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VARIACIONES SOBRE UN TEMA INASIBLE



Alejandra Jaramillo Morales

Variaciones sobre un tema inasible


Jaramillo Morales, Alejandra Variaciones sobre un tema inasible - 1a ed. - Buenos Aires : El fin de la noche, 2009. 116 p. ; 20 x 13 cm. ISBN 978-987-1491-11-7 1. Narrativa Colombiana. 2. Relatos. I. Título CDD Co863

Ilustración de tapa: “Árbol del conocimiento”, collage de María Cristina Ochoa

© Editorial El fin de la noche, 2009 Buenos Aires, Argentina ISBN 978-987-1491-11-7 Editorial El fin de la noche Hecho el depósito que previene la ley 11.723 Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a: info@elfindelanoche.com.ar www.elfindelanoche.com.ar


Índice Dedicatoria ALICIA AL BORDE DEL ESPEJO SOÑADOR DIURNO VIAJERAS POÉTICA INFANTIL HACEDORA DE PRESENTE CONTRABAJO PARÁBOLAS ESPACIAL OTRA PARÁBOLA ESQUINAS ACUÁTICA ARCO CORPÓREO VUELO LÓGICA DE UN BESO INTERMINABLE CÁMARA ANDANTE CLAUSURA CONCIERTO #5 PARA PIANO Y ORQUESTA CUADROS TE VINO PERSIGUIENDO CUERPOS JUGADOS APROXIMACIÓN A LOS LÍMITES LA TRISTE FIGURA DE UN MAPA EN UN CAJÓN DE UNA PINTURA A UN CUADRO QUINCE VENECIA VILLA D'ESTE O EL JARDÍN DE LOS PLACERES SOBRE CÓMO ESCRIBIR UN CUENTO SOBRE EL DESAMOR O HISTORIA DEL AMOR ABSOLUTO O CRÓNICA DE UNA HISTORIA QUE NUNCA TERMINA DE CONTARSE DONDE SE HABLA DE UNAS MANOS MÁGICAS

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A Benito del Pliego, mago de este libro. A FabiĂĄn, MatĂ­as y Libertad, mis certezas e incertidumbres. A Diego y MarĂ­a Elena, mis alas y mis tropiezos.

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ALICIA AL BORDE DEL ESPEJO

A mis primas

Recomponer imágenes diversas, búsquedas de una identidad inalcanzable es uno de los actos más valientes e ilógicos de toda creación. A veces me parece que vivir es como estar perpetuamente llamada a habitar un cuarto forrado de espejos, de una infinidad de caras posibles de uno mismo. Caminar por un museo en que todas las obras de arte son una repetición de nuestro cuerpo, una insoportable reflexión de nuestra inmanente pequeñez. Y sin embargo, no hay nada más llamativo y delicioso que sucumbir al deseo de mirarse, de recorrer nuestra imagen, ver ese cuerpo moverse allá en los límites planos y concéntricos del espejo. La verdad es que yo siento que en el espejo me vuelvo insensible, que los dolores que albergo desaparecen. La de allá, la del espejo, y no le tengo miedo como tantos otros, soy yo sin lógicas, sin sensaciones, sin coherencia. Y entonces, cuando descubro que todo está claro, que la de acá vive y la de allá desvive, muevo el cuerpo de acá y el de allá me sigue, y me parece que es la de acá la que sigue a la otra, y así decido hundirme en la fantasía de no ser una sola, de ser las dos, las infinitas imágenes que pueden haber quedado de mí por el mundo. Pienso que no en vano un enamorado famoso quiso comprar un espejo en el que vio reflejada a su 11


amada por el lapso de una hora: ella ya habitaba allí. Y entonces aparece esa duda metafísica por la esencia, por cuál es la verdadera yo. Me pregunto si yo soy yo o soy un nombre o un cuerpo, o una imagen, o la suma de todas esas contingencias que parecen demostrar que existo en el mundo. Esas contingencias que han marcado la vida de otros seres que también me persiguen sin estar, que se paran en los espejos cuando tengo deseos de verme a mí misma, es que a veces la imagen del espejo me traiciona, veo a otros en mi lugar. Algunos creen que es amor; otros, locura. La mano de la niña, insistente, busca traspasar el espejo. Está en la edad en que el universo existe sin opuestos, sin la noción que adquirirá con los años de que hay leyes que rigen y ordenan las intrincadas sensaciones, deseos y realidades de nuestra vida diaria y de nuestros sueños. Y entonces aparece la otra pregunta, quizás no metafísica, ¿o sí? De por qué tenemos que aprender el orden, por qué no podemos seguir viviendo en ese lugar de la inconsciencia en que las cosas no tienen explicación y sin embargo son y pueden ser así, sin preguntas, sin respuestas. La historia es así: la niña ha visto un número infinito de veces, mientras su madre espera que se duerma, una película en que otra niña pasa a través de un espejo, una niña que se duerme, y que despierta en el lugar de lo imaginario. Donde las cosas suceden en una concatenación imposible del tiempo. Entre conejos afanados y reinas de corazones. De tanto ver esa película, entre dormida y despierta, la niña espera un día dormirse y despertar del otro lado de la realidad, en ese universo en que es posible ser tan pequeño y tan grande como podamos imaginarnos. Y es que todos, aún quienes 12


no han visto nunca la película aquella que la madre odia, hemos vivido esa necesidad inmensa de descubrir el otro lado del espejo, el lugar de nuestras fantasías. La imagen es perfecta: la niña parada frente al espejo, estirando su mano, intentando traspasarlo para encontrarse con un imaginario que ella no sabe que está de este lado del espejo, dentro de ella misma. Es que de niños no sabemos que la fantasía no es un lugar por fuera de nosotros. La niña sabe que el abismo que va de su cuerpo a ese otro, al que su mano se asoma, es el espacio que necesita recorrer para caer al otro mundo. ¡Como si no fuese suficiente estar en éste para encontrar lo más ilógico, lo más excepcional! Pero la magia está en creer, la magia es el acto valiente de buscar lo desconocido. La niña, a su temprana edad, ha dado el paso hacia la inmensidad de su imaginación, ha tocado el frío cristal en el que su vida explotará en millares de imágenes posibles. La página en blanco centellea como el espejo a la luz del sol. Rayos serpenteantes que se aglomeran formando una imagen única de lo inasible, imagen posible de lo que no se puede ver. El arte resumido en nuestra mirada, en el abismo de la primera nota, del primer párrafo, de la primera gota de óleo. Cada ser llamado a su propia mirada, seducido por la magnitud de su vacío, de esa indescriptible brecha que se abre entre uno y uno mismo. La ilusión de reproducirse total en una obra de arte; la suerte de no ser nunca completo. El arte estallando como cristales traspasados por manos inocentes, por un sinfín de manos que se acercan al espejo para verse allá; imagen de lo que está acá. Es el espejo en que me miro para descubrir dónde quedé yo, quién me nombra, dónde estoy. Es mi mano que se 13


vuelve hacia mi piel, que interpreta con ella la melodía más triste, la más sabia, notas desvaneciéndose entre las piernas, miel que recorre las manos, labios que se evaporan. Es mi palabra que no sabe salir del espejo y quiere encontrar la otra cara de su silencio, la mirada que se quiebra antes de ver. Es estar al borde del espejo, recorriéndolo, intuyendo que no hace falta traspasarlo, sabiendo que siempre estamos de los dos lados de la luz.

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SOÑADOR DIURNO

A Carmen Lidia Cáceres

Soñar no cuesta nada. Y sin embargo estamos siempre caminando por las calles de esta ciudad, tratando de entender lo que pasó, la terrible miseria de los sueños acribillados, las primaveras asesinadas, la ausencia de los que nos inventaron. Es que nada se borra, esta historia que callamos hoy, que intentamos olvidar es indeleble, está escrita en las paredes de esta ciudad, son manchas que se extienden por las calles, paredes rasguñadas, gritos que todavía retumban en medio del silencio en que crecimos. Seguir viviendo y creer que no hay opción, y sin embargo entender que nuestros padres no están más, que para ellos sí hubo opción: la muerte. Abro los ojos cuando salgo a la calle, doy miradas alrededor y veo los rostros de la gente que se confunden con mi sinsabor, con la triste evidencia de que cada instante es la demostración de nuestra impotencia, quiero caminar de ojos cerrados, borrar las imágenes de la muerte, ir por el mundo sin historias, sin saber de dónde se viene ni a dónde se va, así como vivieron los que ya no están. La verdad es que haber crecido en la clandestinidad fue lo verdadero, ya no sabemos quiénes somos, cuál es el nombre que realmente nos nombra, de dónde venimos. Pero acá estamos, seguimos andando por este universo en el que los sueños no cuestan nada 15


porque no existen. Y no es que tengamos mala imaginación, que nos falte aire para soñar, es que nos trajeron a un lugar y un tiempo en que no hace falta pensar, en que las cosas se deciden por medio de computadores, en que los sueños vienen en C.D. ¡Y hace tan poco tiempo que se fueron! Todavía podemos sentir las caricias y las sonrisas de esos seres que creyeron en el cambio. Eran los padres más valientes, los más fuertes, los más soñadores, los más ausentes, y aún así queremos vendarnos los ojos para seguir viéndolos, para seguir caminando por los corredores interminables de esas cárceles en que ellos alucinaban con un país para nosotros, un país en que íbamos a vivir con los ojos abiertos, y nos dejaron los ojos, pero faltan las vendas. Se fueron y no nos enseñaron a soñar ni a olvidar. Un hombre de piel oscura e intensa abre sus ojos negros infinitos para decir que no, que todavía no lo despierten, que está soñando con Fidel y con el Che, que está en medio de una de las más grandes congregaciones de soñadores de la historia. Y la mujer, poseída por un amor inexplicable, le dice que siga soñando, que en diez minutos vuelve para despertarlo. Ella trabaja para que él sueñe, es que en verdad estaban en la época en que era más importante soñar que trabajar. Era el momento en que se tenía hijos para inventarles un futuro diferente, para entregarles el otro país, ese que estaban inventando. Y entonces las cárceles, y las barrigas gigantes de los niños sirviendo de emisarios, cartas de amor clandestinas que se deshacían con el baño matutino del día siguiente, cartas que quedaron para siempre gravadas en los cuerpos de quienes las escribieron porque la muerte las guardó con ellos, en los cuerpos de quienes las recibieron 16


pues el amor las ató a sus carnes, y en los cuerpos de quienes las portaron porque todavía hoy siguen tratando de leer los rostros de sus padres en sus propios cuerpos. Sin duda, vivimos descubriendo en nuestras miradas las trazas de quienes nos inventaron. Pero es que no es tan fácil. Somos un sin número de historias, palabras que llegaron sin que lo supiéramos, aires que respirábamos entre la inconsciencia. Y ahora me pregunto cuándo comenzó esta historia, cuándo me encontré entre las voces de toda esta gente muerta, gente que se adentra en mis pensamientos. Es que no puedo dejar de escribir todo lo que me asusta, escribo para contar que me duele el miedo de los que ya no soñamos, que me duele caminar en otras calles pensando en esas otras cubiertas de sonrisas ausentes. Tantos desaparecidos, y no es posible ni contarlos. La eterna pesadilla, gente que no vuelve, gente que deja su aroma, sus cosas, sus ilusiones y se pierde entre los caminos de ese país voraz que los consume. Yo quiero alcanzar el sueño, quiero aprender a inventar futuros, que no me duela la muerte, que no le tema. Quiero ser la sonrisa de mis muertos. Quiero escribirlos hasta que pueda revivirlos. Hasta sentarlos en mi mesa para que me cuenten qué se siente morir por los sueños, qué significa la esperanza, quiero que me ayuden a recuperar lo que se ha ido, la vida, las ganas. Y sin embargo, somos tantos los que seguimos caminando por estas calles, pidiendo un poco de vida, un poco de tolerancia, creyendo en lo que ya no existe, cerrando los ojos para reencontrarnos con sus miradas, con su inmensa fe en la vida, con la incontrolable manía de querer cambiar el mundo. 17


Si la sonrisa se agota estamos perdidos, pensaba, y trataba de escribir un cuento que hablase de sonrisas recuperadas, pero parece que la vida nos las sigue negando. Y sin embargo, cada maĂąana salimos de la casa con una leve abertura de labios, esperando que hoy sea el dĂ­a en que aparezca en alguna esquina un ser tan grande y tan bello y tan triste y tan valiente que nos traiga la esperanza. Y por favor: ÂĄque ese ser seamos nosotros mismos!

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VIAJERAS

A Claudia Barón y Daniela Flesler

Esto es como el exilio, dijo, mientras la otra la miraba con una cara de horror y respondía: no, estás loca, el exilio es otra cosa. Entonces se quedó mirándola fijamente, esperando una explicación, y esperaron mucho tiempo pensando en silencio, y luego pasaron muchas noches de cerveza y cigarrillos procurando dar un nombre a la situación en que vivían. Encontrarse es algo infinitamente maravilloso. Vivimos conociendo gente, especialmente las personas que escogimos la vida de andantes, de viajeros, cada lugar es una infinidad de personas nuevas, y sin embargo no hay muchos encuentros, suelen ser muy escasos. Y por suerte los encuentros aparecen, totales, explosivos, rostros en que podemos leer nuestras esperanzas y nuestras experiencias. Es un café que sabe completo, que tiene ese aroma indescifrable de tranquilidad, de plenitud. Un café que nos va llevando hacia las palabras, y entonces empezamos a hablar, a abrirnos, a ver el espejo fragmentado y plural de los rostros en que confiamos, empezamos a reconocernos en los deseos que nombran a las personas que tenemos al frente. Desde que tenía siete años estaba ahorrando para irme a vivir a París, dice con el más grande de los orgullos, ¿verdad?, Yo me la pasaba escribiendo 19


cartas a mi madre en las que le hablaba de viajes lejanos y de retornos. Increíble, soñábamos con este momento, y aquí estamos, lejos y sin saber cómo regresar. Es que uno no sabe, hasta que se va, que lo que está buscando lo lleva adentro, y no está mal irse, vos sabés que todo esto es muy importante, que crecimos tanto en estos años. Y entonces por qué nos preguntamos tanto por el regreso, por qué tanto temor, dónde quedó el boleto de vuelta. Ahí está la dificultad, ¿me entendés lo que te digo? Salimos pensando que no había boleto de regreso, fuimos nosotras quienes inventamos la historia esta de no poder volver, como si no estuviésemos totalmente atadas al deseo de reencontrarnos con la de allá, con la mujer que dejamos en nuestras ciudades, con la amante de esos hombres imposibles que nos impiden la vuelta. No, no, no puede ser que sean solamente ellos, tiene que haber algo más, son más fantasmas los que nos circundan, pensá un poco más, pará por un instante y pensá lo que significó vivir entre el pánico de los desaparecidos, de las muertes constantes. No sabés lo que es eso, mirar un noticiero y sentir que se te cierra el estómago, que preferís olvidarte de quién sos, y te montás en un avión para vivir otra realidad, para estudiar, para amar con más tranquilidad. Y qué pasó, por qué fracasó el proyecto este, nos preguntamos sin cesar. Queremos entender por qué no podemos olvidar, por qué llevamos adentro esas marcas imborrables de nuestras ciudades, de la manera en que somos allá. ¿Sabés una cosa? Cuando llega el invierno y me puedo vestir con pantalones y sacos de lana me siento otra vez yo, vengo de tierra fría. ¡Qué tonta sos! No sabés lo lindo que es el verano, como extraño mis vestiditos 20


cortos, mis ensaladas de arroz. Y poco a poco vamos dejando de saber quién es quién. Aprendemos a vivir en una mezcla de personalidades, hablamos el español más neutro del mundo, nos nutrimos de la vida de las otras, compartimos la ausencia, la nostalgia, las novedades, este universo sin lógica que es el exilio voluntario. No podría imaginarme esta vida, la de acá, sin ellas. Tal vez lo que pasa es que estamos empezando a entrar en esa etapa de la vida en que necesitamos compartir experiencias. Es esta segunda adolescencia, esta etapa de decisiones, este momento en que por primera vez descubrimos que el tiempo existe, que nuestros cuerpos ya no están ni tan firmes ni tan nuevos, que estamos encarando la vida, lo que nos queda que en realidad es bastante, y queremos hacerlo bien, queremos tener la certeza de que aprendimos de todos lo errores de los últimos años, de los amores tortuosos que nos enseñaron a querer. Todo esto es como sentarse frente a otra mujer, una de esas que aprendemos a querer de la manera más impresionante e incondicional, una de esas personas a las que llamamos amigas, pero que son más que eso, son hermanas, son imágenes de nosotras mismas narrando historias disímiles, historias encontradas, y ver cómo ellas también se preguntan por lo que pasó, por esta tonta manía que aprendimos de darlo todo por amor, de olvidarnos de nosotras mismas. Queremos encontrar el momento, el imperativo en el que nos dijeron que la vida es poseer, que sólo se ama si se cela, que se vive para tener. Y por suerte nunca nos dijeron que no cuestionáramos todo, aunque quizás sería lo más fácil, y por eso ahora, en estas largas noches en vela nos dedicamos a la ardua tarea de 21


entender, de explicarnos quiénes somos, por qué tanto amor, por qué tanto abandono, por qué tanto cuidado, por qué tantos dolores que no entendemos, por qué los muertos, por qué los miedos, por qué la fuerza que nos mueve. Entonces sabemos que estamos grandes, y pensamos en todo lo que nos falta. Y queremos inventar otra vida, buscamos entender que el amor es libertad, que sólo así puede existir, que no hay obligaciones, que no hay nada que nos pueda detener. Y sin embargo, esos amores de antes nos acorralan, ¡como si muchos otros hombres no hubiesen pasado por nuestras vidas! Nos sentamos a hablar y todas las conversaciones terminan allá, en ese lugar nítido, esa sensación que no se quita, esa piel que aún podemos oler, esas miradas que nos hicieron mujeres. Y los vemos, y deseamos que sean felices, pero quisiéramos que volvieran, que nos dijeran que no hubo nadie más, que nosotras somos las elegidas, y sabemos que eso no es así, que ni siquiera nosotras los elegiríamos a ellos, que ahí sí que no hay regreso. Yo las miro, y ellas se miran entre sí y me miran a mí y sabemos que podemos entendernos perfectamente. Que cuando caminamos por las calles y vemos niños pequeñitos nos emociona pensar que un día serán los nuestros, y nos alegra que fuimos íntegras y decididas, y llegamos hasta este lugar en la vida sin cometer esos errores. Hablamos de la crema de los ojos y de lo que las abuelas decían, nos preguntamos por el arte, por la vida. Hoy hice arepas y sentí que era mi abuela, a mí también me pasa, es que las abuelas nos dieron la lógica, la sagacidad, de ellas aprendimos a ver el mundo, nuestras madres eran tan jóvenes, y sin embargo ahora de una u otra forma 22


somos como ellas, y queremos ser diferentes, y eso no significa que no las admiremos, significa que tenemos un proyecto de vida propio, con principios nuevos, con más tolerancia, con menos entrega, con toda la libertad y todo el amor. Escribir es siempre, de una u otra forma, escribir cartas de amor. Esta carta tiene tres destinatarias, una de esas soy yo misma, y sin embargo las destinatarias se multiplican, es que somos plurales. Somos todas las mujeres que nos rodean, nuestros padres amados, nuestros primeros amores, las palabras con que intentamos explicarnos, nuestros amantes y sus caricias, el momento de llanto en que recordamos que un día estaremos lejos, que se habrán acabado todas las conversaciones, o mejor aún, que las llevaremos adentro. Escribir es inventar el camino de regreso, ése que no existe, ése que vamos intuyendo desde que nacemos, ese que nos quieren enseñar y que no pueden. Es que parecería que la vida es un camino de regreso hacia un lugar desconocido. Nosotras vivimos en la pregunta, y vivimos en la marcha también, buscamos las respuestas de esta distancia interminable, vamos descifrando nuestras propias miradas, nuestros cuerpos, nuestros deseos. Recomponemos las imágenes de nosotras mismas, nos mezclamos con las de las otras, hacemos un collage para entender cómo somos, cómo amamos, y en esta intensidad de la palabra, de la búsqueda que nos congrega, estamos muy cerca de encontrarnos con la vida, con el instante, con la explosión permanente en que quisiéramos vivir. Ahora sabemos que la vida es preguntar y no esperar respuestas.

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POÉTICA INFANTIL

A Andrés Morales

Ven a ver el atardecer que tengo conmigo –dijo mientras tomaba de la mano a su padre para llevarlo fuera de la casa–. El padre se levantó de su silla y la acompañó, maravillado por el asombro de su pequeña hija. El cielo estallaba en colores diversos, era uno de esos atardeceres indescriptibles del Caribe. La niña, luego de entregarle el atardecer que traía consigo a su padre, decidió seguir jugando a la pelota con sus amigos. La vida era así para ella: juegos, dibujos, atardeceres, una infinidad de cosas que aún existían como parte de ella misma. El padre, quien no podía recuperarse de la fascinante escena que acababa de presenciar, regresó a la casa, se sentó en la misma silla de antes, encendió un cigarrillo y se dio a la tarea de entender lo sucedido. La verdad es que esta historia del atardecer no era totalmente nueva, él ya sabía que su hija tenía esa maravillosa facultad de descubrir cosas hermosas en la naturaleza. Lo increíblemente asombroso era la manera, totalmente desprevenida, en que ella venía a presentarle un atardecer que traía consigo. No eran unas palabras cualquiera, no dijo ven a ver el atardecer, dijo ven a ver el atardecer que tengo conmigo. El padre quería entender la forma en que su hija concebía el mundo, con esa actitud absolutamente poética, un mundo que no estaba fuera de 24


ella, como si la magia la lleváramos adentro. Y sin embargo era tan difícil. A su edad los atardeceres están allá, en el horizonte, y es inconcebible pensarlos como un objeto, algo así como papá mira la rosa que tengo conmigo, o como un estado de ánimo papá mira que tengo tristeza, la distancia que tenemos con el universo es insalvable cuando somos adultos. Pero lo que le seguía llamando la atención era lo poético de la frase, papá ven a ver el atardecer que tengo conmigo. Como mariposas obstinadas en tocar la luz, estas palabras siguieron revoloteando en la mente del padre, por muchas horas. Quiso salir a buscarla y pedirle que le explicara lo que había dicho. Preguntarle qué había querido decir cuando pensaba que tenía un atardecer, y preguntarle también dónde lo tenía, quizás en los bolsillos, en las manos, escondido debajo de la cama. Preguntarle también desde cuándo se dedicaba a cargar atardeceres. ¿Y la poesía?, se preguntó por fin. Tal vez ésa era la respuesta a su interrogante, tal vez las palabras de su hija nacían de un estado del alma en el que todas las cosas son poéticas. Entonces salió de nuevo a la calle, y la vio corriendo, ligera, tratando de atrapar una pelota que volaba por el aire. Tal vez podía preguntarle qué significaba eso, cómo era la sensación de ver volar la pelota, tal vez indagando en la mente de su hija podía crear una poesía pura, sin contaminaciones ni prejuicios. Después de unos minutos de observarla entendió lo absurdo de sus deseos. No era posible preguntarle nada, su pequeña hija hablaba desde ese lugar que él ya no podía entender, y que ella no podía explicar. Descubrió que había entre ellos un espacio vacío, algo así como un agujero negro en el que las cosas se pierden, pero 25


entendió también que la comunicación entre ellos era posible en la medida en que él asumiera la poética de ese pequeño ser que seguía corriendo por las calles, mientras caía una noche oscura. La noche: ese objeto que los niños no entienden y temen y que los adultos vivimos a cabalidad. Supo también, en ese instante de revelación, que la poesía es eso, un espacio en que las cosas existen como perdidas, como inalcanzables, el lugar de lo que no se dice completo, de lo que no tiene sentido total, de las cosas inexplicables, pero que siguen siendo tan asombrosas como la certeza que había tenido su hija de poder darle a su padre el atardecer que tenía consigo.

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HACEDORA DE PRESENTE

Después de todo, lo único que ella quería era vivir el presente, ésa era su manía y a mí me costó tantos años llegar a entenderlo. Yo la acechaba, trataba de entender sus hábitos, su deseo de nunca recordar, su inimaginable capacidad de desentenderse del mundo. Era como una chiquilla, como uno de esos seres que no saben leer en el mundo más que los signos del instante, las coordenadas de cada respirar. El primer episodio debería haberme dado las claves de su deseo, pero aún las personas como yo, que alardeamos de nuestra capacidad de lectores, que nos creemos capaces de develar el mundo con dos proposiciones lógicas, tenemos vedadas algunas respuestas, o quizás nos toma más tiempo del que pensamos descubrirlas. Además, la lógica, para quienes creemos en ella, suele terminar siendo un lugar absurdo, en el que termina por justificarse todo caos. Un viaje del nuevo al viejo mundo era esa primera clave que yo no supe leer. Sucedió en el sopor de una noche sin dormir, en la que nos poseía la emoción del viaje, de esa ilusoria fantasía de conocer lo que no está. Yo sabía que íbamos al encuentro de nuestra imaginación, y estaba divagando en esos pensamientos en el momento en que la noche empezó a desaparecer. ¡Estábamos persiguiendo el 27


amanecer! Unas pocas horas antes, las elegantísimas asistentes del vuelo habían venido para darnos la cena, y ahora, con un desparpajo total, con un acto de desafío a la cordura, regresaban con un simulacro de desayuno. En unas horas más aterrizaríamos en París, habíamos alcanzado al amanecer, lo cual era suficientemente maravilloso y sorprendente como para que todas las personas del vuelo estuviesen dando gritos de alegría, quizás inventando poesías a esa magia de adelantársele al tiempo. El vuelo era un juego con el tiempo, una farsa maravillosa y a mí me costaba mucha dificultad entender cómo nadie proponía un brindis, o empezaba a cantar, pero no, la gente vive así, sin darse cuenta. En algún momento decidí contarle lo que estaba sintiendo, le hablé de lo maravilloso de este simulacro y ella me dijo: qué suerte, esto es la eternidad inalcanzable, estamos extendiendo un instante hasta el infinito, quizás es esta la forma de mantenerse en un instante de felicidad para siempre. Ella hablaba de mantener algo que sucede allá abajo, antes del vuelo, de contener el tiempo para vivir un instante en la memoria sin que entre en el pasado, y no precisamente de detener el tiempo. No pude entenderla, yo prefería el recuerdo y no su antesala, no me gustaba la idea de perpetuar el instante de felicidad, de preservarlo de la memoria aún mientras ha dejado de existir. Tal vez ahora vivo buscando esa eternidad, esa manera de no dejar que ella se convierta en un recuerdo. Yo no sabía que ella estaba buscando algo suficientemente sublime que justificara detener el tiempo, una causa justa como para emprender ese viaje a las puertas de la memoria, al instante imposible de lo que queda grabado para siempre sin 28


tiempo, algo así como un estallido que no estalla nunca y que está siempre estallando. Ella buscaba algo, eso yo podía entenderlo, hasta me lo decía, pero yo no sabía cuál podía ser el final de ese encuentro, de ese descubrimiento. Las luces de una ciudad se insinuaban en su cuerpo. Lo desnudó con parsimonia, como leyendo un libro en una lengua desconocida, tratando de penetrar en su mirada, en el tono azuloso de su piel, en la firmeza de sus miembros. Al lado, el lago reflejaba la luz de una luna citadina, curiosa, habitante de una noche que no le pertence pero que camina como si fuera su dueña. Arboles fulgurantes de reflejos abrazaban la escena, había luces sin fuente, luces sin comienzo, reflejos y destellos de un cuerpo que lograba simular el universo. Levantó la mirada. La ciudad era otra, una magia que surgía de ese cuerpo que ella acariciaba había transformado la realidad, entonces se abrazo a él, se concentró en el acto de entrar en su cuerpo, de no salir nunca más de allí, y dejó de respirar. Nunca lo conocí, alguien me dijo que era un hombre normal. Yo, sin embargo, tuve el privilegio de leer las páginas que produjo en esos últimos días, y a pesar de lo que dicen no puedo imaginarlo como un ser de este mundo. He regresado a un lugar que habíamos recorrido en uno de nuestro viajes, es un jardín del siglo IV. Me siento frente a una pileta rodeada de estatuas, de alusiones vivas a los dioses, a la escultural altura de esos seres griegos. La veo corriendo por estos lugares, tocando apenas los cuerpos de estos hombres increíbles. Y sé que ese hombre que ella describe no puede menos que ser irreal, o quizás un dios disfrazado de caballero. Ella cuenta que desde el momento en que lo vio 29


llegar supo que con él el mundo podía detenerse. La verdad es que nunca regresó, yo intuyo que en algún lugar del mundo estará escribiendo historias sobre la luna, sobre el amor, sobre la ilusión de encontrar lo ansiado y no saber qué hacer con ello. La gente dice que ella está muerta, y yo sé que uno muere muchas veces. Sin embargo, a pesar de su ausencia, sigo manteniéndola en la antesala de los recuerdos, sé que ése es su lugar.

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CONTRABAJO

Las historias existen desde antes de existir. Por razones filosóficas fundamentales creímos siempre que los hechos son la base de las historias y nos olvidamos de que todo hecho viene ocurriendo desde antes de que lo podamos considerar como tal. Dos personas que caminan por una ciudad pueden ser una historia desde antes de conocerse. ¡Como si el universo estuviera formado por cosas que se encuentran! El universo, especialmente el de las historias que nos gusta contar está desde siempre en estado de historia posible, cada acto es una parte de una cadena, sin orden ni destino, una concatenación de actos que aparecen en la simultaneidad. Es que creemos que las cosas sólo existen cuando están cerca de nosotros; cuando las vemos, las leemos, las escuchamos. ¡Qué ilusos! Nunca entendimos que todo está pasando, que nada deja de pasar mientras nosotros seguimos esperando ver esos hechos que en realidad son simples quimeras, simples demostraciones de todo lo que no pasa mientras pasa. Un día pensábamos que la vida era algo explicable, algo así como caminos terminados. Y es que se nos olvidaba que somos todo lo que está por sucedernos, y que en algunas ocasiones ni siquiera llega a acontecer. El signo estaba en una pared. El teatro era viejo y triste. Cuarteadas las paredes formaban una 31


escritura de lo que no iba a pasar, pero la ilusión ya no era que pasase, sino, que la pared lo dijese. Una orquesta intentaba interpretar una música para que un público, muy reducido por cierto, se recreara, o tal vez, para demostrarle al mismo público que la interpretación es posible, que es un hecho que la música existe y que la podemos leer. Pero algo detrás de todo eso nos demostraba que no es así, que la música es interpretable pero que trae consigo su no-interpretación. Así como las historias, algo que parece acontecer y que se diluye cuando sucede de verdad. Y yo sigo escribiendo esta historia sin contar lo que pasa y no pasa. Es que las palabras siguen ese mismo patrón ilusorio de contar y no. El teatro era viejo y triste. En el lado derecho de la platea un hombre abrazaba un contrabajo. Las personas del público lo veían y pensaban que estaba tocando parte de la melodía correspondiente a la partitura que todos miraban, hasta el director. Una mujer que estaba a mi lado me dijo, murmurando como se debe hacer en los teatros, “¿Para qué sirve el director? Es que me parece que nadie lo mira y es como un monigote”. Y era un poco así. El director seguía moviendo sus brazos mientras pensaba que el contrabajista de la derecha tocaba la melodía, y el contrabajista de la derecha lo único que hacía era abrazar su contrabajo y pensar en esa mujer que no iba a llegar. Mientras el contrabajista pensaba en la mujer que no iba a llegar todavía existía la posibilidad de que llegase, y así la historia habría sido encuentro, pero fue desencuentro, y yo no creo que sea un hecho el que ella no llegase. Es que para mí no llegar es que no pase nada y que siga pasando todo eso que está siempre 32


sucediendo: desencuentros-encontrados. Tengo la terrible dificultad de no entender dónde termina lo que no es y dónde empieza el hecho. Cuarteadas las paredes formaban una escritura de lo que iba a pasar. El contrabajista iba a seguir abrazando el contrabajo mientras otra mujer lo miraba y sentía un deseo infinito de ser el contrabajo. Y no era que el abrazo fuese muy tierno o muy grato o muy suave o nada así, pero a ella le daban ganas de estar ahí, en el lugar del contrabajo. En realidad no importaba tanto la calidad del abrazo como la sensación de ser el contrabajo de ese hombre que en vez de sostenerlo lo abrazaba. La música seguía sonando, el contrabajista seguía esperando a la mujer que no iba a llegar y ella quería ser la mujer que llegaba. Era el deseo de ser otras cosas y otras personas para vencer el temor de que las historias existan. El concierto se estaba acabando y ella pensaba en la posibilidad de ir a decirle al contrabajista “I like the way you hold your bass” (porque ahí las cosas eran en inglés). La historia estaba escrita en las paredes. Siempre que regresase a ese teatro iba a leer en las paredes la mirada del contrabajista desconectada del abrazo y de la historia que ella veía escrita en las paredes. Se levantó y decidió que le iba a mandar un email diciéndole eso que se había repetido tantas veces durante el concierto. Salió del teatro y vio el instante en que el contrabajista la miró por última vez. Nunca le envió el mensaje, es decir el mesaje-hecho. La verdad es que el contrabajista había recibido el mensaje y no hacía falta nada más. Tal vez se verían algún día en cualquier esquina de la ciudad en que vivían, eso no importa, la historia ya existía, desde antes de 33


que un hecho la comprobase. Querer el abrazo y pensar en la mujer que no iba a llegar y escuchar el concierto y salir del teatro triste y viejo sin decirle nada, era de todas maneras, una manera de recibir el abrazo y de guardarlo para siempre, como una historia que hubiese acontecido.

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PARÁBOLAS

A la maestranza Alejandra Pizarnik

El café derramándose y la taza caída, vaciada. Chorro interminable y oscuro, caída, mancha inevitable. Un reloj incesante, detenido, incontable; velas enloquecidas de llamas neutras, bailarinas. El ruido lento del café derramándose, un suelo que se va ensuciando, que se ensuciará. La luz poderosa de la esquina, deteriorada, café derramándose. Se mira en el espejo. La ventana es ciudad; afuera que se detiene. Imagen desnuda del cuerpo en el espejo; refleja la tarde, los colores del cielo; unos papeles indescifrablemente cifrados y un pájaro en el vuelo del alambre; una música reflejada en el espejo, café derramándose, música pensada, escrita, hechizada; magia desecha, descomposición de la forma en forma perfecta; música. Mirar espejo; la camisa cae en la piel. Adoración desnuda de rituales pielinos, camisa transparente; velo acariciante, mano resbalosa, café derramándose. Suena el chorro y se refleja la tarde y los papeles la mirada el silencio la música la ciudad, ponerse la camisa, írsela poniendo, futuro de ponérsela, se la pondrá, pasado del futuro; se la pudrá. Café derramándose en la taza boca abajo.

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ESPACIAL

Una ventana, movida por el viento, golpea las paredes. Quiere levantarse a cerrarla. No soporta más el ruido. No hay lugar para moverse. No alcanza a cerrarla. Al fondo del corredor ve la ventana que da al patio. Está abierta. Un viento tibio entra y la ventana golpea. Las manos pegadas al suelo. Siente que las paredes se doblan. Se cuelga del paraescobas. Teme caer. Deslizarse. Teme salir por la ventana. La mira, y se enrolla. Las manos ya no pertenecen al cuerpo. No puede contenerse. Hay manchas de sangre en las paredes. El suelo está resbaladizo. Ya no puede agarrarse de nada. Golpea contra todo. Como la ventana. El lugar se contrae, se expande. Cierra los ojos. La ventana golpea. Pequeños hilos filudos se incrustan en su cuerpo. La ventana golpea. Vidrios cayendo. Quiere encontrar un poco de aire. Cerrar los ojos no acaba el dolor. El cuerpo sigue golpeando. No puede detenerse. La avalancha es infinita. Se tapa los oídos. Cierra los ojos. Olvida la piel. Deja de respirar. Una ventana empieza a golpear las paredes.

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OTRA PARÁBOLA

La partitura estaba en el piano desde muy temprano en la mañana. El piano, en su estado de música posible, aguardaba las manos y se negaba a ser poseído por ellas. Durante horas había estado mirándolo. Le parecía escuchar las notas de esa partitura que algún extraño había dejado ahí. Se levantó. Se sentó frente al piano, frente a la partitura. Elevó la mano izquierda, la dejó caer, y una nota se extendió por el teatro. Desde la mañana, muy temprano, había estado mirando la partitura, la había mirado tanto que ya creía saberla de memoria. La nota seguía extendiéndose, se iba multiplicando en la página en blanco que tocaba de memoria. La mano izquierda elevada, amenazando al blanco y negro infinito del piano. Era un silencio terrible. La nota crecía y crecía y la página en blanco que parecía contener un límite para la nota le daba más y más espacio. Dejó caer la mano y reconoció un acorde insoportable. Al repetirlo descubrió que nunca lo había tocado. La nota seguía extendiéndose y la mano caía por primera vez, creando un silencio similar a las notas de aquella partitura que había estado en el piano desde muy temprano en la mañana.

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ESQUINAS

La pared gris y corroída se extiende hasta el borde finito en que se pliega hacia la izquierda. Una hormiga se tambalea en el borde plegado. Manchas de colores que parecen palabras recorren la planicie fría de la pared. Desde el otro lado de la acera la mira y lee. La cara pegada a la rugosa superficie, encarando el rumbo del pliegue. Una hoja sobre la hormiga que tartamudea de regreso del vértice abismal. El cuerpo arrastrándose en la pared finita, temiendo encontrar las palabras del otro lado del abismo de la izquierda. La pared como una lija, desangrando el cuerpo que la recorre. El vértice desdoblándose. Una hormiga empieza a bajar por la pared. Desde el suelo la mira, y espera que en algún momento llegue hasta el lugar en que la misma pared se pliega en sí misma hacia el horizonte. Los ojos intentando enfocar las palabras que en su propio vértice no alcanzan a ser legibles. Trata de voltear la cabeza. El gris manchado de la pared se lo impide. Una hormiga sigue caminando hacia el vértice donde la pared se dobla a la izquierda. El cuerpo rodando, derramándose en la pared, llegando al doblez de la acera. Una pared que se pliega en dos. Vértice de dos calles. Los ojos mirando las palabras, asomando la cara al horizonte de la izquierda. Una hormiga apareciendo 38


de frente hacia el horizonte de la derecha. Miedo de saber lo que hay detrás. Miedo de las gotas rojas que caen en la misma dirección en que la hormiga camina cuando va hacia la cara. Cierra la boca para no recordar ese sabor rojo. Una pared se extiende hacia su vértice, se dobla, se contorsiona. Dobleces para afuera, para adentro. Quietud infinita de la finita doblez. Una cara, pintada con un líquido rojo, sonríe en la planicie gris. Una hormiga empieza a bajar por la pared.

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ACUÁTICA

Las ondas se expanden en el agua. Círculos en creciente: agua detenida, sin movimiento. La mano rompe el límite tranquilo del agua: dos mundo tocantes e incompatibles. Sensación fría que estremece al cuerpo entero, como si fuera una sola cosa, completa. Mirar el agua y ver la piedra que va de la orilla volando, rozando la superficie azul compacta, dando saltos en los dos mundos: compatibles. Abre los ojos, y la falta de aire le devuelve a su cuerpo la totalidad. Mover los brazos, las piernas. Saberse inútil, sin aire. Los dedos se asoman a la superficie del agua, la mueven. El espejo se invierte en la cara. Desliza el cuerpo por el agua, mientras las ondas vistas desde la orilla se expanden. Escucha el silencio del agua. Sin aire el silencio es diferente, suena a imposible. Grita: es la emoción de no reconocer una voz. Como un animal de mar. El pie se descuelga hasta el borde del agua, se detiene. Presentir el frío es sentirlo. Mira el lago y siente miedo. Ya no puede salir. La superficie no existe: ahora el cuerpo es la superficie sin aire. El agua quieta, espera la caída del cuerpo, de la mano, de la pierna. Extensión del agua en que el cuerpo se humedece. Irrupción de un cuerpo que quiebra las superficies. Dos mundos contenidos en un cuerpo. Respiración, movimiento, ahogo. Lanza 40


una piedra y la ve caer. Se pierde. La cara es el quiebre del agua. Como una mรกscara infinita el agua acoge al cuerpo. Una piedra toca el agua. La piel se contrae, se expande. Cuerpo como ondas. Agua quieta, intraspasable.

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ARCO

Sube una escalera que se pierde en el infinito. Superficie abruptamente arqueada en vértices interminables. Una cinta suave y plana se ondula formando el pliegue del arco. Columnas que bajan sin detenerse. Mira la escalera y no sabe cómo encarar la subida. Se detiene en el ángulo en que el arco se toca con la columna. Mirar la unión de la forma que se contrae en sí misma. Levantar un pie y subir un escalón. La pierna es el escalón invertido. Escucha la caída de una lata cilíndrica. El tope es el lugar en que empieza la escalera. Se voltea para entender el vuelo. Escalera atada a un único punto fijo. El hueco de la ventana se quiebra, como el arco, cuando roza uno de los vértices abruptos de la escalera. Iba caminando la escalera: mirando el arco desde arriba. Cuerpo inerte. La mano suelta la lata. Abre los ojos y ve la columna extenderse cilíndricamente, infinita. El arco se encuentra con la escalera flotante. Subir un escalón; vencer el miedo a lo inacabable. La pierna doblada, escalón invertido y la imposibilidad de dar el paso. Líneas encontradas en un plano descompuesto, perspectiva multiplicada. El ruido vacío rompe la calma del cuerpo ilimitado. Una mano se estira. Iba subiendo una escalera que va hacia abajo. Baja por el arco sostenido en la horizontal de su pierna plegada. Planos que se desploman; pie que pisa la lata. 42


CORPÓREO

Desliza la mano. Una piel alerta siente el roce intermitente. La esquina perfecta de la sábana resbala sobre el borde de la cama. Los cuerpos ondulan entre la cama y la sábana que se escapa. Una lengua recorriendo la onda de un cuerpo de espaldas. Vacío de aire. Gemido contenido. La sábana ondulada sobre los cuerpos. Cuerpo que encuentra el estado del grito. Superficies superpuestas, abarcadoras. Cuerpos detenidos, fundidos. Sábana que se pliega al contorno de los cuerpos sin dueño. Es el límite angosto e imperceptible entre la cama y la sábana. Línea horizontal que une los cuerpos. Labios recorriendo una extensión cuarteada, hipersensible. Una mano se asoma a unos senos. Sábana cayendo. Lengua que por primera vez siente el sabor del otro. Cuerpos ocupados. Cama vaciada.

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VUELO

Planos conectados por la caída de una hoja. El árbol, más allá que la ventana, revienta verdes. Una hoja se desprende. Tarde gris. Sol desvanecido. Hacia adelante la ventana sin límites; agujero blanco en el blanco. Hacia atrás un manto de hojas, tupidas, inexplicablemente unidas, casi indiferenciables. Hacia arriba el cielo gris, descuajándose. Hacia abajo, el límite oscuro de la acera. Raíces extendidas hasta el plano de lo imperceptible. Árbol que crece en todos los planos, árbol inmóvil, superficie rugosa, contenida, limitada. La hoja emprende el camino al vuelo. Una gota cae, rebotando por el aire, tratando de llegar hasta un infinito en el que se extenderá horizontalmente. El árbol aguarda las gotas y el cielo las retiene. Los planos se contraponen. La mirada es una hoja, una gota, un rostro de boca abierta que espera una gota de agua para beber. La ventana contiene el árbol. Hoja seducida por el misterio blanco de una ventana indescifrable. Vuelo sin direcciones, universo de planos móviles. Gota cayendo en la maraña de un aire tibio, hoja aferrada a un árbol sin distancias, ilimitado. Hoja que vuela al encuentro del árbol. Gota que se detiene en un cielo gris. Boca que se cierra sin agua, ni aliento, ni esperanza. 44


LÓGICA DE UN BESO INTERMINABLE

Las personas tienen miedo de besarse con los ojos abiertos. La verdad es que este imperativo me había sido revelado desde antes de besar por primera vez y yo lo había agarrado de una oreja, como si fuera un animal necio, lo había sacudido para entender semejante despropósito. Besarse con los ojos cerrados es como tocarse sin piel, pensaba. La práctica me demostró que besar con los ojos cerrados es tan triste como caminar indefinidamente por un corredor sin ventanas ni salida. La magia de los besos aparece en ese instante en que las miradas se acercan y es difícil saber de límites. Los cuerpos parecen diluirse y las miradas encuentran un eje para sostener el contacto lento y descontrolado que irrumpe en los labios. Lo increíble es que la gente aprende a besar creyendo la idea absurda de cerrar los ojos, y después no pueden siquiera arriesgarse, por un instante, a ver ese abismo, el torbellino aspirador, de abrir los ojos mientras sienten todo eso que va pasando, mientras juegan a unirse con los labios, mientras matan las palabras para adentrarse en la magia de un sabor inesperado. Los seres humanos somos totalmente impredecibles y al mismo tiempo hay cosas elementales que nos definen de manera categórica y sorprendente. Por ejemplo, podemos decir que las personas se 45


dividen entre las que besan con los ojos abiertos y las que no. Encontrar personas que abran los ojos en tal momento, que se arriesguen al horror de mirar a los ojos al besante que tienen al otro lado, es tan difícil, que hasta yo había empezado a ceder. Evidentemente esos besos de ojos cerrados son como comerse una fruta desabrida. De todas maneras la realidad es, en la mayoría de los casos, más fuerte que nuestras lógicas personales, y por lo mismo, la gente prefiere la comodidad de la ceguera al marasmo de la mirada besando. No podría seguir contando esta historia, que para gusto del lector tendrá muchos besos, más de los imaginados, sin decir que nunca pensé que hubiese una mejor forma de besar que no fuese la que yo había idealizado en mis prácticas revolucionarias, esa que decía que se debe besar con los ojos abiertos. El gato parecía perseguirlos por todos los rincones. Siempre pensé que los gatos son los animales más vouyeristas de la creación, creo haberlo comprobado en los últimos años. Pero este gato era diferente, era un gato sin volumen, un gato con cara de ser humano, un gato pintado en colores muertos, es decir vivos: amarillos, verdes, rojos, blancos. Un gato en una ventana imaginaria asomándose a las calles de París, viendo trenes invertidos, personas volando, viendo un cielo deshacerse entre los edificios de la ciudad. Y del otro lado un florero sobre una silla y una pareja besándose sin control. La historia era diferente. La pareja eran un hombre y una mujer que evitaban el beso y sabían que la única salida era darlo. Era una mirada que decía ven y unos cuerpos que se morían de miedo. Un beso lento, temeroso al principio, impulsivo después, amoroso y abrupto al final. ¡Como si fuese posible 46


llegar al final de las cosas mientras se sigue viviendo! ¿Cuántos besos no hemos dado que ansiamos sean los últimos y terminan siendo los penúltimos? Cualquier descripción del beso, de este que está sucediendo ahora mismo, de este beso que sigue extendiéndose en un universo en el que solamente hay presente, sería equívoca si no se describe el milagro mayor de ese beso. Porque todos los besos son milagros, pero este había tenido su milagro propio y habría que nombrarlo. El besante del lado derecho, y las direcciones están determinadas por el gato, mantuvo los ojos abiertos todo el tiempo, y el besante del lado izquierdo se lanzó al abismo de saber si el otro besante tenía los ojos cerrados y ahí estaba el milagro. Entonces el beso empezó a extenderse más y más, tanto que todavía no termina y es difícil saber cuándo terminará. Todavía el gato sigue saliendo del cuadro, recorriendo todas las partículas de espacio que los rodean, caminando por las ramas de un par de árboles que encuentra en el medio del cuarto, mirando ese beso interminable que sólo los árboles y las personas que besan con los ojos abiertos pueden dar.

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CÁMARA ANDANTE

Ante todo estaba la mano, pero en realidad era imposible verla. El movimiento de todas las imágenes, el transcurrir de lugares encantados, la manera de recorrer las grietas del universo observado era una magia que le debíamos a la mano, a la manera de ésta sostener e ir moviendo lenta y agitadamente una cámara de alcances inusitados. Una pared alta y corroída se desvanece en la silueta de una mujer desnuda que a su vez se va diluyendo en la imagen de una ciudad apenas insinuada en el fondo de su piel. Pequeñas calles sobre inmensas planicies de tejados, autos en un movimiento perpetuo de luces incontrolables, esquinas superpuestas, rincones de ciudades diversas componiendo el paisaje imposible de una única ciudad existente ante sus ojos. Era la idea de la ubicuidad agolpándose en la realidad de la mano y de los ojos que la seguían, lugares disímiles componiendo las imágenes de un solo ser, de un solo deambular, de un único deseo de poseer un cuerpo discontinuo, abierto, escindido. Su ciudad, la que estaba componiendo como una collage de imágenes, era la cara móvil de un caleidoscopio. Rostros, flores, ventanas, puertas, sonrisas, ríos, iglesias, lista interminable de recortes que estaban conformando el colorido fondo de 48


un ojo al infinito. Y saber que todo era una falacia, pensaba, que nada existía como debía ser. Porque las cosas tenían una lógica que no podía entender, porque una ciudad parece estar separada de la otra; y sí, evidentemente las recorremos en días diferentes. Es que el tiempo tiene esa osadía de separar todo lo que en realidad acontece en un instante único, eterno. Había dejado de entender cual era la lógica, si el mundo verdaderamente habitable era ese en el que se yuxtaponían todos los lugares de sus deseos, o ese otro en que caminaba por las calles de una ciudad sin poder entender por qué en ese andar la evidencia de estar se diluye hasta que el propio cuerpo empieza a ser parte del caleidoscopio, y entonces las visiones se agolpan, se condensan, pierden todo orden, para adentrarse en el universo de lo que la mano puede captar con un pequeño movimiento de la cámara, con la superposición de pequeños cuadros disímiles, incompatibles. El proyecto parecía desaparecer, las cosas estaban yéndose por un camino inesperado. Desde hacía varios días había empezado a sentir que las imágenes que estaba encontrando albergaban en sí mismas una sutil incapacidad de ser vistas, de convertirse en parte de un universo expresable, quizás entendible. Y desde siempre había sabido que su deseo no era crear universos así, ordenados, existentes, pero algo le estaba demostrando que ninguna representación era posible, que nada de lo que lograba captar contenía las claves de sus ideas y sus percepciones. Tuvo miedo de no poder hablar, de haber perdido todo rumbo posible, cada una de las cintas, de los cuadritos interminables en que venía plasmándose, describiendo la extensión 49


de su cuerpo como una infinita prolongación de paisajes y lugares, tenía la terrible manía de no estallar, de no mostrar la simultaneidad, la agolpada manera en que se sentía existir. Fumar y caminar y pensar en que no se puede, en que no hay que decir, en que no hay salida, y seguir fumando lo que caiga, y seguir pensando en que se debe, en que algo allá, en ese lugar ansiado, es como una alucinación, y que hace falta buscarla, como una clave, como una intuición, como un final al que nunca se llega, del que nunca se sale. Así seguía andando, con la mano puesta en una cámara invisible, porque ya no quería más imágenes planas, quería encontrar la forma de mostrar lo que no se sabe dónde está, lo que no podemos ver, la abrupta presencia de lo que no se quería ver, de lo que no se estaba buscando pero que se convierte en la imagen deseada, la revelación de las otras caras del mismo caleidoscopio. Se encerró entre las cuatro paredes de un cuarto conocido, puso varios proyectores a funcionar y poco a poco todo el lugar estaba cubierto de imágenes. La simultaneidad se había vuelto un hecho. Dejó caer su cuerpo en una de las esquinas del cuarto y se entregó a la empresa de vivir por un instante su antiguo sueño de reunir todas las visiones que su mano había perseguido en un espacio de irrealidad. Entonces el espacio empezó a dilatarse, a convertirse en ese lugar de los imposibles. Ciudades diversas, cuerpos desnudos sobre las mismas superficies en que otra serie infinita de seres se movían en un transcurrir perpetuo, rostros mudos, estáticos. Por un instante sintió desfallecer, había encontrado si no la clave para contar su historia, la manera de sentirla, de representarla para sí. Quizá 50


ese era el fin de todo esto, poder inventar el simulacro de su propia ubicuidad, de su deseo de multiplicarse entre otras dimensiones posibles, de abrir su mirada, de encontrarse como parte de centros diferentes. Sus películas, la conjunción caótica de lugares, sensaciones, gente, tenían sentido ahí, como un collage de collages, la quimera de hacer del espacio una cadena interminable de imágenes superpuestas, contradictorias. Sintió que vivía por un instante entre una aglomeración de sus deseos, posibilidad de existir entre las narraciones de nosotros mismos, todo en un mismo lugar, en un mismo tiempo, y entendió que todo eso estaba desde siempre en nuestra manía de vivir en un presente creyendo en una cordura inalcanzable, confiando en un tiempo en el que todo está desdibujado y nítido. Entendió, gracias a la ilusión de ubicuidad que había conseguido, que nosotros mismos somos un caleidoscopio en el que se conjugan en un presente absoluto todas nuestras formas, nuestras identidades, nuestros espacios, nuestra caótica posibilidad de ser.

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CLAUSURA

A Felipe Smith

Distinguir entre hechos pasados y presentes es una de mis mayores dificultades. Quizás por eso me es tan difícil escribir, pues cada palabra que escribo parece estar antecedida por la que la sigue. Cómo explicar que mi vida transcurre en una simultánea cadena de acontecimientos sin orden, ni principio ni fin. Vivo en varios lugares a la vez, no bien está amaneciendo en uno de mis lugares cuando en otro estoy viendo la magia de un poniente. Las cosas me suceden de manera tal que las palabras son incapaces de explicar, pero es algo así como: el amanecer tiene siempre los colores de la noche mientras caminar con pasos de bailar y sol de medio día mientras dormir y comer y tarde bonita y árbol y treparse y caminar por las ramas de la calle San Julián y una mirada del mar y del medio de las montañas. La iglesia era más blanca que la luna. Hileras de bancas de color café, aproximándose al borde impresionante de los ángeles. El techo se apresuraba a caer por las paredes blancas, paredes llenas de cuadros coloniales. Santos sin misterio, sin sonrisa, sin culpas. Los pies recorrían la iglesia como caminando por las nubes. Esa antigua sensación de estar caminando en un lugar cobijado de silencios y misterios. La llave de la iglesia se las dio un señor en la calle. Era una llave muy grande, que abría una 52


puerta más grande todavía. Al abrir la puerta el coro infinito empezó a poseer el espacio. Desde el borde de una puerta que está al lado del altar salía la música infinita. Eran voces de ángeles. Y eso era mentira, pues las voces, todos lo sabían, venían de cuerpos de mujer. Eran las carmelitas descalzas, esas estoicas monjas de clausura. La iglesia se fue llenando de sonidos y no era posible imaginarle cuerpos a las voces flotantes. Será siempre más fácil pensar en ese coro como una voz mística, un sonido total, sin medidas, sin tiempo ni lugar. Ahora trato de contar dos historias que son una sola. Dos momentos que se confunden en una misma sensación. Entrar en una oficina pequeña en el medio de una universidad triste y húmeda y escuchar una música que es el coro angelical de las carmelitas descalzas. Un lugar que se convierte en otro. Paredes blancas y pequeñas que se extienden hasta la imponente magnitud de la iglesia. Salir de la iglesia pegando la cara a las paredes, intentando entender lo mágico de las voces y lo absurdo de su existencia. El convento surge de la iglesia, se instala en sus paredes blancas y las continúa. Calles de piedra recorren los bordes de ese universo inexplicable. Entonces recorro el contorno del convento, y me pregunto cómo son, cómo viven, quién les dijo que la vida podía existir allí, entre cuatro paredes, cuándo y cómo decidieron entrar por esa puerta que no existe, sabiendo que la salida se desvanecía a sus espaldas, tras el golpe seco de la puerta. Quiero verlas, saber cómo son sus cuerpos, preguntarles por el deseo, por las ganas de ser tocadas por un hombre, por las fantasías del mundo que ese extiende hacia afuera. Y pienso que tal vez el afuera ya no existe para ellas, quizás el afuera es una invención 53


de los seres humanos. Tal vez todos vivimos entre cuatro paredes mientras pensamos que hay siempre un más allá. Mirarlas es mi obsesión, estar en sus cuerpos, caminar sin pies, descalza de vida y entender el canto que las mantiene atadas al mundo de afuera, a ese mundo en el que las escuchamos y las imaginamos como ángeles. Rozarles los senos y saber si las estremece o si quizás el cuerpo se quedó atrás, al otro lado de la puerta. Y entonces las veo salir de cuartos infinitos, de todos lo rincones de ese convento ilusorio y en un patio me atan a una cama y me desnudan y veo los rostros de los ángeles, y me cantan y me van deshaciendo el cuerpo. Me pierdo en sus voces y el éxtasis es un instante de sentirse sin barreras. Las cuerdas no me molestan. La cama estática no existe, soy las voces, el misterio de vivir en lo desconocido. Desde afuera mirar el silencio, las paredes que encierran esas mujeres. Escuchar las voces desde el altar y preguntarse por la materia de sus cuerpos. Caminar por el mundo sin cuerpo, como queriendo decir algo sin decirlo, como mirando hacia un horizonte sin profundidad. Encontrar una grieta hacia el otro lado y ver el rostro de una mujer que se asoma al infinito que es la otra, la que mira del otro lado de la grieta. Entrar en esa oficina y escuchar la música y ver el rostro del hombre que tararea la música de los ángeles, con la esperanza de romper esas paredes, de salir de la clausura, un hombre que camina descalzo y se pregunta cómo ser, cómo poder vivir sin dejar las marcas del deseo en su cuerpo, sin que nadie lea sus ansias. Un hombre que escribe sus ganas para no tener que vivirlas, mientras escucha el canto absoluto y sin límites. Necesidad de abrir una 54


puerta y encontrar el afuera, encontrar un mundo colorido, un lugar en que las cosas puedan suceder sin temores, un mundo en que sea posible decir quiero, y hacerlo realidad. Escribir historias es uno de los actos más difíciles cuando sabemos que las cosas que vienen a nuestra mente no tienen orden ni lógica. Es una empresa sin riesgos y sin fines, es como decir árbol y ver un océano. Como querer hablar de las carmelitas descalzas y verlas entre una oficina y saber que lo que verdaderamente importa es escribir sobre el cuerpo o sobre el silencio o sobre la mirada triste de un hombre que pide auxilio, que se ahoga en sus propias ganas de vivir.

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CONCIERTO #5 PARA PIANO Y ORQUESTA

A Juan Diego

Llevaba la música por dentro. En medio del salón oscuro, iluminado apenas por unas cuantas velas bailarinas, el piano se extiende como una promesa, como una música en vuelo, como un silencio con esperanzas de ser. Estira las manos y lentamente va recorriendo el piano con la suavidad con que unas horas antes había deslizado su mano por el rostro de la mujer que ahora ansía y que sabe perdió para siempre. Empieza a contar la historia; notas redondas van saliendo de sus manos, melodía que se desnuda entre la oscuridad. Contar la ternura, el dolor, la amargura de perderse, los recuerdos que como las notas van cayendo en un vacío que es memoria y desaparición. Entonces el piano estalla al ritmo de unas manos que necesitan contar, que necesitan decir su tristeza. La página apoyada sobre la madera oscura del piano espera la maravilla de convertirse en melodía, es un lugar en que los recuerdos se hacen música. El hombre toca un piano que no escucha, lo escucha desde antes de tocarlo, es una música que existe desde antes de existir. Y entonces la orquesta va acompasándose entre las caricias del piano, van llegando los violines, el oboe, un fagot que se expresa en la lentitud de un vuelo sostenido. Es el arte de contar una historia sin nombrarla, es la historia en el papel, un universo de sonidos que se 56


refugian entre las líneas negras de unos pentagramas y que esperan las manos tristes del hombre que los puede despertar. Poco a poco va inventando un cuerpo con la música, el piano se convierte en la amada y la melodía empieza a ondular como un cuerpo estremecido al roce de unas manos. La ausencia es la música contando lo que no está, es un cuerpo que no existe y que se recompone en cada instante del concierto. Es un clímax lento que va poseyendo todo, un espacio saturado de expectativas, de caricias por entregar, una melodía que se desploma, que cae de su mayor altura recordándonos su ardua labor de simulacro, su ser recuerdo, ausencia de lo amado, recreación de lo imposible. Allegro: ondulantes, sin aliento, los cuerpos se entregaban al placer de encontrarse. Ojos que se miran para entender la magia de saberse parte del otro. Instante en que sabemos que la piel no tiene vacíos; efímero saberse total. Se miran y una y otra vez vuelven a entrar en la fantasía verdadera de poseerse. Las pieles se intuyen, cuerpos que se reconocen. Acto de plenitud, placentera agonía, cuerpo interpretado, música envolviendo la certeza de una explosión súbita entre los labios, entre los brazos, en las piernas, en los senos, en el contacto lento y dilatado de unos sexos que se conocen y se desean, piel sin límites ni explicación, sin mañana, sin duración. En un cuarto tratan de entender lo que les pasa. Y se preguntan si el amor es estallido o duración, si vale la pena quererse todos los días o si es mejor encontrarse en ese instante inconmensurable de los cuerpos. Quizás esta es la decisión más difícil del amor; dónde colocar los límites entre el sueño y la cotidianidad, cómo saber qué es mejor, cómo soportar la ausencia y cómo soportar el peso terrible del día a día. 57


Una vez la música empieza a sonar ellos se van desnudando, parsimoniosos, sin premuras, rozándose la piel en cada nota, siguiendo el ritmo incontenible del concierto que ha empezado a invadir el espacio. Saben que no queda más, que esta es la última vez que se entregan a esta magia elemental, y sin embargo no tienen prisa. Quieren hacerlo todo, ser el piano y la orquesta toda, subir a esa torre donde el deseo se lanza al vacío de lo desconocido. Y hacer el amor es ser la melodía, ser lo inexplicable, ser las dos caras de una moneda, ser un poco Dios –como la música–, ser el instante en que el tiempo se detiene para siempre. Entonces se funden con la música, ya no saben si la música los inventa a ellos o si por el contrario ellos la están inventado a ella. Adagio un poco mosso: dejan que sus cuerpos encuentren el ritmo preciso para contar esta historia que ellos necesitan contarse. Es una despedida sin dolores, la certeza absoluta del estallido. Es creer en los azares, en la atracción de los cuerpos, en una melodía que revienta y concluye. Es que el amor es una sinfonía inconclusa, un caminar sin destinos, un universo en que el deseo y el sueño y el placer y la añoranza son instante: rayo: ola: vuelo siempre concluido y siempre por recomenzar. Rondo: Allegro: el piano suena y el hombre no puede oírlo. Sus manos tocan una melodía imaginaria, una melodía que nadie puede escuchar, son unas manos que se despliegan en el aire, un piano que nos cobija con su ternura, una mente que vierte música a borbotones. Un ser se ahoga en su propio deseo, en sus ganas de interpretar su música en ese cuerpo amado; un hombre que existe para que otros se vivan en su música. El concierto continúa y sigue creciendo, sigue contando la amargura, el clímax de 58


un desencuentro, de una abrazo estallante. Va llegando a su fin y sin embargo la magia de la música es que puede ser interpretada hasta el infinito, sensación de contener un cuerpo aún cuando está en la distancia más angustiante e insalvable. Cae la última nota. El concierto vuelve a empezar...

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CUADROS

...ella está mirando para afuera, las piernas recostadas apenas contra la pared, y el resto del cuerpo sostenido en el marco de la ventana. A mí me sorprendió mucho, tenía algo muy contradictorio en su gesto. No sé, era algo como una paz y una desesperación que se le habían juntado no se sabe cómo. Sentí miedo de que se lanzara al agua, de que hubiese algo escondido en esa mirada, pero el gesto de las piernas me tranquilizó, parecía bastante pacífico (claro que muy pronto volví a recordar que era solamente una pintura, que no hacía falta temer. Algo se cruzaba en mi mente mientras caminaba por ese lugar. Las cosas de la realidad tendían a desdibujarse, yo no podía entender qué estaba del lado de acá, en mi propia realidad, el museo me estaba entregando imágenes conocidas, lugares en que yo ya había habitado y que por alguna extraña razón tiendo a olvidar). No, nunca sucedió nada, ella estuvo durante mucho tiempo asomada por la ventana, viendo las montañas del otro lado del lago, pensando en el velero que estaba pasando. Claro, el cielo estaba un poco gris, ya sabes, en esos lugares las tardes tienden al gris, lo insólito es que el agua tenía un tono azul profundo, como si no estuviese reflejando el cielo que la rodeaba, sino que estuviera inventando un 60


color desde dentro (seguí caminando, un poco olvidándome de las imágenes que estaba presenciando. Me parecía que cada cuadro era como una rápida salida a otro mundo, un vuelo hacia lugares que no puedo entender. No caminé con mucho orden, mi manera de soportar el esperpento de los museos es violentando sus órdenes, desconociendo el tiempo, las cronologías, los nombres. Jugaba también a no leer los títulos, a dejar que los cuadros me hablaran sin la impertinente irrupción de las palabras). Bueno, te cuento otra. Era un lugar en que las cosas habían empezado a perder toda posibilidad de circularidad, de contorno. Todo estaba como llamado a ser parte de trazos rectos, cúbicos. Había una mujer que se estremecía mientras una mano la tocaba como a una cuerda de guitarra. Pero no había cuerpo ni nada, las cosas habían dejado de existir con las formas que conocemos, era otro tipo de universo. Parecía una imagen de los sueños, de esos en que las cosas dejan de ser como son, que se van transformando, metamorfoseándose en algo más, pero que sabemos que son como siempre las percibimos, como si fuera posible verle las sombras, los vértices, la otra cara. No sé si me entiendes, piensa en uno de esos momentos de los sueños en que vemos a una persona mientras nos entrega uno de los tesoros más deseados de nuestra vida, y que mientras va culminando el acto de entregar se va convirtiendo en otra persona. Así era la historia. Yo podía ver a la mujer, y sin embargo ella no existía, era sólo una abstracción de ella. Algo así como una línea que contiene todo un cuerpo, toda la realidad (este cuadro tenía un nombre, algo mucho más fijo que su deseo de trastornar la realidad, de deformarla, pero yo sentía que ese nombre sí me decía algo 61


nuevo, me decía que la mirada es una transformación, que nunca vemos del todo, que inventamos lo que vemos. Eran instrumentos de música sobre una mesa, casi una naturaleza muerta, llena de movimiento, una armadura de cuadros, unos cuerpos indefinibles. Por un instante me salí del museo, deje de pertenecer totalmente a esa realidad en la que por alguna extraña razón me habían condenado). A veces es difícil diferenciar una historia de otra, perdóname si me pongo un poco confusa con todo esto, es que ya se me vienen mezclando las cosas que he visto en mi vida, y de las que he vivido ni te cuento, las tengo puestas en la memoria como en un collage de repeticiones, de imágenes apenas diferenciadas. Sí, ya sé que quieres escuchar una nueva. Te voy a contar la del hombre del sombrero gris, no claro que no es el de la canción, es uno que se puso el nombre de su sombrero y con él empezó a descomponer realidades. Imagínate algo así como llamarse rojo y dibujarse un rostro con todos lo matices posibles de la sangre. Y aunque era un adjetivo consiguió que se convirtiera en nombre, en un sustantivo de habitar calles y silencios. Gris caminaba por unas escaleras que estaban colgadas en el aire a las cuerdas de un violín, viste que ya empecé a repetirme, y abajo, tras las cuerdas había un abismo, una inmensa caída que terminaba en arco, en cañón. Él quería bajar porque allá podía ver una botella de vino, y pensaba que esa botella lo salvaría de la tarde, del gris del cielo, de su soledad, entonces se lanzó a buscarla y nunca pudo llegar (mientras iba regresando al lugar insoportable en que estaba, mientras pensaba en que era preferible estar en las calles de la ciudad, me descubrí leyendo un letrero de letras negras y fondo blanco, un letrero bastante 62


normal, era normal encontrar letreros en los museos, pero este era algo más, era como la evidencia de que no había razón de estar ahí, de que en algún lugar iban a explicarme por qué yo estaba caminando por esas salas interminables sin poder entender nada de lo que me rodeaba. Un letrero que decía: sentido de la visita. Y yo seguí la fecha, porque me olvidaba de que había una flecha abajo, un rumbo que me llevaría al entendimiento... quizás a la negación total de sentido... que sé yo, a algún lado llevan las flechas ¿no?). No, no estuve en ningún museo, ya sabes que no me gustan, mi función de turista fue mucho más simple de lo que puedes imaginarte: salía en las tardes, cuando el sol estaba en su máximo esplendor, ya sabes que el verano allá arriba retumba en las tardes, y en medio de ese calor seco empezaba a caminar, seguía a una muchacha a una carro a una nube, a algún elemento que pudiera conducirme a algún lugar diferente al que me encontraba en el momento. Y cuando estaba allá, en el lugar que me habían elegido los otros, me sentaba a esperar, yo tenía la certeza de que alguna cosa iba a llamar mi atención, que algo podía lograr que saliera de mi mutismo. Generalmente sucedía. Encontraba alguna mujer tirándose por una ventana, hombres que corrían por las calles pretendiendo que iban montados en una motocicleta, gatos que volaban sobre los tejados, ya ves, ahora puedo contarte todas las historias de lo que vi, y sin embargo sigo sintiendo que me quedé sin vivir, que algo se me escapaba, que nunca encontré el verdadero sentido de mi visita.

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TE VINO PERSIGUIENDO

Pienso que las ciudades se dividen en ciudades de paso y ciudades del alma1. Nunca sabemos las cosas que nos pueden suceder en las unas o en las otras y en realidad las mismas cosas pueden acontecer en las dos. Se infiere entonces, que no es sólo por lo que vivimos en ellas que logramos saber si las ciudades que recorremos son del alma o de paso. Adicionalmente, no necesitamos saberlo, eso simplemente lo sentimos desde el momento en que dejamos de estar en ellas, lo cual demuestra que la manera de reconocer dichas categorías está íntimamente ligada con la nostalgia. En verdad esos afectos son indescifrables y dependen de las leyes del azar, y de cómo las guardamos en nuestra memoria. A mí me gusta especialmente encontrar ciudades del alma, y por lo general cuando las encuentro trato de regresar a ellas. Las de paso tienen su encanto también. En ellas nos sentimos efímeros y leves, sabemos que no regresaremos más, pero tenemos conciencia de que sus calles y sus noches rondaran para siempre los lugares de nuestros sueños y los insoportables álbumes de fotos de los viajes de paso. 1 Espero que los lectores me disculpen el uso de una palabra que en nuestro tiempo está tan en desuso: es que precisamente ahí, en su supuesta banalidad, radica su magnitud.

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Ya sé que las dos condiciones antes descritas parecen contradictorias, y lo son, lo que pasa es que con las ciudades de paso nunca sabemos donde está el límite entre el amor y la cursilería. Mi vida tuvo etapas sedentarias y etapas sumamente nómadas. En las segundas me dedicaba a visitar ciudades con el propósito de encontrar más lugares del mundo que fueran del alma pero, no sé si por suerte o por desgracia, la mayoría de los lugares eran de paso. Debo decir que las pocas ciudades del alma que encontré hasta ahora, tienen el matiz de la amabilidad, en el sentido más fuerte del verbo amar, y se incluyen en mis prácticas melancólicas. Esto parece un tango, y quizás por ese motivo Buenos Aires es una de mis ciudades del alma. Hace unos años regresé a una de las ciudades del alma, la de la infancia y los juegos iniciáticos de la adolescencia. Me pareció difícil entender cómo en una ciudad en la que todos sus habitantes daban gritos de angustia, donde el caos se percibía a cada paso, yo podía sentir un deseo de vivir y una capacidad inmensa de descifrar sus claves secretas, esas que la volvían tan encantadora ante mis ojos. Podía sentir un deseo de caminar por sus calles y de buscar su belleza. En algunas ocasiones la encontré. En otras, supe que mi amor estaba afectado por la distancia y la nostalgia que son las formas más traidoras del afecto. Caminé mucho en esos días. En una de mis caminatas pasé cerca del Museo de Arte Moderno y a lo lejos vi una escultura que me aterrorizó. Debo aclarar que una de las bellezas de esta ciudad reside en que algún arquitecto de los que años atrás trataron de inventarla como obra de arte –pues ¿qué más son las ciudades sino obras de arte siempre sin terminar y siempre imperfectas?– decidió que los 65


museos debían dar la cara al mundo exterior, así, todas las exposiciones que visitaban nuestra ciudad podían ser vistas hasta cierto punto desde afuera. Esto a mí me venía especialmente bien, ya que siempre le tuve odio a los museos. Volviendo al tema de la escultura, que es lo único que importa en verdad, me asombró exageradamente pues sentí que esa mujer que veía a lo lejos, esculpida en bronce verde y portadora de un gesto de angustia y melancolía era yo. El miedo me negó la oportunidad de aproximarme para verla y aunque no la olvidé, unos días después borré de mi mente ese encuentro o mejor, desencuentro y seguí mis viajes. La exposición empezó a perseguirme. En la siguiente ciudad en que estuve, que era de las de paso, unos días después de mi llegada supe que venía y logré evitarla. Así lo hice en tres ciudades más durante los dos años siguientes. La exposición en que venía esa escultura que yo pensaba que era yo misma me seguía por todas partes y mi pavor me impedía tomar la valiente decisión de ir a verla. Ahora que trato de explicarme lo ocurrido, entiendo las razones de mi miedo para detenerme a encarar esa imagen de mí. Por un lado le temía al absurdo de pensar que un hombre en otro continente me hubiera inventado a mí entre sus bronces, por el otro, la idea me impresionaba a tal punto que había llegado a halagarme y entonces a lo que le temía era a la posibilidad de que no fuera yo. Estaba atrapada, las razones que imponía el miedo se contradecían y yo no podía hacer nada para vencerlas. La una siempre me guiaba a la otra. Me fui acostumbrando a la idea de que a todas las ciudades a las que iba la exposición también llegaba y terminé por asumir que nunca la vería y que 66


en realidad mi miedo no tenía sentido. Claro está que hubo noches en que desperté totalmente aturdida por la certeza de que la mujer de la escultura cobraba vida y era así que lograba confirmar que éramos la misma. Me despertaba con una angustia terrible de pensar cómo era posible que estuviéramos en diferentes lugares si éramos la misma persona. Afortunadamente no le damos mucha importancia a nuestros sueños. Unos años después, mientras estaba en una de las ciudades del alma, una vieja amiga me invitó al Museo de Bellas Artes y aunque no frecuentaba museos, decidí acompañarla. Evidentemente me encontré con la exposición famosa, ¿sino por qué contaría esto? Entramos y vi la primera escultura; era la abominable mujer del bronce verde. Esa mujer, como justificación de mis miedos sí era la imagen de mí misma. Tuve mucho temor de que mi amiga dijera algo, y me parece que sintió mi miedo pues permaneció en silencio. Recorrimos toda la sala y salimos a la mayor brevedad. Ese hombre me había inventado. Cada una de sus esculturas era yo vista desde todos mis dolores y mis flaquezas, era mi cuerpo y sus cansancios, estaban plasmados todos mis gestos. Me parecía que esas mujeres, que eran una sola, me narraban a mí y desde ese día me pareció que sólo podía vivir cerca de ellas, que sólo con ellas estaba completa. Desde ese momento vengo persiguiéndolas, leyéndome en mis rostros, tratando de que la gente se acerque y me reconozca como otra de las esculturas de ese maestro del arte moderno.

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CUERPOS JUGADOS

Durante varios meses se dedicaron totalmente a sus prácticas incestuosas. En realidad no se dedicaron ni de manera total ni de manera incestuosa, pero las cosas pueden ser nombradas con la misma libertad con que pueden ser imaginadas y vividas. Hacía mucho tiempo habían empezado a intuir que la pereza de sus cuerpos se debía a la insoportable manía de los seres humanos de ponerle límites a todos los deseos, y gracias a ese cansancio que los estaba agobiando decidieron inventar juegos, riesgosas negociaciones de la piel, buscaron ponerse a sí mismos en el límite entre la sensualidad y la perversión. Era como un juego de máscaras, como un carnaval en el que los rostros desaparecen y las sensaciones empiezan a reinar, pero con la pequeña diferencia de que la lógica de su juego estaba en que las máscaras fueses sus propios rostros, en que nadie imaginara que detrás de esas caras amistosas e inocentes se albergaban tantas perversiones. Si el arte existe es para nombrar los excesos, y es quizás por esto que es posible, y casi necesario, escribir los cuerpos, contar que las manos pueden traicionar a la mente, que la piel nos maneja, nos conduce por caminos inesperados, nos suelta entre abismos calurosos y aterradores. Obligar a nuestra 68


pareja a besar frente a nosotros a otras personas de cualquier sexo y deleitarse con el beso, con la imagen de una boca que nos besó por tanto tiempo besando otra boca que tal vez deseamos también, con la necesidad de mirar lo que queremos sentir, con la angustiosa certeza de que ahora vendrá nuestro turno de besar, de ser observados. Entonces vienen los simulacros, el juego de sentir lo que no se siente, de hacer sentir a otros lo que ellos no saben simular, o lo que quizás simularían de manera diferente. Tocarse sin tocarse, saber que las manos recorren el sexo propio mientras los otros saben que es un simple simulacro, una caricia vacía, un roce que no existe, y saber que de repente las manos se vuelven manos y la caricia caricia y el juego gusta más porque ya no es simulacro y el simulacro es hacerles creer que no se siente nada, que se simula mientras se siente. Aprendimos a pensar que las cosas deben tener una cierta intensidad, que cuando hacemos algo debemos hacerlo bien, y ésta fue precisamente la premisa que nos llevó a indagar en nuestros cuerpos con un orden meticuloso. Descubrir que nuestros cuerpos guardaban placeres aún desconocidos, que podíamos vivir de los dos lados de los límites. Salíamos a trabajar, dejando a las personas que nos rodeaban con esa sensación gratificante de vivir en lo normal, en lo que debe ser, y desviábamos nuestros rumbos para encontrarnos en la sala de un departamento vacío, de paredes frías, un lugar en que los olores estaban contenidos, en que el sexo era un aroma, un material, una luz. Entonces empezaban las largas sesiones de desgarre, de placer. Instrumentos filudos, llamas, hielos, manos desconocidas, cuerpos varios asomándose a la 69


claridad de nuestra piel. Es la sensación de no vivir en este mundo, de pertenecer a un universo en que los sentidos rigen hasta la respiración, es el lugar en que el corazón aprende a pararse, a perder ritmo, a encontrar la extensión del instante en que el horror y el placer se unen. Encontrar todas las maneras posibles de hacer estremecer a los otros, de obligarlos a descubrir sensaciones que no creían siquiera posibles. Tenían una risa abarcadora. Mientras reían el resto de los presentes sentían el terror de no poder resistir, de no saber cómo soportar el deseo. Eran muchos rostros que tenían máscaras protectoras, gestos que intentaban bloquear el marasmo, el exceso. Caminaban por entre todas esas personas y sabían que ellos y ellas no podían olvidar el momento en que los habían obligado a desnudarse, a tocarlos sin control, a darles más placer del que ellos mismos podían imaginar. Y sin embargo todos habían aprendido a oscurecer el deseo, a modular palabras que no expresaban lo que se sentía y aún así decir lo que realmente esperaban. Quieres una cerveza, y las piernas se abren, el cuerpo se contrae para darle cabida a las manos, a las caricias, a las lenguas que lo recorren, a los otros cuerpos que se constriñen entre los brazos de los otros y de los tuyos, un sorbo de cerveza, una conversación cualquiera, brazos que se inundan de olores, de sudores fríos, de una aterradora explosión sin afecto, es estar al otro lado del amor, allá donde las cosas suceden mirándose y sabiendo que mañana lo único posible es ponerse la máscara, y sin embargo sabiendo también que la única manera de volver a mirar los rostros amados es traspasando las barreras del deseo, reconociendo que el cuerpo puede 70


estar más allá del amor, que necesitamos mirarnos en la incertidumbre de pieles intrascendentes. Si no hubiesen aprendido a jugar, a internarse en las necesidades de sus cuerpos, habrían perdido el valor de mirar, de saber que el amor es un cuerpo que se despliega antes unos ojos ansiados y ansiosos, ante la certidumbre de la caricia aliviadora, vivir en un universo en que entendemos cómo recomponer las máscaras de los que amamos, es aprender a tocarlos con la suavidad que les gusta, con la parte indicada de la mano, y es que no podemos saber que la mano tiene tantas partes indicadas si nunca la llevamos al exceso, a los roces exacerbados, a la insoportable sensación de agotamiento, de instinto descompuesto. Y es que también allá, donde sólo reina el instinto, donde jugamos a quitarnos las máscaras o a ponérnolas, yo no sé, el cuerpo se extiende, se explaya en las sensaciones más absurdas, más desconocidas, como si no pudiésemos conocernos si no nos lanzamos al abismo de la otra cara, de las otras manos. Durante los meses que se dedicaron a su tarea incestuosa, perversa, descubrieron que no había camino de regreso, que el juego no se termina como cuando éramos niños y alguien decía: se acabó el juego. No. Las cosas habían cambiado, las máscaras que habían inventado para esos meses de desbordamiento no salían más, era imposible borrarlas, las manos estaban marcadas con las otras pieles tocadas, con los besos vistos, los sentidos, los dados. Algo había cambiado para siempre. Ellos querían terminar con los juegos, olvidarse, sin olvidar, de ese lugar en que reventaron sus cuerpos, en que los llevaron al borde de las sensaciones, y sin embargo sabían que para siempre llevarían esos olores en 71


la piel, que en las mañanas iban a sentir el terrible impulso de regresar a ese hueco cálido y aterrador en que habían transcurrido los últimos meses de sus vidas. Era claro para todos ellos que al pararse frente a un espejo su imagen insinuaba una sonrisa inexistente, dos caras de la misma burla, de una realidad destrozada, descolorida, de un recuerdo sonriente, pícaro, desbordante. No regresarían, era claro, desde antes de empezar a jugar estaba escrito en los cuerpos, también del exceso nos agobiamos, nunca sabremos como vivir en lo permanente. Vivimos en la búsqueda incesante de la certeza; esperamos nunca encontrarla.

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APROXIMACIÓN A LOS LÍMITES

La locura era clara y ya estaba conjurada. Había pasado los últimos años de su vida intentando poner límites a su cuerpo, una contención de sí, y el proyecto había fracasado. Unos días atrás los límites habían desaparecido. El horizonte de su piel se había extendido hasta fundirse con el espacio. Descubrió que caminar es extenderse en el asfalto, convertirse en los pliegues grises y rocosos de los andenes. Recorrer una calle es ser la calle, el árbol, la casa. La ciudad es su cuerpo que se extiende entre montañas, brazos que corren con sus luces blancas y rojas las calles innumerables, piernas planas que revientan contra la cordillera del otro lado. Caminar se había vuelto un poco difícil. Salir a la calle era perderse, sabiendo donde estaba, pero sin saber qué era. De pronto un árbol, una columna, un arco, asfalto, vidrio, torre, reloj, cúpula, carro, montaña, flor, antena, calle, piedra, poste. En cada paso iba pasando a ser algo diferente. Comenzó a sentirse múltiple. Luego de tantos años de ser el centro, el eje de su espacio, era horrorizante enfrentar la yuxtaposición de perspectivas; el infinito incontrolable de la simultaneidad. Era carro, árbol, casa y todo al mismo tiempo. La velocidad era intolerable. Montaña, columna, esquina. Iba cambiando, se extendía sin cesar. Cúpula, torre, piedra. No podía más, 73


el cansancio le acababa el cuerpo, no podía resistir tres pasos. Antena, árbol, vidrio. Cerró la puerta, miró al rededor y no encontró ventanas. El cuarto, ajeno y desconocido, sin aire ni sonido, iba a contener su cuerpo. El cuerpo extendido en las paredes, plegado en seis, cubo para adentro. Mira la habitación mientras es la habitación misma. Lentamente se va desprendiendo de las paredes, se sienta en el suelo y cierra los ojos. Quiere olvidar. Quiere perder las imágenes de esa ciudad que multiplica su cuerpo. Quiere borrar los olores, las formas, las superficies. Necesita tiempo para rehacer un cuerpo. Empieza a tocarse y se siente pared, superficie plana y fría, vértices concentrados. Encuentra la puerta en su cuerpo. No la abre. La empresa del olvido fracasa también. Luego de varios días de encierro ha descubierto que la memoria es otra ciudad. Cerrar los ojos es ser calle otra vez, es entrar en el vertiginoso ritmo de las cosas y los paisajes. Quiere tener fuerza para salir: debe encontrar una manera de soportarse. La locura es clara, y sólo falta conjurarla. Vivirla es necesario; el cuarto no es contención suficiente, tiene grietas, salidas por donde escaparse. Si fuese posible ir más lento. Detenerse árbol, luna, arco. Mirar los colores desde la punta del árbol. Disfrutar las texturas, los olores. Abre la puerta y sale. No bien empieza a temblar cuando ya está viendo todo desde la cúpula de una iglesia: desde una ventana colonial: una antena parabólica: una magnolia. Sin parar está pasando de forma en forma. En un instante mágico, se ve abajo, caminando, cuerpo entero que se mueve sobre una calle, y que no es la calle. El miedo se va. Desde cada nueva superficie sigue mirándose. Descubriendo los 74


vértices de su propio cuerpo. Superficie sinuosa que se envuelve. La locura no es miedo. Es mirarse mientras vuela. Saber que es dos cuerpos: un cuerpo que camina y otro que transmigra. Entendía, por fin, que su locura estaba en el vértice ansiado del infinito. Línea perpetua entre el segundo y el horizonte: entre su cuerpo y la inmensidad. Vivir es, ahora, mirarse desde los balcones, los cuadros, los espejos. Saber que tocar una pared es tocarse a uno mismo: respirar un aire que se lleva adentro.

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LA TRISTE FIGURA DE UN MAPA EN UN CAJÓN

Sacó el mapa, lo desplegó y una leve sonrisa se dibujó en su rostro. Sabía que elegir un lugar era un acto de magia en el cual ponemos todas nuestras esperanzas. Esperanzas de qué, angustias de qué, anhelo de qué, se iba preguntando mientras deslizaba su mano por la superficie lisa y multicolor del mapa. Andaba buscando algo inexplicable, un lugar en el que las cosas existieran sin sentidos, sin normas intransigentes, pero todo parecía una falacia, un imposible. Y sin embargo, sus viajes estaban poseídos por un sentido total. Desplegar el mapa, asomar la mirada e imaginar las extensiones, las distancias. Prever los olores y las calles, las voces y los ecos de los lugares desconocidos. Hacer una cuadrícula de intenciones, decidir que el primer cuadro es la lujuria, que el segundo la saciedad, el tercero la incertidumbre, el cuarto la monotonía, y así sucesivamente, hasta combinar una infinidad de deseos y poner el dedo en uno de ellos, como un azar, para elegir un rumbo inesperado. Quiere entender el juego que le consume la vida y no logra salirse de él. Cómo explicar desde adentro, cómo ver el mapa y dibujarlo en el mundo. Entender que somos algo intermedio entre el mapa y la realidad. Que sin el mapa no existe el universo y sin embargo saber que una sola mano 76


lo puede hacer trizas y todo seguirá existiendo. Explicar el juego es explicar la existencia del mapa, de las ilusiones en plano, de las sonrisas recordadas, de los seres imaginados. Y todo esto resumido en el acto absurdo de cerrar el mapa, doblarlo con todo el cuidado y meterlo en un cajón pequeñito, como una caja de Pandora que debe permanecer cerrada, sin aire, porque el miedo está en poder desplegar los deseos, como desplegamos el mapa, reconocer que vivimos en un universo lleno de ataduras, de imposibilidades y que lo que verdaderamente estamos buscando es el recorrido del agua, la libertad perpetua de correr a gusto. Ha elegido un cuadro y en él un punto. Sabe que ya tiene un destino, un papel para interpretar. Sabe también que continuar el juego es perpetuar la inconsciencia, seguir viviendo en el vilo de lo porvenir. Se pregunta si seguir jugando es la única salida, y sin buscar respuestas sabe que sí, que no tiene más opciones, que sus paredes, las que la contienen se extienden, se descomponen, se disgregan como partes de una estructura sin centro ni límites. Es no reconocerse en los pasos hacia adelante, saberse inmóvil entre las carreras infinitas de una tortuga que no logra llegar a ningún lado pero que sigue su camino eternamente. Hace la mochila. Lentamente abre todos los cajones de una casa que no le pertenece, desocupa el territorio de su última mentira, mientras descubre los significados, las ganas que la mantuvieron allí, los rasgos de una materia firme, corpórea, que la esperaba cada noche en una misma cama, en un mismo cuerpo tierno y tibio. Sabe que desocupar cajones es como romper fotos; inútil, pero sin embargo lo hace, no quiere dejar nada de ella, aún sabiendo 77


que se queda completa, que podemos quedarnos e irnos al mismo tiempo, que vamos dejándonos en cada uno de los lugares habitados, que no partimos del todo. Un hombre regresará para buscarla en el medio de la noche y ella se habrá ido. Desconocimiento del otro. Imposibilidad de detenerse. Piensa en dejar una nota y decide no hacerlo. Una palabra no contiene la tristeza. Ella aprendió a vivir así, con un mapa en el bolsillo. La lógica de encontrar para nunca poseer. Si fuera tan fácil desplegar mapas quizás la humanidad tendría muchas menos posibilidades de sucumbir, y más de sobrevivir a las angustias de la cotidianidad. La cosa es que los cajones los seguimos abriendo sin ver que en ellos están guardados todos los mapas, los destinos posibles, y vamos perdiendo las rutas de salida, de escape. Y suena un poco mal: escape. Porque nos dijeron que uno no debe escapar, que la única salida es no escapar, y como siempre descubrimos que es un problema de tergiversación, que van acabando a las palabras, quitándoles sus sentidos más necesarios. Escape: acto de magia por medio del cual las personas logran reencontrarse con la totalidad, con el instante de completud que siginifica vivir en el deseo. Tal vez cada acto es de alguna manera un acto de escape, abrir un cajón y luego cerrarlo, una acción es el escape de la otra, y así sucesivamente, mover muy despacio la chapa de la puerta mientras escapamos al acto de levantarnos del sillón y continuar algún camino, quizás hacia un cine o hacia una cama, pero siempre escapando al cansancio de la actividad anterior. Y evidentemente esto no significa que no podamos regresar, que para escapar al último deseo no podamos volver a uno 78


antiguo. Es por todo esto que el acto de sacar un mapa y desplegarlo, aunque parece una herejía, es el más elemental de los escapes, aquel en el que elegimos nuevos rumbos y nuevos deseos. Pero las personas suelen tenerle un poco de miedo, la vida parece estar ligada a algo así como acciones que se realizan sin escapar, como si todo lo hiciéramos sin desearlo o, lo que es peor, sin darnos cuenta de que vamos cambiando de estados, de actividades, de placeres, de… la lista sería infinita, y sin embargo muchas personas, como ya lo dije, tienden a no darse cuenta, a creer que las cosas van y van, sin más, sin abrir mapas, sin preguntarse por el escape más ansiado del instante. Porque tampoco hace falta planear mucho, los escapes van apareciendo de todos lados, por entre los pantalones, las faldas, las camisas, entre las casas, los espejos, los ojos, las manos, las caricias, en fin por entre todas las cosas que posiblemente podemos definir como el pequeño entorno que nos rodea. Pero tampoco los escapes son fáciles de encontrar. El mapa estaba olvidado en un rincón de la habitación (vamos regresando a la historia de la mujer, la del mapa, la de los cajones, la del hombre). Su dueña lo había dejado en medio de una infinidad de papeles ilegibles. Y ahora es la clave de una expectativa, de un deseo irreconocible. Escape inentendido. Lo descubre y siente un pánico absurdo de abrirlo, de extenderlo sobre alguna superficie, como si más bien estuviera desplegándose a sí misma. Como si fuese el plano de sus incertidumbres y remembranzas. Busca el punto, lo intuye y empieza la salida. Olvidar los seres del presente desde antes de dejarlos. Olvidar las sensaciones y los olores para 79


poder inventar los futuros. Escapes necesarios para la respiración. Continuación de proyectos sin finalidad. Búsqueda de una identidad volátil, viajera, escapista. Imágenes de un porvenir impredecible. Caminos de lo nunca aprehensible. Quizás no importa tanto irse como el acto mismo de sacar un mapa sabiéndolo el escape a la terrible monotonía de abrir cajones y no encontrar en ellos ningún rumbo posible.

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DE UNA PINTURA A UN CUADRO

A Camilo

Espero la entrada a la primavera, y en realidad lo que me sucede es que quiero reconocerme en una mirada, en la luz de unas figuras que intuyo pero que todavía no he visto. El eterno problema de la cultura, de los lugares comunes, de haber visto desde siempre cuadros, pinturas famosas, y no poder saber lo que significa verlas, posarse frente a ellas, y encontrar una mirada propia, nueva, original. No entiendo cuándo ni cómo inventamos esta peregrinación, esta multitud de gente que va de un lugar a otro intentando ver lo que se debe ver, desplegando las incontables guías turísticas que les dicen en que rincón de un museo se encuentra la obra famosa, y todos, como por obligación, por mandato divino, nos dirigimos a esos lugares, escondemos nuestros propios miedos y deseos de vernos en esta necesidad de coleccionar lugares y obras de arte. Qué ritual absurdo hay tras el anhelo de ver, cara a cara, esos rostros que ya sabemos de memoria. Y sin embargo hay una emoción que me alberga, algo que me deja saber que no es sólo un acto de coleccionista, todo esto es una búsqueda desde adentro, de una u otra forma estamos todos tratando de encontrar una clave, un simulacro en que vivirnos, mejor aún, leernos. Es solamente un cuadro –piensa– y sin embargo sabe que vino hasta esta ciudad sólo para 81


verlo, que todo los caminos tenían sentido para encontrarse con ese universo desconocido y absolutamente visto. Teme a las jerarquías, al canon, y se sabe esperando en una fila larga y agobiante para celebrarlo, para salir con cara de turista satisfecha, comprar una reproducción de su pintura favorita y proseguir con el itinerario que desde un principio se había impuesto. ¿Sentirse mirado? Sí, pero no con tal intensidad. No sé, quizás alguna vez me sucedió, y sin embargo siento que nunca había visto una mirada más poderosa, más intacta, más diáfana que aquella que tanto te sorprendió. ¿Entonces tu también la descubriste? Sí, no sé muy bien cuando la descubrí, la verdad es que miré ese cuadro por unos minutos y decidí que tenía que continuar viendo el resto del museo (el resto, la colección, imposible perderse algo de ella), pero algo me seguía atrayendo de ese cuadro, entonces regresé y me senté, frente a él, y por un lapso de tiempo me olvidé de todo lo demás, del museo, de la gente, de los guías que lo explicaban a manadas de turistas americanos y orientales. ¿Y la mirada? Cuando me estaba saliendo de lo central, de ese lugar del arte renacentista que te atrapa, cuando por fin mi mirada se fue saliendo hacia los lados de esa composición armónica y detallada de una primavera estallando, encontré ese rostro, esa mujer del ojo triste, porque sólo se le ve un ojo, pero que al mismo tiempo era una mujer que desde antes de recibir la flecha de Cupido había ya sucumbido al amor, en realidad es que así son las pinturas renacentistas, el tiempo es algo simultáneo, ves el antes, el ahora y el después en un mismo instante eterno. ¿Viste cómo hasta yo me vuelvo ridículo al hablar de esta pintura? Pero qué sentiste, cómo reaccionaste ante esa 82


revelación, ante el momento maravilloso en que la misma tradición neoclásica hace que el amor se anticipe al designio de los dioses. No lo pensé, yo sentí la mirada, deseé profundamente ser Mercurio, ser mirado de la misma manera. Sí, pero él ni la mira, él no sabe que ella lo está mirando con un amor desbordado, él cree que ella está allá, danzando con las otras dos ninfas, ¿ves? es que las cosas parece que acontecen siempre así, como si no tuviéramos la capacidad de verlas de verdad, como si no estuvieran al alcance de nuestro sentidos, y después, nos atropellan, nos arrollan, nos... Bueno, todo eso. La verdad es que yo no pude moverme por muchas horas. No me senté, ni siquiera tuve tiempo de pensar en hacerlo, estaba transportada, había leído una novela en que un hombre destruye esta pintura y yo trataba de entender por qué a la mujer que escribió la novela se le había ocurrido eso, y además, por qué para la narradora esa pintura era como una representación de sí misma. Y además quería entender porqué para mí misma era tan alucinante estar frente a esa pintura, y fue en medio de tantas preguntas que me encontré con esa mirada, sí la de la ninfa, y descubrí que ahí estaba mi misterio, que yo era esa mirada, ese deseo que se antepone y explota desde antes de poder existir. Que yo me vivo así: estallido. Y sin embargo estamos hablando de una pintura armónica, renacentista, una obra de perfecta composición. Durante unos cuantos minutos se detuvieron frente a una mala reproducción del cuadro La primavera de Boticelli. Lo detallaron, vieron los pliegues transparentes de los cuerpos y sus trajes de viento, las siluetas de mujeres embarazadas, vieron también lo absurdo de los fondos, las profundidades de los cuadros de este pintor, que más que paisajes 83


consigue crear escenografías. No estaban ni en el lugar ni en el tiempo de la mirada, de la conversación, del viaje, y sin embargo de alguna manera podían reproducir las sensaciones, podían jugar a ver universos inexistentes en ese presente en el que estaban viviendo. Querían pintar algo en las pieles, recorrer sus cuerpos como si estuvieran creándolos. Esa era la ilusión, poder asumir el acto de creación que tanto ansiaban, saber que nunca habían sido lo que estaban siendo ahora. Querían estar por fuera de la escena misma que los contenía, ver sus propios cuerpos deseándose, conociéndose. Querían ser cualquiera de los objetos que estaban alrededor, ser la mirada del otro que se asoma a la mágica aventura de unos cuerpos sin límites ni reglas. Se contaron cuentos, cantaron canciones, vivieron por un instante la lenta tranquilidad de quien ha encontrado la dulzura emanando de sí mismo, como la mirada desbordada de la ninfa del cuadro que los acechaba desde el fondo de la habitación.

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QUINCE

El café estaba agrio, aguado y sabía a Pepsi. Evidentemente el día había empezado mal. No se había levantado con la pierna izquierda, pero al parecer no hace falta cometer semejante impertinencia para que todo tienda a salir mal. Cada sorbo le recordaba que estaba tratando de escribir una historia de amor mientras escribía un agudo y superficial grito contra la amargura de un café. Todas las miradas, las palabras, las caricias inexistentes, los besos ansiados, los actos consumados acababan de perder su sentido. Unos minutos antes, aún antes de tomar el primer sorbo del café que le molestaba ahora, había descubierto que un amor, no importa cual, es generalmente un huracán, un despliegue de fracasos, un instante en que se niegan todas las posibilidades del sueño en su estado puro. La cotidianidad. Palabritas mayores, inexplicables. Ahora, no sabía cómo explicarse que los sueños son eso: sueños. No podía entender que las palabras y las cosas se parecen sin ser lo mismo, pero que aunque sueño suena a felicidad y evidentemente es felicidad, existe así: chispa, rayo, sonido, atardecer. El día había empezado mal, pero está previsto que todos los días que empiezan así deben mejorar. Este día se esforzaba en seguir igual; era un día con voluntad de ser insoportable. Pidió una Coca y se 85


la trajeron diet. Una lágrima salió de sus ojos y recorrió el cachete y cayó sobre la mesa negra en que había colocado la página verde en que quería empezar a escribir con tinta morada. La primera palabra que había en el papel era, si eso puede llamarse palabra, quince. Y era difícil saber si ese era el título o si estaba empezando la historia por la página número quince. Y si era así, ¿por qué escribirla con letras? Hasta en lo abstracto de las matemáticas se involucran las palabras. Pero tenía que mejorar ese día. No era posible seguir así y además tener que contar la historia de un hombre que no la quería. Como si fuera tan extraño. Quizá por eso el día había empezado mal; porque no era extraño. Porque lo que parecía anormal era normal, y el sueño era pesadilla: la palabra número: la mirada hueco. Una película, una novela, una sonata, un parque, una calle, una esquina, una luna, un almacén de cachivaches, una amiga, una hoja, una cama, un café con sabor a café. Alguna de estas cosas tenía que mejorar el día... No mejoraría. En dos horas se había acabado la esperanza. No la esperanza con mayúscula, pero sí la que respira, la que nos hace levantarnos con la pierna derecha. Como si fuéramos sonrisa entre caras de cartón. Esperanza de una chispa, de un corredor lleno de un solo cuerpo. Y qué significaba esperanza y qué acabar y qué dos y qué quince. Mejoraría. Era un imperativo aprendido en su infancia. El mundo siempre va mejorando. Lo extraño es que aquel imperativo traía la voz de su madre y una risa detrás. Como en los sueños en que vemos una imagen y el sonido de otra y sólo en momentos de revelación podemos saber lo que dicen en la que no tiene sonido e imaginar lo que 86


hay en la que escuchamos. Así había sido el amor; una imagen sin sonido y un sonido sin imagen. Y se unieron: fracaso. Podemos enumerar nuestra vida; enumerar amigos, lugares, libros, llantos. Y a veces perdemos la cuenta. Iba a enumerar hombres; pieles. Tal vez así mejoraba el día. La memoria podía también ayudarle. Uno, dos, tres, cuatro. Y son palabras y personas y gestos y muchas otras cosas que tal vez ya no quiere recordar. Entonces quiere colocar el pasado, el presente y el futuro en orden diferente. Decir por ejemplo que el número quince fue el primero que llegó, y luego inventar una historia para que la mentira y el café con sabor a Peps no le molesten tanto. La hoja verde estaba en blanco. Quince no existía. Era ese eterno problema de no saber si las cuentas van de uno a diez o de cero a diez. Y por lo tanto quince podía ser catorce o quince, y si seguía pensándolo hasta podía ser cuatro o cinco. Pero no importaba. Quince era el número elegido para nombrar algo innombrable. Algo así como el deseo de tener a un cierto hombre consigo. De mirarlo sin cautela, morderlo, abrazarlo, cantarle, hablarle, decirle, gritarle. Y que por favor no estuviera sordo. Porque quince era la palabra para nombrar un espacio dentro de su cuerpo que no tiene nombre y que siempre está buscando manos, roces, voces que lo apacigüen, que lo despierten. Se pregunta quién le trajo ese café. Ya no sabe con qué pierna se levantó ni cómo llegó a ese lugar en que el café sabe a Pepsi y la Coca a diet, pero necesita entender cuándo los números se detuvieron y ella empezó a pronunciar uno hasta el cansancio. Uno que no es uno sino quince. Sabe que esa es una 87


palabra con mayúscula: cansancio. Y la escribe con minúscula por si las dudas. Tal vez así la conjura. Mejoraría. Sí. Estaba destinada a mejorar días. Los suyos. Tenía las técnicas apropiadas para inventar días buenos. Días sonrientes en que los números, palabras, hombres caminan sin prisa, en que no le tienen tanto miedo y los puede llamar por su nombre. Y les dice todo lo que quiere y ellos la miran y la escuchan, por supuesto, y ese espacio de su cuerpo estalla. Días en que no le teme a la brevedad, en que sabe que los días son números, tiempo en movimiento. Días en que sabe que el tiempo es una caucho que se extiende en la memoria; única manera de soportar lo efímero. Revelación instantánea de lo que permanece en ella. Con tinta morada escribió una sonrisa. Y puso el papel verde sobre su cara. Ya sonriente, terminó de tomarse, sorbo tras sorbo, el café agrio, aguado que sabía a Pepsi, devolvió la Coca que era diet y descubrió que nada se detiene, que devenimos en cada instante, y que ese tiempo que ella había extendido, ese lapso entre catorce y quince que ella no quería recorrer era ya otra esperanza. Una palabra que habría de escribirse sin letras ni números. Quizás un nombre que se esconde entre un árbol, una ventana o en las líneas de un pentagrama.

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VENECIA

Abrir los ojos y reconocer en las paredes una cárcel volátil, un barco remado con gran velocidad, un universo donde se multiplican las visiones de la movilidad. Saberse en una cama, en el medio de una ciudad desconocida y sin embargo ver los diferentes puertos de un viaje imparable. Bufones, payasos, máscaras, colores de una memoria inexistente: Venecia agolpada en los recuerdos, descomponiéndose, multiplicándose. Puertos sin orilla, pérdida del aire, del sosiego. Incomparable angustia; lugar en que convergen la fantasía y el ahogo. La pesadilla, la insoportable manía de su mente de trasladarla entre los sueños más absurdos y mezclar todas las realidades vividas, las imaginadas, las futuras, estaba encontrando un camino eficaz para conjugar las visiones de un largo día de deambular por las calles de una ciudad fantasma. No sabía cómo despertar, y mucho menos cómo organizar todas las imágenes que el sueño le iba organizando con una desprolijidad absoluta. Las intuiciones estaban perdiendo todo sentido y su vida se iba sumiendo, sin camino de regreso, entre la lógica desestructurada de unos recuerdos que son ciudad, centelleantes gotas de agua agolpadas en el reflejo de unas fachadas descomunalmente inexistentes. Y sin embargo, caminó por sus calles, descubrió en cada uno de sus puentes 89


un suspiro para regalar, como si todos los puentes fueran de los suspiros. Es que la realidad es un poco así, nombres que exceden la cosa, un puente que se repite al infinito, un cuerpo que camina como partido en pequeñas partículas de polvo, diseminándose por entre las sonrisas del reflejo tibio de las luces en el agua. Y entonces, como si fuese fácil entender que la realidad es más mágica e inexplicable que la fantasía, despierta entre la góndola de un sueño insoportable. Porque las cosas se van agolpando, despacio, implacables, descomponiéndose en formas de sentido, algo así como vivir con las sensaciones de las cosas sabiendo que ellas no están más, que en cada instante las perdemos para siempre, que llegan a nuestra memoria y se trasforman, empiezan el viaje interminable de los recuerdos, de las deformaciones, de las intuiciones, de las mezclas. Entender que observar es hacer desaparecer las cosas, desdibujar la realidad para mandarla, de un golpe seco, al lugar de los desvelos, de las imágenes recuperadas en los sueños. Y seguía caminando, mientras el sueño estaba siendo forjado, y ella no sabía que se vive para eso, para alimentar el otro universo, el de las cosas borradas, el que perdura, el que compone la realidad que siempre intuimos como falsa. La sonrisa parecía de mentiras, es que así era la ciudad también, una mentira extendida entre el agua, un fantasma corroído, algo así como una poema en el que se insinúa el infinito en finitud, una maravillosa sinfonía de agua inscrita en un mapa partituresco. Ciudad que se lee en su reflejo. Y la ciudad la seguía distrayendo de la sonrisa, de un encuentro que empezaba a repetirse, a pulular de manera alucinante. La verdad es que nos toma mucho tiempo comprender lo que tenemos más cerca, las cosas 90


que nos circundan. Iba buscando algo, quizá algo llamado nada, pero estaba encontrando algo que no se llamaba nada, que no tenía nombre, no todavía, pero que empezaba, lentamente, a tener rostro, a esconderse tras las máscaras de una ciudad, como unos ojos que se esconden entre paredes y nos miran desde los lugares más inesperados, desde los vasos, los espejos, las nubes. Caminaba rápido, cada vez más rápido, tratando de respirar todo el aire posible, grabar en su cuerpo la irreal magia del lugar, y seguía encontrando ese rostro que parecía perseguirla, asomado por las azoteas, por los puentes, por todas las esquinas, entre el agua, hasta que ella empezó a descubrir que se le iba subiendo por las piernas, que la iba recorriendo sin que ella lograse hacer nada, no tenía manera de frenarlo, ese rostro, esa sonrisa, la estaba poseyendo sin motivo, como la ciudad, como caminar sin rumbo, pero sabiendo que todo camino es un rumbo posible, más aún, necesario. Las cosas siempre son diferentes, caras superpuestas de la realidad. Querer contar una historia y saber que hay mil maneras de hacerlo, y eso es exactamente lo que sucede ahora, que esta historia es a la vez verdadera y falaz, que cada vértice desde el que podemos mirarla es tan real como engañoso y asumimos el reto de creerla, de vivirla para descubrir sus manías, sus ilusiones, sus inexistencias. Y sin embargo, todo era más simple de lo que parecía. Un hombre se asomaba, con una insistencia poco casual, a la mirada de una mujer que recorre con todas las ansías una ciudad que le parece absolutamente irreal y maravillosa. El acto de asomarse, de mirarse, de presentirse, de encontrarse sucede desde el ángulo de la incredulidad, ella camina, no para de caminar y no puede creer que él la mira, que no para 91


de buscarla, que se está apoderando de sus visiones, que necesita volver a verlo. Lo encuentra y lo reconoce, con una mano deseosa le va tocando el rostro y lo sabe desconocido y lo va inventando y lo lleva a su cuerpo, y sueña que los puentes son el cuerpo de él, y los camina, y le dice que la siga mirando que la encuentre y la bese sin tregua que la desnude en el medio de esas calles, le invente una sonrisa como la de él, como esa que la hizo encontrarlo, reconocer que la deseaba, que tenía ganas de tocarla, de lanzarla al lugar donde el cuerpo existe en el más increíble solipsismo. Hacer el amor sabiendo de las distancias, reconociendo que placer es una palabra individual, y erotismo es el acto de asomarse al abismo, a la distancia que nos separa de los otros, saber que tocar un cuerpo es regocijarse de lo desconocido, de las sensaciones que el otro vive desde un allá incomprensible, y sin embargo, es allí, en esa incapacidad de hacer nuestra la sensación del otro que nos adentramos en su cuerpo, en el misterio de no saber cómo siente, mientras intuimos que algo infinitamente explosivo le supera, mientras deseamos desbordar con nuestro cuerpo, con nuestro deleite el placer del otro. Así era este encuentro, una ciudad abarcando el gesto solitario de compenetrarse. Él la sabía allá, en su universo de sensaciones, y desde su acá, desde su más personal manera de reconocerse como un cuerpo deseante, la recorría, devolviéndole las imágenes de su goce, del maravilloso deleite de las pieles que pierden los límites, los bordes, que se convierten en un solo vértice, en una sola extensión de agua en la que los reflejos de la ciudad son el encuentro imposible entre dos mundos incompatibles. 92


VILLA D'ESTE O EL JARDÍN DE LOS PLACERES

La dificultad radicaba en querer entender un universo cualquiera creyéndose del otro lado, algo así como pensar que las cosas tienen lados marcados y claros y que podemos situarnos de uno o del otro, mientras nos olvidábamos, o intentábamos no intuir, que de alguna manera estamos siempre parados de los dos lados. Los abismos, empecé a entender ese día, son el vacío y la caída, el lugar y el cuerpo que se lanza, todo al mismo tiempo, pero nuestra manera de reconocer la realidad tiene la trágica cualidad de dividir todo aquello que no puede ser dividido. La mirada, la nuestra, venía cargada de una cierta confianza en los placeres de la carne. Desde el momento remoto en que habíamos decidido entregarnos a las delicias de la piel, parecía que habíamos dado el paso necesario hacia el lado de acá, el del cuerpo, y sin ninguna explicación creíamos que no existían otros placeres posibles. Por suerte hay momentos en que las cosas tienden a caer en un caos magnífico en el que empezamos a ver las líneas que nos atan a las más inexplicables realidades y sensaciones, y logramos cuestionar las leyes elementales que hasta ese momento han regido nuestras vidas. Las descripciones, por lo menos para mí, suelen ser infinitamente aburridas, pero en algunos 93


casos son necesarias. Y evidentemente ése es nuestro caso. Esta historia no se puede concebir sin la descripción, sin la búsqueda de un signo, un símbolo, que logre contener la belleza y las contradicciones del lugar al cual, por casualidad, nos estábamos asomando. El lugar era una villa, situada en el medio de una colina. Al entrar en el edificio encontramos una serie de habitaciones todas conectadas entre sí por sus paredes laterales y todas con una ventana que daba a un afuera que hasta este momento era simplemente una sugerencia, un sensual llamado a asomarse, a encontrar la realidad del otro lado, que evidentemente es la de este lado también, aunque todavía no lo sabíamos. Antes de empezar el recorrido nos habíamos enterado de que este lugar, que parecía ser maravilloso, había sido edificado por un cardenal, que tenía el atenuante de ser hijo de una de los Borgia. Pero que Borgia o no era un cardenal, y eso ya empezaba a cuestionar nuestra aproximación al lugar. El edificio estaba compuesto por tres pisos de características similares que sin pensar en lo desbordante de la vista de sus ventanas bien podía ser un recinto de repeticiones, construido para que no exija demasiada contradicción ni asombro, llamado a conciliar la paz de los sacerdotes que en él habitaban. Pero como es de esperarse la tentación nos superó y muy pronto nos asomamos a ver la magnífica exuberancia de los jardines que este recinto albergaba del otro lado de sí. Los jardines, que tienen la magia de la armonía daban una sensación de deleite superior a la encontrada en muchos de los otros jardines que en ese tiempo habíamos recorrido. Estaban compuestos por una serie de escalinatas por las cuales corría el agua, entre fuentes diversas 94


y piscinas de tamaños variados. Todo entre una vegetación tupida y al mismo tiempo claramente organizada. Nos tomó un lapso de tiempo entender que aquello que nos estaba dejando sin aire, que nos hacía apresurar el paso para salir a recorrer las escalinatas de fuentes y flores era el sonido del agua. Como toda seducción, ésta, la del agua, nos estaba atrapando desde antes de que pudiéramos saberlo. Ya habíamos perdido todo control, el llamado del agua nos desbordaba, y licenciosamente, como tanto nos gustaba, nos lanzamos a caminar por su magia, por los ecos y el rugir del agua por la melodía que producía. Relacionar estos lugares con la música tiene absoluto sentido, y sin embargo todavía no podíamos encontrar ningún nexo con lo que estábamos viendo, estábamos en el estado anterior a toda consciencia, era el placer en su estado puro, en el antes de los lados, de las intuiciones, de los recuerdos, de los significados y los símbolos. Habíamos entrado en un universo en el que lo celestial, el agua, lo colmaba todo y no podíamos menos que preguntarnos por los sentidos, por todas las sensaciones que nos estaban arrollando. Pensamos, y en algún momento hasta lo dijimos, que ése era un lugar para los placeres, y con eso, estabamos aludiendo a los placeres de un lado, del lado en que creíamos estar. Sin más, empezamos a imaginarnos la voluptuosa realidad de los jardines, de las fuentes, de las piscinas. Cuerpos desnudos empezaron a salir de todos los rincones, caricias confundiéndose con el roce del agua, seres entregados a las más deliciosos y sagradas labores del cuerpo. Entonces las habitaciones, y las ventanas y las fuentes y el innumerable conjunto de monstruos 95


que se repetían en las barandas, empezaron a habitar un universo poseído por la lujuria, por las ganas de vivirse en el cuerpo. La tierna melodía del agua revoloteaba en torno a nuestro deseo de vivir del lado de acá de los placeres, con la terrible manía de no poder entender que del lado de allá, de ése que quizá habitaba el cardenal que nos perturbaba, los placeres también podían existir. Hay un miedo que parece totalmente tolerable e insulso, pero que con un poco de tiempo y con la mínima capacidad de cuestionar la realidad, empieza a apoderarse de todos nuestro pensamientos; el miedo a enceguecerse, a perder la capacidad de ver las otras caras de la realidad. Ése era el miedo que nos estaba circundando. Seguíamos caminando por entre estos jardines maravillosos y no sabíamos cómo leer su existencia, ni siquiera sabíamos cómo formular la pregunta que nos iba a lanzar al otro lado de nuestros placeres elementales. Pero la mente no se detiene y sin saberlo ya estabamos empezando a trasformar las imágenes de nuestro pequeño jardín de las delicias. Un poco de silencio, escuchar con más cuidado el sonido del agua y el pensamiento estaba en otro lugar del cuerpo. Era como quedarse, de repente, sin piel, como empezar a habitar un lugar en que la letanía del agua era una caricia sin estremecimiento. Era difícil saber las razones de este descubrimiento, qué arduos lineamientos habían conseguido que este lugar nos abriera los sentidos a estas sensaciones nuevas, a la mágica posibilidad de entender que el cuerpo en algunos momentos magníficos no existe mientras existe. Que no hace falta negar un lado de las sensaciones, que quizá este era el lugar de las sensaciones desde adentro, donde el sentido de existir 96


está inscrito en la calma de escuchar, hasta el infinito, el canto apacible de una sinfonía sin órdenes ni composición, pero que indudablemente se acercaba a la perfección. Y si hay algo indudable de ese lugar es la necesidad que le genera a sus caminantes de recomponerlo, de inventar un signo que nos sirva de amuleto, de elemento mágico capaz de transportarnos a su sonido, al más allá de los sentidos que nos ha llevado a encontrar. Porque hay lugares, gestos, sabores, sensaciones que no podemos olvidar, que no podemos lanzar a nuestra memoria como una foto bien o mal tomada. Lugares que para siempre seguimos recomponiendo, intentando darle sentidos, buscando encontrar una forma de entender su presencia constante en nuestras noches. No tuvimos que buscar mucho, unos pocos días después de haber estado envueltas por ese canto de aguas, descubrimos el signo que la contenía a totalidad. Un compositor, un pequeño dios, como me gusta pensarlos, la había escrito. Ya era música. Ya nos era posible tener su magia y recuperar el otro lado de las sensaciones que desde siempre veníamos olvidando en cualquier lugar. De manera muy impresionista, casi imperceptible, la melodía lograba grabar la interminable delicia de sus fuentes, del agua centelleante y sonora que nos circundaba, de la increíble capacidad de un lugar de encarnar contradicciones fundamentales, de devolvernos imágenes de nosotros mismos sin negarnos ninguno de los lados de la realidad en que vivimos. La música era la clave. Era la expresión más total, porque ella era la única capaz de expresar las cadencias y sonidos de ese universo sin elegir un lugar para narrar, sin situarse en ninguno de los lados 97


de la historia, era la abstracci贸n de las contradicciones que ese lugar nos devel贸. Quiz谩 en ella se escondan los signos que nombran al ser humano, las letras sagradas que cifran la contradictoria condici贸n humana, y que por azares inexplicables y maravillosos nunca terminaremos de develar.

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SOBRE CÓMO ESCRIBIR UN CUENTO

A Alejandro Wills

A este cuento le faltan uñas, decía, mientras nos reíamos de lo romanticón de mis historias. Yo trataba de imaginarme la escena: un hombre sentado, patiabierto, en un inodoro, cortándose las uñas, mientras piensa en esa mujer que lo ha abandonado. Me parecía increíble tal desparpajo. No, le respondí, en mi cuento no quiero eso, ¡no me gusta el sonido de los cortaúñas! Y entonces él me miraba despacito y se pasaba la lengua por los labios tratando de decirme que estabamos lo suficientemente jóvenes para jugar. Que podíamos hacer el amor sin que fuera una obligación enamorarnos. Tampoco podía entender eso; como a mis cuentos, a mí me sobraba romanticismo. De todas maneras las uñas me siguieron persiguiendo. Cada historia que escribí desde ese día las llevaba tácitamente en algún gesto. En ese momento no sabíamos que las uñas eran una teoría de arte, era difícil unir todo lo que leíamos con la realidad, pero Antonio estaba tratando de decirme que el arte necesita de lo más mínimo, que se nutre de la podredumbre y de lo insignificante. Yo creía en un arte diferente. A mí me habían dicho, desde la primera sopa, que uno se muere de amor, y me parece que estaba buscando ese suicidio. Ahora veo que Antonio y yo aprendimos el uno 99


del otro; él enamorándose perdidamente y yo asomándome a las obras de arte en que las uñas pululan y sintiendo que me gusta. No lo veo más, como no veo más a tantas personas con las que aprendí a conocer y a entender el mundo, aunque nunca completamente. Antonio es la época en que nos congregaba una institución. Eramos producto de los sueños libertarios de una generación que lo jugó todo y lo perdió. Pensábamos que si hubiésemos nacido en esa época tal vez habríamos sido guerrilleros, chiquis o ches, y nos golpeaba la apatía inexplicable a la que pertenecíamos. Algunas veces volvimos a creer en el sueño, pero ya no había caso, el mundo había cambiado más de lo que nosotros podíamos imaginar y aceptar. Y es por todo esto que Antonio y yo nos conocimos en una institución, y que fue precisamente ella la que nos congregó a todos. Aunque no lo sabíamos del todo, éramos una generación, ésa que aprendió a convivir con las bombas, con desaparecidos que nunca se contaron, con un país en que nunca hubo a quien indultar, es decir, a quien culpar. Habíamos crecido en un país sin voz, un país que se vive sin memoria ni remordimiento. Y nosotros queríamos entenderlo, y era tan doloroso que preferíamos encerrarnos en otro tipo de sueños y de juegos. Y todo esto era como el gesto de regalar un florero y una rosa; al mismo tiempo y por aparte. Era el miedo de consumar, de alterar nuestra pasividad. Pero es que el mundo es así, cosas que se acercan y que nunca se tocan de verdad. Yo agarré la rosa y el florero y no supe qué hacer. Las coloqué en mi mesa de noche y miré con toda la ternura posible a Gabriel para que no sintiera que yo había entendido 100


su gesto. No quería que él se diera cuenta de que yo también conocía el miedo, más aún, que yo sabía que él tenía miedo de decirme algo, así como yo tenía miedo de poner uñas en mis historias, pues se hacían demasiado verdaderas. Antonio miraba la escena completa. Gabriel, el florero y la rosa. Daniela y la mesa de noche y el florero y la rosa. Veía también el vacío que nos rodeaba, y rogaba por un instante de inconsciencia en el que fuéramos capaces de decir lo que no nos animábamos ni siquiera a sentir. Y a pesar de todo, de tanto miedo y tanta incapacidad, el gesto era total. Gabriel había dicho todo lo que tenía para decir y yo me regocijaba de emoción. No hacía falta ser demasiado atrevidos, el tiempo no existía y siempre nos íbamos a encontrar al día siguiente. Estábamos muy equivocados. No hay tantos días siguientes, pero así vivimos ese momento en que los gestos existían y eran un lenguaje superior a la palabra, a la lógica y principalmente, superior a todo orden. Adriana llegó sin la lluvia, en un día de lluvia. Fuimos al cine, tentándonos a hablar, a decir lo que no podíamos ni explicarnos a nosotras misma. Ir al cine era más que ver una película, era una expansión. Estábamos en la época en que nos sucede lo inexplicable, amistades desbordantes, puntos de encuentro exacerbantes, caminos paralelos, amores que se cuentan en el aire. Adriana era un "usted" amorosísimo. La tierra se extendía y éramos capaces de empezar a recorrerla. Cada día, con Antonio y otras personas más, encontrábamos nuevas reglas para un arte que no podíamos realizar. Era una película en la que todo se deshacía. Carretas y cabezas, miembros mutilados, y que no faltaran las uñas de Antonio. Era algo así como pintar el país 101


sin saber que él se pintaba desde siempre en todos nuestros proyectos. La cámara debía recorrer todas las esquinas de nuestra ciudad a una velocidad intolerable para la vista. Es que así era la vida. Pasaba todo tan rápido y nosotros lo veíamos en cámara lenta. Escribíamos historias para explicarnos. Y no sabíamos quienes éramos. Adriana inventaba personajes, vivía otras vidas y yo la miraba, alucinada. Algo se había unido y no podría soltarse nunca más. Y no es que eso no nos pasé más, pero ya lo sabemos, ya no es la primera vez. Para escribir necesito ver la realidad como si no fuera una. La veo como las páginas inexistentes de un computador. Una lógica que siempre alberga sus límites y su infinitud. Escribo lazos, nudos. Laberintos de mentiras en que recorro mis recuerdos y erijo estatuas de gelatina para decir que quiero ver a los que ya no están, y no entiendo que la que ya no está soy yo misma. Gritar que los aprendí. Era un arte que necesitaba un poco de música para explicar el lenguaje. Los veo a ellos suspendidos sobre nuestra ciudad como personajes de un cuadro de Chagall. Gatos gigantescos en las ventanas de mi historia, una ciudad de colores fuertes, con olor a café, con manchas rojas indelebles y gestos siempre inacabados.

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SOBRE EL DESAMOR O HISTORIA DEL AMOR ABSOLUTO O CRÓNICA DE UNA HISTORIA QUE NUNCA TERMINA DE CONTARSE

Todas las historias de amor engrandecen. Todas. Las lúgubres, las apasionadas, las enriquecedoras, las que nos dejan en el vacío, las reconfortantes, las debilitadoras, las de la piel, las de la música, las de la literatura, las del cine. Y sin embargo hay una magia insospechada acechándonos en algún rincón del universo, un encuentro inimaginable, un amor, que quizás no es uno sólo, en el que todas nuestra metáforas personales confluyen, un ser que nos hace descubrir que todos los afanes, todo el crecimiento, toda una vida de hacerse y armarse y pensarse y quererse tiene sentido. Es algo así como encontrar unos ojos en que mirarse, un dilatado cristal en el que nos vemos agrandados, en el que descubrimos nuestros fragmentos, las partes de un todo inconexo y deseante, de un todo que se mezcla con el otro, que se convierte en cristal del amado, es una conjunción de tiempos, deseos, tranquilidades, un estallido aturdidor de lugares amables y familiares. Es una paz sin sosiego, una marcha que no cesa, que nos lanza a las búsquedas más internas, a diálogos inesperados, a descubrimientos abismales. Ella tiene la certeza de que escribir esta historia, recrear lo vivido, le ayuda a soportar la agonía de no verlo más. Desafortunadamente no es tan fácil encontrar pequeñas estrategias para sobrevivir 103


lo inimaginable. Lo vio llegar, con su gorrita azul y un poema colgando entre sus brazos. Era una letra inmensa, una A o una B, o quizás una . No podía reconocer la letra, pero la veía cambiar, él la traía como amuleto, como el poema-juego de sus propios sueños. Sonreía mientras la miraba, y ella empezó a seguirlo, a recorrer todos los lugares que él iba inventando. Él era una extraña mezcla de parsimonia y delirio, un caleidoscopio de copiosas figuras, siempre en movimiento y siempre nítidas. La primera vez que se vieron los milagros ya estaban presentes, aunque ellos no lo sabían. Era como vivir de ojos cubiertos, a miles de kilómetros de la tormenta, de la luz, del marasmo. La imagen de su cara de mago desprevenido se anticipaba a su presencia, tenía la característica de llegar antes de llegar, solía pasearse por el mundo en forma de holograma, quizás por eso vivir sin él es casi como vivir con él; su figura pulula entre las cosas, se desliza por las pieles, está contenida en todas las músicas, es cada una de las letras de los libros. Dónde está la magia, me pregunto, en su propia persona, en mi mirada, en el encuentro, en la irrealidad de amarse, en la realidad de ansiarse, sé que no hay respuesta a estas preguntas, tal vez todas sean la respuesta, tal vez ninguna, a mí lo que verdaderamente me deleita es poder hacerme la pregunta, sentirme arrollada por esta catarata de alucinaciones que me contienen tanto como lo contenían a él. Los días eran revelaciones, deleites de la palabra, intentos por encontrar la manera más exquisita de narrarse para el otro, la más seductora. Sí, insisto, los días eran revelaciones, pero revelaciones que parecían no existir, que todavía no sabíamos leer. Estabamos en una encrucijada que desconocíamos,

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y que por mucho tiempo habríamos de ignorar. Por suerte no hace falta la conciencia para adentrarse en la magia. Sentarse cerca, y no saber que el olor del otro nos estaba impregnando para siempre, escuchar una voz y no saber que se está confundiendo con la nuestra, saber que el otro tiene cuerpo y desconocer la prodigiosa posibilidad de habitarlo. Esa fue nuestra precaria y contundente manera de estar, así vivimos mucho tiempo, así fue que fuimos inventando un espacio común, un sombrero negro de copa alta colmado de magias para contenernos. Bajo un alero empezó a mirar la lluvia, a decirle con gestos, que sólo ella podía entender, que le regalaba esa lluvia, que se la podía llevar, que la podía volver poema, así como su letra, como su propio rostro. Ella no podía parar de reír, su cuerpo era una carcajada constante, una mezcla de nervios y felicidad, y él movía las manos a lo lejos, de espaldas a un río azulado, parecía bailar, pero no, estaba recitando, estaba entregándole otro poema, uno que estaba escrito en su cuerpo, en su manera distante de desearla, de amarla sin tocarla, sin acercarse demasiado. De las mangas iba sacando cosas, pequeños objetos que lanzaba al aire y que emprendían un vuelo de paloma. Sacó unos alambres y con una velocidad amorosa construyó un pájaro que sólo podía volar si ella, a lo lejos también, hacía el gesto de mover el alambre que contenía su vuelo. Y lo vieron volar, y eran dos cuerpos danzando sobre el río, unidos por las alas de un pájaro invisible. Pero los pájaros de alas de alambre se caen en medio del vuelo, o quienes viven en la magia dejan de creer en ella, o las historias de amor acaban siempre antes de la cotidianidad, o no existe la lógica del amor, o la vida es siempre un desencuentro, 105


cómo saberlo. Sabe que hay una tristeza que la consume por dentro, que una furia tremenda se ha apoderado de la esperanza, que mantenerse en pie es una ilusión de la vista, que los espejos la engañan, que la vida se le va despacito, y sin embargo, hay un momento de revelación del desamor, hay un instante en que descubrimos que haber querido, y sobre todo, haberse sentido querido justifica el viaje insoportable y oscuro hacia el olvido, la desazón de querer borrar lo que nunca podrá desaparecer.

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DONDE SE HABLA DE UNAS MANOS MÁGICAS

Como por arte de magia Fermín había desaparecido. Había levantado todo, lo había buscado en todas las cosas. Los primeros días empezó a caminar por la casa, despacio, convencida de que Fermín estaba escondido, de que estaba jugando con ella. Entonces decidió caminar muy lentamente para que no la escuchara, pero tuvo miedo de no ser lo suficientemente sigilosa, así que decidió encerrarse en un cuarto desocupado, donde fuera evidente que él no podía estar, para practicar, para aprender a caminar sobre las nubes, para camuflarse con las cosas de su entorno. Cuando finalmente creyó que el camuflaje era un arte aprendido, salió. Se quitó la ropa para no perder tiempo cuando lo encontrase y empezó a caminar otra vez, ahora con más parsimonia, con un infinito cuidado. Sabía que si su arte funcionaba lo iba a encontrar desprevenido, pero intuía también que si la estaba viendo, lo seduciría por los destellos de su piel, por el sonido del aire al rozarla en su lento movimiento, quizás se lanzaría sobre ella, sorpresivamente, y le comería algunos tajos de piel. En el fondo ésta era su verdadera esperanza. Aunque este tipo de actividades suelen disfrazar todas las nociones del tiempo y por tanto es muy difícil saber si un día es un día o un mes o un año, o viceversa, ella cree haber pasado varios días 107


caminando. La casa no es demasiado grande, pero Fermín sí que sabe de camuflajes, así que no bastaba dar una vuelta completa a las cosas para encontrarlo. Ella dio muchas vueltas, se quedó en algunos lugares por mucho tiempo, sobretodo en aquellos en los que encontraba su olor. El olor no era una evidencia de su presencia. El olor de Fermín solía aparecer en las cosas, además, ella lo tenía en su propia piel, pero aunque no fuese una garantía de que lo iba a encontrar, el solo hecho de sentir ese olor justificaba detener la búsqueda por el tiempo que durase. Fermín era más que Fermín. Eso lo sabía desde antes, pero lo confirmo verazmente en esos días. Fermín es los colores de las cosas, las texturas, el aire que llenaba la casa. Cuando ella veía que alguno de los objetos de la casa parecía tener una tonalidad más fuerte empezaba a imaginarse a Fermín en él. Entonces se escondía en un lugar estratégico desde el cual poder ver el objeto y no ser vista. Luego asomaba los ojos, sólo los ojos, sabía que Fermín no podía resistirse a su mirada, pero algo extremadamente extraño sucedía; las cosas lentamente iban perdiendo el color, regresaban a su tono normal y ella no lograba saber si era Fermín que las dejaba de habitar o si más bien era ella que ya empezaba a verlo en todos los lugares en que, pese a su esperanza, Fermín no estaba. La estrategia del camuflaje estaba llegando a su fin; estaba agotada de caminar, Fermín no quería aparecer, o eso era lo que ella creía. Entonces la desesperación empezó a acomodarse en su cuerpo. Ella no tenía mucha práctica con tal sensación. Por lo general su vida transcurría sin sensaciones tan exageradas y violentas. La entrada de la desesperación fue un poco caótica. No podía moverse, cayó sobre unos cojines y allí la mantuvo por mucho 108


tiempo. ¿Días, meses, horas? Una vez poseída por tal abrupto sentimiento empezó una nueva búsqueda. El paso fue cada vez más rápido, ya no importaba si Fermín la veía, ella quería encontrarlo, decirle que no soportaba más este juego, que era absurdo que la dejase por tanto tiempo sin una caricia. Le imploró un poco de magia, a esta altura ya le bastaba con una alucinación momentánea, verlo por un instante. En un espejo descubrió que la desesperación tiene un cuerpo triste; la piel se le secaba, sus destellos se perdían, y, aturdida, se descubrió poseedora de un noaroma, de una ausencia de olor, no podía respirar ni oler, no había aire, ni adentro, ni afuera..... Afortunadamente, miedo sacó a desesperación, y la verdad es que miedo tiene más salidas, y fue por eso que no le molestó su llegada. Por primera vez se sentó a pensar, a recomponer el tiempo de su búsqueda, miedo le ayudaba porque es una sensación que llama a la temeridad, es que a miedo le gusta ser vencido. Una vez sentada trató de recordar el rostro de Fermín. Se miró las manos y sintió pavor de no poder verlo, entonces las puso sobre su propio rostro y Fermín, con la misma magia con que desapareció, se adhirió a su piel por un segundo. ¡Todavía podía encontrarlo! Fermín no estaba huyéndole, él seguía jugando y eso a ella, aunque le parecía que este era un juego un poco largo, la alegró. Finalmente, así era la vida con él. Nueva Orleans, 1998

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caligrama

Ret贸ricas irreverentes, artefactos para desarmar, arquitecturas po茅ticas resistentes al desgaste. Desear lo nuevo. 驴C贸mo nombrar lo ya dicho?

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El fin de la noche, constelación de narrativa y poesía hispanoamericana. Con publicaciones de cuidado artesanal y soporte imperecedero, el sello integra la tecnología de edición más avanzada –impresión bajo demanda, libre acceso de lectura online y distribución digital internacional que permite que los libros estén siempre disponibles– a la delicada paciencia para el armado de cada título. Que los libros luminosos jamás se agoten.

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