Soltar amarras
Ariel Pav贸n
Soltar amarras
Pavón, Ariel Soltar amarras. - 1a ed. - Buenos Aires : El fin de la noche, 2009. 194 p. ; 20x13 cm. ISBN 978-987-1491-12-4 1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título CDD A863
Imagen de tapa: “Los nuevos vecinos”, óleo sobre tela de Mariano Sapia
© Editorial El fin de la noche, 2009 Buenos Aires, Argentina ISBN 978-987-1491-12-4 Editorial El fin de la noche Hecho el depósito que previene la ley 11.723 Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a: info@elfindelanoche.com.ar www.elfindelanoche.com.ar
Ă?ndice
El nudo Las manos La soga
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El nudo
Habría que ver quién puso el candado. Diez años, ni más ni menos. Habría que ver, más bien, por qué; por qué después de tanto tiempo alguien viene y pone un candado en este portón de madera despintada. Que yo recuerde, adentro no había nada, aunque decir nada es exagerar; siempre hay algo en un lugar, aunque pueda decirse de eso: no es nada. Veníamos, de chicos, y jugábamos al fútbol, cuando llovía y no se podía usar la canchita. Contra las paredes se apilaban cajones de madera, cerrados con clavos y sin inscripciones de ningún tipo. Es raro que nunca despertaran nuestra curiosidad; pero pienso que sería porque así conocíamos este galpón desde siempre, y el uso que le dábamos estaba tan lejos del juego de los exploradores que nunca se nos ocurrió revisar. Además en esa época preguntar demasiado era conseguirse un reto. Ahora que está el candado puesto, claro, la curiosidad viene. La decepción de no haberla sentido antes, más bien. Ahora que no se puede, me gustaría entrar a ver. Este lugar tan sin dueño, por lo demás, está igual que siempre. Los chicos del barrio, los que van a la escuela y son mis alumnos y tienen la misma edad que yo tenía cuando venía a jugar acá, ahora van a crecer 9
con una puerta cerrada y tampoco se van a hacer demasiadas preguntas. Hasta que venga alguien y rompa, o abra, este candado que no debe llevar acá muchos años. Más o menos el tiempo que hace que no veo a Lidia. En fin, no será casualidad. Quiero decir, que vea este candado ahora y que repare en él. Siempre hay imágenes que condensan un estado de ánimo. El barrio ha cambiado poco desde que me fui. O mucho, según cómo se lo vea. Porque cuando era chico solíamos enumerar las novedades mes a mes: una casilla que se forraba de ladrillos o se agrandaba; un frente que se pintaba; un negocio nuevo; un vecino que un día llegaba a su casa en su propio auto. Cosas que, me acuerdo, hacían decir a los mayores: “El barrio crece; de a poco, pero mejora”. Seguramente había otro tipo de novedades, pero esas se las dirían los mayores por la noche y en voz baja. O no se las dirían nunca. Lo cierto es que había una suerte de expectativa comunal. ¿A qué no llegaría este lugar en el año dos mil? Pero todo se frenó un día y los cambios se hicieron lentos. Tanto como le lleva al tiempo roer las cosas. Me paro a ver, a espiar entre las tablas del portón. Apoyo la cara en la madera y huelo el polvo del interior. No se ve nada. Apenas las rayas luminosas que forman los intersticios y que le dan al suelo de cemento alisado el aspecto de una celda. Candado, celda. Hoy no es mi día y sin embargo estoy acá. –No se gaste– oigo que dicen a mis espaldas. Volteo. Es Tancredo, el linyera. No me cuesta reconocerlo porque está como siempre: con su campera, su eterno pulóver y sus bolsas. Me pregunto si nunca tiene calor. 10
–No se gaste –repite–. No se ve nada. –Acá jugábamos cuando llovía. –Ya sé. Yo pasaba las noches. –¿Sabe que recién ahora me pregunto de quién es este galpón? Pasaba y me dio curiosidad. Por el candado; nunca estuvo, ¿no sabe quién lo puso? –Uno que ya no quiere que nadie entre. O que nada salga –dice, enigmático, y sonríe dejando ver los pocos dientes que le quedan. –Claro, pero quién –le digo, desestimando su tono misterioso. –Ah, eso, m’hijo, no se lo puedo asegurar... pregunte a quien le pueda informar, que para eso vino. –Estaba de paso –le digo. –Por eso, no pierda la oportunidad. Esta vez, además de sonreír, abre muy grande los ojos. Me sorprende, porque no recordaba que fueran tan claros. ¿Por qué nunca me di cuenta de que eran como los de Lidia? Tancredo tiene una edad indefinida: cuarenta y cinco, sesenta, cien. Es de esa gente que uno siempre cree haber visto igual. De chicos solíamos molestarlo; le gritábamos cosas y él nos corría. Era como un juego, no había mala intención. Si lo encontrábamos, andando solos, lo saludábamos y él hacía siempre el mismo gesto: la venia militar. En el barrio siempre se dijo que se había ido a la calle después de matar a la novia, que parece que lo engañaba con un vecino rico; otros decían que en realidad había sido sargento del ejército cuando el golpe del setenta y seis y que se había retirado, silencioso, para no ver lo que sabía que iba a ver; no faltaba quien dijera que era un pobre loco que nunca tuvo a nadie. Todas las versiones, aunque ninguna dejaba de ser vulgar, podían 11
ser reales. Era lo que menos importaba, nadie se las tomaba muy en serio, no era más que una manera de llenar un vacío. Los vacíos se llenan con relatos. Tancredo había llegado de otra parte y siempre fue linyera. Cuando era chico yo me preguntaba si no era posible que su padre hubiera sido linyera como él, si no era posible tener un árbol genealógico de crotos. Un amigo me dijo que eso era muy tonto y entonces me pregunté si no se habría hecho linyera a causa de ese nombre horrible. Pero en esa época yo me hacía muchas preguntas que quedaban sin respuestas, porque nunca se las hacía a quien pudiera respondérmelas. Por qué Lidia quería irse de su casa y por qué nunca se iba, por ejemplo. Teníamos diez años cuando organizamos nuestro primer asalto, palabra hoy olvidada que usábamos para no decir fiesta, que siempre venía acompañada de “de cumpleaños”; eso era de chicos y nosotros ya no lo éramos. Pero exagero, el plural no es adecuado, el que organizó todo fue Marconi, que lo hizo para aumentar su popularidad, casi nula en esa época. Recuerdo que fui nervioso, era un verdadero debut. Me había puesto mi mejor ropa y hasta la colonia Pibes que sólo usaba en ocasiones especialísimas. Llegué temprano, lo cual es decir mucho, porque habíamos quedado en juntarnos a las cinco y media; el asalto duraría hasta las ocho, así que para nosotros era casi trasnochar. Temprano llegué, con una botella de gaseosa bajo el brazo, porque las chicas llevaban la comida. Era raro ver a mis compañeros de la escuela vestidos tan diferentes de como los veía a diario. 12
Sobre todo a las chicas, que hasta se habían maquillado. Así fue que por primera vez reparé en Lidia. No era su cuerpo lo que me llamó la atención, todavía no me fijaba demasiado en eso. Fue la expresión de sus ojos tan tristes. Tan tristes que daban ganas de llorar, pero no de compasión, sino de belleza. Era muy raro, sobre todo porque Lidia no era precisamente lo que los chicos llamarían una chica atractiva. Pasaba prácticamente inadvertida para todos, pero esa tarde a mí me intrigó tanto que no supe después explicar, como trato de hacer ahora, qué fue lo que más me gustó de ella. Tenía los ojos claros, no verdes ni azules ni grises, claros, tirando más a amarillo que a marrón. Llevaba, me acuerdo, un vaquero –así les decíamos– un poco gastado y una blusa rosa con hombreras que debía ser de su mamá. Y a mí me pareció, cuando la vi, que no la conocía, que la veía por primera vez y no, como era la verdad, todos los días en la escuela desde hacía por lo menos cuatro años. Pusieron música de moda y los varones nos arrinconamos porque nadie se animaba a sacar a bailar a ninguna chica. Las chicas hacían lo mismo. La mamá de Marconi, como veía que la cosa no marchaba, empujaba al hijo para que tomara la iniciativa, como dueño que era de la casa, pero él nada. Así que cambió de estrategia y decidió hacer un juego: “Para romper el hielo”, dijo. Quería que jugáramos a la botellita, pero nadie se iba a animar a besar en público a una compañera, por lo que nos propuso que esperáramos, que ya volvía y que íbamos a hacer un juego buenísimo. Todo ese tiempo yo me la pasé mirando de reojo a Lidia. Ella hablaba bajito con las amigas y tenía una sonrisa hermosa que no se le borraba nunca. 13
Pero su mirada seguía siendo igual de triste y a mí eso era lo que más me gustaba, ese contraste inesperado que me daba ganas de llorar. La mamá de Marconi salió al rato trayendo cuatro banquetas bajo los brazos y apremiando al hijo para que entrara a traer más. Íbamos a hacer el juego de la silla. La verdad que muchos se decepcionaron, porque queríamos intimar un poco con las chicas y no nos parecía que el juego de la silla sirviera para eso. Pero como por otra parte ningún otro acercamiento se producía, la mamá de Marconi se salió con la suya. De todas maneras, yo sí quería acercarme a Lidia y decirle por lo menos que se había venido muy linda, pero no quería quedar en evidencia frente a los demás, así que acepté el juego y decidí esperar otra ocasión para decírselo. Creía que con solo con esa frase iba a quedar claro que me gustaba. Yo nunca le había dicho nada semejante a ninguna chica. Pensaba que eso bastaría para que ella se diera cuenta de que de repente había empezado a gustarme; y la verdad que el sentimiento era más fuerte de lo que me hubiera atrevido a reconocer, aunque ante los demás jamás habría reconocido algo así. Recuerdo que dispusieron las sillas en un círculo enorme, tantas como chicos éramos, menos una. Esa silla que faltaba significaba un desajuste en el orden de las cosas que yo veía con claridad; era como una cornisa desde la cual cualquiera podía caer; esa incongruencia se parecía mucho a mis recientes sentimientos hacia Lidia. La mamá de Marconi estaba contentísima con la idea de hacernos jugar; no sólo eso, quería ser la directora del juego, es decir la que decidía en qué momento cesaba la música y producía sin pensarlo 14
una falta doble: la de la música y la de la silla, que paradójicamente daría como resultado un remanente. Ese resto sería uno de nosotros. El tema musical que eligió no era una canción de moda, sino una muy vieja e infantil, una de Cantaniños, creo. No puedo recordar exactamente cómo fue, pero en un momento yo me encontraba, al igual que los demás, dando vueltas al trotecito alrededor de la rueda de sillas, mirando permanentemente a Lidia, que no me veía siquiera. Era raro porque al mismo tiempo que giraba y estaba atento a sus movimientos delicados, al agitarse de su pelo de un lado a otro, fantaseaba con un duelo entre ella y yo; nos veía corriendo alrededor de la última silla como a las puertas de un refugio en el que sólo había lugar para uno más. Estaba convencido de que la dejaría ganar, sin hacerlo evidente; le cedería ese espacio, no por caballerosidad, sino porque así, al verla triunfante y sonriente, yo podría acercarme a felicitarla, a decirle que había jugado muy bien y que me gustaría darle un beso, como buen perdedor que era. Ese era el momento más oportuno, qué duda cabía, para tocar la piel morena de sus mejillas con mis labios y comenzar a soñar. Yo quería que ella ganara para poder decirle –y me estremecía de sólo imaginarlo– que además de buena jugadora me parecía muy linda. Pero las cosas ocurrieron de otro modo y de repente la música cesó. Todos se abalanzaron sobre las sillas y yo perdí de vista a Lidia, que no sé por dónde había quedado. Lo cierto es que la silla que me esperaba, la que debía iniciar mi duelo con ella, no sólo era la última que faltaba ocupar, sino que además Lidia –ahí fue que la vi– aún no se había sentado. 15
Me quedé parado, como un tonto, y ella ganó el lugar. Fuera me quedé, en la primera vuelta. Nunca le pregunté si había pensado que yo no podía permitir que perdiera de entrada, porque la iban a mirar todos. Sus ojos tristes eran sólo para mí, aunque en ese momento tuvieron un destello de alegría indecisa. Lloré y pensaron que era porque había quedado sobrando.
El último sol de la tarde se cae de una nubosa franja violácea. Queda suspendido entre dos franjas oscuras, como una bandera anómala. No extraño este lugar más que por los atardeceres de horizonte generoso y por el olor a tierra y a vida vegetal. Unos charcos menguados en medio de la calle de tierra son el recuerdo espejado de una lluvia que mañana será historia. Me invade una nostalgia de algo que no es el barrio. Lidia dijo que estaría y no vino. Tancredo pasó frente a mí varias veces con sus bolsas llenas, pero ha preferido la vereda del frente, quizá para no contrariarme en mi espera inútil. Sentado en la caja del gas estuve la tarde entera. De a poco el estruendo de la luz se fue aquietando y hasta mi memoria entró en un letargo expectante que me convirtió en pura materia. Lidia no vino y sin embargo su nota era tan clara. Transparente, su letra me invitaba a un reencuentro sorpresivo al que no podía negarme. La vería al cabo de pocos años largos como décadas e intentaría suturar esa herida del tiempo. 16
Pero estoy aquí, sentado, la espalda recostada sobre el muro irregular, y nada. Debe ser mentira que vine a verla. Mi orgullo está más dolido que mi afecto. Ha de ser mi vulgar vanidad de varón la que me trajo. Y ella no ha venido porque siempre lo entendió todo. Me quedo un rato más, hasta que las sombras del crepúsculo acaben por inundar lo que queda de luz.
Lidia vivía cerca de la plaza. Cerca del baldío al que llamábamos plaza o canchita. Era el borde del barrio: más allá había unos descampados hasta el horizonte, que nos separaban de otros barrios de nombres fantasmáticos que, de chicos, nunca visitamos. Sólo una calle mal asfaltada que cortaba esas extensiones vacías y que era recorrida por unos colectivos no menos fantasmagóricos indicaban que podía llegarse, si se tenía ganas, a un lugar diferente. Pero más bien la idea que teníamos era de que no había más mundo que éste, pequeño, conocido, vagamente entrañable, como todo lo que no se elige. La casa que ocupaban Lidia y su familia no era de material, era una casilla prefabricada que, hasta el incendio, mostraba su piel negra de cartón embreado. Estaba sola en un terreno sin árboles, sin una alambrada que marcara sus límites, como si el campo pelado le disputara al barrio esa construcción precaria, que no se sabía si estaba yéndose de nosotros o si pugnaba por llegar. Más de una vez, en la bruma dulzona de la mañana, sentado en un cantero cercano a la canchita, yo la veía aparecer, literalmente, de entre esa borradura húmeda, con sus cuadernos bajo el brazo, 17
linda como la veía. Entonces me ponía, tímido, a hojear mis cosas hasta que ella estuviera cerca, para espiar de soslayo su figura delgada y endeble, que no revelaba la fuerza que después le conocí. Yo quería acercarme pero no sabía cómo hacerlo. Podía haberle hablado seguramente más de una vez, pero sabía que mis palabras debían tener una precisión que no encontraba. No me daba igual decirle que me gustaba y que quería ser su amigo –a esa edad la palabra tenía un sentido más íntimo–, que explicarle lo que realmente sentía por ella. Y si no sabía cómo decirlo era en parte porque ni yo mismo entendía qué me pasaba con esa chica tan poco llamativa. Lo único que para mí estaba claro era que deseaba acercármele y, de ser posible, sin palabras, establecer en silencio una comunicación que me permitiera ver lo que había detrás de esa fragilidad que me conmovía con su belleza contenida. Lo raro era tal vez que no me importaba lo que ella pudiera ver en mí, porque de algún modo difícil de explicar, yo tenía la certeza de que la necesitaba para poder, también yo, verme. Pero durante mucho tiempo apenas me conformé con contemplarla de lejos, como no queriendo; y llegué a percibir en su rutina un ritmo pausado como el de las ramas que la luz del atardecer traspasa, mientras se agitan mansas en la brisa aromosa; era una cadencia en la que participaban todos los sentidos como en una celebración. Por esos días yo comenzaba mis estudios musicales y volcaba mi esfuerzo en el arduo aprendizaje del violín. Estudiaba cerca de la escuela, en la casa de don Ezequiel, violinista eximio que había tocado en importantes orquestas del mundo y que había vuelto, pródigo, a vivir sus años últimos al lugar 18
que lo vio crecer, “cuando esto era un campo de verdad”. Recuerdo que algunas clases, el viejo concertista, después de llenarme los pentagramas con escalas y de haber logrado que se me acalambraran los dedos y brazos exigiéndome la postura correcta, sonreía satisfecho como después de una buena comida: –Está bien por hoy. Ahora el postre. Y tomando su violín, sin levantarse siquiera del banquito desde el que dictaba sus indicaciones, desencadenaba algún concierto barroco que me erizaba la piel y me hacía pensar en Lidia. Don Ezequiel tocaba con los párpados cerrados y se movía, rejuvenecido, como un junco a orillas de un arroyo, dando profundas inspiraciones que hacían de su pecho una caja acústica. A mí me daban ganas de llorar, por la música y por la mirada de Lidia. Ahora que no hay más luz que la de los escasos faroles, me doy cuenta de que tengo las mejillas mojadas de lágrimas. Aunque voy a irme, le agradezco a Lidia que me haya hecho venir. Había olvidado sensaciones de aquella época. No me quedaban más que imágenes fotográficas, silenciosas y quietas. Será porque estas calles de barro fácil nunca tuvieron un violín que les dedicase, al menos, una sonata. No sé cómo el nombre de Lidia comenzó a pronunciarse en casa. No sé si la habré nombrado sin querer o si era demasiado evidente que me sentaba en el cantero para verla pasar. No sé si, descuidado, había escrito las letras de su nombre en algún papel 19
borrador en el que garabateaba sumas o escalas. Lo cierto del caso es que de pronto en casa se hablaba de Lidia con la mayor naturalidad. O tal vez siempre se habló y yo simplemente no lo había advertido, como no la había advertido a ella hasta hacía tan poco. Los comentarios eran descuidados, como si no tuvieran nada notable. Lidia era despojada ante mí, sin que lo hubiera pedido, del halo evanescente de misterio del que yo la había rodeado. Confieso que la trivialidad de las frases en las que era evocada me disgustaban de tal modo que no hacía nada por disimularlo. No quería ver en ella a una vulgar chica de barrio, con su casa humilde y su padre borracho. Para mí era casi inmaterial. Me hizo falta tiempo para darme cuenta de que sublimarla era mi mejor excusa para no acercármele. Le hablé por primera vez en un recreo. En poco tiempo más terminarían las clases y pensaba que si dejaba pasar la oportunidad no tendría más remedio que hundirme en la melancolía. Quiero decir que fue a Lidia a quien le hablé, no a la compañera de aula con la que había cambiado algunas veces unas pocas palabras. Para mí Lidia existía desde la fiesta en casa de Marconi. Esa vez la había recortado del grupo que formaba con las demás chicas y a partir de entonces ella se me apareció como iluminada entre las demás, de forma que las otras pasaban a ser, cuando la veía entre ellas, figuras más o menos borrosas que enmarcaban a la que yo miraba. Ese recreo memorable nadie había querido salir del salón, porque caía una llovizna insólitamente fría para esa época del año. La maestra había organizado la cosa trayendo unos juegos de mesa y agrupándonos para que nos entretuviéramos sin gritar. 20
Pero yo había querido ir al baño y salí a la arenisca húmeda que apenas mojaba pero cuyo frío era lo primero que la cara y las manos sentían. Cuando volvía al aula, atravesando el patio sucio de barro líquido, vi que Lidia estaba de pie junto a la imagen de Santa Rita, cruzada de brazos, como esperando. A mí se me aflojaron las piernas al verla, porque me inventé que quizá fuera a mí al que esperaba. De cualquier modo debí borrar esas ideas para tener el valor de hablarle. Era raro verla junto a la estatua de la Patrona de los Imposibles, la santa que da pero también quita. Lidia parada llorando cruzada de brazos, como una réplica en miniatura de Santa Rita, pero no en actitud de ruego, sino de resolución. Me acerqué y le pregunté si le pasaba algo, y no me importó ser obvio. Se quedó mirándome fijo y yo me estremecí, porque noté en sus ojos algo que hasta entonces no había advertido: más allá de su tristeza bella, más allá del claro resplandor de miel de sus ojos, no había delicadeza, ni fragilidad, ni ningún atributo del cristal, sino una firmeza de tótem, de pila de roca que hundía en la tierra su base. Pero quisiera ser lo más preciso posible: no era dura la mirada de Lidia, sino honda y llena de intermitencias de otra edad, de una madurez que no se correspondía con esa figura un poco endeble que me había quitado el sueño. Le pregunté si le pasaba algo y me contestó al cabo de un rato en el que pareció escrutarme hasta lo más íntimo, como si buscara un indicador que le permitiera dejar a un lado la desconfianza. –Quiero irme de mi casa. No pregunté cuál era el motivo de su deseo porque me di cuenta enseguida de que se reservaría la 21
respuesta. Nunca lo supe a ciencia cierta, aunque conjeturé muchas cosas y tal vez ahora he regresado a esta historia incompleta para llenar los vacíos. Por el momento, eso fue todo. Al salir de la escuela un viento frío soplaba del sudoeste y secaba las veredas llevándose del aire la humedad; el cielo gris se agrietaba, luminoso, y yo sabía que al día siguiente un sol nítido entibiaría de perfumes todo el barrio. Sonreí por eso, pero también porque era la primera vez que Lidia me esperaba en la esquina y me invitaba a hacer el camino de regreso juntos. Comenzamos nuestra relación volviendo. Igual que en un cuento, las primeras líneas prefiguraban las últimas, las que tal vez he venido a escribir.
Podría decirse que al barrio vuelvo todos los días, pero no es exactamente así. Vengo a trabajar a la escuela que está aquí cerca, aunque nunca, hasta ahora, me animé a internarme nuevamente en estas calles, entre estas casas que no han cambiado más que en la pátina que el tiempo les ha ido pintando. De no haber sido por Lidia jamás hubiera regresado. Tampoco me hubiera ido del todo. Hace calor este mediodía. Sin pensarlo mucho regreso al galpón cerrado y me siento en el mismo lugar que ayer, esperando haberme equivocado de día y esperando lo que sé que no sucederá. Por la vereda pasan algunos chicos que vienen del colegio, hablando y haciendo gestos, aunque la mayoría prefiere caminar por la calle. 22
Una mujer que trae a una nena de la mano me mira como si tratara de reconocerme. Debe tardar más en saber quién soy de lo que yo tardo en reconocerla: es Elsa, la empleada municipal que vivía en una casa vecina a la nuestra. –¿Cómo le va, Elsa? –le facilito la cosa. Titubea un poco, pero finalmente sonríe, contenta de que la haya reconocido. –¿Cómo estás? Hace mucho que no se te ve por acá, parece que sólo venís a trabajar y después te volvés al centro sin acordarte de los pobres. No hay reproche ni resentimiento en su voz, o tal vez sí, pero trata de ser simplemente maternal y reprenderme como si fuera un chico travieso. –Dando una vuelta –le digo–, quería ver cómo estaba todo esto, y quién sabe, encontrarme con alguien. Como ahora. –Sí, de casualidad paso a esta hora. ¿Te acordás de Nina? Se refiere a la nena y sí, la verdad que me acuerdo de que había tenido una hija y que le había puesto por nombre Vanina, pero cuando me fui no era más que un bultito rosado. –Me acuerdo, cómo no. Qué grande está. –Pasa el tiempo. –Pasa –confirmo. Balbucea algunas palabras sin significado ni forma, apenas para decidirse a decir algo. –¿Supiste algo de Lidia? Dispara la pregunta sin avisarme, como si fuera lo único por lo que valía la pena detenerse a saludarme. No termino de saber si quiere indicar que ella sabe algo que yo debería saber o si supone que yo tengo una información que ella no tiene. –No la volví a ver –digo. 23
Y entonces su sonrisa se hace amplia. Evidentemente tiene mucho que contar y está feliz de poder hacerlo. –Bueno –dice–, si querés venite por casa a tomar unos mates y te cuento. Te va a interesar. No quiero cortar su entusiasmo contándole de la nota que Lidia dejó en la escuela para mí, eso simplemente serviría para llenarla de prevenciones, de miedo a creer que sé más que ella y que sólo quiero sacarle información gratis. Pero después de todo esa nota no alcanza para decir que sé algo de Lidia, que he sabido algo de ella en los últimos años. La verdad es que no sólo no volví a verla, tampoco quise, al menos me esforcé en no quererlo. Elsa me mira como diciéndome “sé que estás esperando que te cuente”; le doy el gusto de hacerle ver que estoy realmente interesado. Lo estoy. Me saluda y se va porque, dice, tiene que cocinar y se le hace tarde. Veo cómo se va remolcando a la nena que todo el tiempo ha permanecido indiferente. Elsa tiene la espalda ancha y encorvada, seguramente resultado de los largos años en la municipalidad, en sillas incómodas, atendiendo a gente a la que hay que explicarle todo muchas veces. Yo no quiero que me explique nada. Quiero oír lo que tiene para contarme como si se tratara de un documental silencioso, con imágenes que se yuxtaponen y obligan al espectador a reponer, a construir, más bien, el sentido que permanece mudo. Debe ser más de la una, porque el sol ha iniciado su declinación; me doy cuenta por la sombra que proyecto en la vereda, que va estirándose con lentitud imperceptible. Además estoy hambriento y debería comer algo si voy a quedarme otra vez hasta 24
la tarde, si voy a pasar por lo de Elsa a que me cuente lo que, dice, me va a interesar. Me incorporo y camino en busca del almacén de Noli. Inconscientemente me muevo en esa dirección, de pronto niño o adolescente que va a cumplir un encargo, un mandado, con los billetes enrollados en la mano fuertemente cerrada, no sea cosa que vayan a perderse, y tratando de repetir en voz baja la lista de cosas que no he querido anotar. Al doblar la esquina veo a Lidia de once años sentada en la vereda, con la mirada perdida y sé que no va a hablarme, ni siquiera va a verme pasar; Lidia tan sola que no me atrevo a decirle nada, y sigo mi marcha, avergonzado, acalorado y con el corazón saltándome a causa de mi propia cobardía o mi excesivo respeto por su soledad. El almacén de Noli sigue estando en el mismo lugar de siempre, pero lo han renovado. Está vistoso con sus colores estridentes y su cartel luminoso que ha de irradiar por las noches una alegre certidumbre. Unas trémulas mesitas apostadas en la vereda le dan el aspecto de bar voluntarioso. Me acerco y entro como si nada. Noli está como siempre, detrás del mostrador. Al verme abre grande los ojos reconociéndome pero sin recordar mi nombre, creo que nunca lo supo; sin embargo su expresión indica que me reconoce, que sabe al menos que soy alguien que frecuentaba el almacén, que soy de los que se puede decir “lo conozco desde que era así”, acompañando la frase con un gesto peculiar, el brazo tendido hacia abajo y la mano en ángulo recto, dando a entender que “así” no explica un modo de ser sino meramente una estatura de la que se deduciría más o menos la edad. Me reconoce, digo, Noli, y me pregunta con familiaridad cómo estoy. Le respondo 25
con una sonrisa rápida que bien y le pido cualquier cosa para comer. Afuera, le digo. Salgo y me siento a esperar. El sol está un poco fuerte, pero no me importa, prefiero soportarlo a tener que hablar de Lidia. Porque me he dado cuenta de que la mujer, que ahora debe estar preparando lo que le pedí, me recuerda por ella. Supongo que de todos modos va a preguntarme algo, pero sin esperanza de que le responda mucho. Poca gente anda por la calle a esta hora. Todos deben estar en sus casas, almorzando y mirando televisión. De hecho, si agudizo un poco el oído puedo oír las voces, la música de los noticieros del mediodía, porque en los barrios la televisión se escucha a un volumen inverosímil. Veo a Tancredo que se dispone a comer también, en la esquina, pero en la vereda de enfrente, bajo un fresno que ha vuelto a verdear después de haber quedado desnudo durante el invierno. Parece que me ve y que elige ese lugar justamente porque desde aquí puedo verlo. Recuerdo la impresión que ayer me causaron sus ojos claros y vuelvo a pensar en Lidia. Bueno, va a ser una forma de almorzar juntos. Establezco inmediatamente una línea que va de mi mesa a su árbol, una conexión más profunda de lo que parece. Aunque tal vez trazo esa línea porque en la misma vereda en la que me encuentro, media cuadra más allá, entre Tancredo y yo, de manera que podría trazarse –con nosotros como vértices– un triángulo un poco irregular, hay un policía. Está de pie y mira hacia ningún lado, como si lo encontrara en un instante de reflexión, en un gesto –y me cuesta desterrar de mi mente sarcasmos prejuiciosos– de insondable pensamiento. Es un tipo joven, no debe 26
tener muchos años más que yo, pero la expresión que alcanzo a ver fragmentariamente, de modo que debo adivinar o imaginar el resto, parece la de alguien mucho mayor. Mira, digo, algo que no está en la dirección a la que apuntan sus ojos. “O no está de servicio, aunque lleva el uniforme, o hace mal su trabajo” pienso, severo. Sin embargo pronto suavizo mi actitud para preguntarme qué ideas rondarán por su cabeza. La ocurrencia de imaginar los pensamientos de un policía me hace sonreír apenas. Me resulta en extremo difícil no juzgarlo. Me digo que eso mismo es lo que más aborrezco de alguien, de cualquiera, de un policía, por ejemplo. Pero pronto abandono estas cuestiones para concentrarme en el aspecto como desvalido del agente que tenemos en un vértice del triángulo Tancredo y yo. Está uniformado con prolijidad, pero parece vencido por una fuerza desconocida, cansancio, nostalgia o qué. Da con frecuencia suspiros profundos, no de enamorado, sino de alguien que está ajustando cuentas con su propia vida. En el momento en que estoy por considerar de qué naturaleza son esas cuentas me distrae Noli que llega sonriente con un plato lleno de algo grasoso que huele, sin embargo, bien. Me distraigo dándole las gracias y cuando vuelvo a buscar al policía, veo que se está alejando, modificando la forma de nuestro triángulo hasta que, al doblar la esquina, lo destruye por completo. El sol está alto y hace picar la piel bajo la ropa, sin embargo no podría decirse que hace calor; es más bien una tibieza hormigueante que adormece los sentidos. Es temprano todavía para tomar mate, 27
el mate de la tarde; pero no he podido esperar más tiempo, no por impaciencia, sino porque no hay en el barrio un lugar donde quedarse horas a esperar. En la ciudad es diferente y cualquier café puede convertirse en sitio apropiado para la espera. Aquí las casas lo ocupan todo y las calles de tierra hacen que sea imposible quedarse un tiempo corto: o uno se mueve, pasa, va hacia algún lado, o sencillamente entra en alguna casa y se queda. Así de determinante es este lugar. Ni siquiera pueden verse vidrieras porque los negocios están tan alejados entre sí que el paseo sería frustrante. Además a esta hora todo está cerrado. Por eso es que he llegado temprano a casa de Elsa. Dos o tres casas más allá está la que habitábamos con mi familia. Antes de llamar veo sobre la pared medianera, paseándose ajeno a las horas y a los días, un gato enorme. No me mira, aparenta no registrarme, pero sé bien que no escapo a su atención. Se mueve lentamente, estirándose a cada paso como a punto de echarse a dormir bajo el sol. Me pregunto si será un gato de la casa o si viene de otra parte y está aquí de casualidad. Perezoso, gira la cabeza para mirarme y abre los ojos amarillos. Pienso en Tancredo, pienso en Lidia, oigo que mis manos llaman y a los pocos segundos se abre la puerta. La hija de Elsa, Nina Vanina, sale a abrirme el portoncito bajo. Es una formalidad, porque la entrada no tiene ni siquiera traba y se abre y se cierra sola con cualquier brisa. Pero yo me quedo de pie en el contrapiso que prefigura una vereda futura casi conjetural. –Hola –dice la nena, simpática, y agrega–; pasá nomás. 28
Me alegra que no me haya tratado de usted y paso. Hay un caminito de ladrillos hasta la puerta y por allí vamos, Nina guiándome como si fuera a perderme. Elsa me recibe con exagerada amabilidad, me da un abrazo y un beso como si no me hubiera encontrado hace unas horas. Me hace sentar en un sillón y me dice que justo la agarro terminando de limpiar la cocina. Es temprano para el mate. La casa tiene un olor fuerte a comida y Elsa se pone a echar un perfume de ambientes disculpándose pero dejando en claro que he llegado antes de lo previsto. –Ahora te preparo algo –dice–, ¿querés unos mates o preferís un café? Pese a que es temprano le digo que mate está bien, si le parece. Va hacia la cocina y desde allí trata de decir algo para que el silencio de la tarde no me incomode, o no la incomode a ella. De todos modos, desde afuera, ha comenzado a llegar una vaga música, seguramente proveniente de alguna de las casas cercanas, no se reconocen más que los bajos profundos y continuos de una cumbia cualquiera, a la que probablemente seguirán otras con su síncopa indiferenciada. Pasa un momento durante el cual no pienso en nada; Elsa vuelve al cabo trayendo una bandejita con un termo, el mate y algunos bizcochos en un platito azul. Se sienta en el otro sillón y coloca la bandeja sobre la mesita ratona. –Me viene bien sentarme un rato –dice–; estoy tan cansada, no sabés. Todo el día de acá para allá. Parece que no, pero Vanina, con lo tranquila y responsable que es, igualmente requiere toda la atención del mundo y la verdad es que a veces sólo 29
pienso en dormir. Me agota. Vos no te casaste, ¿no? No tenés hijos. No sabés lo que son. Divinos, sí, pero terriblemente agotadores. Sigue contándome de sus problemas cotidianos como una manera de entrar en la conversación, como pudo haber hablado del clima o de cualquier otra cosa. Yo hago lo propio, comentando con monosílabos y frases cortas cada una de sus aseveraciones. En un momento determinado, cuando han pasado unos cuantos minutos, me doy cuenta de que está esperando que sea yo el que le pregunte algo sobre Lidia, como si no hubiera sido ella la que me invitó a hablar del asunto diciendo que tenía algo, o mucho, para contarme. Pero acepto el lugar en que me pone, después de todo, el que ha vuelto a buscar a Lidia o a averiguar algo que soy yo. Cuando le pregunto qué era lo que me iba a contar sonríe agradecida y se dispone a narrar. Para eso me cede el termo y el mate y me invita a seguir cebando, parece que necesita las manos libres para completar con gestos significativos lo que diga. Yo quiero saber si es verdad que va a interesarme lo que me cuente.
Mi relación con Lidia fue larga. Fue lenta y progresiva también. Los primeros años se limitó a una suerte de amistad íntima, que nos permitía contarnos varios secretos, aunque yo siempre supe que ella accedía a contarme sólo lo que no comprometía sus secretos mayores. Era un pacto tácito de silencio, porque se daba cuenta de que yo sabía. Pero con todo era lo más parecido al amor que había experimentado hasta entonces. 30
Así pasaron algunos años. Yo la esperaba en la placita, sentado en el cantero por las mañanas y juntos íbamos a la escuela y no decíamos nada si ella llegaba llorando. Algunas veces la invité a casa a estudiar y accedió sin reticencias y sin mayor entusiasmo. Mi familia parecía tomarlo como la cosa más natural, amén de algunos tíos que nunca faltan que solían hacer bromas sobre mi relación con ella. Durante todo ese tiempo había ido acostumbrándome a verla como un ser querido, alguien con quien podía pasar horas en silencio sin necesidad de decir nada porque la simple compañía mutua era suficiente. Lo poco que llegué a saber fue que vivía sola con su padre, de quien nunca decía palabra; que su mamá los había dejado y que les enviaba mensualmente una cantidad de dinero que apenas alcanzaba porque el padre solía gastar la mayor parte en bebida; que ella se hacía cargo de todo lo que hubiera que hacer en la casa, la que, dicho sea de paso, era prestada y pertenecía a un pariente lejano que la había construido con la idea de vivir allí hacía mucho tiempo y que se había ido del país sin concretar nunca su proyecto y sin terminar la construcción, que ni instalaciones tenía. Supe también que su madre le enviaba periódicas cartas a la dirección de la escuela, sólo para ella, en las que le hablaba de un futuro mejor que no tardaría en llegar, en cuanto pudiera establecerse y, según decía, tener un trabajo más digno. Nunca en esas cartas preguntaba por el padre, según parece, porque no había nada nuevo que saber de un borracho. Ella también le escribía y algunas veces me dejó leer esas cartas en las que con su letra despareja y sin errores le decía que todo estaba bastante bien y que no veía la hora de que 31
llegara el momento de irse, o de tener edad suficiente para huir sola adonde fuera. En esas cartas no había muestras de afecto y eso a mí me llamaba la atención. Era como si Lidia sólo las escribiera para evitar que su madre se olvidara de ella y de su promesa de llevarla. Pero en los años que siguieron las cartas fueron haciéndose cada vez más espaciadas, aunque el dinero llegara puntualmente. No lo supe por Lidia, sino que debí darme cuenta de que ella de igual manera, poco a poco, fue espaciando sus respuestas. Por esa época fue también que comenzó a mirarme de otro modo. Recuerdo que nos pasábamos horas enteras sentados en la entrada del galpón que ahora está cerrado, hablando de cualquier cosa o simplemente mirando pasar la gente, que volvía apurada del trabajo con sus bolsitos colgando; y un día me dijo: –¿Cuánto hace que nos conocemos? –Como cinco años –le contesté. –No –me corrigió–, cuántos en total. Se refería al tiempo completo que habíamos compartido la escuela. –Bueno, si es así... nueve, hace nueve años. –O sea desde que tenemos seis. –Más o menos, ¿por? –Nunca me diste un beso. Lo que dijo me sorprendió, por dos motivos: el primero, que no era verdad que yo nunca le hubiera dado un beso, el segundo, que me responsabilizara de algo en lo que no sabía que debía tomar la iniciativa. Pero con lo que dijo a continuación me hizo ver que me conocía más que yo a mí mismo: –¿Cuántas veces te morías de ganas de besarme y nunca diste el paso? 32
No supe qué responderle. Era verdad. Me había acostumbrado tanto a nuestra amistad que acabé olvidando que había querido iniciarla justamente porque sentía que estaba enamorado. Ahora ella se daba cuenta de que yo era un cobarde, un mediocre que prefería su cercanía relativa al riesgo de desearla y ser rechazado. –Bueno, mirá... –comencé a decir, tratando de explicarme y seguro de no encontrar las palabras adecuadas porque no las había. –Te digo nada más. No es para que te pongas así. Sólo que creí que finalmente íbamos a ser novios o algo así. Sería lo más natural. Nuevamente traté de decir algo, pero ella cambió de tema. –¿Te acordás que la primera vez que te hablé te dije que quería irme de mi casa? Asentí. –Bueno, sigue siendo mi prioridad –agregó, misteriosa. Más tarde, cuando nos despedimos, como siempre, en la placita, me tomó de las mejillas y me besó con pasión. Me sentí tan cobarde que no pude dejar de hacerlo, con un deseo de años de silencio y de cercanía; sólo quería que ella me permitiera seguir haciéndolo cada vez que quisiera. Pero había algo que no era como esperaba. Era su pasión un poco calculada, no sin verdadero gusto, sino con un gusto por algo mucho más grande y antiguo, algo que la venía hostigando y que hallaba ahora un espacio nuevo donde crecer. Así nos hicimos novios. Me costó asumir la relación que teníamos y recién al cabo de un año puedo decir que lo entendí: éramos una parejita adolescente que compartía 33
muchas horas del día; el tiempo que estábamos en la escuela nos la pasábamos hablando de cualquier cosa como amigos que éramos desde hacía tanto; el tiempo que estábamos fuera lo ocupábamos en hacernos unos mimos un poco forzados, no porque no los deseáramos, sino porque nos resultaban exagerados, teatrales. A mí, por lo menos; ella parecía no darse cuenta de eso y redoblaba su apuesta de arrumacos, como si buscara que yo me soltara, que lo tomara con naturalidad, que le creyera su amor. Por supuesto que le creía, y no me equivocaba, ella me amaba realmente. Tal vez lo que entonces no entendía –y ahora intento vislumbrar– era el tipo de amor que podía darme. De todas maneras, a esa edad es tan fácil llamar amor a cualquier afecto que me pregunto si en verdad es necesario determinar cómo nos amábamos. Queríamos estar juntos, nos gustaba sentir cerca el cuerpo del otro, la tibieza de la piel, el perfume de las bocas, ¿qué otra cosa pretendíamos? Yo, por lo menos, ninguna. De las veces que nos encontrábamos fuera del horario escolar, debo confesar con un poco de vergüenza, yo prefería las que Lidia llegaba con los ojos enrojecidos por el llanto. En mi mezquindad también adolescente, sabía que esas ocasiones eran las más propicias para el regalo de los sentidos; porque era inevitable que Lidia buscara en mí un refugio, un solaz para su pena, para su dolor callado. En esas oportunidades su ardor no se disimulaba y yo me entregaba al disfrute y en más de una ocasión mis caricias pretendieron llegar donde aún no habían llegado; entonces ella se separaba de mí y me miraba de un modo extrañísimo. Era como si a través de sus ojos tristes pudiera verse 34
una pasión que bullía sin decidirse a salir, pero era también como si ese freno fuera impuesto por una culpa que nada tenía que ver con el pudor o con la timidez; como si fuera en verdad a cometer una traición imperdonable. Pocas veces vi a su padre y ya dije que ella no hablaba nunca de él; pero lo vi en más de una ocasión pasar por el frente de casa, tambaleándose a causa de la ebriedad que lo iba consumiendo. Más de una vez me pregunté si no sería que él la golpeaba cuando llegaba por las noches en ese estado calamitoso. Pero a decir verdad nunca tuve pruebas o elementos concretos que me llevaran a la certeza. Por otra parte, si Lidia no quería decir nada, yo no era quién para obligarla a hablar. Una sola vez hice un comentario infeliz: estábamos sentados a la sombra de un árbol, en una esquina alejada, donde solíamos ir las tardes templadas; la primavera había comenzado hacía poco y el perfume de los tilos era embriagador; habíamos estado allí por más de dos horas, besándonos en silencio, y recuerdo que al cabo de un momento durante el cual cada uno se había sumido en sus propios pensamientos, le dije (aunque era casi como si me lo estuviera diciendo a mí mismo): –Tu papá debe ser un tipo bastante cargoso. Ayer volví a verlo pasar completamente borracho. Me arrepentí enseguida de mi imprudencia, pero Lidia se quedó mirando el vacío como si no me hubiera escuchado. Sólo dijo después de un rato: –No vuelvas a hablar de mi papá porque no lo conocés. Nadie que no lo conozca como yo puede decir nada. Yo lo quiero y él me necesita. Y cuando por fin me vaya voy a venir a verlo siempre, porque es mi papá y no tiene a nadie más. 35
Después se levantó y se fue y no volví a verla hasta el día del incendio.
“Muchos años trabajé en la municipalidad”, dice Elsa y hace una pausa como si en esa primera frase hubiera más sentido del que sabe que le otorgo, “muchos años, desde que mi tía me hizo entrar. Y me fui, ¿sabés?, me fui porque tengo sensibilidad humana, porque una no puede pasarse la vida viendo la miseria ajena sin poder ofrecer soluciones concretas. La gente necesita un trato más cercano, más real, sin mostrador en el medio. La gente necesita que la escuchen porque todos tienen algo terrible para contar y te lo quieren decir porque para ellos es un consuelo, un descargo, ¿te das cuenta? Está muy sola la gente”, dice Elsa, “sola y triste”, hace una pausa y añade, conclusiva, “sin esperanza.” Veo que sus manos se han juntado como en un rezo, al principio me parece un gesto un poco teatral, pero a medida que va hablando, desenvolviendo el rollo pesado de lo que cuenta, entiendo que en ella ese es un gesto habitual, reiterativo, vaciado del significado que de entrada le atribuyo. “Así que me fui porque ya no me aguantaba ver tanta miseria y no poder hacer nada, porque desde ese lugar es nada lo que se puede hacer. No vienen a hacerte un reclamo. A pedirte vienen. A pedirte a vos. Viene alguien a decirte que se le está cayendo la casa encima y que si no le podés dar algunos postes para apuntalarla. Casa, dice. Rancho, te das cuenta enseguida. Tapera. Pero no le vas a decir mire señor, su casa se cae porque es un rancho de madera 36
podrida y cartón, más le conviene hacerla de material, vio, que resiste. No hacés eso. Y con el tiempo te das cuenta de que tenés que agradecerle al que viene por su rancho; por lo menos debe comer, entendés. La mayoría está peor. Ni te cuento porque sería largo e inútil, ¿para qué, viste? Lo que sí te digo es que un día me harté y me fui; mirá que ese sí que era un laburo seguro, quién te va a echar del municipio. Pero como mi marido trabajaba bien en otra cosa, chau, dije, puedo dedicarme a hacer algo más útil. Yo casi me recibo de asistente social ¿sabías? Pocas materias me quedaron y por eso pude entrar en la ONG. En fin, otra historia que ya alguna vez te voy a contar”. Me pregunto si Elsa quiere contarme algo sobre Lidia o si lo que busca es descargarse conmigo. Se ve que ella nota mi perplejidad, porque sigue: “Te estarás preguntando a qué viene todo esto”, dice y hace una pausa; tiene todo tan calculado, todo su discurso, su historia, ensayada, construida cuidadosamente con recursos escasos pero con habilidad de vieja narradora de cuentos de barrio, de chismes, para precisar. “Vos sabés que así como muchos de los que venían a la municipalidad eran pobre gente, otros estaban directamente locos. Un loco puede ser la cosa más triste del mundo, sabés, la más divertida o la más fastidiosa. Con un loco todo es en extremo. “Así que había un loco que venía siempre, que siempre entraba llorando y se acercaba al mostrador para pedir por el hermano que, según decía, vivía en la calle y no tenía nada ni a nadie y que era, además, medio hijo de puta y que más valía que lo lleváramos a algún lado para que no jodiera más con sus bolsas llenas de mugre, que no es que a él le 37
importara mucho, pero que era el hermano y que le partía el corazón verlo así; porque además, seguía, no soportaba que el hijo de puta lo mirara con asco, como si el que estuviera en la calle y en la miseria fuera él, que tenía su propia casa, humilde pero propia, y su platita, también. Ese mugriento, decía, se cree el rey de Francia. El rey de Francia, date cuenta, decía. Yo no respondo, decía, si un día de éstos lo mato a palos, porque encima sé que quiere robarse a mi hija, decía, ese asqueroso quiere a mi hija para hacerle cosas que ni las quiero pensar, así que o se lo llevan o termino matándolo, decía; es mi hermano y yo lo quiero pero una cosa es que sea familia y otra, que quiera hacer porquerías. Así hablaba el infeliz, que la mayoría de las veces se caía del pedo que traía encima; loco y borracho, no debe haber cosa más triste. Vos ya te diste cuenta de que era el padre de Lidia”.
Había algo que por esos días me inquietaba, aunque para mí fuera algo que apenas tomaba la forma de una pregunta, cándida casi: ¿Por qué el padre de Lidia no había conseguido otra mujer en todos los años que llevaba separado? Entonces me decía que probablemente se debiera a que no quería enredarse con nadie que terminara dejándolo como había hecho su esposa, o que no podía conseguir a nadie en el estado lamentable en que solía encontrarse, o que simplemente estaba mejor solo. Estuve una vez a punto de preguntarle a Lidia, pero después de lo 38
que me dijera, que no hablara de su padre sin conocerlo como ella lo conocía, supuse que lo mejor era quedarme con la duda. Pero una vez pasó algo que me hizo entender un poco más todo. Estábamos en la plaza, recostados a la sombra de un árbol. Las clases habían empezado hacía poco y el clima aún era cálido. Yo me había adormecido, la cabeza apoyada en su regazo; ella me acariciaba la cabeza como se haría con un niño y pensaba en algo. Pero de repente me despabilaron sus dedos, que dejaron de acariciarme y se paralizaron de un modo tal que yo pude sentir la tensión enredarse en mi pelo. Me incorporé y vi, tras el velo de la somnolencia, una pareja que pasaba por la vereda del frente. Como me detuve a mirar a la mujer, gorda y desaliñada, vestida con colores estridentes y que daba risotadas explosivas, no observé que el hombre se tambaleaba, borracho, y que era el padre de Lidia. Entonces volvió a mi mente automáticamente la pregunta que venía haciéndome y sólo atiné a sentir un breve alivio, porque juzgué que lo que veía me daba una respuesta, aunque en verdad no hubiera podido darle forma. No pensé en Lidia, que miraba para otro lado y hacía como si no viera nada. De cualquier manera, la tensión se adivinaba sin mucho esfuerzo y entonces, más despierto, traté de manejar la situación lo mejor que pude. No dije nada y me acurruqué contra ella como si estuviera desperezándome, buscando las partes blandas de su cuerpo, los huecos más tibios. Ella aceptó mis caricias al principio, y se fue relajando un poco; yo, que sentí crecer mi deseo, intenté llevar las cosas más lejos, traté de tocarla y de besarla en zonas que hasta entonces me estaban vedadas. Pero ella volvió a tensarse de súbito, me apartó, se levantó y se 39
fue corriendo, alejándose violentamente de mí, del lugar en el que estábamos y de lo que acabábamos de ver.
“Ese tipo”, dice Elsa, “era el hijo de puta más grande que vi en mi vida. Una larva como no te imaginás. Date cuenta que vivía de la guita que la ex-mujer le mandaba para la hija y a la pobrecita la tenía de sirvienta. Decían algunos que de tanto en tanto llevaba al rancho roñoso que tenía alguna puta vieja. Esa pobrecita debió haber visto cada cosa. Así que, como te decía, venía al municipio a reclamar por ese hermano que nunca supimos quién era, que seguramente era un invento o un delirio suyo. Una vez un compañero se cansó y quiso sacarlo a patadas pero, mientras se le acercaba, el tipo se vino abajo del pedo. Al final hubo que sacarlo a las rastras. Primero te daba bronca y después lástima.” “Vos imaginate”, dice Elsa, “que a mí me preocupaba la chica. Las asistentes sociales tenían cada caso de violación, abuso, violencia y qué sé yo qué más, que no tenían tiempo de ocuparse de este problema que, la verdad, era nada en comparación con los otros; porque borrachos hay en todos lados, ¿entendés? Pero yo pensaba en Lidia porque la conocía del barrio y siempre me pareció una chica tan sufrida, tan buena”, dice Elsa. “Chicas así ya no se ven, las de ahora son unas locas; están perdidas; casi todas las que están en la miseria se quedan ahí para siempre, lo único que saben hacer es embarazarse. Tenés que verlas”, dice como si yo fuera un turista al que se le explican las curiosidades del lugar, “ya no tienen conciencia de nada; están en otro mundo. 40
Pero a mí siempre me pareció que Lidia era diferente, no sé. Una chica con un futuro mejor, ¿ves? Estaba para otras cosas, no para enterrarse para siempre en la miseria que tenía alrededor. Yo me daba cuenta de sólo verla, que ella era muy inteligente, muy despierta, no estaba embrutecida como éstas que te digo. No, Lidia era muy gauchita y a mí me partía el alma ver que nadie le tendía una mano para sacarla del rancho ese, donde vería cada cosa. Por eso, cuando me fui a la ONG, lo primero que pensé fue en ayudarla de alguna manera. Yo vi que vos y ella se habían puesto de novios y para serte franca me alegré. Vos no sos como ella, vos tenías claro desde el principio que no ibas a quedarte en el mismo lugar que tus viejos aunque vivieras cómodo, que tenías que progresar. Por eso me alegré, porque sabía que le ibas a mostrar a Lidia que se puede pensar en serio en otra manera de vivir, que la ibas a ayudar mucho. De todas maneras quería tirarle una soga desde la ONG. Pero al final resultó que necesitaba una ayuda que no podíamos darle”, dice Elsa y noto que ese nosotros me incluye también a mí.
La noche del mismo día en que vimos a su padre con esa mujer, Lidia vino a casa, tarde. Yo estaba por acostarme y oí que llamaban desde la vereda con tres palmadas y supe de inmediato que se trataba de ella. Quise hacerla pasar pero prefirió quedarse afuera y me preguntó si no podíamos hablar un poco. Me pareció raro pero avisé que Lidia había venido y que íbamos a dar una vuelta y salí. 41
Que ella estuviera allí a esa hora era atípico. No porque hubiera venido de noche, sino porque se aparecía después de haberse ido esa misma tarde sin despedirse, repentinamente, como enojada. Tampoco era la primera vez que hacía una cosa así. Pero nunca antes había vuelto. Siempre la buscaba yo, incluso cuando peleábamos y era ella la que terminaba pidiéndome disculpas. Lo cierto es que su aparición nocturna me hizo pensar que algo realmente grave había sucedido –estaba por suceder, en rigor, pero eso no lo sabíamos– y que ella venía a compartirlo conmigo. Caminamos unas cuadras en silencio. Ninguno de los dos decía nada. Había en el aire un olor confuso de árboles, polvo y comida caliente. La luna estaba creciente, pero unas nubes la taparon y quedamos al amparo de los escasos faroles que algunos vecinos colgaban de los postes de luz. Además de algunos perros aquí y allá, nada más había en la calle. De tanto en tanto, una ráfaga corta de viento levantaba breves nubes de tierra que a veces se arremolinaban haciendo volar en espiral algunas hojas secas. Todo era súbito, inesperado, y duraba lo que un suspiro. Yo tenía la sensación de que no había lógica en lo que observaba, estaba como atontado por los fragmentos de lo real que me llegaban inconexos y, acaso, más verdaderos. Incluso el rostro de Lidia era su rostro y luego su pelo revuelto y sus pies acompañando mis pasos y la tibieza de su mano envolviendo la mía. Confundido, no me di cuenta de que habíamos llegado a la entrada del galpón abandonado. Estaba como siempre, con su portón de madera abierto de par en par, con sus cajas misteriosas apiladas en el interior, y nada más. 42
Entramos de la mano, ella como arrastrándome al interior, como si tuviera urgencia por decirme algo importante. Nos sentamos en el rincón más profundo y oscuro. Había allí unas bolsas de arpillera vacías, fláccidas, desparramadas sobre el suelo de tierra. Lidia parecía a punto de hablar, pero callaba, no se atrevía a decir lo que quería y yo no sabía cómo alentarla a hacerlo. De repente comenzó a llorar, no sé si de tristeza o de bronca o de miedo. Me dispuse a consolarla con abrazos y con besos, como siempre. Pero ella respondió a cada caricia de un modo inesperado. Casi podría decir que se abalanzó sobre mí, aún llorando, y me besó con una ansiedad que no le conocía, mientras sus manos me tocaban sin ningún pudor. Es curioso lo egoístas que podemos ser; durante todo el tiempo que estuve con ella lo único en que pensé fue en saciar mi propio apetito, dejando de lado con insólita facilidad el torbellino de preguntas que se me agolparon en la mente, conteniéndolas tras un dique que tenía la forma de una sólida respuesta: Lidia y yo haríamos el amor por primera vez.
“No me mires como si te estuviera echando la culpa de algo” dice Elsa sin rencor: naturalmente, se diría, sin cambiar en nada el tono confidencial con el que viene contándome todo, “no te culpo de nada, vos te fuiste porque no te quedaba otra, eras chico todavía y tus padres no te iban a dejar quedarte. Pero cuando ustedes se fueron dije pucha, qué 43
va a ser de esta chica ahora. ¿Cuánto tiempo había pasado del incendio? ¿Dos meses? Nada, casi”, dice Elsa, “hacía poco que me había ido de la Municipalidad, así que me enteré como vecina, como todos, y sólo tuve datos de vecina, ¿entendés?”. Hace una pausa como para organizar mejor sus ideas. Se queda mirando hacia ningún lugar y da un profundo suspiro antes de seguir. “Después de que te fuiste”, dice Elsa y se detiene y se corrige, “después de que se fueron ustedes, yo me acerqué a Lidia. La paré una vez que la vi pasar por aquí, por el frente, y le dije que yo te conocía y que ahora trabajaba en una ONG y que si necesitaba algo que me viniera a ver, le dije los horarios, el lugar y todo. Ella parece que al principio mucho no me confió, pero al final vino. Vino a verme y me contó un poco de su vida. No mucho, no creas, supongo que a vos te habrá contado más cosas. Pero me contó cosas y yo me di cuenta enseguida de que le pasaba algo feo que no sabía explicar... Mirá, te juro que por un momento pensé que pasaba algo con el padre, que el borracho ese la tocaba o le hacía cosas...”. La voz de Elsa se crispa levemente y hace una pausa realmente grande, tanto que por un momento parece haber olvidado para qué estoy acá. “Disculpame”, dice, “disculpame; me quedé pensando... No te imaginás cuántas veces le di vueltas al asunto. La gente con la que trabajaba en ese momento, y con la que sigo trabajando, me decía que no, que no había nada de lo que yo pensaba, que no me hiciera tanto problema... y también tenían casos mucho más graves que atender. Siempre hay cosas más graves pero para mí era grave ver a esa chica como trabada, viste, como trabada en algo que, desde que te fuiste, nadie iba a poder destrabar” dice Elsa y se ríe repentinamente, con una risa 44
corta y nerviosa, “parezco la curandera del arroyo, tenés una traba, m’hija”, se ríe Elsa y yo la acompaño por cortesía. “Pero lo que quería contarte pasó más tarde, como uno o dos años después de que ustedes se fueran”.
Cada vez que pienso en mi debut sexual no puedo dejar de estremecerme. No es porque nunca después haya tenido experiencias objetivamente –si puede haber objetividad en esto– más intensas, sino porque mi primera vez con Lidia fue también la última y porque era ella y no otra. Esa noche, después, nos habíamos quedado abrazados, en silencio, transmitiéndonos el temblor de nuestros cuerpos, que no acababan de entender del todo la dulce violencia a la que los habíamos sometido. Ella tenía su cabeza apoyada sobre mi pecho y yo podía oler el perfume de su pelo, en el que quería hundirme y desaparecer. –Ya no sé cuánto hace que quería hacer esto –dijo de pronto en un susurro. –Yo también –le respondí–, pero vos no me dejabas. Se irguió un poco y me miró. –Tenía miedo de desearlo; siempre pensé que era algo horrible –dijo. Pensé en ese momento, recuerdo, en su padre y en la mujer grosera con la que lo habíamos visto esa tarde. No supe qué decir y preferí quedarme callado, 45
no me sentía con ánimos de invocar a su padre en aquel momento y ya el solo hecho de haberme acordado de él me irritaba. Permanecimos así como una hora. Cuando salimos, abrazados como por primera vez, caminamos lentamente hacia su casa. Sentía que algo se había desanudado en ella, que ahora estaba menos tensa, como si hubiera soltado de pronto algo a lo que se aferraba. Ni remotamente pensé que un nudo fuerte se estaba atando en mí. Caminamos otra vez por las calles de tierra y como el viento había cambiado de dirección no tardamos en oler el humo. Llegaba de lejos y a poco que miramos vimos el resplandor que se erguía como una cúpula luminosa en medio de la noche, detrás de los árboles. Lidia intuyó inmediatamente de dónde venía. Me soltó y echó a correr como enceguecida, yo la seguí como pude, mientras barajaba en mi mente las posibilidades de lo que podía haber ocurrido. No necesitamos llegar del todo para ver, espantados, que la casa de Lidia era una sola cosa de fuego y humo negro, más negro aún que la noche. Los recuerdos que tengo de ese momento son confusos. Gritamos, corrimos en busca de ayuda, regresamos una y otra vez para ver, impotentes, el horrible y bello espectáculo de las llamas victoriosas que competían con la humareda en caracoleos caprichosos, a merced de un viento que no sólo no se detenía, sino que aumentaba su fuerza, creciendo como una tormenta marina, como esforzándose por llevar al paroxismo la visión cautivante que nos ofrecía. Los vecinos no vinieron o llegaron demasiado tarde y nada hubieran podido hacer. La precaria construcción se deshizo en pocos minutos, disuelta, 46
más que consumida, por las llamas. Nada quedó. Aunque decir nada es exagerar, siempre hay algo en un sitio, aunque pueda decirse de eso: no es nada; las cenizas se amontonaban a un lado y otro, en cúmulos humeantes, en montículos de brasas de los que, aquí y allá, surgía algún hierro retorcido e incandescente. Los que se habían acercado miraban enmudecidos, eran como mojones en el medio del campo, apenas señalaban el lugar de la catástrofe. Lidia, que había caído de rodillas y que miraba sin rezos en sus labios lo que había sucedido, tenía las mejillas mojadas por las lágrimas más silenciosas que he visto nunca. Todos los que estábamos allí, de pie, señalábamos el lugar de su tragedia. El primero que fue a revolver, impasible, entre las cenizas, fue Tancredo.
Elsa hace la pausa más larga de toda la tarde y mide mi expectativa, va a entrar en el nudo, el corazón de su historia. “Te lo cuento porque sos vos, que la conociste mucho a Lidia”, dice, “solamente porque creo que merecés saberlo. Después de que ustedes se mudaron, después de que ella ya no te tuvo más, andaba como perdida. No era la chica de siempre. Yo me di cuenta enseguida, imaginate, tantos años de verla crecer y hacerse mujercita... y además ya te conté que hablé con ella algunas veces. Me contó cosas sueltas, pedazos de su vida que no me dijeron demasiado; cosas de su mamá, del padre... le pregunté por su tío y me contó que el padre hablaba de él cuando estaba borracho pero que ella 47
no lo conocía y pensaba que era todo un invento. Ahí me enteré también de lo mal que le había hecho que vos te fueras. No me lo dijo así, pero me di cuenta. Ella había pensado que se iban a ir juntos, a hacer una vida juntos. Pero, bueno, las cosas pasaron de otra manera. Yo me acuerdo que la miraba, la miraba... ¿vos te diste cuenta de la mirada que tenía esa chica? Triste, ¿no? Muy triste, de eso me acuerdo. Quería irse, lo decía todo el tiempo, pero no se iba; se quedaba en ese galpón, ¿te acordás? Al final no fue por unos meses, se terminaron instalando ahí, nomás ¿Dónde iban a ir, si no tenían nada? Pero ella no quería más. Igual, dónde iba a ir a parar si no tenía a nadie, pobrecita”, dice Elsa y me mira para ver si ha logrado conmoverme, aunque más no sea con la culpa que debería sentir por haberla abandonado, porque esa es la palabra que evita todo el tiempo decir. “¿Dos meses, más o menos?”, pregunta y asiento porque ya sé a qué se refiere, “Sí, dos meses, más o menos, después del incendio, ustedes se fueron. Fue muy repentino. Los trabajos son así, ¿no? Yo pensaba por un lado qué suerte y por el otro dejar todo... Pero sé que les fue bien y después, cuando supe que dabas clases en la escuela dije volvieron, pero ya se instalaron en otra parte. Bueno, al final ellos se terminaron quedando mucho tiempo ahí; si habían perdido lo poco que tenían. El padre no se hizo mucho problema, vos viste, se sentía como en casa. Pero ella le siguió diciendo el galpón, no quería habituarse. Igual no te voy a contar cosas que ya sabés”, dice Elsa que se pierde y trata de recuperar el hilo tenso de su historia, porque nota que mi atención decae. “Al final Lidia y yo nos hicimos medio amigas; es un decir, porque ella era más bien cerrada y no hablaba mucho. Venía cada tanto a verme al 48
local de la ONG y me cebaba mate. De vos no hablaba, ni de su padre. En realidad no decía casi nada y yo tenía que darme cuenta de lo que le pasaba por gestos que hacía o por palabras que decía cuando le preguntaba o le contaba algo. Si no, venía, saludaba, preparaba el mate y se sentaba a cebar. Después supe que se venía para el local cuando el padre llevaba alguna puta al galpón. Pobrecita, tener que ver esas cosas.” Hace una nueva pausa y da un profundo suspiro antes de continuar. “Un día la vi con un chico”, dice Elsa y espera alguna reacción mía; “obviamente no era un amigo porque con los amigos no se hacen ciertas cosas” se explaya, por si no entendí. “No lo vi muy de cerca, pero parecía un chico bastante lindo, bien vestido, bueno” dice; “¿querés que te diga la verdad? Me puse contenta, ¿para qué te voy a mentir? Me alegró que Lidia volviera a confiar en sí misma, que volviera a soñar, ¿viste? No era una chica para estar sola. No sería una diosa de esas de la tele pero tenía su encanto. Bueno, vos sabés” dice. “Estuve un tiempo tratando de que ella viniera y me lo contara, pero las pocas veces que apareció no dijo nada. Raro, una chica de ¿cuántos? ¿dieciocho? Que ande escondiendo un novio. Además, por lo que hacían en pleno día no me quiero imaginar de noche” dice Elsa y se ríe y se sonroja y se pone seria. “Al final, con tirabuzón tuve que sacarle la novedad. Ahí me contó que el chico ese era un amor y que la adoraba y que la iba a ayudar a irse. La vi con tanto entusiasmo que no quise decirle que nunca confiara mucho en promesas de varones, que una vez que consiguen lo que quieren, si te he visto, no me acuerdo” dice, sin ninguna intención. “La dejé que mantuviera la 49
esperanza porque una no es quién y a lo mejor... ¿viste? Pero se me ocurrió preguntarle si el padre sabía algo de todo eso. Y ahí sí que la vi de otra manera, como nunca me hubiera imaginado. Ahí me di cuenta de que ella era capaz de cosas grandes, que tenía una voluntad de hierro, que era realmente especial. Casi miedo me dio. Me miró a los ojos y me dijo: ‘Es el único al que le quiero mostrar que no estoy sola’. Vos decime si yo entendí mal, pero esa chica venía tramando algo desde hacía tiempo.”
Nunca supimos qué había causado el incendio. Pero el último que había estado en la casilla era el padre de Lidia, que apareció después –cuando muchos lo creíamos calcinado– deambulando por la calle, hablando solo, a los gritos, borracho como siempre, y no pudo responder ni en ese momento ni en otro. Así que nos convencimos de que había sido algún descuido mínimo lo que causó tamaño desastre. De cualquier manera no importaba, nadie había muerto y en cuanto a las pérdidas materiales, la solidaridad de los vecinos alcanzaría para cubrirlas holgadamente. Pero algo extraño ocurrió en Lidia cuando se enteró de que su padre no había muerto. Yo la había sacado pronto de la escena escalofriante que estábamos viviendo para llevarla a un lugar a resguardo de los curiosos y de las cenizas. No recuerdo quién nos acercó una manta con la que la cubrí. Me quedé junto a ella, sentados los dos en 50
una vereda cercana, mientras los vecinos, seguros de que nada podía hacerse ya y de que había que madrugar al día siguiente, regresaban lentos y bostezando a sus casas. Estuvimos un largo rato sin decir palabra. Yo la abrazaba para consolarla, pero Lidia no estaba llorando. Finalmente alguien llegó corriendo hasta donde estábamos, para contarnos, entre sorprendido y excitado, que el padre de Lidia estaba a cuatro cuadras, lo más bien, es decir, borracho como siempre, pero entero. Ella recién entonces comenzó un llanto lento y profundo, que venía de muy lejos y que fue creciendo hasta convertirse en un verdadero caudal de lágrimas incontenibles. No supe bien qué pensar, o no atiné, más bien, a pensar nada en ese momento en que la cubrí y la abracé con mayor fuerza. De algo estaba seguro, ese llanto no era motivado por una única causa, quiero decir que no lloraba por la emoción de saber que seguía teniendo padre; era un llanto complejo, intrincado, y brotaba a borbotones, venciendo resistencias diversas. Después de eso nos vimos poco, apenas lo necesario para ayudarla a acomodarse en el viejo galpón con su padre y su donado mobiliario, pobre, pero que todos veíamos, en su escasez, riquísimo. De esa jornada lo que recuerdo con más impresión es la imagen del perpetuo borracho a quien veía por primera vez sobrio. No parecía un mal hombre y más bien transmitía una sensación de infinito desamparo. No daba la impresión de ser muy conciente de lo que les estaba pasando, era como si acabara de despertar de un largo sueño y se moviera aún como un sonámbulo. Y además había en él rasgos que, más que coincidir con los de Lidia, tenían otro parecido, uno que yo no acertaba a develar, pero que sin duda conocía. 51
Entre Lidia y yo se produjo durante ese tiempo un silencio incómodo. Lo atribuí al principio a una suerte de pudor tardío por lo que habíamos hecho juntos, pero luego me convencí de que la razón estaba en otro lado, quizá en el hecho de que yo la viera llorar aquella noche como había llorado, tal vez se había sentido, o eso creí, verdaderamente desnuda, mucho más que cuando suspirábamos enredados, apenas un momento antes. De cualquier manera, no tuve realmente tiempo de hablar con ella sobre todo eso. Papá había conseguido una oportunidad única en el extranjero, de esas que un hombre sin estudios no puede rechazar, y debíamos marcharnos cuanto antes. Debo confesar que le oculté cuanto pude la noticia a Lidia, en parte porque ella estaba con suficientes problemas, en parte porque yo mismo no quería aceptar la partida. Menos de dos meses después del incendio –y habiéndole confesado que me iba sólo tres días antes– partimos con toda mi familia y ya no volví a ver a Lidia nunca más. Porque son tristes, dolorosas y hasta patéticas, prefiero no hablar de la despedida.
Elsa me despide desde la puerta, no me acompaña por el caminito hasta el portón de salida. Nos saludamos con cierta distancia, como si lo que acaba de contarme, y que ahora compartimos, nos hubiera alejado en lugar de acercarnos. Intuyo que ella sabe como yo que no volveremos a vernos. 52
Apenas doy unos pasos oigo cerrarse la puerta detrás de mí. Antes de atravesar el portón vuelvo a ver al gato, que se pasea por la medianera ignorándome por completo, como si yo no fuera del todo real, como si formara parte de una ficción confusa que lleva ya muchos años sin decidirse a terminar. Enseguida, por supuesto, comprendo que estas ideas son mías y no del gato, que vive en el mundo real, libre de ataduras, o atado apenas a las exigencias del instinto. Me detengo a mirarlo un instante, pero la voz de Elsa, despreocupada, súbitamente cotidiana, llamando a su hija, hace que me sienta ya un estorbo allí; mi historia en esa casa se había terminado. Salgo a la vereda y camino por donde llegué. Aún flota en mi imaginación la figura del gato, perezoso y eterno. Si esto fuera literatura, sin duda ese gato tendría una densidad insospechada. Prefiero construirle una breve historia en la que sus dueños han partido hace tiempo hacia otras latitudes y lo han dejado abandonado a su suerte en un barrio perdido del conurbano. Él ha tenido que despertar todos sus instintos, dormidos por la domesticidad, y ha debido sobrevivir. Y si lo logró es sólo porque, más allá de los cuidados humanos, más allá de toda circunstancia accidental –del cariño, incluso, del amor–, ha sabido mantener sus impulsos primeros, los que lo hacen ser lo que es. Pero muy pronto el exterior me reclama, porque veo, al llegar a la esquina, al policía que viera desde mi lugar en la vereda del almacén. Lo miro apenas y vuelven a mí las palabras de Elsa, que había terminado de contarme todo de un modo cada vez más acelerado: “Ese chico después se hizo policía. A veces anda por el barrio”. No puedo evitar pensar que 53
el muchacho que tengo ante los ojos, más hombre ya que joven, es aquel que, como yo, amó a Lidia; y puede que también, como yo, haya sido querido por ella. Pero ahora todo se me confunde, porque lo que Elsa dijo fue para mí más revelador de lo que esperaba. “Tramaba algo, esa chica” había dicho y me resuenan sus palabras, “algo desde hacía tiempo. Terminé de confirmarlo cuando pasó lo del padre. Parece que el muchachito la llevaba a su casa, cuando los padres no estaban. Bueno, somos grandes, no hace falta decir qué pasaba ahí, ¿no?”, había dicho, “Pero un buen día ella lo empieza a invitar al galpón, imaginate, donde se habían instalado. El chico no quería saber nada, lógico, ese lugar no era seguro, cualquiera podía entrar en cualquier momento, sobre todo el padre de Lidia. Esto me lo contó él mismo, el chico, después. Parece que Lidia se ofendió. Así. No quiso verlo más, sólo porque él no quería ir a encamarse al galpón. Vos perdoname”, había dicho y casi puedo oírla, ahora, mientras camino y paso junto al policía, “que lo diga de esta manera. Es que a mí misma me parece cosa de locos y no se me ocurre otra forma de contártelo. Así que este chico se queda solo”, había dicho, descuidando ya la forma de su relato, tan medido hasta ese momento. “Ella no quiso saber más, se había encaprichado con que se encontraran en el galpón y como el chico no quería, lo dejó. Pero ahí no termina la cosa”, había dicho, “porque un buen día le mandó una nota. Después de no sé cuántos meses le mandó una nota al muchacho. Esto me lo contaba él después. Imaginate, ese pobre chico que la quería tanto de repente recibe una nota de ella en la que le pide que vaya al galpón a tal y tal hora, que quiere decirle tal y tal cosa. El pibe ni lo piensa. Tenía tantas ganas 54
de volver a estar con ella que no lo pensó dos veces y fue”, había dicho Elsa, que se agitaba más con cada frase. “Bueno y... yo no sé si ella sabía o si fue casualidad o qué, pero cuando estaban lo más bien, revolcándose, el pibe feliz, cayó el padre de Lidia. Con una puta venía. Riéndose a lo grande venían los dos. Y los encuentra. A la hija y al muchacho este. Haciendo ya sabemos qué” había dicho y puedo recordar hasta los detalles más pequeños de su expresión entre agitada, excitada, satisfecha y maliciosa. “Todo terminó en una confusión tremenda: el padre a los gritos; la puta, en el suelo, de la risa; el chico vistiéndose como podía, llorando y corriendo hacia la salida, tratando de esquivar al viejo, que quería matarlo. Lidia no sé. Esto me lo contó él después. No se acordaba de lo que había hecho Lidia en ese momento, pero estaba seguro de que el único que lloraba era él”. Y ya no escuché los demás comentarios de Elsa, meros agregados que le quitaban al final del relato su rotundidad de caída. Ese policía –que ahora ha quedado a mis espaldas, alejándose tanto cuanto yo me alejo, sin detenerme– pudo haberla conocido y haberla amado, tal vez. Ese policía, que tiene una edad aproximada a la mía, pudo haber sido como yo, porque la tuvo en sus brazos y la quiso para sí. Pero si esto es verdad, no lo es menos el hecho de que fue más auténticamente mía, pienso; porque ella no me utilizó, como a él, para un objetivo meramente egoísta, para una venganza un poco cínica –ingenua también, si bien se mira– contra la vergüenza que su padre podía provocarle. A mí me quiso de otro modo. Lo último que Elsa había dicho, antes de despedirme, fue que después de ese episodio entre escandaloso, cruel y grotesco, Lidia se marchó. Sola, partió 55
durante la noche, probablemente, sin que nadie la viera, y no volvió a saberse de ella. Su padre, desde ese día, bebió y bebió aún con más ahínco y murió, solo, a los pocos meses. El galpón fue vaciándose de a poco, por brazos furtivos que se llevaron lo que había dentro. Después alguien colocó un candado en el portón. Fin. Debo confesar que la historia de Elsa no me pareció al principio más que un chisme de barrio, no porque no creyera en ella, sino porque la juzgaba destinada a alimentar mi propio morbo, en la misma proporción en que Elsa alimentaba, contándola, el suyo. Pero después tuve la necesidad de verla de otro modo, como ahora la veo. Porque, si bien es la historia que yo había venido a buscar, para cerrarla de una manera menos abrupta o, mejor, para cerrarla definitivamente, me he situado todo el tiempo en un lugar equivocado. Pensaba que aquella vez mi viaje había coincidido con el momento culminante, con el clímax, diríamos, y yo no había podido quedarme para protagonizar el desenlace. A darle fin había venido después de tantos años. Esta era, hasta hace apenas unos momentos, mi interpretación de los hechos. Pero lo que Elsa me ha contado me devuelve –sin que ella misma lo sepa– al lugar que verdaderamente me corresponde. Toda esta historia, la que vengo contando desde el principio, no es mía, sino de Lidia; es sólo ella la protagonista. No vine, pues, como creía, semejante al héroe que retorna y da, con eso, forma cerrada a un relato. Vine sólo como narrador, a contar su historia. En ella soy apenas un personaje periférico, un pedazo del nudo. Como Elsa. Como el policía. Como el padre, incluso. Veo que mis pasos me han conducido nuevamente hasta la entrada del galpón. La tarde va 56
declinando con pereza. La calle está llena de gente que vuelve al hogar reparador. En la vereda del frente está Tancredo, eterno, con sus bolsas llenas de vaya a saberse qué. Yo vuelvo a sentarme en el mismo lugar en que ayer nomás esperara a Lidia. Ahora sé que es inútil, pero no quiero irme así, como huyendo. Ya no tengo nada de qué huir. Va a hacerme bien respirar una vez más el aire fresco, cargado de aromas de este lugar. Ahora sí estoy seguro de que es la última vez que vengo. Ya no hay nada que me haga volver. Seguiré, como siempre, mi trabajo en la escuela, llegaré todos los días hasta los límites mismos del barrio, pero no voy a entrar. No es necesario. Cuando tuvimos que irnos, con toda mi familia, con toda nuestra casa, se diría, a otra parte, sólo pensaba en el momento del regreso, en que no pasara el tiempo hasta que yo pudiera volver y ver a Lidia y tenerla para mí definitivamente. Y hubiera regresado de no ser por ella, por la forma en que me miró el día que nos despedimos. Algo se esfumó, irrecuperable, de lo que fluía entre nosotros o, para ser exacto, de lo que ella dejaba fluir hacia mí. Recuerdo que tuve la sensación de haberme caído, de haber sufrido algún tipo de desplazamiento en el mundo de Lidia y supe de pronto que algo de lo que sentía por mí –no su amor, no su amistad, no su deseo– se había perdido. Algo de lo que la unía a mí. Lo confirmé al día siguiente, cuando nos acompañó a la estación; parecía la de siempre, afectuosa y reservada, cálida; pero estaba claro que ya me había colocado en la zona en la que se amasan los recuerdos, por más entrañables o perturbadores que sean. Sentí que, al dejarla, era su libertad, paradójicamente, la que se resentía. La besé por última vez sintiéndome ya un fantasma, y no me creí –aunque 57
no dejara de decirlas– las promesas de reencuentro. Cuando a los tres años volvimos al país y nos instalamos en la ciudad, ya no me atreví a buscarla; y ahora sabía que hubiera sido en vano. Trabajar en la escuela me devolvió de algún modo a este lugar: pero en el límite del barrio Lidia era apenas una gravitación. Sin embargo, todavía no puedo entender la nota; ¿por qué habría pasado Lidia por la escuela a dejarla? Para qué. ¿Fue realmente ella? Es suya, sin duda, y está dirigida a mí. ¿Existirá ese famoso tío? En medio de estos pensamientos, meto la mano en el bolsillo y vuelvo a sacarla. Si Lidia, como ahora sé, partió, no pudo llevarme esa nota. La despliego para ver si leí bien, si no se trata del mismo papel que, según Elsa, le dejó al chico con el que estuvo más tarde. No. Me nombra y dice lo que sé de memoria, que me espera y que tiene ganas de verme y de hablar. Aunque la hoja tiene un aspecto que no le había notado. Es vieja. La tinta misma está gastada y el papel amarillea ya bajo el peso del tiempo. El azul se ha puesto ligeramente verde. ¿Es posible? ¿Lidia quiso darme esta nota antes de mi partida? Lo que hizo con el muchacho aquel, ¿quiso intentarlo conmigo? –No se gaste –la voz de Tancredo me salva momentáneamente de mis propios pensamientos. Lo miro y guardo la nota rápidamente, como si temiera que el linyera me haga preguntas que no quisiera responder. –¿Todavía espera que le abran? –dice, irónico. –No. Estoy echando una última mirada. Ya me voy. –Quédese todo lo que quiera, por favor –dice, aprieta los labios y abre grande esos ojos en los que vuelvo a ver a Lidia–; a mí no me molesta. 58
–¿Puedo hacerle una pregunta? –digo de pronto y ya sé que no hay vuelta atrás. –Cómo no –me dice con una sonrisa que puede significar cualquier cosa, menos sorpresa. –¿Usted me llevó una nota a la escuela? Sonriendo sin despegar los labios y dando un suspiro corto y rápido, levanta una de sus bolsas y la abre delante de mis ojos. –¿Qué ve acá? –pregunta y no espera mi respuesta–. Papeles. Yo junto papeles. De todo tipo. Grandes, chicos, nuevos, viejos... Vendo la mayoría y con eso como, ¿ve? Algunos los guardo. Revuelvo la basura y saco los papeles. De toda la mugre que hay, el papel es lo más limpio. Revuelvo los tachos y los saco. Los levanto cuando los encuentro en la calle. A veces la gente me los da, también. Diarios, revistas, boletas... ¡papeles! ¿Sabe? La gente es más buena de lo que parece. Es dura la vida, ¿qué hago si no me dan una mano? Ya ni parientes me quedan por acá. Así que, ¿qué le parece? ¿Tengo cara de cartero yo? Lo último no lo dice como un reproche, sino como algo divertido que debo tomar casi con complicidad. Se da la vuelta y comienza a marcharse tranquilo, seguro de que no voy a decirle ni a preguntarle ya nada más. Tiene razón. Me quedo hasta que se haga de noche, hasta que la luna asome e ilumine con su delicadeza este lugar, con su luz que lo muestra todo de otra manera. Mañana retomaré el curso cotidiano de los días, del que me he apartado por un corto plazo para deshacer un nudo de años. Y hasta es probable que encuentre cambiada, siquiera levemente, la vida que conozco. No es sólo uno el que se transforma cada vez que emprende un viaje. 59
Las manos
Venían de lejos, las nubes. Negras, desde el horizonte, preñadas de lluvia, prontas a descargarse sobre los campos sembrados. A través del vidrio sellado del micro podía vérselas avanzar, indiferentes a todo, dueñas de su decisión: deshacerse, impúdicas, felices, sobre los maizales aún verdes. Eva las observaba con atención. Siempre había mirado las nubes. Le gustaba imaginar las formas diversas que toman al viento, sobre todo cuando las ráfagas frías del sur las desmenuzan como si fueran de espuma y no las deja alcanzar ningún contorno preciso. Pero no era el caso. Éstas eran lentas. Pesadas, se movían como elefantas oscuras. No tenían forma definida. La brisa apenas les acariciaba la panza de tormenta y las empujaba, alentándolas a cubrir el poco cielo limpio que quedaba hacia el oeste. Eva llevaba un bolso vacío sobre el vientre y había metido las manos adentro. Siempre el aire acondicionado es demasiado frío. Tenía la cabeza apoyada en el vidrio grueso y los hombros contraídos, y los brazos, bajo un pulóver gastado, tendido sobre el pecho como manta de ocasión. El frío, sin embargo, se había ido deslizando, resbalando de su cuerpo que, después de un reparador sueño de micro, inquieto y zozobrante, iba recobrando el calor 61
que venía desde adentro, como un fluido espeso y aceitoso. Costaba despertar del todo y verse tendida en la butaca incómoda, quieta y sin embargo desplazándose a gran velocidad por la ruta que rodaba entre los campos, esa mañana de cielo dividido en negro y celeste. Eva cerró nuevamente los ojos y recordó la última escena antes del viaje. Fácil volvió a su memoria cada pormenor, como si en vez de vivirlo, lo hubiera ido construyendo en la imaginación. Y era a la vez decisivo y trivial. Pero había pasado. En los dos sentidos, se dijo. Ocurrido y pasado. Es decir como el maíz a los lados del camino, quedando atrás sin remedio por la acción del viaje. La mayoría de los pasajeros dormía aún, y de no ser por el ruido repentino de algún paquete que se abría, o por el murmullo de voces pudorosas que comentaban algo por lo bajo, lo único que se hubiera oído habría sido el ronroneo parejo del motor. El sol no le ganaba a las nubes y la luz de la mañana titubeaba, entre el amarillo limón sobre los campos al este y el verde rotundo, oscuro bajo la sombra del medio cielo nublado. Eva recordó que no comía nada desde la tarde anterior y sintió de pronto un hambre urgente. No tenía nada que llevarse a la boca. Antes de subir al micro había devorado unas galletitas de chocolate, compradas con las últimas monedas. Todo se había ido, por lo demás, en el precio del pasaje. Pero era justo. De ningún modo habría cambiado alimento por viaje. Ya vería cómo solucionar el problema. Por ahora, lo único que la preocupaba levemente, lo que la hacía pensar en el campo y en la soledad de los maizales, era decidir dónde habría de bajar; dónde, independientemente del destino que había 62
pagado en la terminal, descendería a cambiar el ritmo, la velocidad, el tempo, se diría, de la marcha. El destino que la esperaba no había sido más que una opción elegida entre muchas otras, no demasiadas, porque el dinero de que disponía le abría un conjunto de posibilidades bien acotado. En la terminal había leído una lista de nombres vagamente familiares sin decidirse, de entrada, por ninguno. Pero el que finalmente eligió le había parecido oportuno, porque era la primera vez que tropezaba con un nombre semejante. Y esa palabra no sólo le había sonado bien, sino incluso conmovedora, como si hubiera en ella algo del orden de lo veraz. No había vuelto a leerlo después, sobre el papel del boleto; en realidad ya lo había olvidado, por difícil, probablemente, pero también a causa de ese cambio imprevisto de planes que se había perfilado mientras las nubes derivaban en el cielo. Podía bajarse en cualquier parte, y era eso lo que haría. No tenía por qué obedecer una vez más. Ni siquiera el boleto le fijaría el destino. Y cuando la idea comenzaba a definirse, confusa hasta entonces aunque profundamente asertiva, sonrió para sus adentros. Faltaba dar el paso, sin embargo. De cualquier manera, la oportunidad de hacer uso de su libertad estrenada –como ocurre con todo aquello a lo que uno se abre sin condiciones–, también se le presentó. El vaivén del ómnibus la adormeció por unos instantes. No hubiera podido decir cuánto tiempo, ni cuán profundamente. De repente abrió los ojos porque un ruido corto la devolvió a la vigilia. Era la puerta del baño, que se cerraba con un golpe seco. Viajaba en el piso inferior y el detalle, trivial para cualquiera, era para ella un signo de buen augurio. Le agradaba ese espacio reducido, íntimo casi. 63
Era como estar en un vientre, en lo profundo de un útero rodante. Pese al frío del aire acondicionado, una cierta calidez envolvía la atmósfera en la que descansaban unos pocos pasajeros, hermanados en ese ámbito mullido y maternal. La puerta del baño volvió a abrirse y una mujer salió del interior. Era muy joven y muy blanca. Robusta, sin llegar a obesa. El pelo rubio y rizado no le llegaba a los hombros. Era muy baja, también, lo que reforzaba su aspecto juvenil. Eva supuso que no tendría más de veinte. Llevaba un morral de lona cruzado al hombro y de su cuello y sus muñecas pendían decenas de pulseras y collares rústicos. Un instante apenas cruzaron la mirada y la joven sonrió, tímida y quizá ruborizándose. Eva respondió del mismo modo, con cierto automatismo. La chica subió las escaleras con sus bártulos, agitando de un lado a otro las cadenas, que tintineaban opacas como semillas. Eva pudo ver, antes de que desapareciera en las alturas alfombradas del micro, los músculos fuertes de sus pantorrillas blancas, y hasta los muslos regordetes que la bambula verde del vestido no alcanzaba a cubrir. ¿Quién conoce los mecanismos profundos que nos llevan a inclinarnos por una u otra opción? ¿Quién puede conocer los motivos reales de nuestras decisiones? Eva aún no lo sabía, pero ya había elegido. Cuando esa chica reapareciera dispuesta a descender del ómnibus, ella la seguiría casi sin pensarlo, y daría comienzo a un relato nuevo. Porque era justo que a una historia le sucediera otra, sin importar el derrotero, que como se sabe, siempre lleva a alguna parte.
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Hay unos pocos sucesos realmente importantes. Son aquellos que dan una configuración tangible, narrable, más bien, a eso que llamamos la vida. Algunos pertenecen a la infancia, quizá los más vívidos, otros a la adolescencia o a la edad madura. Pero la niñez es un tiempo blando; cualquier mano puede dejar, indeleble, su marca. Eva no podía recordar demasiados, pero los que volvían una vez y otra a su mente eran de una densidad peculiar, parecidos a depósitos, yacimientos en donde cavar; pero para ella no pasaban de ser imágenes, como fotografías complejas sin mayor significado. En todo caso ella los veía como episodios siempre llenos de nuevos detalles, lo que les brindaba ese carácter inagotable. Se crió en un barrio pobre del Gran Buenos Aires, con zanjas y sin asfalto, lleno de rincones; pequeños espacios entre casas, cuevas de arbustos siempreverde, viejos refugios donde esperar el colectivo. Todos conocían esos lugares, aunque más apropiado es decir que sabían de su existencia: para la mayoría estaban simplemente allí, un poco oscuros y amenazantes, más aptos para escondite de ladrones que para refugio de espíritus sensibles. Pero hubo un tiempo en que Eva amaba entrar en esos rincones, quedarse quieta dentro, jugar a que esos ámbitos envolventes eran un mundo más pequeño, con su cielo de cemento o de ligustrina protegido del mundo mayor, el que pertenecía a los adultos y era siempre árido y vasto. En sus cuevas, ella reproducía ese exterior; con papeles recortados con torpeza, con frasquitos vacíos, tapas de botella o piedritas de cemento. Jugaba a replicar los movimientos de aquello que circulaba por afuera. Cualquier objeto podía ser reemplazado, bajo un ligustro 65
techado, por inverosímiles minucias que Eva hallaba en cualquier parte. De haber podido, habría fabricado piezas más realistas, es decir, tallado piedras o madera por pedazos, ensamblado tablitas con tapas y cartones, para que pudiera decirse de esos collages: hacen de auto, o de esquina, o de señor. Pero a Eva las manualidades le traían problemas que creía insolubles. Nunca había podido construir nada, o por lo menos nada que no fuera la lejana imitación de una lejana imitación. Lo había intentado muchas veces, pero siempre había resultado inútil. Solo era capaz de transformar la materia en la imaginación. Todo lo que Eva hubiera podido desear de sus manos parecía haberse quedado completo en las de su madre, como si en un egoísmo de última hora, esos genes se hubieran negado a duplicarse en ella, en su cuerpito blando y semitransparente, sin capacidad de expectativa. Su madre, las manos de su madre, tenían la capacidad de infundir en lo que tocaban una especie de vida independiente, autónoma; podían convertir la materia muerta en extraños animales domésticos. Y no es que fuera artista o artesana. El hilo débil y la aguja puntiaguda, las lanas fláccidas y las telas desmayadas, entre los dedos largos y flexibles, sobre las palmas como mullidos lechos, se animaban, se volvían dóciles y daban lo mejor de sí, llenas de un alborozo presto. Cosía sobre todo en las tardes de lluvia, como impulsada por el tejido frágil que formaba el agua en su caída. Tejía en cambio cuando el sol, a raudales, entraba por las ventanas atragantadas de luz, para que a través de las sutiles redes de lana desplegadas, esa luminosidad brillara en mil estrellas. Con qué fascinación contemplaba Eva a su madre. Solía sentarse a sus pies, sobre un trozo de alfombra estampada de flores, a la que un 66
almohadón amarillo convertía en un sillón oriental. Desde allí, desde esa posición, se elevaban sus ojos en busca del secreto de esas manos. Poco más recordaría Eva de su primera infancia. Las imágenes de lo que ocurrió, las sensaciones físicas o emocionales de aquellos años y hasta las certezas invisibles se transformarían en un reflujo abandonado que le traería a la memoria recuerdos inconexos. Y de hecho, un inmenso agujero se abriría en su propia historia, tan negro que no lo vería. Cuando tuvo más edad se lanzó a experimentar con tijeras y papeles, con engrudo enchastrando el suelo, con vasitos vacíos de yogur. Sentada en su lugar a la derecha de la madre, mientras ella cosía y la miraba y dibujaba una sonrisa, que no se sabía si era de orgullo o de qué. Siempre, invariablemente, esa sonrisa enigmática. Eva recortaba, pegaba, plegaba una y otra vez. La lengua se veía asomar, concentrada, por las comisuras. Y aunque los primeros intentos ya estaban heridos de muerte, insistía; aun cuando sólo hubiera quedado asumir que la cosa no andaba, terca, llegaba hasta el final y se quedaba absorta, contemplando trémula el desastre, con un desamparo tan hondo que pedía sin hablar y como a gritos que los brazos de su madre la rodearan, que esas manos milagrosas se posaran en su cuerpo para explicarle qué había pasado. Pero las manos no llegaban nunca. De su madre, esa sonrisa, de orgullo o de qué. Así quedaba Eva con la sensación de borde, de haber llegado a una cornisa y tener todo el vacío delante y estar a punto de caer. De adolescente, los cambios propios de la edad, los tambaleos emocionales, la hicieron perder de vista esa fascinación por las manos de su madre. Pero aquella turbulencia no se había disipado, no 67
había encontrado el equilibrio que llega cuando la brisa arruga apenas las aguas mansas de la vida diaria. Más bien se había ido haciendo pesada, como si cobrara una fuerza lenta que no tardaría en desatarse. Semejantes a los días de humedad y calor, esos años fueron cargando la atmósfera de su ánimo de manera casi imperceptible, hasta que la inminencia de la tormenta se hizo patente. Pero Eva no había notado la acumulación de esa energía, o más bien la había ligado con sus miedos y entusiasmos de mujer flamante, que a los trece años había derramado en sangre, horrorizada y perpleja, parte de ese humor apasionado. Tendría catorce cuando trató de hacerle a su madre un regalo especial por su día. Si es verdad que la infancia queda sepultada en la memoria por décadas, hasta que vengan a desenterrarla la adultez y sus consiguientes decepciones, Eva fue víctima de ese borramiento. Las tardes a los pies de la silla donde esa mujer hacía danzar los dedos o los hacía interpretar extrañas melodías que quedaban concretadas, materiales, en blusas o vestidos o bufandas impecables, todo eso, se había ido erosionando bajo los efectos del tiempo como un río que abre cañones profundos en el territorio de la memoria, y lo deja demasiado grande y vacío. Pero lo que más se había gastado, lo que había dejado imperceptibles rastros fósiles disimulados en la corteza irregular de los recuerdos a los que ya no se recurre, eran los fracasos en racimo de sus intentos por dotar de sentido materiales inertes con sus propias manos Tanto había olvidado esa incapacidad sin culpa que hasta llegó a preguntarse por qué nunca había intentado regalar algo nacido de su propia creatividad. 68
Esos recuerdos borroneados, sin embargo, no son pérdidas, apenas extravíos temporales y no es extraño que deseos inconscientes, impulsos involuntarios, los actualicen. De repente volvió a percibir a su madre como un par de manos creadoras; eso era ella y era dable suponer –como ella supuso al cabo– que algo de ese don habría transmigrado hasta su propio cuerpo. Pero el resultado fue tan pobre, tan sin gracia, que sólo merced a un amor filial a toda prueba –y a la confianza en la misma calidad de amor materno– se acercó ese domingo de octubre al cuarto de su madre, que había vuelto a amanecer sola, para ofrecerle llena de expectativa el engendro amoroso. La madre desenvolvió el regalo como si desenvolviera un caramelo. Siempre había adorado los obsequios. Pero a poco de desnudar ese vergonzoso cuerpito de papel maché y témperas mal mezcladas, como si su hija estuviera ofreciéndole un Adán amasado después del fruto prohibido, degradado y mortal, su expresión ansiosa se transformó en un segundo. No fue, sin embargo, un gesto de desilusión lo que se dibujó en su rostro, sino aquella vieja sonrisa que Eva no veía desde los días de las costuras vespertinas. Era una sonrisa en la que no había nada, ni alegría, ni desdén. Era un vacío perfecto. Una ausencia detrás de la cual podía percibirse, quizá, algún tipo de satisfacción, el regreso de una sensación dormida durante muchos años que vuelve inesperadamente y es acogida con un gusto que eriza dulcemente la piel. Eva no supo qué hacer, pero sintió de repente subir desde lo hondo toda la acumulación líquida que aguardaba. De pronto lo recordó todo. Y no lo reprimió y salió corriendo hacia la calle y hacia cualquiera de esos refugios en los que antaño se 69
había guarecido para escapar de aquellas manos perfectas. Allí se le reveló definitivamente y como una ampolla que revienta que sus manos eran bellísimas y torpes y que pendían a los lados de su cuerpo como aditamentos delicados pero groseramente instrumentales. La madre la encontró una hora después, con las palmas abiertas profundamente por sendos tajos sangrantes que arrancaban para siempre a esas manos de la infancia.
La llanura se extendía a derecha e izquierda, partida indiferentemente por la cinta gris de la ruta en la que sólo el objeto móvil que disminuía su tamaño progresivamente hasta convertirse en un diminuto punto en el horizonte hacía recordar que no se estaba dentro de una fotografía. El micro se alejó sin preguntas y de pronto se apagó del todo. Eva al principio ni siquiera percibió la brisa sobre la cara. Mucho menos el peso de su cuerpo, sostenido por las piernas envueltas en jeans gastados. Estaba como insensible. Su piel era de otro. Pero la voz de la chica que había bajado con ella –con la que Eva había bajado, más bien– fue capaz de devolverla a los sentidos. –Parece que vamos a tener que caminar –dijo. Eva no contestó. Seguía como adormilada por la inmovilidad que acababa de abandonar. Por eso mismo demoró en ver la mano de la chica que, extendida, la invitaba a sellar algún tipo de pacto provisorio, como entre dos personas que por feliz casualidad han de compartir sus soledades. 70
–Dana –agregó. Eva saludó también, y al tomar entre los dedos la mano de aquella joven, sintió como una leve descarga eléctrica que la estremeció. Hay personas así, se dijo, que llevan dentro un plus de energía imposible de mantener en los límites del cuerpo y que al primer contacto se desborda y pasa, por difusión, a otro cuerpo menos cargado. –Vamos a tener que caminar bastante, decía –reiteró Dana. –¿Dana es tu nombre? –Adriana, pero bueno, Dana. –¿Te ayudo con algo? –Eva no terminaba de encontrar la conexión. –Dale, llevame el bolso, que con la mochila esta tengo de sobra. Eva tomó el morral de lona basta y se lo cruzó al hombro. Su propio bolso vacío quedó aplastado bajo el peso, más bien leve, del otro. –¿Es todo lo que llevás? –preguntó Dana señalando la bolsa vacía de Eva, el bolsito encarnado donde había refugiado sus manos para protegerlas del frío hostil del micro. –¿Para dónde vamos? –preguntó Eva. Dana hizo una pausa, sin dejar de mirarla: pensaba, aunque no podía saberse qué; y giró medio cuerpo –el torso hizo una flexión llena de gracia hacia la derecha– y extendió el brazo señalando un punto invisible en el horizonte. No dijo nada. Miró a Eva desde la profundidad de sus ojos verdes y pareció invitarla al viaje, juntas ya sin que mediaran más preguntas. Eva se dejó, entonces, llevar por aquella muchacha que no tendría muchos más años que ella misma, con una aquiescencia que reconocía, pero en la que por primera vez registraba también 71
los movimientos de un deseo que empieza, confusa, tímidamente, a realizarse. Caminaron calladas. El murmullo crujiente de sus pasos sobre la tierra ligeramente pedregosa era el único que se distinguía, rítmico, con una nitidez sin trabas, mientras que los demás –el roce de la tela sobre el cuerpo y bajo los bolsos, el campanilleo seco de los collares de Dana, el silbido del viento sobre los trigales, verdes aún, llenos de sabia tierna, la respiración del mundo y la de ellas mismas, que se esforzaba en coincidir– se desmenuzaban en el zumbido polvoriento con que se hacía el silencio. Eva pensó que se sentía bien por primera vez en mucho tiempo. Era un bienestar desconocido, que la llenaba de escrúpulos, como si debiera pagar por él un precio aún no pactado. Mientras cargaba el bolso liviano que Dana le había cedido, se retrasaba intencionadamente para tener delante de sí la imagen completa de esa chica desconocida sin tener ninguna idea, vaga o precisa, del lugar adonde la conduciría. No toda la imagen: la mochila llena que Dana se había cargado a la espalda ocultaba la mayor parte de ese cuerpo generoso del que apenas las piernas desnudas asomaban, pálidas y fuertes, acostumbradas sin duda a las largas caminatas, bajo los pliegues cortos de su vestido. Lo demás –el pelo rubio y revuelto, los fragmentos de vestido, el borde de los brazos y los rastros de los hombros, anchos pero delicados, con las cimas levemente enrojecidas a causa de los soles intensos– eran como pistas que permitían imaginar, más que deducir, el cuerpo de Dana como un todo. Eva, en un esfuerzo más intuitivo que físico, se vio también a sí misma en marcha, a paso seguro detrás de la mochila. 72
El calor comenzaba a hacerse sentir, y sólo de a ratos una brisa fresca aliviaba la piel, enfriando súbitamente las invisibles gotitas de sudor. El cielo se había puesto completamente gris, pero luminoso al mismo tiempo, como si la capa nubosa no tuviera la fortaleza suficiente para detener el resplandor; pero la atmósfera estaba pesada, pese a la ausencia de sol, y anunciaba un aguacero. Después de andar alrededor de hora y media sin decir palabra, adormecidas por el ritmo monótono de los pasos, cada vez más dificultosos a causa del calor y la humedad, Dana se detuvo. No lo hizo a la entrada de un camino, sino en un lugar tan carente de significado como aquel en el que habían bajado. Allí, en efecto, no había nada. O más bien había lo mismo que en el sitio en que habían dado comienzo a la marcha. El mismo verde de los campos, acaso ahora más borroso por la resolana que se filtraba, imperceptible y dañina, a través del techo de nubes brillantes; el mismo polvo a la vera de la ruta; la misma cinta de asfalto gris llena de imperfecciones estirándose como una serpiente hasta donde no alcanzaba la vista. ¿Allí terminaba la travesía? ¿Era ése el fin del viaje que Eva había imaginado, hecho de imprevistos, de situaciones nuevas, de continuidades diversas? Si era así, lo sería solo en parte; no era aún el final de nada, simplemente porque los finales no dejaban de abrir comienzos nuevos. El principio podía ser lento, pero cuando se tenía la certeza del movimiento, el dulce roce del mundo interior que se desplaza se estremece en un zarandeo enérgico, y reclama que todo se transporte, sin importar hacia dónde o de qué modo preciso, pero exigiendo que el cuerpo también salve distancias. 73
Sin embargo, se habían movido y ahora estaban quietas; Dana había detenido sus pasos regulares y enérgicos, llenos de una gracia tangible que habitaba esas piernas firmes y blancas como la leche materna. Y pese a su fe en la marcha, por un instante Eva tuvo un mal presentimiento. Se habían perdido. Sin embargo, la naturalidad con que Dana, sin avisar, de pronto viró hacia la derecha, casi de forma automática, y reanudó sus pasos en otra dirección y se internó en el trigal, franqueando con alguna dificultad el cerco, que la obligó a arrojar primero su mochila al otro lado antes de encaramarse en los alambres vacilantes, y la premura con que la llamó, con gestos rápidos, como si temiera ser vista in fraganti en medio de ese desierto verde, hicieron que Eva dejara a un lado las prevenciones y tornara a encauzar el deseo por el camino que Dana le presentaba, en el que la perspectiva de adentrarse en la vastedad de esa tierra erizada constituía una variación más contundente, una alternativa a la redundancia de ruta y caminata. Con solo medio cuerpo a la vista, el resto hundido en el verde tupido y lleno de olas, anduvieron un trecho largo. El horizonte fue al principio apenas una línea imaginaria que se renovaba con cada paso, pero luego dejó asomar, como la cabeza azorada de un feto que se vuelve niño al salir de entre las piernas abiertas de su madre, la copa redonda y despeinada de un árbol lejano; asomaron luego los brazos leñosos y la única pierna, un tronco robusto y arqueado extrañamente, un paréntesis que cerraba –Eva lo presentía– la primera parte del viaje. Bajo la sombra cuyos límites se disipaban según los caprichos de una luz solar demasiado difusa, se sentaron a descansar: Eva con las piernas cruzadas, 74
como una niña en un día de campo; Dana, la mochila a un lado, las rodillas flexionadas, los brazos ciñéndole las piernas. Se miraron un momento a los ojos. El largo silencio que habían mantenido durante la marcha hacía difícil decir algo. Quedaron como suspendidas, como si en parte, pese a que se habían detenido, la energía de los pasos siguiera instalada con su remanente en los músculos aún temblorosos, como si siguieran dando un paso detrás del otro, y mientras sus cuerpos se habían quedado bajo el árbol, sus imágenes pudieran, por la fuerza de la inercia, haber seguido hasta perderse en la alfombra fresca del trigal. Ninguna de las dos pensaba nada. Se miraban como si ambas fuesen transparentes y dejasen traslucir, no la interioridad pudorosa sino el paisaje simple y total de la llanura que tampoco producía ninguna idea, apenas tal vez un azoramiento mudo. –¿Tu nombre? –soltó Dana de repente. A Eva le costó entender la pregunta, que debió atravesar capas y capas de mero silencio para llegar a producir el efecto buscado. –Me llamo Eva –respondió torpemente. –¿Y adónde vas, Eva? Despabilada, iba a responder que iba hacia donde ella quisiera llevarla, pero pensó que cargar a un desconocido con esa responsabilidad era el colmo de la descortesía. –Al primer pueblo que encuentre. –Ah –se limitó a decir Dana sin esconder cierta desilusión–, como yo. El comentario, caído más que dicho, despertó en Eva cierta sensación de alerta. No es que viera en esa chica a una guía que, tomándola de la mano, la 75
llevara hacia un punto fijo desde el cual hacer pie para dar un nuevo salto; pero saber que estaban a merced del puro azar, de la posibilidad de seguir todas las posibilidades, le generaba un vértigo nuevo, y sólo la certeza de que habrían de compartir ese mareo la consolaba, incluso le producía un estremecimiento físico que todavía no estaba en condiciones de interpretar. Permanecieron así unos minutos. Pero el canto súbito de un pájaro las sacó de la parálisis de sentido en el que se encontraban, permitiendo que se reanudara el acontecer, acaso nunca detenido. Eva tomó el bolso rústico que Dana le había dado y se lo tendió sin palabras. Por algún motivo no se había preguntado qué carga había llevado durante la caminata, y ni siquiera ahora –que estiraba el brazo y volvía a comprobar la liviandad– se le ocurría qué cosa podía contener. Al tomar lo que Eva le devolvía, Dana le rozó la mano y sin querer vislumbró las cicatrices que surcaban las palmas jóvenes de su nueva compañera de marcha. –¿Cómo te hiciste eso? Eva no supo al principio de qué le hablaba, a tal punto habían quedado borradas de la memoria las circunstancias que rodearon en un lejano tiempo el acto salvaje que la había marcado para siempre. –¿Cómo me hice qué? –Tus manos. Desde una profundidad no simulada, Eva sintió subir paulatinamente, como la marea, natural, un relato, mínimo si se quiere, pero que explicaba sobrada y satisfactoriamente el origen de esas cicatrices; un relato que ella misma no podía percibir como falso. 76
–Mi mamá me contó que cuando era chiquita, jugando cerca del alambrado de casa, me tropecé y, por no caerme del todo, me agarré fuerte al alambrado de púas. Bueno, no sé si era tan chiquita, yo no me acuerdo. Tengo recuerdos cortos. Dana hizo un gesto, una mueca sutil, una leve contracción de las comisuras, que no llegó a convertirse en una sonrisa, como diciendo que cosas así pasan, sobre todo en la infancia; aunque también podía dar a entender, confusamente, que no creía una palabra de lo que Eva le contaba, porque ella, joven y todo, había vivido lo suficiente como para reconocer cuándo una historia se había convertido en una mera fábula de origen, en un mito que cubría, más o menos benévolamente, el dolor de todo nacimiento. Todo esto, es claro, Eva no lo pensó; no percibió el guiño siquiera, distraída como estaba contemplando un mechón del pelo de Dana que, más cobrizo que dorado, se le agitaba en la frente amplia y la obligaba a soplar hacia arriba, bizqueando apenas, con el mentón adelantado, para regresarlo a la copa rubia de donde la había descolgado el viento. Así que el gesto incrédulo o complaciente, se deshizo en un segundo pasando inadvertido incluso para Dana que, al no poder someter al díscolo mechón a la fuerza debilucha de su propia brisa, dibujó una sonrisa amplia que acabó por borrar todo rastro de juicio acerca de lo que Eva había contado. Rieron juntas, felices sin saber por qué, de pronto. El día seguía horrible y faltaban pocas horas para que la noche se cerniera sobre ese mundo plano que las rodeaba. Dana propuso acampar allí mismo; la lluvia vendría, pero seguramente por la mañana. Tenían, dijo –y Eva notó el plural–, todo lo necesario para pasar una noche cómoda, apacible, 77
como dicen que son las noches en campo abierto. Así que se puso de inmediato a la tarea de sacar la carpa de su estrecho envoltorio en el fondo de la mochila. Entretanto, Eva debía buscar ramas secas, pedazos añejos de tronco para la fogata. Había hacia el oeste un grupo de árboles más pequeños. Mientras Dana se enfrascaba en la erección del refugio sintético que las albergaría durante la noche, Eva caminó hasta allí en busca de leña. De repente se había quedado sin ideas, sin recuerdos, sin deseos. Se movía impulsada por una pura vitalidad ciega, que se abría paso apartando todo resto de conciencia; semejante a un animal silvestre, se dejaba llevar hacia la zona de sombra borrosa bajo la arboleda, y recogía sin juzgar cualquier trozo suelto de madera, lo colocaba bajo el brazo ejerciendo una suave presión contra las costillas e iba en busca del siguiente. Con un hato considerable para la fragilidad de su porte, regresó andando el pastizal sin cultivos, convertida casi en un arbusto rodante, hasta el árbol, adonde Dana, solícita y eficaz, semejante a una madre que aguarda el regreso de un hijo, o a una amante, más bien, que ha simulado tallar en nylon el tálamo nupcial, había levantado el hogar descartable que disonaba con aquel paisaje primario. Oscureció antes de lo previsto. Seguramente la nubosidad creciente, cuya densidad aumentó hacia el anochecer, anuló también la luz de la tarde. Eva escuchó de pronto una frase de Dana, que no podía saber si era un pedido, una orden o simplemente un aviso. –Hay que hacer fuego. Baja frío. Eva tenía las manos en los bolsillos. Era cierto, estaba más fresco de lo que hubiera esperado. –Traje ya la leña –dijo sonriendo, como dando a entender que su parte del negocio estaba concluida. 78
–Sí, veo –dijo Dana, riendo abiertamente, como si hubiese pensado algo que no podía conocerse–; vamos a hacer una linda fogata. Se puso en cuclillas y amontonó las ramas secas; luego, la rodilla en tierra, tomó una a una las leñitas y comenzó un extraño rito, una actividad que la absorbió por completo durante los siguientes minutos. Ante los ojos asombrados de Eva, una construcción fue apareciendo, una rústica catedral de leña, diminuta y perfecta, en la que podía verse a sí misma, rezando de pequeña, pidiendo algo que no acertaba a recordar, pero que la había sin duda llenado de temor, y tardó en sentir que estaba temblando. Pero por fortuna, Dana, con un movimiento veloz, como un pase de magia, en un instante encendió un fósforo y paulatinamente, como la luz del día mismo, ese fuego diminuto fue creciendo hasta dejar la basílica vegetal envuelta en llamas, unas naranjas y amarillas que hicieron subir una oleada de calor, lo suficientemente intensa como para disipar en Eva cualquier resto de temor. Así, con un gesto firme, Dana salvaba a su nueva amiga de un frío lejano y la devolvía a una forma distinta de aquel pasado, de aquel pedido que se resistía a clarificarse en el recuerdo. Eva tuvo unas ganas súbitas de abrazar a la extraña constructora, que edificaba para destruir, para quemar la obra que por su belleza y densidad la había paralizado, llevándola a una época que creía del todo perdida. Si no lo hizo, fue a causa de una imagen que volvió de pronto a sumirla en la angustia, una imagen en la que veía dibujarse la silueta generosa de Dana, como una profecía que llegaba desde lejos, desde la noche más profunda del pasado, cuando no eran sus manos las que la preocupaban, ni siquiera las de su madre, sino su 79
cuerpo entero, o el de esa chica, más bien, que tal vez había entrevisto como promesa, entre los fríos mármoles de una vieja catedral, en un tiempo en que los deseos eran como las manchas de aceite sobre los charcos de la calle. –Es otra cosa, ¿no? –dijo Dana. –Sí –murmuró Eva–. Estaba fresco. –Bueno, ahora que ya tenemos luz y calor, comamos algo. Y hablemos un poco, que desde que bajamos del micro no dijimos casi nada. Digo, no quisiera dormir con una perfecta extraña –y lanzó una risita maliciosa. –Sí, hablemos –dijo Eva y vio cómo su compañera se dirigía, todavía agachada, hacia el interior de esa otra iglesia que había construido, de nylon y varillas, a buscar algo. Comieron en silencio unas galletas de campo que Dana había traído de la carpa, dentro de una bolsa de papel; más un trozo de queso que, envuelto cuidadosamente en un nylon transparente, dejó escapar sus fuertes emanaciones apenas la bolsita fue abierta. Las galletas, puestas al fuego, ensartadas en ramas flexibles y verdes para que no se quemaran, aunque insulsas, no les supieron nada mal; Eva tenía hambre, pero recién se percató de ello cuando, luego del primer bocado, fue dejando que el sabor anodino, reforzado apenas por la quemazón improvisada y como de última hora, invadiera el interior de su boca. Recién en ese momento cayó en la cuenta de que hacía muchas horas que no probaba bocado; así que devoró la porción de queso que le correspondía casi sin masticar, y sorprendió a Dana mirándola, con un trozo de queso y uno de pan en la mano, inmóvil, observándola entre admirada y perpleja, no a causa de la ansiedad que la hacía tragar 80
más que comer sino tal vez, pensó Eva, de los oscuros motivos que podían impulsar a alguien a viajar tan sin previsión. –Me robaron el bolso con todas las cosas –dijo confusamente después de terminar de comer, mientras atizaba el fuego con la rama que antes le había servido de tostador. –Claro –dijo Dana, que parecía hundirse con facilidad en pensamientos impenetrables. –Así que también andás medio perdida. –No. Voy al primer pueblo que encuentre. –Yo solamente tengo claro de dónde me fui. –Ah –dijo Dana, con una indiferencia que a Eva la obligó a explayarse. –Me fui de mi barrio porque un chico con el que salía quiso violarme –se calló para ver qué efecto producían sus palabras en la otra, pero no esperó y de pronto sintió que un torrente de palabras se le acumulaba en la boca–. Lo conocía poco y en una fiesta a la que me invitó quiso emborracharme y pasarse de la raya; como sabía que yo no iba a dejarlo hacer nada jugó a ser el chico comprensivo, que no tenía apuro, que podía esperarme lo que yo quisiera; pero yo le veía las ganas que me tenía, que al principio eran ganas de sacarse la calentura, de usarme para calmarse, para descargarse un poco, pero después, más tarde, eran ganas de otra cosa; quería descargarse la bronca que le daba que yo no me ablandara; así que, todo sonrisas, me acompañó hasta casa y en el camino insistió y se puso pesado y como volví a decirle que no me agarró fuerte y me tiró en el pasto y ahí nomás empezó a golpearme y a decirme puta, calientapijas, reventada y a pegarme más. Y se reía el hijo de puta. Yo me había dado cuenta de la bronca que tenía, pero no lo creía capaz de hacerme 81
eso. No sabía qué hacer, estaba muy asustada. Pero de repente una fuerza me vino, yo no sé de dónde, pero me vino y se me calentó todo el cuerpo y con las piernas lo tiré hacía atrás y él, que estaba medio borracho, se tambaleó y fue a caerse de espaldas y se dio la cabeza contra un canto de la vereda y ahí se quedó, seco, mudo; muerto se quedó el hijo de puta. Yo me levanté y corrí sin saber para qué lado agarrar y terminé a la mañanita en la casa de una amiga. No le conté nada de nada. Me bancó igual por unos dos o tres días y después, así como estaba, con la plata justa para el pasaje a cualquier lado, me fui. Me fui y ahora estoy acá y te lo cuento. Lágrimas habían llegado incluso a brotarle de los ojos muy abiertos. Eva no se imaginaba que lo que empezó a contar podía terminar así, pero decidió darle un cierre rotundo, que no dejara lugar a dudas, sin importar lo redundante que pudiera llegar a ser. –Me fui porque lo maté. La última palabra quedó flotando en el aire nocturno, con una densidad que tardó en disiparse. Eva miró atentamente a Dana, que había estado escuchándola, primero con los ojos clavados en los suyos, pero que pronto se había puesto a arrancar pasto con la concentración de un niño para quien el mundo que lo rodea no es más verdadero que las fantasías que pueblan cualquiera de sus juegos. Era como si algo de lo que había dicho, una palabra, un modo de expresarse, le hubiera hecho perder súbitamente el interés, encerrándola en esas cavilaciones impenetrables que ya había demostrado tener. Eva no pudo o no quiso interpretar nada de esto; había, en cambio, contado el relato hasta el final y ahora veía cómo Dana se demoraba en dar una respuesta, en hacer cualquier comentario. 82
–Yo en cambio nunca maté a nadie –fue todo lo que dijo al cabo de unos instantes.
Durmieron cubiertas por una manta abrigada y Eva tuvo un sueño, confuso, lleno de imágenes en las que se mezclaban restos de la vigilia –Dana mirando sus manos, Dana internándose en el trigal inmaduro– con imágenes venidas de otros lados, de su memoria, probablemente; lo cierto fue que al despertar se halló sola en el interior de la carpa. Salió a la luz de la mañana restregándose los ojos. El frío se hacía sentir y no había en el cielo ninguna nube. El viento habría cambiado de dirección durante la noche profunda y habría, como un brazo decidido arrastra hacia el suelo las migas que sobre la mesa delatan el banquete, barrido de impurezas la cúpula diáfana por la que trepaba ahora, invariable y dorado, el sol. Sobre los restos de brasas Dana había colocado una pequeña pava de aluminio, renegrida por el uso, y calentaba agua. Estaba sentada de espaldas a la carpa, por lo que Eva se encontró, después de aclararse la pereza de los ojos y de bostezar dulcemente unas dos veces, con el pelo abundante y corto de su compañera, en el que no parecía haber signos de la noche, pasada en lecho rústico. Un pequeño saco de lana colgaba de sus hombros y la guarecían de la brisa nítida y helada. Eva cayó en la cuenta de que no tenía abrigo y regresó al interior de la carpa a buscar la manta. Al salir fue a sentarse frente a Dana, envuelta en la capa improvisada. No habían vuelto a hablar desde que Eva contó su relato, estridente sin 83
duda, después de comer. Apenas hubo dichos sin significado o, más bien, con sentidos automáticos e imperceptibles. Así, habían acabado por refugiarse en la carpa, se habían cubierto con esa frazada gruesa y habían dormido. Ahora estaban frente a frente y volvían a tener, alentadas por la transparencia del día, la oportunidad de decirse algo que no fueran meras utilidades. –Me quedé pensando anoche –dijo Dana– que al final no te conté nada de mí. Con asombro, Eva notó que no habría comentarios a su relato. –Decime. Dana se tomó aún unos instantes antes de comenzar a hablar. –Viajo –dijo– desde hace tiempo. Creo que estuve viajando desde que tengo memoria. Mis padres iban de un lado a otro y cuando se cansaron se establecieron en un pueblo del interior. Creo que yo, como ellos, acostumbrada a moverme, sentí que no podía quedarme. Cuando se los dije, claro, no les sorprendió en lo más mínimo. Ya había aprendido el oficio, así que me desearon suerte y me fui. Les mando cartas de vez en cuando, aunque ahora prefiero, la verdad, simplemente llamarlos. Pero escribirles cartas tiene su encanto, aunque no sea muy práctico. Hago artesanías y con eso me alcanza para seguir viajando. No sé qué más decirte. Bueno, sí: el agua está lista. Sin más comentarios Dana tomó un trapo seco, un repasador deshilachado a fuerza de lavados sucesivos, y con él envolvió el mango de aluminio de la pava que empezaba a silbar sobre las brasas. Eva observó toda la operación como abstraída. Mientras su compañera se enfrascaba en la compleja acumulación de movimientos y ritmos que dan 84
como resultado un mate bien preparado, no mostraba signos de pensamiento ni de ninguna otra cosa. Parecía que las palabras que acababa de oír aún no hubiesen sido internalizadas y se hubieran quedado a las puertas de su pensamiento, esperando qué conjuro mágico, para poder entrar. Lo cierto es que fue otra vez la voz de Dana la que la sacó de su ensimismamiento, en el momento en que le tendía un mate, coronado por una espuma verde y consistente, al mismo tiempo que le pedía por favor que le alcanzara su morral, el que Eva había cargado la víspera, durante varios kilómetros sin preguntarse qué podía contener. Tuvo que ir a buscarlo a la carpa. Regresó con él y se lo tendió, de un modo muy semejante a como lo había hecho el día anterior. Dana abrió el bolso y fue sacando una serie de collares y pulseras bastante parecidas a las que ella misma llevaba colgados. –Esto hago –dijo. Eva tomó en sus manos marcadas esos objetos falsamente suntuarios y los observó con detenimiento. Estaban hechos con destreza, con refinamiento, a pesar de que los materiales eran toscos: semillas, pedacitos de madera, hojas barnizadas, frutos secos; todo un encadenamiento vegetal se enredaba entre sus dedos y, al acercarlos para verlos mejor, pudo comprobar que no sólo se trataba de piezas delicadas, sino incluso bellas. Eva no quiso, pero no pudo evitar, que acudieran a su mente las imágenes lejanas de su madre, de las manos de su madre, ésas que había venerado hacía tanto tiempo y que habían sido, por esas cosas del destino, también la fuente de sus males. Claro que las que regresaban no eran imágenes precisas sino más bien ideas, sensaciones poco claras. Sentía que Dana, sin 85
quererlo, la llevaba cerca de un terreno resbaladizo no sólo cubierto de los miasmas de su frustración de artífice nulo, sino también de otro tipo de deseo obturado, sepultado hasta el olvido, pero que sin embargo borboteaba ahora en la superficie chirle de su ánimo. Todo esto era ilegible para ella, simplemente se manifestaba a través de ciertas tensiones en el cuerpo, cierta agitación del respirar, cierto vértigo en el pecho y un temblar lentísimo de piernas. Y Dana, que se limitaba a contemplar a su compañera de viaje con una curiosidad creciente, de la que no se excluían la compasión, por ejemplo, y un afecto que podría llamarse amor, no hacía más que encerrarse en pensamientos inextricables. Tomaron mate hasta que el sol estuvo alto y debilitó con su luz el frío del viento. Luego se demoraron en levantar el campamento y volvieron a marchar, hacia el este, como si buscaran sin quererlo –y pese a que en verdad ya había quedado muy atrás– el nacimiento de la mañana. Cuando los acontecimientos entran en la seguridad de lo repetido –seguirían moviéndose pese al cansancio, volverían a acampar y a hacer el fuego, dormirían cubiertas por esa manta vieja y gruesa y desayunarían mate y acaso alguna galleta asada–, cuando todo deja de ser una posibilidad entre muchas para convertirse en una serie de hechos que pertenecen más al pasado que al futuro; cuando ya no se espera nada, entonces es probable que sobrevenga el acontecimiento. Fue por eso mismo que Eva celebró en silencio el avistamiento que ofrecía, un poco vanidoso a causa de su exclusividad en medio del vacío liso y verde de la llanura, el pueblo de casas bajas y calles de tierra que se asentaba en una tenue hondonada. 86
Ninguna de las dos podía saber lo que les esperaba en ese lugar que la luz del sol mortecino del crepúsculo llenaba de sombras; ninguna podía estar al tanto de la trascendencia que en sus vidas particulares tendría ese espacio lleno de gente, de casas y de rincones; ninguna podía saber lo que se llevaría de allí; ni tampoco, paradoja extraña, lo que portaba. Algunos perros les salieron al encuentro, rastros ruidosos de humanidad sedentaria. No ladraban con agresividad, sino con asombro, ante la desusada aparición de viajeros nocturnos. Unos pocos momentos antes se había cernido definitivamente la oscuridad sobre los techos del caserío y ya las calles estaban vacías y en tinieblas, a no ser por las erráticas jaurías que vagaban por los callejones en busca de algún resto de comida, algún recipiente con agua, o cualquier cosa que pudiera morderse, tironearse o arrastrarse, porque las horas en sombras se hacían largas. No parecía haber un alma en el pueblo; apenas las débiles luces que brotaban a través de las ventanas encortinadas, tan sutiles que más parecían emanaciones gaseosas, de las que en el campo se tienen por malas, les daban algunos vestigios de vida civilizada. Después comprobarían que en el pueblo contaban con todos los adelantos técnicos y que, sin embargo, por una extraña costumbre los pobladores los acallaban, como si ese silencio tecnológico tradujera otros pudores menos palpables. Esa noche tuvieron que conformarse con asistir de lejos, como extrajeras que eran, a los ritos del recogimiento. Una brisa norteña las libró del rigor de la intemperie. Se acomodaron bajo un cobertizo, especie de alero grande que formaba el techo 87
detrás de un galpón cerrado, y durmieron una vez más dentro del clima afable de la manta, entibiadas por sus cuerpos y por su respiración. Serían cuatro o cinco los perros que se habían acurrucado sobre los bordes sobrantes de la frazada y que les aportaron una inesperada y bienvenida cuota de calor. Eva se dio cuenta apenas se despertó. Dana aún dormía profundamente, pero aquella tenía los ojos abiertos e intentaba, de un solo golpe de vista, abarcar la totalidad del pueblo que se extendía a su alrededor, deslucido por el gris del día, que había amanecido cubierto. Se trataba de un lugar sin demasiados atractivos: casas bajas, calles de tierra bien apisonada, una plaza redonda e irregular, una iglesia con campanario de madera. Un pueblito de los que habría muchos en la llanura, cuya imagen era más simbólica que real. Al correr la manta, uno de los perros se movió, perturbado en su sueño. Eva trató de salir de ese amontonamiento tibio de cuerpos para estirar las piernas que se le habían adormecido y para ver un poco más el lugar adonde habían llegado en plena noche, tan cansadas que ni siquiera buscaron un lugar más cómodo para dormir. Caminó unas cuadras vacías por la calle principal, miró a un lado y otro contemplando las fachadas descuidadas de las casitas, y llegó hasta la plaza frente a la iglesia, donde se sentó en un banco de madera. Allí tomó conciencia de que era la primera vez, desde que había descendido del micro, que podía estar plenamente sola para pensar. Ahora sentía que un punto cerraba la larga frase comenzada con el fortuito encuentro en el micro, que había ido 88
estirándose, abriendo, cerrando y volviendo a abrir comentarios diversos, hasta convertirse en un flujo sin forma definida, en una oración imperfecta. Pero los recuerdos –“cortos”, había dicho– se negaban a ir más allá del micro y de Dana saliendo del baño y sonriéndole y subiendo las escaleras y mostrando sin pudor sus piernas llenas y blancas. Ésa era la imagen más lejana que podía traer a la memoria. Todo lo demás, quién era y qué la había llevado a viajar, de dónde venía y por qué no llevaba más equipaje que ese diminuto bolso encarnado, se confundía en un remolino de imágenes inconexas, sin tiempo ni orden: estampas casi, inmóviles y coloridas, un poco vulgares, también. Sintió de pronto el vértigo de saber apenas que su nombre era Eva y que tenía una vida cuyo inicio había sido un despertar de ómnibus y una larga caminata junto a una desconocida. No era la primera vez que sufría esas extrañas amnesias; en general, con el correr de las horas o de los días los recuerdos tornaban a su jerarquía “natural”, la que a ella la hacía sentirse verdadera. Pero mientras tanto, mientras la mañana avanzaba sin el sol en un cielo mutante e indeciso, mientras sentía poco a poco cómo el frío le metía las manos heladas bajo la remera y le erizaba la piel, mientras uno de los perros que las había acompañado se acercaba al trotecito y unos metros más allá Dana, la frazada como capa, avanzaba sonriendo hacia ella, hermosa y despeinada, Eva se entregaría a los vaivenes del acontecer, dócil, hasta que algo liberase la entrada estrecha a la caverna de su memoria. Mientras tanto, también, como siempre, la imaginación sabría llenar, si fuera necesario, los huecos.
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–Éste es un buen lugar para vender algo –dijo Dana cuando estuvo cerca, haciendo un gesto con la mano que abarcaba la plaza. –Probemos –dijo Eva sonriendo, como si la voz de Dana hubiera tenido el poder de despejar cualquier confusión anterior. Todavía era temprano y pasaron algunas horas en las que nadie se asomó siquiera a las veredas. Luego, como salidos de los rincones más alejados, fueron apareciendo los vecinos, lentos y en número creciente. Iban de un lado a otro, atravesando la calle principal que se curvaba en la plaza redonda donde Eva y Dana habían tendido una lona clara sobre la que se exhibían los collares y pulseras. Algunos ni siquiera se detenían para ver a esas dos chicas que, sentadas juntas sobre el pasto –seco a pesar de la hora–, ofrecían la insólita mercadería en un silencio despreocupado; otros se paraban al pasar y desde cierta distancia contemplaban las artesanías como si se tratara de objetos demasiado extraños y vagamente temibles. El pueblo reveló tener muchos más habitantes de lo que se hubiera supuesto, juzgado en la quietud de la noche y aún de la primera mañana. Personas de todas las edades se movían sin pensar, de memoria, por los espacios públicos. ¿Qué día era? Sábado, comentó Dana, como si hubiera podido leer los pensamientos de su compañera. Tal vez por eso habían demorado en aparecer los vecinos. Tal vez incluso Dana había calculado la llegada para ese día, sabiendo que hay más posibilidades de hacer una buena venta un día así. Eva se preguntó si Dana ya habría estado en ese lugar en otra ocasión. Sin embargo, el comentario casual de la otra –que parecían haber elegido el pueblo equivocado– le hizo comprender que, como ella, era la 90
primera vez que Dana se aventuraba en aquel lugar. De cualquier manera, a Eva le sorprendía la comodidad con la que su compañera utilizaba el plural. A poco de haberse conocido ya eran las dos las que caminaban, hacían fuego, comían, descansaban; incluso cuando se refería al futuro inmediato –vamos a buscar un buen lugar para pasar la noche, comeremos en un restaurante, veremos a quién venderle– no dejaba de incluirla, a ella, que se había metido en su vida sin aviso, por pura necesidad de ser llevada hacia alguna parte. Y Eva, que en general no agregaba nada más que necesidades, comenzó a sentir, como si alguien le derramara en las espaldas un aceite tibio y perfumado, una sensación de bienestar profundo, interior pero también físico, que no quería explicarse, porque temía que algo escondido en el fondo de la maraña de recuerdos inconexos y anacrónicos, semejante a una necesidad lejana, volviera a salir a la luz y le pidiera rendirse ante las evidencias. Volvió a mirar a Dana, que en cuclillas acomodaba unas pulseras, y tuvo que desviar la mirada para que no se perdiera en la sombra profunda y cálida que se formaba entre el vestido corto y sus muslos redondos. A eso de las doce y media comieron unos sánguches comprados en un almacén cercano. Dejaron las cosas en su lugar, vigiladas por un chico que intentaba, solo en medio de la plaza, remontar un barrilete casero de papel amarillo. El almacén era atendido por una mujer mayor, que las recibió con una amplia sonrisa y una fugaz mirada de sorpresa. Dana aprovechó la situación para informarse sobre el movimiento general del pueblo. Así se enteraron de que al día siguiente, domingo, se llevaría a cabo una celebración comunal tradicional. Eva no pudo 91
retener el motivo del festejo, pero sí que vendría gente de pueblos vecinos y habría música y baile. –Ahí van a poder vender mejor sus cosas –comentó distraída la mujer. A Eva se le ocurrió preguntarle cómo sabía que estaban vendiendo algo. –Bueno, pueblo chico... –fue todo lo que dijo la almacenera. Después hablaron sobre el clima y sobre otras nimiedades. Finalmente la mujer les preguntó si se quedaban por mucho tiempo y si ya tenían dónde alojarse. –No sabemos –dijo Dana–, pero todo va a depender de lo que saquemos mañana. –Por eso no hay problema, viene poca gente extraña, así que serán bienvenidas; además, unos cuantos vienen del otro pueblo y seguramente van a querer comprar. No se acostumbra vender artesanías. A Eva esto último le pareció extraño y preguntó por qué a una celebración tan popular no venían artesanos. La mujer pensó un rato antes de responder, se veía que calculaba cada una de sus palabras, como si buscara la máxima exactitud posible a fin de evitar cualquier malentendido. –Digamos que la gente de acá ve las cosas a su manera; ustedes vieron que, a veces, los artesanos y en general los que viven de un lado para otro son un poco desordenados; bohemios, les dicen, ¿no? Acá la gente desconfía de esas cosas. Hizo un silencio arrepentido luego de decir esto, como si su proyecto de evitar malentendidos hubiera fracasado de cabo a rabo. Pero tampoco, pensó Eva, se abstuvo de hacer el comentario, por lo que cabía suponer que había tenido toda la intención 92
de transmitir algo preciso, que no podía saberse a ciencia cierta de qué se trataba, pero en lo que evidentemente se escondía, al mismo tiempo que la descripción de una peculiar idiosincrasia, sutil –por amable–, una advertencia. Pasaron el resto de la tarde sentadas al sol, que asomaba de rato en rato, en silencio. Hicieron turnos de descanso durante los cuales recorrieron el pueblo en busca de alojamiento y observaron con cierto detalle los modestos encantos del lugar. Eva encontró en esos paseos poca gente, pero sí la suficiente como para llamar su atención; había supuesto que en un pueblo pequeño, entre las dos y las cinco, todos se dedicaban a dormir la siesta; aunque se dijo que no había de qué asombrarse, porque estaban en plena primavera y esta costumbre, que injustificadamente le parecía reservada a las horas más ardientes del verano, no tenía por qué abandonarse en días como aquél. No vio chicos ni, quizá a causa de eso mismo, reparó en esa ausencia. De las caminatas –apenas dos– volvió con la certidumbre de haber recorrido un lugar extraño, lejano a pesar de todo. Por eso mismo prefirió quedarse junto a Dana y dejar que ella, acaso como un nuevo modo de someterse a sus propuestas, eligiera el albergue. Siguió pasando gente durante toda la tarde. Algunos hombres jóvenes, mientras las amigas absorbían, sedientas, la luz indecisa del sol, las miraron con un pudor que Eva juzgó muy pueblerino, en el que parecían esconderse y proliferar quién sabe qué escenas mentales. Las mujeres, en general mayores, se detenían brevemente a contemplar los collares, preguntaban algún precio, y la mayoría de ellas se iba en silencio sin comprar nada. Unas pocas chicas, adolescentes tardías, adquirieron algunas 93
cosas, pero no mostraban demasiado entusiasmo al hacerlo, como llevadas a comprar por una obligación de circunstancias más que por el deseo de embellecerse con los rústicos accesorios; de hecho, tanto Dana como Eva notaron que esas jovencitas no sólo no carecían de ornamentos coloridos y seguramente caros, sino que además se llevaban los colgantes y pulseras sin siquiera probárselos, aunque más no fuera acercándolos al cuello, simulando habérselos puesto, para escuchar la opinión de quienes las acompañaban o incluso el juicio de las vendedoras; no, pagaban y se iban con prisa, como si hubieran cometido un acto remotamente reprochable. Pero más allá de los altibajos, de las horas muertas en las que simplemente se podía dormitar sobre el pasto, la venta de aquel día fue bastante provechosa. Eva de pronto tuvo, cuando una de las últimas compradoras –una mujer que le recordó a alguien– extendió el dinero a Dana, un recuerdo o una revelación fugaz: su madre hubiera hecho un comentario sobre el resultado de la venta de aquel día, que podía reducirse a unas pocas palabras, pero que sin duda significaría mucho más; y Eva, lo que casi oyó en ese momento, no fueron esas palabras, sino más bien el sentido general que trataban de transmitir y que podría sintetizarse de este modo: es bueno que hayan sacado algún dinero de la venta, y esa es señal de que, esforzándose más, un poco más cada día, llegarán alguna vez a verse con un pequeño capital, quizá no tan grande como para retirarse a vivir sin trabajar, pero al menos suficiente como para tener un respaldo considerable, no importa que, a juzgar por la pequeña cantidad de hoy, juntar ese dinero les lleve quince o veinte años; de a poquito, sin prisa, es como se amasa cualquier patrimonio; se los 94
digo yo, que llevo más de treinta juntando puchitos y ya me veré en una situación diferente; porque uno es pobre, pero el ahorro es la base de la fortuna. Esas ideas se desplegaron ante Eva como un telón, y tuvo la satisfacción íntima, incomunicable, de saber que aquello, así como se presentaba, no tenía ya para ella el peso de ninguna verdad, sino apenas el valor de una opinión con la que se podía disentir sin esfuerzo; y Dana, la chica que iba progresivamente asimilándose a lo que Eva llamaba su vida, tenía modos de entender el mundo tan diferentes que a ella la llenaron, en ese momento en que pensó aquello, de temor y regocijo. Fue un instante y sin embargo algo le decía que a partir de entonces se aferraría más que nunca a esa chica rubia y regordeta que en poco tiempo –y sin que ella pudiera percatarse del todo– la hacía pasar de una dimensión a otra, en la que había menos miedo y más libertad; tendiéndole la mano la atraía hacia una forma nueva del mundo; y si bien los recuerdos antiguos de Eva se resistían a aparecer o a ordenarse con sentido en una sucesión lógica, ese destello que ahora aparecía, podía ser interpretado, es decir visto a una cierta distancia, y no constituía ya una imagen demoledora y única acerca de qué era la verdad, sino que tenía ahora la levedad de un parecer. Esos pensamientos se fueron pronto y así llegó la noche y el frío comenzó a sentirse. Levantaron las cosas y caminaron hacia la pensión que Dana, previsora y confiada en la venta del día, había descubierto en uno de sus paseos; allí cenarían y dormirían. Fueron animadas, espoleadas dulcemente por la perspectiva de sentarse a comer en una mesa, darse un baño caliente y dormir en una cama. 95
El ruido de la ducha cesó y unos segundos después, precedida de algunos rumores inconexos, ruidos que permitían adivinar los movimientos detrás de la puerta cerrada, apareció Dana, envuelta en una toalla blanca, el cabello húmedo y ligeramente aplastado, las piernas aún mojadas. Eva ya se encontraba en la cama, acostada boca arriba, sintiendo el hormigueo de los músculos que empezaban a relajarse y la sumían en un sopor tierno. Desde allí, con los ojos entrecerrados a causa del cansancio que se iba difundiendo y actuando sobre su cuerpo como una droga feliz, vio a su amiga soltar de pronto el débil nudo que sostenía la toalla envuelta bajo las axilas y ésta, desmoronándose hacia el suelo alfombrado de la habitación, dejó al descubierto su cuerpo blanco y joven, permitiendo ver, más a la luz de la imaginación que a la claridad amarillenta que daban al cuarto las lamparitas pobres, la generosidad de los pechos y del vientre, apenas abultado, que terminaba en el dorado triángulo del pubis y se hundía entre las piernas hacia el canal profundo e invisible; a Eva le pareció, entre los apagones a que la sometía el sueño que la ganaba, que su amiga, mientras ejecutaba con lentitud y parsimonia la operación de quitar todo resto de humedad de los pliegues más íntimos de la piel, la miraba y le sonreía con malicia, exhibiéndose más de la cuenta, mostrando, más que dejando ver al descuido, las formas firmes y algo gruesas de su cuerpo, en el que había una armonía difícil de advertir a simple vista, que se revelaba deseable en la penumbra y la desnudez. Pero de un momento a otro, como si una cámara hubiese hecho un corte demasiado abrupto, la vio terminar de vestirse con un short estampado y una remera blanca –prendas gemelas de las que le había prestado 96
a Eva– y dar unos pasos largos hasta la llave de la luz, para apagarla y volver, envuelta en la negrura, a meterse en la cama. En la oscuridad sintió que Dana se acomodaba a su lado, dándole la espalda y murmurando algo ininteligible; Eva no respondió, turbada por el sueño y la visión, y quizá a causa de su silencio, Dana se incorporó un poco y, girando, le dio un suave beso en la frente y le murmuró al oído un “que descanses”. Eva alcanzó a balbucir algo que ni siquiera ella pudo entender, arrastrada de repente hacia lo profundo del sueño, rendida al cansancio de los días pasados, hundida en una negrura disolvente en la que se vio a sí misma, sentada sola en el banco de la plaza, en un amanecer demorado y violeta, llorando inconteniblemente. Lejos de lo que podría pensarse de un lugar tan pequeño –el pueblo se complacía en sorprender– la celebración del día siguiente fue numerosa. Desde temprano, gente salida de no se sabía dónde, se fue juntando en la plaza y fue, de a poco y con parsimonia, armando el escenario, los equipos de sonido –ultramodernos–, los puestos de comidas, las mesas y bancos y todo lo indispensable para convertir aquel espacio conocido en un sitio nuevo, lleno de color. El día, para más, se presentaba templado y a pleno sol, lo que favoreció la incursión mañanera de un grupo de curiosos que, sin ninguna actividad determinada, se dedicaron a dar vueltas en torno a los que trabajaban y a alentarlos con comentarios hechos en voz baja, o a darles una mano con lo que fuera preciso. A eso de las once, cuando ya todo estaba listo para comenzar y cuando hacía rato que la música, estruendosa y alegre, sonaba por las enormes cajas 97
amplificadoras, el pueblo a pleno se hallaba reunido en el círculo irregular frente a la iglesia. Hombres y mujeres, ancianos y ancianas, jóvenes y algunos pocos niños se daban cita una vez más para celebrar –era lo que decía el presentador, un hombre delgadísimo y alto, envuelto en un traje liviano color claro– un nuevo aniversario de la fundación del pueblo. Todos, decía, nuevamente festejarían este acontecimiento trascendente, desde los más chicos, hasta los más viejos, sin distinción de edades (no parecía preocuparle ser redundante y repetitivo). Y antes de dar comienzo a la fiesta, anunció, el párroco y guía espiritual del pueblo, el reverendo padre Don Benito, dirigiría una oración comunal en acción de gracias por el día que Dios había querido regalarles. Las palabras del anunciador fueron recibidas por todos los concurrentes con un ruidoso coro de aplausos. De atrás del escenario fue emergiendo una figura diminuta, como una indiscreta mancha negra en el colorido general. El sacerdote, un viejito calvo de barriga prominente y gestos ampulosos, habló al micrófono y su voz aguda, casi chillona, fue multiplicada varias veces por los altavoces hasta hacerla casi intolerable, aunque durante sus breves palabras nadie hizo ningún gesto que denotara desagrado o reprobación. Después de un breve discurso –que exaltó las bondades pueblerinas debidas a una gracia especial del cielo– siguió una oración de acción de gracias no menos breve, aunque la vibración que producía en el aire la suma de todas las voces congregadas, hacía notar el grado de aceptación que producía. Cuando hubo finalizado el sorprendente rito inicial, de un modo igualmente sorprendente la música retornó a todo volumen y la fiesta se desató 98
con derroche de alegría, color y movimiento (palabras del presentador que retornó fugazmente a su puesto frente al micrófono). Se formaron parejas de baile que corrieron al centro de la plaza, dando pasitos cortos, ya en plena danza antes de llegar al sitio en el que comenzarían sus evoluciones, como si de valses se tratara. La música era tradicional y las parejas hacían lo posible por traer desde el fondo de la memoria los diversos pasos, que deberían utilizar una sola vez al año, venciendo la resistencia de los miembros, desacostumbrados, después de largos meses, a semejantes vaivenes. Otros preferían rondar los puestos de comida y probar de todo un poco, desde pasteles hasta mazamorra, desde salamines y quesos hasta chorizos jugosos, que eran sacados de las parrillas, todavía crepitando, y eran cortados sobre tablas de madera y encerrados luego en grandes panes tostados al fuego. En medio de toda esa agitación, era especialmente llamativa la manchita clara que, ubicada a unos cuantos metros del centro de la celebración, sobre el pasto corto, ocupaba una porción casi insignificante en ese enorme espacio entregado a la euforia. Era un rectángulo de tela, sobre el que se acomodaban chucherías marrones y de otros colores discretos, otoñales. Llamaban igualmente la atención esas dos figuras apartadas, dos mujeres jóvenes que permanecían un poco ajenas al tumulto, sentadas a un lado de la lona sobre la que se desplegaban las artesanías que, durante unas cuantas horas, no captó casi el interés de nadie; el conjunto de lona y collares y mujeres parecía una anomalía en el fluir de la mañana, en la progresión de la fiesta. Recién después del mediodía, cuando los ánimos se morigeraron a causa sin duda de la 99
comida que, lenta y laboriosa, era digerida en los estómagos de los celebrantes, algunos comenzaron a reparar en ese espacio disparejo, no ya como una mera extrañeza, sino como algo que podía saciar alguna necesidad eventual o dormida, gastar dinero en algo más, por ejemplo. Por eso fueron acercándose diversas personas y comprando, despreocupados, como si todo dependiera solo de la posibilidad de adquirir lo que fuera a cambio de dinero. Otros en cambio permanecieron alejados, y no vieron con buenos ojos la escena que se desarrollaba en el improvisado puesto de lona, reprobatorios, como si aquello fuera la confirmación de una creencia profundamente arraigada. Eva y Dana habían estado un poco nerviosas durante las primeras horas de aquella mañana, porque tenían la sensación de estar siendo ignoradas a propósito, dejadas a un lado, como receptoras de algún mensaje secreto y acaso hostil; de hecho, las miradas que durante ese tiempo les dirigieron eran desconfiadas, más parecidas a súbitos golpes que a mero asombro. Eva recordó las palabras de la almacenera, la víspera, cuando les dijo que la fiesta sería una buena ocasión para vender; no parecía cierto al principio y hasta llegó a pensar que la amable señora había querido tomarles el pelo, mintiendo sobre las ventajas de vender artesanías en un lugar que no acostumbraba adquirirlas, cosa por otra parte de lo más extraordinaria. Pero después, cuando los lugareños comenzaron a acercarse y a preguntar precios, por pura convención ya que, fuera el que fuera, ningún precio les resultaba intimidatorio, pensó que la almacenera no había querido engañarlas, sino tal vez, de una manera sutil y oscura, como había presentido, avisarles de algo; de la supuesta y ridícula 100
desconfianza de los pueblerinos hacia los artesanos, por ejemplo, a quienes, según la mujer, tildaban de bohemios, cargando en esa palabra una cantidad insospechada de prejuicios y lugares comunes. Lo cierto fue que en menos de una hora habían vendido todo y se preguntaron, sonriendo e intercambiando miradas llenas de sentido, por qué no habían venido directamente a la tarde, en lugar de haber perdido el día entero aguardando lo que acabó por consumarse de modo más que beneficioso en tan poco tiempo. De haber esperado, incluso podrían haber vendido mucho más, porque Dana misma, que desde la madrugada había estado trabajando en piezas nuevas para aumentar la capacidad de venta –ante la mirada fascinada y empequeñecida de Eva–, habría tenido mucho más tiempo para multiplicar la mercadería. Pero a Dana no parecía importarle demasiado la acumulación, acostumbrada como estaba a vivir al día; en ese pensamiento, que lamentaba una pérdida conjetural, Eva volvió a sentir, como un fondo áspero de piedras puntiagudas, las palabras de su madre. Gastado todo su dinero, o simplemente con nada más que comprar, los concurrentes reanudaron el baile con crecido fervor, incrementado por la penumbra, que ya a esa hora cubría gran parte del cielo desde el este y anunciaba la proximidad de la noche, y por el colorido repentino con que cientos de lamparitas liquidaron las sombras en que había ido sumiéndose el pueblo. Entusiasmadas por la insólita venta, Eva y Dana decidieron sumarse a la alegría general y, achispadas por unos vasos de vino que Eva había comprado mientras su amiga vendía los productos de su habilidad, literalmente saltaron a la zona de pasto ralo 101
que constituía la pista de baile y danzaron, poseídas por una súbita felicidad, rodeadas de pobladores que, confinados en el trance de sus propios movimientos, no las advirtieron. Dana fue a buscar algunos vasos más de vino y Eva no detuvo sus contoneos irregulares hasta no verla regresar, con un vaso en cada mano, semejante a la materialización de alguna diosa oriental portadora del elixir dador de vida y juventud. Bebieron y continuaron bailando hasta cuando ya se habían alejado bastante de la plaza, cargando apenas la lona vacía y tambaleándose levemente, mientras en el círculo irregular de césped ralo frente a la iglesia, la celebración empezaba a declinar irremediablemente. Cantaron incluso canciones oídas en la excitación del baile, a coro por las callecitas vacías, mientras se dirigían a la pensión. Ambas estaban aturdidas y felices y es probable que a causa de esto mismo, Eva no pudiera precisar en qué momento Dana había empezado a besarla y ella a responder a la exigencia de la boca húmeda y carnosa de su amiga. En la confusión dulce que le provocaban los vapores del vino, Eva se supo de pronto, como después de un abrupto corte de cámara, desnuda sobre la cama del cuarto, enredada en el cuerpo de Dana, cuyas extremidades parecían ceñirla por todos lados, llena de pavor y de deseo, correspondiendo a cada caricia con otra semejante, acaso más ansiosa, y gustando, con la boca y la lengua, cada uno de los rincones del cuerpo que su amiga le ofrecía, después de haberle revelado con los labios y las manos que esos huecos se duplicaban en Eva misma, en esa cosa extrajera que hasta esa noche era su propia piel. Entre el sueño y la vigilia, en ese estado de ensoñación confuso y vago, retozaron sobre el colchón hasta la madrugada, 102
cuando finalmente el sueño las venció y cayeron del mundo a las profundidades oscuras de sí mismas, rendidas y sin conciencia, puros cuerpos agotados. La mañana siguiente amaneció tan oscura y ventosa que las calles del pueblo fueron revelándose a la luz perezosa de las ocho cubiertas de hojas secas que venían de no se sabe dónde. Ningún rastro quedaba del día diáfano de la víspera. Parecía que todos los árboles de los alrededores se habían desprendido de sus últimos restos invernales para esparcirlos hasta en los rincones más secretos. Negras nubes, bajas y amenazantes, se habían instalado sobre las casas, pero no iniciaban su desmoronamiento líquido y la tormenta sólo estaba reducida al viento tibio y cargado con una electricidad que tensaba los músculos. Era lunes y parecía que el mundo comenzaba, que era su violento nacimiento lo que envolvía todo el lugar. Tan fuertes eran las ráfagas que Eva despertó a causa de los golpes que las celosías de madera producían al chocar contra el marco de la ventana. Lo primero que percibió, justo después de los estruendos irregulares, fue el calor un poco húmedo del cuerpo de Dana, que dormía profundamente, abrazada a ella. Suspendiendo por un momento cualquier explicación, se levantó para cerrar las celosías. Descubrió que estaba completamente desnuda y por eso buscó cubrirse con el rústico acolchado que había caído al piso. Envuelta como un bebé, caminó descalza hasta la ventana y procuró trabar las hojas de madera que se agitaban fuera de control. Cuando por fin logró dejar la ventana bien cerrada –con lo que la habitación completa volvió a sumirse en la oscuridad–, oyó la voz de Dana: 103
–¿Qué pasa? –la escuchó preguntar desde la cueva de mantas, la voz quebrada y en una queja de niña mimosa. –Hay tormenta –respondió Eva. Un largo y hondo bostezo fue todo lo que Dana contestó desde las sombras, seguido de las murmuraciones tensas de quien se reprocha haberse despertado. Eva no supo en ese momento si volver a la cama o vestirse y bajar a buscar agua caliente para el mate. Se esforzaba por frenar la acumulación de sensaciones y pensamientos que se agolpaba a las puertas de su conciencia; lo que se filtraba lo hacía a través del cuerpo, en temblores y humedades, en imágenes fugaces sin explicación que irrumpían delante de sus ojos, obnubilados por una atmósfera turbia que Eva no quería disipar. De cualquier modo, supo que la claridad llegaría sin más y por eso prefirió buscar en la oscuridad, al tanteo, las prendas sencillas de las que Dana la había desembarazado con una pericia sorprendente, la noche anterior. Se vistió y salió de la habitación y bajó vacilante por los escalones de madera que la llevaban hasta el salón comedor que hacía las veces de recepción de la pensión en la que paraban. Sobre el mostrador estaba el termo que habían dejado al entrar; pero el hecho de que Eva no recordara ese momento, el vacío que la había hecho percibir dos momentos sucesivos pero no contiguos –que venían por la calle y que luego se enredaban sobre la cama– la hizo preguntarse cómo había sido esa llegada, quién las habría recibido y en qué situación las habría visto. Sintió que se ruborizaba y que un calor que la hizo sudar la invadía fulminantemente. Tomó el termo y lo levantó en el aire a fin de comprobar si ya lo habían cargado. Se 104
alivió al sentirlo pesado y ligeramente tibio. Habían cargado el agua y podría regresar al cuarto sin tener que toparse con nadie que, con miradas o sonrisas o gestos sugerentes, le hicieran ver que sabía, que lo sabía todo. Aunque mientras volvía a subir las escaleras pensó que tal vez porque sabía, la persona que había dejado el termo listo no se presentó; Eva sintió una vergüenza dolorosa. La luz gris que había en el cuarto le señaló que Dana se había levantado y había vuelto a abrir la ventana, trabando las celosías desde afuera y dejando el vidrio cerrado, de modo que en el exterior, como una película muda y en blanco y negro, la tormenta de viento seguía desarrollándose, creciente y sin desgranarse en lluvia. Eva comprobó que su amiga estaba sentada en la cama, cubiertas las piernas por las mantas; la remera blanca dejaba ver, apretados y erectos, los mismos pezones de los que había procurado, hacía apenas algunas horas, beber. Trató de no pensar en nada, de no recordar, y se acercó como si tal cosa, esbozando una sonrisa expansiva detrás de la cual se contenían multitud de sensaciones. –Ya podemos matear –dijo–. La mañana está perfecta. –Para que vengas acá, al lado mío y te quedes –respondió Dana, los ojos entrecerrados soñadoramente. Eva simuló no turbarse por el comentario y, dejando el termo junto a la cama, fue hasta la mesa en la que se encontraban los utensilios y se puso a preparar la infusión. Luego arrimó la silla y comenzó a cebar, sin decir palabra, lanzando largas miradas al exterior grisáceo donde las hojas secas pasaban en pequeñas bandadas dóciles. Dana pareció darse cuenta enseguida de lo que le ocurría a su amiga y 105
prefirió respetar ese silencio tenso en el que se había hundido hasta volverlo amable. Tomaron mate sin hablar durante un tiempo prolongado, el suficiente como para que la yerba, vencida finalmente por la erosión del agua y las succiones enérgicas, mostrara apenas los palitos amarillentos flotando sobre la laguna oscura que se formaba en la boca del recipiente. Como Eva intentaba prolongar aquello, Dana creyó llegado el momento de hacer algunas precisiones, a fin de que el momento que inevitablemente vendría a continuación –hablar o eludir lo que había pasado– fuera menos penoso para ambas. –Si te estás preguntado qué me pareció a mí –dijo–, sí, me gustó; y sí, también lo quería; y sí, también lo repetiría. Eva quedó desconcertada, hizo falta que Dana dijera aquello para darse cuenta de que eran exactamente ésas las preguntas que su mente se estaba formulando a sus espaldas. Pero aunque no hubiera podido responder nada, comprendía que había llegado el momento de sentarse a pensar, tratar de acomodar recuerdos, ideas y sensaciones, toda esa masa de ensimismamientos viejos que no acababan de tomar forma y que no le permitían reconstruir, aunque más no fuera provisoriamente, su identidad cabal. Dana, con su certera intuición, ya se había vestido y abrigado y abierto la puerta para salir. –Voy a dar una vuelta –dijo, y salió, con una calma perfecta, como si fuera experta en esas situaciones. Apenas la puerta se cerró tras ella y Eva se vio sola en el cuarto, incontenibles, a causa de la fuerza acumulada de meses y meses, las lágrimas literalmente le saltaron de los ojos a las manos, antes de que éstas, marcadas y hermosas, tuvieran tiempo 106
para llegar hasta la cara, las palmas abiertas, y contuvieran con ineficacia el torrente que se derramaba por los pómulos y las mejillas y desembocaba en la comisura de los labios, desde donde tornaba su ascenso, como desde el pilón de una fuente, hasta los ojos en un circuito interminable. Afuera el viento arreciaba y la lluvia no caía. Lloró un llanto de hipos y mocos y lágrimas abundantes, largamente, hasta que decidió que era el momento de ir terminando, porque sentía que esa fuerza explosiva se volvía poco a poco lánguida, se apagaba con promesas de bienestar. El agua fría de la canilla del baño le dio una lucidez repentina. Se secó y se miró en el espejo. La cara hinchada, la nariz y los ojos enrojecidos, le dieron una imagen de sí misma que no conocía; y tal vez por esto mismo, como si darse cuenta de su propia extrañeza pudiera iluminar zonas enteras del pasado, tuvo un recuerdo. Dos. Recuerdos sin historia, sin imágenes, como dos respuestas serviciales a otras tantas preguntas. El primero, que había rezado de pequeña, y mucho más en los albores de la adolescencia, con culpa por su falta de confianza, para apartar ciertas sensaciones del cuerpo, ciertos temblores que sólo era capaz de producir una muchacha del barrio que la frecuentaba y solía consolarla en sus llantos, con besos y abrazos que la espantaban y le despertaban sensaciones dulces, y que había rezado en busca de paz para sus manos, que si no podían crear nada sí eran capaces de hurgar las zonas húmedas de su cuerpo, durante las noches, y del cuerpo de la muchacha, por las tardes. El segundo, que su primera vez había sido con un varón.
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Cuando Dana regresó había pasado la tormenta y el cielo estaba blanco. Eva dormía, cansada, no tanto por los espasmos del llanto, sino más bien por la violencia de los recuerdos que la habían asaltado, semejantes a pesos repentinos con los que ahora tenía que cargar. Dana acomodó sin hacer ruido las pocas cosas del cuarto. Sobre la mesa estaba el bolso diminuto que Eva traía desde la tarde del micro. Al levantarlo, notó que parecía vacío y una curiosidad perentoria la pobló con tanto ímpetu que sin poder resistirse, amparada en el sueño imperturbable de Eva, lo abrió y metió en él la mano. No palpó nada al principio y ya iba a sentirse aliviada por no haber violado ninguna intimidad, cuando sus dedos toparon con lo que al tacto se sentía como un trozo de papel. De cartón. Una foto. Estuvo a punto de retirar la mano y cerrar el bolso, pero se dijo que ya había llegado lo suficientemente lejos como para echarse atrás, así que extrajo la fotografía y la miró con detenimiento. Era una foto de Eva, niña aún. Delicada, miraba distraída el vacío y había en ese rostro señales de una perplejidad profunda, causada por quién sabe qué interrogantes. En segundo plano se veía un cuerpo de mujer joven cercenado por el marco, del que sólo podían apreciarse, algo borrosos en el fuera de foco, una pierna y una mano. La madre, se dijo Dana. Era una foto de buena calidad, que no había perdido con los años nada de su vivacidad y colorido y hasta daba la sensación de haber sido tomada recientemente, como si el tiempo, dentro de ese bolsito encarnado, hubiese permanecido inmóvil y fresco. ¿Cuántos años tenía Eva allí? No más de cinco probablemente, así lo hacían ver los cachetes rozagantes y redondeados, los ojitos entrecerrados para velar un poco la intensidad de la luz solar, y el gesto 108
curioso, captado oportunamente por el fotógrafo, de los deditos apoyados sobre los labios, como en una reflexión imposible. Dana no pudo evitar una sonrisa. Sintió, más que nunca en todos esos días, la fragilidad de su amiga; era la primera vez que se detenía a pensar en ello; durante todo ese tiempo había actuado impulsada por una intuición irreflexiva, llevada por la costumbre de hacer lo que siempre había hecho: entregarse a la variedad del mundo dejándose ser, mucho más que procurándolo. Pero en ese momento, mientras miraba la foto –de la que su atención ya había borrado a la mujer del fondo–, algo se despertó en su interior, algo parecido a una euforia mínima, desconocida, que la hizo sentirse más cerca de la mujer-niña que dormía en la misma cama que habían compartido. Recordó la noche anterior y se dijo que una sorpresa la había inundado, no la de gozar como gozó sino la de una alegría lúcida, transparente. Ella, que había tenido una vida de la que no estuvieron nunca ausentes los regocijos de la carne, siempre oportunos para apagar la sed de quien anda en soledad, por primera vez tenía la certeza de haber experimentado algo nuevo, que la llenaba de tibieza, de lasitud. De cualquier manera, se dijo, no debía precipitarse. Lo que había sentido era real, pero no menos real que la languidez un poco dulce de las últimas semanas. Esa languidez la había hecho partir de donde se encontraba hacia otros rumbos, había propiciado el encuentro con Eva y ahora, ante la revelación de sus emociones, se incrementaba alarmantemente, tanto, que estaba segura de que en unos pocos días tendría la oportunidad de confirmar una sospecha que venía creciendo. Por lo pronto no haría más que lo de siempre, cada vez que la incertidumbre la encontró: 109
esperar a que el mundo cobrase alguna forma reconocible, para poder, recién entonces, decidir. Devolvió la foto a su cápsula del tiempo, buscó su propio bolso, del que extrajo los materiales para trabajar, y se puso junto a la ventana, a la luz lechosa del día indeciso, a trenzar y enhebrar cordones encerados, semillas multiformes y pequeñas piedras coloridas. Así la vio Eva, aún entre sueños, durante un despertar levísimo, y la incorporó a la materia de sus sueños como si de su madre se tratase, la imagen que volvía del pasado una y otra vez: la ventana abierta, la mujer sentada, las manos en labor. Los días que siguieron fueron extraños. Ambas entraron en una corriente distinta del tiempo, en un tobogán vertiginoso que les hizo perder de vista el mundo a su alrededor. Salían a media mañana y caminaban durante una hora hasta llegar a la orilla de una ruta que se perdía en la lisura llana del horizonte y allí, hasta la tarde, como dos criaturas salidas del campo, exhibían las artesanías y regresaban al cabo con el dinero apenas suficiente para pagar el alojamiento y procurarse algo de comida. La dueña de la pensión se limitaba a cobrarles, servirles –cuando podían pagarlo– el menú del día y llenar puntualmente el termo de agua caliente cada vez que lo dejaban sobre el mostrador. La almacenera, a quien solían comprarle fiambre, pan y frutas para el día, había reducido al mínimo sus comentarios, y en general el pueblo, que tan bien las acogiera el día de la fiesta, las rehuía con ostentosa amabilidad. Ni Eva ni Dana reparaban demasiado en la actitud de los pueblerinos; se 110
habían hundido en una cotidianeidad sin ripios, endulzada por los días soleados que siguieron al de la tormenta seca. No volvieron a hacer el amor durante esas noches; Eva se ponía tensa cada vez que Dana entraba bajo las sábanas y apenas consentía un beso en los labios, casi fraternal, antes de darse la vuelta y dormir. Y aunque más de una mañana amanecía abrazada sin pudor al cuerpo cálido de su amiga, bastaba con despertarse por completo para apartarse con suavidad, pero también con determinación. Cada vez que Dana la miraba con deseo, cada vez que la rozaba, cada vez que la sentía cerca, al alcance del abrazo, Eva se estremecía, temblaba, sentía cómo se aflojaban sus articulaciones, pero algo la detenía. El recuerdo de la chica del barrio la asaltaba y la llenaba de confusión y suplicaba a su compañera, sin palabras sino con miradas significativas, que la sostuviera y no la dejara caer, dónde. Pero fueron encontrando una aceptación tácita de esa reticencia, ninguna de las dos insinuó siquiera una palabra ambigua, ni de las que seducen, ni de las que ocultan. Dana, sobre todo, cuidaba el pudor de Eva y si había conseguido con sus besos nocturnos mantener vivo el recuerdo de aquella noche, era sólo como una forma de postergar el momento definitivo de la elección. La vida comenzó a emitir nuevamente sus fulguraciones la mañana en que Eva despertó al oír ruidos ahogados que venían del baño. Se levantó y vio a Dana de rodillas, las manos afirmadas en el borde oval del inodoro, la cabeza gacha con el pelo cayéndole desordenadamente sobre la frente, vomitando.
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El consultorio del médico estaba mejor equipado de lo que a simple vista podía apreciarse. De hecho, desde la calle, la casita no se diferenciaba mucho de las demás, incluso ésta parecía más derruida, vieja, una casita humilde en regla. Pero no, en su interior la cosa era distinta. Era como el consultorio principal de una clínica céntrica. Las paredes blancas, acaso sutilmente verdes, no tenían una sola mancha. Algunos cuadritos naive representaban escenas campestres, fiestas pueblerinas, ferias coloridas. Había sillones para esperar y plantas exuberantes que aportaban su frescura. Las ventanas dejaban pasar más luz de la que se hubiera supuesto y la sensación de hallarse en un lugar completamente aséptico se mezclaba con la de cierta afabilidad en el aire, resultado quizá de la buena disposición del médico, un hombre viejo de pelo blanco y escaso. Cuando entraron, las saludó como si las conociese de años; las invitó a tomar asiento y con buenas maneras y en pocos segundos tuvo a la mano los motivos de la visita. Así que le pidió a Dana que lo acompañara al interior del consultorio. Ella accedió y se incorporó lánguidamente, los músculos aún blandos a causa de las tensiones del vómito. Eva se quedó en la salita, mirando a través de la ventana que, cubierta por unas finísimas cortinas blancas, apenas le dejaban ver fantasmagorías que pasaban regularmente por la vereda, ajenas a lo que ocurría en el interior. Esas sombras le parecieron sugestivas, y de hecho la hicieron ensoñar; imaginó que se hallaba en el interior de un panadero, semilla diminuta envuelta en plumas vegetales, y que desde allí contemplaba el mundo, tan sólido allá afuera; temblaba ante el riesgo de que una brisa un poco más fuerte de lo habitual deshiciera en un instante 112
la burbuja de briznas que la envolvía; una brisa o el soplido solazado de un niño que así, por puro juego, declarara el fin de su esfera de estambres, dejándola al descubierto, desnuda, a la vista sus cicatrices más íntimas. Como aquella que se había escondido hasta unos días atrás, cuando reapareció saltando desde el fondo de negrura de su pasado, violenta, a la luz de los días actuales. No era ni siquiera un rostro, ni mucho menos un nombre, un cuerpo acaso, una sensación de peso sobre su propio cuerpo; un varón dentro de ella, en algún momento, remoto o reciente, no sabría decirlo. Y además la certeza de que nunca había deseado a ningún varón, de que en verdad se había escondido del deseo. Por eso –porque la reconciliaba con sus impulsos más corporales– Dana había resultado un principio de aceptación de sí misma, una hebra delgadísima con la que podría tal vez, tirando pacientemente y con cuidado, extraer de una vez por todas las cuentas pasadas que, como un collar de semillas sin brotar, se hundían en la noche subterránea de su historia. Pero el médico que reapareció a los pocos minutos, la cara iluminada en una sonrisa en la que había una satisfacción engañosa, de rutina, fue como el soplido que Eva había estado temiendo, la desintegración de su mundo de briznas. Dana estaba embarazada. El desconcierto cayó sobre Eva y la dejó sin palabras, sumida en la consternación más completa. Detrás del médico, que había dejado la puerta del consultorio entornada, el cuerpo blando y joven de Dana se cubría, con habilidad torpe, con la vestimenta simple que siempre usaba. Lo único a lo que Eva atinó fue a mirar su vientre, en el que nada confirmaba la noticia que acababan de darle. 113
–Es de no creer que a casi tres meses no se haya dado cuenta –dijo el médico, sonriendo como si en verdad no creyera en lo que decía–. De todas maneras, a veces pasa, ¿no? La felicitación, sin embargo, sonó sincera y Eva se puso a repetir los gestos que veía en el viejo de blanquísimo delantal, las sonrisas, la gesticulación, el arco de sorpresa que dibujaban las cejas, el encogerse de los hombros en una suerte de pedido de entusiasmo o resignación. Dana reapareció un instante después, con los ojos ligeramente enrojecidos, como si hubiera llorado o como si fuera a hacerlo de un momento a otro. Parecía la de siempre, salida ya de su fugaz condición de paciente; o no, porque Eva no podía no verla ahora como una futura madre. Una mamá, como la suya. Hábil con las manos, igual que la suya. Se le cruzó un pensamiento como un relámpago: para ser madre era menester ser hábil con las manos. Por eso ella nunca lo sería, las marcas que distinguían sus manos bellas de las de los demás le aseguraban que allí había algo defectuoso, estéril. Salieron calladas. El sol pálido tras una bruma blanca sumía todo en una atmósfera de sueños. Caminaron directamente hacia la pensión. No se cruzaron a nadie en el camino, el pueblo parecía haberse refugiado antes de tiempo a hacer la siesta. Eva no se preguntaba aún de dónde venía ese niño, de qué aventura breve de Dana antes de que se conocieran. Pero llegaría a preguntarse luego si su amiga no huía también como ella, si no había pretendido escapar de alguna relación tortuosa ignorando que el fruto de aquella desventura crecía indiferente en su interior. Llegaría incluso a preguntarse si ese hijo por venir no era de ambas; si era posible que, como 114
resultado de aquella noche de amor arrebatado se hubiese engendrado, cómo, dentro del vientre redondeado de Dana, un niño imposible de dos mujeres solas. Pero todo esto vendría luego, por la tarde, cuando después de haberse revolcado en la cama, encendidas por el desconcierto y el miedo, Dana se durmiera y dejara a Eva sentada sobre el colchón, los pechos desnudos que la manta no llegaría a cubrir, apenas presionados por los brazos que, cruzados sobre el vientre, señalarían no sólo el fresco que había inundado la habitación sino sobre todo la actitud pensativa que iba arrastrar a Eva al intento baldío de recordar algo más, algo de su encuentro sexual con aquel muchacho fantasma del que apenas el peso de su cuerpo era una certeza. Mientras bajase el sol, cada vez menos real, y la penumbra fuera ganando los espacios antes iluminados, hurgaría sin éxito en su memoria clausurada, en busca de las imágenes que le permitieran entender qué la había llevado a irse. Ahora, sin embargo, abrían la puerta del cuarto y entraban enmudecidas y Dana la abrazaba para llorar sin estrépito, refugiada en el hombro de quien hasta unas horas atrás era la criatura más indefensa del mundo. Oscilaba Dana, entre el terror y la emoción y se decía que era sin duda por esto, por la revelación brusca de su maternidad, que había querido quedarse con Eva, por este momento que había presentido de una manera confusa e ilegible, desde antes del encuentro íntimo que la hiciera sentirse ligada a su amiga de un modo rotundo. Era como si una parte de sí misma lo hubiera sabido todo el tiempo y la hubiera hecho actuar correctamente, tomando por ella las decisiones que permitieron que ahora estuviese allí, los ojos rojos manando irreparables, 115
mojando el cuello de Eva, su piel también joven en la que quizá madurara algún consuelo que ella pudiera arrancar y morder; la misma piel que ahora comenzaba a besar sin reparos y que se erizaba con urgencia, como si esa respuesta fuera ya la confirmación de que era inevitable abrir un paréntesis a toda reticencia. Antes de volver a probar la boca de su amiga en toda su humedad, antes de despeñarse con ella por los acantilados vertiginosos del deseo, Dana le dedicó un fugaz recuerdo a la imagen que viera en la foto, la de esa Eva niña indagando qué misterios, y se sumergió luego sin remedio en la zozobra de la que desde ese instante consideró tan ligada a sí misma como su hijo futuro.
Tal cual una puta, corazón. Con la tranquilidad que la caracterizaba, la madre de Eva bordaba alguna figura misteriosa en una tela blanca y, como burbujas de saliva que estallaban al contacto con el césped, caídas de su boca entreabierta, tan pesadas que el aire tibio no alcanzaba a elevarlas, dejaba escapar pensamientos diversos, entrecortados, discontinuos como las puntadas que daba, tan juntas sin embargo que daban la ilusión misma de la continuidad. Tal cual, decía, una puta. Lo que fuera que el hilo iba dibujando, agarrado entre los poros diminutos de la tela, Eva no podía verlo. Por más que se encontrara a escasa distancia de su madre, por más que alcanzara a tocar las rodillas de la mujer, cubiertas por una falda larga de tela demasiado gruesa para esa época del año, algo se lo impedía. Quizá había regresado sin saberlo a los días de la contemplación, de la fascinación paralizante que la hacía sentirse menos 116
que una compañía. ¿Se había ido alguna vez? Quizá tenía miedo de ver lo que se iba formando en la superficie tensa de la tela, como si se tratase de una escritura sobre la propia piel joven, tan virgen y apretada. Por eso prefería continuar quieta, delante de esa figura de movimientos mínimos. Tal cual, volvió a decir y Eva supo entonces que de esa virginidad a la que aspiraba, semejante a la de la tela blanca, no había en ella, para su madre, ni rastros ni nada que se le pareciese. Eso que Eva, en su fuero íntimo había querido llamar virgen tenía poco que ver con el cuerpo; pero la madre pensaba distinto. Así que ahora no vengas con niñerías, mi amor. Y lo peor era que no podía percibirse en esa voz ni el más mínimo dejo de rencor o de enfado, como si una larga serie de verdades o respuestas que no necesitaban preguntas, vinieran, parecidas a peldaños, a los labios de esa mujer bella que bordaba, para andar con firmeza un camino conocido que todavía no había podido andarse. Y esa seguridad de escalera, Eva lo sabía, le proporcionaba a su madre un placer intenso, más intenso que el de verla a ella sentada a sus pies sobre el improvisado sillón oriental. Qué fácil se volvería todo al andar pisando firme sobre esos peldaños confirmatorios. Las manos cuyos dedos se movían como seres independientes, traían a la realidad de la tela algo labrado por el hilo, una serie de puntos intermitentes que se completarían y darían forma a una figura o palabra, un signo cualquiera que Eva no veía o temía ver. Esas manos eran capaces de hacer nacer algo, casi de la nada, traerlo al mundo. Sólo de ese modo podía ser una mujer madre. Y Eva escuchó además lo siguiente como si hubieran podido leerle sus pensamientos: una madre tiene que ser una madre desde el principio, saber qué 117
debe hacerse y qué no, qué importa aprender y qué no, parir un crío no hace madre a nadie; aprendé, Eva, para cuando te toque. Entonces sintió que algo nuevo se le revelaba, la historia de una frase que ella misma fue haciendo diferente, y que transformó hasta volverla su contrario. La frase que había comenzado siendo “voy a ser como mi madre” y luego fue, ante el descubrimiento de su propia inutilidad, “no seré nunca como mi madre”, ahora se convertía, para angustia o alivio de Eva en “no voy a ser madre, nunca”. Y era una verdad que en ese mismo momento la reconfortaba más que hacerla lamentarse. Se miró los vendajes ya innecesarios –hacía tiempo que las heridas habían cicatrizado dejando apenas las gruesas líneas rojizas– y se dijo que no había mal en la incapacidad que ahora veía tan claramente; que después de todo lo importante era no volverse como la mujer que, descalza, con impasibilidad de planta, dibujaba con el hilo puntada tras puntada, sino saber, poder entender cómo alguien se vuelve alguien y no más bien algo, un aditamento, el apéndice rogante que agradece al cuerpo, trémulo, que no lo extirpe. Ahora sí que vas a quedarte, nomás, qué otra cosa vas a hacer, ya hiciste todo, decía la madre de un modo incomprensible, mientras cortaba con los dientes el hilo sobrante y se apresuraba a enhebrar otro, de diferente color, para proseguir la tarea. Eva no sabía qué se iba formando en el bordado, pero le parecía que era una palabra, y más precisamente un nombre, aunque ese nombre tal vez no fuera el suyo ni el de su madre; el recuerdo del varón que la había invadido pasó como una ráfaga delante de sus ojos, sin imágenes, apenas como una sombra informe, y Eva no entendió por qué su madre 118
ahora escribía ese nombre, si es que era ese nombre, y para quién lo hacía. Pero de cualquier manera todo era bastante confuso, más que nada a causa de la posición que ella tenía sobre el césped, que le impedía leer con claridad, aunque también por el hecho, acaso casual, de que la palabra que veía o creía ver, tenía demasiadas A, o era que esa letra le quedaba a ella grabada con mayor intensidad que las demás, al punto que sintió que de esa letra dependían la fortaleza, la realidad, la razón de ser de ese nombre. Siguió sentada todo un largo rato, mirando cómo bordaba su madre, y mientras tanto, casi sin darse cuenta, comenzó a sacar –había llegado el momento– de a una, artesanalmente, se diría que con las manos aún vendadas aunque ya sanas, cada una de las barreras que impedían el avance de una decisión que venía de lejos, como las nubes que luego vio desde la butaca de un micro que corría a toda velocidad por el medio de la llanura. Con lentitud, pero también con una constancia a toda prueba, esas barreras fueron cayendo, y la decisión pudo avanzar, cada vez más rápido, cada vez más urgente, hasta alcanzar la carrera entusiasta de quien se ve a metros de la meta, y llega y corta la cinta y frena luego, bañado en sudor, fatigado hasta el extremo, pero triunfante. Cinco años le llevó a Eva –marcados por algunos hechos irreversibles– dejarla ganar, antes de irse definitivamente.
¿Había algo más natural que Dana esperara un hijo? Eva salió del sueño con esa pregunta, formada en los lindes de la vigilia, traída como complemento de lo que había soñado, que ya se disipaba entre 119
las imágenes reales de la habitación, arrastradas al mundo por la luz mortecina del atardecer, que entraba por la pequeña ventana con su fuerza destinada a rendirse ante la de las sombras. ¿Cuánto había dormido? Seguramente unos pocos minutos, a juzgar por la claridad aún persistente. Los intentos por recordar que la habían agotado durante las horas anteriores, mientras Dana dormía, la hicieron sin duda dormirse y le enviaron ese sueño que se fue tejiendo y revelando con parsimonia, que no le traía recuerdos claros; aunque quizá sí, y Eva no podía verlos más que como imágenes inciertas y delirantes. Dana estaba también despierta y miraba un punto fijo del cuarto sin decidirse a convertirlo en imagen, dejándolo ser apenas la dirección en la que sus propios pensamientos podían proyectarse. Pudo oír cómo Eva se incorporaba y salía de la cama y comenzaba a vestirse. Lo oyó y sintió al mismo tiempo que ya había presenciado la escena tantas veces que convenía detener la repetición. Se dijo que era tiempo de frenar los hechos vacíos que seguían manteniéndolas en dimensiones separadas. Era tal vez el momento de propiciar una escena, un desborde en el hilo líquido que desde hacía un tiempo conformaba la experiencia de ambas. –Eva –le dijo. –Voy a buscar agua. –No tardes. Hablemos. La respuesta tardó algunos segundos en oírse. –Bueno. Eva salió y en el lapso que demoró en regresar, Dana ya se había levantado y había acomodado un poco el desorden de poquísimas cosas que imperaba en la habitación. Le pareció que si iban a tener una charla, lo mejor era que fuese en un lugar 120
decoroso, con cada cosa ocupando su lugar. Devolver las cosas a su sitio era como adecuar también la experiencia o sus manifestaciones, que no tenían todavía rincones elegidos. Dana se dijo que de eso mismo se trataba conversar, hablar, como le había dicho a su amiga; era buscar entre ambas, como compañeras de cuarto que eran, un lugar para cada cosa comunicada. Así que luego, mientras Eva cebaba con una pericia que en parte desmentía su propia torpeza, fueron tejiendo entre ambas una red luminosa de palabras con la que podrían guarecerse un poco, pero no mucho, de la intemperie agreste de los días que vendrían. Hablaron muchas cosas y es imposible consignarlas todas, pero lo cierto es que Dana le contó cómo había concebido a ese hijo que venía a revelarse a destiempo, cómo y cuándo y dónde había conocido al presunto padre –porque no podía haber certeza absoluta–, un muchacho treintañero que, como ella, viajaba por los pueblos del interior con su carga siempre renovada de artesanías. Habían coincidido en uno de esos lugares un poco más hostiles que el resto, y a causa de eso mismo se habían acercado el uno al otro, como una forma de hacerse fuertes en la debilidad, frente a la verdadera fuerza, objetivamente mayor, del resto. Era, dijo Dana, inevitable que terminaran juntos, pasando un par de noches febriles en el interior de la carpa de lona resistente que llevaba él y que habían dejado siempre armada, en medio de un bosquecillo de eucaliptus, a un par de kilómetros del caserío en cuestión. Parece, o creía recordar ella, que el muchacho venía de Colombia o Ecuador, de un país de esos donde el acento tiene una musicalidad de film, y que era moreno y meticuloso en su trabajo. 121
–Ah, sí –terminó diciendo Dana–; cantaba siempre canciones que yo no conocía, pero que me recordaban el mar. Las últimas palabras le habían salido de la boca sonriente, los ojos otra vez mirando nada o como si en esa posición entreabierta lo que pudieran ver fuera otra vez al amante fugaz, y no sólo verlo sino oírlo tal vez. Esa sonrisa ensombreció el ánimo de Eva. No se parecía a la sonrisa pétrea de su madre, en primer lugar porque los motivos por los que Dana sonreía eran bien claros; en segundo lugar porque no había allí ninguna huella de gravedad: en la sonrisa que le encarnaba los labios, se los humedecía y, acaso, en conjunción con los ojos y hasta el mechón largo que le caía sobre la cara, componía la imagen misma de la dicha, no había nada que recordara la mueca acerada que Eva conocía tan bien. Pero justamente esa dicha, que Eva podía percibir en su amiga, la dejaba a ella a un lado del camino, incluso aún dentro del micro, e imaginó que seguía de hecho ahí, mientras veía cómo Dana se bajaba y andaba por la ruta y ella no podía hacer más que mirarla desde el asiento que ocupaba en el ómnibus, detrás del vidrio sellado de la ventanilla, y la saludaba entre lágrimas silenciosas. Esa alegría era en todo semejante a la que Eva nunca había experimentado. Algunos datos más aportó Dana sobre aquel muchacho, no demasiados, los suficientes como para que Eva pudiera hacerse una imagen aproximada de cómo debió haber sido. Y a decir verdad le interesaba mucho. Tal vez veía en ese joven de canciones marinas algo de sí misma, aunque más no fuera porque para él Dana fue importante. Había también una alegría extraña en la manera como ella 122
narraba el episodio, un entusiasmo que llenaba a Eva de celos como burbujas, apenas cosquilleantes, que no podía entender del todo: nunca los había sentido. Por primera vez desde que se conocieron, ambas fueron conscientes de que constituían para la otra un centro de interés, una suerte de cofre cuyo contenido apenas puede entreverse, aunque promete fortunas entrañables. Lo que Eva en cambio tuvo para decir era fragmentario, no recordaba la mayoría de las cosas que hubiera querido contar, cosas de su infancia lejana, de su adolescencia aún remanente. Recordaba por supuesto escenas diversas, pero desconectadas unas de otras, como si se tratara de un viejo álbum familiar de fotografías que sólo con mucho esfuerzo y con no menos imaginación podían, haciendo caso omiso de las circunstancias menores –si es que las había–, ir reconstruyendo una historia, la propia, que estaría de todos modos llena de episodios si no contradictorios al menos confusos, inexplicables. Habló lo que pudo de su madre, del modo cómo ella, probablemente sin quererlo, la había marcado, no exteriormente –sus manos dibujadas con esas cicatrices pertenecían a una derivación menor de la historia principal que se obstinaba en permanecer borrosa– sino en lo profundo, en la región donde se conforman las matrices en las que luego nos ponemos a encajar el mundo que nunca, rebelde, acaba por contentarse. Y con respecto a sus manos, repitió una vez más la anécdota de los alambres de púas, esta vez con cierta desconfianza, como si ella misma no pudiera creer del todo lo que decía, aunque no tuviera otra explicación para dar. Del muchacho que había también en los recuerdos de su memoria visual y física, Eva no tenía mucho para decir: sí, 123
parece que fue él quien le arrebató para siempre la virginidad, si por eso se entiende la consumación del acto sexual, aunque para ella esa virginidad se había perdido mucho antes, cuando la muchacha del barrio, excitada, la hurgaba y con palabras dulces y caricias no menos amables la hacía a ella misma hurgar en los rincones más secretos, sacándola de este modo, de un tirón y casi sin consulta, de la infancia. O tal vez no. Porque además de los vacíos entre escenas, había un gran agujero negro en su historia, tan vasto y poderoso que se devoraba todo, incluso la imagen de sí mismo, de modo que Eva no lo veía sino como el corte de un montaje mal hecho. Así, a los recuerdos de la infancia, a las estampas sueltas de la pubertad y de la adolescencia precoz, sucedían, sin solución de continuidad, las escenas de la partida y la imagen de las nubes negras y gordas, viniendo de lejos, detrás del vidrio grueso, contra un cielo azul apenas entrevisto. –Cuando me fui estaba sola –dijo–. No recuerdo que nadie haya ido a despedirme. Pero yo sé que había alguien que no quería ver. No estaba y yo me sentía mejor así. Me fui con miedo de que apareciera. Dana podía advertir cuánto le costaba a su amiga recomponer lo que contaba, sufría ella misma las dificultades de Eva por hallar el hilo que uniera todas las cuentas de ese collar que se había desintegrado, caído y disperso sobre el suelo y que solamente con esmero y paciencia y resignación podría restablecerse. Un amor intenso le llegó desde las entrañas a los ojos en ese momento, sobre todo cuando consideró que ella se ocupaba con bastante habilidad de fabricar collares, y se dijo que tal vez podría contribuir –no sabía cómo– a la recomposición de esa cadena de accidentes. 124
La charla que tuvieron les hizo bien. Ambas supieron que, más allá de que Eva, sobre todo, no tuviese demasiadas precisiones, nuevos puentes se tendían de una a otra y que la relación que habían comenzado se tornaría con el paso del tiempo más sólida y comprometida. Se sintieron bien, sencillamente, y decidieron salir esa noche a caminar. El pueblo no ofrecía ningún lugar donde estar a gusto y compartir con otros trivialidades reparadoras. Se preguntaron adónde irían los jóvenes de allí, aunque pronto se dieron cuenta de que, en vista de la gran cantidad de motos y de automóviles que habían visto aparecer el día de la fiesta –porque después parecían haberse ocultado–, la juventud tomaría por la ruta distintos caminos, o el mismo, hacia sitios menos grises. De todas maneras caminar no era desagradable. Anduvieron por las calles silenciosas, calladas o hablando de lo que veían, de las casas, de los perros que les salían al paso, de la extraña falta de niños, de los habitantes que preferían esquivarlas o cruzarse de vereda al verlas acercarse. Se reían no pocas veces y dejaban que la oscuridad, apenas violada por los faroles de tanto en tanto, las envolviera como un resguardo. Terminaron en la plaza, sentadas sobre el respaldo despintado de un banco de madera, mirando el cielo y las nubes que resplandecían a la luz de la luna mientras se deslizaban por el azul profundo y casi negro, cubriendo y descubriendo en su travesía, manojos de estrellas. A Eva se la notaba un poco menos tensa cada vez que una mirada de su amiga se detenía más de la cuenta en sus ojos, o en sus pechos, o en su boca. Dana lo advirtió de inmediato, pero no quiso llevar las cosas demasiado lejos, había que ir con cautela, todavía era nuevo y confuso lo que sentían la una 125
por la otra. Incluso a ella le ocurría que, ahora que el muchacho con el que había estado y con el que probablemente había engendrado el niño que se iba desplegando en su vientre, regresaba a su mundo, actualizado por las circunstancias, un vago deseo de volver a verlo se le había despertado. Verlo era tal vez una manera de decir, de estar con él, más bien, no en la agitación del lecho –Eva le gustaba mucho más– sino estar cerca de él, tenerlo para confiarle el secreto que germinaba en su interior. Pensaba en él como se piensa en un ser querido, aunque a decir verdad no habían compartido el tiempo suficiente para llegar a quererse; pero su nueva condición de madre futura le exigía –no hubiera podido explicarse por qué– la cercanía de un hombre, de un varón que pudiese hablarle, acariciarle el vientre incipiente, decirle que la ayudaría en todo. Eva era sin duda deliciosa y, aunque confusos, los sentimientos que le despertaba eran los más parecidos al amor que jamás había experimentado. Pero tal vez a causa de la costumbre, de la regularidad que obliga, le resultaba difícil pensar en ella como en un padre para su hijo. Y no es que no se imaginara siempre junto a su amiga, simplemente pensaba que la gravitación de un cuerpo masculino le traería una seguridad que, ahora al menos, no alcanzaba a sentir. No es común que se piense en la fuerza de algunos deseos, en la posibilidad de que se traduzcan al mundo, de que se materialicen, por así decirlo, en la realidad palpable; pero ocurrió esa vez, quizá, así. Por el camino por el que ellas mismas habían llegado, por esa misma calle de tierra que las había traído unos cuantos días atrás, cuando no se imaginaban nada de lo que finalmente ocurrió, vieron surgir de las sombras, iluminada por el cono de luz irregular 126
que emanaba de alguno de los faroles, una imagen humana que avanzaba a paso lento hacia donde ellas estaban. Un hombre que no parecía ser del pueblo, a juzgar por lo vacilante de su andar, por sus ropas un tanto descuidadas y por el bolso que llevaba colgado a la espalda. Llegaba como habían llegado ellas mismas, sin ninguna expectativa visible; se notaba por los pasos distraídos, por la mirada baja como contándolos, por la parsimonia de su andar. La primera que lo vio fue Eva, que al principio no supo si se trataba de una imagen cierta. Dana, en cambio, cuando alcanzó a distinguirlo, no pudo hacer otra cosa más que recordar al muchacho en quien había estado pensando. Pero las posibilidades de que fuera realmente él eran remotas, y a la realidad, después de todo, no le interesa la exactitud absoluta. En un momento dado, después de haber pasado por detrás del cobertizo que había sido para ellas el primer cuarto, alzó la vista y pareció distinguirlas. Se detuvo vacilante unos segundos, y luego reanudó la marcha, esta vez hacia ellas. A medida que iba acercándose, Eva fue notando que no era sólo un bolso lo que traía a la espalda. Había además otro bulto, más rígido, que golpeaba rítmicamente con cada paso, cada vez más próximo y definido. El que había parecido un hombre mayor se reveló muy pronto como un joven delgado y alto. Una barba incipiente le ensombrecía la cara. Daba la impresión de tener la edad de ellas, pero Eva, después de mirarlo más atentamente en la penumbra desmentida por la claridad de la noche, se dio cuenta de que les llevaría algunos años. Llegó hasta donde estaban y saludó con una sonrisa. Parecía algo sorprendido de encontrar a alguien levantado y en la calle a aquellas horas. 127
Ninguna de las dos se había dado cuenta de que a sus espaldas el cielo, en el horizonte, se iba poniendo cada vez más claro. Dana reaccionó con un entusiasmo que Eva no esperaba y sintió una punzada fugaz en el vientre. El muchacho habló rápido, alentado por el insólito recibimiento, pero se desilusionó al enterarse de que ninguna de las dos pertenecía realmente al pueblo. Parecía necesitar la confirmación de que podía quedarse, de boca de algún habitante real. Conocía otros lugares, contó, en los que los visitantes no eran bien recibidos. Dana dijo que ése era exactamente un lugar así, pero que no tenía de qué preocuparse, ellas estaban parando allí desde hacía más de una semana y, si bien al principio pareció que a nadie le importaría su presencia y luego fueron volviéndose hoscos, tal actitud era perfectamente soportable, dijo Dana, a fin de cuentas no tenían –Eva lo supo entonces– ninguna intención de quedarse demasiado tiempo. Había otros lugares para conocer y de cualquier manera, si lo que uno buscaba era indiferencia, lo mejor era volverse a la ciudad. El joven dijo que de ahí venía, justamente; era lo que se dice un bicho de ciudad, pero desde hacía algunos meses se había dedicado a recorrer pueblos, buscando. –¿Tranquilidad? –preguntó Eva, sólo para intervenir en el diálogo que se había vuelto exclusivamente entre Dana y el desconocido. –Digamos –fue la respuesta parca del muchacho, que iba a agregar algo más, pero que no lo hizo. –Nosotras –dijo entonces Dana– no buscábamos nada acá. Miró de soslayo a su amiga y le hizo un guiño seductor. Ese gesto tranquilizó a Eva, aunque no supo explicarse del todo por qué. 128
–Bueno, tal vez tenga suerte –dijo el joven, que tenía la voz herida–; si no, seguiré camino. En ese momento un perro se acercó hasta ellos y se puso a lamer las manos de Eva, que al contacto súbito de la lengua tibia y áspera del animal se estremeció, y aunque su primera reacción fue la de apartarlas, finalmente decidió entregarlas a la caricia inofensiva. El joven vio lo que ocurría y, quién sabe llevado por qué intuición, acercó también sus manos de largos dedos al hocico que echaba un vapor denso, blanco y luminoso. Pero al hacerlo pudo ver, en el aire cada vez más claro de las cinco de la mañana, las cicatrices que cruzaban las manos de Eva. –¿Qué te pasó? –fue la pregunta que hizo sin pensar, como respondiendo a un impulso reflejo. –Un accidente, de chica –intervino Dana. Eva hizo una sonrisa con la que parecía decir que la respuesta que había dado su amiga era suficiente por el momento. La verdad, no tenía ganas de volver a hablar de eso. La historia de los alambres de púas se le hacía cada vez menos creíble. Era como si los días que habían pasado hubieran ido fragmentando cada vez más los recuerdos, hasta dejar los pocos que tenía resquebrajados, sin que por eso el vacío ciego que ocupaba la mayor parte, y en particular los años inmediatamente anteriores a la partida, sufrieran ninguna variación. Pero el joven ya se había sentado en el pasto húmedo de la plaza y había abierto ese otro bolso que llevaba, que ahora se revelaba como un estuche, y había sacado de él un objeto de madera, un violín sin brillo que se calzó al hombro con un movimiento ampuloso. –¿Y eso? –preguntó Dana, a quien los ojos le brillaban. 129
–Este es mi compañero –dijo el muchacho–. Lo llevo siempre conmigo. Y sin más preámbulos, apoyando suavemente el arco sobre las cuerdas, hizo brotar una melodía lenta, sinuosa, que detuvo el amanecer por unos cuantos minutos. La música que brotaba de ese instrumento opacado tenía, sin embargo, un brillo peculiar. A Eva y Dana las había tomado por sorpresa, no tanto a causa de la súbita interpretación, sino acaso porque se daban cuenta de que hacía mucho tiempo no oían emanar un sonido tan cercano, una música real sin intermediaciones. Eva, a decir verdad, nunca había oído a nadie tocar un instrumento, y sintió cómo algo se le desataba por dentro. Era una melodía que le recordaba otros lugares: un barrio pobre del conurbano, las calles de tierra heridas de huellas con agua de las lluvias, las casitas de material con los pelos de hierro erizados prometiendo segundos pisos, futuras herencias inmobiliarias; árboles fuera de línea, demasiado cerca de las calles o dentro ya de las veredas; zanjas profundas cruzadas por puentecitos de lata o de palmeras ajustadas, como balsas extrañas que no surcarían las aguas verdosas y fétidas; era una música que traía a la memoria las melodías que sobrevolaban las cuadras tranquilas, entre folclóricas y tropicales, los domingos de verano. Todo eso recordaba la música ejecutada por las manos hábiles del desconocido. Sus dedos largos se movían con una precisión exquisita y los ojos se entornaban como para sentir más intensamente las vibraciones que la caja de madera desparramaba por el aire del alba. Las dos amigas se perdieron por los rincones de esos barrios que evocaban y que ambas conocían; escaparon hacia experiencias pasadas y a Eva le pareció incluso que volvía a ver su casa de 130
antaño, la que la había cobijado en las tardes calurosas y en las noches invernales, la misma casa en la que su madre tejía y cosía ajena al mundo exterior, es decir a su hija que la contemplaba en silencio y añoraba para ella la magia de esos dedos que a su modo, ejecutaban una melodía callada hecha de hilos de colores y telas estampadas. Cuando la música terminó, aún durante un instante prolongado, las tres figuras –cuatro, el perro seguía allí– permanecieron quietas, como en un grupo escultórico exótico, un monumento a qué en esa plaza del pueblo, vacía por lo demás, apenas cubierta por una fría y densa neblina que había descendido como un manto de pudor sobre esos cuerpos demasiado libres para aquellas latitudes.
Como él mismo les fue relatando los días posteriores, el joven venía de la ciudad, pero se había criado en un barrio retirado del Gran Buenos Aires. Desde pequeño se dedicaba a la música y trabajó luego muchos años en escuelas, tratando de acercar a los niños algo de lo que a él mismo le había despertado la cercanía de los hombres y mujeres que habitaban esos caseríos, apenas vinculados con los municipios. Estaba solo, pero había tenido algunos amoríos adolescentes de los que parecía no querer hablar demasiado. De hecho, tanto Dana como Eva sospecharon que andaba por los pueblos buscando a alguien que se había perdido en las encrucijadas de la primera juventud; aunque notaron también que esa búsqueda era en realidad una mera excusa para lanzarse en la persecución de otros anhelos menos físicos. 131
No fue difícil que se sintieran los tres –cuatro, el perro ya no los abandonó y lo bautizaron Poly– vinculados, enlazados por virtud de esa extranjería que en el pueblo no dejarían de sentir hasta el día en que se marchasen, tres en busca de uno que en cierto momento sentiría una llamada poderosa y oscura. Ese vínculo había acontecido. No lo habían buscado, no tuvieron que construirlo, no necesitaron declararlo; había surgido desde el mismo instante en que, hechas las mínimas presentaciones, supieron que eran sujetos errantes, piezas sueltas en el rompecabezas de ese mundo pequeño y mezquino que componía el pueblo en el que, vaya a saberse por qué causas ocultas, se habían encontrado. Pero era también, y en virtud de su misma calidad, un vínculo provisorio, que aún no sabían hasta cuándo duraría. Ahora al menos se hallaban juntos y permitirían que la energía caprichosa que los unía se quemara hasta transformarse en otra cosa, recuerdo acaso entrañable, historia siempre, fragmento de experiencia que, si lograba encajarse lo suficiente en el intrincado laberinto de sus vidas, de modo que ya no fuera posible recorrerlo sin pasar por allí, contribuiría a formar el hilo enredado de la identidad, el aquí y ahora de tres narraciones en curso. Cuando partieran de ese pueblo, uno de ellos primero, tendrían la certeza de que todo tránsito los transformaba, como había venido transformándolos hasta ese momento y como, si no detenían la marcha, seguiría haciéndolo hasta que no fuera posible abarcar en una sola frase la vida. Pero por el momento se abocaron a la tarea no poco dificultosa de procurar un lugar para que el muchacho pudiera pasar los días. A Dana y a Eva les pareció la cosa más natural ayudar a su nuevo 132
amigo. Es cierto que Eva sentía, aunque no quisiera reconocerlo, una alegría contradictoria, ocasionada por la simpatía que le producía el forastero y por los celos que le despertaba ver a Dana tan eufórica. Un pensamiento la rondaba: una futura madre debe poner todo su entusiasmo en el hijo por venir, y sólo en él debe hallar interés, evitando cualquier distracción, sobre todo cuando esa distracción implica cualquier tipo de gozo. Pero al mismo tiempo temía que esa idea no fuera realmente de ella –tan cierta le parecía y a la vez tan sospechosa– y que las palabras de su madre siguieran llegando, como luz titilante desde la noche de sus recuerdos, y hablaran por su boca. Era un miedo legítimo, ya se había sorprendido en otras ocasiones considerando verdades ajenas. Pero por más que se esforzase no recordaba que nadie nunca le hubiese hecho planteos como los que ahora se hacía y además, en ocasión de qué su madre le hablaría de aquel modo. Así que por el momento decidió no pensar más en el asunto y dejar que las cosas siguieran la deriva imprevisible a la que siempre le había temido, pero que también le había dado, desde su partida, tantas experiencias reales, hechos que se alojaban ya en la memoria como tesoros. Ayudar a este desconocido de figura espectral o distante, pese a su simpatía, era una manera de incorporar otra experiencia de la que saldría ella más irrefutable. El cuarto que Eva y Dana ocupaban no tenía más que una cama y no habría habido allí lugar para sumar un cuerpo más. No sólo eso, la dueña de la pensión jamás lo hubiese permitido –pero esto lo entendieron después–, a juzgar por la cara de desconcierto que puso cuando los vio llegar juntos, una expresión en la que además se podía leer una 133
indignación que no quería disimular. Habían dejado al perro afuera por delicadeza y buena educación, pero no era el animal lo que parecía generar ese enojo contenido que la mujer no dejaba de manifestarles. El forastero habló del modo más correcto con aquella mujer severa y le pidió un cuarto, si era posible, dijo, cercano al de las chicas. La dueña de la pensión parecía no poder creer lo que oía; pretendía que los tres jóvenes comprendieran de inmediato lo que ella pensaba sobre el asunto sin necesidad de decirlo, suponía que las palabras sobraban y que cualquier sujeto bien nacido entendería de inmediato la enormidad de la insolencia. Pero lo cierto era que ninguno de los tres estaba en condiciones de comprender todos esos presupuestos, y con la ingenuidad más completa sonreían esperando que de un momento a otro, la digna señora, más allá del malhumor con el que la habían encontrado, les diera alguna solución. Viendo que era inútil tratar con semejante gente, la dueña de la pensión se limitó a informarles que todas las habitaciones estaban ocupadas, que aquellas que habían quedado libres estaban siendo reparadas y por consiguiente no podía más que lamentar el inconveniente; pero que si les parecía bien ella hablaría con una señora, amiga de toda la vida, que alquilaba algunos cuartos a señores –así lo dijo– solos; que sería cuestión de un minuto, si fueran tan amables de esperar, que ella se comunicara con la mujer en cuestión y de ese modo hallaran, con un poco de buena voluntad, un lugar para el caballero, que cómo había llegado tan silenciosamente al pueblo que nadie se había enterado, porque aquí todos sabían de todos –y clavó en Dana una mirada fugaz y reprobatoria– y cuando alguien llegaba a la terminal 134
era siempre bienvenido e invitado a quedarse; a menos, claro, que llegara de un modo diferente a como llega todo el mundo, por decir algo extremo caminando, que más que ser de viajeros es cosa de... Llenó el vacío de la última palabra con un carraspeo seco que servía también para dar por terminada la conversación. Se retiró al interior de la cocina y los tres se quedaron expectantes, aunque empezaban a comprender que el asunto sería más difícil de lo que habían imaginado. De modo que salieron nuevamente a la vereda. El sol ya había salido y su luz dorada iluminaba en una caricia pedazos de paredes y de árboles. –Va a ser mejor que me acomode en otra parte –dijo el joven. –Te van a conseguir un lugar –comentó Eva, a quien la figura desamparada del muchacho había llenado súbitamente de una compasión espontánea. –Puede ser –dijo él– pero creo que prefiero acampar más allá. Total, puedo venir cuando quiera. Además voy a estar más cómodo. No me imagino durmiendo en una pensión “para señores solos”. –No tiene nada de malo –dijo Dana. –Querida –dijo él con una confianza que a Eva le pareció excesiva e impropia pero que a Dana no sólo no pareció importarle, sino más bien divertirla–, vos ya sabés cómo son estos pueblos. No quiero que me envenenen el agua del mate. El comentario hiperbólico hizo que Dana lanzara una risa clara y abundante. Eva notó que su amiga se sentía eufórica. –Qué exagerado. A nosotras no nos pasó nada, y tomamos mate todo el día. –Ya sé –dijo él–, pero voy a sentirme más cómodo. Díganle a la señora que ya encontré lugar. Nos vemos. 135
Y sin otro comentario comenzó a caminar en la misma dirección por la que había venido, con pasos largos y decididos. Las chicas se lo quedaron mirando, cómo se iba por esa cinta levemente combada de tierra pareja, tan rápido que enseguida lo vieron empequeñecerse, a la espalda los bártulos que pendían como un abrigo demasiado corto. Fue un instante en el que ninguna de las dos reaccionó ni supieron qué decir o hacer. Si no fuera porque Poly, que había parado las orejas apenas ellos habían comenzado a hablar y, ahora que el muchacho se alejaba por la calle solitaria, se había incorporado y lo había seguido con total naturalidad, ellas se hubieran quedado mudas y quietas, nuevas estatuas azoradas en la vereda de la pensión. Eva sintió que debía decir algo, pero no se le ocurría qué cosa podría ser. –¡¿Te vamos a ver de nuevo?! –Dana tomó la iniciativa y lanzó la pregunta poniéndose ligeramente en puntas de pie, como si arrojara una piedra que sólo con un gran impulso llegaría a destino. El forastero se dio la vuelta unos segundos después, como si en efecto el grito de Dana hubiera demorado en llegar hasta él. Agitó la mano en el aire y sonrió y gritó a su vez –o lo vieron mover la boca, porque las palabras llegaron apenas desfasadas– que vendría por la tarde, si a ellas les parecía. –Síííííí –gritó Dana, mientras movía el brazo de un lado al otro. El joven retomó la caminata, seguido del perro que había permanecido indiferente al último intercambio de palabras, hasta perderse detrás de unas casas, sin dejar de sí más que el recuerdo de su imagen alta y delgada y acaso el de la música brillante que había ejecutado con pasión un par de horas 136
antes, en donde cabía tal vez buscar las raíces de la relación que habían comenzado.
–Pueden llamarme Ismael –dijo el forastero esa misma tarde, cuando se encontraron nuevamente en la plaza, y sonrió como si el comentario fuera especialmente divertido. A Eva le pareció que el nombre que el forastero había dicho era hermoso. Dana no era de la misma opinión y más tarde hablarían de ello. Por lo pronto, mientras el sol bajaba y se escondía de a ratos entre nubes falsas de tormenta, hablaron por un espacio de tiempo bastante largo. Algunas personas transitaban por las calles aledañas y los miraban con una perplejidad no exenta de desconfianza. Formaban en verdad un extravagante grupo: las “hippies raritas”, como solían llamarlas en los chismes desdeñosos –para no utilizar adjetivos más duros–, junto a ese joven alto, que las hacía verse más pequeñas de lo que eran, que había llegado de dónde y a qué horas y hablaba con gestos firmes como si se tuviera por muy sabio; incluso el perro les resultaba anómalo, un animal de los muchos que pululan en montón por las calles vacías, pero que ahora –con sus ínfulas de mascota– se volvía singular y completamente desconocido. De muchas cosas hablaron, de cada uno, de sus preferencias en el terreno de la música, de los libros y hasta de los pueblos pequeños, de los que éste en el que se encontraban constituía, si no una excepción, sí al menos una variante particular. Para Ismael, que no había andado tanto pese a estar viajando desde principios de diciembre, en los pueblos 137
pequeños del interior siempre se encuentra la misma cosa, con diferencias más o menos notorias, a saber, la vida silenciosa y lenta, la envidia secreta y orgullosa por las comodidades citadinas y, consecuencia probable de esto último, la reticencia por los extraños, sobre todo si vienen de la ciudad. –Y tienen una habilidad increíble para detectarte –dijo. Él venía de la ciudad, como había contado. Y aunque conocía lo que eran los barrios alejados, decía, la diferencia que éstos tenían con la gran urbe radicaba principalmente en el paisaje, y en no mucho más. Dana dijo que ella había viajado mucho, y que no era lo mismo un pueblo del interior de esa provincia que de lo que definió como “interior profundo”. –Ahí hay gente mucho más cálida. –Es que en estos pueblos la gran mayoría viene de las ciudades. Se escapan y se protegen de cualquier cosa que les recuerde de dónde vienen. A Eva le pareció que la idea de Ismael no era del todo errada. Pensó que era bastante común temerle a aquello que interiormente se lleva guardado, a veces tapado con capas y capas de olvido, a veces simplemente reprimido como un deseo incómodo. Pero la conversación se desarrollaba principalmente entre Dana y el muchacho, ella apenas si intervenía en ocasiones para hacer algún comentario que la sacara de la ausencia en que su silencio la recluía. Dana, a decir verdad, estaba cambiada. La llegada de Ismael había producido en ella una alegría algo violenta, como si de un momento a otro, toda la reserva que hubiera podido tener hasta entonces, se fuese, como dicen, al traste. Ahora, con él delante, se había vuelto extrañamente expansiva, hablaba con 138
fervor de las cosas más triviales, sonreía con ambigüedad y gesticulaba exageradamente. Eva sintió varias veces las punzadas de los celos, pero no había querido decir nada aquella tarde cuando, antes de encontrarse en la plaza, Dana había hablado de lo simpático que le parecía el forastero, de lo bien que tocaba el violín o de cuán maduro aparentaba ser. En otro momento Eva tal vez se hubiese tranquilizado con los comentarios porque ellos le asegurarían que lo que Dana le había dado a entender de sus sentimientos por ella no era más que un desliz, de los que suele haber muchos en la vida; una equivocación perdonable, una experiencia nueva de las que quedan grabadas en la memoria y a las que se recurre en busca de consuelo o de reafirmación. Pero ahora Eva más bien experimentaba una tristeza llena de niveles. Era cierto que al principio no había querido aceptar lo que habían hecho aquella noche, recién llegadas, después de la fiesta. Conocer tan íntimamente el cuerpo de Dana y dejarse explorar por ella eran cosas que la habían llenado de miedo e inseguridad. Pero con el paso de los días se había dado cuenta de que aquello no solo era algo que había deseado toda la vida, sino que además, de haberlo sabido, hubiera sido precisamente Dana la chica con quien hubiera querido ponerlo en práctica. Ese cuerpo ligeramente relleno, muy blanco y tibio, la llenaban de confusión y cada vez que lo había recorrido con sus manos, con su boca o simplemente con su propio cuerpo, rozándolo suavemente en el abrazo íntimo, se había sentido profundamente tensa y al mismo tiempo lánguida, como si no deseara otra cosa que poder deshacerse, como si fuera de harina, sobre esa otra piel perfumada. Pero ahora sabía también que esa chica, de la que aún 139
no se atrevía a decirse que estaba enamorada, esperaba un hijo. Y algo le señalaba que la aparición de Ismael estaba íntimamente ligada a ese embarazo revelado. Es verdad que Dana se había refugiado de inmediato en ella, sin reparos –de hecho habían retomado el trato íntimo–, pero el modo en que ahora se comportaba frente al muchacho alto que había llegado de lejos, le hacían temer que lo que fuese que Dana sintiera por ella –recordándole incluso el tipo de sensaciones que ella misma había perdido durante años– se diluiría con rapidez, no sólo porque se trataba de un hombre y Dana esperaba un hijo, sino también porque ese hombre era joven, y de cierta belleza enigmática, y tenía los dedos largos y habilidosos, y arrancaba sonidos conmovedores de su violín. ¿Y ella? ¿Qué lugar ocupaba en ese trío flamante? ¿Qué tenía ella para ofrecer frente a esos dos que movían las manos al hablar como si de alguna manera inconsciente estuvieran exhibiendo su destreza delante de quien se sentía el ser más infecundo de cuantos hubiera visto en el –pequeño pese a todo– mundo que conocía? Los interrogantes girarían en su imaginación durante toda la noche, cuando no durmiera y se levantara a altas horas y se sentara a la mesa, papel y lápiz en mano; la misma noche que siguió a esa tarde de encuentro, en la que Ismael volvió a calzarse el instrumento e interpretó una música que, no supo por qué motivos, fue despertando en ella una sensación nueva, la de que algo, pequeño al principio pero poco a poco mayor, surgía de las honduras sepultadas en su interior y llegaría a dar un vuelco rotundo al modo como se veía a sí misma. 140
“El dolor corría escaleras arriba. Las luces heladas aumentaban el vértigo y su vientre, enorme como una nube cargada de lluvia y a punto de estallar, peleaba por volver a la normalidad, por expulsar eso que lo ocupaba ya sin derechos. Había gritos por todos lados. Junto a su camilla nomás, una mujer de edad daba alaridos en los que se revolvían el llanto y la carcajada. Y al lado de ésta, otra. Y al lado de ésta, otra. Y al lado de ésta, otra. Había una enfermera que iba y venía por la sala. Otras cinco ocupaban sus puestos como corredores de posta que esperan su testimonio, delante de cada parturienta. Ella gritaba también y no sabía si lo hacía por su propio dolor o por el de las demás. En esa confusión, se oyó un llanto exasperado que llenó el recinto. Alguien había entrado a la sala desde un rincón profundo de la misma sala; y por allí al hospital, y por allí al mundo. Un tumulto de voces risueñas llegó desde ese extremo y ella quiso participar. Pero su garganta no pudo dar más que un aullido de dolor. Se movía, su panza. Se movía y se tensaba y contraía con espasmos. Pero su atención estaba en el barullo de la esquina, donde el llanto ascendía y tapaba los gritos de las demás. Era un lugar aterrador y sin embargo, nadie parecía tener miedo. Se abandonaban a las circunstancias. Igual que ella. Hubo de golpe un clímax, un límite de lo que su cuerpo podía soportar. Después, el llanto que saltó de entre sus piernas. Otro, que llegaba. Y el dolor nunca había estado. Como la luz que se apaga, se había ido. Faltó poco para que el cansancio, más brutal que el sufrimiento, la desmayase; pero el vagido era como un hilo finito que la ataba a la sala, a la luz de la sala, al perímetro donde cinco mujeres, echadas, echaban a rodar otras tantas 141
existencias, aturdidas porque nunca se habían creído, en verdad, capaces de tales proezas.” Como nadie dijo nada, Eva temió que su atrevimiento hubiese sido tal vez demasiado grande, incluso fuera de lugar. Ismael y Dana se habían quedado absortos durante el breve lapso que duró la lectura vacilante. La hoja tenía tantas tachaduras que apenas habría podido leerse. En el café no quedaban muchas personas. Se habían ido retirando a medida que llegaba el mediodía, cada uno a sus trabajos que no podía saberse a ciencia cierta en qué consistirían. En la mesa que ocupaban los amigos, tres pocillos de café hacía rato estaban vacíos. A través de la ventana se veía la vereda, la del frente, donde Poly se había echado a esperarlos. No había sol. Se habían juntado hacía una hora y organizaban una salida del pueblo en busca de algún caserío cercano donde vender las artesanías de Dana y presentar la música de Ismael, que lo hacía por amor al arte, según sus palabras. La charla había sido animada y durante la conversación fue poco lo que Eva habló. Pensaba si sería prudente leer aquello tan breve que había escrito, aquello que le había llevado, aunque no pareciese, varias horas y que ahora consideraba con un orgullo quizá exagerado, pero que la hacía sentirse tan diferente. En un momento, que consideró oportuno porque se había producido un hueco de silencio en el que no se oyó más que el tango que llegaba desde la radio sobre el mostrador, dijo que tenía algo para mostrarles. Sacó el papel cuidadosamente doblado del bolsillo y se puso a leer. Se había sonrojado al escuchar su propia voz, que le sonó irreconocible. Pero venciendo el miedo 142
leyó, trabándose en ocasiones, la letra despareja aunque legible que poblaba la hoja entre los tachones vehementes, el breve relato que no era más que un intento de no sabía aún qué. Ahora el silencio de los oyentes se estiraba y Eva no sabía si debía decir algo. Pedir disculpas tal vez, excusarse por hacer una intervención tan desubicada y pedir que continuaran con el diálogo, olvidándose de lo que había pasado, permitiéndole regresar a su lugar callado del que no debió haberse apartado ni por un minuto, sobre todo si eso significaba intervenir con algo tan sin necesidad, algo que todavía no tenía para ella ni siquiera la claridad de intención que habría deseado. –¿Cuándo lo escribiste? –preguntó Dana, de repente. –Anoche. No podía dormir, me levanté y escribí. Dana dibujó una sonrisa en la que había una satisfacción que parecía más acorde al rostro de Eva que al suyo, pero esa sonrisa fue haciéndose cada vez más resuelta y al cabo de un instante era ya una franca risa de entusiasmo que le humedecía los ojos y le hacía sacudir la cabeza levemente de un lado a otro como diciendo que algo no podía ser o que cómo no lo había previsto, o vaya a saberse qué; ni siquiera ella podría haber dicho lo que pensaba, tantas ideas se le cruzaban al mismo tiempo. Ismael, en cambio, no tenía ninguna expresión visible, más bien parecía meditar. Eva no sabía qué significaban, ni la risa de Dana, ni la abstracción de Ismael, y no acababa entender si lo que ella misma sentía de su texto tenía alguna correlación con lo que ellos manifestaban, abierta o reservadamente. Porque era la opinión del muchacho lo que más le preocupaba. Por algún motivo pensaba que él sabría ser mucho 143
más imparcial y le diría si lo que había hecho –no sólo el texto sino más bien la escena que terminaba de desplegar– tenía algún sentido. Fueron unos segundos de mucha tensión para ella porque Ismael continuaba encerrado en sus pensamientos. Pero de pronto regresó, tendió lentamente la mano y sin decir nada le pidió la hoja. Releyó con los ojos inquietos lo que Eva había escrito y la miró a los ojos, alternadamente, como tratando de hallar en ellos algo de lo que se había plasmado en el papel. Una súbita sonrisa le hizo notar a Eva que el examen había resultado favorable. –Está muy bien, Eva. Muy bien, está. Dana se incorporó y fue a sentarse junto a su amiga, y sin considerar que alguien del pueblo pudiera estar mirando, la besó largamente, suspirante y con lágrimas. El resto del día fue diferente a cuantos vivieran desde su llegada al pueblo, no solo porque Ismael era animado y perspicaz y las acompañaba como si las conociera de años, sino porque Eva había dado algo, una señal de que todo lo que hasta entonces permanecía obturado comenzaba, quizá por vez primera, a filtrarse, a salir de esa región insondable a la que no tenía acceso ni siquiera su memoria. Un dique había comenzado a agrietarse y eso era motivo de alegría para los campos secos de su realidad, los que la acompañaban desde siempre y nunca antes le habían dado más que frutos endebles, hierbas efímeras que se secaban con el primer calor. Esa misma noche, luego de despedirse de Ismael –que había armado finalmente su carpa en las afueras del pueblo–, Eva y Dana se amaron sin frenos, porque las primeras aguas que mojan las tierras estériles hacen brotar los deseos adormecidos, 144
tímidos, que florecen desatados. Dana no tuvo que buscarla porque fue su amiga la que, apenas cerrada la puerta de la habitación, se abalanzó sobre ella con un ímpetu desconcertante, con una ansiedad llena de jadeos que las llevaron a abandonarse sobre la cama, a desnudarse en tres movimientos, a cubrirse de perfumes y de sabores, de caricias y gimoteos renovados. Pero la noche pasó y la mañana entró por la ventana con una luz caliente y Dana salió temprano en busca de Ismael y Eva se quedó sola en el cuarto. El agua contenida tras un dique resistente a las tormentas y a los años no se filtra sin violencia. Por eso, mientras Eva miraba con ojos nuevos la luz del día, sintió el resquebrajamiento de un modo abrupto, y sin que mediaran ideas ni imágenes ni pensamientos de ningún tipo, se levantó a buscar el pequeño bolso encarnado que había traído en su viaje y que prácticamente había olvidado. Lo abrió y extrajo temblorosa la fotografía que se había perdido en su interior y que, ahora recordaba, ella misma había guardado antes de partir. Una nube delgada se corrió y destapó los rayos del sol, que se deslizaron, como materializándose, dentro del cuarto. Eva tenía los ojos clavados en esa foto que había olvidado durante tanto tiempo. Un pájaro cantó en un saludo a la luz y una brisa se llevó su trino por las calles y entre los árboles. Eva veía esa foto, abstraída. La voz de Dana –“Vamos, Eva”– entró como un piedrazo por la ventana desde la vereda. Eva miraba con ojos atentos la fotografía. Desde la calle subieron las voces de Dana y el joven; el perro inclusive vociferaba sus ladridos, la llamaban y le gritaban que se diera prisa. Eva redescubría esa foto y el agua del dique saltaba violenta. Las cosas 145
en el cuarto no se habían desplazado, los cuerpos afuera estaban inmóviles, la brisa matutina se había detenido. Eva reconocía esa imagen a través de sus ojos velados. Y ya no fue el día que se había prometido. El lugar adonde se dirigieron no podía ser llamado con justicia pueblo, era un amontonamiento de casuchas iguales con techos de tejas a media agua, isla en medio de la lisura de la pampa. Parecían calcadas y más se veían como un barrio de juguete que como un verdadero poblado. Eso sí, las casitas se abroquelaban en torno de una plaza rectangular en cuyo centro, hierático y solemne, se erigía un monumento “a la madre”. Había, sin embargo, bastante gente por las dos callecitas principales, en las que se agrupaban los negocios: el mínimo centro comercial. Si algo diferenciaba este sitio del pueblo del que venían era justamente este espacio de compras. Recién se dieron cuenta al transitarlo. El lugar en el que paraban no tenía ningún centro comercial. Más bien era como si los negocios estuvieran escondidos en las calles más laterales. Pero aquí no, la seguidilla de vidrieras decoradas con ingenuidad pero también con cierto pintoresquismo, le daban al lugar una alegría singular, y permitían que la gente fuera y viniera una y mil veces callecita arriba, callecita abajo, jugando a las compras; algunos hasta se daban el lujo de fingir olvido y obligarse a pasar por tal o cual negocio varias veces. Quería ser un pueblo mayor. Ismael, con su agudeza un poco pretenciosa, hizo el comentario y Dana compartió la opinión. De Eva no podía decirse ni que pensaba igual, ni que opinaba diferente. No volvió a hablar ya en 146
todo ese día. Dana supuso que esa abstracción en la que se había sumido tenía que ver con su insólita condición de narradora flamante, aunque no estaba convencida y francamente a veces se le hacía difícil saber qué le pasaba a su amiga, por lo que decidió no hacer mayor caso de su estado de ausencia. De todos modos Eva no estaba de malhumor, más bien parecía inmersa en una profunda perplejidad, esas que hacen fruncir el ceño y dejan pensando en sabe dios qué asuntos intrincados. Ismael, que también notó en seguida el extraño estado de ánimo de su compañera, con gestos furtivos le hizo entender a Dana que lo mejor que podían hacer era dejar que Eva sola diera señales de vida. Poly no se separó de ella en todo el día y Eva daba signos de sentirse a gusto con su compañía, a juzgar por el modo en que le acariciaba la cabeza y el lomo, mientras sus ojos miraban nada que pudiera señalarse. Por lo demás, fue un día más que agradable. Al llegar, cerca del mediodía, se acomodaron en la plaza, bajo unas acacias altísimas que los protegerían del sol –día a día más inclemente– durante toda la tarde. Dana tendió, ayudada en silencio por Eva, la manta clara que usaba de vitrina y desplegó sobre ella, como en un abanico, el resultado de su producción de los últimos días. Luego se sentó a esperar que alguien pasase y se preguntara qué era aquello y se acercara. El vientre le había saltado repentinamente la noche anterior, de modo que ahora era bien visible su embarazo, pese a que aún se trataba de una futura mamá bastante reciente. Ismael, para atraer a los potenciales compradores, había preparado un recital silvestre consistente en algunas piezas de música ligera que iría interpretando en sesiones de media hora, mientras durase la jornada. 147
Querían ver cómo respondían los pobladores. Y respondieron muy bien, a decir verdad. A poco de instalarse el extraño grupo algunos curiosos se aproximaron, las manos en los bolsillos como distraídos o despreocupados, y se quedaron a unos cuantos metros, observando lo que se ofrecía a la venta y oyendo la música liviana y melodiosa que caía desde el violín y se desperdigaba sobre el césped corto de la plaza. Algunas cosas vendieron y hasta recibieron dinero por la música, como si se tratase de una oferta distinta que también debía recibir algún tipo de retribución. Hizo mucho calor esa tarde y de no ser por la sombra servicial de los árboles, habrían debido refugiarse en algún sitio para soportar la luz excesiva. Cuando el sol comenzó a declinar nuevos transeúntes se acercaron con deseos de comprar algo bonito o de oír alguna pieza conocida. Y todos se marchaban satisfechos, con las manos y los oídos llenos, los bolsillos ligeramente más livianos. Cuando oscureció y ya regresaban al pueblo, decidieron detenerse en un campito a la vera de la ruta y encender fuego. Ismael y Eva buscaron en silencio ramas secas y pequeños troncos que pudieran servir para que el fogón no se apagara demasiado pronto. Dana, que los iba recibiendo, armaba con paciencia y esmero una pagoda con los trozos más grandes y volcaba en el interior las ramitas más secas y frágiles. Cuando el muchacho la encendió, la llamita se transmitió del encendedor a la hojarasca y pronto fue devorando las hebras de pasto seco y los palitos endebles e inservibles, pero tan aptos para ser quemados. El perro miraba crecer las llamas como hipnotizado, tenía el hocico abierto y la lengua le colgaba y los ojos parecían más húmedos que de 148
costumbre y se veía en ellos brillar duplicado el fuego incipiente. Dana también miraba extasiada el fuego que crecía y se acariciaba el vientre, como tratando de llevar algo de ese calor exterior al interior de su propio cuerpo, o quizá era la luz lo que trataba de hacer penetrar a través de la piel tensa de la panza. Eva miraba el fogón y tenía una expresión incompresible. Ismael era el único que parecía en verdad estar pensando algo. Recordando algo. Y sin duda era así, porque al cabo de unos minutos, cuando las llamas ya habían subido hasta lo alto de la pagoda y asomaban a la penumbra del atardecer como viniendo desde lo profundo de la tierra, hizo un comentario, como para sí mismo: –Cada vez que veo el fuego así me acuerdo del incendio. –¿Incendio? –preguntó Dana saliendo de su ensimismamiento. Ismael la miró como si no entendiera que su comentario había sido escuchado y había provocado además una pregunta. –Un incendio que hubo en mi barrio, cuando era más chico. –¿Nunca habías visto? –Ni volví a ver. Fue terrible. Era la casa de mi novia –dijo y se calló de pronto, como si hubiera cometido una imprudencia. Eva regresó por un instante de la abstracción vacía en la que se encontraba al oír el comentario de Ismael. Algo habían despertado en ella esas palabras, aunque no pudiera saberse qué. Permaneció en silencio. Dana hizo lo mismo, pero por motivos diferentes; se había dado cuenta de que el joven no tenía ganas de ponerse a hablar de ciertas cosas que sin duda no estaban definitivamente confinadas al 149
pasado y se actualizaban de vez en vez, como ahora que el fuego era un contento entre los troncos apilados con destreza y parecía lamerlos, inquieto y voraz. Hubiera querido preguntar si aquella vez había ocurrido alguna verdadera desgracia, si alguien había salido lastimado, si su novia se encontraba en casa cuando las llamas la devoraron, si él mismo tuvo que oficiar de héroe y salvar una mascota... pero prefirió quedarse por el momento con estas dudas y abandonarse al amable sonido de la crepitación de las ramas rojas y pronto cenicientas. –Se llamaba Delia –dijo el joven, y ya no volvió a hablar. La noche llegó definitivamente y el cielo se mostró estrellado al extremo de no suscitar ningún comentario. Si alguien hubiese venido por la ruta, de este a oeste, se hubiese sorprendido al ver, en un espacio próximo al pavimento, esas figuras fantasmales reunidas en torno a un no menos fantasmal cúmulo de brasas rojas, que poco calor daría, cuando apenas daba luz. Su marcha veloz le hubiera impedido, por lo demás, saber que se quedaron allí durante horas, hasta que la primera brisa de la madrugada, que ya había corrido el firmamento ligeramente hacia el oeste, se llevara las últimas cenizas calientes rodando por la ruta hacia el interior de la noche. Mucho menos hubiera podido saber, tan fugaces son las visiones nocturnas, que esas figuras se fueron aproximando unas a otras, de manera casi imperceptible, y que se habían finalmente aglomerado en una única mole de cuerpos quietos que se daban calor y afecto.
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Eva se marchó tres días después. Se diría que esa ausencia en la que se había sumido acabó por trasladarse de su interior al afuera variado y sólido. Dana creyó al principio que la encontraría con Ismael, tomando mate junto al calentador de kerosén que el joven instalaba frente a su carpa todas las mañanas. Luego debió preguntarse, como se preguntó Ismael mismo cuando supo que Eva no estaba, si no se habría quedado en la plaza del pueblo, sentada en el banco de madera en el que habían visto aquella noche llegar al forastero y se habían conocido. Pero nada de esto resultó ser así. Eva se había marchado. Sencillamente no estaba. Ese día la buscaron por todo el pueblo y aun por las inmediaciones; llegaron incluso hasta el caserío en el que habían estado recientemente; pero no hallaron más rastros de Eva que sus propios recuerdos, que la veían, la mirada perdida y la boca cerrada, acariciando la cabeza de Poly. El perro ahora se mostraba inquieto y olisqueaba el aire en busca de alguna señal. Nada. Como si nunca hubiera existido. Por otra parte nadie hubo capaz de darles alguna información, o tal vez no querían inmiscuirse en asuntos de gente tan poco correcta; de hecho Dana notó que, frente a su estado de evidente preocupación, las caras de los habitantes traducían una satisfacción secreta, una confirmación que tal vez se había demorado demasiado en presentarse y que quizá a más de uno –en virtud de tardanza tan insólita– había hecho tambalear en sus convicciones, pero que llegaba por fin para decir a cada habitante que no se habían equivocado respecto de muchas cosas y que permanecían en el lado correcto. ¿Dónde buscar? ¿Cuánto sabían de Eva? Dana misma no hubiera podido decir demasiado, apenas 151
las cosas que la misma Eva le había ido confiando en los días que compartieron. Pero esas cosas resultaban insuficientes para precisar la dirección en la que sus pasos deberían haberla llevado. Eva se había ido como había llegado, sin nada. En la habitación todo estaba como siempre, todo en su lugar. Mientras Ismael seguía averiguando lo que podía de los pocos colaboradores pueblerinos, Dana se recluyó en el cuarto en que juntas habían descubierto lo que otra mujer era capaz de darles y lloró amargamente, tendida de lado sobre la cama, acariciándose el vientre como protegiéndolo de toda la tristeza que le brotaba por los ojos y la boca. ¿Acaso no había sólo desconcierto? ¿Había previsto que pasaría? Es cierto que el estado en el que su amiga se había sumido los días anteriores la había preocupado y también es verdad que durante esos días apenas habían vuelto a tocarse, pero había sido un modo de respetar el ánimo reservadísimo de Eva, que al mismo tiempo no revelaba dolor o angustia, sino tal vez un asombro que no acertaba a explicarse. Incluso temió Dana que otro golpe de amnesia, de esos que parecía sufrir periódicamente y que la dejaban desamparada, llena de recuerdos “cortos” como ella misma decía, la hubiera asaltado. Si esto había pasado entonces Eva se habría despertado en una cama desconocida, desnuda o semidesnuda junto a una desconocida en una habitación desconocida. Entonces, más que marcharse, habría huido. –Soy yo –escuchó Dana la voz grave de Ismael tras unos golpes tímidos en la puerta. Entró y pronto fue claro que no había podido averiguar nada. Se sentó sobre la cama junto a Dana y le acarició el pelo como en un consuelo bien intencionado pero poco eficaz. 152
–¿No tenía algún papel con direcciones, teléfonos, esas cosas? –dijo al cabo, renovando su interés por la búsqueda. –Tenía un bolsito rojo con una foto, nada más. –¿Ése? –dijo de repente entusiasmado Ismael, señalando debajo de la mesa. Era el bolso de Eva, no cabía duda. Tan rápidamente se había ido que no había tenido tiempo de buscarlo y llevárselo. Pero también pensó Dana que su hipótesis de la amnesia tenía ahora una pista ineludible. Ismael se incorporó y lo levantó. Metió la mano dentro, como si estuviera a punto de sacar a la luz un secreto celosamente guardado. –Es una foto de Eva –Dana no buscaba suspenso. Ismael sacó la foto y se puso a contemplarla en silencio. Su mirada la recorría intrigado, menos por la efectiva revelación de la imagen que por la leve anomalía que hallaba en ella. –Es una foto rara... ¿y la nena quién es? La pregunta fue hecha tan inocentemente que Dana no supo primero a qué se refería Ismael. Desconcertada, tomó la foto y volvió a mirarla con atención. Recién después de un momento en el que la vista estuvo interferida por los propios recuerdos y pensamientos que, poco claros y en remolinos, se presentaban delante de sus ojos, se dio cuenta de qué era lo que Ismael decía. De pronto la mujer que estaba en segundo plano, de la que apenas podía verse un fragmento de cuerpo, volvió a mostrarle la mano, pero marcada con una cicatriz que la primera vez no había visto. Era la mano de Eva, sin duda, no podía haber dos cicatrices como aquella, Dana lo sabía bien, como que había visto y acariciado y besado esa misma mano y la otra y el resto del cuerpo de esa 153
mujer joven que allí, en esa foto, ocupaba un segundo plano borroso detrás de una nena de no más de cinco años exactamente igual a como ella imaginaba que se vería Eva a esa edad. Menos de una hora después habían salido del pueblo para no regresar. Iban Dana e Ismael callados, el perro los seguía. No podían saber hacia dónde dirigirse. Sabían sí que vagamente iban en busca de Eva. Pero como en verdad no tenían idea de adónde se había ido, en qué dirección, detrás de qué horizonte, la lenta caminata que emprendieron tenía tanto de errante como de pura. Andar, sencillamente. Trasladarse de un lado a otro sin más motivación que la de hallar, perdida por esos caminos, una figura amada que, igual que ellos, se movía hacia dónde. Dana había dejado de llorar. Una confianza extraña la había ganado apenas dieron los primeros pasos fuera del pueblo. No hubiera podido decir a ciencia cierta de dónde manaba esa certidumbre, sólo que la había invadido y ya no la abandonaría hasta el día en que no tuviese más necesidad de ella. Tampoco estaba muy segura de cuál era el objeto de esa confianza. Pensó mucho en esos días de marcha. En Eva, por supuesto, en todo lo que ella le había contado y que ahora se le aparecía tan lleno de verdad que una leve culpa la acicateaba por dentro a causa de su escasa fe en esas palabras. No es que no le hubiese creído, simplemente se había dado cuenta desde el principio que todo lo que su amiga le contaba, por más mínimo que fuera, por más inverosímil y hasta francamente falaz o contradictorio, tenía una raíz de verdad inamovible, tan profunda y asentada que ni siquiera Eva podía percatarse de ello. La historia de sus manos, la de su madre apacible y dominante, la de aquel chico que de un modo u otro cambió su vida, su revelación 154
como narradora talentosa. Todo venía de lejos, como las nubes. Y el agujero negro del que varias veces había hablado, el espacio hondo que se había devorado años enteros de su propia historia, habría sido tal vez iluminado por esa foto en la que ella creyó ver a la misma Eva niña. A Dana no le había pasado inadvertida la consternación de su compañera la mañana en que visitaron al médico. No se había tratado de la misma confusión que ella había sentido, ella –ahora– madre. Eva había encontrado allí otra cosa, algo que la acercaba más a la verdad sobre sí misma y que tardó aún unos días en hacerse nítido. Y si era esa niña, la de la foto, lo que Eva había ido a encontrar, al fin y al cabo, la búsqueda que habían emprendido junto con Ismael no sería tan vagabunda ni tan incierta. El verano estaba por llegar. Su hijo nacería con los primeros fríos. Si para entonces Ismael se encontraba aún con ella, él sabría cómo cuidarlos. Si para entonces había hallado a Eva, retomarían, ahora ambas madres, lo que las turbulencias de la incertidumbre habían interrumpido. Como fuera, Dana dejaba que una imagen ocupara su imaginación, tan intensa que se convirtió en su fortaleza; era una imagen que embellecería al despertar cada mañana, en cada tramo de silencio por el que marcharan, adormecida por el ronroneo de cada ómnibus al que subiesen. En ella veía a su hijo, un bultito trémulo de carne tibia y rosada, sostenido con familiaridad por las manos hermosas de Eva. En el pueblo no volvieron a recordarlos. Marcharon tal como habían venido, sin un pasado visible, sin un futuro claro, y era lo esperable. Gente al viento, dijeron los más memoriosos. 155
La soga
Caminan por la larga calle de tierra roja que se pierde en un descenso pronunciado hacia el marrón plateado y móvil del río, aún invisible. Uno es alto, el otro no. Uno es robusto, el otro no. Cargan un bolso negro que se turnan para llevar. Sus pasos son tranquilos pero decididos y su conversación es animada. Hablan de cosas ajenas y, por momentos breves, de cosas que los involucran. El sol quema ya a esa hora de la mañana. El verde exuberante que acompaña el camino pierde su brillo a medida que el sol sube y aplasta el mundo con su luz inclemente. La espalda del que lleva el bolso ahora está sudada. El peso que carga, materialmente, no es excesivo. El otro camina y aguarda su turno. Se sienten bien. Están, se diría, contentos. Uno tiene un nombre extraño, el otro no. Uno habla rápido, el otro es más pausado. Ambos caminan con ritmos diferentes y hacen que el otro se apure o haga sus pasos más lentos. También en eso se alternan. Llegaron ayer al pueblo, a la hora del crepúsculo, después de un viaje de tardanza inaudita. Se alojaron en un hotel modestísimo del centro periférico y salieron a caminar también durante la noche. Pero ha sido, a diferencia de ésta, una caminata errante. Las calles asfaltadas, limpias, las mesas de los bares sobre las veredas, la gente aquí y allá reforzaron la 157
sensación de extranjería que sintieron apenas bajaron del tren. Y sin embargo debieran sentirse paisanos. Son jóvenes y aún conservan cierta ingenuidad que los asemeja. El camino está cubierto de piedras, sedimentos, más bien, que son como terrones de barro colorado. Cada tanto deben dar pasos más largos por encima de hilitos de agua transparente. Son como arroyos mínimos que regresan al río, al agua mayor, del que quizá partieron hace tiempo en el ciclo de las lluvias. Uno dice que esa agua es tan pura que puede tomarse sin temor. El otro se permite dudar. Esa es justamente otra cosa que los diferencia. Uno es vacilante, el otro toma iniciativas a veces riesgosas. Esas diferencias en el modo de ser parecieran alejarlos. Sin embargo es todo lo contrario. De hecho caminan juntos por esa calle en pendiente, y hablan y se turnan para cargar el bolso, que pesa, a su manera, mucho. El tren que los trajo venía lleno. Es lógico en estas fechas. Se acerca el verano y con él las fiestas. Muchos vuelven a sus lugares de origen para pasar con familiares las navidades, el año nuevo. Muy pocos se quedarán más días. En la ciudad el sustento espera y no permite que se lo abandone por demasiado tiempo. Los hombres y mujeres que viajaban con niños y enormes bolsos tenían un ánimo especial. Estaban felices de regresar, siquiera brevemente, al lugar de donde habían salido. No habían partido, en rigor. Se habían ausentado en regiones lejanas, pero seguían atados a sus pueblos diminutos. Una soga invisible les impedía marchar del todo. Esa soga estaba atada al centro del mundo y desde allí les marcaba la dimensión circular de la tierra. Por lo que habían podido ver, uno llevaba sólo una bolsa de supermercado. Era un hombre apenas 158
maduro. Algunas canas se disimulaban entre los pelos renegridos. Era un hombre que había ido a la ciudad a buscar trabajo y al cabo de todo un año regresaba con las manos vacías. En la bolsa no había más que unos cuantos caramelos y una bolsa más pequeña con un sánguche para saciar el hambre del viaje. Tenía el semblante triste, pero no por no llevar nada, sino porque en la ciudad había conocido a una mujer. Esa mujer estaba a punto de hacer que cambiara su centro, el ombligo de su mundo. ¿Cómo les diría a sus hijos, cómo a su esposa, “Hijos, esposa, es la última vez que vuelvo”? Eso lo tenía angustiado y anhelaba que el viaje se demorara más y más a fin de no tener que decir aquello tan pronto. Suponía que las caras consternadas de los niños y de la mujer que lo aguardaban producirían en él un arrepentimiento inmediato o una huida más veloz aun. Otro que no paraba de hablar y de reír dijo en voz alta cuando todos, creyó, dormían, como si nadie pudiera oírlo: “Ahora va a saber quién soy realmente”. Estaba vestido con mal gusto, pero con una ropa carísima. De lejos se veía que la había comprado en buenas tiendas. Resultaba extraño verlo. Uno no podía no pensar que se trataba de ropa regalada o robada. El hombre era vulgar y a la vulgaridad no se le admiten méritos. Mucho menos cuando esa vulgaridad viene de un hombre bastante moreno, pequeño y robusto, con barba de tres días y abundante sudor. Las manos llenas de callos aumentaban esa sensación de ridículo ajeno que provocaba. Bajó a media mañana en mitad del campo y todos lo vieron alejarse silbando alegremente por un camino sin árboles que se perdía en el horizonte sin una casa a la vista. Habían demorado más de la cuenta en salir. La estación hormigueaba de gente. Valijas, bultos, 159
carros, niños, se movían de un lado para otro sin orden ni concierto. Uno, el alto, conjeturó que demorarían al menos tres horas. El otro prefirió suponer que la demora no sería de más de una. Cuando se les permitió subir, no podían hallar el vagón inscripto con el mismo número que figuraba en sus boletos. Buscaron por todo el tren, de ida y de vuelta, unas dos o tres veces, y nada. Les llamó la atención que nadie más buscara el vagón. Pero poco a poco vieron caras de desconcierto y se dieron cuenta de que los que buscaban el mismo coche, tan admirados como ellos por la insólita situación, no habían atinado a decir nada. Uno de los pasajeros, un muchacho que no llevaba más que un morral de tela verde, dijo “No estamos”. Calló como si hubiera dicho algo impropio. Alguien comentó que más allá un hombre se había puesto a hablar, con aire de autoridad. Así supieron, al acercarse, que el coche que buscaban en realidad no había sido puesto en el tren. No se podía saber a ciencia cierta por qué –nadie buscó tampoco la explicación exacta–, pero el vagón faltante estaba en Entre Ríos. Allí trasbordarían para tomar posesión de él, así que mientras tanto viajarían en otro vagón, que no estaba en ninguno de los boletos, estando de hecho. El ferrocarril prestaba un servicio deficiente, pero por lo mismo, muy barato. El más robusto se ríe ahora de la escena que recuerda. Le parece que en realidad nunca hicieron el viaje y que probablemente todavía están en el andén de la estación, buscando el vagón ausente. El otro lo mira y hace un gesto reprobatorio. La imaginación del más robusto es frondosa, comenta, aunque a decir verdad un poco inadecuada. El viaje ha sido hecho y están justamente terminándolo ahora mismo. La risa del otro lo ha puesto repentinamente 160
grave, reconcentrado, disgustado casi. El que ha reído comprende que no debe vulgarizar la situación. El viaje ha sido hecho y están justamente terminándolo ahora mismo. Pide, para congraciarse, cargar el bolso un rato. El otro accede y al pasárselo ya no tiene una expresión severa. Se miran y sonríen. “Boludo”, dice el que llevaba el bolso, reconviniendo al otro amablemente. Es muy roja la tierra en esta zona. En toda la provincia es roja, pero aquí, por donde caminan, es más oscura e intensa. Parece bordó. El más alto se detiene un instante y se pone en puntas de pie. Tiene ganas de ver el río, dice. El otro se queda a su lado expectante. El vistazo, por lo que parece, arroja resultados positivos. El río está allá abajo, dice el más alto. Al otro por el momento no le queda más que imaginárselo: recto, su superficie erizada por la brisa, de un marrón luminoso, casi plateado. Continúan la marcha. El que ha mirado camina ahora con mayor entusiasmo. La imagen del agua parda, brillante, móvil, le ha cambiado el ánimo, que si ya era bueno ahora lo desborda dulcemente. Dice que no falta mucho, que lo único malo es haber hecho un viaje tan largo para terminar tan pronto. Es, en verdad, una lástima, comenta el otro. Habían llegado a Entre Ríos con la primera oscuridad. El cielo estaba aún pálido en el horizonte, hacia el oeste, aunque ya no rojizo. Todavía no había salido la luna. El tren se detuvo unos dos kilómetros después de una estación abandonada. No había nada de luz. Allí, sobre unos rieles que marchaban paralelos a aquellos por los que iban, había otro convoy completo. En ese tren estaba aguardándolos, a ellos y a otros más, el vagón que se les había destinado. Pero en medio de la oscuridad resultó bastante 161
difícil encontrarlo. De hecho, como todos los pasajeros debían trasbordar, el caos fue inmenso y la confusión reinó durante varios minutos. Los más perjudicados fueron aquellos que llevaban gran cantidad de bultos y bolsos, los que iban con niños pequeños o los de mayor edad. Ellos no tuvieron mayores problemas porque además del bolso negro llevaban unas pequeñas mochilas muy cómodas. El desorden aumentó dentro de los vagones oscuros porque nadie podía hallar su asiento, también numerado. La gente culpaba de todo a los pasajeros del coche que se había agregado. Decían que era muy presuntuoso hacerse esperar en medio del campo por un coche especial. Se quejaban porque todos habían pagado igualmente su boleto. El resto del viaje ese vagón sería evitado por los que vagabundeaban sin poder dormir por todo el tren. Los que viajaban allí pensarían que iban en un coche fúnebre. Una hora más o menos se demoró la nueva locomotora con su ristra de vagones para retomar el viaje. A los diez minutos de reiniciada la marcha oyeron a una mujer llorar. Contaba que no había podido encontrar a la señora que venía viajando con ella, que seguramente la habían olvidado en el descampado y esa pobre señora ya no llegaría a destino a tiempo. Alguien intentó explicarle que seguramente se había acomodado, como hicieron muchos, en el primer asiento libre. Pero la mujer no aceptaba las explicaciones y se obstinaba en su lamento. Lo que más la angustiaba era que esa señora viajaba al entierro de una hija y ahora, a causa del trastorno, llegaría demasiado tarde, cuando ya todos hubieran regresado del cementerio, de modo que sólo le quedaría como consuelo llevarle flores. Hacía por lo menos tres años que no veía a su hija, 162
y cuando se preparaba para visitarla un telegrama le informó que la pequeña había muerto. Una voz en la oscuridad preguntó entonces qué edad tenía la muchacha. Acababa de cumplir quince, dijo la mujer, y la señora sufría mucho porque la última vez que la había visto la pequeña tenía apenas doce; ahora no podría ver en qué se había convertido esa niña a los quince, ni siquiera en el cajón, porque ya estaría sepultada. El relato tristísimo de la mujer causó en los pasajeros una desazón profunda. Nadie dijo nada hasta que la mayoría estuvo dormida. Fue entonces cuando se oyó aquello que el hombre mal vestido dijo, que ahora alguien iba a ver quién era él realmente. El camino es ahora un descenso pronunciado y los dos hombres sienten una mayor felicidad, porque no parece que van, sino que son llevados. El que tiene un nombre raro dice algo acerca de la curva que tienen delante. Como el otro no entiende, pide que vuelva a decirlo. “Que después de la curva hay sombra”, repite el primero. Sea por la brisa húmeda y fresca que sube desde el río, sea por lo descansado del recorrido, o quizá por el estado de alegría que lleva, el que al principio no entendió las palabras del otro no se ha percatado de la dureza del sol. No ha traído sombrero pese a las recomendaciones de la madre, pero ha sido simplemente por distracción. El que tiene nombre raro dice, cuando ve al otro turbarse algo al tomar conciencia del calor, que la madre lo había advertido; “no importa”, agrega, “yo tampoco traje sombrero” y sonríe, como si con esa confesión el otro debiera sentirse mejor. Y de hecho, así ocurre. Se miran y ríen a gusto. Se sienten cómplices de una fechoría menor. 163
Al llegar a la curva giran hacia la derecha. El que lleva el bolso se ha puesto a silbar una melodía folklórica de moda. El otro lo acompaña cantando en voz baja. Pasado el recodo, de un rancho de adobe les sale al paso una niña. No debe tener más de diez años y lleva en la mano una jarra llena de agua fresca. Dice que lo hace toda vez que alguien pasa frente a su rancho con calor. No tiene nada mejor que hacer cuando llegan las vacaciones. Es una pequeña que no viste más que un vestido claro estampado de florcitas lilas. Vive sola con su madre porque el papá hace tiempo las abandonó y se fue al Brasil buscando, según dijo, una mejor vida. El que lleva el bolso al hombro le pregunta, por decir algo, si van por el camino correcto hacia el río. Ella dice que no, que el camino correcto es otro, pero que es poco transitado, porque este camino por el que ellos van tiene, entre otras cosas, el atractivo extra de una niña que ofrece agua a los marchantes. El que tiene un hablar más pausado le agradece y le devuelve la jarra con la mitad del contenido. El otro también quiere beber y se la pide, mientras pregunta a la niña su nombre. Lidia, dice que se llama, igual que su abuela y que la abuela de ésta. Es un nombre de abuelas y de nietas, dice. El que bebió primero piensa cómo es posible que entonces la madre no se llame igual, porque seguramente también ha sido nieta alguna vez. Pero la niña aclara que la que inició la tradición bautizó con su nombre a su nieta y que desde entonces en la familia siempre hay una que lleva otro nombre y a quienes generalmente los hombres abandonan. Y a las que se llaman Lidia, pregunta el que ha bebido en último término, mientras devuelve la jarra vacía y respira agitadamente a causa de la ansiedad con que ha tragado el agua, ¿ningún hombre las ha 164
abandonado? No, responde la niña, son ellas quienes han acabado por dejarlos solos. El que habla más rápido se ríe. Le parece simpática esta niña. Y ese nombre le gusta, además. La pequeña, cuando recibe la jarra vacía se da la vuelta y regresa corriendo hacia el rancho donde la madre espera amasando pan. A un costado, en un horno de barro, arde un fuego rojo ya casi sin humo. Esa niña no ha dicho que sale a ofrecer agua a los caminantes porque está convencida de que un día, por ese mismo camino pasará su padre, perdido y sin memoria, rumbo al río y que ella será la única que pueda reconocerlo. Algunos años después el padre pasará realmente por allí, pero no para ir hacia el río incesante y marrón, sino para ver, olvidado hasta de sí mismo, si es cierto lo que le han contado, que por esa calle una niña sale al paso del viajero y ofrece agua para calmar el calor. Los hombres continúan su marcha y entran en una zona sombreada por unos enormes árboles que crecen a la vera del camino. Son tan grandes que llegan a formar un techo de ramas y de hojas sobre la calle de tierra, que está fresca y levemente húmeda. Los aturde el grito de los loros que vuelan de rama en rama. En el tren había un grupo de niños, todos hermanos, que no paraba de cantar una canción infantil en la que se contaba la historia de un coatí que no quería quedarse solo y por eso no se atrevía a cambiar de árbol, hasta que todos los coatíes se marcharon en busca de alimento y lo dejaron allí, solo con su miedo. Los niños eran desafinados y estridentes y varios pasajeros habían acabado por cansarse y pedirles a los adultos que viajaban con ellos que los hicieran callar, que nadie podía descansar con la gritería. Pero los adultos no eran sus padres ni sabían 165
quiénes eran esos niños ruidosos. Ya habían intentado hacerlos callar, sobornándolos con golosinas. Pero los pequeños no habían aceptado y desentonaban su canto cada vez más fuerte hasta que el guarda –un hombre gordo de uniforme impecable– les dijo que si no se callaban los haría bajar en medio de la nada. “Si hay muchos árboles, bajamos”, dijo el más grande de los niños. Después de esto hicieron silencio y ya no volvieron a cantar. Parecían entristecidos de repente, como si las palabras del mayor les hubiera traído algún recuerdo doloroso. Los hombres habían viajado con el bolso negro apoyado en el suelo. El alto había dicho que ese lugar le resultaba inconveniente. El otro manifestó que, entre los dos, el bulto ocupaba el lugar que le correspondía. Al principio ninguno de los dos estaba convencido de hacer semejante viaje para un asunto tan simple. Suponían que podían resolverlo de otro modo menos complicado. El más robusto había dicho que viajar tantas horas era no sólo un despropósito, sino además una actitud desconsiderada hacia la madre, que no podía viajar en virtud de su edad avanzada. El otro opinaba que todo eso era verdad, pero que quizá sería después de todo una buena oportunidad para visitar el pueblo, al que hacía tantos años no iban y en el que nunca habían estado juntos, porque cada uno lo había conocido en épocas diferentes. Sin embargo, el argumento del más robusto tenía su peso y el otro dudaba entre viajar o resolver la cuestión de manera más expeditiva. La madre fue la que terminó por decidirlos. Dijo que ese era un viaje que ellos debían realizar y que nadie más que ellos estaba destinado a hacerlo. La actitud seria, un poco severa tal vez, pero profundamente 166
convincente de la madre les hizo despejar cualquier duda. El padre no se manifestó ni por una opción ni por la otra. Pero ambos hombres sabían que, de poder hacerlo, se hubiera inclinado por el viaje. Así que pidieron unos días en el trabajo y, aprovechando además un fin de semana largo, se llegaron hasta el pueblo del que, ahora, el camino que bajaba al río los había alejado. El más impulsivo pregunta, mientras hurga en su nariz con el dedo índice, qué hubiese pasado de no haber viajado hasta aquí. El otro, que lleva el bolso colgando, tomado de las manijas, no tiene idea. No lo ha pensado ni por un minuto, dice. Pero el otro insiste, dice que él supone que de haberse quedado la madre se hubiese mostrado defraudada de ellos. Es posible, pero también es cierto que ahora que se ha quedado sola, al menos por unos días, debe de estar extrañándolos y seguramente se arrepiente un poco de dejarlos ir, comenta el que lleva el bolso. Se callan por un minuto y se quedan pensando. Uno de ellos recuerda a la madre. El otro al padre. A ambos les cuesta sacárselos de la cabeza y esa certeza los ensombrece un poco. Tal vez la sombra real que cae desde las alturas de los árboles colabora para cambiarles el ánimo ligeramente, durante el tiempo que demoran en atravesar esa parte del camino. “Tienen que andar siempre juntos” había dicho el padre. Era algo que de cualquier manera solía decir. Siempre juntos, agregaba, como hermanos que son. Uno de ellos se preguntaba si a tal condición familiar había que ratificarla además con una cercanía espacial concreta. Pensaba que había muchos modos de mantener la cercanía y que, de todos esos, el que implicaba la contigüidad material era el menos confiable. El otro no tenía mayores ideas acerca 167
del asunto y creía que si el padre lo había dicho, así debía de ser. Y en honor a la verdad, nunca se habían sentido separados. Desde pequeños iban a todas partes juntos, como un dúo inseparable que no se sabía bien si era el resultado de un afecto inmenso o de una fatalidad territorial. El vínculo sanguíneo, a causa de las notorias diferencias que podían apreciarse, no era casi nunca colegido. Una vez, por ejemplo, cuando jugaban un picado entre los dos en un campito, se les acercó un hombre. Era un sujeto extraño, tenía un parecido extraordinario con el padre, pero claramente no era él. El más robusto supuso que se trataba de algún tío lejano, de los que nunca dejan de aparecer. El otro imaginó que, más que al padre, el hombre se parecía a la imagen que él tenía de su hermano veinte años después. Ellos siguieron jugando sin inmutarse, de hecho lo que pensaron se perdió casi al mismo tiempo que lo comprendieron. Hacía un calor excesivo y ninguno de los dos había sido lo suficientemente precavido como para obedecer a la madre que les había recomendado llevar una botella de agua fresca. En un momento determinado, el hombre –que se había quedado a un lado, sentado sobre el pasto– les gritó que tenía sed. El que hablaba con parsimonia respondió que ellos también y que no tenían agua. Pero el hombre insistió agregando que no quería agua, sino vino, y que le dieran de beber en el momento, porque de otro modo iría a contarle al padre de cada uno que andaban por ahí insultando a la gente. El que se precipitaba al hablar dijo que ellos eran hermanos y que por lo tanto tenían un único padre. La actitud desafiante del niño, que sostuvo la mirada con insolencia, no provocó en el extraño ninguna ira. El sujeto se echó a reír abundantemente, como si no 168
lo hubiese hecho en mucho tiempo. El que había visto y oído a su hermano hablar así, quiso terciar y dijo que disculpara al otro, que en verdad no podían ofrecerle lo que les pedía. Pero el hombre, más calmado aunque aún risueño, explicó que lo que le causaba risa era que ambos se creyeran hermanos, y agregó que quién les había metido semejante idea. El que lo había desafiado no lo dejó continuar y dijo que si quería vino, ahí en la bolsa que estaba bajo el palo borracho, podía encontrarlo, que tomara lo que quisiera y se marchara. Agregó una fórmula de cortesía, esta vez, por las dudas. Efectivamente, bajo un palo borracho que se alzaba en un extremo del baldío había una bolsa de nylon blanco que contenía una botella de vino. El que había intervenido para disculpar al otro no entendía de dónde había salido esa botella ni por qué su hermano sabía de ella. El otro le contestó, mientras el extraño se acomodaba a la sombra para beber unos tragos, que el padre le había encargado ese vino a él y que ahora lo retaría por llevarle la mitad del contenido. El desconocido se marchó después de saciar su sed, y reía entrecortadamente y decía cosas por lo bajo. Esa escena tan extraña es la que ahora recuerda el que lleva el bolso. Se han sentado a descansar en esa zona de sombra antes de retomar la caminata. El que recuerda ha quedado como mudo. Tiene la mirada perdida y con la boca dibuja una mueca de desconcierto. Está a punto de decir en voz alta qué está pensando, pero el otro, que se ha recostado sobre el pasto húmedo, ha sacado del bolso una botella de vino. El que iba a hablar no sabe de dónde ha salido esa botella y cómo el otro la ha traído en el bolso sin que él se diera cuenta. Cambia su desconcierto por una expresión compungida. Hace un 169
tiempo viene preocupándolo el modo en que el otro bebe. Sabe que no debería exagerar, pero a decir verdad querría que el otro no lo hiciera tan a menudo ni con tanta intensidad. El que bebe, ahora que ha terminado, le ofrece un trago, sonriente y diciendo que el agua ofrecida por la niña le ha dejado en la boca un gusto a nada difícil de aguantar. “Hay que ponerle sabor a la vida”, agrega, tendiendo la botella. El otro declina el ofrecimiento diciendo que con lo que ha bebido se ha calmado por partida doble: ya no tiene sed ni calor. Siente además que deben ponerse en marcha ya y se incorpora de un salto. El otro le tiende la mano para que lo ayude a levantarse. “Siempre juntos”, dice mientras recibe la ayuda y se pone de pie con cierto esfuerzo. “Siempre” agrega el otro, que ve cómo delante, unos pocos metros más allá, la luz violenta y vertical vuelve a quemar el suelo rojo y las plantas. La sombra ahora no le resulta tan agradable. Quiere seguir andando al sol. La luz excesiva pone a uno de ellos, al golpearlo de repente, nuevamente de un buen humor inesperado. La sombra que por unos momentos los ha guarecido del calor les ha hecho también declinar. Pero ahora, el resplandor que parece emanar del aire mismo, hace que empiece a hablar, solo, sin motivación aparente, como si hablara para sí mismo. Y las palabras –que al principio son apenas un murmullo incomprensible y monosilábico– adquieren muy pronto la forma de un relato. Habla de una mujer que conoció hace unos cuantos años. No era especialmente bella, dice, ni especialmente simpática. Era del montón, como por otra parte lo somos todos, aclara. Pero esa falta de singularidad, esa capacidad de ser cualquier persona, dice, fue lo que lo fascinó. La había descubierto en circunstancias 170
extrañas. Todos los días, antes de entrar al trabajo, pasaba por el bar de la esquina a tomar un café y a leer el diario. Una moza lo atendía siempre, diligente. Era una muchacha bastante morena. Decía ser maestra pero ganaba más como moza, así que, según sus palabras –que nunca eran muchas– no había hecho más que cambiar de delantal. Todas las veces él le pedía que le sirviera un cortado en vaso. Ella lo hacía con una rapidez asombrosa y le traía el pedido en una bandeja de madera, junto con el diario. Era amable y atenta, pero nada más. Un día llegó como de costumbre y se dio cuenta de que en lugar de la muchacha de siempre había una chica nueva. Era mucho más joven y se deshacía en atenciones hacia los clientes, con quienes incluso coqueteaba abiertamente. A él le había parecido extremadamente seductora y se preguntaba cómo haría para llamar su atención más profundamente. La chica parecía prometer mucho y no cumplir, por lo que algunos parroquianos terminaban yéndose a otros bares, a causa de la vergüenza que les daba enfrentarse a esa bella mujer a quien habían intentado conquistar y de quien no habían recibido más que risitas burlonas. Toda la situación –su deseo, sus nervios y el temor al rechazo– lo tenían profundamente turbado. Pasó días enteros elaborando estrategias para “lanzarse”, según dice ahora al otro. “No sabía cómo hacer para lanzarme, así que durante unas cuantas mañanas, yo también dejé de ir”. Finalmente volvió al bar, una semana después, con una serie de frases entradoras con las que planeaba tener éxito y llevársela a la cama sin demasiados rodeos. Al entrar, sin embargo, y al verla –estaba más hermosa de lo que la recordaba– súbitamente, todo ese ardor se disipó. Se esfumó como el vapor que sale de una boca 171
tibia las mañanas de invierno. “De pronto, ya no me interesó”, dice. Se había dado cuenta de que a quien realmente estaba deseando era a la otra, a la moza de palabras breves que se había marchado quién sabe adónde, con su título de maestra y su delantal de camarera. A partir de ese momento, dice ahora con otras palabras, comenzó una serie nueva de acontecimientos. Los recuerda como una secuencia vertiginosa de hechos variados. No podría precisar por completo el número y calidad de todos ellos, pero está seguro de que, vagamente, como en toda secuencia, se vinculan. Ahora mismo se le representan como aglutinados bajo una misma voluntad. En conjunto, forman lo que sólo puede llamar búsqueda. Eso es, dice después de pensarlo unos instantes. Eso fue, una búsqueda. Cuenta que buscó, pues, a esa mujer durante un tiempo difícil de calcular. Podrían ser, por decir, varios meses. Ese tiempo, comenta, es suficiente para contar cientos de historias como aquella, la propia. Dice que una historia es infinitamente subdivisible. Lo dice con palabras más o menos sencillas, aunque a decir verdad debe hacer un rodeo tan largo que la idea acaba por ser mucho más confusa y se pierde sin remedio. El otro le pregunta si va a seguir contando o si se va a poner a filosofar. Así que el narrador, sorprendido en un nudo inesperado de su historia, urgido por la ansiedad del otro, continúa el relato. Ahora cuenta que la búsqueda había resultado por completo inútil. Sin importar lo que hubiera andado, lo que hubiera preguntado, los barrios lejanos que hubiera visitado, todo había sido en vano. Nada de la mujer. Como si no existiese. Dice que en esa época, además, había tenido que ausentarse por completo del bar, porque 172
todos los días volvía tarde a su casa y al día siguiente apenas tenía tiempo y ánimo para llegar hasta el trabajo a horario. Así que nada de diario ni café, recuerda con cierto pesar. Por otra parte, nadie allí le aportó información, porque no la tenían. Recién pudo volver cuando había pasado al fin ese tiempo de la búsqueda, cuando, como era de esperar, dice, la chica joven que seducía a los clientes ya no estaba. Había en cambio un mozo. Un hombre bastante mayor que servía con desgano. Dice que nunca supo por qué el dueño había hecho un cambio tan brusco. Pasar de una jovencita con todos los atributos de la sensualidad a un hombretón cansado de trabajar y hasta de vivir le parecía de lo más inconveniente para atraer a los parroquianos. Pero por suerte, dice, estaba ese mozo. Por suerte para él, aclara. Una vez decidió pasar por la noche. Estaba cansado y deprimido y supuso que unas cuantas ginebras lo harían dormir mejor esa noche. Al día siguiente no trabajaría, así que no le importaba cuánto bebiera. El mozo, como siempre, lo atendió sin palabras, ni amables ni antipáticas. Pero él estaba triste y la bebida, además de hundirlo más en la depresión, también lo hizo hablar. Mientras el mozo permanecía parado junto a su mesa, botella en mano para servirle cada vez una nueva copa porque no tenía ganas de ir y volver, él le habló de la mujer que lo tenía así. Adelanta que no esperaba nada en particular en esos momentos, pero que ahora está seguro de que en el fondo tenía la esperanza de que tal vez el mozo, sólo porque trabajaba ahí desde hacía poco, pudiera darle alguna información. Y de hecho, cuando terminó de decirlo todo sobre la mujer que buscaba, oyó que el otro le decía que no se preocupara por eso, que si lo deseaba él mismo podría decirle dónde estaba 173
la mujer. Le contó que ella vivía ahí mismo, en un cuarto que alquilaba sobre el local y que él la conocía de años. Ahora el narrador se detiene en su relato. Quiere que ese silencio despierte en el oyente, dispare en su cabeza, como suele decirse, algunos pensamientos o ideas que él no es del todo capaz de formular. Pero como el otro no hace ningún gesto y además lo mira como instándolo a seguir, retoma el hilo brevemente suspendido de su historia. Dice entonces que le preguntó al mozo por el nombre de la mujer y que él le dijo que se llamaba Leva. Leva no es ningún nombre, dice que le dijo entonces. El mozo explicó que eso era cierto, pero que como él se había acostumbrado a llamarla, cuando hablaba de ella a los demás, La Eva, con el tiempo el nombre se fue deformando. El narrador explica que no sabe muy bien por qué le preguntó entonces si Leva vivía sola o si vivía con él. El mozo dijo que vivía sola, que él vivía en otra ciudad y que todos los días debía hacer un largo viaje para llegar hasta el trabajo. Ahora el narrador comenta que en ese momento se preguntó por qué Leva, que vivía allí nomás, ya no trabajaba en el bar, y por qué el mozo había tomado el trabajo viviendo, como había dicho, tan lejos. Sintió que algo injusto emanaba de todo eso. De cualquier modo no hizo la pregunta y duda además de que la respuesta le hubiese servido para algo. Esa noche, continúa, durmió tan profundamente que no supo, al día siguiente, si lo que había pasado la noche anterior había sido cierto o si, por el contrario, se trataba de un sueño de esos que se presentan como verídicos. Sí es verdad que regresó al lugar a media mañana. Dice que el cielo estaba radiante y que todo indicaba que, principalmente para él, sería una jornada memorable. Pero el mozo había vuelto 174
a sumirse en su autismo un poco huraño y no le habló ni una palabra, ni amable ni antipática. Esto, insiste ahora, hizo que aumentaran sus dudas acerca de la realidad de los recuerdos que traía de la noche anterior. Pero dice que se sobrepuso a los miedos y decidió hablar directamente con el encargado, con quien nunca, inexplicablemente, había cruzado palabra. Le preguntó si era cierto que la mujer que había trabajado como moza allí vivía realmente en una habitación que alquilaba, sobre el local. El encargado le dijo que sí, que una mujer alquilaba el cuarto de arriba, pero que nunca había trabajado en su bar. El narrador dice que oyó aquello desconcertado, porque había estado seguro de que el mozo, la noche anterior, había hablado de la mujer que él buscaba. Pero algo, cuenta ahora, le decía que de todos modos debía verla para descartar las dudas que lo carcomían, no importaba quién fuese en verdad. Así que optó, según dice, haciendo hincapié en la palabra “optar”, por tocarle, como se dice, el timbre y hablar con ella. “Opté por tocarle el timbre”, dice exactamente, “tenía que hablar con ella, tenía que verla para estar seguro de que era otra mujer”. Salió a la calle y frente a la puerta de hierro que daba a una estrecha y empinada escalera, tocó el timbre. Al contar esto, el narrador hace una nueva pausa. Espera generar en el otro alguna expectativa. Trata, de un modo bastante inconsciente, de transmitirle, de hacerle vivir, siquiera artificialmente, lo que sintió él aquella vez. Su treta parece dar resultado, porque en ese momento el otro lo mira como instándolo a seguir. En su rostro se pueden ver los signos de la ansiedad. El narrador se pregunta cuánto tiempo debe mantenerse en silencio para que la expectativa no se afloje. Calcula unos segundos y continúa. 175
Dice entonces que poco después de tocar el timbre una mujer bajó por la escalera que desembocaba en la puerta de hierro. Él estaba detrás, dice, para la mujer; para él, la que estaba detrás era ella. No la reconoció al principio, pero bastó con que se abriese la puerta para que él reconociera de inmediato a la moza que era también maestra. Ella no pareció reconocerlo al principio y cuando él le dijo que era simplemente un cliente, habitué del bar sobre el que estaba su cuarto, no pareció especialmente sorprendida. Simplemente le preguntó qué deseaba. Ahora él piensa que no había ideado ninguna excusa, ninguna historia, nada que le permitiera retenerla en la entrada. No tenía nada para decir. “No tenía qué decir”, insiste mientras el otro hace un gesto de asentimiento, como si comprendiera largamente lo que significa eso. Pues bien, como se había quedado en silencio la mujer fue la que acabó por decir algo. Lo invitó a pasar y a tomar algo. “Estoy preparando café”, dice ahora que le dijo ella. El que ha venido narrando tiene una ausencia momentánea. Ha recordado de pronto que la mujer, aquella vez en que volvieron a verse, parecía tejer una manta multicolor. Tal era su destreza en el manejo de la lana que ahora, durante breves instantes, puede “ver” las manos moviéndose con una velocidad y una precisión inverosímiles. Recuerda además que el cuarto estaba decorado con tejidos de formas variadas y colores puros. “Tapices”, se le escapa en voz alta. El que ha estado oyendo lo mira, pero no hace ningún comentario. El sol está ahora en su punto más alto. La luz es tan intensa que a duras penas pueden mantener, mientras caminan, los ojos abiertos. El ritmo de la marcha ha variado haciéndose más lento. Deploran 176
en silencio no haber traído sombreros. El que tiene un nombre raro pide el bolso, quiere llevarlo un trecho, aunque sabe que ya falta poco para llegar. El río se adivina detrás de la fronda compacta de árboles que tienen un centenar de metros más adelante. Ya puede escucharse el rumor del agua como un ronquido suave y parejo. Y el olor del río les llega en oleadas frescas. Aspiran profundo ese olor y piensan que la madre debería estar allí. Pero pueden sentir que los acompaña, de alguna manera. O más bien que los espera bajo los árboles, en la orilla, porque es anciana y le cuesta caminar. El padre también está allí en cierta forma, incluso más tangible que ella. Cuando entran bajo el techo de ramas que es el comienzo del último tramo, el que lleva el bolso y tiene un extraño nombre invita al otro a sentarse nuevamente. Se echan sobre unos pastos largos, parecidos a yuyos, de espaldas. Miran así, durante unos momentos, el brillo de la luz que, esforzada, pasa a través de la espesura y llega hasta ellos fragmentada en mil destellos. Uno de ellos ha pensado fugazmente que las copas de los árboles le parecen un cielo nocturno, aunque verde. Pero esta última consideración sobre el color de ese firmamento extravagante hace que la idea se desvanezca. El que ha narrado piensa ahora en la mujer de la historia. El otro también. De pronto uno dice que el cuento no terminó, pero el canto ruidoso de los loros, que se ha intensificado, impide que el otro oiga el comentario. Así permanecen un rato, hasta que el más alto dice que tiene hambre. Entonces el otro abre el bolso y saca de su interior un paquete. Lo desenvuelve con cuidado revelando dos enormes sánguches, envueltos a su vez en bolsas trasparentes, y tiende uno con una sonrisa. El que había sacado la botella de 177
vino durante la pausa anterior se sorprende ahora ante la comida que el otro le ofrece. No sabía, dice, que había algo para comer. No obtiene más que una sonrisa como respuesta y luego un comentario hecho al pasar, que no registra del todo pero en el que está seguro de haber oído al menos dos palabras, una de las cuales es “vida”. Comen bajo los árboles con lentitud. En el tren, cuando venían viajando, había un hombre que, apenas había comenzado la marcha, se había puesto a comer. Llevaba un pequeño bolso con ropa y una enorme mochila llena de comida. Empanadas, sánguches, galletas, un táper conteniendo arroz, otro, porciones de tortilla de papas. Toda clase de alimentos salían sucesivamente de esa mochila. Había inundado el vagón de olores fuertes y la gente se preguntaba si estaba ahí para viajar o para devorar. Alguno de esos comentarios debió de haberle llegado al hombre, porque en un momento dado, mientras masticaba lentamente un bocado de queso y pan, dijo en voz alta que no concebía viajar sin comer. Así que no viajaba para comer, sino que comía porque era la única manera en la que podía sentirse de viaje. El movimiento veloz y las distancias recorridas lo agotaban, dijo, y necesitaba recuperar energía, de otro modo no tendría fuerzas para llegar a destino. Alguien le preguntó entonces que cuál era ese destino al que iba. El hombre demoró unos instantes en responder, para finalmente decir que el mismo al que iban todos. No volvió a hablar ya en todo el viaje. Parece que descendió del tren en alguna estación despoblada, durante la madrugada, porque al salir el sol nadie lo vio más. El que tiene un nombre raro refiere ahora, en una pausa de la masticación, que aquel hombre sin 178
duda era un místico. El otro lo mira inquisitivamente. No puede saberse del todo si desea preguntarle qué quiere decir con esa palabra o si lo que en realidad pretende saber es qué motivos encuentra el otro para llamar místico al hombre que viajaba y comía. Pero el del extraño nombre da una explicación, pese a todo. Dice que lo está llamando místico porque, en su opinión, ese hombre había llegado a ver más, a través de la comida, algo que los demás, ellos por caso, no podían. Aclara que de todos modos no tiene del todo claro qué significa esa palabra, místico, pero dice que es lo que pensó en aquel momento y ahora no hace más que traerlo de la memoria. El otro se lo queda mirando y dice luego que según él tenía entendido, aunque no sabe bien si es realmente así, los místicos eran personas que sufrían de desnutrición. El del nombre inusual comenta entonces, como al descuido, que tal vez sea así, quién sabe. Se ríen repentinamente, como si lo que han dicho les hiciera una gracia especial. “Boludo”, dice afablemente uno al otro. Han recuperado fuerzas y entusiasmo con la comida y se aprestan a recorrer el último trecho del camino. Ninguno de los dos puede sacarse ahora de la cabeza la palabra místico y esa palabra les da, inexplicablemente, risa. El camino hace una curva bastante pronunciada unos metros adelante y cuando se internan en él ven, abajo, después de una barranca abrupta, el río marrón. Una emoción inesperada los inunda a ambos. El agua está lisa, como el cielo, excepción hecha de las rugosidades que forma la brisa imperceptible en la superficie. Da la sensación de ser una cosa compacta e inmóvil, un cielo fijo. Pero el rumor que sube desde el agua y el olor a río –hecho de barro y deshechos de todo tipo– les hace comprobar 179
que el agua está moviéndose con una lentitud majestuosa. Uno de ellos dice que el agua parece plateada. El otro corrige diciendo que más bien es café. Esta palabra hace que el que ha venido contando la historia retome el hilo momentáneamente abandonado del relato. Café le sirvió la mujer esa vez que la visitó en su casa. Sin previo aviso la historia recomienza. “Me lo sirvió como en el bar” dice el narrador. Ahí, comenta, fue cuando no le cupo ninguna duda de que la mujer que buscaba era esa. Pese a que la reconoció apenas verla, la indecisión de ella entre mirarlo como un viejo cliente o como un perfecto extraño le había hecho dudar de sus propios ojos. Pero dice que decidió confiar en su intuición. Tomaron café y hablaron durante un tiempo difícil de calcular. A veces, explica, le parece que fueron un par de horas; a veces, en cambio, cree estar seguro de que no fueron más que unos cuantos minutos. Una vez soñó que pasaron juntos el resto del día y la noche, hasta el amanecer y que luego ella volvió a ofrecerle café y él no estaba seguro de si realmente había pasado todo ese tiempo con ella o si era que en realidad acababa de llegar. Esa mujer le hizo vivir una de las experiencias más intensas de las que tenga recuerdos, dice. “Ella me hizo vivir la experiencia más intensa que yo recuerde”. Y no es que en esa relación que comenzó de manera tan insólita no hubiera altibajos. Fue intensa más que nada a causa de los contrastes que presentó desde un principio. Por poner un ejemplo, dice, “por ejemplo y sin ir más lejos, yo empecé a visitarla bastante seguido y pronto noté los cambios bruscos de su humor”. De estar lo más bien, como se dice, pasaba, sin solución de continuidad, a un estado de depresión tan marcado que era difícil imaginarse 180
que la que unos momentos antes reía con ganas de cualquier simpleza estuviera ahora con los ojos rojos, húmedos, dando suspiros tan hondos que daban ganas de llorar. Pero también podía ocurrir que lo recibiera llena de efusiones y en el instante siguiente lo empujara, enfurecida, hacia la puerta y, literalmente, lo arrojara de su casa. Así, dice el narrador, estar con ella le hacía pensar en las películas viejas, ésas en las que la cinta, dañada, daba saltos repentinos, de manera que la pareja que estaba besándose, de repente se despedía sin remedio y con lágrimas en los ojos; o la adolescente, que aparecía primaveral y pícara, un segundo más tarde corriera al hospital con el vientre hinchado, a punto de dar a luz. “Por eso”, continúa, “me cuesta saber cuánto tiempo estuve realmente con ella, esa primera vez y las demás y todo el tiempo que duró nuestra relación”. El narrador siente que cada cambio de ánimo implicaba un corte en la continuidad del tiempo, un salto; y que ese salto, sin duda, omitía una serie de hechos que, sin poder percibirse, estaban allí. De modo que, pese a lo bien que se sentía cuando estaba con ella, no podía evitar vivir en una inquietud permanente, porque no sabía cuándo el tiempo se saltearía trozos y trozos de vida. Dice que sólo pensarlo, le traía una sensación de muerte. El que ha venido escuchando lleno de interés lo mira ahora con los ojos muy abiertos. No lo está reprobando, sino que parece sorprendido. El narrador es consciente de las palabras que ha dicho, y por eso tal vez guarda un silencio espeso que se prolonga durante unos cuantos pasos. El ruido del agua que corre es ahora una franca música abstracta, sin variaciones, que los deja absortos. Están frente al río. Se han detenido en la orilla despareja y terrosa. La 181
lisura de la superficie –más allá de las rugosidades que forma el viento tibio del mediodía– les hace pensar que podrían correr sobre las aguas, deslizarse como si se tratara de un campo virgen y móvil. La otra orilla se ve difusa allá a lo lejos. Es una línea oscura indeterminada en la que no puede verse ningún detalle. Es una cosa homogénea, verdemarrón, aplastada bajo el peso inexorable del cielo, tan azul que resulta excesivo. El que lleva el bolso mira al otro. Tiene una expresión radiante. El que es mirado y puede contemplar la expresión del otro, sonríe sin quererlo; siente que los músculos de su cara se contraen, como en un acto reflejo, formando esa sonrisa. Uno le dice al otro si harán lo que han venido a hacer de inmediato, o si prefiere sentarse un rato a contemplar el agua. El interpelado no tiene que pensar para responder, ni tiene que formular la respuesta. Ambos se sientan en la tierra barrosa de la orilla y meten los pies en el agua. Están agitados y felices. La caricia del agua en los pies, calientes y cansados de caminar, es tan deliciosa que ambos cierran los ojos para percibir mejor el roce líquido que abraza los músculos levemente doloridos. Pueden sentir cómo el agua pasa y se lleva el agotamiento más allá, hasta diluirlo en la vastedad de la corriente. Y quizá porque no están viendo nada ahora, al canto del río se le suman los de los pájaros y los insectos que revolotean bajo el sol o entre las ramas de los enormes árboles que han quedado unos metros atrás. Pasan unos instantes de los que apenas puede decirse que pasan. Al cabo, el que ha estado cargando el bolso, todavía con los ojos cerrados, sintiendo el calor del sol en la nuca, pregunta si la mujer de la que el otro ha venido hablando pudo en algún momento controlar sus bruscos cambios 182
de ánimo. El otro dice que cree que sí, que un día le observó una sonrisa que nunca le había visto. En esa sonrisa, dice, no había propiamente nada. Dice que, para él, era un cierre, una especie de broche que le permitía a la mujer mantener encerrado cualquier sentimiento inmoderado. “Así que de a poco perdí el interés”, agrega. “Ya lo sé”, dice el otro, “no te olvides que también fue mi amante”. Es verdad, confirma el que habló primero. Sin sacar los pies del agua, ambos se recuestan sobre la tierra roja de la orilla. La humedad cálida les refresca y abriga, al mismo tiempo, las espaldas. El que tiene un nombre extraño hace ahora un esfuerzo perezoso por recordar algo. Pero es imposible que ese recuerdo venga de ninguna parte, porque en realidad se trata de algo que aún no le ha ocurrido, pero que le ocurrirá, sin duda, muchos años después. Cuando ese momento llegue, vivirá en la calle y andará de un lado para otro sin ningún objeto. O tal vez sí, tal vez el único objeto de esa errancia futura esté en la certeza confusa de que, se mueva hacia donde se mueva, no hará más que seguir el círculo más o menos amplio que le permite realizar la soga que lo ata al centro de algo, a ese punto fijo al que un nudo amarra el esparto. Esos traslados, que admitirán variaciones, le harán llevar una existencia lacónica, llena de atardeceres silenciosos. No tendrá hijos, porque el tiempo de tenerlos se le pasará en preguntarse por qué no continuó con aquella mujer de sonrisa helada y de manos prodigiosas. Rondará la casa de su hermano y no se cansará nunca de compadecerlo. En el fondo, la vida del otro, que se asemeja a la suya en tantos aspectos, le parecerá todo aquello que, por propia elección, habrá dejado a un lado. Y visto así, nunca se arrepentirá de los 183
pasos seguidos a lo largo de los años. Esos mismos pasos lo conducirán a un barrio alejado del Gran Buenos Aires, donde habrá de vagabundear y de observar a la gente y su modo risible –si no tragicómico– de luchar contra el paso de los días. Morirá una mañana de diciembre, en un campito cubierto de manzanillas, luego de haber despertado, durante unos pocos minutos, para ver el nuevo día que ya no habrá de completar. El otro, en cambio, tendrá una vida diferente –como el revés de la de su hermano– y dolorosa; se casará pocos años después y será infeliz, porque su mujer lo abandonará dejándolo al cuidado de una hija; la bebida muy pronto lo convertirá en un sujeto precario como la misma casilla en la que pasará la mayor parte de sus años, hasta que arda durante una noche a la vista del pueblo y de su mismo hermano; igual de dolorosa y lenta será su muerte, en un hospital en ruinas, derrotado y carcomido por los efectos del alcohol, abandonado por su única hija que, después de jugarle una mala pasada, se marchará con justicia dejándolo solo con su enfermedad y su miedo. Pero ahora que sendas mariposas se les han posado en el pecho, como florcitas inquietas, amarillas y leves, abren los ojos y se dicen que ha llegado la hora de cumplir con su cometido. Así que se incorporan y uno de ellos abre el bolso, como si abriera un mundo. Mete la mano en el interior y saca, enrollada con paciencia y con cuidado, fina y limpia y nueva, una soga. Se la pasa al otro para que vaya desanudándola, primero, desenrollándola, después. Mientras tanto, el que la ha extraído, vuelve a introducir –esta vez ambas– las manos hasta el fondo abultado del bolso negro que han 184
venido cargando, alternadamente, desde lejos, primero en tren y luego a pie. Antes de sacar lo que va a sacar, mira al que desenrolla la soga y le sonríe. El otro también lo está mirando y suspira. Parece que dijera que por fin van a dar término a la tarea encomendada, juntos, como corresponde, como el padre siempre ha dicho. Entonces a la luz del día y por primera y única vez desde que partieran, emerge cargada en las manos de uno, una caja de madera. Tiene la forma de una pirámide invertida y bruscamente seccionada en su punta. Parece, para ser exactos, una pirámide invertida cortada por la mitad. Es una urna. Cuando el objeto, que tiene un peso relativo, pero que ahora se siente más liviano, es depositado sobre la tierra blanda de la orilla, ambos se quedan unos instantes contemplándolo. Puede verse que a los dos les pasan como torbellinos ideas, voces, recuerdos, etcétera, por la imaginación. Pero también puede verse que no necesitan comunicar nada de todo eso. Más bien dejan que la urna, sola, diga con su mera presencia cualquier cosa que quede por decir. El que ha estado desenrollando la soga ahora la ata a la caja de madera de un modo peculiar. La rodea, como enlazándola, y deja a ambos lados extremos larguísimos de esparto trenzado. El otro saca ahora del bolso un cortaplumas pequeño y se pone a aflojar con él los débiles clavos que sujetan la tapa de la urna. Hay un instante de suspenso en el que ambos observan maravillados lo que todavía no han visto nunca, y que –pese al exceso de fe que requiere creerlo cabalmente– saben que ha sido, hasta hace cuatro años, al menos, el padre. La luz omnipresente cae sin permiso sobre el montón de cenizas acumuladas hasta el borde de la urna. 185
No hay allí nada que pueda recordar ya nada más que lo que ahora ven. Pero de todos modos, ninguno puede evitar una sensación incomprensible, que tiene –imposible explicarse por qué– más de regocijo que de tristeza. Seguramente no podrían explicarlo, pero algo de lo misterioso que es todo se les manifiesta en ese preciso instante, luminoso, perturbador y reconfortante. Uno de ellos, seguramente el que ha estado narrando, piensa que allí delante de sus ojos tiene una historia completa. Después colocan la urna sobre la corriente, que en la orilla es mansa y casi no se nota, y tomando cada uno un extremo de la soga, van soltando la urna, acompañándola mientras se interna en las aguas olorosas a barro y relumbrantes de sol. De cualquier manera, no mucho después de ser arrastrada por el río, comienza a hundirse, penetrada de líquido inquieto, hasta no dejar más rastro de su posición que el lugar en que se hunden los brazos de soga que los hermanos sostienen, puestos en cuclillas, sobre unas piedras de sedimento endurecido. No lo ven, pero lo imaginan, el cúmulo de cenizas desparramándose por el agua, difundiéndose y a la vez cayendo hacia el fondo líquido y oscuro donde ya no llega la luz del día. “Allá va Padre”, dice uno. El otro asiente y recuerda de súbito las recomendaciones de la madre, que no se olviden de rezar y de persignarse muchas veces al despedir los restos. Ninguno de los dos es demasiado creyente, piensa, y ahora, lejos de la madre –y aún más del padre aunque no parezca– han optado por mantener el silencio y contemplar abstraídos la desaparición de las cenizas y la urna y la soga misma en el río. Tiene una sensación de libertad profunda, una especie de liviandad que podría 186
hacerlo flotar, de intentarlo, sobre las aguas, sin necesidad de esfuerzo. Pero de repente el otro se incorpora y se arroja a la corriente con un chapuzón violento. El que se siente leve lo ve desaparecer bajo la superficie durante unos momentos y luego ve cómo reaparece, muchos metros más allá, cerca del lugar en que debió hundirse la urna. Emerge de golpe al día dando un suspiro ansioso y gimiente. Se mantiene a flote, la cabeza erguida y los brazos en movimiento; y aunque no puede tenerse la seguridad, se diría que llora. Aunque podría tratarse también de una risa y aun de un canto. Con gestos y gritos incomprensibles llama al otro que aún sigue en cuclillas sobre las piedras de barro. El otro no se decide. No comprende la reacción de su hermano y teme que haya estado engañándolo todo este tiempo, que toda esa calma, esa alegría incluso, no hayan sido más que mera actuación. ¿Se ríe o llora? Pregunta en voz alta, pero apenas para sí mismo. Pasa unos minutos en la perplejidad que le produce la actitud de su hermano. Lo ha paralizado la indeterminación de esa voz espasmódica y de esos gestos, que a los lejos, de cualquier modo, lo llaman. ¿Se ríe o llora? Sigue preguntándose mientras se agacha para quitarse los zapatos y luego se incorpora, indeciso, para tratar de ver mejor y de entender. Cuando al fin comprende de qué se trata, es decir cuando tiene la respuesta, se quita los zapatos y se va metiendo en el curso tibio de la corriente, dando pasos que lo van acercando cada vez más al otro, que sigue invitándolo a acercarse, con gestos y gritos; entre tanto, él hace también gestos y grita además, para que el otro entienda que ya se apresura, que va a su encuentro, con el agua cada vez 187
ciñendo mayores porciones del cuerpo, mientras imagina que ha de estar andando sobre el padre, que ha minado el fondo del río y ya es él mismo. Permanecen juntos hasta la caída del sol, antes de emprender el regreso.
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