asintió. Manito y Tomás lo miraron. —Es muy improbable, ya lo sé; pero no es imposible —opinó Tomás, cuando fue claro que el pelirrojo no iba a decir nada—. Después de todo, con la cuestión de la hemofilia y de las revoluciones burguesas... Quizás los Andrade de España no tuvieron mucha suerte a la hora de reproducirse. —Usted sabe, cuando yo era chiquito… —empezó Manito con un tono más grave, y se le enturbiaron los ojos —. Disculpemé, no tengo muchas ocasiones de hablar con gente como usted, con cultura... Salvo con los mellizos, por supuesto, pero el negocio no les deja mucho tiempo para la charla. Como le iba diciendo, cuando yo era chico la semana tenía para mí dos días especiales: miércoles y domingo. Los miércoles almorzaba en casa de mi abuela materna. La adoraba. La mujer más buena del mundo, mucho más que mi madre, que era una víbora ahogada en su propio veneno. Los domingos yo iba a la quinta de unos tíos y jugaba con mis primos desde el momento en que saltaba del auto hasta el momento en 88


que me arrastraban de vuelta a la Ciudad; jugábamos a la escondida, a la mancha hielo, a juegos que inventábamos nosotros… A mis primos también los adoraba. Un domingo, no me acuerdo bien por qué, mi abuela vino a la quinta. Yo sabía que mis primos también eran sus nietos, pero cuando la vi bajarse del auto, besarlos, llamarlos por sus nombres, conversar, sentí una especie de vértigo. La complicidad con la que hablaban me pareció monstruosa, como una especie de incesto. Pero sin sexo, se entiende. Es algo difícil de explicar... Sus miradas, los chistes que se hacían, las preguntas sobre episodios de los que yo nunca me había enterado... Mi abuela y mis primos parecían haber vivido en un mundo paralelo al mío durante años, a mis espaldas, o ni siquiera eso. Nunca se lo perdoné. —Y… los celos… —dijo Tomás, por decir algo, y buscó la mirada del pelirrojo, que revisaba las fotos en su cámara. —No son celos —dijo Manito, tajante—. Es la revolución copernicana de la psique. ¡Peor! Es darse cuenta de que el universo no tiene ni puede tener centro. Todo se multiplica. ¿Sabe cuántos hermanos tuvo este Manuel al que usted tanto defiende? —le preguntó, quitándole la carta y sacudiéndola en el aire—. Catorce. Y los catorce tuvieron descendencia. —Mire todo lo que descubrieron revolviendo papeles —Tomás estaba cada vez más incómodo. —No, profesor. Me tomé un avión a Coruña y consulté el árbol genealógico en la municipalidad. Es de dominio público. También consulté los periódicos de la época. Manuel de Andrade se embarcó hacia América en el puerto de Coruña, junto con Bonpland y con Humboldt el 2 de abril de 1798. Fue uno de los nobles elegidos por la Corte para vigilar a los dos extranjeros durante el viaje. 89


Tomás distinguió a una mujer saliendo de la casa. Era la primera que veía en la estancia, y caminaba derecho hacia donde estaban. Unos segundos después, detrás de ella, apareció otra, cargando algo con ambas manos. ¿A dónde querían llegar Manito Martínez y sus jefes mellizos? ¿Y por qué le hablaban a él y no al pelirrojo? Evidentemente conocían el asunto hasta en sus últimos detalles. Lo que no estaba muy claro era para qué lo necesitaban a él. —Está bien —dijo Tomás—. Eran catorce hermanos. Es prácticamente imposible que se hayan muerto todos los descendientes, salvo los de este que vino a América. Como quiera. Pero ¿por qué le tienen tanta fe a la Virgen, si el tal Manuel dejó escrito que la miró diez años sin encontrarle la gracia? —Lo que pasa es que hay que saber leer. Digamé, ¿en la universidad no le hicieron leer Menards? —No creo. —Sí, lo debe haber leído, es muy famoso. Cuando estudiaba en Stanford, me lo dieron como cuatro veces. Trata sobre un tipo de Wisconsin que inventa la cadena de supermercados, a principios del siglo veinte… Se le ocurre que todos pueden ser iguales y a la vez distintos, como ahora los Starbucks. O sea, cree que cualquier negocio, por más único que sea, es distinto de sí mismo... En realidad la historia es bastante aburrida, pero me vino a la cabeza por lo siguiente: la Virgen no era la misma para Manuel de Andrade, un español bruto, que para Aimé Bonpland, un francés. La primera mujer tenía unos veinte años, jeans apretados, un top fucsia y pezones estrábicos. Sin saludarlos, levantó la heladerita y se la llevó. La segunda, que no vestía de modo muy distinto, dejó en su lugar otra idéntica. Poco después salieron de la casa los mellizos, 90


aparentemente reconciliados. El Teto caminaba muerto de risa. —¡Dos cerebros! —vociferó, extendiendo los brazos en dirección a ellos y, aprovechando la inercia, desvió el izquierdo en dirección al culo de la segunda mujer—. ¡Dos potencias del saber! ¿Le terminaste de explicar lo de la virgencita al señor arqueólogo, Manito? —Estaba en eso… Me costó un poco hacerle entender. —¡¿Pero qué carajo hay que entender?! —exclamó el Teto, riéndose más fuerte—. ¿No te habrás puesto a contarle la historia de tu mamá, no? Nos tiene a todos locos con las historias de la madre —agregó, volviéndose hacia Tomás—. No hay que darle confianza. Ahora, lo de la Virgen, ¿cómo lo ve? —¿Cómo veo qué? —Lo de la Virgen —repitió. —Es interesante... ¿Usted a qué se refiere, exactamente? Tomás pudo ver cómo la euforia se volvía pesada en el rostro del Teto, alrededor de su boca, debajo de sus ojos, hasta hundirse en él como un ancla en medio del mar. Su mirada era torva. Su boca, un rictus. —Vos me querés amargar el día, hijo de puta… — murmuró, casi sin despegar los labios—. ¡Respondeme algo de una vez! —Tranquilo, Teto —intervino el Choclo—. No pasa nada… —¿Cómo que no pasa nada? ¡Me amargó el día! Estaba teniendo un día espléndido y me lo cagó. —Al revés, mirale el lado positivo —sugirió el Choclo—. Estuviste charlando con él por un rato y ahora podés descansar un poco y yo le sigo contando. —¿Dónde está la pelota? —preguntó el Teto, mirando para todas partes. 91


—Se la deben haber llevado los chicos —dijo su hermano, y lo agarró del brazo—. Vení, vamos para adentro y nos hacemos un trimate. Vos, Tomás, esperame que te quiero mostrar algo. Los cinco minutos que el Choclo tardó en volver le bastaron a Manito para explicarle el plan a Tomás. Entre los papeles de la estancia, le dijo, habían encontrado una breve carta-testamento (Manito la agitó en el aire, como antes a la otra) firmada por Manuel de Andrade, en la que éste volvía a pedir a su mujer que le hiciera llegar la Virgen a Bonpland. La había enterrado en un pequeño baúl, junto con algunos documentos, el día de su fuga de Tucumán, en casa de una amiga (¿su amante?), la señora Gertrudis Laguna y Bazán. El trabajo de Tomás consistía en ubicar el terreno donde había estado la casa, desenterrar el baúl sin que nadie lo notara y entregar la Virgen a los mellizos. —Yo les agradezco —empezó Tomás, pensando en cuál sería la mejor manera de excusarse—, ochenta mil dólares es mucha plata. Les agradezco por la confianza y por haberme tratado con tanta gentileza… —No es gentileza —dijo el Choclo, que acababa de volver—. Es yudo. —¿Yudo? —Yudo. Aprovechar la fuerza del contrario. —Ah, ¿estudiaste yudo? —preguntó Tomás, tratando de no darse por aludido. —No. Pero soy claro, ¿no? Te tenemos agarrado de las pelotas. Usar la fuerza del contrario, pensó él, no era exactamente lo mismo que tener a alguien agarrado por las pelotas. No por eso entendió mejor qué le estaban queriendo decir. Y si bien en un primer momento lo confundió aún más, la foto que aparecía en la pantalla del celular que le mostraba el Choclo —Sofía, de medio 92


cuerpo, mirando con rigidez a la cámara en el living de su casa— pronto lo puso en condiciones de medir su desgracia. —No te preocupes —le dijo el Choclo—. Las visitas que recibió tu señora se fueron hace diez minutos. Si hacés las cosas bien, no tienen por qué volver. Ocho alaridos, algunos cortos y otros largos, se sobrepusieron al barullo del televisor como un mensaje en código Morse. —No anda bien mi hermano —dijo el Choclo, inclinando la cabeza en dirección a la casa—. Se aburre. Dice que nada tiene sentido. Manito cree que es enuí, una enfermedad europea. Tenemos mucha fe puesta en lo que nos pueda traer la Virgen esta. —¿Y qué puede traerles? —preguntó Tomás, con la cabeza en otra parte. —La droga de los próximos años.

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Durante dos horas el traqueteo del auto sobre pozos y piedras lo mantuvo ajeno a sí mismo. El asfalto, como un espejo, le devolvió su desesperación. Sólo pudo mitigarla muy poco a poco, a fuerza de razonar y de apretar el acelerador; pero cuando sus pensamientos empezaban por fin a deslizarse sin fricción cayó en una especie de hipnosis y sólo los pudo ver como algo distante y ajeno. El trabajo involuntario pero incesante de repasar las cosas oídas en la estancia, el de hacerlas encajar unas con otras, el de articularlas con lo que ya sabía, toda esa laboriosa mecánica del sentido había sido reemplazada por el ronroneo de la máquina puesta en marcha, el ronroneo impasible de lo fatal, el sucederse de las curvas y de las piedras junto al camino, el sonido del aire quebrado a ciento setenta kilómetros por hora, la presión de las manos contra el volante, el deseo de llegar y abrazar a Sofía. Y al dejarse mecer por la monotonía del viaje y la evidencia de los hechos, Tomás perdió su interés por el cómo y se entregó, ávido de consuelo más que de respuestas, a la letanía del porqué, por qué tuve que ir a meterme, por qué contesté la llamada de Traverso, por qué fui a ver a Tato, por qué doscientos años no fueron suficientes para desalentar a los españoles, por qué la mirada muda de papá no fue suficiente para desalentarme a mí. Porque eran mudos los ojos con los que su padre había mirado siempre hacia el pasado, o 95


al menos lo fueron a partir del día del accidente, unos ojos más opacos que oscuros en los que era difícil encontrar un reflejo, ojos demasiado abiertos que Tomás aún podía ver cuando cerraba los suyos. Veía esos ojos y en las pupilas, como dos miniaturas idénticas, veía a su padre parado junto al cajón esa mañana silenciosa y de persianas que nadie iba a subir en la que a veces todavía se despertaba, en la que amigos y vecinos se acercaban a tocarles el timbre y hablaban en voz baja antes de volver a tocar, y en la que su padre no le daba permiso para abrirles; una mañana que no terminaba de transcurrir y que tal vez lo mantuviera a salvo de su pasado, porque los recuerdos implacables, como sucede con las fotografías —trataba de consolarse ahora, con la mirada fija en el horizonte desierto—, sepultan la infinidad de imágenes con que podría invadirnos la memoria. Esa mañana interminable a la que sin embargo le siguió una noche, una primera, la noche en que después de ir al baño no había podido volver a dormirse, porque a pesar de la hora su cuerpo y su mente se habían convencido de que atardecía y de que estaba esperando algo, un tren, un vuelto o un llamado, no habría sabido decir qué. Inmóvil en su cama, con los puños cerrados y con la boca seca, se había sentido extrañamente listo para responder a cualquier pregunta. Recordaba haber ido a buscar a su padre sin frustración ni miedo, apenas muy despierto, y haberlo encontrado en su cama, la sábana moviéndose con su respiración, las pupilas enormes, muy poco sorprendido de verlo, pero aun menos dispuesto a conversar. Mientras su padre vivió, Tomás no volvió a desvelarse. Esos ojos tan abiertos que todavía era capaz de ver, se preguntaba ahora, ¿eran los de aquella noche o eran otros? A lo mejor su padre había tenido muchas miradas y él siempre recordaba la misma. 96


Volvía a pensar en los ojos de Sofía, en la pantalla del celular del Choclo. Empezaba a creer que esa mirada rígida, hierática, no expresaba terror, sino la multiplicación del odio por el miedo. El orgullo de Sofía resistía los reveses más extremos. Tener en casa a extraños, posiblemente armados, seguramente violentos, era quizás suficiente para asustarla, pero más que nada debía haberla ofendido. Al darse cuenta de que esa mirada no era apagada sino altiva, y que esa altivez tenía como fin arruinarles el juego a las intempestivas visitas, Tomás sintió que por fin se alejaba de la selva, que empezaba a volver a su vida, que al mirar a Sofía a los ojos la iba a encontrar a ella y no a una persona que se le parecía, un recuerdo. Su mano palpó su bolsillo, ávida del teléfono que por supuesto seguía sin estar ahí. Decidió parar en el próximo pueblo y llamarla de nuevo, y quizás esta vez tendría suerte y escucharía su voz. “Para encontrar hay que dejar de buscar”. En su cabeza retumbaba una y otra vez la misma frase, oída quién sabe dónde, estúpida, genial, irrebatible. Lo seguía como su sombra, lo acorralaba en un inútil tiempo presente para decirle mirá lo que hiciste, con la cadencia sobradora del yo te dije, repitiéndose, prepotente, ensañada, incluso después de que Tomás se dio por vencido y aceptó que la voz tenía razón. El viaje a Quitilipi, que había concebido como mínima pero valiente reconquista de su historia familiar, no era más que una sofisticación de su cobardía. Valiente, pensaba, habría sido aceptar el pasado como tal, aceptar el silencio de las fotos y de los recuerdos, aceptar que detrás de una mirada muda puede muy bien no ocultarse nada. ¿Con qué volvía de su expedición al pasado? Con la certeza de que en el pueblo de San José de Quitilipi quedaba por lo menos un Andrade, un viejo no del todo simpático, aunque hospitalario, y con la sospecha de que en los antiguos campos 97


de un presunto tatarabuelo terrateniente unos mellizos psicóticos, probables parientes lejanos, comandaban el narcotráfico de la zona y ahora también su vida y la de Sofía. Volvía también con la obligación de tomarse en serio el asunto de la virgencita y de excavar en pleno centro histórico de Tucumán para recuperarla. Acerca de sus antepasados, en realidad, no había sacado nada en limpio. Ni siquiera sabía si José María Andrade había sido efectivamente su bisabuelo —o su tatarabuelo, aunque a esta altura ya daba lo mismo— ni si su padre o su tío habían nacido o estado alguna vez en Quitilipi.

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III



El vuelo fue largo, pero en la primera parada se vaciaron algunos asientos y Tomás pudo acostarse y dormir tres horas sin demasiadas interrupciones. El resto del viaje le sirvió para ponerse al día con la música que había ido acumulando durante el último año, hasta que en uno de los últimos aterrizajes vio que una señora sentada dos filas más adelante agitaba los brazos como posesa. Al quitarse los auriculares, la escuchó gritar socorro. Una azafata se había acercado a calmarla. —Fue un piedrazo —la tranquilizó. Tomás notó recién entonces los varios vidrios exteriores astillados, y se preguntó si no habría sido mejor idea afrontar las veintinueve horas de tren. La azafata, sin embargo, le repetía a la señora que no se preocupara, que eran nomás unos chicos con hondas, que qué se le va a hacer. Si el problema no inquietaba a los empleados de Aerotucumán, mucho menos debía inquietar a los pasajeros. Aunque creía que con un poco de concentración y otro poco de suerte tal vez pudiera estar de vuelta antes del 31, la idea de pasar Navidad y Año Nuevo lejos también empezaba a atraerlo. Durante sus tres días en la Ciudad, Sofía había insistido en viajar con él, pero estaba claro que iba a avanzar mucho más rápido solo. Al aterrizar en Tucumán, se sentía con ánimo de resolver el asunto. Saltó de su asiento antes de que el 101


avión se detuviera, estuvo entre los primeros en bajar por la escalera de caracol que dos empleados sostenían desde el suelo, recogió su equipaje del montón que se iba armando en la pista y subió al taxi más cercano. —A la Casita —ordenó, ansioso—. El auto avanzó en zigzag entre los pasajeros y, después de haber esquivado una avioneta que salía de un hangar, agarró velocidad. Tomás dejó caer la cabeza sobre el asiento, bajó la ventanilla y respiró el aire húmedo del trópico. Otro viajero hubiera ido a un hotel a ducharse; él no podía darse ese lujo. Sólo le había llevado una media hora averiguar, dos días atrás, que la casa de los Bazán no era otra que la histórica Casita de Tucumán. Al día siguiente, a través de un conocido que trabajaba en la Dirección General de Museos, había conseguido fotocopias de los planos. No quería perder la buena racha. En el primer semáforo el taxista lo miró por el espejo retrovisor. —¿Dónde es que va, exactamente? —A la Casita de Tucumán. —¿Sabe la dirección? —No, no sé la dirección. Es donde declararon la Independencia. —Sin dirección no lo puedo llevar. Se bajó con un portazo, no sin antes haber comprobado que en la mano de enfrente había otro taxi. Llevaba los planos de la Casita, pero no había pensado que iba a necesitar un mapa para encontrar el edificio más emblemático de la ciudad. El nuevo taxi estaba vacío y con el motor en marcha; su conductor salió de un kiosco abriendo un paquete de cigarrillos. —Disculpe, ¿podría llevarme hasta la Casita de Tucumán? —¿La Casita...? —el taxista señaló con el pulgar por encima de su hombro—. 102


—Creo que es sobre Congreso, pero no estoy seguro. No soy de acá. —No, el Congreso está en otra parte —dijo el taxista, encendiendo un cigarrillo—. Pero debe ser la casa adonde saben ir los turistas. ¿Usted viene por turismo? La Casita estaba, efectivamente, en la calle Congreso. Aunque no la había visto más que en figuritas, la reconoció de inmediato. En el frente, sobre el escudo nacional, tenía un cartel cuyas letras habían sido confeccionadas con pequeños troncos. Como los troncos eran casi del mismo color que la plancha de madera sobre la que estaban clavados, costaba trabajo leerlo, pero atendiendo al relieve se dejaba descifrar: “Hostería Casa de la Independencia”. ¿Sería la verdadera Casita? Que funcionara como hostería simplificaba mucho las cosas, pero sonaba a estafa. A los dueños de la hostería podía habérseles ocurrido usufructuar con la fama de la Casita, y el taxista, por su parte, tal vez trabajara a comisión. Mientras cruzaba la calle, pensó en cómo formular una pregunta que obligara a los de la hostería a decir si ése era o no el verdadero lugar. Todos los visitantes debían preguntarles lo mismo, y a esta altura ellos habrían ya descubierto la forma de contestar sin mentir ni decir la verdad. Que la pregunta de la mayoría de los visitantes fuera simple (¿ésta es la Casa de la Independencia?) sólo significaba que la artimaña sería mucho más ingeniosa, un juego probablemente urdido sobre la base de sutilezas escolásticas olvidadas desde hacía siglos en la Ciudad. —Buenos días —saludó, acodándose sobre el mostrador de la recepción y retribuyendo la sonrisa de una señora de anteojos—. ¿Podría informarme cómo llegar a la otra Casa de la Independencia? —¿Cómo dice? 103


—Digo si podría informarme cómo llegar a la otra Casa de la Independencia —insistió Tomás—. La antigua. —No sé cuál es la antigua. Ésta es la única que hay, me parece. —¿Le parece o está segura? —Me parece, que yo sepa... La señora sabía protegerse. Un arbolito de Navidad se encendía y se apagaba junto a su cara y la coloreaba con la rigidez de un robot. Si después resultaba que existía otra Casita, no iba a poder acusarla de nada. Iba a tener que alquilar una habitación, recorrer el lugar y compararlo con los planos. En el peor de los casos perdería una noche. Además, los párpados se le habían vuelto pesados. La perspectiva de una siesta antes de la cena empezaba a pausarle las ideas. A su derecha vio una pila de volantes. “Una experiencia colonial”, decían. ¡Ah, los tiempos patricios! Tiempos sin piedrazos y sin narcos, sin sospechas, en que se dormía la siesta por tres horas... Pidió una habitación y volvió al taxi a buscar las valijas.

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Planos y realidad coincidían. Después de su siesta, Tomás los comparó durante más de dos horas, memorizando en su habitación cada zona y después saliendo a recorrerla. No se había tirado abajo ni una sola pared; incluso puertas, ventanas y baldosas parecían originales. Lo único nuevo eran las camas y las mesitas de luz. Alrededor del primer patio, las habitaciones de los huéspedes contrastaban por su aire despojado con las salas del museo, que habían recibido el mobiliario, las vitrinas, los cuadros y los demás objetos desplazados. Los huéspedes tenían entrada libre al museo y la visita guiada terminaba en una de las habitaciones de la hostería, que se mantenía siempre desocupada a tal efecto. Presentando la entrada del museo había un veinte por ciento de descuento en estadías de más de una noche. Una vez que hubo recorrido la casa, decidió ducharse. Cruzó el patio, en cuyas galerías se amontonaban jarrones y cañones viejos, entró al baño y descubrió que la ducha era eléctrica, con un calentador de plástico blanco arriba. Como nunca tocaba un aparato eléctrico descalzo, y mucho menos con las manos mojadas, su primer baño se alargó indefinidamente. Había un cartelito escrito a mano, arrugado por el vapor, que decía: “Sólo encienda el calentador mientras el agua está corriendo. Se quema”. Debía referirse al calentador, pero quizás era uno el que se quemaba con el agua caliente, o con la electricidad. 105


Sobre cómo apagarlo no decía nada. Si iba a pasar ahí varios días, necesitaba desarrollar una estrategia. Después de su ducha, sin ganas pero con disciplina, se acercó a la recepción a averiguar dónde cenar. La señora Ana Marta le nombró dos lugares, una parrilla y una pizzería, y le aclaró que ninguno era bueno. Ya se había alejado algunos pasos cuando le escuchó agregar que su hija cocinaba para los huéspedes y les servía la comida en el salón. —¿En el salón principal, el de los maniquíes? —dijo Tomás, dándose vuelta. —En ése. —¿No es museo? —A las siete el museo cierra, así que se pone un mantel y se cena tranquilamente. El almuerzo es entre la una y las cuatro. Cuatro y veinte, como máximo, porque el museo reabre cuatro y media. Se pone lindo, ya va a ver. A veces, si los huéspedes me piden, mando llamar a mi hermano para que toque la guitarra. A lo largo de casi diez días, Tomás iba a comprobar que la comida de la hija de la recepcionista era, en efecto, muy superior a la de los alrededores —desayuno, almuerzo y cena—. Maíz blando, ajíes, zapallo, cordero y tocinos se combinaban en carbonadas, chanfainas, humitas y tamales. Las mayores intensidades, sin embargo, las daban los quesos del Tafí, las mazamorras y el dulce de cayote. En Nochebuena la cocinera hizo honor al cruce local entre llanura, montaña y selva con un estómago de toro relleno con cabrito relleno con mango. Antes y después de cada comida, Tomás se calzaba una mochila de campamento y salía a caminar. La señora Ana Marta tardó bastante en preguntarle por qué cargaba tantas cosas en sus paseos, y él no le mintió: “Me ayuda a fortalecer las piernas.” La explicación satisfizo la débil curiosidad de la recepcionista, aletargada sin 106


duda por los miles de rostros que había visto pasar por la Casita y, antes, por el Plaza Hotel. Afortunadamente, además de poco curiosa era miope, y nunca notó que las correas de la mochila casi no se hundían sobre sus hombros cuando volvía de sus caminatas. Una vez en su cuarto, la vaciaba, alisaba pacientemente las pelotas de papel y las guardaba en una carpeta en cuyo lomo, en otro arrebato de honestidad, había escrito “Papel”. El resto del día cavaba. Según el testamento la Virgen había sido enterrada en el centro del salón principal —la actual Sala de la Jura—. Durante su primera visita guiada, Tomás prestó mucha menos atención a los veintinueve congresales de cera sentados a un costado de la sala que a la pesada mesa de ceibo que la dividía en dos mitades. Mientras simulaba estudiar sus vetas y junturas, recorrió el suelo con su Rover J —una miniatura alemana de apenas siete centímetros de largo que llevaba envuelta en un diario— y, al cargar los datos en su computadora, vio aparecer un nítido paralelepípedo, a sólo un metro de profundidad y en el mismísimo centro de la sala. Aprovechó la comida para sentarse en una de las sillas del medio y afinar la medición. Esta vez puso el aparato en una pequeña mochila que movió de un lugar a otro con los pies. Pidió que lo cambiaran a una de las habitaciones del patio con la excusa de que el ruido de la calle no lo dejaba dormir. Si empezaba cerca de la pared, calculó, un túnel de cinco metros de largo sería suficiente. El mayor desafío fue la primera baldosa. Tres cuchillos y dos destornilladores se partieron sin moverla siquiera un milímetro. El tercer destornillador, sin embargo, honró la fama universal de la palanca. Las demás salieron rápido; sólo era cuestión de encontrar la hendija por donde meter el metal. Debajo había una capa de cemento de medio centímetro. Después, la tierra. Corrió la cama 107


para tapar el agujero —a la señora de la limpieza le dijo que buscaba estar más lejos del ruido del patio, e inauguró así una reputación de enfermo de los nervios que habría de alimentar luego con sus encierros— y usó cemento instantáneo para hacer con las baldosas una gran tapa que ponía al salir de la habitación y levantaba para seguir cavando. A pesar de que la pala que había conseguido en el supermercado era demasiado pequeña y le sacaba ampollas entre el pulgar y el índice, no quiso arriesgarse a ser recordado por ningún ferretero comprando una más grande. Las ampollas se le infectaron. Como tampoco creyó conveniente visitar una farmacia, se trató sólo con aspirina y cremas cosméticas, lo cual lo obligó a caminar con las manos en los bolsillos y a comer con la izquierda. Hasta el último momento no pudo sacarse de la cabeza la idea de que alguien sospechaba, aunque le hubiera resultado difícil decir quién. Sin duda no Ana Marta. Durante sus doce horas de turno no dejaba el mostrador. Dos o tres veces por día entraba a un cuarto diminuto que tenía a su espalda, en el que había una caja fuerte (rota) y un inodoro (que funcionaba). Ni aun entonces se le veían las piernas. Si en vez de piernas hubiera tenido una gran cola de pescado, nadie se habría dado cuenta. La encargada de la limpieza tampoco podía ser. Tenía toda la Casita a su cargo, once hijos y otro trabajo a la tarde. Siempre estaba de buen humor y hacía las mismas preguntas una y mil veces. No le importaban las respuestas, ni que fueran contradictorias: le gustaba conversar. Los huéspedes, por su parte, estaban adormecidos por el calor y por el ocio, y se renovaban cada fin de semana. La mayoría venía de la Ciudad. Los pocos extranjeros se habían enterado de la existencia de la hostería leyendo un librito de viajes de tapa azul que siempre llevaban debajo del brazo. Quedaba el 108


granadero, un siriolibanés de apellido Alherdi, y Pitina, la guía. Alherdi tenía orden de no alejarse de la puerta de entrada, desde donde diariamente sostenía con Ana Marta una interminable conversación sobre crímenes y escandaletes locales, escandida por el semáforo de la esquina: verde, silencio; rojo, charla. “No soy una empanada”, le escuchó decir Tomás una vez, y ya no supo cómo tratarlo. Tenía algunas manchas de grasa en el pantalón y los botones dorados no le brillaban. Más allá de esos descuidos, parecía un granadero decente. Se erguía severo y nunca parpadeaba delante de los niños. Pitina, la guía, era un personaje más equívoco. Tomás solía verla sentada en un rincón de la Sala Virreinal comiéndose las uñas, o revolviendo infinitamente su cartera. Durante las visitas se transformaba. Podía cautivar a los más escépticos y, a pesar de que durante treinta minutos lo único que hacía era hablar, no daba la impresión de estar haciendo un monólogo. Cada frase se desprendía naturalmente de la anterior y del contexto; cada relato era único. Si el grupo estaba cansado, Pitina le daba a su voz un tono arrebatador. Si era un grupo disperso y sacador compulsivo de fotos, los arrullaba como a pichoncitos de un día, y todas sus palabras sonaban a arrorró. A los ingenuos les contaba cuentos de hadas, y a los que se las daban de cultos los ahogaba en paradojas. Pocos notaban que en su hábil monólogo jamás variaba una palabra. Un cuarto de siglo de visita guiada le había abierto un cauce profundo en la mente, cuyas angosturas y meandros se habían formado de manera azarosa, pero definitiva. Escuchando a Pitina se corría el riesgo de entender que para la mayoría de los mortales estos cauces, escasos y cortos, se limitan a lugares comunes o frases hechas —a las palabras “A quien madruga” le siguen necesariamente “Dios lo ayuda”, por ejemplo— y que el resto de la mente es una ciénaga burbujeante en 109


la que las frases avanzan sin ton ni son, como el delirio de un palúdico. Cada una de las cuatro mil setecientas palabras de la visita de Pitina (Tomás había aproximado esta cifra multiplicando las que decía en un minuto) se seguía de la anterior como una sístole a una diástole. Contaban la historia de la Independencia y de la Casita, una historia que se había escrito mucho antes de que Pitina naciera y que nadie estaba ansioso por reformular. Quienes volvían a visitar la Casita, sin embargo, nunca escuchaban el mismo relato. El “nunca quebrado Sable de la Patria”, por ejemplo, uno de los objetos más valiosos del museo, podía transformarse en el “Sable de la Patria de fabricación inglesa”, uno de los más patéticos. La “increíble victoria del Saladillo”, una hazaña conocida por cualquier tucumano mínimamente escolarizado, se trastocaba en “la increíble victoria del Saladillo” cuando Pitina prefería aludir a la categórica desmentida que los historiadores del litoral habían hecho del suceso. Y contemporánea de los policías que pasaban por la Casita todos los lunes a buscar sus treinta pesos, la guía dejaba que su frase final —“guardián de la tradición”— oscilara entre sentidos muy diferentes. Durante su segunda visita Tomás sintió cierta familiaridad con las palabras de Pitina, pero necesitó de una tercera para entender que lo que parecía similar era en realidad idéntico. Si pudo resolver el enigma fue porque, furtivamente, anotó dos o tres frases notables. Al leerlas en su cuarto, lo inundaba la decepción. ¿Por qué sonaban a discurso escolar las palabras que minutos antes habrían despertado la envidia de un Crotacio? Lo más intrigante era que Pitina desconocía el carisma, al menos tal como éste suele ser entendido. Hablaba con la vista fija en un punto —siempre el mismo punto, en cada una de las habitaciones—, sin mover las manos y casi sin abrir la boca. 110


Tomás terminó por concluir que buscar las palabras es siempre vergonzoso; era porque ya las había encontrado que Pitina subyugaba a su público. Por eso y por su voz, que tenía algo de sobrenatural, como la galera de los magos. Recordaba haber leído en alguna parte acerca de un director teatral ruso que exigía a sus actores darle a una única frase —“Tu madre”, por ejemplo— al menos veinte sentidos diferentes a través de la entonación. Al no tener que esforzarse en elegir sus palabras, Pitina podía dedicarse de lleno, como aquellos actores, a cargarlas con toda clase de significados. Y si con dos palabras se podían expresar veinte cosas diferentes, ¿qué no podría decirse con casi cinco mil? Cuando terminaba la visita, todas sus conversaciones se viciaban de torpeza y de una cierta ausencia. No miraba a los ojos, y las pocas sílabas que salían de su garganta quedaban a medio camino entre la insignificancia y la desesperación. Los turistas que se acercaban con algún comentario o con alguna pregunta se retiraban confundidos, intuyendo tal vez una tragedia familiar o amorosa. A la media hora, sin embargo, Pitina volvía a mostrarse tan eficiente como en la visita anterior. Después de la quinta, a las siete la tarde, se retiraba sin saludar. Aunque no podía estar dirigida a él, durante varios días Tomás interpretó esa distancia como un reproche.

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La necesidad de trabajar en silencio demoró las cosas mucho más de lo que hubiera previsto, pero el progreso disipaba toda frustración; incluso llegó a sentirse atraído por la idea de pasar Año Nuevo bajo tierra. En la mañana del sábado 31, sin embargo, escuchó pasos sobre el túnel. No podía ser la visita, porque el museo estaba cerrado al público. No eran tampoco los pasos de huéspedes acalorados que paseaban junto a las vitrinas, porque los de ahora se movían demasiado rápido y cruzaban la sala en todas las direcciones, como cucarachas: algunos se detenían y volvían a empezar, otros daban vueltas en círculos. Debían ser por lo menos cinco personas. A los pocos minutos sintió golpes acompasados, el tipo de golpes que se habrían escuchado si alguien se hubiera puesto a martillar, primero cerca de la entrada de la sala, luego avanzando en dirección a la mesa, hasta que estuvieron sobre el túnel y un reguero de tierra cayó sobre su cabeza y lo hizo gatear hacia su cama con la agilidad de una rata. Tuvo que acostarse boca arriba, en medio de su habitación, para recuperar el aliento. Algunos días atrás el Choclo le había advertido que algo así podía pasar. Tomás lo había llamado para informarle de sus avances y le había asegurado que ese fin de semana iba a terminar el trabajo; después de festejar la noticia con su efusividad característica, el mellizo se había interrumpido para 113


contarle en voz grave que tenía razones para creer que alguien (“¿Quién?”, le preguntó, y no hubo respuesta) estaba a punto de llegar a la Casita, y que por lo tanto era imperativo sacar a la Virgen de ahí lo antes posible. Aún se sentían los golpes. Si habían decidido cambiar algunas baldosas del piso, no tenía de qué preocuparse, pero si era otro arreglo de caños (el granadero Alherdi no se cansaba de lamentar la falta de educación de los albañiles que habían trabajado en la Sala de la Jura el mes anterior), o cualquier reforma que implicara cavar más de medio metro, el túnel iba a ser descubierto. A partir de ese momento iba a tener unos pocos minutos para tapar la entrada, poner un poco de cemento y dejar el piso de su cuarto en condiciones. Quizás lo mejor fuera abandonar la hostería en ese mismo instante, ir en taxi al aeropuerto y subir al primer avión. La pena por robar en museos debía ser bastante larga. Después de pensar un rato, decidió dar una vuelta por la Casita y medir las aguas. Apenas hubo cerrado la puerta de su habitación escuchó a dos mujeres que salían del baño, del otro lado del patio. No le parecieron turistas ni creía haberlas visto antes. Caminaban con tacos y camisas recién planchadas. Al pasar junto a él no lo miraron; como iban en dirección a la Sala de la Jura, las siguió. Venían hablando de sueldos, de alguien a quien se lo habían aumentado y de otra persona a la que no. En la sala se unieron a una tercera que estaba de espaldas. Junto a la mesa había tres hombres. Por los pantalones manchados de cemento y por su indiferencia hacia todo lo que los rodeaba, dos de ellos daban la impresión de ser empleados a la espera de instrucciones; el tercero, que no pasaba de los treinta años y estaba sentado en una de las cabeceras de la mesa, vestía en una especie de estilo neovictoriano: botas, pantalón de lino, sombrero, 114


bastón... aunque en realidad no era un bastón, sino ese modelo básico de detector de metales que los jubilados de países ricos usan para buscar monedas en la playa. O estaba medio roto o el que lo empuñaba era un obsesivo, porque cada diez o veinte segundos lo encendía y apuntaba hacia el suelo. Al ver una vara de hierro sobre la mesa Tomás identificó el instrumento de los golpes: alguien la había usado para hacer sonar cavidades. Se acercó un poco más al grupo de mujeres, que discutían sobre horarios junto al Sable de la Patria; “De una a cuatro y media no se puede”, decía una voz que le sonaba familiar; “Si trabajamos de corrido –decía la otra–, tal vez terminemos en el día”. El vidrio detrás del cual estaba el sable reflejaba sus siluetas pero, por más que afinaba la vista, Tomás no lograba verles las caras. Junto a ellas se distinguían las figuras de cera, distribuidas en cuatro filas. Notó por primera vez la expresión embobada de los congresistas; le parecieron espectadores en una sala de cine. Por fin se dio vuelta y descubrió que una de las mujeres era Ana Marta, la recepcionista, pero la que le habló fue otra. —¡Andrada! No supo qué pensar, y mucho menos cómo responder al saludo, como si volvieran a apuntarle con un arma. Durante algunos instantes lo único que vio al mirar a aquella mujer fue que lo había reconocido, poco importaba quién era ella ni de dónde venía, y, aunque le contestó con una sonrisa y con un hola (un poco por buena educación, un poco por disimular el pánico), tardó todavía algún tiempo en preguntarse quién era esa mujer a quien también él conocía, esa mujer cuya cara, de hecho, le era absolutamente conocida, como si hubiera estado charlando con ella en esa habitación desde siempre. 115


—¿Qué hacés acá? —escuchó, y fue un alivio, porque para contestar no le hacía falta saber nada acerca de ella. —Estoy de vacaciones. La señora —señaló a Ana Marta— te puede decir cuánto me gusta recorrer este museo. —Le apasiona —corroboró ella. —¡Qué de objetos emblemáticos! —agregó Tomás. —Muy emblemáticos —respondió la mujer, mecánicamente, y con los ojos clavados en los de él—. Por lo que veo —agregó, después de un silencio— lo que cuentan en la facultad sobre tu rapidez no es mentira. ¡Cadalso! Todos sus colegas la odiaban. Tomás se la había cruzado en varios congresos, pero nunca habían intercambiado más de tres palabras. Tenía reputación de ensañada. Su esposo también había sido profesor de Antropología, hasta que ella descubrió las fotos que se mandaba por el celular con una estudiante y le inició dos juicios: el de divorcio y el académico. Ahora el tipo se las rebuscaba enseñando en colegios secundarios, y la estudiante, según decían, se preparaba para rendir por tercera vez la única materia que le faltaba para recibirse. Cadalso había conseguido la titularidad poco después de que se la quitaron a su esposo, y no faltaba a ninguna mesa de examen. —¿Mi rapidez...? —preguntó, haciendo como que no entendía, y en realidad sin entender. —Y sí, llegaste primero. ¿A vos también te mostraron los documentos de España? —No... ¿Qué documentos? —Los que dicen que en esta casa hay enterrado un baulcito de importancia histórica. ¿O me vas a decir que lo adivinaste? —¡En pleno museo! —abrió los brazos, como animado—. ¡Qué delicia! 116


—¿Cuál es la delicia? —preguntó Cadalso, menos animada que él. —Digo, en una de esas hay un baúl enterrado entre los cimientos de cada museo. Como los portugueses, que para hacer las murallas más resistentes mezclaban los materiales con sangre de esclavo. ¿Y cuándo se supone que enterraron el baúl este? —Hace doscientos años. ¿Me estás hablando en serio? En ese momento los tres hombres se acercaron a despedirse; Cadalso les pidió que el lunes llegaran a las ocho en punto y le deseó un buen fin de semana. Al verlos salir, Tomás sintió cierto alivio y, a pesar de los esfuerzos de Cadalso, que de vez en cuando hacía algún nuevo comentario sobre el baúl y no dejaba de estudiarle los gestos, pronto la charla derivó en generalidades. Finalmente la despidió con un beso, atravesó con paso tranquilo la Sala de las Guerras Civiles y corrió a esconderse a su habitación. Todo auguraba un desastre, pero el desastre no era el único desenlace posible. Cierto, se acababa de iniciar una cuenta regresiva de menos de cuarenta y ocho horas (mucho menos) para encontrar la virgencita, borrar las huellas del túnel por uno o dos metros y desaparecer. Sin embargo, su presencia no tenía por qué ser notada. Si no había interpretado mal los signos, la corta visita de Cadalso y su equipo a la Sala de la Jura les había bastado para localizar el baúl. Una vez que lo encontraran, se darían por satisfechos, sin sospechar que alguien lo había abierto algunas horas antes. Por lo que él sabía, Cadalso era una teórica, una trasnochada amante de los sistemas y las categorías abstractas. Su último trabajo de campo debía haber sido como estudiante, a los veinticinco o treinta años de edad —y ya estaba bien entrada en los cincuenta—. Que hubiera decidido viajar a Tucumán 117


la víspera de Año Nuevo era un indicio de la ansiedad que la corroía (hambre de fama, probablemente). Una búsqueda precipitada y atada al a priori de “un baulcito” (¿con qué cara se arrogaba el título de antropóloga esa pirata?) no podía sino llevar a que su exploración terminara en el momento mismo del hallazgo, para dar lugar a meses o años de elucubraciones francotelúricas cuya relación con los contenidos del baúl nadie se preocuparía por buscar. Por otra parte, si en los documentos que había visto se hacía mención a la Virgen de Bonpland, no encontrarla en el baúl sería prueba suficiente para convencerla de su inexistencia —del mismo modo en que, diez minutos atrás, al descubrir que otros buscaban también la estatuilla, Tomás había estado seguro por primera vez de que al final del túnel lo esperaba algo—. Al terminar el almuerzo —sobre la mesa que Ana Marta y la señora de la limpieza, con la ayuda inesperada del granadero Alherdi, habían devuelto a su lugar— le avisó a la recepcionista que esa noche no lo esperaran para la comida. Después cavó, cavó y cavó. A medida que avanzaba, el túnel se iba volviendo más estrecho. Ahora, en vez de sacar la tierra de la Casita, la distribuía y la apisonaba a lo largo de sus casi cinco metros. No hubiera podido decir si era de noche o de día cuando la pala hizo sonar la madera del baúl; un golpe grave y seco que fue en sí mismo un tesoro, después de días inacabables de tierra desmenuzada y susurrante. Arrastrarlo hasta la habitación no fue demasiado difícil. Era pequeño, con tapa en arco de medio punto y sin adornos. No tenía candados ni cerraduras, y al abrirlo las bisagras no chirriaron tanto como hubiera cabido esperar de una cosa cerrada por dos siglos. Lo primero en salir fue la Virgen, envuelta en un poncho. Era mucho más chica de lo que él se había imaginado: una especie de pirámide alargada de diez o doce centímetros de alto. Lo único 118


que indicaba su humanidad era la cara, en la que todavía era posible distinguir ojos, nariz y boca si se aguzaba la vista, y dos manos que surgían tímidamente del pecho. De su santidad le quedaba apenas una corona gris en otro tiempo dorada; del Niñito Jesús no había rastro. Tomás la sacudió varias veces junto a su oreja. Sonaba como un reloj de arena. Después la puso dentro de un par de medias y la guardó debajo de la almohada. En el baúl había también una carpeta de cuero. Dentro de ésta entrevió algunos papeles aún legibles a pesar del moho (que no tocó por miedo a marcarlos), dos monedas, un dibujo mediocre en tinta negra (el retrato de una mujer de nariz grande y cejas frondosas) y un pedazo de algo que parecía cartón y que tal vez fuera charqui. Siempre lo entristecía comprobar que, al morir sus dueños, los tesoros suelen transformarse en una heterogeneidad de porquerías. Ya más repuesto de fuerzas, devolvió todo a su sitio, incluido el baúl, que empujó por el túnel hasta su ubicación original. Después, a lo largo de una o dos horas, llevó en esa dirección toda la tierra que pudo. Cuando miró el reloj eran las cinco y media de la mañana. A pesar de su agotamiento, creyó conveniente caminar las doce cuadras que lo separaban del baldío donde había estado vaciando su mochila durante aquellos días y traer un poco más de tierra. A las seis y diez decidió hacer un segundo viaje; a las siete, un tercero. A ése no podía seguirle otro: empezaba a haber gente en la calle, y a las ocho, como todas las mañanas, Ana Marta abriría la recepción. Tomás entendió que a la luz del día sus ojeras, que adivinaba, y sus manos, que había lavado con cada vez menos fuerza, no podrían pasar desapercibidas. A las nueve, con todo el cuidado del que fue capaz, colocó con cemento instantáneo las baldosas. Había logrado rellenar dos metros del túnel junto al baúl, más el medio metro que 119


iba desde su habitación hasta la Sala de la Jura. Con una escobilla barrió los últimos restos de tierra que había alrededor de su cama. Luego cruzó el patio, se dio una ducha, cerró la puerta de su habitación con llave, puso el despertador para el mediodía y se acostó. La idea de que había dejado el calentador encendido le cruzó por la cabeza y se incorporó de un salto. Tardó más de una hora en dormirse.

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Un rato después de haberse bajado del remís e instalado en lo de don Celso, notó que alguien deslizaba un sobre por debajo de la puerta. La cita volvía a ser en la plaza y a las dos de la tarde. Recurrió a los diarios viejos para matar el tiempo. Manito llegó en el jeep, puntual, y el viaje fue sorprendentemente rápido. Al entrar a la estancia tuvieron que correr algunas ramas —una cerradura de selva, que se abría bajo varias cámaras de video instaladas en lo alto de los árboles— y después ponerlas de nuevo en su lugar. Los mellizos salieron a recibirlos a la puerta de la casa. El Choclo lo abrazó con fuerza, y el Teto levantó un dedo con bastante buen humor. Del árbol que le habían señalado la otra vez ya no colgaba nada. Sentados a la mesa los esperaban el pelirrojo y un hombre a quien no había visto antes, sesentón, trajeado, de anteojos. El Choclo se acomodó en una de las cabeceras, con Manito a su derecha. El Teto, de pie detrás de su hermano y con la lengua afuera, había empezado a resollar como un perro y a mover la mano izquierda como si fuera su cola y estuviera contento. Tomás abrió su mochila y sacó la Virgen, todavía envuelta en las medias. El Choclo no se tomó más de un par de segundos para estudiarla. La miró al derecho y al revés, vertical y recostada, la sacudió junto a su oreja como había hecho Tomás y se la pasó al Teto, quien de un único golpe la 121


partió en dos a la altura del cuello. El Choclo agitó ambos pedazos como si fueran salero y pimentero, y para fruición de todos se vio caer de éstos una breve lluvia negra. Sobre la mesa se había formado una galaxia de diminutas semillas, oscuras y perfectamente esféricas. Manito se puso a analizarlas con un microscopio y con diferentes líquidos de colores. Tras juntar las demás en un frasquito de vidrio, el Choclo se acomodó en una silla, dejó caer la cabeza sobre el respaldo y empezó a silbar. Tomás, aún de pie e inmóvil, recorrió la desmedida habitación con la vista. Más allá de la mesa, el televisor y los tres o cuatro sillones blancos, estaba completamente vacía. Las paredes parecían recién pintadas y el cemento del suelo brillaba como si acabaran de lustrarlo. Con los ojos fijos sobre la mesa, el pelirrojo y el sesentón no daban señales de vida. Este último tenía el celular abierto en la mano; del otro lado de la línea alguien esperaba escuchar algo. Entre los muchos papeles que había sobre la mesa, Tomás distinguió la cajita de nogal. —Ah, la cajita de las cartas —dijo—. ¿La puedo mirar? Juzgando el silencio como indiferencia, dio unos pasos, alargó tímidamente las manos y la levantó con toda la suavidad de la que fue capaz. Lo primero que encontró fueron cartas y papeles. Después, un reloj de bolsillo oxidado y sin el minutero, una moneda antigua y un monóculo con el vidrio quebrado. El tesoro familiar, pensó, era exiguo. Entre las cartas observó una serie de papeles cuyas manchas gris verdosas no le resultaron del todo extrañas. Al levantar uno, pudo leer: “Don/Doña........................................ En la ciudad de......................... al día.... del mes de ............. de .... Hijo de Don ...................................................... y de Doña .............................”. 122


Todos eran iguales, salvo los primeros dos, que incluían diferentes nombres y fechas. —¿Qué hacés? —le preguntó el Teto, mirándolo desde el catre. —Nada. Estaba buscando la carta de Manuel. —Son cosas privadas —dijo el mellizo, y no dejó de mirarlo hasta que lo vio guardar todo y cerrar la cajita. Unos segundos más tarde, Manito levantó la vista del microscopio y le hizo un gesto al Choclo, quien corrió a darle un beso a su hermano, volvió a la mesa y levantó el pedazo más grande de Virgen como un trofeo, arqueando la espalda y agitándola en dirección al pelirrojo. —Te la ganaste, llevatelá de suvenir —le dijo después a Tomás, y se la tiró. —¿Está confirmado? —preguntó el pelirrojo. —Confirmadísimo, señores. Se sucedieron más abrazos y algunos apretones de mano. —¿Y qué son las semillitas? —preguntó Tomás, con el derecho que le daba haberlas traído. —Inti —dijo el Choclo—. Una flor que se extinguió hace ciento y pico de años. Te podemos anotar para la segunda cosecha, si te interesa, porque la lista para la primera está llena. —Pero ¿se comen? —Como comerse, seguro que se pueden comer —fue la respuesta del Choclo—. No te preocupes, nosotros hacemos algunas pruebas y te decimos cómo pegan más. En principio vamos a destilarlas, ¿no ven que se parecen a las de amapola? —¿Y no pueden ser semillas de amapola? —dijo Tomás. Al Teto le dio un tic; Manito dejó la vista congelada en donde la tenía; el Choclo, en cambio, juntó ambas 123


manos, dejó caer la mandíbula y miró hacia el techo haciendo que no con la cabeza. —¡Más perdido que turco en la neblina! —exclamó—. ¿Vos no sabés que la amapola no es originaria de América? Tomás las miraba y las veía iguales a las de amapola, opacas e inertes, una vez más inmóviles, como durante los últimos doscientos años; inmóviles y sin voluntad, pura pasividad, puro azar. —Para darles seguridad a nuestros socios —dijo el pelirrojo—, nos gustaría llevar una de muestra. El Choclo se llenó el pecho de aire. —Caballeros —dijo—, ustedes comprenderán que nos corresponde el monopolio de la primera cosecha. De alguna manera tenemos que cobrar por los gastos del descubrimiento, ¿no? Como hacen todos los laboratorios. A juzgar por el modo en que lo miraban, el pelirrojo y su compañero no estaban muy de acuerdo. Ahora Tomás quería salir cuanto antes de la casa. —Bueno... —susurró, aprovechando el silencio—. Si no me necesitan para nada más, me voy despidiendo. Cuando iba a levantar la cabecita de la Virgen de la mesa, el pelirrojo giró la suya. —Ese pedazo es nuestro —dijo. Tomás se lo dio y se escapó despacito. Sobre su cama, en lo de don Celso, encontró una canasta con champagne, latas de caviar, bombones, ochenta mil dólares en billetes de cien, un pajarito al que le habían arrancado los ojos y una tarjeta que decía: “Siempre cerca tuyo”.

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IV



De nuevo en la Ciudad, dedicó toda su atención a volver a su vida de siempre. Comparados con su experiencia en el norte, los primeros días de enero —esos días fuera del tiempo con los que empiezan las vacaciones, de meriendas que son desayuno y almuerzo, de encierro hasta la puesta del sol, de cortes de luz, de duchas frías, de novelas que se leen rápido y de preocupaciones que se pierden de vista, días despaciosos que vuelven a todos sonámbulos— le resultaron leves e inabarcables. Tuvo innumerables conversaciones con Sofía en las que discutieron cada detalle de lo ocurrido y cada posible curso de acción (aunque desde un principio supiera que lo mejor era olvidarse del asunto). Al día siguiente de su regreso, había tenido que tranquilizar a su familia política; no sólo a sus suegros y cuñadas, en realidad, sino también a algunos vecinos y amigos que querían escuchar la aventura de boca de él. —¿Y vos estás seguro de que no los conocías de antes a estos tipos? —le preguntó la madre de Sofía, mientras servía el tiramisú. —¡Ay, mamá! ¿Qué estás diciendo? —No, no me malentiendan. Es que todavía me parece increíble la mala suerte que tuvieron. A él también le hubiera gustado sorprenderse, pero al fin de cuentas viajar a Quitilipi había sido su decisión, y no la de otro. 127


Los primeros días buscó en vano noticias del trabajo de Cadalso en Internet. Al poco tiempo dejó de pensar en la Casita, Quitilipi y los mellizos. Aprovechando que Sofía también estaba de vacaciones, se dedicaron a no hacer nada con un ímpetu antes desconocido. Se dormían sin poner el despertador, bajaban a comer cualquier cosa al bar de la esquina, leían cualquier otra que les cayera en las manos y cada noche abrían un vino diferente. Y así como entre lo crudo y lo cocido no hay más que un instante de fuego, el desasosiego que había sentido unas semanas atrás ante la inminencia del tiempo libre quedó transformado en dicha. Cierto día, entre un rato de ocio y otro cualquiera, Tomás notó que cada vez hablaban menos de Quitilipi y más de los viajes que podían hacer con la plata. En un principio había guardado cierta repulsión hacia los ochenta mil dólares, como si hubieran sido una propina o un chantaje. No pensó en darles ningún uso en particular, aunque tampoco en dejar de dárselo. Simplemente los sentía como una afrenta. Por un par de semanas los ocho fajos estuvieron olvidados en el armario, junto al pedazo de virgencita, hasta que una tarde combinó en su cabeza los billetes con sus evocaciones de lugares exóticos, y de inmediato éstas se condensaron en planes, y de los planes empezaron a caer, aquí y allá, algunas gotas de realidad —el precio de un pasaje de avión a Turquía, el de una habitación doble en Estambul, el amigo de Sofía que había estado el año anterior y les podía pasar sugerencias—. Aunque la India y Vietnam tampoco eran malas opciones. No sabían mucho de ninguno de los tres lugares, y aunque Tomás tuvo claro desde un principio que era justamente por eso que le atraían, tardó más en sospechar que sus deseos de irse lejos tal vez no pudieran ser satisfechos si allá a la distancia se encontraba de nuevo con él y con Sofía. 128


A medida que se fue acercando febrero, el dolce far niente dejó paso a una ociosidad algo más útil —organizar los archivos en la computadora, cambiar lamparitas, buscar en cajas de años anteriores planificaciones de clases que iba a tener que volver a enseñar ese cuatrimestre—, aunque de una manera tan gradual que Tomás no llegó a sentir ese apremio que define al trabajo. Un lunes, algo ansioso después de su primer café, puso los ochenta mil dólares en un sobre, viajó al centro, los cambió por euros y los guardó en su caja de seguridad, junto a su certificado de nacimiento, su título de antropólogo y el yuan de plata que su madre había encontrado una tarde al salir del cine. Ya de vuelta en su casa, mientras separaba sobre su cama la ropa que ya no usaba para regalarla, lo llamó Javiera. —¿Qué fuiste a hacer a Tucumán? —le preguntó, sin preámbulos. —Estuve paseando. ¿Por? —¿Leíste El Porvenir de hoy? —No. —Leelo. Y después llamame. Como los quioscos de diarios ya estaban cerrados, volvió al bar y recogió del mostrador El Porvenir. Para no mostrarse excesivamente inquieto ante los demás ni ante sí mismo, sólo empezó a hojearlo después de haber pedido un café. El titular de la página ocho le pareció impreso con la tipografía más colosal de la historia del periodismo: SAQUEAN BAÚL HISTÓRICO EN LA CASITA DE TUCUMÁN Leyó a toda velocidad el copete y el primer párrafo. Cadalso declaraba haber desenterrado un baúl “de importancia histórica” y luego haber comprobado “con 129


dolor” que alguien había robado de éste “una estatuilla de la Virgen de valor histórico internacional”. Tomó aire. Ok, la virgencita no estaba, y Cadalso, lejos de darse por satisfecha con encontrar el baúl, aspiraba al escándalo; en rigor, sin embargo, eso no tenía por qué implicarlo a él. Sintió un gran alivio. Era una tranquilidad extraña, casi milagrosa, como si la suerte se hubiera tirado a dormir una siesta y dejado en el aire la moneda en la que se jugaba su destino. Después se acordó de Javiera. Si tenía que llamarla era porque ella, después de haber leído el diario, había creído necesario llamarlo a él. Los dos párrafos siguientes describían los orígenes y contenido del baúl. El cuarto párrafo reconstruía en veinte líneas las circunstancias políticas en que había sido enterrado y mencionaba algunos datos biográficos de Gertrudis Laguna y Bazán y (por un momento se asustó) de Manuel de Andrade. El quinto párrafo —el anteúltimo de la nota— volvía a incluir las afirmaciones de Cadalso. Además de comprobar que el baúl había sido “saqueado” (palabra de la pirata), la “arqueóloga” (palabra del cronista) había descubierto cómo: a través de un túnel cavado desde una de las habitaciones de “una hostería adyacente” (palabras del cronista, que evidentemente había hecho la investigación a distancia). El último párrafo tenía escrita la palabra “Andrada”, esta vez conspicuamente precedida por su primer nombre. La “arqueóloga” (en realidad Cadalso no había hecho la orientación en Arqueología, sino en Epistemología Antropológica) declaraba no querer acusar a nadie, pero también decía que Tomás Andrada, reconocido profesor de la Universidad Nacional, se había alojado recientemente, usando un nombre falso, en la habitación hacia la que conducía el túnel. “Tomás”, decía, y al lado “Andrada”. Miró su nombre, no lo leyó. Lo miró como un emblema o como un escudo de armas. Sabía que 130


esos signos lo representaban a él y a su exigua familia, pero nunca se había detenido a estudiarlos, y ahora que lo hacía no les encontraba el menor sentido. ¿Por qué “Tomás”? ¿Y por qué “Andrada”? Escuchó de nuevo la voz de su suegra: “¿Por qué ustedes?”. Empezaba a ser una buena pregunta. El grado de certeza con el que Cadalso afirmaba la desaparición de la virgencita no podía deberse únicamente a las esperanzas que había tenido de encontrarla. ¿Cuáles eran los documentos que había visto? ¿Y quién se los había mostrado? Cuando Cadalso apareció en la Casita, Tomás supo de inmediato que ella era ese alguien que había mencionado el Choclo, pero no atinó a preguntarse lo fundamental: quién estaba detrás. Unos españoles, había dicho ella. Y dejó sin interpretar ese dato. Se acordaba bien de su estado: los brazos con calambres, la espalda atravesada por dolores de todo calibre, el ánimo enfocado únicamente en salir del túnel y de la Casita. Después del terror inicial, la llegada de Cadalso lo hizo concentrarse en un único fin: terminar cuanto antes el trabajo. Lo mismo ahora: hacer las valijas parecía ser la única solución al alcance de las manos. No podía creer que aún guardaba el pedazo de virgencita en el departamento de Sofía. Pagó el café, subió —Sofía no había vuelto del gimnasio—, lo puso en un bolso, corrió hacia la puerta, volvió a su habitación, abrió el bolso, guardó su computadora, lo cerró, corrió de nuevo hacia la puerta, bajó por la escalera, salió a la calle, se subió a un taxi, abrió su nuevo teléfono. —Sofía, necesito verte. —¿Ya almorzaste? Estoy por llegar... Lo pensó mejor y cortó. Se bajó del taxi, caminó hasta un teléfono público, volvió a llamarla y le propuso que se encontraran en Intermezzo. 131


El restaurant estaba semivacío. Se sentó en una de las mesas del fondo, de espaldas a la puerta, con el bolso entre las piernas y con las manos en el servilletero. Pronto volvió a acordarse de Javiera. Pensar en contarle lo hacía sentir incómodo, aunque no porque desconfiara de ella. Su lealtad estaba fuera de duda, y por otra parte los rumores que pudieran iniciarse por infidencia de ella serían un buen contrapeso de la nota publicada en el diario. Más bien lo ponía incómodo la sensación de que habría debido contarle antes. Era una sensación injustificada: jamás le contaba sus cosas. Hacía cinco años que trabajaban juntos y nunca habían afianzado la amistad, aunque al principio él no pudiera parar de reírse. Con Javiera había descubierto que, para ser indulgente consigo mismo, un científico no sólo podía recurrir a la lectura de novelas o a la religión: también podía disfrutar de los chistes. Pero esa coincidencia en el sentido del humor, sin la cual las amistades no nacen, no alcanza para llevarlas más allá, o al menos eso era lo que había concluido Tomás después de haber considerado el asunto durante mucho tiempo. La música que le gustaba a él era la que ella detestaba; nunca tenían opiniones complementarias sobre películas o sobre política; a ella le parecían arrogantes las personas que él creía frágiles, y él sentía que eran monótonas las personas que ella estimaba apasionadas. En un comienzo se preguntó si no sería tan simple como que se gustaban. Pero a él Javiera no le gustaba y, si a ella le gustaba él, sabía ocultarlo por completo. Por lo mismo que hace nacer amistades, se repetía ahora, la risa no puede alumbrar pasiones. Se acercó al teléfono que había junto a los baños y la llamó. —Tomás, disculpame —lo interrumpió ella, después de algunos minutos—, pero la historia que me contás es totalmente inverosímil. —Hacé un esfuerzo por creerla, porque es la verdad. 132


—Verdad o no, necesitás otra. Haceme un favor, ¿querés? Si hablás con la policía no menciones mellizos, ni Andradas, ni Pitiliquis. Nada más decí que estabas de vacaciones en Tucumán y que te enteraste del asunto por el diario. Cinco minutos más tarde llegó Sofía y se sentó sin besarlo. Tomás le pasó El Porvenir y pudo ver cómo sus labios se retraían hasta desaparecer. Nunca hubiera pensado que una boca podía esconderse así. No contenta con eso, Sofía se tapó la cara con las manos, como si rezara —los pulgares debajo del mentón, y los demás dedos extendidos hasta la mitad de la nariz—. —Yo creo que tenés que devolverla —dijo, al terminar de leer. —Si la devuelvo no sólo admito que la robé, sino que además doy por concluida mi carrera. —Entonces tirala a la basura. No creo que te puedan acusar sólo por haber dormido en la hostería. —Acusado ya estoy. Y lo máximo que puedo lograr tirándola a la basura es trabar la investigación, lo cual tal vez me salve de las consecuencias... cómo decir... penales, que por otra parte no sé cuáles son, pero no me va a quitar de encima la mala fama. Lo que me gustaría saber es quién carajo le pasó los datos a Cadalso. Aunque en realidad ya lo sé: son los Andrade de la herencia. —¿Qué? —dijo ella, de nuevo con boca. —Me lo dijo Cadalso, en la Casita. —¿Y cómo no me contaste? —Me acordé hace un rato. Me gustaría saber quiénes mierda son y por qué hacen tanto escándalo por la virgencita. Deben haber visto la otra copia de la carta que me mostraron los mellizos. —Genial. Te sacás de encima a una banda de narcos latinoamericana y te empieza a seguir una europea. 133


Tomás vio venir al mozo y se distrajo, arrastrado a uno de los arcanos más banales de bares y cafés: el criterio para determinar que ha llegado el momento de tomarle el pedido a un cliente. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la llegada de Sofía? ¿Tres minutos? ¿Cinco? ¿Quince? Cada mozo, pensaba, tiene su propio ritmo —y a la vez, multitud de circunstancias pueden influir sobre él—. Pero era indudable (aunque la única manera de probarlo hubiera sido cronometrar los minutos, y ése era un esfuerzo que el problema no ameritaba) que ese tiempo de espera no es el mismo cuando el cliente se sienta en una mesa vacía que cuando se suma a una ya ocupada, como había sido el caso de Sofía. Sin duda este mozo había entendido, con un tacto ya inhallable en casi cualquier otra profesión y en los bares y cafés de la mayor parte del mundo, que la nueva clienta necesitaba varios minutos (cuántos, sólo un verdadero profesional lo sabía) antes de siquiera poder preguntarse qué le habría gustado pedir. Notó su distracción: como siempre, se perdía en cavilaciones de beneficio incierto. ¿O era al revés, y los únicos avances en su vida se debían a su capacidad de distraerse? Estudiar antropología, por ejemplo, había sido, sin duda, una de sus mayores distracciones —le hubiera bastado hablar por un minuto con un antropólogo para desistir de inmediato— y sin embargo tan mal no le había ido. A mitad de la carrera, al descubrir con algo de vértigo que los antropólogos suelen estar lejos de ser científicos, había decidido especializarse en osteología. Era la orientación más rigurosa, pero también —notaba a veces— una de las que mejor podía retribuir su capacidad de dejarse llevar por los detalles más nimios. Cuanto menos normal es un hueso, cuanto menos libre de marcas y accidentes, más posibilidades hay de reconstruir su historia; y un sitio arqueológico, 134


por su parte, es una ciudad en miniatura donde perderse es la hazaña mejor recompensada. Distraerse, se dijo, es como haberle jugado a un único número en la ruleta. Pero cuando Sofía miró al mozo con desconcierto y se puso a pensar en voz alta, Tomás se sintió algo culpable, no tanto por obligarlo a permanecer ahí parado como por no haber sabido aprovechar esos minutos de gracia que les había concedido. —Tráigame un café —dijo ella, por fin. Después de seguir al mozo con la mirada, giró la cabeza hacia él y se corrigió: —¿Sabés qué? Los tipos de la herencia no pueden ser narcos. ¿En qué planeta los narcos buscan la droga publicando notas en los diarios? Deben ser coleccionistas de arte o algo así. Acordate de lo que te dijeron los mellizos: es la virgencita de Bonpland. En ciertos círculos se debe cotizar bien. —¡Qué se va a cotizar ese zurullo de yeso! —le contestó él—. De todas maneras la tengo que esconder en algún lado. Sofía salió a buscar las llaves del departamento de su hermana mayor, que iba a estar de vacaciones durante todo febrero, y quedó en pasarlo a buscar en un taxi. Tomás acomodó la espalda en la silla, como para ajustarse a los hechos. Si dejaba de distraerse con cualquier cosa, las soluciones iban a aparecer. Le costaba empezar, sin embargo. Parecía haber demasiadas incógnitas. Además, todas las ideas que le venían a la cabeza ya las había tenido, y ninguna aparentaba más importancia que las otras. Harto de especulaciones, abrió su computadora y se puso a escuchar música. Pero tampoco pudo concentrarse en eso. Probó subiendo el volumen al máximo, alternando géneros y artistas, estudiando las ondulaciones del sonido en la pantalla... No tuvo más remedio que volver a sus pensamientos; pero antes de 135


llegar a la mitad de uno ya otros dos habían desviado su atención, para finalmente dejarlo sin nada. Después trató de escribir, de hacer una lista, de dibujar —pero las palabras y las formas eran apenas líneas de tinta, precisas y extrañas como billetes de países remotos—. Estaba varado entre la incapacidad de pensar y la de hacer cualquier otra cosa, como si su voluntad se hubiera perdido entre la multitud de ideas que su mente veía pasar a lo lejos. No llegaba a ser doloroso. Padecer hubiera sido preferible mil veces; padecer un dolor, padecer algo. No sufría. No podía hacer nada. Ni siquiera podía salir a caminar, porque Sofía no iba a demorarse mucho. Su teléfono. —¿Por dónde andás? — atendió. —¿Tomás? Habla Paola Villalobos, de El Porvenir. —Ah —dijo él, y se quedó callado. —¿Cómo estás? Te llamaba por lo del baúl de la Casita de Tucumán... —... —No sé si ya viste la nota que salió hoy... La escribió un colega. ¿Te acordás de mí, no? —Sí, claro. —Bueno, tengo que viajar a Tucumán mañana temprano, y pensé que quizás fuera una buena idea contactarte... ¿Tendrás tiempo para que nos veamos? —Mirá —dijo él, en un arranque de lucidez—, en este momento estoy en una reunión. Te llamo a este teléfono más tarde, ¿te parece? Cortó y el teléfono volvió a sonar. Esta vez era Sofía, que ya estaba afuera. Llegar hasta el departamento de su hermana les llevó apenas quince minutos. Esa notable aceleración del tránsito era uno de los pocos consuelos de quienes no se iban de la Ciudad durante el verano. Después de haber escondido la virgencita decapitada 136


detrás de unas botellas de suavizante, se sentaron en la mesa de la cocina y notaron que tenían hambre. Sofía bajó a comprar facturas y Tomás se puso a hacer un té. Revolvió con ambas manos en una gran lata en la que se confundían todas las marcas y variedades, buscando alguna que no tuviera olor a caramelo masticable. Estuvo a punto de elegir por Sofía, pero decidió dejar que lo hiciera ella misma. Algunos días atrás le había preparado un té verde y ella se había negado a tomarlo. Una vez que el agua hubo hervido, decidió postergar la preparación. Habría sido descortés tomarlo solo y, si Sofía tardaba, iba a enfriarse. Pasaron algunos minutos en los que quiso distraerse mirando libros en el living. Pronto estuvo de nuevo sentado en la cocina. Si Sofía tardaba mucho en volver, el agua podía llegar a enfriarse incluso dentro de la pava, y entonces iba a ser necesario encender otra vez la hornalla y calentarla de nuevo. Pronto se imaginó calentándola no una, sino diez veces, esperando a Sofía, volviéndola a calentar, esperándola, esperando a que hirviera, viéndola enfriarse, una y otra vez, y entonces se dio cuenta de que en esa situación lo grave no habría sido tener que pararse cada diez o veinte minutos a calentar el agua, sino el hecho de que Sofía no había vuelto, o más que el hecho las razones por las cuales Sofía no estaba volviendo, que en las circunstancias en las que se encontraban esa tarde sólo podían ser trágicas, e incluso lo habrían sido si no se hubiera tratado de un accidente o un secuestro, o sea, de razones trágicas en sí mismas, ya que si el motivo por el que se estaba demorando era que se había encontrado con una amiga en la calle o había decidido entrar a un negocio a comprar el abrelatas que les andaba faltando, si el motivo era algo tan trivial como eso, entonces lo trágico era que él hubiera desperdiciado su tiempo con una mujer a la que no le 137


importaba dejarlo solo en la cocina de un departamento en el que no había estado nunca, esperando a que ella terminara de hacer lo que fuere que estaba haciendo, porque, claro, como le había dicho ella dos días atrás, todos tenemos nuestras desgracias, y la propia no puede ser excusa para exigirle a los otros una disponibilidad incondicional, pero eso estaba lejos de ser lo que él exigía, que era apenas que si en la panadería la cola era muy larga, o si la caja registradora se trababa en el momento preciso en que le tocaba pagar, Sofía optara por ir a un quiosco y comprar galletitas, o que si sólo tenía un billete de cien y nadie se lo quería cambiar, decidiera volver al departamento en vez de embarcarse en una caminata obcecada y sin rumbo. Y en algún momento Sofía volvió. No había pasado nada. Además de las facturas, había comprado tres empanadas para ella, pero en la misma panadería. No, no había mucha gente. Tampoco problemas con el cambio. Los nervios de Tomás terminaron por cansarla, y se puso a comer sola. —¿Qué mierda estamos haciendo acá? —se preguntó él en voz alta. Y sin preparar los tés ni esperar a que Sofía terminara su primera empanada, se paró, abrió la puerta y llamó el ascensor. Sofía lo siguió, con el bolso del gimnasio al hombro y las empanadas entre ambas manos. Ese atropello, que ella aceptó con displicencia, le dio en cambio a Tomás un dolor en el bazo, lo cual terminó de hundirlo en su malhumor. Se revolvía en el asiento del taxi y miraba pasar la Ciudad por la ventanilla. Las avenidas seguían desiertas. El reloj de la Torre del Aborigen estaba por dar las cinco. Unas cuadras más adelante, mientras cruzaban una avenida, apareció y desapareció a lo lejos la cúpula del Palacio de Justicia. 138


—Pasemos por los tribunales —dijo. Sofía lo miró, sin dejar de masticar; él seguía con la vista en el paisaje. A las cinco en punto se bajó. —Vos seguí —le dijo al aire—. A la noche te veo. Caminó por Baquelita en dirección opuesta al tránsito y entró en la Galería Vittorio Emmanuele.

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Traverso era la única persona que podía ayudarlo a encontrar a los españoles. Aun si había recortado el anuncio de la herencia del diario, era probable que al cabo de dos meses hubiera logrado averiguar alguna otra cosa, sobre todo si seguía con la idea de llevar a docenas de potenciales herederos a España en un vuelo chárter. Como mínimo, pensaba Tomás, debía tener una dirección y un teléfono de Galicia. Por otra parte, no era absurdo suponer que el informante de Cadalso también hubiera entrado en contacto con Traverso. Esta vez evitó preguntar, y su búsqueda de Tamerlín Producciones a lo largo de pasillos y a lo alto y bajo de escaleras fue relativamente corta. Vio el cartel desde el mismo ángulo que la otra vez y notó el parpadeo irregular del resplandor que salía de la oficina. Los empleados debían estar preparándose para volver a sus casas. Aceleró el paso. No había nadie junto a la entrada. Algunos iban de aquí para allá guardando archivos, hablando entre sí, apagando aparatos; otros seguían sentados en sus escritorios, todavía aprisionados por las tareas del día. Ni unos ni otros lo miraban. Caminó hasta la puerta del fondo, que esta vez encontró cerrada. Golpeó varias veces. Sacó su teléfono, buscó el número de Traverso y lo llamó, pero lo atendió un contestador automático. Trató de hacer girar el picaporte de nuevo, primero con suavidad, después con cierta violencia. Entonces 141


se dio media vuelta, convencido de que alguien habría advertido sus esfuerzos y, reparando en su breve forcejeo, estaría con ganas de interrogarlo. Pero nadie le prestaba atención, tal vez porque él estaba parado —como los que se estaban por ir— y a la vez quieto —como los que aún trabajaban—. Durante medio minuto se sintió un mendigo tímido. Finalmente se acercó a un empleado, quien no supo contestar su pregunta; inesperadamente generoso, sin embargo, se acercó al escritorio de un compañero. —Sí, Traverso —dijo éste—. ¿Usted busca al profesor Traverso? —agregó, girando la cabeza hacia Tomás—. Hace mucho que no se lo ve por acá. —¿Y ustedes no tendrán alguna dirección, algún teléfono...? —Habría que preguntarle a Cutuli —dijo, mirando a su colega—. Cutuli es el tío, si no me equivoco. Pero se acaba de ir. —¿Me podría dar su número? —¿El de Cutuli? No lo tengo. Pero está acá todos los días a partir de las nueve y media. ¿Usted es actor? —¿Qué? —dijo Tomás. —Si es actor. —No. ¿Por? —Por nada. Me pareció. Se dio por vencido y salió de la galería. Eran las cinco y cuarto, y las veredas tenían ahora mucha más gente. Encontrar un asiento en un colectivo o en el subterráneo iba a ser imposible. Estaba por tomar un taxi, pero se dio cuenta de que lo que menos quería era volver rápido; después de todo, en su casa no tenía nada que hacer. Decidió esperar a que pasara la hora pico sentado en la plaza de enfrente. Como no había bancos libres, se acomodó en el pasto, que olía a recién cortado. Cientos de oficinistas cruzaban la plaza hacia los cuatro puntos 142


cardinales, casi sin salirse de los caminos. Tomás se acordó de Plaza de la República, y se preguntó si el pasto habría desaparecido de allí por efecto de los millones de pies que la transitaban cada día o si, más bien, esos millones de pies no mostraban reparos al recorrerla debido justamente al ostensible abandono en que se hallaba. Los oficinistas de esta plaza con pasto tal vez quisieran evitar que sus zapatos perdieran el lustre al contacto con la humedad. O tal vez, como él, no estuvieran demasiado apurados por volver a sus casas. ¿Qué pasaría por sus cabezas a esa hora en la que ya no estaban bajo la mirada del jefe, pero en la que aún tenían puesta la corbata? La corbata, pensó, marcaba la frontera entre su mundo y aquel otro en el que le tocaba vivir. La había usado por última vez el primer día del colegio secundario; desde ese momento se las había arreglado para prescindir de ella en reuniones de trabajo, velorios, ceremonias de graduación... Sólo en una ocasión, el casamiento de una prima de Sofía, había sido el único hombre sin corbata —al menos por una hora, cuando la gula y el vino empezaron a distender a los invitados—. Lejos de perder importancia, sin embargo, la corbata era para él un objeto cada vez más fascinante. De hecho, había empezado a verla. Como esas imágenes que se vuelven tridimensionales cuando se miran fijo, la corbata emergía de la vida cotidiana apenas él le sostenía la atención por algunos segundos. Más que como una prenda de vestir, ahora la percibía como un largo pedazo de tela anudado en forma de horca y, cuanto más la observaba, más extraña le parecía —estrafalaria, caprichosa, jacobina—. En los últimos días ya se había acordado dos veces de aquella noche en que había sentido algo similar, al leer “Shampoo” en un frasco mientras se lavaba el pelo. Su madre aún vivía. Lo había leído ya 143


cientos de veces, por supuesto, pero esa noche se dio cuenta de lo que significaba la palabra. No se trataba de la marca, de un nombre propio, se trataba del champú, del mismo champú con que cada noche se lavaba la cabeza. Un sustantivo común, para un producto de uso diario. “Shampoo” era champú. No sabía inglés, pero se lo imaginaba. Las primeras dos letras debían pronunciarse “ch” y las últimas dos “ú”: “champú”. Y al decir de nuevo “champú”, había sentido algo levemente fuera de lugar en la palabra, no en “shampoo”, que después de todo formaba parte de una lengua desconocida, sino en “champú”, que conocía desde siempre, y que era lo primero que usaba en la ducha, porque según su padre era mejor limpiarse de arriba para abajo, por obvias y graves razones. Entonces se pasó una mano por la boca, para quitarse el agua que le caía desde la nariz y las mejillas, y la dijo de nuevo: “champú”, esperando que esta vez le saliera inmaculada, y aunque no cabía duda de lo acertado de la pronunciación —dos sílabas, apenas: “cham” y “pú”—, algo volvió a sonar raro, como si esos sonidos fueran demasiado singulares, y más que singulares, sobrenaturales, sonidos más propios de una bruja y sus hechizos que de un objeto tan trivial como el champú. Levantó el frasco, lo miró, se echó un poco en la mano, lo olió, lo frotó con la otra, vio formarse la espuma, se la llevó a la cabeza, la esparció. Pronto tuvo un montón con la cual jugar, cayéndole sobre los hombros, resbalando lentamente por su frente, demorándose en las cejas. Era evidente que el champú no había perdido ninguna de sus propiedades. Cuanto más la decía, en cambio, la palabra era más absurda, y pronto notó que lo mismo ocurría con “jabón”, “toalla”, “agua”, “techo”, “baldosa”... Todas las palabras del mundo (o por lo menos las del baño, cuya puerta cerraba del todo desde que su padre le había dado permiso) se volvían extrañas si 144


se pronunciaban muchas veces. Ese descubrimiento lo fascinó, lo llenó de pavor y lo llenó de poder: él mismo era brujo, y, si por el momento no podía transformar a los príncipes en ranas, sí podía en cambio quitarle su normalidad a cualquier objeto sobre la tierra (en principio, sin duda a los del baño). Treinta años después, podía extrañar corbatas con sólo mirarlas. Las miraba y no les encontraba el menor sentido, y al no tener sentido la corbata se transformaba en cosa, y luego en cualquier cosa. Empezaba por la punta, y pronto el remolino del nudo lo arrastraba alrededor del cuello, desde donde volvía a bajar empujado por el torrente rojo o azul o verde, a rayas verticales o diagonales, a lunares grandes o pequeños, y una vez de nuevo en la punta la veía ya como una lengua de perro acalorado. Le bastaba con dejar de mirar para romper esa hipnosis y escapar de sus corrientes y sus remolinos; en ese momento la corbata pasaba a tener una función evidente y precisa. Es que la corbata era, sin duda, el reverso exacto de esas marquitas tan útiles como invisibles que se bordan en el interior de camisas o de pantalones para indicar su dueño. Junto con el traje, expresaba el consentimiento de reducir la individualidad al máximo. De hecho, Tomás solía decirse, nadie decide atarse ese anacrónico pedazo de tela al cuello. Hay quienes están obligados a usarlo y hay quienes, creyendo hacerlo por elección propia, lo hacen forzados por el hábito o por un gusto contraído en tiempos caducos. Ni siquiera era posible decir que ese estudiante del cuatrimestre anterior, que de vez en cuando combinaba zapatillas con corbata, hubiera decidido ponérsela. Si lo había hecho era porque someterse a la más rígida de las convenciones de vestimenta aún vigentes era el único recurso que le quedaba para desafiarlas. El oficinista pertenecía, en cambio, al grupo 145


de los que estaban simplemente obligados. Más que pertenecer, era su paradigma. Su trabajo dependía de su corbata; sacársela equivaldría a sacarse de encima a su jefe. Para su padre, según Tomás le había oído contar el año en que el Correo dejó de exigir a sus empleados el uso de corbata y camisa almidonada, habría significado una falta de respeto. Su padre odiaba a muerte a su jefe, y llevó corbata al trabajo hasta el último día. Lejos de hacerlo para ocultar ese odio, del cual todo el barrio estaba enterado, buscaba marcar la distancia que debía seguir habiendo entre ambos. Pensó en Javiera. ¿Él era su jefe? Ya se lo tuviera para obedecerlo o para despreciarlo, tener un jefe le parecía a Tomás el mayor oprobio al que el Homo sapiens se había resignado, y sin duda uno de las más comunes entre ese privilegiado sector de la humanidad que aún contaba con un trabajo en blanco. Él, en cambio, era su propio jefe. Un cuentapropista. Había ganado la cátedra de Osteología Antropológica cinco años atrás, cuando todavía eran pocos los que podían disputársela, y hasta que se hiciera el próximo concurso tal vez iban a pasar veinte años. La había ganado sin corbata. Es cierto que eso sólo era posible en una facultad como la de Humanidades, e incluso necesario. Si el día del concurso se hubiera puesto una, probablemente habría causado cierta incomodidad entre los jurados, para quienes la informalidad era uno de los pocos alivios de una profesión cuyos propósitos eran tan inciertos como sus salarios. En cualquier caso, Tomás era ahora su propio jefe en la universidad, y también en sus demás trabajos, cuando los tenía. Sin contar el que había hecho para los mellizos... ¿Y extorsionar no era lo mismo que tener a alguien de empleado? Empezaba a sentirse incómodo. No era el sol, que le daba de atrás, ni el viento, cargado de tierra seca y 146


esmog; era, como siempre, su postura. Se enderezó, pero un minuto después volvió a sentir una molestia, ahora en otra zona de la espalda. Entonces se dio cuenta de que no estaba sentado en un banco, como había planeado hacer originalmente, sino en el pasto, y por lo tanto podía acostarse. Hacerlo en un banco habría llamado la atención, le habría dado cierto aire de vagabundo o de borracho, pero en el pasto era otra cosa. Era algo así como estar en la playa (y, de hecho, Tomás vio a dos o tres oficinistas que además de la corbata se habían sacado la camisa y bronceaban sus torsos; no muy lejos, dos mujeres en bikini conversaban sentadas en reposeras). Al acostarse el sol le dio en la cara y le hizo cerrar los ojos. Sin abrirlos, se sacó las zapatillas y custodió el bolso con sus piernas. Después trató de recordar en qué había estado pensando, algo relacionado con los oficinistas y con las corbatas, pero a su mente sólo vinieron imágenes inconexas de los mellizos, Cadalso y la Casita. Sabía que en todo eso no podía pensar, aunque quisiera, y que incluso debía esforzarse por no hacerlo. Hizo lo posible por volver a imaginar a los oficinistas, primero un poco en abstracto, el arquetipo de uno, de edad intermedia, mirada aburrida y corbata, caminando en dirección a él, cada vez más grande; y después otro igual, que volvía a acercarse y a desaparecer a su espalda; y después un tercero y un cuarto y un quinto; y, claro, para no tener jefe es necesario tener una gran disciplina. Uno tiene que obligarse a hacer todo tipo de cosas, todo el tiempo, y evaluar si las ha hecho bien o mal, y en caso de duda volverlas a hacer, y a fin de cuentas quienes no tienen jefe siempre terminan trabajando mucho más. Las últimas semanas habían sido la primera vez que se tomaba realmente vacaciones en muchos años. Por lo general se levantaba a las nueve de la mañana y trabajaba sin parar hasta las once o doce 147


de la noche. A veces, los días en que le tocaba cocinar a él, Sofía tenía que pedirle por favor que interrumpiera porque se estaba muriendo de hambre. Los sábados eran un día como cualquier otro. Un año atrás, después de una pelea memorable, había accedido a no trabajar los domingos, promesa que respetaba hasta dos y tres veces al mes. Se necesita disciplina para no tener jefe, pero también para no trabajar demasiado, y eso, a pesar de sus lecturas, a Tomás solía confundirlo. ¿Cómo obligarse a no sentirse obligado? Además, la disciplina que se necesita para trabajar es implacable y sádica, y la que se necesita para descansar es como una amiga que siempre nos da la razón. A la hora de tomar decisiones, no se puede confiar en la opinión de ninguna. En cierto momento sintió una sombra sobre la cara. Giró la cabeza para ver quién era, y no vio a nadie. El sol se escondía detrás de la cúpula del Palacio de Justicia. ¿Qué hora sería? Porque tampoco era cuestión de quedarse ahí tirado hasta que se vaciara la plaza. Se paró, levantó el bolso y caminó en dirección a la terminal de subterráneos; había una estación más cerca, pero así iba a tener más tiempo para pensar adónde ir.

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No bien entró al bar, Villalobos empezó a contarle la discusión que venía de tener con el taxista. Tomás había esperado otra cosa. Quizás no un silencio reverente, quizás no conmiseración, pero al menos cierta sobriedad. Así como era molesto, sin embargo, el tono frívolo de Villalobos también era un alivio. El mundo aún no había empezado a tratarlo como a un delincuente. —¿Vas a Tucumán, entonces? —preguntó Tomás, aprovechando una pausa en la anécdota del taxista. —Mañana, sí —contestó la periodista. —¿A entrevistarte con Cadalso? —No, Cadalso está acá. Vengo de su casa. —Ah. Pensé que estaba en Tucumán. —Sí, yo también. Pero está acá. Una perra. A vos te tiene entre ceja y ceja, te cuento. Tomás esforzó una sonrisa. Se sentía agradecido por la confianza con que lo trataba Villalobos y se preguntaba cómo corresponderla. —Está convencida de que te robaste la Virgen. —Me encantaría saber por qué. —Bueno, tiene sus razones —dijo Villalobos, bajando la cabeza y mostrándole las palmas de las manos—. En primer lugar, dice que pasaste diez días en la Casita, encerrado en tu habitación... —Ajá. —... y que viste la carta antes que ella. 149


—¿Qué carta? —La que explica dónde enterraron el baúl. —No sé de qué carta me estás hablando. Ahora fue ella quien le sonrió. Él guardó silencio. ¿Sería una copia de la carta-testamento de Manuel de Andrade? Pero ¿cómo podía saber Cadalso que él la había leído? Observar que ambos tenían casi el mismo apellido tal vez bastara para sospecharlo; sin embargo, hacía falta mucha paranoia para hacer de eso una certeza. —¿Te contó Cadalso cuál es el apellido de la gente que le mostró la carta? —dijo Tomás, buscando un tono intermedio entre la pregunta y la pregunta retórica. —¿Cuál es? —No sé —se vio obligado a contestar—. Por eso te lo estoy preguntando. Se hizo un silencio. Tomás la vio tragar saliva, endurecer la sonrisa. Se sentía mal mintiéndole. No podía ser honesto con una periodista, por supuesto, pero quizás fuera peor ser deshonesto, porque corría el riesgo de enemistarla. De hecho, detrás de la familiaridad que ella le mostraba, vislumbró algo más que el esfuerzo por negar cualquier sospecha de orgullo herido: nacido de una conversación en un banco de plaza que los llevó por algunas horas a una habitación sin ventanas del centro y de otra, mucho más reciente, en un pozo en donde el calor se sufría menos, en los ojos de Villalobos se asomaba un mínimo afecto. Por otra parte, tenía demasiadas pruebas de su imaginación desbocada. Iba a escribir su artículo tuviera mucha, poca o ninguna información y, cuanta menos tuviera, más imprevistas iban a ser sus afirmaciones. En honor a esa concisa historia en común, pero también calculando las consecuencias que tendría no hacerlo, creyó imprescindible colaborar. —Mirá, Paola —le dijo—. No te voy a mentir, pero tampoco te puedo contar todo lo que sé. Mi prioridad 150


es salir del quilombo en el que me metió Cadalso. Sí te puedo asegurar una cosa: esta historia es mucho más complicada de lo que te imaginás. Las nuevas formas en el rostro de Villalobos devolvieron a Tomás a su primer encuentro, cuando la había visto entrecerrar levemente los ojos para disimular que, de tiempo en tiempo, tendían a abrírsele demasiado. —Es tan complicada —agregó— que más que para una nota daría para escribir una novela. Ahí se detuvo, con miedo a haberse excedido. Quería ser simpático con ella, pero no prometerle más de lo que iba a encontrar. Si la historia ya era bastante confusa para él, la periodista, que nunca iba a tener tanta información, probablemente la encontrara del todo incomprensible. Mencionar a los mellizos habría sido un suicidio, y sin esa mitad nada tenía sentido. Tomás, sin embargo, se estaba dejando llevar por una idea que muchos habrían juzgado desesperada y que tuvo la virtud de tranquilizarlo: quizás Villalobos sería capaz de extraer de los hechos una historia en la que todo quedaba explicado sin incriminarlo a él. Si esta idea lo hechizó fue, sin duda, porque él mismo estaba lejos de entender muy bien lo que estaba ocurriendo —y en esa confusión había también lugar para el optimismo—. Cuál habría de ser la explicación de la periodista, y de qué modo quedaría él libre de culpa gracias a ella eran preguntas que prefería no hacerse. Por ahora le bastaba con saber que la persona que tenía delante podía ayudarlo. —Cuando vuelvas a hablar con Cadalso, quizás podés preguntarle de dónde vienen los documentos que vio. Si no me equivoco, los trajeron unos españoles que están a cargo de ejecutar la herencia de un tal Juan Carlos Andrade. Mirá, acá tenés una fotocopia del aviso que pusieron en el diario. —¿Andrada, como vos? 151


—Andrade, pero quizás sea familiar lejano. El que quiere convencerme de eso es un abogado de apellido Traverso. A mí y a varios más. Organizó una reunión en su estudio y nos trató de vender un viaje a Galicia para cobrar la herencia. —¿Es uno de los españoles? —preguntó Villalobos. —No, pero evidentemente los conoce. Hoy lo fui a ver a su oficina... Se mudó, y nadie me supo dar su nueva dirección. Tampoco contesta el teléfono. El único dato que tengo para localizarlo es el nombre de un tío. ¿Te interesa? —Me interesa todo —dijo Villalobos—. ¿Qué más sabés de los españoles? —Nada. Pero si no me equivoco Cadalso los vio; me mencionó algo cuando nos encontramos en la Casita... —antes de seguir esperó un par de segundos—. Me pregunto por qué no te lo quiso decir a vos. —Voy a averiguar. Pero dejame hacerte una última pregunta: ¿qué fuiste a hacer a la Casita? —Me encantaría poder contestarte —contestó él, y la miró con una sonrisa que quiso ser dolorosa y salió más bien teatral. —¿Hiciste algún túnel? —No —dijo Tomás, ahora con mirada seria, y enfatizando con la cabeza. —¿Alguna idea sobre quién lo cavó? —Ninguna. Pero no sería extraño que lo hubieran cavado en la misma época en la que se enterró el baúl. O quizás el baúl nunca se enterró, sino que simplemente quedó guardado en un sótano que con las renovaciones sucesivas de la casa fue perdiendo secciones. Habría sido capaz de formular decenas de explicaciones como ésa, y por un momento estuvo a punto de compartir con la periodista una o dos más. Cuando la vio forcejear con sus ojos, desistió. En ese sentido, corría 152


con ventaja. Pocas personas en el país conocían como él los laberintos del trabajo subterráneo. Fantaseó con resolver todo en un careo con Cadalso, en el cual sacar a la luz pública la ineptitud profesional de su colega habría sido suficiente para sepultar el asunto. De pronto se sentía capaz de escapar de cualquier acusación, al menos en el mundo de los túneles. —Una cosita más —dijo Villalobos—. ¿Por qué es tan importante esta Virgen? —Es la Virgen de Bonpland —dijo él, casi sin pensar. —¿Bonpland, como la avenida? —Como la avenida. Fue un naturalista francés que viajó por América hace doscientos años. —¿Y? Se estaba metiendo en terreno peligroso, y midió sus palabras más que nunca. —No es la Virgen. Es lo que tiene adentro. Había pensado la frase entera antes de decirla. Le gustó porque hablar en presente lo volvía menos sospechoso. Si la Virgen valía por su contenido, era lógico concluir que quien la tuviera en su poder ya la habría vaciado. Además, aunque no apuntaba a ellos de modo directo, su comentario aludía a los mellizos. Era una modesta revancha. Al leer la nota de Villalobos, tal vez sufrieran un pequeño sobresalto, un temor de denuncia. Y un segundo de revancha, pensó Tomás, era infinitamente más que ninguno.

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Por primera vez desde su regreso a la Ciudad, al día siguiente de hablar con Villalobos no bajó al bar. No había recibido más llamadas en relación con el artículo de El Porvenir; aunque se lo preguntó varias veces, no supo decirse si eso era algo bueno o algo malo. Tal vez nadie había leído el diario. Tal vez todo el mundo lo había leído. Indudablemente, la noticia iba a correr, al menos entre sus colegas; otras mucho menos interesantes solían despertar acaloradas disquisiciones. Aún faltaban varias semanas para el comienzo de las clases, sin embargo. Y si el verano tenía una virtud era la de aplacar la realidad de las cosas, con lo cual Tomás confiaba en que profesionales y amateurs del chisme universitario se mantendrían remisos, al menos hasta marzo. Aunque también era posible que, contra todas sus esperanzas, la noticia hubiera trazado ya incontables meandros en la llanura del aburrimiento. El hecho de que nadie lo hubiera llamado quizás se debiera a que ya todo el mundo sabía y tenía formada una opinión, y por lo tanto nadie consideraba imprescindible escuchar su relato, que más bien habrían oído con lástima. Era un panorama aterrador: personas que hasta dos días atrás había considerado amigas, o al menos amigables, juzgándolo ahora a partir de la opinión general, sin necesidad de preguntarle nada. Después de todo, la

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acusación de Cadalso se había publicado en el diario; su defensa, en ningún lado. Si estaba nervioso al llamar a Javiera, lo estuvo aún más al escuchar su voz en el contestador automático. Iban ya quince segundos de un mensaje torpe cuando ella le respondió. Conversaron por media hora, Javiera llena de energía y a la vez sin aliento, como si hubiera estado corriendo o haciendo gimnasia. No era mucho lo averiguado. Cadalso despertaba una antipatía general entre sus compañeros de trabajo, pero no tanto como para transformarse en un objeto de interés. Se sabía de su viaje a Tucumán y se sabía del baúl; apenas eso. Nada que no hubiera salido en el diario. Con respecto a la acusación contra él, Javiera tampoco tuvo mucho para decirle. Por supuesto, sus amigos le habían preguntado, y ella simplemente había respondido lo que nadie ignoraba, que Cadalso era una fracasada y una resentida y que de una persona así podía esperarse cualquier cosa. Pero si no había averiguado mucho, Javiera había acumulado, en cambio, varias preguntas sobre la Virgen, los mellizos y la herencia, con lo cual Tomás habló casi todo el tiempo. Cuando cortaron él se sorprendió de haber puesto tantas esperanzas en esa conversación —casi sin notar que había sido precisamente la falta de novedades lo que había logrado tranquilizarlo—. Después de almorzar llamó a Tamerlín Producciones y le pasaron con Cutuli, que dijo no tener a ningún Traverso en la familia. Tomás apenas atinó a preguntar “¿Está seguro?” antes de despedirse. A los cinco minutos llamó de nuevo, pero Cutuli había salido, o por lo menos eso fue lo que le dijeron. La persona que lo atendió no había escuchado hablar de ningún Traverso, y dijo ni siquiera estar al tanto de que Tamerlín le hubiera alquilado una oficina a un abogado. Tomás dejó un mensaje que Cutuli no respondió. 156


Ese viernes terminó sin más provecho. El sábado a la mañana, apenas hubo apagado el despertador, bajó a comprar El Porvenir. Empezó a hojearlo, con las llaves en la mano, en la semioscuridad del pasillo que iba del ascensor al departamento... Nada. Estuvo por llamar a Villalobos y se contuvo al ver en el reloj de la cocina que todavía no eran las ocho. Decidió esperar hasta las nueve y, antes de que pasaran diez minutos, desechó por completo la idea. Por definición, la que hacía las preguntas era la periodista, no él. Si quería que su sociedad prosperara, tenía que respetar ciertas reglas. Además, era fin de semana. Que Cadalso se pudriera en su resentimiento, que los españoles perdieran el sueño por la virgencita y que los mellizos se mataran a pelotazos. Infló las gomas de su bicicleta mientras Sofía terminaba de desayunar. Todavía quedaban una o dos horas de fresco. Pero después del almuerzo se acordó del asunto, y pasó el resto del día navegando por Internet en busca de información sobre Humboldt, la virgencita, Cadalso, Rodolfo Traverso, diversos Andrade y la nobleza gallega.

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Abrió los ojos. Miró el despertador. No lo pudo entender. Las agujas formaban una V y, vistas de costado, era difícil saber cuál marcaba las horas y cuál los minutos. La combinación de luz y silencio presagiaba un domingo. Camino al baño le llegaron imágenes de la noche anterior, los bares, los amigos de Sofía que se habían ido sumando hasta obligarlos a cambiarse de mesa, un aire acondicionado demasiado fuerte, el regreso a pie, todavía borrachos, y el sexo —y por más que se esforzó, no pudo recordar qué habían hecho después, ni si en efecto habían hecho algo, lo cual explicaba las luces del pasillo y del baño encendidas—. Se lavó los dientes, se puso algo de ropa y bajó a comprar el diario. El Porvenir estaba agotado. En un impulso por no volver con las manos vacías, compró El Patriota, y de inmediato se sintió como un estúpido. No había bajado a comprar el diario porque era domingo, sino porque era posible que la nota de Villalobos se hubiera publicado. Expeditivo, y con El Patriota bajo el brazo, entró al bar de la esquina y no se sentó hasta asegurarse una copia de El Porvenir. Quería aparentar indiferencia, lo cual terminó por marearlo: como esperaba diez o quince segundos antes de pasar cada página, leía varias veces los títulos y los copetes, en círculo, cada vez más rápido, hasta que las palabras quedaban completamente revueltas. Finalmente, cubriéndose los ojos y la frente 159


con una mano para recuperar el equilibrio, se resignó a que tampoco ese día iba a tener noticias. Al ver que Sofía seguía durmiendo, se preparó otro café y empezó a hojear El Patriota de atrás para adelante. El pronóstico del tiempo, los chistes (aunque no eran graciosos: tal vez no fueran chistes, sino ilustraciones), las necrológicas, los avisos clasificados —donde se detuvo—. En el rubro Servicios Sociales leyó: “Alonso Delle’Pera Arrúgula, aristócrata. Consultas sobre genealogía. Máxima discreción. Tel. 7795—3...”. No podía ser serio; y sin embargo era un aviso publicado en El Patriota. Por algunos instantes dudó. “Tal vez —se dijo— esto que a mí me parece absurdo es, para ciertas personas, una realidad cotidiana”. Aunque resultaba difícil creer en un aristócrata que paga ciento ochenta pesos para publicar un aviso clasificado de dos líneas, no había que olvidar que la mayoría de las familias nobles del mundo estaban en bancarrota. En cualquier caso, a Tomás la oferta le parecía muy apropiada. Si bien se había rehusado desde un principio a tomárselo en serio, el asunto de la herencia había insistido en tomarlo a él por asalto. —Hola, buenas tardes, ¿hablo con el señor Delle’Pera Arrúgula? —El mismo —contestó una voz gastada. —Ah, qué tal. Lo llamo por el aviso... Quería saber si hoy domingo trabaja. —Recibo visitas, por supuesto. Puede pasar después del té. —¿A eso de las cinco? —Digamos a las siete. Aunque no conociera a los Andrade, pensó Tomás mientras se terminaba el café, sin duda podría darle ciertas nociones básicas sobre sucesiones nobiliarias, e incluso, tal vez, el teléfono de algún aristócrata para seguir averiguando por ese lado. Y en una de esas, por 160


qué no, después de pagarle la consulta Delle’Pera Arrúgula desplegaría para él, siquiera por algunos minutos, el libro de linajes de los Grandes de España, y entre las frondosas y milenarias ramas del árbol de los Titulados se dejaría ver, modesta pero inconfundible, la ramita de los Andrade, avanzando hasta el siglo xxi con cada vez menos bifurcaciones... Después de todo, ¿en qué podían gastar el tiempo los nobles, si no era en reconstruir sus raíces con lujo de detalles? Tal vez hasta tuvieran un “Quién es quién” para cada casa solariega en el que, además de las biografías de los primogénitos, se mencionaría brevemente a sus hermanos, a sus primos, a los embarcados en Coruña en busca de fortuna, a sus abuelos, nacidos en tierra americana, a su padre, empleado de Correo, y a él mismo, Licenciado en Ciencias Antropológicas y víctima del narcotráfico, la envidia profesional y la curiosidad excesiva. La idea no sedujo a Sofía, quien de todos modos se ofreció a acompañarlo, tal vez con la esperanza de que la excursión hiciera salir de Tomás alguna que otra palabra. El colectivo los dejó a cinco cuadras. Como todavía era temprano, caminaron despacio, hablando un poco, pateando piedritas y respirando los jazmines chinos en que desbordaban los muros. Las calles eran semicirculares y en muchas esquinas el exceso de enredaderas no permitía leer sus nombres. Cuando ya no fue tan temprano notaron lo difícil que era seguir la numeración. La mayoría de las casas no tenía número alguno y, para encontrar el de las que sí lo tenían, era necesario asomarse por encima de portones o recorrer con minuciosidad los descomunales frentes. Tomás sólo se dio cuenta de que en todo ese tiempo no se habían cruzado con nadie cuando vieron acercarse a una señora de cuarenta y cinco o cincuenta años, con un trajecito de mucama, que paseaba a un San Bernardo deslenguado. 161


La señora les señaló la casa del señor Arrúgula, una mansión que no se distinguía en nada de las otras. Un jardín de robles y cipreses la separaba de la calle; su frente triangular, sostenido por seis columnas corintias, le daba aspecto de templo. Era tan blanca y neoclásica como todas las de la zona. El balcón central tenía un pequeño cartel que decía “Se vende”. En el mismo instante en que tocó el timbre, Tomás oyó ladrar a un perro. Se preguntó si había ladrado al olerlo o al escucharlo. Una vez en el vestíbulo, mientras esperaban al genealogista entre mármoles y tapices, Tomás y Sofía discutieron cuál sería el modo más adecuado de saludarlo. Delle’Pera Arrúgula quizás exigiera cierta deferencia por parte de sus visitas plebeyas, y una manifiesta inhibición bien podía ser la mejor muestra de aquélla. Al mismo tiempo, pensaban, el mayor privilegio del aristócrata es no tener que enfatizar diferencias sociales que le resultan evidentes, y por lo tanto lo correcto quizás fuera un trato llano y directo. Tomás lo vio bajar la escalera y se acercó hasta el primer escalón para saludarlo. —Un gusto —le salió. Dos segundos después, mientras Sofía le daba la mano, una duda rompió el cascarón en su cabeza. Sí, la casa era señorial, e incluso decadente. Estaba en el barrio de las embajadas. Estaba en venta. De una de las paredes colgaba un escudo con los colores de Andorra, o Liechtenstein, o Luxemburgo. Su dueño tenía cara de no haber deseado nada en mucho tiempo. Pero ¿cómo juzgar desde el llano la legitimidad de un aristócrata? Se lo tomara o no en serio, dentro de ese juego debían existir reglas, y él las desconocía. No tenía forma de descartar la posibilidad de que Delle’Pera Arrúgula fuera el invento de un burgués renegado o de un advenedizo. Tal vez esos aires de gran señor no eran más que la distancia que él mismo había esperado encontrar al entrar a la casa. 162


Un escepticismo similar lo había aturdido otra vez, al sentarse en el puesto de una adivina, en un parque de diversiones. Como en aquella ocasión, Tomás sintió el vértigo de la incertidumbre, el de no poder estar seguro de que alguien está diciendo la verdad —una imposibilidad abismal comparada con el limitado número de ocasiones en que una mentira queda al descubierto—. Pero probablemente no importara. Lo que buscaba eran respuestas a sus preguntas. Un verdadero aristócrata sin duda podía dárselas; un impostor las contestaría aun con más esmero. Después de haberlo dejado hablar por un rato, Delle’Pera Arrúgula lo interrumpió para indicar que el anuncio de herencia faltaba a tres leyes fundamentales de la alcurnia. En primer lugar, se buscaba solucionar un problema familiar recurriendo a publicidad y a abogados. Esperar que leguleyos y comunes debatieran cuestiones de sucesión era inadmisible. En segundo lugar, se exigía probar la nobleza de sangre a través de la posesión de un objeto —cuando es sabido, dijo Delle’Pera, que no son las riquezas materiales las que la determinan y que, por otra parte, de ninguna manera se trata de algo que deba ser probado, puesto que el noble simplemente es—. En tercer lugar, y esto era lo más grave, se mendigaba un heredero, y encima fuera de Europa. No recordaba nada similar en los anales de la nobleza. Sí podía pensar, en cambio, en decenas de familias ilustres que, ante circunstancias de ambigüedad sucesoria, se habían remontado varios siglos en el tiempo para determinar un heredero dentro de los confines del Viejo Mundo —hacía apenas unos años, por ejemplo, los Terrine Couscou habían tenido que revisar su abolengo hasta el siglo xv—. —¿No es un poco difícil de creer —preguntó Tomás— que alguien pueda trazar su árbol genealógico hasta el 163


siglo xv? La mayor parte de la gente ni siquiera sabe el nombre de sus bisabuelos. —Señor de Andrade —dijo Delle’Pera, e hizo una pausa para mirarle las manos—. Desconozco los detalles de su posición, pero presumo que si está aquí es porque no se siente parte de la mayor parte de la gente. La mayor parte de la gente almuerza y cena con bebidas gaseosas. A pesar de que él sólo tomaba agua o vino, se sintió algo tocado. —No soy Andrade, soy Andrada —dijo. —¿A usted no le gustan las gaseosas? —preguntó Sofía casi al mismo tiempo. —Por supuesto, pero no las tomo con las comidas. —Evidentemente... —siguió Tomás—. Pero ¿seis siglos? ¿No le parece difícil que se transmita la información durante tanto tiempo? —Permítame contestarle con una pregunta. ¿Conoce usted a veinticuatro personas, de las cuales sería capaz de decir el nombre? —Creo que sí. Y algunas más también. —Bien. Seis siglos son alrededor de veinticuatro generaciones. Para conservar la memoria de los primogénitos, basta con conservar veinticuatro nombres. Si alguien no los aprende es porque los quiere olvidar, o porque no valen la pena. Pero también sucede al revés y, al cuidar la memoria de nuestros abuelos, les damos una dignidad que muchas veces no merecieron... Desentendiéndose por completo de ellos, Delle’Pera Arrúgula llevó la vista hacia la ventana y la dejó vagar por el jardín. Pasaron algunos minutos. El viento movía las copas de los árboles. Junto a uno de éstos, el perro, grande y lanudo, escarbaba un pozo. ¿Hasta cuándo iba a extender el silencio? Quizás ni siquiera esperase que él o Sofía dijeran algo, quizás se había olvidado de que estaban ahí y en poco tiempo se sorprendería de verlos 164


y los acompañaría hasta la puerta con alguna excusa. En todo caso, por el momento no parecía ansioso. Tomás, en cambio, quería hacer rendir la consulta: —¿Usted alguna vez escuchó hablar de la Virgen de Bonpland? —Me temo que no. —Pero habrá escuchado hablar de Bonpland, el naturalista... Sofía se había acercado a una ventana y la golpeaba con las uñas para llamar la atención del perro. Tomás miró hacia afuera para ver si funcionaba. El perro seguía trabajando en su pozo. Aunque se sentía decepcionado y sin fuerzas, decidió insistir una vez más. —Debe ser fuerte el entusiasmo por remontarse en la genealogía, ¿no es cierto? Debe haber quienes al encontrarse con algún hueco, con algún nombre que falta, deciden llenarlo con un poco de imaginación... ¿Usted cree posible que alguien como yo, que apenas conoce el nombre de sus abuelos, remonte dos siglos a fuerza de averiguaciones? No puede decirse que Delle’Pera Arrúgula le contestara. Su mirada seguía lejos, tan perdida como antes. Dijo algo, sin embargo, aunque sin mover un músculo. Las palabras le salieron de la boca lentas, como hojas de un otoño sin viento. —La genealogía... es un arte. Hace falta... estar... inspirado. —Hmm. Le hago otra pregunta. Si le doy el nombre de un español que vino a América a comienzos del siglo xix, ¿usted podría ayudarme a averiguar si yo desciendo de él? —Para eso tiene que consultar a un linajista —le dijo Delle’Pera Arrúgula, volviendo hacia él su rostro de piedra—. Yo me dedico a estudiar antepasados, no descendientes. —No veo la diferencia. —Puede parecer lo mismo. Le aseguro que no lo es. 165



El lunes por la mañana, Villalobos lo llamó y lo invitó a almorzar a un café de Villa Magdalena. Como era un barrio al que nunca iba, Tomás salió de su casa temprano y fue el primero en llegar. Eligió una mesa junto a la ventana y buscó distraerse con las madres que empujaban a sus bebés, las empleadas domésticas que vestían como tales y los numerosos treintañeros de profesión incierta que trabajaban en el café con sus laptops. La ausencia de personas mayores en la calle contrastaba con la antigüedad de las casas, ninguna de las cuales bajaba de los ochenta años —al menos si uno levantaba la vista, dado que en épocas recientes la mayor parte de éstas habían transformado sus plantas bajas en negocios de decoración minimalista, pseudo zen y shabby chic—. En realidad, el barrio era una contradicción en los términos: nuevo a pesar de que todas sus construcciones eran viejas, y repleto de jóvenes con aire de ancianos. A pesar de todo, el menú que ofrecía el café no era caro. Villalobos debía estar al tanto. No sólo porque su trabajo consistía en estar al tanto de las cosas, sino también porque el sueldo de un redactor de periódicos probablemente fuera el mismo que cinco años atrás —en los casos en que existía un contrato, y en los casos en que el contrato estipulaba un sueldo—. Porque, ¿quién leía el diario? Tomás siempre había atribuido a su costumbre 167


de dormir hasta tarde sus repetidos fracasos a la hora de conseguirlo. En cierto momento, sin embargo, había empezado a prestar atención a las pilas que reparten los camiones a la madrugada, para comprobar que ninguna solía pasar de los diez ejemplares. Tal vez los diarios sólo se siguieran imprimiendo por reverencia supersticiosa al papel. Estaba cada vez menos lejos el día en que los diarios impresos, como las familias reales en Europa, se convertirían en un magnífico adorno para los rituales de una cultura jugada en otra parte. Y habiendo sucumbido a su vena elegíaca, Tomás pronto pasó a considerar el futuro aciago de la antropología y el suyo propio. Villalobos llegó quince minutos tarde. No era mucho; en realidad eran lo normal, y acaso lo que la etiqueta exigía, pero Tomás tenía hambre y había estado mirando el reloj por casi media hora. —Tenías razón sobre Cadalso —dijo la periodista, mientras se sentaba—. La información le llegó a través de España. O por lo menos eso cree ella. —¿Te mencionó la herencia de los Andrade? —No —contestó Villalobos—. Me mencionó la herencia de los Cadalso. ¿Cómo? ¿Cadalso había contestado con su apellido al oír nombrar el de él, como cuando los niños se roban un juguete y gritan “¡Es mío!”? Aunque también era posible que hubiese querido proteger a su informante o despistar a la periodista... —De hecho —siguió ella, apoyando los codos sobre la mesa— me mostró una fotocopia idéntica a la que me habías dado vos la otra vez, con el aviso de la herencia de un tal José Cadalso. ¿Cómo era físicamente el abogado que viste? —¿Traverso? Bajo, un poco gordito, pelo castaño... Más que gordito es cachetudo. ¿Averiguaste dónde está? 168


—No. Pero estuve con Cutuli, que tiene muy buen sentido del humor, probablemente para no tomarse en serio su Alzheimer. Me llevó veinticinco minutos hacer que se acordara de Traverso. “¡El español!”, me dijo... —No es español —la interrumpió Tomás. —Ya sé, me lo aclaraste la otra vez. Parece que a Traverso le gusta hablar con acento español, en honor a los grandes maestros. —¿Qué maestros? —Los grandes. Valle Inclán, Benavente, García Lorca. Villalobos apoyó la espalda en la silla, le sonrió y se mordió el labio de abajo. De lejos su mirada tenía más fuerza. —¿Y? —dijo él, nervioso. —¿Vos estás seguro de que Traverso es abogado? Tomás se tomó la pregunta en serio. Si hubiera estado conversando con otra persona, no lo habría hecho, porque era evidente que en realidad era una afirmación, o más bien una negación, y lo natural, por lo tanto, habría sido preguntarle a la otra persona cómo lo había averiguado, y más que lo natural, lo necesario, ya que cualquier otra cosa habría sido hacerse el tonto. Pero Villalobos no sólo estaba conversando con él, sino también haciendo su trabajo, y su trabajo consistía en hacer ese tipo de preguntas que no afirman ni niegan, sino que simplemente piden respuesta. Y con tanta fuerza la piden, sabía muy bien Tomás, con tanta fuerza interpelan y demandan y someten, que incluso otros profesionales del interrogatorio, como médicos y policías, están obligados a darlas cuando tienen delante a un periodista. Por eso tomó aire y se preguntó si estaba seguro de que Traverso era abogado, o más bien, si aún podía estarlo ahora que Villalobos lo había puesto en duda. Evidentemente, ya no era posible dar crédito a su tarjeta profesional, que todavía conservaba. Creía haber visto, eso sí, un título 169


colgado en la pared, a no más de dos metros de él, con las palabras “Rodolfo Traverso” y “Abogado” escritas en cursiva solemne. No había estudiado el diploma con detenimiento, no se había fijado en la tinta del sello ni en el bajorrelieve del papel, ¡él no era ningún perito!, pero a simple vista parecía legítimo. Había visto además algunos libros de derecho encuadernados en cuero, no muchos, es cierto, y archivos metálicos y carpetas y papeles y más papeles con números de juzgado, números de documento, números de expediente... Por supuesto, todo podía ser falso, pero entonces había que desconfiar hasta de la lógica. Hasta tal punto la sofistería, el ardid y el subterfugio parecían ser rasgos esenciales del arte del litigio que imaginar un falso abogado le resultaba tan difícil como imaginar un falso mentiroso o un falso pícaro. No sabía qué contestar; tampoco quería contestar “No sé”. —No sé —dijo, después de un rato. Villalobos volvió a sonreírle. Su frente parecía más grande. Se había recogido el pelo en un rodete, y por detrás de su cabeza sobresalía la varilla de madera oscura que lo sostenía, larga como una aguja de tejer, pero levemente más gruesa, y con un extremo más puntiagudo que el otro. Tomás se preguntó qué nombre tendría. Algún nombre tenía que tener. No era una aguja de tejer, ni un palito chino, ni un pedazo de otra cosa, sino un adminículo con una función precisa. “Los rodetes existen desde hace siglos –se decía– y aunque yo lo desconozca esa varilla tiene un nombre”. Al pensar esto vio el rostro de Paola Villalobos como por primera vez, emergiendo diferente de sí mismo para revelar lo que siempre había sido, y se olvidó del rodete, de la varilla y de su nombre. Lo que más le llamaba la atención no era, como dos años atrás, su boca, sino su nariz, corta y algo chata. No estaba muy claro dónde empezaba, pero su punta era 170


de un acabado tan propio para una nariz, tan sutil, que daban ganas de tocarla con el dedo. Tampoco estaba claro si Paola Villalobos calificaba o no como pecosa. Tenía pecas, aunque pocas, y de un color que no contrastaba mucho con su piel. Pero si encontrarlas requería cierto esfuerzo, dejar de verlas era casi imposible, sobre todo las de la punta de la nariz. Sus cejas, en cambio, arqueadas por la sonrisa y muy largas, eran el primer rasgo de su cara en dejarse notar y en dejar de notarse. Debajo de éstas Tomás se encontró con su mirada: al parecer seguía sin intenciones de abrir la boca. ¿Sería su entrenamiento como periodista lo que le daba esa capacidad para sostener el silencio? ¿O se trataba más bien de esa tranquilidad a la que algunas mujeres se abandonan, dando por hecho que el hombre va a tomar la iniciativa? Pero le tocaba a ella. Aunque no muy bien, él acababa de responder. —Según Cutuli —dijo Villalobos, después de un rato—, Traverso es director de teatro. El galpón del fondo no es de Tamerlín Producciones, sino del Teatro Broadway. —¿Qué galpón? —El del fondo. —... —Después de que entraste a Tamerlín, te mandaron hacia una puerta que hay al fondo, ¿no? —Sí, ¿y? —Del otro lado de la puerta hay un galpón. —Cuando yo estuve había oficinas. —Bueno, pero dentro de un galpón. En fin, como habrás notado, la galería está en decadencia, y hace ya varios años que tiene vacío el galpón y se lo alquila al teatro. Dice Cutuli que la entrada por Tamerlín no se usa casi nunca. 171


Se acordaba ahora de las paredes de la oficina, que no llegaban a ningún techo, del inmenso reflector que la iluminaba, de los estantes semivacíos, las fotocopias mal hechas y la torta milhojas que había tenido que pagar de su bolsillo. —En fin —siguió Villalobos—. Todavía no me explicaste por qué no le quisiste dar la Virgen a Traverso. —No sé por qué insistís en creer que la tengo yo... —Bueno, es obvio, ¿no? Él te pasó los datos, y un par de semanas después tuvo que pasárselos también a Cadalso para que te ganara de mano. —¿Traverso le pasó los datos a Cadalso? —Sí. Te lo dije hace dos minutos. Se preguntó si le convenía o no que Villalobos pensara que era Traverso quien le había dado la información a él. Por un lado, dejarla creer eso podía evitarle muchas preguntas y el esfuerzo por cubrir a los mellizos —e incluso la necesidad de tenerlos presentes, aunque más no fuera para no mencionarlos—. Por otro lado, una pista falsa era por definición un paso en falso y, si daba ese paso, la investigación de Villalobos difícilmente alcanzara una conclusión lo suficientemente real como para quitarle a él la culpa de encima. Además, no había vuelta atrás. Si ahora hacía que lo creyera, en lo sucesivo sólo podría incitarla a actuar sobre la base de esa creencia. Se sintió de golpe abrumado, y más que abrumado, impaciente, como si estuviera jugando una partida de ajedrez y quisiera terminarla rápido para ir a hacer otra cosa. Era imposible prever ya no todas las posibilidades del juego, sino incluso las más inmediatas. Pero era su vida, y siguió jugando, algo desanimado, pero con menos miedo de perder. —No me di cuenta —dijo—. Me distraje pensando en tu rodete. Estaba tratando de acordarme del nombre de esa varilla... 172


—¿El nombre...? —dijo ella, mientras se la acomodaba—. No sé. —Pero debe tener un nombre, ¿no? ¿De qué está hecha? Paola se dejó tocar el pelo mirando hacia un costado. —¿Y en el teatro qué te dijeron? —preguntó él, un poco más tarde. —Obviamente, nunca escucharon hablar de Traverso. Pero mientras él no aparezca deberías preocuparte por Cadalso. Me mostró una foto que no te deja muy bien parado. —¿Qué foto? —Una en la que estás levantando una Virgen con el brazo derecho. De maneras innumerables y contradictorias, era el colmo. Alguien le había sacado una foto (¿pero quién?) y, en vez de extorsionarlo directamente, ponía en el medio a la imbécil de Cadalso. ¿O Cadalso se habría rebajado a trucarla? Aunque también podía ser que Paola estuviera mintiéndole, esperando quebrarlo, o chantajearlo, o confundirlo... Una foto imposible, por otra parte, porque sólo había sostenido la virgencita en la habitación de la hostería, en la casa de los mellizos, en la de él y en la de su cuñada (pensó en ventanas y en cortinas, pero eran demasiadas a las que en su momento no había prestado atención). Una foto obviamente imposible que le ponía en la mano una virgencita cuyo tamaño, color y forma eran del todo desconocidos en el mundo. —¿Cómo era la virgencita? Se la describió. Coincidía en tamaño, color y forma. Según Paola la foto lo mostraba a él de la cintura para arriba, con una camisa blanca de mangas cortas, y con el rostro muy iluminado, que contrastaba con la pared del fondo, de un marrón oscuro. Tomás entendió de inmediato que había sido tomada en la estancia. Sólo 173


en esa ocasión había sostenido la Virgen delante de testigos. Debía haber sido el pelirrojo, o su amigo, pero, ¿para qué? ¿Trabajaban para los españoles? —Escuchame, Tomás —siguió Paola—. Si no me decís qué hay dentro de la Virgen no te puedo ayudar. A los dos nos conviene movernos rápido, porque Cadalso puede llevar la foto a algún otro diario. —¿No te mostró las cartas de Manuel de Andrade? —preguntó él. —No las tiene. Las leyó en el galpón del Broadway. —En las dos que yo leí se habla, muy vagamente, de colores nunca vistos y de una fuerza capaz de atravesar cualquier sustancia. Supongo que los españoles esperan encontrar piedras preciosas, o algo así. —¿Vos viste a alguno de estos españoles? —le preguntó Paola. Tomás echó el cuerpo hacia atrás para dejar que la moza pusiese los platos sobre la mesa. Españoles o no, varias personas o una sola, lo que no entendía era por qué no hablaban directamente con él, por qué no lo llamaban por teléfono o lo secuestraban —y mientras molía pimienta se dio cuenta de que hacía ya casi tres años que se había mudado al departamento de Sofía y nunca había hecho el cambio de dirección—. Por primera vez percibió la trascendental diferencia que hay entre estar y no estar en la guía telefónica. Nadie que sólo conociera su nombre (y eso no sólo incluía enemigos, sino también ex compañeros de la escuela o del colegio, antiguos vecinos, lectores de sus artículos, etc.) habría sido capaz de contactarlo; quizás los españoles sí lo estaban llamando, pero al teléfono que había perdido en la estancia. En pleno verano, por otra parte, tal vez no hubiera en la facultad ni un solo empleado al cual sobornar para conseguir sus datos. 174


—No, no vi a nadie —contestó, mientras cortaba un primer pedazo de carne. Pero tenía que verlos. Tenía que mostrarles la virgencita y, llegado el caso, contarles por qué la había desenterrado, qué había visto caer de ella, e incluso por quiénes debían preguntar si todavía estaban interesados en su contenido. Tenía que encontrarlos lo antes posible, para mostrar su buena voluntad y para evitar nuevas notas en los diarios, o por qué no —de Cadalso podía esperarse cualquier bajeza— en la televisión. Y mientras Traverso siguiera sin aparecer, pensó, cortando un segundo pedazo de carne, la única fuente de información eran los mellizos. —Paola, te hago una pregunta —dijo, cuando se despedían. —Ajá. —¿No querés ir al cine?

175



V



Unas pocas horas habían sido antes suficientes para que el Choclo y el Teto quedaran avisados de su presencia en el pueblo. En esta tercera visita Tomás pasó un día entero en Quitilipi sin que lo contactaran. Ni siquiera encontró la forma de hacerles llegar la nota que había escrito en la última estación de servicio. Tanto el almacenero como el intendente dijeron no haber visto el jeep en los últimos días, ni escuchado hablar nunca de mellizos en la zona. Don Celso se mostró igual de confundido. —¿Mellizos? —le preguntó, sin bajar del todo el periódico—. Primera vez que los oigo nombrar. —Viven en la estancia de la que usted me habló, don Celso. —¿En la estancia? ¡Pero si eso es un matorral! La reticencia que todo el pueblo mostraba habría bastado para disuadir a cualquiera. Tomás llegó a dudar de que el Choclo y el Teto fueran hermanos —de hecho, se parecían muy poco—, pero no se dio por vencido. Finalmente su ansiedad pudo más que su prudencia. A las cinco de la tarde del segundo día, preparó una pequeña mochila y salió en dirección al arroyo. Las múltiples huellas del jeep lo llevaron hasta la entrada de la estancia. Una vez allí saludó a las cámaras y en una rama colgó lo mejor que pudo una hoja rayada que en letras gruesas decía “Soy Tomás Andrada”. Después se sentó en una piedra y sacó el diario de la mochila; lo había llevado un poco para matar el tiempo y otro poco para mentirse sereno. Como no sabía cuánto iba a durar la espera ni estaba interesado en las noticias, hizo algo que jamás había hecho: empezó a leerlo de adelante hacia atrás y sin saltearse ninguna línea, como si fuera una novela. El tema de la novela era el presente, y el único esfuerzo que exigía del lector era que tardase menos de veinticuatro horas 179


en terminarla. El presente, por supuesto, es inabarcable, pero ¿qué cosa no lo es? Después de todo, alguien puede conocer perfectamente una ciudad sin necesidad de haber doblado en cada una de sus esquinas, y nadie cuenta sus millones de estrellas antes de sentir que ha visto la Vía Láctea. Se trataba de artículos y avisos sueltos, redactados de acuerdo con los gustos del público, los asuntos de moda, el humor de los periodistas, el azar, pero ese conjunto de fragmentos, pensó, tal vez fuera lo más parecido a una totalidad concebible: crímenes, accidentes, juegos políticos, coyunturas económicas, vicisitudes del deporte, estrenos teatrales y descubrimientos científicos que, tomados por separado, no eran más que contingencias, pero que juntos representaban con absoluta legitimidad el Todo del veintidós de febrero. Iba por la cuarta página cuando escuchó algo. Algunos minutos después, del otro lado del ramaje, aparecieron dos motociclistas en esmoquin y con metralletas en bandolera. No eran caras conocidas; amigables, mucho menos. Uno se bajó de la moto y caminó unos pasos hacia él con la metralleta en una mano y un papel en la otra. —¿Nombre? —Tomás Andrada. —¿Tiene invitación? —Soy de la familia. Los motociclistas se miraron. El que se había adelantado consultó el papel e hizo como que encontraba algo; después lo palpó de armas y se subió a espaldas de su compañero. Tomás miró la moto libre, indeciso. Nunca había manejado una, pero no podía ser mucho más difícil que andar en bicicleta. Apenas estuvo arriba los otros arrancaron. Hizo los primeros metros con miedo a caerse, le gustó, aceleró hasta alcanzarlos: era increíble lo rápido que se podía ir con tan poco esfuerzo. 180


Lo primero que iba a hacer cuando todo volviera a la normalidad sería comprarse una moto. La casa todavía estaba lejos cuando pasaron junto al primer grupo de borrachos. Eran dos hombres y dos mujeres en ropa interior, que se peleaban por subirse a un poni pintado de cebra. Una de las mujeres había logrado hacer caer a la otra quien, a pesar de tener cabeza y brazos arrastrándose por el suelo, se empecinaba en apretar las piernas alrededor del cuello del animal. En el resto del camino vio a varios grupos más, indiferentes al sol y compenetrados en algún tipo de lucha o de comercio. Un kilómetro a su izquierda alguien jugaba a despegar y aterrizar en una avioneta. En las escaleras, ya a la sombra, distinguió la figura alargada y mustia de Manito, con la cabeza en el regazo de una anciana en tetas —una de las cuales caía en cascada por sobre el cuello de aquél—. Parecía dormido. —Tomás Andrada —lo anunció uno de los motociclistas. —No me digas —contestó la vieja—. ¿Vos te pensás que yo tengo Alzheimer? Tomás se quedó parado hasta que la señora gruñó e hizo un gesto poco gentil con el labio de arriba. —Ponete cómodo, querido —le dijo. La casa dejaba escapar un sonido aún más estruendoso que la primera vez, aunque ahora rítmico, que duplicó su fuerza cuando la puerta se abrió. Dos chicos de diez años salieron corriendo, perseguidos por el rebenque que revoleaba una mujer de edad madura, y Tomás aprovechó para entrar. De inmediato vio su paso bloqueado por un grupo compacto de bebedores de whisky. La mitad eran asiáticos y llevaban sacos oscuros. La otra mitad hablaba de tú y vestía sacos blancos de lino. Apenas si lo miraron. Se sintió un poco cohibido por la modestia de su propia ropa —una camisa a cuadros, 181


jean y sandalias—, pero en ese momento alguien cerró la puerta y la oscuridad se volvió absoluta. Después de un rato empezó a ver que las cabezas se multiplicaban, una detrás de la otra, agitándose de una manera imposible de prever apenas un rato antes, en la modorra enrarecida de San José de Quitilipi. Las fue pasando con lentitud, en busca de la del Choclo o, en su defecto, de la del Teto. Las observaba con atención, aunque sólo por un instante y con aire distraído, porque no quería ofender a nadie. Los conversadores fueron quedando atrás, cerca de la entrada, y en su lugar aparecieron los bailarines, algunos solitarios, absortos en sus movimientos y con la mirada fija en un punto, y otros más sociables, arrastrando sus ojos y sus manos por cuerpos ajenos. A cada paso que daba hacia el centro de la casa, el volumen de la música y el aire acondicionado aumentaban. La búsqueda se volvió difícil, porque todo el mundo bailaba, lo que hacía imposible avanzar en línea recta o dar una determinada zona por recorrida. Era difícil moverse; todo se movía. Después de esquivar a un bailarín corpulento que vaciaba una botella de vodka en el aire, terminó junto a la barra. Pidió cerveza sin pensar, y volvió a pedirla con gestos al ver que el mozo, afantasmado por la luz, se inclinaba hacia él con aire interrogativo. Por lo rojo que estaba, su saco debía ser blanco. Se acomodó con su bebida a un costado de la barra, pensando que lo más prudente, a esa altura de su búsqueda, tal vez fuera dejarse ver. Nadie le prestaba particular atención, sin embargo. Aprovechó su invisibilidad para seguir observando, ahora más cómodo, casi tranquilo, como si tener una cerveza en la mano lo volviera inmune a un peligro que, por lo demás, no atinaba a formular. No muy lejos de él, sentados contra una pared, dos adolescentes muy flacos se agarraban del cuello y se besaban; sólo dejó de mirarlos cuando alguien lo golpeó y le hizo derramar 182


media cerveza. Apoyó la bebida en la barra, se limpió la mano mojada con la otra y le preguntó al mozo dónde podía encontrar al Choclo. El mozo volvió a acercar su cabeza, y él a hacer su pregunta. Como toda respuesta recibió una tarjeta: “Soy sordomudo”. En la parte inferior tenía una larga línea de puntos, en la que escribió: “Mojito”. Esperó. Lo probó. No estaba mal. Del remolino del baile salieron despedidas dos chicas que se reían y desbordaban de maquillaje y que, tras haberse acomodado en la barra, empezaron alternar las risas con miradas y cuchicheos. Trató de darles la espalda, pero pronto sintió un codazo en las costillas, que tuvo el triple efecto de dejarlo sin aire, hacer caer su mojito al suelo y avivar las carcajadas de las dos chicas. Hasta ese momento hubiera dicho que tenían dieciocho o veinte años, pero ahora notaba que no pasaban de los doce. Percibía cierto desencuentro entre el lápiz labial y sus bocas, entre sus párpados y las sombras violetas, un desencuentro que no se debía a un uso torpe o excesivo, como había creído en un principio, sino más bien a que sus rostros escondían aquí y allá, como ruinas de una civilización extinta, rasgos infantiles. Las bocas de las chicas se habían vuelto negras, y también sus dientes, e incluso parecían negras sus gargantas, aunque estaba oscuro y era difícil saber si eran las gargantas o que no se las veía. Una de ellas se llevó el vaso a los labios, y al reírse corrió por sus comisuras un líquido espeso y brillante como el carbón. El vaso de la otra estaba lleno de lo mismo. Tomás debió mirarlo por mucho tiempo, porque la chica terminó por ofrecérselo. Dudó entre irse y hacerse el distraído. Demasiado, dudó. Antes de que pudiera dar el primer paso, la que estaba más lejos le tiró el líquido en la cara. Primero lo atravesó el desconcierto. Casi de inmediato, aunque apenas por 183


un instante, el pavor. Era algo pegajoso y frío, pero dulce. El sabor le resultaba artificial y familiar —¿a chicle? ¿a helado?—, pero el olor tenía algo de humedad y de tierra. Las chicas no paraban de reírse. Se limpió como pudo alrededor de los ojos y, con el índice derecho, se señaló la cara delante del sordomudo. Como el baño era el único lugar iluminado de la casa, estaba repleto. Tres o cuatro mujeres de veintipico se peleaban por un lugar frente al espejo; otras dos, algo más jóvenes y teñidas de rubio, armaban sendas líneas de un polvo morado sobre la tapa del inodoro; un señor peinado a la gomina le dictaba a otro unos números. Al ver que Tomás se acercaba a la pileta, una de las mujeres le gritó, sin darse vuelta: —¡Acá no podés! —Me tendría que lavar —dijo él. —¡Salí de acá! ¡Andá a la ducha! Aunque por un momento lo pensó, la solución era demasiado extrema. Sacarse la camisa y lavarla tal vez fuera justificable, pero no se sentía preparado para meterse en la ducha con tanto público delante. Después pensó que junto a la ducha probablemente hubiera una canilla, y se acercó a ver. Pasó junto al inodoro en el momento en que las dos rubias terminaban de inhalar; lo miraron sin verlo, con la atención todavía en sus líneas. Había cuatro canillas, una al lado de la otra. Abrió la de más a la derecha, y el agua empezó a caer por la ducha; haciendo girar la siguiente, logró que saliera de un caño que había más abajo. Se quitó la camisa, puso la cabeza debajo del chorro. La bañadera se tiñó de gris. Le cayó un peso terrible en la espalda, se golpeó la frente contra los azulejos y, al darse vuelta para defenderse, vio que una de las rubias había agarrado a la otra del pelo y la guiaba hacia afuera con tirones cortos y secos. Después de salir fría por algunos segundos, el agua se había calentado; 184


cerró esas canillas y abrió las otras dos. Pasó lo mismo, o eso pareció al principio, porque luego empezó a salir casi hirviendo. —Te vas a quemar —le dijo alguien. Volvió a abrir las primeras. La mancha le llegaba hasta el ombligo, y se inclinó sobre la bañadera para echarse agua sobre el pecho. Era un método pésimo: el agua lo limpiaba por arriba y corría, sucia, a mojarle los pantalones. Entonces metió medio cuerpo en la bañadera, apoyando las piernas sobre el inodoro, sosteniéndose paralelo al suelo con un brazo y limpiándose con el otro. —Así te vas a cansar —le dijo otra voz. Era la mujer que había sacado de los pelos a la amiga. La miró de reojo mientras terminaba de lavarse, con miedo de que se le acercara. Era feísima. Los agujeros de su nariz apuntaban hacia adelante y eran más grandes que sus pómulos; la distancia entre la boca y el final del mentón hacía pensar en un desierto. Pero no era cuestión de prejuzgar. La mujer, después de todo, le había sacado de encima a la otra, y ahora le pasaba una toalla blanca, suave, con olor a sol, con la que terminó de limpiarse. —Gracias —dijo él, después de escurrir la camisa. —Wendy —le dio la mano—. ¿Sos distribuidor? —No... Antropólogo. Entraron cuatro adolescentes cargando a un quinto por los brazos y las piernas. Tomás apoyó la espalda contra la pared para dejarlos pasar y vio cómo acostaban el cuerpo en la bañadera y abrían la ducha. La única forma que ahora tenía de salir era caminando por encima del inodoro y del bidé. —No se despierta —dijo uno, cacheteándolo. —Déjenlo mirar a él, que es médico—intervino Wendy, agarrando a Tomás por el brazo. Se agachó y le tomó el pulso. No era fácil distinguirlo de las gotas de agua, que le golpeaban el brazo, el 185


hombro y parte de la cara, pero de todos modos parecía estar ahí. A los pocos segundos el desmayado abrió bien grandes los ojos, giró la cabeza en dirección a todos, se llenó los pulmones de aire y vomitó un líquido plateado que saturó la atmósfera de un olor acre. Tomás empezó a abrirse paso en dirección a la puerta. —¿Querés? —le preguntó Wendy, cuando pasaba junto a ella. Le ofrecía su mano, arqueada. Entre dos tendones se extendía una larga línea del polvo morado. —No, gracias. —Lo hago yo. —Lindo color. Tomás miró el polvo por un instante para darles credibilidad a sus palabras. —Dale. —No, te agradezco. Pero Wendy ya lo había agarrado por la nuca con su mano libre y, con una firmeza que ella tal vez considerara cariñosa, lo obligaba a olisquear la línea. Cortés, acobardado, inhaló lo más suavemente posible, y al terminar tosió un poco para sacarse lo que no hubiera entrado del todo. —Tomá, es un regalo —le dijo Wendy, metiéndole en el bolsillo del pantalón una bolsita atada con hilo de cáñamo—. Cualquier cosa llamame. Al cerrarse la puerta del baño, se descubrió en la oscuridad más completa y sintió frío. Aunque todavía estaba mojada, se puso la camisa. Después se acordó de que afuera era aún verano, y avanzó entre los bailarines y los borrachos hacia el rectángulo de luz que se dibujaba de manera intermitente en el extremo opuesto de la casa. Al salir quedó de nuevo ciego y tuvo que sentarse en la escalera con ambas manos sobre los ojos. Espiando entre 186


los dedos, reconoció a Manito, apenas cuatro escalones más abajo, todavía dormido en brazos de la anciana. —Hola, Manito —le gritó, y al escuchar su voz adivinó que hubiera preferido despertarlo de una patada. Manito se enderezó y se quedó mirándolo durante algunos segundos. —¿Qué hacés acá? —le preguntó. Sin darle tiempo a responder, abrió su celular y marcó un número. “Está Tomás Andrade... Andrade, el arqueólogo... Acá, en la casa... No sé, lo acabo de ver...”. Después se incorporó y le hizo un gesto para que lo siguiera. A los cinco minutos apagaban el motor del jeep delante de un rancho de adobe. No se escuchaba el más mínimo ruido ni corría una gota de viento. Incluso después de que Manito abrió la puerta Tomás estuvo convencido, por algunos instantes, de que ellos dos eran los únicos seres vivos en muchos kilómetros a la redonda. En el rancho un humo espeso ondeaba en cámara lenta y el sol, que había entrado con ellos, le recortaba un poliedro a lo oscuro. Sentía calor en la espalda y se preguntaba por el olor, inmóvil, hasta que la voz del Choclo los invitó a pasar. Al cerrarse la puerta, las figuras sinuosas del humo desaparecieron, reemplazadas por una niebla monótona, casi imperceptible. El olor era a flores y a pasto quemado. Habría unas diez personas, sentadas o acostadas en el piso, cada una con ojos fosforescentes y una pipa muy larga. Después de susurrar algunas palabras con Manito, el Choclo le ofreció a Tomás un lugar entre él y su hermano. —¡Primo querido! —le dijo en voz baja, cuando se hubo acomodado—. Llegaste justo. Probá esto. Una china alta le acercó una pipa y una cajita de fósforos. Tomás adivinó con los dedos que la pipa estaba 187


labrada y, al acercar la llama, vio surgir una selva en espiral de ideogramas, animales y plantas. Si era china, pensó mientras inhalaba, probablemente fuera de hueso. Cuando se dio cuenta de que no era marihuana, largó el humo. —Estamos de festejo —dijo el Teto, mirándolo—. Espero que hayas venido con ganas de divertirte... —Sí... —... y no con ganas de romper las bolas, como hacés siempre. —No... —Porque la poca paciencia que te tenía se me acabó hace tiempo. A menos de veinte centímetros de él, el Teto no le quitaba la vista de encima. Tenía los ojos llenos de sangre. ¿Se había arrancado los párpados? —¿Entonces? —siguió. —¿Entonces qué? —contestó Tomás. —¿Vos siempre fuiste imbécil, o estudiaste demasiado? Te estoy preguntando qué mierda querés. —Bueno, en realidad quería hacerles una pregunta... —Las preguntas a Manito. —¿A Manito? —¿Encima sordo? ¡¡A Manito!! —gritó—. A nosotros nos das o nos pedís. Buscó con la vista a Manito, pero había salido. Ninguno de los presentes pareció sobresaltarse por la actitud del Teto. Tomás, en cambio, tenía las manos listas para estrangularlo. No parecía difícil. Si lo agarraba bien, tal vez pudiera resistir los tirones y golpes de los demás durante un minuto, y un minuto seguramente sería más que suficiente. Pero si sus brazos estaban listos para acatar cualquier orden sin reservas, el resto de su cuerpo le impedía moverse. No era miedo, sino una especie de 188


deserción, como si el imperio de su yo hubiese perdido la lealtad de sus piernas, su torso y su cabeza. —Fumá —dijo entonces el Choclo—. No fumaste nada. Tomás fumó una vez más, tratando de que el humo no le bajara por la garganta. Tenía un sabor amargo y quemaba. —¿Te gusta? —le preguntó el Choclo. —Ajá... ¿Qué es? — La droga perdida de los incas. —... —Inti. —Ah, ¿ya floreció? Pensé que era algo chino. —Bueno, las dos cosas —dijo el Choclo—. En realidad la importamos de China. Fumala con ganas porque hasta dentro de un año no la volvés a ver. Ver, ya no veía tan bien, y lo que veía, además, le preocupaba cada vez menos, lo cual estaba lejos de tranquilizarlo. El Teto ya no parecía estar tan cerca, y algo había borroneado su cara, todavía sin pestañas. Pasaba lo mismo con las demás personas, casi todas acostadas boca arriba o en posición fetal, pipas y párpados medio caídos. Como ver, veía, pero sólo si se concentraba, y mientras tanto lo demás iba desdibujándose hasta desaparecer. En fin, no le importaba... Aunque no. Tenía que importarle. El mundo seguía ahí aunque ya no pareciera, seguían ahí Cadalso maquinando escándalos y los españoles tirándole letra y Traverso desaparecido después de haber estafado a quién sabe cuántos y la madre de Sofía con el cucharón en la mano recriminándole su imprudencia y Sofía preguntándole quién es esa mina al verlo con Paola en la calle... Tenía que concentrarse. Tenía que importarle... pero ¿qué? Tal vez lo mejor fuera enfocarse en algo simple, algo que no se moviera, como la luz que entraba por debajo de 189


la puerta. Era blanquísima y le flotaban partículas ¿de tierra? ¿de polvo blanco? ¿de inti? Extraño, que algo flote, pensó. ¿A qué peso flotan las cosas? ¿a un gramo, a medio, a un cuarto? ¿a un centésimo, un milésimo de gramo? Cruzó los brazos, dejó caer la cabeza sobre las piernas, también cruzadas. Así se sentía más firme y estaba más cómodo. —¿Qué nos querías preguntar? —dijo el Choclo. —A Manito. —Sí, a Manito. ¿Qué le querías preguntar? —Dónde están los españoles. —¿Qué españoles? —Hay unos españoles. Quieren la virgencita. —Y vos no se la querés dar... —No sé dónde están. —¿Los españoles? —Los españoles. —¿Y para qué los querés ver? —Por Cadalso. —¿Cadalso? ¿La arqueóloga? —Le pasan información. ¿Vos también fumaste? —Un poquito. ¿Qué información le pasan a Cadalso? —Salió en los diarios. Me quieren arruinar. —Por lo de los diarios no te preocupes. No va a salir nada más. —¿Cómo sabés? —Es muy complicado... Después preguntale a Manito. —A vos te pido. —Sí, a mí me pedís. —¡Te pido! —¿Qué? —Que Cadalso no me joda.

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—No te hagas drama, no te va a joder más. Ya mismo le ponemos una virgencita en el baúl del auto. Vos y yo tenemos que seguir trabajando juntos, ¿no te parece? El Choclo abrió su celular, marcó un número y pidió que le llevaran una virgencita.

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Pensó mosquito, pensó mi oreja: se despertó. El manotazo le había hecho abrir los ojos y unas ganas enormes de orinar. ¿De verdad tenía abiertos los ojos? Para no caerse, se puso en cuatro patas y avanzó en dirección a donde se imaginaba la puerta. Después de dar dos o tres pasos, lo detuvo una pared. Empezó a costearla hacia la izquierda, esquivando aquí y allá cuerpos dormidos. Al tantear una boca sintió un mordisco que, a pesar de haber sido más bien afectuoso, le hizo cambiar de rumbo. Por fin sintió un picaporte en la mano. Era una noche sin luna y sin viento. Ya parado, dio algunos pasos, se abrió el pantalón y escuchó el estrépito del chorro contra la tierra. Con el alivio se preguntó qué iba a hacer. No quería volver al rancho. Ahí afuera, sin embargo, no había nada. Las estrellas dejaban ver apenas el contorno de las cosas, y las cosas eran sólo pasto y árboles y selva. El único indicio de algo más era una especie de alboroto en sordina, que durante algunos segundos oyó sin escuchar y que despertaba vagas remembranzas de gente. Debía ser la casa, y aunque no lo fuera, era su única orientación. Escudriñó un sendero que las estrellas alcanzaban a iluminar por algunos metros y que apuntaba más o menos hacia el ruido. Lo anduvo durante un par de minutos, hasta que se empezó a cubrir de sombras. Al levantar la cabeza, apenas pudo encontrar algunos retazos de cielo entre el negro de los 193


árboles. Ya no distinguía siquiera sus pies pero, allá muy adelante, como al final de un túnel, se dejaba entrever, minúscula, una claridad. Caminó hacia allí con el paso vacilante, los brazos estirados y la cabeza entumecida. Nada se movía, salvo él. Ni siquiera se dejaban oír los insectos. Se acordó, casi con afecto, del mosquito, porque tenía miedo de caerse, de quedar inconsciente y de que ningún sonido lo despertara. Cuando finalmente estuvo del otro lado del túnel y levantó la vista, vio que había menos estrellas. Más adelante, por sobre un brazo de selva, se asomaba un resplandor amarillento. El alboroto, en cambio, llegaba desde un costado. A pesar de que ya no tenía dudas sobre dónde estaba la casa, prefirió guiarse por el ruido, que probablemente siguiera el camino con menos obstáculos. Diez minutos después la vio. El mundo volvió a poblarse de ventanas, de paredes, de palabras, de personas... Todo eso, que debía ser familiar, parecía también extraño. La casa seguía sacudiéndose con la música; los grupos de borrachos seguían correteando desnudos. ¿Cuánto tiempo había pasado? Como antes, entró a la casa sin que nadie reparara en su presencia. Era como entrar a un sueño, pero al de otro. No había andado más de dos o tres pasos cuando sintió una mano sobre el hombro —Manito, que le pidió con un gesto que lo siguiera—. Al llegar a una puerta, sacó una llave y la abrió. Adentro no había nadie. De hecho, era un cuarto diminuto y por completo vacío, o eso le pareció a Tomás hasta que Manito encendió una luz que dejó ver un agujero redondo. Era una escalera de caracol, que bajaron con cuidado, y que poco a poco fue transformando la luz anaranjada del cuarto de arriba en la blanca del sótano en que los esperaban los mellizos.

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—¡Primo! —lo saludó, incansable, el Choclo—. Bienvenido a nuestro santo san toro. Tenemos que hablar de negocios, pero lo primero es relajarnos. El sótano no tenía puertas ni ventanas. Era un ambiente grandísimo, que duplicaba bajo tierra la superficie de la casa sin una sola columna. Una pequeña mesa y sus seis sillas de acero eran el único mobiliario. Las paredes, el piso y el techo eran de un mármol negro, y también eran negros los almohadones de cuero desparramados en el suelo. En el extremo opuesto de la habitación, empotrado a una pared, un televisor dejaba escapar la lluvia gris de la falta de señal. Con la escalera a sus espaldas, Tomás se sentía en una colosal caja de zapatos. Además de los mellizos estaba sentada a la mesa la vieja sobre la que Manito había estado durmiendo, tan desnuda como antes. Ahora era ella la que dormía, con la cabeza recostada sobre un brazo. Dos laptops y una docena de revistas de marketing cubrían el resto de la mesa. En una de las tapas, Tomás reconoció el rostro del gerente general Gálvez. Hacía varias semanas que no se acordaba de él, pero sus ojos de serpiente y la cicatriz en cruz en el mentón lo volvían inconfundible. “Tradición ya no es una mala palabra”, anunciaba. —Ya está, eh —lo saludó el Choclo, ofreciéndole una silla. —¿Ya está qué? —Lo de Cadalso. Mañana al mediodía sale en todos los canales. —Ah. —¿Necesitás algo más? —No... Bueno, en realidad me gustaría contactar a los españoles. Para ver si puedo... —¿Qué españoles? —Los Andrada —contestó Tomás—. Los Andrade. 195


—Los de la herencia —acotó Manito, mientras tecleaba en una de las computadoras. —Ah. No, mirá... —dijo el Choclo, como apesadumbrado—. Yo te hubiera dicho la verdad, pero el que se encarga de las campañas es Manito. Yo nomás produzco... Hago. Hago que suceda. Con el Teto. Herencia nunca hubo. Necesitábamos a alguien que cavara. ¿Qué? Era delirante, y un derroche de esfuerzo. Si los mellizos no habían mostrado reparos en extorsionarlo, o en entregar ochenta mil dólares de la noche a la mañana, bien hubieran podido no andarse con vueltas. Sobre todo, habría sido más rápido. ¿Por qué no pedirle simplemente que cavara? —Te estarás preguntando por qué no te pedimos simplemente que cavaras —dijo Manito—. Te lo voy a decir con dos palabras: realismo psicológico. —Realismo psicológico —repitió Tomás. —Sí; es un concepto mío. Lo puse en Wikipedia. Esperá que te lo busco. Lleno de energía, Manito saltó sobre la casa y levantó otra laptop. Tomás esperó con la vista fija en la pantalla. —Acá está —dijo, después de un rato—. “El realismo psicológico es una fantasía creada por un sujeto, pero vivida de tal forma que en sí misma logra ser una realidad para la mente que la crea, estando tan llena de detalles que sería muy difícil de diferenciar con la realidad.” Debería decir “de la realidad”, pero se entiende, ¿no? —Qué maestro —dijo el Choclo—. ¿De verdad lo pusiste en Wikipedia? —En otras palabras, el mejor actor es el que crea su papel. Y para demostrarles a los inversores que las virgencitas son legítimas nos hacen falta los mejores actores. —¿Y por qué no contrataron actores? —preguntó Tomás, al cabo de unos segundos. 196


—Por lo que te digo. Además, los actores no saben cavar. —Lo que no entiendo es por qué me eligieron justo a mí. —Nosotros hicimos una convocatoria muy amplia, pero vos fuiste de los pocos que picó. Yo pensé que la gente era más curiosa. Certificados de nacimiento mandé veinticuatro: cuatro Arias, seis Olguín, seis Andrade, cuatro Herrera y cuatro Cadalso. Y a Cadalso hubo que incentivarla bastante. —Cadalso podría llegar a ser —se le escapó a Tomás, con algo de sorna—, pero en mis años jamás conocí antropólogos con esos apellidos. Para bien o para mal, somos bien pocos. —Arqueólogos eran sólo vos y ella. Para mí lo único importante, como te digo, era que supieran cavar y tuvieran más o menos los mismos apellidos, así no tenía que hacer tantas reuniones. Eso sí, con ustedes dos salió de lujo: cualquiera puede encontrar un cacharro, pero si lo encuentra un arqueólogo es otra cosa. Y ni hablar si después te acusan de habértelo robado. —La idea nunca fue difamarte —intervino la vieja, ahora despabilada—. Pero hubo que hacerlo. ¿Entendés? —No —dijo Tomás, tratando de no mirarle las tetas. —Son las reglas del mercado —siguió ella—. Cuando se lanza un producto es así. —Lo importante —dijo el Choclo— es que ya está todo resuelto. Tanta aclaración presagiaba un mal final. Como siempre, no había sido buena idea ir a la estancia. Y, como siempre, no era mucho lo que él podía hacer. Quizás irse, pero ¿cómo? En una de esas podría subir corriendo las escaleras, abrir de una patada la puerta y saltar arriba de una de las motos... O aprovechar la noche para esconderse en una de las avionetas —para 197


probablemente aterrizar en una finca aún más sangrienta...—. En realidad no era mucho lo que podía hacer, pero por lo menos hubiera querido saber a qué atenerse. —Les agradezco por la confianza —dijo—, y por haberme tratado con tanta gentileza… —No hace falta agradecer nada, primo —contestó el Choclo—. Igual ahora si querés fumamos la pipa de la paz. El Teto tocó un timbre, que despertó a la vieja. Se hizo un silencio y Tomás volvió a escuchar el televisor. El Choclo le sonreía. Manito revisaba resultados de Google. La vieja se había vuelto a dormir. Si se hubiera podido olvidar del televisor, el sonido le habría parecido el de un río torrentoso. Y si luego hubiera podido olvidarse del río y del sonido mismo, y de los mellizos y la vieja y las luces blancas y Manito, la sensación habría sido de mucha paz. El Teto volvió a tocar el timbre. Parecían aburridos. No él, por supuesto, que pergeñaba proyectos de redención. Ninguno resistía la menor contrastación empírica, pero cada uno ejercía sobre su mente un curioso poder sedativo. Se sentía andando una vez más en bicicleta por las avenidas de la Ciudad, como en sus años de estudiante, esquivando baches y puertas que se abrían sin aviso, pedaleando más fuerte ante el amarillo y subiendo a las veredas en los embotellamientos, con el imperativo metropolitano y suicida de no frenar nunca, y el estrés y la tranquilidad espiritual de estar cumpliéndolo. Su cabeza eludía todo tipo de obstáculos, y las de los demás se dejaban vencer por el sueño —salvo Manito, entregado a sus búsquedas—. El Choclo se había desabrochado el pantalón. El Teto, la espalda doblada, se restregaba los ojos con sus manos de dedos finos. Parecían a punto de dormirse pero, cuando la china del rancho apareció con una bandeja de pipas, todos, la vieja incluida, se apuraron a buscar una. 198


—¿Y? —le preguntó el Choclo a su hermano, cuando lo vio exhalar. —Mejor que el otro —dijo el Teto—. ¿Por qué no nos guardamos éste y les decimos que sólo llegó uno? —Guardé bastante, no te preocupes —dijo el Choclo, y se volvió hacia Tomás—. A vos, primo, ¿te gusta? Como si hubiera lanzado un conjuro, al asentir Tomás se convenció de lo que estaba diciendo. Lo creyó primero como certeza, y después con millones de matices que le atravesaron el cuerpo, colores, ruidos, cosas que alguna vez le habían dicho, aromas de otra estación, caras conocidas y extrañas... Todo ese universo que en el rancho, al fumar por primera vez, se había insinuado como posibilidad remota y dejado sentir apenas en el temblor de las manos y el pulso, ahora hacía erupción con una voluptuosidad que, sin embargo, se iba volviendo más y más suave. —Está bueno —repitió, esta vez para sí mismo. ¿Cómo podía el humo hacer de lo familiar algo extraño y de lo extraño algo familiar? Después de algunos segundos se adormeció, y junto con él todas sus sensaciones. También empezó a sentirse mareado. Se dejó caer en la silla, cerró los ojos. Tenía que pensar: ¿qué iba a hacer? Manejar los mil cien kilómetros, dormir, si es que podía, llamar a Sofía, trabajar a la jueza, volver a la línea... El mareo no empeoraba, era incluso agradable. Se hubiera dicho que no era un mareo, sino más bien unos brazos que lo hamacaban, un vaivén de mecedora, una madrugada en un bote en la costa de Haití, pero esta vez el balanceo era él mismo, él era el mar y sus movimientos, podía derramarse sobre las costas y sentirse volver. Como los mellizos, se había acostado boca arriba en el suelo.

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—Yo creo —dijo una voz, como salida de debajo del agua— que los primeros dos meses sólo van a vender en primera división y van a usar ésta. —Ésta —repitió otra, con un dejo metálico. —Después van a meter la cortada —siguió la primera—. Manito, ¿vos fuiste el que me contó lo del Mate Latte? —Sí. También hay limonada de mate, galletitas de mate... lo que quieras. En la cafetería de Stanford sólo vendían el Latte, pero en los supermercados encontrás de todo. Tomás había estado en Stanford una tarde, dando una charla. Era un lugar desolador, donde los estudiantes no encadenaban sus bicicletas y los ordenanzas, que vivían bajo la línea de pobreza, no se las robaban. Veía las bicicletas relucientes bajo el cielo sin nubes, la mayoría apoyadas contra una pared; otras rodaban en loop por caminos que nunca se tocaban con el horizonte, caminos de asfalto que no venían del pasado ni llevaban al futuro, puro girar en rotondas, puro desierto en el que una y otra vez lo visitaba el espectro en delantal de la madre de Sofía, con esa gente no hay que meterse, le susurraba y le servía tiramisú y él había pensado de qué me sirve que me diga esto ahora, y ahora que se acordaba, ahora que todo lo indeciblemente pequeño y grande de su tragedia se repetía, inclusive la admonición de su suegra y su delantal con manchas de aceite, volvía a preguntárselo. —Y la limonada, ¿tiene gusto a mate? —Tampoco. —¡Son unos genios! Vio un reloj sobre la pared y pensó que las agujas dan vueltas como las bicicletas en las rotondas, nunca se les pincha una goma o se les cruza una perdiz, van y vienen, se reparten y vuelven, como las cartas al salir 200


del mazo, y aunque siempre son las mismas es lindo ver cómo se mezclan y después mirar las de uno y empezar a jugarlas, esa regularidad, esa cadencia, esos silencios que sólo se notan al dejar de escucharlos, los dos días en Quitilipi, sus tres años con Sofía, el verano, una siesta larguísima en la que uno se descubre cuando alguien abre la puerta y la habitación se llena de afuera, de claridad anaranjada, la claridad del otro lado, la claridad del mundo. Y tanto veía ahora el mundo que era como si las cosas lo miraran a él. Se sentía incapaz de recordar o de olvidar nada, nada que él eligiera, por lo menos, y sobre todo se sentía incapaz de acordarse u olvidarse de sí mismo. Las cosas habían perdido esa magia que las hace naturales y permite distraerse; este presente al que estaba confinado era de nuevo pura luz de tubos blancos, un presente rígido y definitivo como un sarcófago, ¿el reloj de la pared tendría bien la hora? Levantó la mano, se acercó el suyo a los ojos y en vez de las agujas vio una mueca, el corazón se le aceleró, se había muerto, era él, lo miraban, ¿se le habían hecho de piedra los párpados?, detrás del cristal vio las agujas, se vio de nuevo mirándose sin verse, paralizado, caído fuera del tiempo, inexpugnable a todos y cada uno de los avances del segundero, y pensó: “Quizás fue así desde un comienzo”.

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Lo despertó el timbre. Frente a él vio la cara ojerosa de la vieja, que abría y cerraba la boca en un esfuerzo por reanimarse. Los mellizos y Manito también parecían volver del sueño. ¿Cuánto tiempo habían dormido? La luz blanca replicaba el ruido gris del televisor, ahora más intenso. Después de un par de minutos, volvió a aparecer la china, esta vez cargando una bandeja con cinco médanos blancos que deslizó con suavidad sobrenatural sobre la mesa. El Choclo había empezado a repartir unas pajitas. —Bueno, ahora sí —dijo después, como si hubiera recuperado la energía ante la simple visión de la bandeja—. Hablemos de trabajo. Sin más preámbulo se tragó su línea. El Teto y Manito ya habían hecho lo propio, y ahora le tocaba a él. Levantó la pajita con miedo: nunca había tomado tanto de una vez; de hecho, hacía años que no tomaba en lo más mínimo. Excusarse no era una posibilidad, por supuesto. Tampoco podía hacer como que inhalaba y no inhalar, como había intentado horas atrás con el humo. Entonces se acordó de la bolsita morada. —Tengo esto, si quieren —dijo, sacándola del bolsillo. —¿Qué es? —preguntó el Teto, sin moverse. —Es el invento de Wendy —dijo Manito, levantando la vista de su laptop.

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—¿Nos querés envenenar a todos vos? —preguntó el Teto—. ¿No sabés que es tóxico? —Tirá eso, primo, que te va a poner violento —le dijo el Choclo. La vieja había aprovechado la confusión para hacerse de la bandeja y, tras acabar su ración, la empujó hacia al Teto. Después de una vuelta completa, sobraba una línea. Ya fuera por distracción o por prepotencia, el Teto pasó este dato por alto y la hizo desaparecer. —Lo que te queremos ofrecer —dijo entonces el Choclo— es un trabajito de un año, veinte mil dólares al mes. —¿Trabajo haciendo qué? —preguntó Tomás, y se arrepintió de inmediato. —Para armar la campaña del inti. —Pensé que ya lo tenían resuelto... Por supuesto, que él hubiera estado equivocado no servía de excusa para rechazar la oferta —aunque, por otra parte, sí era signo de una falta de juicio que tal vez lo volviera un empleado poco deseable—. En todo caso, tenía que elegir muy bien sus palabras. —Más o menos —siguió el Choclo—. El inti es la droga del año que viene, eso ya marcha. Pero como quedaron contentos nos ofrecieron otro contrato, y ahora también tenemos a cargo el lanzamiento. Con el Teto pensamos que vos nos podrías asesorar como arqueólogo. Por ahora tenemos las dos notas sobre la virgencita —la de El Porvenir y la de un diario tucumano—, pero nos haría falta más material... En algún momento quisimos trabajar con Cadalso, no te voy a mentir. Pero no nos pareció de confianza. Vos, en cambio, nos caés simpático. Tomás nunca había sido bueno para recibir cumplidos. Por otra parte, la luz y el ruido del televisor parecían haberle vaciado la mente. —¿Entonces? —le preguntó el Teto. 204


—Lo que pasa es que en la facultad tengo dedicación exclusiva... —¿Qué? —Dedicación exclusiva —dijo Tomás—. Quiere decir que por ley no puedo aceptar ningún otro trabajo. —No te preocupes —siguió el Choclo—. El horario es flexible y las oficinas las tenemos allá. Además, casi todo lo que hay que hacer lo podés hacer desde tu casa. A la estancia sólo vendrías un par de fines de semana en todo el año, y por unos ocho o diez días cuando sea el lanzamiento. —Es que, sinceramente, no creo que yo sea la persona más adecuada. —No te hagás el modesto que sonás arrogante — dijo el Teto. —No es modestia —contestó—. Yo de campañas no sé nada. Además, siempre fui muy distraído, y ahora encima estoy pasando por una etapa de mucha confusión, con mi vida, con mi pareja... —Los problemas personales guardátelos para vos —lo interrumpió Manito. —Estoy seguro de que hay gente mejor calificada que yo —siguió Tomás—. Hasta donde yo entiendo, Cadalso es una persona seria, metódica... —Cadalso va presa en un rato, así que olvidate —dijo el Teto—. Si conseguís que alguien te reemplace, bien. Si no, hacete cargo. ¿O no fuiste vos el que nos pidió que le metiéramos una virgencita en el baúl a la trola esa? Uno de los tubos fluorescentes parpadeaba. ¿Había estado así desde un principio, sin que él se diera cuenta? —¿Y de dónde sacaron otra virgencita? —preguntó. —Tenemos varias —dijo el Choclo—. Vos tendrías que ir pensando dónde colocarlas, y después cómo ir encontrándolas más o menos rápido sin que nadie sospeche. No hay que usar todas, pero por lo menos un 205


par más: una con hojas de coca y otra con un mejunje que le dicen ayahuasca. Ahora todo tiene que ser local y orgánico, ¿viste? Y después nos va a hacer falta alguna teoría. Nada académico, algo que pueda publicarse en revistas, y que explique por qué el inti estuvo perdido tantos siglos. —Perdón, pero yo sobre colocar no sé nada. Yo... no sé cómo decirles... Lo mío es extraer. Además, esas cosas nunca funcionan. Si un objeto es falso, los expertos se dan cuenta en dos minutos. —Las virgencitas son auténticas, si es a eso a lo que te referís —contestó el Choclo—. Se las compramos a un coleccionista peruano, y bastante caras. Sólo hace falta rellenarlas. —Acá es todo real —acotó el Teto—. No te confundas. —Es que no se puede ponerlas en un lugar así como así... Se va a notar. —La que vos desenterraste —dijo Manito, ahora sin levantar la vista— la puso el plomero que viene a mi casa, y ni cuenta que te diste. —Les voy a ser honesto: no puedo. Es una debilidad moral mía, una estupidez, como lo quieran llamar... Pero no puedo ayudar a vender droga. —¡¡¡Ahhh...!!! Ya me la venía venir, yo —dijo el Teto—. Un santo. Flor de puto, eso es lo que sos. —Los arqueólogos tampoco son muy nobles que digamos —contribuyó Manito—. Básicamente son saqueadores de tumbas. Tomás no sabía si asentir o defenderse. Optó por esperar. —De hecho —siguió Manito, envalentonado— a vos te encontré cuando leía una nota bastante macabra que salió en el diario, sobre unos cadáveres enterrados en el arenero de una plaza o algo así. Nosotros por lo menos dejamos en paz a los muertos. 206


—No somos cómplices del Estado, como vos —agregó el Teto—. Si trabajáramos para el Estado, seríamos Roche o Bagó, y vos ahora tendrías que pagarnos cualquier cosa por los remedios que vas a necesitar cuando te cortemos los seis miembros. —No es para tanto, caballeros —intervino el Choclo, levantando los brazos—. Vos, Tomás, pensalo, pero desde ya te aclaro que nosotros no somos ningunos narcotraficantes. Ojalá. Somos contratistas y vos serías un consultor externo. Así que tomate unos días, discutilo con tu mujer y después conversamos. Volvió a sonar el timbre. La china le ofreció la mano y lo acompañó hasta el jeep. Era una mano suave y fría. Veinte minutos más tarde lo dejaban frente al almacén de Quitilipi. Vio el jeep alejarse, levantó la cabeza: clareaba. “Don Celso –pensó– todavía debe estar durmiendo”. Cruzó hasta la plaza y se acostó en el banco de siempre.

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Puentes, errancias, exilios. Volverse otro. Lugares de cruce o desencuentro literario. ¿Qué hay más allá de la prudencia del mapa?



El fin de la noche, constelación de narrativa y poesía hispanoamericana. Con publicaciones de cuidado artesanal y soporte imperecedero, el sello integra la tecnología de edición más avanzada –impresión bajo demanda, libre acceso de lectura online y distribución digital internacional que permite que los libros estén siempre disponibles– a la delicada paciencia para el armado de cada título. Que los libros luminosos jamás se agoten.

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