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La certeza del pĂŠndulo



Marcelo Iglesias

La certeza del pĂŠndulo


Iglesias, Marcelo La certeza del péndulo. - 1a ed. - Buenos Aires : El fin de la noche, 2010. 200 p. ; 20x13 cm. - (El parque escondido) ISBN 978-987-1491-18-6 1. Narrativa Argentina. I. Título CDD A860

Imagen de tapa: “Mr. Grubacher en su Winson & Newton”, de Leopoldo Durañona. Todos los derechos reservados. © Editorial El fin de la noche, 2010 Buenos Aires, Argentina ISBN 978-987-1491-18-6 Editorial El fin de la noche Hecho el depósito que previene la ley 11.723 Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a: info@elfindelanoche.com.ar www.elfindelanoche.com.ar


NingĂşn pĂĄjaro vuela demasiado alto si lo hace con sus propias alas William Blake



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No deberán resultarle extrañas las decisiones que he tomado en los últimos meses; decisiones tajantes, abruptas y, en apariencia, carentes del más mínimo sentido común. Sé muy bien que, si usted las pusiera en una balanza en oposición a lo que he hecho (o a lo que no he hecho) el resto de mi vida, el resultado le hablaría a las claras de un delirio repentino, de una locura que se había ido criando a la sombra de mis rutinas y, de pronto, una tarde lluviosa de agosto de 1999, se abrió paso entre mis gris cotidiano y estalló en mi cabeza como una bomba atómica. Aun así, dando por sentada mi demencia, tendría muchos justificativos para aplacar su juicio, considerando los ilustres antecedentes con que cuento en mi familia y que, a su debido tiempo, irán haciendo su aparición en este relato como actores de reparto de una comedia dramática de bajo presupuesto y con pésimo guión. No es mi intención dar lástima. No estoy arrepentido de lo que hice y no extraño en absoluto mi vieja vida. Pero tampoco deseo que lea usted los raros acontecimientos que voy a contarle como quien lee el suplemento deportivo del diario. Me gustaría que se pusiera en mi lugar, que se calzara mis sentimientos como se calza los zapatos todos 9


los días. Quisiera que se guardara en el bolsillo su nombre y su historia, y se convirtiera mágicamente en Julio Alberto Guanini, porque esos dos son los nombres que me dio mi pobre madre, y ése es el apellido que me legó para siempre el hijo de puta de mi padre, sin querer ofender a mi abuela con esto. Yo estaba desesperado, pero no se me notaba. Para mis compañeros de la sección Siniestros de la Compañía de seguros La Litoraleña, yo era bastante divertido. Los cadetes más jóvenes me decían el “Viejo Julio”, pero no les guardaba rencor: cuando yo tenía veinte, un hombre de treinta y siete años era poco menos que un dinosaurio. Y, en alguna parte, seguía pensando lo mismo: me costaba creer que ya había alcanzado esa edad, no entendía qué había sucedido en el medio. Pero estaba hablando de la desesperación. En cierto modo, para mí también pasaba casi desapercibida. Era un fantasma que merodeaba por la triste cocina de mi departamento de un ambiente, una sombra confusa que se hacía un poco más nítida los domingos por la tarde, cuando el sol se ocultaba tras los edificios grises del barrio de Congreso. Cuando digo “desesperación”, no deberá usted imaginarse que me tiraba de los pelos, o lloraba en cuclillas en un rincón del living, o arrojaba viejas fotografías al aire-y-luz del edificio (“aire-y-luz era una denominación del todo irónica para aquel hueco al que daban las ventanas del departamento; debería haberse llamado “olor-y-tiniebla”). La mía era una desesperación silenciosa, un andamiaje invisible que estaba siempre bajo los pies fuera adonde fuese, hiciera lo que hiciese. Tal vez sea mejor llamarla “desesperanza”, que suena menos activa y menos ruidosa. Estaba entonces dulcemente 10


desesperanzado, dormido en un lecho de penas, sin querer levantarme porque quizá presentía que, atravesando el límite de las sábanas contenedoras, no existía el piso, sino un abismo. Mis días transcurrían sin pena ni gloria y, si no fuera porque a algún gran hombre en el principio de los tiempos se le había ocurrido darles nombres distintos a esos días y los había organizado en semanas, no hubiera podido distinguir entre unos y otros. Los nuevos aforismos en las hojas del calendario que cambiaba cada mañana en mi escritorio constituían la otra diferencia entre un día y el siguiente. Era el momento más emocionante de la jornada. Me gustaban los aforismos, e imaginar que a alguien se le había ocurrido una frase tan ingeniosa como para pasar a la historia me maravillaba. Una vez intenté escribir mis propios aforismos. Tras varias noches de fijar la vista en una servilleta en blanco, comprendí que, para escribir algo –aun una simple frase–, era necesario tener algo que decir. Yo no lo tenía. Abandoné la idea de escribir y continué leyendo lo que otros habían escrito. Era así como pasaba mis fines de semana, devorando un libro tras otro. No contaba con un criterio selectivo a la hora de comprar un volumen. Los días de cobro, yo iba a una librería elegida al azar, me paraba frente a la mesa de ofertas y compraba, también al azar, los quince o veinte libros que llenarían el vacío de los sábados y domingos venideros. La pasión por la lectura no fue hereditaria. Mi madre sólo leía la TVGuía o, a lo sumo, alguna novela de Corín Tellado durante las vacaciones. Mi padre compraba el diario exclusivamente para estudiar la página del turf, y así planeaba su próxima excursión al 11


hipódromo, en busca de ese golpe de suerte que estaba siempre por llegar. –Vos seguí riéndote de mí –le decía a mi madre–, un día voy a volver en un Mercedes y entonces me voy a reír yo. Nunca volvió en un Mercedes y, después de un tiempo, ni siquiera regresó. Y entonces, no quedó nada de que reírse. La lectura era una manera de olvidarme de mí, un escape hacia otros mundos. Mi cuerpo y mi vida estaban anclados, pero mi mente podía acompañar a los héroes de los libros en toda hazaña que emprendieran. Era un buen trato: yo los seguía activamente con la imaginación mientras todo fuera bien; en cambio, si debían sufrir calamidades o hasta incluso morir, yo no tenía participación alguna en el asunto y me reservaba el derecho de cerrar el libro. Era un deporte sin riesgos, un ambiente controlado. A mí nunca me gustó apostar, tal vez para diferenciarme de mi padre. Prefería resignar la posibilidad de ganar, y así me aseguraba de que nunca iba a perder. A corto plazo, daba resultado. Uno puede quedarse trotando en el lugar, sin ningún daño aparente. Pero usted sabe que el universo está en continuo movimiento. Las horas, los días, los años avanzan sin piedad; el planeta sigue girando sobre su eje. Y un día comencé a sospechar que trotar en el mismo lugar era sólo una ilusión. Tarde o temprano, se empieza a ir hacia atrás y, entonces, uno comienza a lamentarse de no haber corrido alguna vez el riesgo de una apuesta. Durante mi adolescencia apareció por primera vez la sensación de haber nacido en la época equivocada, en el país erróneo; el presentimiento de que, por una mutación azarosa de las fuerzas que engendran la vida, 12


mi atormentada alma había ido a parar al envase reservado para algún otro. Tenía catorce años y, muchas tardes, después del colegio, frecuentaba la casa de un compañero llamado Carlos, que era entonces mi mejor amigo. La casa de Carlos tenía varios atractivos para mí, empezando por su hermana Matilde, una hermosa y esbelta morocha de diecisiete años que nunca se dignó a echarme una mirada siquiera amistosa, pero por la que guardé, durante años, un secreto y ardiente amor. Matilde era un motivo más que suficiente para exaltar mi imaginación, pero en esa casa también descubrí la música y, junto a ella, otra forma de escapismo. Carlos y Matilde tenían un hermano mayor, Ricardo, de unos veinte años, que casi nunca estaba en la casa. (Creo que militaba activamente en política). Una de esas tardes somnolientas de Liniers, Carlos y yo hicimos nuestra primera excursión al dormitorio de Ricardo, un paraíso adulto para nuestra curiosidad adolescente. No voy a extenderme hablando de las fantásticas revistas que hallamos escondidas en una caja de zapatos, ni de tantas fotografías de mujeres de tetas inmensas y de pubis prolijamente delineados, ni tampoco de las noches de húmedo desvelo que el recuerdo de dichas fotografías me causaba una vez en mi propia habitación, mientras mis padres discutían eternamente en la cocina. Lo importante del caso es que allí comenzamos a escuchar las decenas de discos que Ricardo tenía atesorados. Aparte de los infaltables álbumes de Sui Generis, Almendra y Manal, había una impresionante colección de músicos y cantantes, para nosotros inaccesibles hasta ese momento: Jimi Hendrix, Janis Joplin, Santana, The Who, The Mama’s and the Papa’s. Quedamos 13


azorados ante ese nuevo mundo que se abría de repente cada vez que la púa recorría el vinilo. Pronto me encontré robando billetes de la cartera de mi madre o de los bolsillos de mi padre para comprar mis propios discos. No sentía culpa: consideraba que era mejor que aquel dinero, destinado tarde o temprano a las patas de un caballo, sirviera para extender mi cultura musical. Pero el punto culminante llegó el día en que Ricardo volvió más temprano que de costumbre y nos sorprendió en plena exploración discográfica. Por fortuna, esa tarde habíamos decidido darle un descanso a nuestros ojos y las revistas estaban en la caja de zapatos, al fondo del armario. Así que Ricardo no sólo no se enojó, sino que le resultó halagador nuestro interés por la música que él amaba. Un par de semanas más tarde, nos llevó a un decrépito cine de la capital para ver Woodstock. Nunca olvidaré la primera vez que vi esa película. Aquellos jóvenes se veían tan vitales, bailando, cantando, resbalando por el barro, bañándose desnudos en un lago sin importarles mostrar sus partes a los demás... Ésa era la vida que yo quería para mí, pero había llegado tarde. Hice todo lo que pude para parecerme a ellos; comencé a usar collares, a lucir la camisa fuera del pantalón y a andar con zapatillas y con pantalones destrozados. Como usted se imaginará, todo esto ocurría a escondidas de mi familia. Mi padre me hubiera dado vuelta la cara de un cachetazo ante el menor aggiornamiento de mi vestuario. Y a mi madre sólo le hubiera agregado una preocupación más a las que ya tenía; para ella, cualquier actitud un poco más allá de la moral y de las buenas costumbres vigentes habría significado una sola cosa: su hijo se había hecho comunista o maricón, que para el caso era lo mismo. 14


Nada de esto sirvió para convertirme en un hippie verdadero. Nunca alcanzaría el tren, simplemente porque ya se había detenido hacía tiempo. Los hippies locales de Plaza Francia me parecían una caricatura, y los de California habían comenzado el viraje ideológico que los llevaría, en su mayoría, a convertirse en ciudadanos normales y conservadores, o en sanguinarios yuppies una década después. Había nacido en el año y en la ciudad equivocada. Un error de diez años y de doce mil kilómetros. Debía haber visto la luz en California en 1952. Y entonces, con frescos dieciocho años, me hubiera calzado los jeans emparchados y mi chaleco de cuero; me hubiera atado el cabello con una cinta, para conducir la Harley Davidson hacia las colinas de Woodstock, con Matilde que se reía a mi espalda, aferrada a mi cuerpo delgadísimo, acariciando mi piel bronceada, producto de la vida al aire libre. Porque en todas las ensoñaciones estaba Matilde, que seguramente también había nacido en la época equivocada y, si la imaginación tiene un poder, ése es el de corregir los desastrosos errores del destino. De pronto, el universo se transformó. Era 1976. Mi padre se fue dos veces de casa, para volver una semana después y darme al menos una tregua de un par de días, hasta que todo volvía a la normalidad, a las discusiones continuas, a los platos rotos, a los cachetazos. Un día Carlos me dijo que no iríamos más a su casa. Ricardo había viajado al exterior sin motivo aparente y Matilde estaba escondida en la casa de una tía en Santa Fe. Al año siguiente, Carlos no fue al colegio. Se mudaron a la Capital y, aunque nos mantuvimos en contacto, los encuentros se fueron espaciando hasta desaparecer. A Matilde la crucé por casualidad unos años después, hecha toda una mujer, más hermosa que en 15


mi memoria y, además, casada y con un hijo. A Ricardo no lo volví a ver y, por lo que supe, nadie más lo hizo. Fue entonces cuando comencé a despuntar el hábito de la lectura. El estado de sitio se le había impregnado a la gente hasta los huesos. No había mucho más que hacer en ese tiempo. Hasta ir a bailar era riesgoso: a las diez de la noche había que volver a casa, o la diversión podía terminar en una comisaría. No recuerdo cómo llegó a mis manos el volumen ilustrado de Ivanhoe, pero ese libro me abrió las puertas hacia otro pasado que debía haber sido mi presente: la Edad Media. Mi “hippismo” a medias fue reemplazado por un “quijotismo” del todo imaginario, como usted hará bien en suponer, ya que nunca se me ocurrió andar disfrazado de caballero andante. Pero ahora la sensación de anacronismo era más poderosa. Leí todo lo que pude conseguir sobre aquellos siglos y conseguí la poca música medieval disponible en las disquerías. Matilde ahora era la doncella prisionera en una torre, y debía rescatarla a fuego y a espada. Montaría mi caballo negro azabache y cabalgaría días y días sin detenerme a descansar, cruzando montañas repletas de maleantes agazapados en el bosque; vadearía ríos cargados de sortilegios; atravesaría poblados paupérrimos en donde la gente común se amontonaría a la vera del camino para verme pasar, para admirar el escudo con mi insignia: un corcel encabritado bajo la luz de la luna llena. Y finalmente llegaría a la ciudad de Santa Fe, donde habían escondido a mi dama. Pero, una y otra vez, el televisor a todo volumen o el caño de escape de un colectivo me traían dolorosamente de regreso a una ciudad sin magia, una ciudad privada de pasado a fuerza de remates y de demoliciones en nombre del progreso. 16


El hechizo era más difícil de mantener que antes. Los hippies estaban desapareciendo, pero aún se podían encontrar comunidades aisladas que se resistían a la muerte gradual de los ideales. Pero de los caballeros, de los quijotes, de los cid campeadores, de los ivanhoes, ya no quedaba ni la ceniza. Esta vez había llegado siete siglos más tarde a la cita, pero insistía en aferrarme a las armaduras brillantes, a las hazañas de caballería, a las banderas arrebatadas al enemigo en la liberación del Santo Sepulcro. Yo asimilaba lo bueno, lo heroico de aquella edad del mundo. De las pestes, las guerras, las matanzas, el oscurecimiento de la razón, de todo eso se encargaba la realidad, a pesar del fútbol, del Mundial del 78 y de los tours a Uruguayana para comprar electrodomésticos sin garantía. Una realidad en blanco y negro, a pesar de la televisión color. Hasta el día de hoy, no me ha abandonado del todo esa sensación de extranjero en mi propia vida. De la experiencia hippie, me quedó la tendencia a usar las camisas fuera del pantalón. De los ensueños medievales, permanece la emoción profunda al escuchar canto gregoriano. Hoy, veinte años más tarde, puedo ver todo aquello como el principio de mi caída hacia la indiferencia, hacia el vivir a medias y dejar el corazón en estado vegetativo. En aquellos años comenzó para mí un largo invierno, que terminó abruptamente la tarde del 9 de agosto de 1999, cuando sonó el portero eléctrico. Estaba distraído y me sobresalté. Mi taza de café estalló contra el piso; era el preámbulo de lo que estaba por venir.

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–Correo –dijo la voz a través del auricular del portero eléctrico. –Tírelo en el buzón o déjeselo al encargado, por favor –dije, más atento a las manchas de café en la ropa que a lo que estaba oyendo. –Tiene que firmar el recibo, señor. –¿No puede firmar el encargado? –No, señor, tiene que firmar usted. –Entonces va a tener que esperarme. –No hay problema, señor. Lo espero. Estaba claro que no iba a ser tan fácil sacarme de encima a aquel tipo, pero al menos me tomaría la pequeña venganza de hacerlo esperar el mayor tiempo posible. Estaba molesto por la intromisión, por el susto y por la irremplazable pérdida del último recuerdo de unas vacaciones lejanas en Mar del Plata: la taza que había comprado en una casa de artesanías en el bosque Peralta Ramos. Mientras juntaba los pedazos de cerámica del piso, comencé a preguntarme qué sería lo que el cartero tenía para mí, y, sobre todo, quién lo habría enviado. No tenía ningún conocido, y menos que menos algún amigo que viviera tan lejos como para enviarme una carta. Por un momento, pensé que tal vez mi padre finalmente había ganado en el hipódromo y ahora estaba viajando por Europa, pero enseguida descarté esa 19


posibilidad por dos razones concretas. Primero, en el caso de que la fortuna se hubiera decidido a darle una oportunidad, yo sería la última persona en que hubiera pensado para compartir su dicha. Segundo y fundamental, estaba seguro de que me había perdido el rastro. Tras la prematura muerte de mi madre en el 81, vendí el departamento que ella había comprado con el dinero que hubo sobrevivido al remate de la casa de Liniers y me mudé a la Capital, sin dejarle la dirección a nadie que pudiera avisarle a mi padre. Además, había tenido la precaución de no cambiar la titularidad de la línea telefónica, que permaneció a nombre del antiguo dueño. De pronto sonreí aliviado. Tenía que ser un error. Fui a la cocina y levanté el tubo del portero. –Hola, ¿todavía está ahí? La respuesta no llegó, y supuse que el cartero había notado su equivocación, aunque no había tenido la dignidad de llamar y de pedirme disculpas. –Hola, hola... ¿está ahí? –repetí, comenzando a olvidar el asunto, pero esta vez la voz reapareció. –Sí, señor. Lo estoy esperando. –Escúcheme. ¿No será un error? ¿Cómo sabe que es para mí? –Usted es el señor Julio Alberto Guanini –afirmó el cartero cuando debió haber hecho una pregunta. –Sí, soy yo. –Bueno, entonces es para usted. Era un muchacho sonriente de no más de treinta años. Llevaba el uniforme de manera impecable y no se veía fatigado por las largas caminatas como la mayoría de los carteros. Llevaba el típico bolso colgado de un hombro, pero no estaba repleto de sobres: estaba vacío. Todavía seguía molesto, pero mi buena educación pudo más que el enojo. 20


–Disculpe la demora –le dije en cuanto abrí la puerta. –No hay problema, señor Guanini. Acto seguido, me acercó un papel y una lapicera. –Firme aquí, por favor. Sin preguntar nada, tomé el papel y firmé en la cruz que estaba sobre mi nombre. En la parte superior de la hoja, había un logotipo al que no presté atención y debajo un breve párrafo: “He sido notificado de la fecha y hora de la citación”. Le devolví el papel, y el muchacho me dio una tarjetita con una leyenda escrita prolijamente a mano: “Martes. 14:00. Correo Central”. La leí y miré al cartero esperando más detalles, pero el tipo me devolvió una gran sonrisa. –Muchas gracias, hasta luego. –Espere, ¿qué se supone que debo hacer? El muchacho pareció sorprendido por la pregunta, pero no dejó de sonreír. –Debe presentarse mañana martes a las 14:00 en el edificio del Correo Central. –Sí, eso lo leí, pero ¿de qué se trata? ¿Qué tipo de citación es? ¿Es una encomienda, una carta documento o qué? ¿Por qué tengo que ir a buscarlo al Correo Central? –No sé, yo sólo soy un empleado, un mensajero. Algo me dijo que aquello no era del todo cierto. No me dejó hacerle más preguntas. –Lo único que me encomendaron es rogarle que sea puntual. –Sí, por supuesto, pero... El cartero me saludó con un gesto cordial y me dejó lleno de dudas y con la tarjetita en la mano. Otro hecho me llamó la atención. El muchacho llegó a la esquina y tomó un taxi; y no es que un trabajador 21


no tenga derecho a darse un pequeño lujo después de una jornada de trabajo. Es más, seguramente la empresa le pagaba los viáticos, pero de todas formas me resultó extraño. Ahora me pregunto por qué no me detuve a pensar en el significado del logotipo impreso en la hoja que había firmado. Usted coincidirá conmigo que a veces uno puede tener un elefante ante sus ojos, y eso no significa que necesariamente lo vea. Y eso fue lo que sucedió. Apenas había reparado en la figura, pero quedó grabada en alguna parte de mi cerebro: aquella imagen representaba una carta ligeramente apoyada en un reloj de arena. No lograba concentrarme en lo que leía. Al terminar una página, me daba cuenta de que mis ojos habían asimilado un montón de palabras carentes de significado. Era un libro con varios cuentos de Rudyard Kipling y me había atorado en “La aldea de los muertos”. Un hombre cae en un enorme pozo en forma de anfiteatro en el medio del desierto y descubre que el lugar está habitado por varios hombres harapientos que fueron arrojados allí y duermen en cuevas. La causa de ese castigo: haber vuelto a la vida después de que se los hubo creído muertos. No hay manera de trepar los médanos; la única salida consta en vadear un río, pero el paso está custodiado día y noche por gente armada en botes. Si usted se detiene a pensarlo un segundo, notará ciertos aspectos metafóricos con respecto a mi vida. De alguna forma, yo también estaba vivo, aunque parecía muerto, y había sido arrojado a un pozo del que no podía escapar, o me faltaba la voluntad para hacerlo. El hecho es que, por más identificado que me sintiera con ese relato, no podía fijar la atención en el de-

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sarrollo de la historia. Mis pensamientos estaban en otra parte o, si lo prefiere, en otro pozo. No dejaba de pensar en la citación en el Correo Central. Normalmente, nadie pierde el sueño por recibir una carta o por tener que ir a buscar una encomienda o lo que sea al correo. Pero, en mi caso, cualquier cambio, por mínimo que fuera, cualquier pequeño misterio que no encuadrara en la hoja de ruta diaria, era motivo de sobresalto. Véalo de esta manera: si usted arroja un ladrillo en el océano o en un río torrentoso, el chapoteo pasará desapercibido en el rugir general; pero, si lanza una pequeña piedra de canto rodado en un estanque, las ondas concéntricas invadirán toda la superficie y pasarán un minuto o dos hasta que las aguas vuelvan al estado de reposo original. La última vez que miré el reloj despertador, las manecillas fosforescentes estaban por encontrarse en el 12. Me habré dormido unos minutos o quizás una hora después. Lo había intentado todo para olvidarme del asunto, pero di vueltas en la cama infinitamente, hasta que logré dirigir mis pensamientos hacia el cuento de Kipling y a aquel pobre tipo que dormía en un pozo cavado en un médano. Me imaginé cómo sería dormir en un agujero, sin espacio para moverse, sin saber qué especie de insecto le recorre a uno la pierna o la espalda, con repentinos hilos de arena que le caen sobre la cara, rodeado por el silencio de las entrañas de la tierra. Una luz tenue me despertó y supuse que aquel resplandor fantasmal era el amanecer. Me arrastré como un gusano fuera del pozo, y los demás ya estaban dividiéndose la carne del cuervo que habían cazado la noche anterior, cuando el bicho revoloteaba con el resto de la bandada sobre el cadáver de Ramírez, el gerente de personal de La Litoraleña que, según parece, había muerto tratando de vadear el río. La corriente había 23


devuelto su cuerpo como advertencia. Mis compañeros de trabajo estaban allí. Como yo, vivían y dormían en pozos, pero esta situación no parecía haber influido en sus trajes ni en sus estados de ánimo. Mientras despedazaban al cuervo, hablaban a los gritos del Boca-River del domingo próximo y se retaban a través de cantos de cancha. El cartero, sentado a la orilla del río con los pies en el agua, me instó a intentar la fuga. Entonces comencé a caminar, abriéndome paso entre los pastizales de la ribera, a veces nadando hasta un promontorio de arena, otras avanzando en puntas de pie con el agua hasta el cuello y con la corriente traicionera que me empujaba hacia atrás, hacia el pueblo de cuevas, hacia la aldea de los muertos, hacia los cánticos de cancha que el viento traía en ráfagas. Llegué a un prado que se extendía entre las montañas (o quizás eran médanos inmensos). La corriente bramaba detrás de mí, irritada porque alguien había podido franquear sus defensas. Sentí la alegría de haber logrado lo que ninguno de mis compañeros había hecho: era libre. Por fin podría volver a dormir en una cama, con el techo a un par de metros por encima. Pero, en ese momento, escuché el galope de un caballo y apareció ante mí un caballo blanco y sudoroso, montado por una mujer joven, desnuda, con el cabello rubio agitado por el viento y que me apuntaba con un rifle. Yo conocía a esa mujer. –Cinthia, ¿sos vos? –balbuceé. –Sí, pelotudo, ¿quién va a ser? Esta vez no te me vas a escapar, la puta que te parió. Yo intenté decir algo, pero Cinthia me apuntó a la cabeza y apretó el gatillo. Me incorporé en la cama. Estaba bañado en sudor, a pesar de que era una de las noches más frías del año. Caminé a tientas hasta la cocina y encendí la luz, justo a tiempo para ver cómo una cucaracha rojiza husmeaba 24


en el plato con los restos de la cena. El bicho comenzó a escapar y lo aplasté contra la pared de un zapatillazo. Esperé unos segundos con la zapatilla en la mano hasta que apareciera la otra. Siempre andan de a dos. Si usted mata una cucaracha, debe esperar encontrar una segunda, como mínimo. La otra apareció sobre la puerta de la heladera, y corrió la misma suerte. Encendí un cigarrillo mientras juntaba con una servilleta los restos de la desafortunada pareja de insectos y pensé en Cinthia. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Cinthia. Ella sabía mi dirección y era capaz de haber vuelto a la carga, a pesar de los años que habían transcurrido desde nuestra separación. El divorcio había sido de común acuerdo, y el departamento era mío. Quizás estaba pasando por un mal momento y no había tenido mejor idea que volver a picotear a su ex marido; tal vez se imaginaba que aún quedaban migajas con las que alzarse. Pero permítame que le hable un poco sobre Cinthia antes de continuar el relato. La conocí en una discoteca unos meses después de la muerte de mi madre, cuando todavía me estaba habituando a mi nuevo departamento en Congreso. Era una chica alta, no demasiado delgada, rubia y con inmensos ojos pardos. La saqué a bailar sin esperanza alguna y aquella noche terminamos bautizando mi nueva cama de soltero. Yo no podía creerlo; pensaba que quizás estaba aburrida y había querido darle a su noche un poco de acción sin compromisos. Yo consideraba que era demasiado bonita para mí y adivinaba que todo acabaría por la mañana con un “Lo pasé bárbaro, pero...”, etcétera, etcétera. Sin embargo, llegó la mañana, y luego otro día, y luego otro mes, hasta que, el 2 de abril de 1982, siete meses después de aquella noche, nos casamos por civil. Todo el 25


mundo estaba conmocionado por el desembarco de las tropas argentinas en las Islas Malvinas, y ése fue el tema de conversación predominante, aun durante la ceremonia. Estaban presentes los padres, tíos y hermanos de Cinthia. De mi parte, nadie. Mi padre se había esfumado dos años atrás, y los pocos parientes de mi madre se habían alejado ante los primeros síntomas de la locura que acabó con ella. Mientras nuestros soldados tomaban posiciones y cavaban trincheras, Cinthia y yo pasamos nuestra luna de miel en Córdoba. Nos instalamos en mi pequeño departamento mientras la flota inglesa se ponía en camino y, para cuando las primeras bombas cayeron en la isla, ya habíamos tenido una breve discusión que concluyó felizmente entre las sábanas. Pero esa forma de reconciliación pronto comenzó a resultar insuficiente. Estábamos en el período de la novedad de convivir, de tener cada noche un cuerpo tibio al lado, pero algo había empezado a romperse. Yo no quería sacrificar la fortaleza que tanto tiempo me había llevado construir para estar a salvo de la amenaza exterior; ella no quería dejar de vivir su vida intrépidamente, sin conservadurismos. Cinthia quería correr riesgos para ganar, y para mí eso era lo mismo que hipotecar la casa para apostarle a una fija. A mediados de junio de ese año, las tropas argentinas se rindieron y la guerra se trasladó a mi departamento. Las peleas y reconciliaciones a medias fueron creciendo hasta que una tarde, un año después, mientras yo estaba trabajando, Cinthia arrojó mis libros al aire-y-luz del edificio. Ése fue el punto final. Después de disculparme con la señora de la planta baja, nos sentamos a hablar. Cinthia se sentía asfixiada y yo también; no era la vida que deseaba para ella y tampoco era la vida que yo deseaba para mí. Fue 26


asombrosa esta última gran coincidencia: nos odiábamos, estábamos hartos el uno del otro, nos deseábamos la muerte mutuamente. Sólo volvimos a vernos un par de veces, años después, y hasta hubo un intento de volver a empezar que duró dos días y terminó violentamente con un saldo de diez de mis libros y tres tablas del parquet quemados, y los mejores vestidos de Cinthia pisados por el tránsito de la Avenida Rivadavia. Ahora Cinthia había vuelto, no me quedaban dudas. Pasaron quince años, pero me había enviado una carta documento en que me reclamaba algo. Las otras mujeres con las que salí en los últimos tiempos no habían conocido mi departamento. Además, con ninguna había terminado mal, sino con una decisión conjunta que consistía en que ellas me dejaban y yo me la aguantaba. Tenía que ser Cinthia. Me fui a dormir después de dos horas, siete cigarrillos y una decena de cucarachas aplastadas. Y, si tuve algún sueño, no lo recuerdo. Seguramente usted conoce o ha visto fotografías del edificio del Correo Central. Ocupa una manzana y se impone a la vista con su estilo sobrio y elegante de fines del siglo xix. Estuve varios minutos parado bajo la llovizna en la plazoleta de enfrente, observando las molduras, las columnas, las arcadas que debía atravesar para encontrarme con lo que fuera que Cinthia había enviado para mí. Cuando entré al hall y vi su inmensidad, me di cuenta de que la tarjetita no aclaraba número de piso, de oficina o de caja. Decenas de personas iban y venían, hacían filas ante las ventanillas, cargaban paquetes de tamaños variados. Sus voces, sus gritos, sus pisadas resonaban contra el techo allá en lo alto. 27


Comencé a buscar alguna ventanilla de informes, pero una voz conocida vino desde atrás. –Señor Guanini. Lo estaba esperando. El cartero extendió su mano y se la estreché, más sorprendido que si hubiera aparecido la misma Cinthia en persona. –Parece que usted hace varios trabajos a la vez. –Algo así –contestó, sonriente–. A veces, para llegar al simple acto de entregar una carta, hay que pasar por una infinidad de pequeñas tareas. –Eso lo conozco: burocracia. –No en este caso, como verá en un rato. Acompáñeme, por favor. Seguí al muchacho entre la multitud, cruzando el hall de un extremo al otro. –Mi nombre es Julián –dijo mientras abría una puerta, pequeña en comparación con la magnitud del resto del mobiliario. –Mucho gusto, Julián. Mi nombre... bueno, usted ya me conoce. El chico se rió de algo gracioso que yo no llegué a captar. –Sí, lo conozco, y mucho más de lo que se imagina. Ahora, tengo que pedirle un favor –dijo luego de cerrar la puerta. Estábamos solos, en una pequeña habitación sin muebles y con tres puertas en el extremo opuesto a la entrada. –Voy a tener que vendarle los ojos. Para mi propia sorpresa, acepté inmediatamente con un gesto. El muchacho sacó del bolsillo un pañuelo grande y negro, y me vendó los ojos, haciendo un nudo sobre la nuca y ajustándolo suavemente. –¿Duele? –No. –¿Puede ver algo, señor Guanini? 28


–No. –¿Seguro? –Sí. No veo nada. Acto seguido, el cartero hizo girar mi cuerpo varias veces hacia un lado y hacia el otro. Sólo sé que abrió una de las puertas, pero no podría decir cuál. Luego, guiado por las manos firmes de Julián, comencé a bajar unas escaleras que dieron a un recinto pequeño, a juzgar por el escaso eco de nuestros pasos. Allí, volvió a hacerme girar hacia un lado y el otro, y perdí completamente la orientación. Se abrió otra puerta y seguimos bajando por otras escaleras, según me imaginé entonces, hacia el centro de la Tierra. –¿Está cansado, señor Guanini? –No, estoy bien. –Ya falta poco.

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Usted querrá saber por qué no opuse resistencia al viaje a oscuras que me obligaron a emprender. Yo me lo he preguntado desde entonces, pero nunca encontré una respuesta satisfactoria. Me dejaba guiar a través de aquel laberinto como una oveja que no cuestiona el camino que el pastor le hace recorrer, aunque ese camino lleve lenta, pero inevitablemente, a la muerte. La oveja confía en su pastor y yo no encontré ningún motivo para desconfiar de Julián. Sentía su mano aferrando mi brazo y escuchaba ocasionales “Ahora viene un escalón más alto”, o “Este pasillo es recto, sin escaleras”. Muchas veces me he sentido parte de un inmenso rebaño llevado a ciegas por un puñado de pastores: presidentes, ministros, sacerdotes, curanderos, ídolos populares... Son superhombres que guían nuestras vidas, nos dicen qué hacer, qué vestir, qué comer, cuál es la manera más elegante de caminar... Son los tuertos en el país de los ciegos. ¿Pero cómo sabe un ciego que el tuerto es tuerto, y que no es otro ciego que simula ser tuerto? ¿Y si ese supuesto tuerto sólo tiene mucha imaginación y ha inventado todo lo que nos dice ver? Una vez encontré, en un libro de arte, una reproducción:Parábola de los ciegos, de Pieter Brueghel. Un grupo de ciegos caminan en fila, tomados de la mano y guiados por otro ciego que está dando un paso en el aire, cayendo a un pozo y arrastrando a los demás con él. Esa imagen me 31


impresionó tanto que cometí el sacrilegio de estropear el libro para recortar la imagen y colocarla en un portarretratos sobre la mesita de luz. Disculpe que me haya ido un poco de la historia; quizá sólo estoy buscando excusas para explicar una actitud inexplicable. Lo cierto es que, tuerto o no, Julián, el cartero, avanzaba delante de mí y yo, con mi ceguera artificial, me dejaba guiar, seguro de que no me haría caer. Estaba de alguna manera excitado por tanto misterio, y me preguntaba qué sería lo que me esperaba al final del camino. Ya había empezado a descartar una simple carta documento de Cinthia, y eso me proporcionaba un inmenso alivio; prefería el descenso en tinieblas hacia lo desconocido a la entrega común y corriente en ventanilla de un papel cuyo remitente dijera: “Cinthia Vidal”. –Ya llegamos –dijo Julián, y cerró una última puerta. Me quitó la venda y vi que estábamos en una sala de espera, con tres sillones de un cuerpo cada uno, una mesita ratona con un par de revistas y un letrero de “Prohibido fumar” en la pared. –Aguarde aquí, señor Guanini. –No se preocupe, no voy a ir a ninguna parte sin que alguien me guíe. A pesar del viaje, estaba de buen humor, habiendo descartado la posibilidad de tener que volver a ver a Cinthia. Ahora me imaginaba que tendría una buena historia para contarles a los muchachos de la oficina y también para justificar la segura extensión de mi horario de almuerzo. Julián me sonrió y dio dos golpecitos a una puerta que tenía un pequeño letrero con las siglas “C.T.”. Se escuchó un “Adelante”, y Julián entró. Me puse a hojear las revistas, pero enseguida el muchacho se asomó. 32


–Pase, Sr. Guanini. La habitación estaba iluminada por tubos fluorescentes. De una pared, colgaba un enorme y detallado mapa de la República Argentina; de otra, una lámina con un paspartú de acrílico, con aquel logotipo que yo ya había visto: la carta y el reloj de arena. En el centro del lugar, se imponía un enorme escritorio de roble oscuro. Sobre la superficie, protegida por un vidrio, sólo reposaban unas pocas carpetas y papeles, y un globo terráqueo. Más atrás, como oponiéndose a la evidente antigüedad del escritorio, había una mesa moderna con una computadora, cuyo protector de pantalla me resultó divertido: una carta viajaba de un lado a otro, mientras que, en un reloj de arena, el contenido caía de un hemisferio al otro hasta vaciarse, y luego giraba y volvía a comenzar. Un hombre estaba de pie detrás del escritorio. Me extendió su mano. Sonreía de oreja a oreja. Tendría sesenta y cinco o setenta años; unos pocos mechones de pelo blanquísimo planteaban una resistencia heroica. Yo no tengo facilidad para hacer amigos o para entablar una conversación con desconocidos, pero aquel tipo de aspecto bonachón y con profundos ojos celestes me cayó bien de inmediato. Así conocí a Aniano, y entonces no imaginé que nuestros destinos se entrelazarían. –Señor Guanini, es un gusto conocerlo. Aniano Dieguez, a su servicio –dijo mientras me estrechaba la mano con fuerza (buena señal). –¿Un café? –me preguntó Aniano en cuanto nos sentamos al viejo escritorio. Asentí. Sin que mediara ninguna orden, Julián salió por la puerta de atrás. Brevemente, alcancé a ver lo que había en la otra sala: anaqueles hasta el techo, repletos de cajas y de carpetas. 33


–Antes que nada, quiero pedirle disculpas por la manera en que lo trajo Julián, pero hay reglas que debemos respetar. –No se preocupe, estoy acostumbrado a que me lleven y me traigan. Largué una risita estúpida, pero Aniano se quedó mirándome con sorpresa. Luego se rió, como si hubiera entendido la broma; quiero decir: como si yo hubiera hecho una broma que había que entender. –Comprendo –señaló–. A veces uno resigna muchas cosas para conservar a una mujer a su lado. –No es mi caso, pero conozco el tema. Estuve casado una vez, hace mucho tiempo. –Sí, lo sé, con la señora Cinthia Vidal. El mundo se me cayó encima, la vista se me nubló y comencé a sudar frío. Era como yo lo había sospechado en un primer momento. Cinthia había enviado una carta documento para terminar de destrozarme. No entendía por qué había tenido que pasar por tantas cosas raras: la citación, la venda en los ojos, el descenso interminable... Pero el fin de tanto misterio era una simple, cruel, sanguinaria carta documento de Cinthia. Julián entró en ese momento con el café. Me lo tomé casi de un trago, la taza me temblaba en la mano. –¿Se siente bien, Sr. Guanini? –me preguntó Aniano y afirmé con la cabeza, tratando de componerme lo antes posible. Quería que todo terminara ya. Pensé en mis mejores libros incinerados para tomar valor y hablé con la mayor aspereza que pude. –Mire, señor, la verdad es que no sé qué significa todo este suspenso, pero lo que sí me interesa es que tengo nada más que una hora de almuerzo y, en treinta minutos, tengo que estar de vuelta en la oficina, así que deme la carta documento de Cinthia y punto. 34


La respuesta fue la menos esperada. Aniano y Julián se miraron y estallaron en carcajadas. –¿Qué pasa? ¿Dije algo gracioso? –gruñí, comenzando a enfurecerme. –No, no, Sr. Guanini, le ruego que nos disculpe... –Aniano trataba de sofocar la risa mientras obligaba a sus músculos a formar una expresión seria, pero la cara tenía ahora un tinte bordó, como si lo hubieran dejado varias horas colgado cabeza abajo. Julián había optado por sentarse de espaldas a mí, frente a su computadora, pero yo podía observar el temblor de sus hombros. –¿Alguien puede explicarme qué pasa? –Sí, Sr. Guanini. Disculpe. –Aniano había logrado controlarse, y sus mejillas volvían lentamente al color habitual–. Sucede que, por alguna razón, la mayoría de los hombres que llegan hasta aquí cree que la citación tiene algo que ver con una ex esposa, o con una antigua novia, o con una amante despechada. –A mí no me resulta llamativo en absoluto –repliqué, todavía molesto–. ¿Usted nunca estuvo casado? –Sí. Más de cuarenta años. Y le confieso que lo que más desearía en el mundo es recibir una carta de mi Luisa. Ella murió hace mucho, mucho tiempo. –Aniano ya no se esforzaba en parecer serio. Su mirada se detuvo sobre una fotografía bajo el vidrio del escritorio. Me sentí un estúpido. No es que mi enojo no hubiera estado justificado, pero ahora caía en la cuenta de que la calma tristeza de aquel viejo me partía el corazón. Y lo envidié. A pesar de mis desengaños y malas experiencias, nunca dejé de soñar con encontrar una mujer que me acompañara por décadas. Aniano se había quedado mudo; Julián, desde la computadora, lo miraba con ternura. Como en otras ocasiones similares, sentí que debía decir algo. 35


–Lo siento. Ojalá... no fuera imposible que se cumpliera su deseo, el de recibir una carta de... Lo siento mucho –balbuceé y, también como en otras ocasiones, sentí que tendría que haberme callado la boca. Aniano salió de sus pensamientos, clavó en mis ojos su mirada profunda y me sonrió. –En realidad, no sería del todo imposible. –No entiendo. Usted acaba de decirme... –... que mi esposa murió. Sí, es cierto, pero eso no impide que, cualquiera de estos días, yo reciba una carta suya. Aunque... después de tantos años... ya hubiera tenido noticias. –Disculpe, creo que me perdí algo –interrumpí, sin entender nada y comenzando a molestarme de nuevo. –Cuando le explique la razón por la que usted fue citado, comprenderá. Vayamos al grano, no perdamos más tiempo, ya que usted tiene que volver a su trabajo. Aniano abrió uno de los cajones del escritorio y sacó dos formularios y un sobre lacrado, amarillento, atado con una cinta que alguna vez había debido ser roja. Me extendió los dos papeles y una lapicera. –Antes que nada, firme estas dos declaraciones. Léalas tranquilo, aunque es sólo una formalidad. Me sentía en deuda con Aniano, así que tomé los papeles, me fijé que no hubiera cifras, y los firmé. –¿No los va a leer? –No es necesario. –De todas formas, yo se los voy a explicar. En el primer formulario, usted se compromete a no hacer pública la existencia del C.T., aunque puede referírselo sólo a dos personas que sean de su exclusiva confianza y de quienes tenga la seguridad de que harán uso del servicio y mantendrán el secreto exigido. El segundo formulario es una declaración jurada sin fechar, mediante la cual usted acepta no haber oído 36


hablar nunca del C.T., ni haber visitado sus oficinas. ¿Tiene alguna pregunta? Tenía decenas, pero opté por la más básica: –¿Qué es el C.T.? –Julián y yo somos la cara visible de la sección Entrega de Correspondencia del C.T., una oficina secreta del Correo creada en 1845. C.T. significa “Correo en el Tiempo”. Aniano hizo una pausa como para darme tiempo de digerir la información. En mi cabeza, apareció el logotipo, la carta y el reloj de arena. –Para abreviar, Sr. Guanini, dado que usted cuenta con poco tiempo, el C.T. es un servicio especial mediante el cual alguien puede enviar hoy una carta o encomienda para que otra persona la reciba dentro de veinte, cuarenta o cien años. –Y yo... ¿Tiene una de esas cartas para mí? –Por supuesto, Sr. Guanini. Por eso lo citamos. – Aniano tomó el sobre lacrado y me lo dio –. Es una carta de su bisabuelo, don Luis Argentino Guanini, fechada en 1901, el 23 de marzo de 1901, para ser más exacto. A partir del instante en que tomé el sobre y vi el nombre de mi bisabuelo, escrito con trazos finos de tinta negra y con letra elegante, perdí la noción del tiempo. A la mierda con el horario de almuerzo y con la Compañía de Seguros; valía la pena arriesgarse a una reprimenda del jefe. Ya pensaría alguna excusa. Por primera vez en mi vida me estaba sucediendo algo; me sentía dentro de un cuento, aunque ya no como aquel observador pretencioso y en nada comprometido, sino como el protagonista. No me imaginaba qué mensaje me habría enviado don Luis a través del siglo, pero el solo hecho de recibir una carta de un antepasado a través de un servicio secreto utilizado por unos pocos elegidos me hacía sentir especial. Las instrucciones del 37


viejo habían sido claras: “Mi descendiente varón más joven, aunque mayor de edad, en el año de 1999, mes de marzo”. Yo cumplía con los requisitos. Aniano y Julián me habían estado rastreando desde principios de año, pero la sagacidad para ocultarme de mi padre les había complicado la tarea, que en mucho se parecía a la de un detective. El trabajo de investigación que hicieron para encontrarme es digno de admiración: Registro Civil, guías telefónicas, antecedentes bancarios, bases de datos de universidades e institutos, de agencias de viajes, de inmobiliarias, de cementerios. El C.T. contaba con gente infiltrada en lugares clave y tenían acceso a todo tipo de registros. Así pudieron seguir las pocas huellas que yo había dejado. Una vez que me identificaron, el laborioso Julián fue a la casa de mi infancia en Liniers (dirección que sigue apareciendo en mi documento: nunca hice el cambio de domicilio). De allí, lo enviaron al departamento que compartí con mi madre hasta su muerte. Y luego, cuando ya habían perdido el rastro, alguien logró entrar en las computadoras del Registro de Propiedad Inmueble, y dieron con mi departamento de Congreso. Dedicaron un par de meses a observarme; tenían que descubrir qué clase de persona era, para extremar o no sus precauciones. Cuando ellos consideraban que el C.T. podía correr algún riesgo, usaban métodos alternativos: un archivo aparecía traspapelado en una biblioteca municipal; una carta era encontrada entre viejos papeles en una casona a demoler. No hace mucho, durante la remodelación de un caserón en Belgrano, al levantar las antiguas baldosas, los obreros encontraron una carta de fines del siglo xix, dirigida a quienes vivieran allí a fines de este siglo. Recuerdo muy bien haber 38


leído la noticia en el diario y también recuerdo una pregunta que surgió entre mis compañeros de oficina: ¿cómo sabían los que escribieron la carta en 1899 que las baldosas serían removidas exactamente en 1999? Como en tantas otras charlas de oficina, el interés por el asunto se extinguió al día siguiente. Pero yo ahora tenía la respuesta: parece que el C.T. no había hallado confiable a la persona a la que le estaba destinada la carta, y de alguna manera lograron que “apareciera” bajo una baldosa. A mí también me pusieron bajo la lupa. El propio Julián y otros personajes misteriosos fueron desentrañando los escasos matices de mi vida. Aunque Aniano no me lo quiso confirmar, comencé a sospechar que algunas personas con las que me había cruzado en los últimos meses eran espías del C.T. El caso más claro era Marcelo, un muchacho de 25 años que había ingresado en la Compañía como personal temporario en junio y, desde el primer día, comenzó a tratar de hacerse amigo. Le confieso que tomé aquel acercamiento repentino con cierta preocupación: uno está lleno de prejuicios. A pesar de eso, charlamos mucho de la vida en general. Recuerdo que los temas de conversación no surgían espontáneamente, Marcelo los proponía con distintas excusas, y no eran en nada azarosos; parecían seguir la lógica de un cuestionario armado para llegar a una conclusión precisa. Un mes después de su ingreso en la oficina, se despidió de todos; renunció diciendo que había conseguido un trabajo mejor, y nadie supo nada más de él. Debo de haberle causado una buena impresión, ya que la oficina de Evaluación del C.T. me consideró “confiable 9”, en una escala de 1 a 10. ¿Le parecen exageradas esas medidas de seguridad, esa investigación detectivesca? A mí me pareció 39


así al principio, pero Aniano me contó que no pocas veces la oficina entera había debido mudarse apresuradamente y hasta pasar a la clandestinidad, en especial durante los gobiernos militares. Es que varios presidentes, ministros, jueces y demás funcionarios del pasado usaron el servicio para contar personalmente cómo sucedieron ciertos hechos, o para hacer denuncias que en su época los hubiera llevado derecho al paredón de fusilamiento. Documentos como aquellos, escritos y firmados de puño y letra por quienes han dado sus nombres a las actuales calles de Buenos Aires, podrían desvirtuar la historia que nos enseñan en la escuela, con el consecuente peligro de que alguna vez conozcamos la verdad. Todo aquel que se ha erguido alguna vez como defensor de la identidad nacional ha perseguido al C.T. o ha intentado hurgar en sus archivos en busca de una carta que pudiera atentar contra el orden establecido. Cuando salí del edificio del Correo Central, aún lloviznaba. Eran las 16:30 y la acidez subía desde mi estómago, producto de la decena de cafés que había tomado mientras escuchaba la voz pausada de Aniano. Era difícil volver a la realidad de la oficina y a la segura llamada de atención que recibiría de mi jefe, pero la carta guardada en el bolsillo interno del saco era una presencia que se hacía sentir, que brillaba con una luz sólo visible para mí. Mi vida no volvería a ser igual, estaba seguro. Y aún no imaginaba a lo que me empujaría mi bisabuelo, el viejo don Luis, desde esa carta prolija y extensa escrita un día perdido en el tiempo.

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Cuando terminé de leer la carta –de más de veinte páginas– y el deseo final de mi bisabuelo de que yo tuviera “el coraje necesario para emprender la cruzada” que me había tocado en suerte, mi primera reacción fue una carcajada nerviosa. La segunda fue acariciarme la barbilla durante unos instantes con una sombra de duda en mi expresión. Y la tercera fue una explosión de rabia, de desilusión. Hubiera preferido que el mensaje de mi antepasado fuera un simple (aunque estilísticamente rebuscado) saludo a través del tiempo; un intento romántico de perpetuar algo de su memoria cuando ya no hubiera quedado nadie con vida para recordarlo. Era un disparate, un mal chiste que había tardado casi cien años en llegar al remate. ¿Para esto había utilizado los servicios casi esotéricos del C.T.? Tantos hombres y mujeres se habían servido de esa posibilidad para contarle su verdad al futuro o simplemente para recordarle a alguien lo efímero de la vida, y al viejo don Luis lo único que se le había ocurrido era gastarle una broma ridícula al pobre idiota que cumpliera sus requisitos. Todavía no sé cómo no rompí la carta esa misma noche. Tuve que hacerlo más tarde, pero ésa es otra historia. No quiero confundirlo. Lo que quiero decir es que, si después de la primera lectura me hubiera 41


dejado llevar por la desazón, la carta hubiera terminado en la bolsa de la basura junto al hueso del bife y a los restos de la ensalada de la cena. ¿Qué habría sido entonces de mi vida? Nada, es decir, lo que era mi vida hasta ese momento. De casa a la oficina y de la oficina a casa hasta jubilarme, y luego a tirarle miguitas de pan a las palomas en la Plaza del Congreso, a ser uno más de los que contribuyen a que la plaga se extienda. En realidad, hubiera bastado archivar los papeles amarillentos en un cajón y convertir el asunto en una anécdota que alguna vez recordaría con un meneo de cabeza. Pero usted sabrá que no fue así: no la rompí ni la olvidé. Y entonces abandoné la ruta asfaltada que tenía claramente trazada ante mí y tomé por un camino de tierra sin señalizaciones y con dudoso final. Había dejado el sobre en el bolsillo de mi saco hasta la hora del café, después de la cena, saboreando la expectativa, imponiéndome una conducta firme sobre la curiosidad. Quería disfrutar plenamente el momento de abrir el sobre porque, le repito, era el primer acontecimiento fuera de la rutina que me ocurría en mucho tiempo, y no quería estropearlo abalanzándome sobre la carta. Desde el momento en que abandoné el Correo hasta que comencé a cortar suavemente el sobre, mis pensamientos estuvieron dedicados a la carta. Cuando entré en la oficina, con más de dos horas de retraso, todos me miraron. Yo sólo miré a Ramírez, con las imágenes de mi sueño que venían a mi mente: los cuervos estaban picoteando su cadáver en el arenal. Pero Ramírez, que estaba discutiendo acaloradamente con dos abogados de la Compañía, estaba vivo, y me fulminó con la mirada. Le dije lo primero que se me ocurrió: me había bajado la presión, me había descompuesto y me habían atendido en una ambulancia, y no me dejaron 42


ir hasta que estuve recuperado del todo. No sé si me creyó, pero era la primera vez que no cumplía con un horario en quince años. De todas formas, el pequeño sobre lacrado ocupaba mi mente, sin dejar espacio para otro pensamiento. Mis compañeros me preguntaron qué fue lo que había recibido en el Correo, y yo balbuceé algo sobre mi ex esposa, que ya se encargaría mi abogado, que no era nada grave. Mis palabras salían atoradas, superpuestas; lo único que quería era irme a casa y leer la carta. “Mi muy estimado descendiente: espero que, al recibo de la presente carta, esté usted bien y que su vida haya sido medianamente satisfactoria. La mía lo ha sido hasta cierto punto, pero un acontecimiento inesperado y fantástico ha hecho que todo se derrumbara y afectara mi bienestar y, de esta manera, según sospecho, el de toda mi descendencia, inclusive el de usted. Si su presente es próspero y está conforme, le ruego que haga caso omiso de lo que voy a pedirle y tome estas líneas como un abrazo paternal de quien ahora es sólo un puñado de cenizas. En cambio, si no es así, quizás encuentre usted en estas líneas una explicación a su situación y una propuesta para corregirla”. Así comenzaba, palabras más, palabras menos, la carta de don Luis Guanini, fechada en Buenos Aires, el 21 de marzo de 1901, y escrita con una letra prolija y adornada con firuletes. La primera parte me resultó por demás interesante. Don Luis hacía un breve repaso de la historia familiar, de la cual yo no tenía ninguna información. Comenzaba con la llegada de su abuelo desde Italia y su establecimiento en Buenos Aires, como cocinero en un hospital. Allí conoció a la que sería su esposa, una adolescente nativa que hacía las veces de mucama, 43


enfermera y ayudante de cocina, según las necesidades del establecimiento. Tuvieron varios hijos, pero uno solo llegó a la madurez, Américo, que parecía haber reunido toda la salud y fortaleza física que les había faltado a sus desdichados hermanos. Américo se negó a continuar la tradición culinaria de la familia y se enroló en el ejército en busca de aventuras. Era un hombre rebosante de energía, intrépido hasta el límite, y vivir tras ollas y sartenes no era lo que el destino le deparaba. Con sólo veinte años de edad, se destacó rápidamente entre los soldados del batallón conducido por el coronel Francisco Montes. Comenzaba la década de 1860, y los malones frenaban el progreso de la joven república. Enormes franjas de tierra fértil y excelente para el cultivo permanecían vírgenes y en estado salvaje por culpa de los indios. La nación debía crecer y, al igual que un niño, debía alimentarse con los frutos del rico suelo con el que Dios la había provisto. Pero la nación había nacido enferma, infestada de parásitos demoníacos, a los que era necesario extirpar. Esos parásitos eran los indios; y el santo remedio para esa enfermedad era el acero de las espadas y la pólvora de los fusiles. Tal era el núcleo de las sangrientas arengas con las que el coronel Francisco Montes enardecía a sus hombres antes de una batalla o de caer sorpresivamente sobre las tolderías. Y Américo hizo carne aquellas palabras; fueron su rezo al desenvainar el sable y su grito triunfal cuando las columnas de humo negro se alzaban entre los despojos enemigos. Américo estaba siempre en la primera línea y solía adelantarse al batallón en la última carrera; los lanzazos no lo alcanzaban: era como si estuviera protegido por la mano divina. El coronel Montes advirtió enseguida el temple del muchacho y, en poco tiempo, fue su hombre de confianza. Lo ascendió de escalafón tan 44


rápidamente como les arrebataban a los aborígenes sus tierras ancestrales. El respeto y la amistad entre el coronel y su soldado preferido quedarían pronto sellados para siempre. Una tarde lluviosa y helada de junio de 1863, unas pocas tribus errantes, castigadas y diezmadas por las fuerzas del coronel Montes olvidaron sus diferencias, unificaron su odio contra el blanco invasor y atacaron furiosamente el fortín de Arroyo Frío, donde se asentaba el grueso del batallón. Los indios sumaban varios centenares, pero el rencor los multiplicaba al infinito. Las unidades salían a repeler el ataque y, al regresar los soldados, heridos y empapados de lluvia helada, debían abocarse a extinguir el fuego que surgía en distintos puntos del fortín. Américo era infatigable. Cuando su espada no subía y bajaba a ambos lados del caballo, sus manos cargaban sin cansancio los pesados baldes para aplacar el fuego. En el campo de batalla, Américo maldecía el agua que dificultaba la visión y la movilidad; en el fortín, la bendecía. Finalmente, al caer la tarde, la suerte de la batalla se inclinó hacia los soldados, y los indios sobrevivientes emprendieron una huida desordenada. El coronel Montes no se conformó con lo aplastante de la victoria. Hubiera sido impropio de él dedicarse a descansar y reparar los daños en el fuerte. Alistó con presteza a los pocos hombres que estaban ilesos y menos cansados, y se lanzó a exterminar a los pocos infieles que aún no habían caído. Allí salió el coronel Montes, con Américo a su lado, y con unas decenas de soldados más, para completar la sangrienta obra. Esta última acción acabó para siempre con la amenaza de los malones en la zona, pero el costo resultó muy alto para Américo. Si bien el coraje mantenía a los hombres erguidos, los caballos trastabillaban de cansancio en las imperfecciones del 45


terreno. Así fue como el caballo del coronel pisó en falso, cayó estrepitosamente y arrojó a su jinete al piso. El coronel quedó maltrecho por el golpe y, por unos segundos, fue incapaz de ponerse de pie en aquel lodazal. Américo advirtió de inmediato el traspié del coronel y acudió en su ayuda. El sol ya se había puesto, pero los ojos de Américo atravesaban la oscuridad creciente. A unos metros, vio al coronel Montes, semihundido en el barro y tratando de asirse a la rama de un arbusto para incorporarse. A sus espaldas, vio que algo se movía sigilosamente y que una lanza se preparaba para atravesar el cuerpo del militar. Américo no dudó. Saltó de su caballo, al tiempo que aprestaba el fusil y apuntaba a la sombra. Antes de que el coronel se hubiera dado cuenta de nada, un estampido resonó en la noche y el indio cayó hacia atrás. Américo corrió hacia el coronel y lo ayudó a ponerse de pie. Sus miradas se encontraron y no fueron necesarias las palabras para que Montes le agradeciera a su fiel soldado. Tampoco hubo tiempo. La misma lanza que había buscado la espalda del coronel encontró la pierna derecha de Américo y la atravesó de lado a lado. Américo ni siquiera gritó. Aferró la lanza con una mano y, con la otra, desenvainó el sable cuyo acero cortó sin piedad el cuello del salvaje herido. Américo fue llevado como un héroe hasta el fortín, donde recibió las primeras curaciones. Pero la gravedad de la herida hacía urgente su traslado a Buenos Aires. Esto no era tarea fácil. Entre la ciudad y el herido se extendían cientos de kilómetros a campo traviesa, sin caminos, y las últimas lluvias habían provocado el desborde de varios arroyos y la anegación de los campos. Cuando Américo llegó a Buenos Aires, fue imposible hacer algo mejor que amputarle la pierna. Don Luis escribió que Américo, su padre, nunca dejó de maldecir al destino por aquella cruel jugada 46


que, junto con su pierna, había cercenado una carrera militar prometedora. Por supuesto, el coronel Montes no olvidó su heroísmo y le agradeció el haberle salvado la vida regalándole muchas hectáreas de campo virgen y fértil en los alrededores del fortín de Arroyo Frío que, con los años, se convertiría en un pueblo. Américo se instaló allí a principios de 1864, se casó con la hija de uno de los primeros colonos y, hacia fines del mismo año, ya nacía su primer y único hijo, Luis Francisco Guanini, mi bisabuelo. Pero en 1865 estalló la guerra del Paraguay, y el coronel Montes fue enviado al Norte, donde siguió cosechando victorias y renombre. De este modo, al terminar el conflicto, no le fue difícil meter la nariz en la política y llegar a ser gobernador de Buenos Aires. Al llegar a este tramo del relato, a usted le habrá sucedido lo mismo que a mí. Si bien es cierto que nunca fui un experto en historia argentina, el nombre del coronel Francisco Montes no me resultaba conocido en absoluto. Mi primer impulso fue consultar alguna enciclopedia, pero no fue necesario. El propio don Luis, en su carta, me decía que era inútil que consultara alguna lista de gobernadores, ya que no encontraría al coronel Montes en ninguna, y me pedía que continuara leyendo su historia, que luego comprendería. Don Luis hacía saltar el relato a su adolescencia en el pujante pueblo de Arroyo Frío, rebautizado a fines del siglo xix como “Coronel Montes”. Su padre, Américo, se había convertido en un poderoso terrateniente, a pesar de la depresión que nunca lo abandonaría. El gobernador Montes seguía sin olvidarlo y ahora la maquinaria de agradecimientos estaba aceitada por el poder. Ya fueran contratos para abastecer al ejército en una campaña o préstamos especiales, 47


Américo estaba siempre primero en la lista y con todas las facilidades a su disposición. Don Luis fue enviado a estudiar a uno de los mejores colegios de Buenos Aires y tenía mucho más de lo que necesitaba. En este punto, entra en la historia Juan Facundo Peralta, un muchacho “desgarbado, de aspecto débil y hasta algo afeminado”, que cambiaría la vida de don Luis, y también la mía. Juan era el hijo de un viejo compañero de regimiento de Américo, el cabo Rodolfo Peralta quien, aunque no carente de valor, nunca llegó a destacarse tanto como él. Por su comportamiento en combate, recibió también algunas tierras cerca de Arroyo Frío, donde se estableció con su esposa y con el pequeño Juan (un año mayor que Luis). Pero, al poco tiempo, comenzó la Guerra del Paraguay, y el coronel Montes logró convencerlo de unirse a sus filas para la nueva empresa patriótica. El cabo Peralta deseaba en realidad abandonar la milicia y dedicarse a su familia y al cultivo de sus campos, pero era muy difícil escapar al encendido discurso del coronel. Así fue como se despidió de su mujer y su hijo con la promesa de volver con honor y gloria, pero murió un año más tarde, en un campo de batalla lejano. Durante los primeros años, la viuda de Peralta se las arregló para administrar sus tierras y llevar una vida digna. Pero, cuando Juan llegó a la adolescencia, las cosas ya no iban tan bien. Aun así, la mujer decidió invertir en su único hijo el dinero ahorrado durante las buenas épocas y enviarlo a estudiar a Buenos Aires. Coincidió entonces que Juan ingresó en el mismo colegio al que asistía don Luis, donde se conocieron y se hicieron amigos. Juntos en la gran ciudad, Luis y Juan compartieron secretos, aprendieron a defenderse y se convirtieron en 48


hombres. Pero, junto a la amistad y al compañerismo, crecía también una rivalidad que quedaría al descubierto con el hecho que años más tarde empujaría a don Luis a enviarme esa carta a través del tiempo. Una tarde de domingo de 1888, mientras los dos amigos recorrían los barrios más elegantes de la Capital en busca de algo que compensara el tedio de los estudios, dieron con una tienda de antigüedades. Don Luis, siempre con dinero en el bolsillo, quiso buscar allí algo para llevarles de regalo a sus padres en las vacaciones del verano próximo. Tras rebuscar entre los objetos en exposición y tratar de descubrir cuáles realmente valían el precio que el vendedor pedía, Luis se decidió por un reloj de pie de madera lustrada. Mi bisabuelo escribió una certera descripción del reloj y de su primera impresión al verlo; no había nada que lo diferenciara de otros relojes, excepto la agradable resonancia que producía el péndulo dorado al ir de un lado a otro. “Decir que aquel sonido era hipnótico sería menospreciar y simplificar aquella música continua, monocorde y perpetua”, escribió don Luis. Para dispersar cualquier duda que el joven pudiera tener, el vendedor contó una extraña historia acerca del reloj, que le había sido referida por el antiguo dueño, aunque él nunca había podido comprobar su veracidad. Según parecía, el reloj tenía una cualidad mucho más mágica e irreal que ponerle límites al tiempo. En realidad, era capaz de quebrarlo. Sólo había que sentarse frente al péndulo el último minuto del último día de un año cuyas últimas dos cifras fueran 99 y, concentrándose en un día determinado en el pasado o en el futuro, uno podría viajar hasta ese día y pasar allí 24 horas, hasta que el proceso se revirtiera. Pasado ese lapso, el aparato se convertía en un reloj común y corriente hasta un siglo después. 49


Luis y Juan volvieron al pueblo, que ya ostentaba el nombre de “Coronel Montes”, con el reloj de pie, mil historias vividas en la Capital para contar y la semilla del odio aún sin germinar. Para ese entonces, Américo Guanini era rico, y la viuda de Peralta había comenzado a vender parcelas de tierra a escondidas de su hijo. Francisco Montes, ahora general, continuaba eludiendo los vaivenes políticos y permanecía encumbrado en el poder. En junio de 1891, la madre de Luis murió durante una epidemia de tuberculosis que asoló al pueblo. Américo no resistió este nuevo golpe, y el débil hilo que sujetaba su cordura desde aquella nefasta batalla, casi treinta años atrás, se cortó. Comenzó a hablar de los indios, imaginaba que los salvajes se estaban reorganizando para atacar al pueblo y trataba de convencer a las autoridades militares del lugar para que dieran el primer golpe. La gente comenzó a rehuirle y a perder la veneración que hasta entonces le había tenido. Una mañana, pocos meses después de la muerte de su esposa, sin haberse despedido de Luis, Américo montó su caballo y partió. El cadáver fue encontrado una semana más tarde en una cañada, con el cuello roto; el caballo aún estaba allí, sin moverse de al lado de su dueño, como en una solitaria guardia de honor. Algunos dijeron que había muerto en el mismo lugar donde hubo recibido el lanzazo en la pierna. Esto le daba un tono romántico y misterioso al simple hecho de que Américo se había vuelto loco. Lo cierto era que nadie podía precisar el lugar exacto de la Batalla de la Lluvia en esa llanura monótona y casi sin accidentes topográficos, y menos aún tres décadas después, cuando la memoria de los últimos sobrevivientes comenzaba a flaquear y a desvanecerse. Tras la muerte de Américo, don Luis se convirtió en un hombre rico y poderoso, que continuó recibiendo 50


favores del ya viejo general Montes que, aunque en decadencia, podía aún mover bastantes hilos en la provincia. A Luis no le costó demasiado conseguir la mano de la mujer que deseó. En 1894 se casó con Mercedes, la muchacha más hermosa y codiciada del pueblo. Usted se preguntará qué fue del reloj de pie. Ahora llegamos a ese punto, ya que el relato nos lleva a 1899, el año en que teóricamente las virtudes fantásticas del aparato se pondrían en movimiento. Luis había olvidado la historia contada por el vendedor de antigüedades, pero Juan no. Seguían en contacto, aunque sus encuentros se veían pautados por la atención que requería la familia y, en el caso de Juan, por las penurias económicas. Cada vez que Juan visitaba a Luis en el enorme casco de su estancia, no perdía la ocasión de echarle un vistazo al reloj, y hasta bromeaba al respecto ante la proximidad de la “hora mágica”. Finalmente, convenció a Luis de que, a las doce de la noche del 31 de diciembre, ambos se sentaran frente al péndulo para ver qué sucedía. Luis aceptó, tomando aquello como una broma con dejos de melancolía y añoranza de su época estudiantil, pero lo cierto es que el reloj, para él, había pasado a ser uno más entre los muebles caros y exóticos que adornaban las amplias habitaciones de la casa. No podía adivinar que el reloj de pie y su supuesta metamorfosis en máquina de tiempo habían ocupado cada vez más la mente de Juan, hasta transformarse en una idea fija. No hubiera podido imaginar que su viejo compañero de andadas había urdido un plan tan extravagante como siniestro para el caso de que el reloj fuera capaz de transportarlos al pasado. Es probable que Juan hubiera querido viajar solo, pero Luis habría sospechado algo de habérselo pedido prestado para aquella noche. Éstas son todas suposiciones de don 51


Luis ya que, después del suceso, no volvieron a dirigirse la palabra, a excepción de algunos insultos y mutuas amenazas de muerte. Llegó la noche del 31 de diciembre de 1899 y los dos amigos, Luis Guanini y Juan Peralta, se sentaron frente al antiguo reloj de pie, que marcaba los segundos con total indiferencia. Luis notó que Juan llevaba un revólver en el bolsillo de su saco. “Sólo por si acaso”, dijo Juan, y Luis le creyó. También aceptó el deseo de Juan: concentrarse en una determinada fecha de 1865, días antes de que el cabo Peralta fuera convencido por el coronel Montes de marchar hacia el Paraguay. Juan era un niño cuando su padre había partido y encontrado la muerte, y quería volver a verlo. Cuando las agujas se encontraron en el doce y sonó el primer gong, Juan estaba sentado en el borde de la silla, con las manos crispadas sobre sus piernas, expectante. Luis sonreía y sólo esperaba a que pasara aquel momento ridículo para volver a reunirse con su familia en otra habitación de la casa. Nunca escuchó el segundo gong. Lo despertó el viento frío y húmedo. Estaba tendido sobre el pasto, junto a su silla. Juan continuaba sentado, con la cabeza caída hacia adelante. Frente a ellos, estaba el reloj de pie. A su alrededor, la noche estrellada y silenciosa de la pampa. Tardaron varios minutos en reaccionar y mucho más en cruzar las primeras palabras. Estaban paralizados. Comprendieron que, hasta ese momento, parte de la historia del vendedor era cierta: habían sido trasladados misteriosamente hacia alguna parte. Las primeras luces del alba y un estridente toque de diana confirmaron el resto. Estaban en medio de un campo cultivado, a un lado de una enorme vivienda en construcción, lo que sería en breve el casco de la estancia de Américo 52


Guanini. Delante de ellos, a unos pocos kilómetros, se levantaba el viejo y orgulloso fortín de Arroyo Frío, rodeado ya de unas pocas casas que se convertirían en el núcleo del futuro pueblo. Cuando lograron ponerse en movimiento, con el reloj a cuestas, y tras haber escondido las sillas anacrónicas en un bosquecillo, se pusieron de acuerdo en algunos aspectos que consideraban fundamentales para pasar aquel día sin sobresaltos y poder volver al mismo lugar la medianoche siguiente. Se hicieron pasar por viajeros que llevaban aquel viejo reloj a una familia de Córdoba pero, habiendo perdido su carruaje al vadear un río, no les había quedado más opción que seguir a pie en busca de algún poblado. Los habitantes del fortín creyeron toda la historia, aunque don Luis sospechaba que, en realidad, les interesaban poco y nada las supuestas desventuras de los extravagantes viajeros y su reloj de pie. Pocos días antes había llegado la noticia de la guerra en el lejano norte y la orden de que el coronel Montes y los hombres que él seleccionara se unieran a una de las columnas que partirían de Buenos Aires en pocas semanas. Los preparativos para la marcha ocupaban todo el tiempo de los soldados y de los civiles, así que Luis y Juan se conformaron con la pequeña habitación que les dieron para descansar ese día y partir a la mañana siguiente. Don Luis, en su carta, se extendía bastante con algunos detalles y con algunas anécdotas vividas durante aquel día en el pasado. Si bien recuerdo la mayoría de ellas, sólo voy a referirme al hecho más importante para los dos viajeros. Juan encontró a su padre en medio del ajetreo y logró cruzar algunas palabras con él. Sin dudas, al cabo Peralta debió haberle extrañado la manera emocionada en que lo miraba aquel muchacho de ropa curiosa y con un llamativo aire familiar. Más tarde, Juan 53


se cruzó con su madre, joven y hermosa, que llevaba de la mano a su pequeño. La mujer se detuvo en seco al verlo: el parecido de Juan con su padre era extraordinario. Pero pronto bajó la mirada y continuó su camino. El niño miró a su futuro y lo saludó con una mano, mientras su madre tironeaba de la otra. Don Luis no tuvo tanta suerte. Le hubiera gustado volver a ver a su padre, ya sin su pierna para entonces, pero aún joven y con ganas de vivir. Américo, su mujer y el pequeño Luis habían viajado a la Capital para comprar el mobiliario de la futura casa. Esa tarde, mientras compartían un mate en las afueras del caserío, Juan le confesó a su amigo sus intenciones. –Voy a hablar con mi padre. Voy a convencerlo de que no parta a la guerra. Don Luis se opuso de inmediato. Trató de hacer entrar a Juan en razones: no podía alterar el pasado. Lo que estaban presenciando ya había sucedido, y todas aquellas personas tenían su suerte echada. Para Juan, aquél era ahora el presente, y no estaba dispuesto a desperdiciar esa única oportunidad de evitar los males que estaban por caer sobre su familia. De nada sirvió aquella conversación. Juan volvió a hablar con el cabo Peralta. Torpemente, sin poder explicar sus fundamentos, le vaticinó que iba a morir en el Paraguay y que su viuda y el pequeño quedarían desamparados. Pero el cabo Peralta ya había resuelto acompañar al coronel Montes y nadie, menos que menos un desconocido, le haría cambiar de parecer. Juan regresó a la pieza con lágrimas en los ojos y con una profunda desilusión. Luis respetó su silencio y se dispuso a esperar a que cayera la noche, para volver con el reloj al sitio donde habían llegado y aguardar las doce. Luis estaba tranquilo: se había confirmado 54


su creencia de que el pasado no podía ser modificado. Siempre iba a surgir algo para asegurar que el destino se cumpliera. Por eso había permitido que Juan fuera a hablar con su padre, y no lo sorprendió el resultado de la charla. Por el mismo motivo, Luis no se opuso cuando Juan le dijo que caminaría un poco antes de la medianoche. Ya estaban en el sitio junto a la casa en construcción, con las sillas alineadas frente al reloj de pie. Habían abandonado el fortín a eso de las diez, cuando la mayoría de los hombres dormía. Juan se perdió de vista, y Luis sólo le recomendó que estuviera atento a la hora. Si don Luis hubiera sospechado lo que iba a suceder, lo hubiera detenido a la fuerza; de ser necesario lo hubiera golpeado, y hasta, quizás, lo hubiera matado. Pero mi bisabuelo no vio nada de malo en que su amigo diera una última caminata por el pasado, y se quedó sentado en su silla, confiado en la invulnerabilidad del destino, observando cómo la forma oscura del reloj se alzaba frente al cielo estrellado. Don Luis estaba cabeceando de sueño cuando vio llegar a Juan. Venía corriendo, fatigado, y mirando una y otra vez hacia atrás, hacia el fortín, desde donde comenzaban a llegar voces de mando, toques de trompeta y relinchos de caballos. Faltaban cinco minutos para las doce. Juan cayó sobre su silla de un salto, y se aferró a ella, con la mirada clavada en el fortín lejano. –¿Qué sucedió, Juan? –le preguntó don Luis, pero Juan sólo podía balbucear frases sueltas. –Conseguí una entrevista con el coronel Montes. No quiso escucharme. Le pedí que no llevara a mi padre. No quiso escucharme. Don Luis iba a preguntarle algo, cuando escuchó el galope de muchos caballos que salían del fuerte y se acercaban en esa dirección. Faltaban dos minutos para medianoche. 55


–¿Qué hiciste, Juan? –preguntó don Luis y entonces advirtió que Juan aún tenía el revólver en la mano. –No tuve opción, Luis. Iba a hacerme encarcelar. Varios gritos y un disparo interrumpieron la conversación. Los habían visto. Don Luis miró la aguja, que ya estaba casi sobre el número doce. Si el reloj no funcionaba, morirían allí. El gong sonó por primera vez. Un balazo hizo saltar la tierra cerca de las sillas. Esta vez, tampoco escucharon el segundo gong. Cuando despertaron, estaban en la misma habitación de la estancia de don Luis. Pero no era la misma habitación. El reloj de pie era el único mueble en la sala. Las paredes estaban descascaradas y flotaba un aire de abandono. Don Luis no tardó en comprobar que Mercedes ya no era su esposa. Otra mujer llamada Milagros ocupaba su lugar. El pueblo se llamaba “Arroyo Frío” y el coronel Montes sólo había merecido que su apellido nombrara una de las calles principales. Sería muy tedioso enumerar todas las sorpresas que se llevó don Luis, pero el caso es que su presente se había modificado hasta tal punto que estaba próximo a perder las últimas hectáreas que le quedaban. En cambio Juan volvió para encontrarse con su anciano padre, una floreciente economía familiar y una esposa: ¡Mercedes! Don Luis estuvo a punto de pegarse un tiro. No reconocía su propia historia; era amigo de gente a la que nunca había visto, sus amigos no lo conocían; Américo, su padre, se había suicidado tras enterarse del misterioso asesinato del coronel Montes. Su riqueza, su próspero futuro, su matrimonio acomodado, todo había desaparecido. En vano trató de contarle su experiencia a Milagros –su nueva mujer–, a Mercedes –ahora esposa de Juan–, y a todo el que quisiera oírlo. Pronto se corrió la voz en el pueblo de que el pobre Luis Guanini, al 56


igual que su padre treinta y cinco años atrás, había perdido la razón, opinión que, al momento de la lectura de la carta, compartí plenamente. Por su parte, Juan Peralta se adaptó rápidamente a su nuevo y feliz presente y olvidó por completo a su compañero de estudios y amigo. (En este nuevo presente, Luis y Juan no habían estudiado en el mismo colegio de Buenos Aires.) Juan tenía ahora buenas razones para dejar atrás su otra vida y persuadirse de que nunca había existido. Luis intentó convencerlo y luego lo amenazó para que confesara su crimen, pero ¿de qué hubiera servido esto, en el caso de que alguien creyera la fantástica historia del viaje al pasado? La única alternativa que don Luis encontró fue reunir el dinero suficiente para viajar a Buenos Aires y enviarme aquella carta (uno de sus nuevos amigos, por casualidad, le había referido la existencia del C.T.). Pero su motivación no era meramente informativa. No, don Luis no se conformaba con relatarme su delirante historia. Había algo más: me encomendaba una misión. Yo debía encontrar el reloj de pie, viajar a la misma fecha de 1865 y matar a Juan Peralta antes de que cometiera el asesinato del coronel. Yo debía recomponer el pasado próspero de la familia, y mi presente, así como el de don Luis, cambiaría radicalmente. Yo debía salvar al coronel Montes.

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He tratado de transmitirle a usted el contenido de la carta con la mayor exactitud posible, aunque seguramente se me han escapado muchos detalles y quizás algunas fechas no sean las correctas. Pero espero que lo más importante le haya quedado claro. Me refiero al asunto de la misión encomendada por mi bisabuelo: encontrar el viejo reloj de pie, viajar al pasado, matar a Juan Peralta para que a su vez no asesine al coronel Montes y regresar a mi nuevo presente. Aquella noche, la de la primera lectura de la carta, dejé las hojas sobre una hilera de libros en la biblioteca y me fui a dormir dispuesto a olvidarlo todo, pero no pude conciliar el sueño. Mi mente volvía una y otra vez hacia distintos pasajes de la carta y me peleaba imaginariamente con mi bisabuelo. Pensé que era una pena que el C.T. no pudiera funcionar al revés, es decir, enviando cartas al pasado. Sabía cómo empezaría mi carta para don Luis: “Estimado antepasado: recibí su carta y le informo que me ha resultado muy útil para comprender algo fundamental: ahora sé de dónde viene la insanía y la hijaputez que han caracterizado a los Guanini. De usted, mi estimado don Luis que, con todo respeto, es un loco de mierda”. Recuerdo, que al cabo de haber dado muchas vueltas en la cama y de haber observado con desesperación cómo avanzaba la hora en el reloj despertador, me 59


levanté y volví a leer la carta, como si el contenido hubiera podido cambiar mágicamente. Pero no: don Luis seguía pidiéndome lo mismo, y yo seguía sin un atisbo de sueño, ni siquiera un bostezo. Intenté continuar la lectura de los cuentos de Kipling, maté algunas cucarachas en la cocina y terminé el paquete de cigarrillos. Finalmente me rendí a eso de la cuatro y media de la mañana, y me hice un café bien cargado, para enfrentar el largo día que ya comenzaba. “Mañana podré recuperar el sueño”, pensé, y me equivoqué. Las noches que siguieron fueron parecidas, y los días en la oficina se convirtieron en una tortura. Comencé a cometer errores en el trabajo y mi humor estaba peor que nunca. El Sr. Ramírez, que al principio me reprendía, terminó por llamarme aparte y, en un tono de “charla de hombre a hombre”, me preguntó qué me estaba pasando, si tenía problemas con mi ex mujer, si estaba enfermo o qué. Como ya era mi costumbre, le eché toda la culpa a Cinthia, y Ramírez me llenó de consejos que venían “de un hombre mayor y con experiencias personales en divorcios complicados”. Pero la verdad era que don Luis me había clavado una espina en algún lugar al que yo no llegaba para arrancármela. Alguna tuerca se había movido en mi cabeza e impedía que la maquinaria funcionara normalmente. La falta de sueño, las comidas rápidas y tragadas sin masticar mientras releía la carta y el café excesivo para mantenerme despierto en la oficina casi me hicieron colapsar. La carta de don Luis había tocado un nervio anestesiado durante muchos años. A pesar de lo delirante de mi supuesta misión, reapareció en mi mente la vieja sensación de haber nacido en la época y lugar equivocados. De pronto, si le daba crédito a la aventura de don Luis, tenía ante mí la posibilidad de borrar de un 60


plumazo mi historia y de convertirme en otro yo, un Julio Alberto Guanini nacido en cuna de oro, según el pronóstico de mi bisabuelo. Todo sería así de fácil. Quedaría plenamente explicada aquella sensación de pertenecer a otro mundo porque, en realidad, yo debía haber sido otro, de no haber mediado el asesinato del coronel Montes. A pesar de no ser un experto en metafísica, había leído decenas de cuentos de ciencia-ficción y había visto otras tantas películas sobre viajes en el tiempo. Ese mínimo conocimiento me permitía ver que existían ciertos riesgos que debía asumir. Si lograba viajar al pasado e impedir que Juan Peralta asesinara al coronel, y entonces la historia retomaba su cauce, nada me aseguraba que, por ejemplo, mi abuelo Francisco Américo, el hijo de don Luis, no viniera a vivir a Buenos Aires, se quedara en Arroyo Frío (o, en ese caso, en Coronel Montes), se casara con otra mujer que no fuera mi abuela, tuviera otro hijo que no fuera mi padre, y entonces yo no existiría. Si estamos hablando de al menos dos líneas de la historia, una después del crimen y otra sin el crimen, yo era el producto del encadenamiento de sucesos de la primera. Quizá no habría lugar para mí en la segunda línea de historia, y justamente mi objetivo sería sumergirme en esa segunda línea. Por otra parte, había una aparente contradicción en el relato de don Luis. Cuando los viajeros llegaron a 1865, Juan Peralta encontró al pequeño Juan, es decir, a su doble, él mismo cuando era niño. Don Luis no se cruzó con el pequeño Luis porque este último había viajado con sus padres a Buenos Aires, pero su doble también existía. Ahora bien, cuando ambos regresaron al 1 de enero de 1900, encontraron un nuevo presente. Todo había cambiado: sus situaciones financieras, 61


sus esposas, sus amigos... Pero no se toparon con sus dobles, o sea, con el Luis Guanini y el Juan Peralta que se habían casado con esas esposas, que tenían aquellos amigos, sino que ellos mismos tomaron su lugar, manteniendo sus personalidades anteriores al cambio. Yo, con mis limitaciones intelectuales, hallé dos explicaciones. La primera era que, en realidad, no existirían dos líneas de tiempo emergentes del momento del crimen, sino que se trataría de una sola línea: los dos amigos fueron y volvieron por ese único camino, como si se tratara de una única vía de ferrocarril sobre la que sólo se puede avanzar o retroceder, pero es imposible tomar otra vía en un cruce, que en este caso sería el asesinato del militar. La segunda explicación era más simple: don Luis había inventado todo con algún tipo de humor retorcido y no había tenido en cuenta ese detalle. Había muchas otras elucubraciones para hacer, pero, al fin y al cabo, ¿qué sabemos con certeza acerca de viajar en el tiempo y de las consecuencias de manipular hechos pasados? Las consideraciones y las dudas serían, tal vez, infinitas, y la verdad era que yo no podía dejar de pensar en la posibilidad de escapar de mi presente. Para mí ya no era pura imaginación adolescente, no era soñar con los hippies o con la Edad Media. Ahí estaba la carta de mi bisabuelo, aunque mi cabeza se resistiera a aceptar la historia. Una de mis citas favoritas es la que dice que el sentido común es el menos común de los sentidos, y yo no tenía por qué ser la excepción a la regla. Entonces, hice un trato conmigo mismo. Si bien no terminaba de creerle a don Luis, dedicaría las próximas semanas a investigar la vida de mi bisabuelo. Este pacto apaciguó la guerra entre mi cabeza y mis sentimientos, y me dio una tregua interna que me permitió dormir profundamente después de varios días de desvelo. 62


Era muy poco lo que sabía de mi bisabuelo. En mi familia nunca se rindió culto a la memoria de los antepasados ni a ninguna otra cosa. Hay que reconocer que mis padres no tuvieron experiencias lo suficientemente positivas como para desear recordar su pasado. En lo que a la rama paterna respecta, mi abuelo Francisco Américo había pasado su vida trabajando de sol a sol para llevar el pan a su hogar, cosa que había logrado a duras penas. Cuando a mediados de los cuarenta las condiciones laborales mejoraron y podría haber comenzado a mejorar, una artrosis fulminante lo dejó imposibilitado para realizar cualquier tarea. Francisco no pudo tolerar la situación; ver con impotencia cómo su familia se enfrentaba a la pobreza fue demasiado para él. Mientras mi padre y su hermano Alberto abandonaban la escuela para salir a trabajar, Francisco se abandonó al alcohol, y el amor de mi abuela Rosa no alcanzó para detenerlo. Tras su muerte, la situación de los Guanini comenzó a estabilizarse económica y emocionalmente, pero aún debían recibir otro golpe. Siempre en busca de un trabajo más rentable, mi tío Alberto se embarcó como marinero en un buque mercante y partió con la esperanza de recorrer el mundo y de ahorrar suficiente dinero como para torcer el rumbo trágico de la familia, sin sospechar que él mismo formaría parte de ese sino. Según lo que mi padre pudo averiguar, mi tío bajó del buque en un puerto remoto de Oceanía y desapareció. Algunos de sus compañeros de viaje dijeron que se había ido tras una nativa que hubo conocido en un bar; otros, que lo habían apuñalado en un tugurio de puerto, pero mi padre nunca perdió la esperanza de volverlo a ver. Hasta donde yo sabía, él continuaba esperando que Alberto regresara un día en la primera clase de la mejor aerolínea para buscar a su hermano. 63


Mi abuela Rosa soportó el embate de esta segunda pérdida con mayor valentía y realismo: ella sabía que nunca volvería a ver a su hijo. La recuerdo tal como la vi cientos de veces, encorvada como si llevara su vida entera atada al cuello, cargando las bolsas del almacén, caminando lentamente hacia mí, con una sonrisa inmensa y honesta, y con una visión tan positiva de todo que nadie podría adivinar sus casi ochenta años de penurias. La familia de mi madre atravesó situaciones parecidas que son, en definitiva, el denominador común de cualquier familia sin recursos durante la primera mitad del siglo xx en este bendito país, tragedias más, hambrunas menos. Pero no voy a entrar en detalles, ya que no atañen a la historia que le estoy relatando. Sólo quise darle un pantallazo para que comprendiera por qué la historia familiar no era un tema de conversación común en mi casa. Todo esto no me ayudaba en nada; nunca había oído hablar de don Luis hasta que recibí su carta. Recordaba sólo una mención al paso acerca de la llegada a Buenos Aires de mi abuelo Francisco, cuando era un niño, a principios de siglo, proveniente de un pueblo del interior. Ahora sabía, si al menos le creía un poco a don Luis, que ese pueblo era Arroyo Frío. Podía suponer que mi bisabuelo había terminado por perder sus tierras y había emigrado, como tantos, hacia la gran ciudad. Pero no tenía más elementos para seguir adivinando. Si quería comenzar la investigación de manera seria, era necesario dejar de lado los pocos datos que guardaba en mi memoria, y buscar una fuente fidedigna de investigación. La única persona que reunía los requisitos –hasta quizás incluso los referentes a lo fidedigno– era mi padre. Y ese camino era el último que hubiera querido tomar. 64


“Veinte años no es nada”, dice el tango, pero en mi caso era más de la mitad de mi vida, y la había pasado sin saber nada de mi padre. Mi madre murió en el psiquiátrico, me casé con Cinthia, me divorcié, ingresé en la treintena, esa edad extraña en la que uno se siente joven, pero los chicos comienzan a tratarlo de usted, esa edad en la que de pronto se cae en la cuenta de que el tiempo pasa. Y mi padre no estaba ahí para ya poder hablar “de hombre a hombre”, aunque no siempre él había estado ahí cuando vivía con nosotros. Por supuesto, los veinte años también debían de haber pasado para él. Tendría sesenta y cinco años; probablemente ya habría perdido el pelo. Nunca se me cruzó por la cabeza la posibilidad de que hubiera muerto. Creía (y creo) que ese tipo de noticias siempre encuentra a sus destinatarios, estén donde estén. Pero de lo que estaba seguro era de dónde comenzar a rastrearlo: supuse que no habría perdido sus mañas. Así, comencé a vagabundear por los hipódromos: Palermo, San Isidro, La Plata. Sabía que él sería capaz de no comer para jugarse unos pesos a sus fijas, que nunca lo eran. Poco a poco recuperé mi imagen de buen empleado en La Litoraleña, y, disimuladamente, me fui informando entre mis compañeros de mayor edad acerca de los vericuetos del turf. Aprendí a distinguir entre aquellos que concurrían al hipódromo de tanto en tanto y los viejos jugadores empedernidos. Pensaba que, con sólo verlo, reconocería a mi padre, pero no creía que tal casualidad fuera a ocurrir, de manera que el plan era buscar a alguien que lo conociera. De mala gana, jugué un poco de dinero para mezclarme en el ambiente y, entre comentarios diversos sobre tal o cual caballo, preguntaba si habían visto recientemente a Alberto Guanini, más conocido como “el Beto”. 65


Durante las primeras semanas, mi búsqueda no dio resultados. Ninguno de los jugadores con que hablé conocía al Beto Guanini ni había oído hablar de él. Le confieso que comencé a desilusionarme y muchas veces me pregunté si todo eso tenía sentido y si no sería mejor volver a mis libros, en los que alguien ya había resuelto todos los enigmas. Comprenda usted que los recorridos por los hipódromos y el contacto con gente tan inusual como aquella ya había significado un gran movimiento para mí. No estaba acostumbrado a esos trajines, a comenzar, poco a poco, a ser el protagonista de una historia. De ser un simple lector de relatos policiales y de suspenso, me estaba convirtiendo en Sherlock Holmes, o en el Padre Brown de Chesterton. A veces trataba de estar atento a cualquier señal que me indicara un camino. Otras, me dejaba llevar por mi instinto, y creía adivinar a un probable amigo de mi padre en uno de esos tipos arropados en gabanes desgastados y con olor a cigarrillos negros, sentados al borde de una butaca, apretando sus boletos mientras el pelotón se acercaba al disco. Ambos métodos parecían resultar inútiles y comencé a pensar que lo aprendido en aquellas novelas policiales no tenía validez en la realidad. Pero estaba olvidando un elemento fundamental en cualquier investigación: la paciencia. Un mes después de haber comenzado la búsqueda, aparecieron las huellas hípicas de mi padre. Un hombre de pelo engominado y con rostro cadavérico había compartido con el Beto varias tardes en San Isidro hacía dos años. Un tipo gordo que fumaba con boquilla se había embarcado con mi padre en una de sus fijas unos pocos meses atrás y había perdido el sueldo de un mes, con lo que él también estaba ansioso por encontrarlo. Y hasta dejó entrever que yo era el heredero natural de su deuda. 66


Finalmente, un viejo canoso y delgadísimo que hablaba como si cantara, al estilo Gardel, resultó ser uno de sus pocos amigos. Solían compartir las tardes de Palermo y charlas depresivas en algún café oscuro, de esos que tienen mesas de billar al fondo y ceniceros abollados de lata en las mesas destartaladas. –Hace un par de semanas que no lo veo –canturreó el viejo–. Andará en la mala. La pregunta del millón era si alguna vez no había andado en la mala, pero no era momento de viejos rencores, no todavía. –Hasta donde yo sé, estaba laburando de sereno en un garaje. Vive en una pensión, en Once, cerquita de la estación. Andá a verlo, pibe, se va a alegrar. Muchas veces me habló de vos. Eso sí que era una noticia: mi padre hablaba de mí. Promediaba septiembre, y la primavera se hacía notar esa tarde soleada de sábado, cuando fui a buscar a mi padre a la pensión de Bartolomé Mitre al 2500. En la recepción, un saloncito mal iluminado (y peor decorado), en el que sólo había un escritorio con un teléfono, una mujer mayor, y con un acento que no reconocí, me indicó que el Sr. Guanini había salido y no tenía idea de a qué hora regresaría. Decidí esperarlo afuera, sentado en el umbral de un almacén cerrado, a unos metros de la pensión. Había llevado un libro, pero estaba tan nervioso que sólo atiné a fumarme un cigarrillo tras otro. Mi padre, en mi lugar, se hubiera puesto tranquilamente a leer el diario, con el objetivo de la visita claro en su mente; por lo menos era así como yo lo recordaba. Pero en ese momento, la carta de don Luis, mi objetivo inicial, había pasado a un segundo plano. Me asaltaban imágenes de mi infancia, recuerdos que habían estado ocultos por años: mi padre que me enseñaba a manejar 67


en el viejo Ford, la única vez que lo vi besar a mi madre, la mañana que desperté y él ya no estaba... Me había imaginado el momento del reencuentro muchas veces, y temía que tanto rencor echara por tierra cualquier posibilidad de reconstruir mínimamente la relación. Pero ese temor se desvaneció en cuanto lo vi doblar la esquina, con el diario apretado bajo el brazo y con las manos en los bolsillos. En efecto, había perdido todo el cabello, y los años parecían haberse empecinado más con él que con cualquiera. Estaba muy delgado y caminaba lentamente, sorteando los innumerables defectos de la vereda. Las arrugas se multiplicaban a lo largo de su rostro, pero su expresión era de calma, lo que en él no se diferenciaba de la irresponsabilidad. Pasó a mi lado sin verme, silbando un tango, y pensando quién sabe en qué. Ahí supe que, por el momento, no tenía por qué temer una reacción violenta de mi parte, porque descubrí que, de alguna manera irracional, estúpida y hasta tal vez suicida, ya no odiaba a ese viejo desaliñado. Dicen que un padre es capaz de perdonarle todo a un hijo, pero lo que nunca se dice es que la inversa también es cierta. Al menos fue lo que sentí cuando, antes de que entrara en la pensión, me puse de pie y dije una palabra que estuvo vedada en mi vocabulario durante veinte años. –Papá... El Beto Guanini, el jugador irresponsable, el hijo de puta que llevó a la locura a mi madre, el que me abandonó en la peor época de mi vida, mi padre, se dio vuelta, me miró a los ojos por unos segundos, sacó las manos de los bolsillos, dejó caer el diario y se puso a llorar como un chico. Caminé los pocos metros que nos separaban, confundido por los sentimientos encontrados que me invadían y me dejé abrazar por aquel viejo demacrado. Lloramos varios minutos así, sin decir una 68


palabra, y todo el sermón cargado de odio y de reproches que tenía preparado desde hacía años en mi cabeza se desdibujó como la tinta bajo la lluvia. Esa lluvia, esas lágrimas, venían quizás del deshielo de nuestros corazones, endurecidos por la soledad. Disfruté de aquel abrazo y, a pesar de todo lo que vino después, quedó grabado en mi mente como uno de los mejores recuerdos de mi vida. –Ahora que sos un hombre, vas a poder entenderme mejor, Julito. Capaz que lo que hice no fue lo mejor, pero los últimos años con tu madre fueron un infierno. Y no te creas que no la quería. Aún hoy la quiero: no pasa un día sin que piense en ella. Fue la mujer de mi vida, pero no se volvió loca por mi culpa. Bueno, capaz que yo tendría que haber hecho algo mucho tiempo antes, cuando vos eras más chico. Pero ella siempre fue así: le agarraban esas depresiones, veía todo negro, todo estaba mal, nada de lo que yo hacía alcanzaba. Y llegó un punto que me cansé, Julito, no daba más; y yo nunca fui un valiente. La voz de mi padre resonaba profundamente en el silencio de la habitación, contándome su versión de los hechos sin que yo se lo hubiese pedido. Para mí era una situación de lo más extraña, sentado frente a él después de veinte años, en una pieza cuyo único mobiliario consistía en la mesa, un armario desvencijado y una cama de una plaza con una silla al costado, que hacía las veces de mesa de luz y sobre la cual yacía una radio vieja. Dejé que hablara sin interrumpirlo, sin emitir juicio alguno. Le conté más o menos cómo había transcurrido mi vida cuando me lo preguntó, pero todavía no estaba decidido a abordar el tema de mi bisabuelo. Además, él no tenía demasiado tiempo esa tarde. 69


Pronto debía salir hacia el garaje donde trabajaba como sereno. Entonces decidí concluir ese primer encuentro invitándolo a comer a mi casa al día siguiente, cosa que aceptó nuevamente con lágrimas en los ojos y estrechándome en un abrazo. –Julito –me dijo entre sollozos–, no vuelvas a desaparecer. –Yo no fui el que desapareció. Mi padre no dijo nada, afirmó apenas con la cabeza, insuficientemente, y volvió a abrazarme. El reencuentro me había cegado, me había puesto una venda sobre los ojos, una anestesia en el corazón, para evitar darme cuenta de que el Beto Guanini seguía siendo el mismo. El almuerzo en mi departamento fue otra cosa: yo estaba en mi terreno. Mi padre devoró los ravioles como si el mundo fuera a terminarse y, con el estómago lleno, recobró suficientes fuerzas como para volver al ataque con la justificación de su abandono. –Papá, por favor, lo que pasó pasó. Era tu matrimonio y vos tendrías tus razones. Mi padre sonrió, se sintió aliviado de no tener que seguir dando explicaciones. Por supuesto, todo no era tan simple como mis palabras, pero pensé que ya habría tiempo para retomar el tema. Después de nuestro primer encuentro, mi cerebro volvía a funcionar casi sin interferencias y ahora estaba listo para comenzar la investigación, de manera que fui encadenando los temas como para acercarme lentamente a mi objetivo. Recordamos la infancia, la fortaleza de mi abuela Rosa y a mi abuelo Francisco, al que no conocí. Escuché con paciencia el relato de la caída de mi abuelo y las penurias por las que mi padre y su hermano debieron pasar. –El abuelo Francisco nació en el interior, ¿no? – pregunté inocentemente, y mi padre se quedó callado 70


por unos instantes, como si buscara en su memoria recuerdos no tocados por décadas. –Me parece que vos me lo contaste una vez –insistí, y mi padre pareció volver de un ensueño. –Sí, sí, estaba pensando en otra cosa que me olvidé de decirte. Hace unos meses, vino un tipo que preguntó por vos. –¿Un tipo? –Bah, un tipo... un pibe joven, creo que era un cartero. Me acordé ahora porque me preguntó si yo era Alberto Guanini, hijo de tal, nieto de tal, bisnieto de tal. Y después me preguntó si sabía dónde ubicarte. La verdad que me asusté; pensé que te habías metido en algún lío, pero me dijo que era por una carta, nada más. ¿Qué raro, no? Afirmé con la cabeza, sin atreverme a decir más. No había dudas de que se trataba de Julián, el cartero del C.T. Me pregunté si habría contactado a alguien más de mi familia. Al menos habían guardado bien el secreto: mi padre no sabía nada acerca de la carta de don Luis. –¿Te fueron a ver? ¿Te encontraron? –Sí... me encontraron –respondí balbuceando, buscando una manera de salir del paso sin despertar sospechas–. Era una simple carta... no sé por qué dieron tantas vueltas... –Bueno, yo mismo traté de buscarte un par de veces, Julito, y la verdad es que estabas bien escondido. –No estaba escondido, papá –mentí–. Me mudé un par de veces. –Está bien, hijo, no es ningún reproche. Y si hubieras querido esconderte, tendrías tus buenas razones... Mi padre estaba viejo, pero no había perdido sus mañas. Quería llevarme a toda costa a un terreno que 71


yo no quería pisar por el momento. Me hice el distraído y volví a tomar el control de la conversación. –Estábamos hablando del abuelo Francisco... –Sí, pobre viejo. Tuvo una vida de mierda. Yo, a veces me quejo, pero... –¿En dónde nació? –En un pueblito de la provincia de Buenos Aires, cerca de La Pampa. Arroyo Frío, creo... sí, Arroyo Frío. Creí que el corazón me iba a saltar del pecho. Escuchar de la boca de mi padre ese nombre significaba mucho para mí; a pesar de ser un dato irrisorio, era empezar a confirmar mis sueños más locos; era empezar a creer en don Luis. –Vino a Buenos Aires de chico, con su madre. Otra pobre mujer. Según me contó, el marido la desconocía, le decía que ella no era su esposa, que él no la había elegido. –¿Cómo? No entiendo. –Mucho no me acuerdo, pero parece que el bisabuelo, que se llamaba Luis, era un hijo de puta. De golpe empezó a rechazarlos; el tipo se deprimió y las cosas fueron de mal en peor. Tuvieron que vender o regalar todo lo que tenían. Mi abuelo y su madre vinieron a la Capital con lo puesto. Ni una valija trajeron. Más no sé: al abuelo no le gustaba hablar de eso. Lo que yo había adivinado era correcto: don Luis había perdido su casa, habían vendido o regalado todo, incluso el reloj de pie. Me quedé pensando por unos minutos, imaginándome lo que le habría costado desprenderse del reloj, el único pasaporte a su primer universo. Mi padre aprovechó la pausa para reunir con el pan los últimos restos de tuco en su plato. De pronto se detuvo y me miró fijo. Yo conocía demasiado bien esa mirada. 72


–Che, no habrás recibido alguna herencia y no querés decirme nada, ¿no? Porque primero lo de ese cartero que te buscaba, y ahora te interesa tanto saber de la familia. La sagacidad de mi padre me tomó con la guardia baja y, por varios segundos, no pude contestar, lo cual jugaba en mi contra. Podía adivinar que, en su cabeza, había reaparecido la idea de un mágico golpe de suerte que cambiaría su vida. –No, nada que ver –dije al fin, turbado. –Está bien, no voy a preguntarte nada más. Si querés hacerte el misterioso... –Lo que no entiendo es por qué vinieron a Buenos Aires el abuelo Francisco y la bisabuela, quiero decir, por qué vinieron solos. ¿Qué le pasó a Luis? Yo tenía la respuesta, pero no quería aceptarla. Mi padre se llevó el dedo índice a la sien y trazó círculos en el aire. –Se volvió loco, Julito. Murió en un manicomio. Estaba loco de remate.

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En otro momento de mi vida, la confirmación por parte de mi padre de que mi bisabuelo había terminado sus aventuras en un manicomio hubiera hecho que abandonara las esperanzas de cambiar mi presente casi sin esfuerzo. Pero, una vez que había comenzado a moverme hacia alguna parte y había quebrado la inercia de años de quietud, me era más fácil continuar con mis planes. Detenerme hubiera significado abandonar la carrera sin haber corrido. Por otra parte, la locura de don Luis no me sorprendió. ¿Cuántos científicos y pensadores fueron tildados de locos en su época y ahora son reverenciados en las universidades? Mi bisabuelo no había sido un científico adelantado a su tiempo pero, si realmente había caído en sus manos aquel reloj mágico y si en verdad le sucedió lo que contaba en la carta, lo más lógico era que el resto del mundo lo tomara por un demente. Es más, estoy seguro de que usted, a pesar de su buena voluntad en continuar leyendo este relato, también estará pensando que perdí el juicio, lo cual, como ya habrá visto, está fuertemente arraigado en mi familia. Loco o no, tras el reencuentro con mi padre, sólo me limité a rescatar los datos más importantes. Mi abuelo y su madre vinieron a Buenos Aires con lo puesto; “ni una valija, trajeron”, según mi padre. Sería ridículo pensar que habían traído el reloj a la ciudad, 75


así que seguramente se contaba entre el mobiliario que vendieron o regalaron en Arroyo Frío. Existía una gran posibilidad de que el reloj de pie todavía estuviera en el pueblo o, al menos, iba a ser más fácil rastrearlo allí que en Buenos Aires. El hecho de que Don Luis hubiera sido tomado por loco y encerrado en un manicomio, sumado al rechazo por su esposa, confirmaba que el asunto de la carta no podía ser una broma. Todo eso se condecía con su relato. Aun así, yo había comenzado a buscar en los libros de historia, a la par que buscaba a mi padre. No eran pocos los volúmenes relacionados con el exterminio de los indios en nuestras pampas, pero sólo hallé uno que echaba algo más de luz sobre lo que a mí me interesaba. Era un pequeño libro perdido en una mesa de ofertas de la Avenida Corrientes, llamado Anécdotas del desierto, firmado por José L. Navarro Díaz, y fechado en 1948. El contenido era un compendio de pequeñas historias que habían quedado al margen de “la gran historia”. Cientos de personajes sumergidos en el olvido eran rescatados por el autor, rememorando sus hazañas. Más allá de mi búsqueda, me pareció tan interesante que es uno de los pocos libros que hoy conservo. Gracias a eso, puedo citarle textualmente algunos párrafos del breve capítulo titulado “La Batalla de la Lluvia”. “Pocos registros han quedado de la llamada ‘Batalla de la Lluvia’ pero, para el ojo avizor, para el investigador acostumbrado a encontrar oro en el barro, las breves menciones y datos escuetos aparecidos en las gacetillas de aquellos días son suficientes como para reconstruir la historia”.

Sigue una descripción más o menos similar a la explicitada por don Luis acerca de la unión de las tribus 76


de la zona contra el regimiento, el ataque al fuerte bajo el diluvio y la derrota final de los indígenas. Y luego: “Pero he aquí que, cuando ya la suerte de la batalla estaba echada y los salvajes se batían en retirada, el coronel Francisco Montes, al mando de unos pocos valientes, se lanzó para dar el golpe definitivo. El cometido fue alcanzado, pero casi le cuesta la vida al propio coronel. Debido al terreno fangoso, el militar cayó de su cabalgadura y estuvo a punto de morir a manos de un salvaje. Pero uno de sus hombres, en un acto de entrega por su superior, interpuso su propio cuerpo entre la lanza asesina y el caído. Dicho soldado, de apellido Guarini, perdió su pierna, pero ganó un lugar eterno en la memoria de la Patria”.

Sentí pena por el viejo Américo: tanto heroísmo para que después la “memoria de la patria” ni siquiera recordara bien su apellido. Pero lo que me resultó aún más impactante que la mención (inexacta) de la hazaña de mi bisabuelo fue el último párrafo del capítulo dedicado a la Gesta de Arroyo Frío: “Quién sabe cuál hubiera sido el futuro del coronel Francisco Montes. Venturoso, no hay dudas. Quizás hoy tendría su lugar entre los más grandes próceres de la Nación. Pero el destino, a veces caprichoso e injusto, quiso que el héroe que se había batido cara a cara con centenares de enemigos en el campo de batalla muriera a manos de dos cobardes mercenarios, en su propio fortín de Arroyo Frío, en su propio despacho. Los periódicos de la época sólo reflejan teorías endebles, suposiciones sin bases firmes. Un amorío prohibido, dicen unos; el resultado de una disputa política en la provincia, afirman otros. Pero lo cierto es que los asesinos nunca fueron apresados; su crimen quedó impune”.

Ahora también sentí pena por don Luis. Nunca se habrá imaginado que iba a quedar en la historia como el cómplice del asesinato del hombre por quien su padre había perdido la pierna, la carrera militar y luego la 77


vida. Pero lo más importante de esta cita bibliográfica es la confirmación definitiva del asesinato del coronel Montes a manos de “dos cobardes mercenarios”. Es cierto que don Luis podría haber inventado el resto de la historia, adaptando su delirio a los hechos reales, pero yo estaba cada vez más ilusionado. Mi sentido común comenzaba a hacerle concesiones a mi corazón, que volvía a latir como en los viejos tiempos, cuando quería ser hippie o caballero andante. Como usted se habrá dado cuenta, mi investigación iba viento en popa. También me había cerciorado de que los datos que don Luis me daba sobre el reloj de pie fueran verdaderos. En un libro de historia de la relojería, me enteré de que Hauser & Schwarman era una fábrica fundada en el siglo xvii en Alemania, que había tenido su apogeo durante el siglo posterior y que había cerrado sus puertas en 1835. El artículo contaba con algunas ilustraciones, por lo que me hice una idea aproximada de cómo se vería el reloj. Pero el entusiasmo y éxito de las primeras pesquisas no me ocultaron el hecho de que estaba llegando a un punto muerto. Pronto los libros dejarían de ser suficientes y ya había comprobado que no me convenía continuar interrogando a mi padre. Por una parte, parecía no saber nada más acerca de mi bisabuelo y, por otra, no podía sacarle de la cabeza la idea de que yo había recibido algún tipo de herencia, que lógicamente redundaría en muchas y jugosas apuestas en el hipódromo. Era necesario buscar nuevas fuentes de información, y éstas no estarían ya en Buenos Aires, sino en Arroyo Frío. Desde el primer momento en que decidí poner a prueba la veracidad de la historia de don Luis, supe que iba a tener que dar ese paso pero, ahora que se hacía inminente, no me animaba. Es que sabía que 78


viajar a Arroyo Frío marcaría una línea divisoria entre una simple curiosidad y la aceptación casi inevitable de que mi bisabuelo no estaba loco. Septiembre estaba concluyendo y se acercaba un fin de semana largo, el del feriado del 12 de octubre que, si bien caía en martes, se pasaba al lunes. Esto me ofrecía una posibilidad inmejorable. Ya había averiguado todo respecto al viaje. Doce horas en tren hasta una ciudad más o menos importante de la zona, y de ahí un micro hasta Arroyo Frío. Los tres días no laborables me permitirían realizar el viaje sin sobresaltos. Tenía que tomar una decisión, pero me faltaba coraje. Fue justo durante aquellas semanas de dudas cuando Cinthia apareció de la nada después de más de diez años. Tendría que habérmelo imaginado: las misteriosas llamadas telefónicas en las que nadie hablaba eran obra de ella. Era su estilo. Yo estaba inmerso en la búsqueda de mi padre y en los libros de historia, y no me di cuenta hasta aquel domingo a la tarde, poco después de mi primer almuerzo familiar en décadas. Atendí el teléfono y otra vez el silencio del otro lado. –¿Qué querés, Cinthia? –adiviné, y la respuesta tardó unos segundos. –Hola, Julio. ¿Cómo estás? –Bien, ¿y vos? –Bien, bastante bien. Tanto tiempo. –Tanto tiempo... Como sucedió con mi padre, descubrí que el rencor se había apagado con los años y, ahora sólo quedaba indiferencia. La conversación fue amable desde ambas partes; nos contamos lo que había sido de nuestras vidas, que era poco en ambos casos. Cinthia estaba viviendo en un departamento que le prestaba una amiga. 79


Trabajaba en un banco. Y aguardaba la oportunidad de ganar la lotería o casarse con alguien con suficiente solvencia económica como para renunciar al empleo. Había tenido algunos novios, pero ahora estaba sola. Al cabo de media hora, los temas de conversación parecían haberse agotado. Yo ya había encarrilado el diálogo hacia una despedida elegante, pero Cinthia cambió el tono monótono de voz y dijo: –Me alegra que estés bien. En serio. La verdad es que estaba preocupada. –¿Preocupada?, ¿por qué? –Hace unos meses, vinieron a preguntarme por vos. –No dije nada, pero adiviné lo que seguiría. –Un tipo quería saber dónde vivías o por lo menos tu número de teléfono. Fueron a la casa de mis viejos a buscarme. Como te imaginarás, yo no le di ningún dato. Le dije que te habías mudado después del divorcio. –¿Por qué no le diste mi teléfono, Cinthia? –le pregunté molesto. Me imaginaba que, si el C.T. hubiera tenido antes mi dirección, yo habría contado con más tiempo para investigar. –¿Y qué querías que hiciera? El tipo no me quería decir por qué te buscaba. Estaba vestido como un cartero, pero eso no quiere decir nada. ¿Qué sabía yo si estabas metido en algo raro? –Esta bien, Cinthia, tenés razón. Hiciste bien –me apresuré a minimizar el asunto. Sentí que no era conveniente extenderme con ella en el tema, pero ya era tarde. –¿Pudieron encontrarte? –Sí, era por una carta, nada más. –¿Y tanto lío por una carta? ¿Te dijeron que hasta fueron a preguntarle a tu viejo? –Sí, y ya hablé con él. –¿Con tu viejo? ¿Te encontraste con tu viejo? 80


Y así seguimos por varios segundos; Cinthia trataba de sacarme toda la información posible, y yo me resistía con todas mis fuerzas. Cuando logré cortar y dar por terminada aquella tortura, supe que el asunto no terminaría así de fácil. Conocía muy bien a Cinthia: ella siempre adivinaba cuándo yo trataba de ocultarle algo; y estaba seguro de que ya estaría haciendo todo tipo de conjeturas. También sospechaba que su próximo movimiento sería aparecerse de sorpresa por el departamento. No imaginé que lo haría en el momento más inapropiado. Muchas veces, durante mis años de lector, me molestó el abuso de la casualidad en ciertas novelas, porque no creía que en la realidad pudieran suceder esas situaciones. Sin embargo, Cinthia pasaba “casualmente” por el barrio y decidió hacerme una visita en el mismo momento en que estaba almorzando con mi padre. Traté de deshacerme de ella a través del portero eléctrico, pero mi padre insistió en conocerla. Finalmente, como no quería despertar más sospechas, la dejé subir y aquellos dos problemáticos personajes de mi vida se conocieron en el living. Y lo que tanto temía sucedió. Cinthia sacó el tema del cartero que estaba revolviendo cielo y tierra para encontrarme, y mi padre se plegó de inmediato al complot, agregando unas gotitas de maliciosa intriga. –Dejalo, nena, se quiere hacer el misterioso. Es algo sobre el bisabuelo, ¿no, Julito? –No, papá, ya te dije que el bisabuelo no tiene nada que ver. –Vamos, Julito, a mí no me vas a engrupir. –Está bien, pensá lo que quieras. –Ay, Julio, ¡qué difícil es tirarte de la lengua! –exclamó Cinthia, riéndose; se volvió hacia mi padre y le preguntó–: ¿siempre fue así, Sr. Guanini? 81


–Decime “Beto”, nomás –le contestó mi padre con una sonrisa seductora, completando el cuadro patético. El resultado de aquella velada fue que mi padre y Cinthia congeniaron tan bien que se cruzaron los números telefónicos (para complicarme más la vida, a la luz de lo que después sucedió), y yo terminé con los nervios destrozados y con una fuerte sensación de estar siendo cazado como un ratón. Además, estaba molesto con Aniano, el viejo sonriente del C.T. ¿Por qué no me había dicho que habían contactado a mi padre y a Cinthia? Si me lo hubiera aclarado en aquella entrevista, hubiera estado en guardia e inventado una historia convincente para contarles. Me habían dado un teléfono para el caso de que quisiera usar el servicio del Correo en el Tiempo, y hubiera llamado el lunes siguiente para quejarme, de no ser que ya estaba encima del feriado largo y tenía que decidirme. Dejé entonces las recriminaciones para más adelante e hice lo que debía hacer. No había otro camino. Y la perspectiva de un fin de semana de tres días en el cual mi padre y Cinthia seguramente volverían a atacar hizo desaparecer las dudas que me quedaban. Cuando cobré el sueldo los primeros días de octubre, ya sabía que ese mes no habría compra de libros. Separé la mitad del dinero (que era tan poco como lo es la mitad de poco) y organicé mi excursión al campo. El pasaje en tren y el posterior viaje en micro no eran caros, pero supuse que no habría demasiados hoteles en Arroyo Frío como para buscar el mejor precio. Lo más probable era que no hubiera ninguno, y entonces debería hospedarme en la ciudad más cercana, realizando el viaje en micro ida y vuelta un par de veces. La comida era un tema que me tenía sin cuidado: comer sandwiches o minutas baratas durante tres días no se diferenciaba en mucho de mi dieta habitual. 82


Cuando rescaté el viejo bolsón de lona entre el caos del placard, caí en la cuenta de cuánto hacía que no salía de Buenos Aires. Pensé que, aunque no lograra sacar nada del viaje, me iba a hacer bien cambiar un poco de aire, dormir en un lugar distinto, caminar por calles desconocidas, pero sabía que todo eso era mentira. No podía evitar estar cargado de expectativas y me preguntaba cómo me afectaría el probable fracaso de mi búsqueda. Y mientras guardaba en el bolsón unas pocas ropas, un par de libros, la carta de don Luis y un cuaderno de apuntes, también supe que ya había cruzado la línea tan temida; había comenzado a transitar un camino sin retorno. El viernes 8 de octubre fue un día caluroso y, a las diez de la noche, la temperatura aún no había descendido. El inmenso hall de Plaza Constitución estaba repleto; varios trenes salían en distintas direcciones. Mucha gente aprovechaba el fin de semana largo para visitar a sus parientes en pueblos remotos. Compré dos paquetes de cigarrillos por precaución y el diario de la tarde, que sabía que no iba a leer, porque nunca me gustaron los diarios. A las diez y media se abrió el acceso al andén, y tuve que caminar bastante hasta llegar a mi vagón. El convoy era de los viejos, todos coches oscuros de clase turista, con la mayoría de las ventanillas rajadas o rotas. En cuanto tomé mi lugar en un asiento duro y estático, agradecí haber comprado cigarrillos de más; era improbable que lograra dormir allí, si a la incomodidad le sumaba mi excitación. A mi lado, se sentó un hombre de mediana edad, vestido parte a la usanza del campo y parte a la moda urbana. Me saludó amablemente y, a partir de que le contesté con un movimiento de cabeza, comenzó a hablarme y a contarme su vida como si fuéramos viejos amigos. 83


Aníbal trabajaba y vivía en una estancia, en las afueras de la ciudad de L. y viajaba a Buenos Aires con bastante frecuencia, enviado por su patrón para realizar diversos trámites. –A mí me gusta esto de viajar, ¿sabe? Le abre el horizonte a uno, conocer otras formas de vivir porque la verdad es que la estancia y L. no se parecen en nada a Buenos Aires. Es como si fueran dos países distintos. Allá la gente es más buena, más tranquila; no andan corriendo todo el tiempo como si los estuviera persiguiendo el diablo. Un silbato resonó en la estación, y el tren comenzó a moverse con un centenar de crujidos. –Pero no crea que no me gusta Buenos Aires. Sí, señor, me gusta mucho, pero como de visita. Acá hay de todo, de lo bueno y de lo malo. Porque en L. usted no va a ver tantos pibes drogados como en la Capital; a lo sumo están los que le dan al vino, pero de una manera más sana, ¿me entiende? Pero la verdad que Buenos Aires es lindo, con tantas luces, tantos cines... Además... –Aníbal me codeó con fuerza y me guiñó un ojo–. Además, acá tengo una novia. Una en Buenos Aires y otra en L. Pero no es que las engaño por mal, lo que pasa es que las quiero a las dos, ¿entiende? –Sí, a veces pasa –contesté, aunque eso nunca me había sucedido. –Seguro –siguió Aníbal, animado por la respuesta y por la atención–. Yo creo que el hombre no es para una sola mujer, no señor, a veces no alcanza. Y dígame, ¿usted dónde va? –A Arroyo Frío; es a cuarenta kilómetros de... –Sí, sí, Arroyo Frío, cómo no, yo conozco el pueblito –me interrumpió el paisano y entrecerró los ojos como para recordar–. Fui una vez en el 83, por un asunto de la estancia. Porque ahí hay un frigorífico bastante grande. 84


Era un lindo pueblito, pero no sé cómo estará ahora, desde que cerraron el ramal del ferrocarril. Antes había un ramal que salía de L. para el Norte y pasaba por ahí. No sé cómo estará ahora el pueblo... –Yo espero que por lo menos esté –pensé en voz alta, temiendo ahora encontrarme con uno de tantos pueblos fantasmas desde el cierre de ramales. Aníbal me miró con extrañeza. –Pero sí, hombre, ¿cómo no va a estar el pueblo? ¿Usted va por negocios? –No, voy a visitar a unos familiares –mentí a medias–. Unos familiares que no conozco, tengo que buscarlos. –Ah, ¡qué lindo! La familia es lo más importante de todo, ¿sabe? Sin familia, no hay patria ni nada. Por suerte, en nuestro país la familia todavía es importante, no como en Norteamérica. Me dijeron que ahí ya casi no hay familia, ni respeto, ni nada. Bueno, la Capital, en eso, es un poco como Norteamérica, pero no tanto todavía. Asentí con la cabeza sin ganas de contradecirlo y me acomodé como pude en el asiento con intención de dormir, gesto que Aníbal comprendió perfectamente bien. –Bueno, joven, lo dejo descansar. Tiene un largo viaje por delante, por los menos hasta las diez de la mañana, si el tren no se retrasa. Yo me bajo bastante antes, así que le deseo buena suerte por si está durmiendo cuando lleguemos a L. –Gracias, y suerte con sus dos novias –le dije, tratando de no parecer un citadino sin familia y sin patria; y comencé a dormitar, revolviéndome sobre el asiento de piedra. A pesar de todo, conseguí dormir durante un buen tramo del viaje y me desperté pasadas las ocho de la mañana, justo cuando el tren estaba entrando en la estación de L. Aníbal ya había bajado sus bultos del maletero y me sonrió. 85


–Buena suerte de nuevo, joven. Aníbal descendió en la estación solitaria y alcancé a verlo abrazarse con una mujer, seguramente su novia local. Durante el resto del viaje me dediqué a releer la carta de don Luis y a fumar compulsivamente, mientras el campo inmenso desfilaba como una cinta sin fin. A las diez y cuarto llegué al final de mi recorrido en tren y, a pocas cuadras de la estación, abordé el ómnibus, que cumplía las funciones de micro de larga distancia y de colectivo local. Estaba repleto de pasajeros que iban descendiendo en distintos y remotos pueblitos y caseríos. Gente de campo, hombres de miradas profundas y con rostros curtidos, mujeres delgadas que llevaban a cuestas niños con ojos asombrados e inocentes, bolsas con mercadería, bultos atados con soga y yo, como un extranjero, leyendo un libro de Lovecraft. Después de más de una hora de caminos de tierra marcados con profundas huellas, el conductor, como lo había hecho antes en cada pueblo, gritó: “Arroyo Frío”. Recordé a Neil Armstrong pisando la luna. Puse mis pies en las tierras que el valiente Américo había colaborado a arrebatarles a los indios, las tierras en donde don Luis se había vuelto loco por un reloj de pie. Ante mí estaba Arroyo Frío, con sus casas bajas, sus frondosos árboles, sus altísimas antenas de TV, su estación de ferrocarril abandonada, y, alzándose como una antena más elevada e imponente que ninguna, la cúpula de la iglesia. Un Guanini volvía al pago: el descendiente directo del mejor soldado del coronel Francisco Montes, un oficinista a punto de convertirse en vegetal, en busca de un reloj mágico y con la delirante quimera de cambiar el pasado. 86


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Mi primera hora en Arroyo Frío estuvo dedicada a caminar sin rumbo. Pronto encontré la calle principal que, como tantas calles de tantos pueblos, se llamaba “General Roca”. El movimiento era considerable, teniendo en cuenta el tamaño de la ciudad y que era un sábado. La gente que caminaba a lo largo de la avenida arbolada me miraba adivinando de inmediato que yo era un visitante y me saludaba con cortesía. Imaginé que cualquiera de ellos estaría dispuesto a informarme acerca de la historia del pueblo, pero aún no estaba decidido sobre cuál sería mi primer movimiento. Buscar un hotel sería lo lógico, o averiguar si existía alguno. No tuve que caminar demasiado antes de distinguir a una cuadra un cartel pequeño, pero llamativo, que decía: “Hotel Santa María”. Estaba ubicado justo en la esquina de la Avenida Gral. Roca y una calle lateral que tenía una plazoleta en el medio. El nombre de dicha calle era “Coronel Francisco Montes”. En el centro de la plazoleta, se alzaba una estatua en bronce, humilde en tamaño, pero bien torneada y mejor conservada. Representaba a un hombre con atuendo militar del siglo xix, largas patillas, gesto adusto y un dedo firme que señalaba al Oeste. La otra mano estaba a punto de desenvainar la espada. Era el homenaje que Arroyo Frío le rendía al prócer local, aunque su muerte prematura le había quitado mérito como para dar su apellido a la calle más 87


importante del pueblo. Era el hombre que mi tatarabuelo había amado y defendido, y cuyo asesinato, si seguía (y creía) las directivas de don Luis, yo debía evitar. El Hotel Santa María estaba compuesto por dos construcciones. La primera, la más nueva, que daba a la calle, constaba de dos pisos sin ninguna ornamentación, arquitectura simple, plana y funcional, con un modesto restaurante en la planta baja. La segunda construcción era lo que quedaba de la casona original de principios de siglo, y llegaba hasta la mitad de la manzana. Allí tomé una de las habitaciones en galería alrededor de un patio que debió de haber sido luminoso y florido en su época de esplendor. Ahora sólo quedaban tres macetones con plantas moribundas y el piso de baldosas rotas, todo a la sombra de la nueva construcción. Tenía la sensación de estar en un lugar detenido en el tiempo, y esa sensación era el marco perfecto para mi búsqueda. Durante el almuerzo en el restaurante del hotel, comencé a considerar mi plan de acción. La tarde soleada y el ritmo del pueblo, que decaía hasta ser apenas un murmullo, me empujaban a dormir una buena siesta en una cama mullida, después de la noche en el asiento de clase turista. Pero estaba consciente de que tenía tiempo hasta el domingo a las seis de la tarde, horario del micro que me llevaría hasta la estación, justo para tomar el tren de regreso a Buenos Aires. Aún había cuestiones por resolver. ¿Debería fingir estar buscando a mis familiares perdidos? ¿Me haría pasar por un escritor que estaba recogiendo datos para una novela? ¿Por un historiador que estaba investigando el pasado del pueblo? ¿Sería mejor ir preguntándole a gente elegida al azar por la calle, o debería comenzar por interrogar a doña Mercedes, la mujer cincuentona que regenteaba el hotel junto a sus dos hijos? 88


Con esas preguntas sin responder, terminé el abundante almuerzo regado con vino tinto, y volví a mi habitación para recoger mi cuaderno de apuntes. No estaba acostumbrado al silencio que invadía toda la casa; sólo escuchaba piar a los pájaros en algún árbol cercano, y la brisa que hacía crujir casi imperceptiblemente la puertaventana de mi habitación. Me recosté por un momento en la cama para tomar energías y cerré los ojos. Cuando volví a abrirlos, eran las cinco y media de la tarde. Me incorporé maldiciendo mi pereza, pero la siesta involuntaria, si bien le había quitado preciosas horas a mi tarea, me había infundido nuevas energías. El descanso no había aclarado mis dudas, pero Doña Mercedes me evitó seguirle dando vueltas al asunto. Estaba mirando televisión y tomando mate en el pequeño hall del hotel, y me detuvo cuando salía. –¿Qué tal, Sr. Guanini? ¿Está cómodo en la habitación? –me preguntó, al mismo tiempo que estiraba su brazo ofreciéndome un mate. –No, le agradezco, pero no tomo mate. Me da acidez. Y sí, estoy muy cómodo, gracias. Mi intención era seguir camino hacia la calle, pero doña Mercedes tenía ganas de charlar un rato. –¿Es la primera vez que viene a Arroyo Frío o ya lo conocía? –Es la primera vez. Sólo sabía algunas cosas que me contaron. –Ahá –asintió lenta y pesadamente, chupó de la bombilla y luego, cuando yo me proponía despedirme, continuó–: y... ¿a qué vino, si se puede saber? ¿Por trabajo o conoce a alguien del pueblo? –No, bueno, sí, algo así como por trabajo –balbuceé, y la mujer cebó otro mate, mirándome como para que aclarara más ese punto. 89


–Soy escritor, y estoy reuniendo material para una novela. –Ahá. ¿Y esa novela va a pasar acá, en Arroyo Frío? –Bueno, no exactamente, voy a inventar un pueblo parecido. –Mire qué bien. Así que nos va a hacer famosos. –Y sí... si tengo suerte y me publican el libro. –Creí que la conversación estaba agotada, cuando doña Mercedes dijo las palabras mágicas. –Si necesita a alguien que lo ayude, aquí me tiene. Yo nací en Arroyo Frío, al igual que mis padres y mis abuelos, y nunca salí del pueblo, a no ser por unas escapadas al río o a la ciudad, acá nomás. Lo conozco como la palma de mi mano y me entero de todo lo que pasa. Si quiere, le hago un cafecito y me pregunta lo que quiera. –Desde que sacaron el tren, el pueblo se vino muy abajo. Antes era otra cosa. Mi padre me contó que Arroyo Frío, en 1930 o 1940, por ahí, competía con L. Pero tuvimos mala suerte: vino una inundación terrible, más o menos para cuando yo nací; y ésta es una zona baja. Se perdió casi todo el ganado. Desde ahí, fue imposible levantar cabeza, pero el pueblo aguantó. Cuando pusieron el frigorífico, parecía que todo iba a andar mejor. Y entonces, ¡zas!, sacaron el tren. Yo no sé cuánto más vamos a durar; fíjese en este hotel. Antes, cuando vivía mi finado esposo, no dábamos abasto para alojar a la gente de las estancias que venía a vender las vacas. Pero ahora, tenemos casi todas las habitaciones vacías. Y gente de la Capital, ni soñar. Hace unas semanas vinieron una mujer y su hija, y ahora usted; pero el año pasado, por ejemplo, no vino nadie desde más lejos que desde L. Ah, ¿usted quiere saber de antes? Mucho no me acuerdo, porque lo estudié en la escuela, y eso fue 90


hace tiempo. Pero esto era un fortín para parar a los indios. Si tiene ganas, puede correrse hasta los restos del fortín que le digo, en la entrada del pueblo. Parece que ahí vivió el coronel Montes, ese que está en la estatua de la placita. Bueno, dicen que ese buen hombre mató a todos los indios de la zona, y entonces pudieron fundar el pueblo. El que sabe mucho de todas estas cosas es el padre Agustín. Vive en la parroquia y le gusta todo eso de la historia. O también puede ir al museo de Arroyo Frío, porque también tenemos un museo, aunque muchos se rían. Llegó justo, porque abre los viernes, sábados y domingos, nada más, pero va a tener que ir mañana a las tres de la tarde, porque cierra a las seis, y ya son las seis y media. Pero si no, córrase a ver al cura; capaz que lo puede agarrar después de la misa de las siete. A él le gusta hablar de cosas de otros tiempos. Es un buen hombre el Padre Agustín. Ahora está muy venido a menos porque, si no tiene noventa años, anda por ahí. Pero el viejo sigue con las misas y corre adonde lo necesiten. Vaya a verlo, él va a poder ayudarlo más que yo. Doña Mercedes me había ayudado, y mucho más de lo que ella suponía. Transcribí lo más importante, pero su monólogo duró más de una hora, sólo interrumpido para chupar de la bombilla o para prepararme otro café. Entre las anécdotas y los chismes intrascendentes, rescaté lo que más me interesaba: ahora sabía cuáles serían mis dos fuentes fundamentales de información en todo Arroyo Frío: el sacerdote y el museo. Había un dato que doña Mercedes había mencionado y al que yo no le di importancia, pero permaneció en mi subconsciente hasta que cobró una relevancia inesperada. Pero no quiero adelantarme. Me despedí de la mujer y me lancé a la calle con las ideas más claras. Una vez más, las circunstancias se habían adelantado a mis dudas a la hora de tomar decisiones, pero, 91


antes que reprocharme mis eternos devaneos, yo estaba agradecido al destino que, por el momento, facilitaba mi tarea. La parroquia no se diferenciaba en mucho de cualquier iglesia, según yo recordaba. Una nave más bien pequeña, iluminada a medias y abarrotada de imágenes y estatuas de santos. Sobre las paredes laterales, una secuencia de pequeños cuadros pintados sobre madera con cada paso del vía crucis. Dos objetos saltaban a la vista. A un costado, sobre una mesa de mármol, había una especie de ataúd de vidrio, en cuyo interior estaba recostada una figura muy realista que representaba a Cristo muerto. Los feligreses se acercaban a la caja y besaban el vidrio, pero yo soy muy impresionable en esas cuestiones y preferí no acercarme. El otro objeto que llamó mi atención era una vitrina, casi a la entrada del templo. Allí había una bandera bastante deteriorada y con manchas de humedad. En la placa debajo de la vitrina, se leía: “Bandera de ceremonia utilizada durante la inauguración de la primera capilla de Arroyo Frío, 24 de Marzo de 1876”. Imaginé que don Luis seguramente habría estado allí, como todo el resto del caserío, viendo flamear esa misma bandera. La misa estaba por terminar cuando llegué, y me sorprendí haciendo la señal de la cruz. No había pisado una iglesia desde la infancia, pero supongo que son esas cosas que uno nunca olvida. Hubo un período, entre mis siete y doce años, en que mi madre me llevaba todos los domingos, pero era más por costumbre y porque estaba bien visto que por una verdadera conciencia religiosa.Es simplemente que la religión nunca ocupó un lugar en mi vida. La ceremonia en sí no había variado desde aquellos años, apenas una ligera modernización del 92


vocabulario, y con pavor descubrí que se acercaba la parte que yo más odiaba: cuando el sacerdote pedía que se dieran la paz los unos a los otros, y todos comenzaban a besarse. En mi niñez, por lo menos tenía a mi madre para besar y para salir del paso, pero esta vez tuve que decirles: “La paz sea contigo” y besar a cuatro o cinco extraños que me cerraban el camino hacia el exterior. Terminado el difícil momento, que en realidad no fue tan grave, el padre Agustín, una figura oscura y encorvada debajo de una imagen inmensa de la Virgen, concluyó la misa y yo esperé pacientemente a que la gente se retirara para acercarme al altar. El chico que acomodaba rápidamente los elementos litúrgicos me indicó que debía dirigirme a la sacristía, por lo que caminé entre los bancos en sentido contrario al de las novias y aún me detuve un momento ante la vieja bandera. Las pequeñas demoras son a veces las peores, como lo comprobé al salir de la iglesia y observar cómo una camioneta embarrada y descolorida se alejaba por la calle a toda velocidad. El padre Agustín iba en ese vehículo a dar una extremaunción en un caserío lejano, según me informó un joven sacerdote en la sacristía. Lo más seguro era que volviera tarde, hambriento y cansado. –¿Era para algo urgente? –me preguntó. –En realidad, no, pero necesitaría hablar con el Padre antes de mañana a la tarde, cuando vuelvo a Buenos Aires. –Qué pena, si hubiera venido un minuto antes... –Me distraje mirando un poco la iglesia. –Es bonita, ¿verdad? –La verdad que sí –mentí con repentina piedad–. ¿Podré verlo mañana? 93


–Seguro. Véngase a eso de las once. ¿Quiere que le adelante algo? –Sí, gracias. Estoy en Arroyo Frío buscando datos de mi familia para escribir una novela; me dijeron que él podría ayudarme. –Si en eso no puede ayudarlo el padre Agustín, entonces no va a poder ayudarlo nadie. Le va a encantar hablar de la historia del pueblo. Yo le digo, no se preocupe. Me despedí del joven cura y lamenté tener que dejar todo para el día siguiente. Todo a último momento, como suele ocurrir. Y todavía no sabía hasta qué punto iba a ser de esa manera. La noche del sábado en Arroyo Frío no ofrecía demasiados atractivos. La pizzería y la parrilla del pueblo estaban repletas de lugareños. Aquellos que querían otra diversión que la culinaria iban al Club Social y Deportivo El Sacrificio, que organizaba bailes de música variada en el galpón de media manzana, donde tenía su sede. Para los más jóvenes, había un local con metegoles, billares y juegos electrónicos, y un bar con pretensiones de pub. Pero quienes deseaban algo más de acción o ir a bailar debían viajar más de cuarenta kilómetros hasta el pueblo más grande o incluso hasta L., la ciudad de Aníbal, el paisano de las dos novias. Había pensado en acostarme temprano para aprovechar mejor el domingo, pero la noche agradablemente fresca y la gente que paseaba despreocupada por la calle me animaron a visitar los restos del viejo fortín. Era un alivio poder caminar sin miedo a los asaltos, a pesar de la oscuridad de algunas veredas y baldíos. Tal como doña Mercedes me había dicho, a la entrada del pueblo, a un lado del arco que ostentaba con 94


grandes letras: “Ciudad de Arroyo Frío”, estaban los restos del fortín: una atalaya de madera que daba la impresión de irse a desmoronar de un momento a otro, pilares y tablas que emergían de la tierra sin orden aparente y unos veinte metros de empalizada hecha de antiguos troncos atados. Eso era todo. La mortuoria luz de la luna le daba al conjunto un aspecto siniestro. Había también un monolito de piedra, cuya placa leí a la luz de mi encendedor: “Fortín de Arroyo Frío. Emplazado en 1852. Cuna y refugio de valientes. Homenaje de la Ciudad de Arroyo Frío a los caídos en la lucha contra el indio, en su 130.º aniversario. Febrero de 1982”. Debajo de la placa conmemorativa, había una palabra escrita con pintura roja y con letras torpes, que en vano habían tratado de borrar: “Asesinos”. Aquella noche, en la silenciosa habitación del Hotel Santa María, dormí profundamente, como no lo había hecho en meses. El viaje en tren y las caminatas, donde respiré aire puro, confluyeron en mi cuerpo de oficinista poco antes de la medianoche, y apenas me alcanzó la energía para desvestirme y meterme en la cama. Soñé intensamente pero, por la mañana, sólo recordaba jirones entremezclados y confusos. Yo estaba en el fortín, que tenía el derruido aspecto actual, los indios atacaban por doquier, y el hombre de la estatua me señalaba con el mismo dedo firme del monumento y gritaba: “¡Levanten la empalizada!”. Pero yo no encontraba ningún tronco para reconstruirla. Tal como se lo había solicitado, doña Mercedes me despertó a las ocho con soberanos golpes a la puerta, aunque esto último no estaba incluido en mi pedido. Era una mañana clara y fresca. Mientras desayunaba, me entretuve viendo pasar a los lugareños, luciendo sus mejores ropas, camino a la iglesia. Me pregunté 95


si yo podría sobrevivir en un lugar como ése, acostumbrado a las distracciones de la Capital. Sería cuestión de viajar una vez al mes hasta alguna ciudad cercana que contara con un par de librerías más o menos importantes, y entonces mi vida sería similar a la acostumbrada. Doña Mercedes me arrancó de mis cavilaciones preguntándome si había podido ver al cura, y volví a centrarme en mi asunto. Debía utilizar mis últimas horas en Arroyo Frío con inteligencia. Pasadas las once, golpeé a la puerta de la sacristía y me recibió el joven sacerdote de la noche anterior. –Pase. El padre Agustín lo está esperando ansiosamente –dijo el muchacho, y no exageraba. En una pequeña habitación, rodeado de anaqueles con libros y con carpetas polvorientas, estaba el padre Agustín, con una amplia sonrisa. Sobre la mesa se apilaban decenas de folios, papeles amarillentos, mapas trazados a mano y fotografías en blanco y negro. De no haber dedicado su vida a la religión, el viejo sacerdote hubiera sido con seguridad un coleccionista de renombre o un excelente historiador. Me contó cientos de curiosidades, anécdotas y hechos relevantes (e irrelevantes) de la historia del pueblo, saltando de una época a otra sin que mediara ninguna conexión. Tenía tanta información en la cabeza que los datos brotaban de su boca según los recordaba, y sin detenerse a buscar un orden lógico. Era como si tuviera la urgencia de transmitirme toda una vida de recolección de fechas y personajes en esa sola tarde. El sacerdote joven se limitaba a cebarle mate y escuchaba con suma atención. Él sería quien tomaría la antorcha de “mantener viva la memoria de Arroyo Frío” cuando Agustín muriera, lo cual se vislumbraba en un futuro no demasiado lejano. –En enero cumplo 95 años –me había confesado el viejo, con una sonrisa desprovista de todo temor–. Y no 96


creo que el Señor se haya olvidado de mí, con todo lo que hice por Él. Yo le estoy muy agradecido por la vida tan larga que me dio, pero ahora, ya que estamos, que me deje un poco más, así veo el año 2000, ¿no le parece? Y hablando de eso, ¿usted qué piensa?, ¿cómo va a encontrarnos el 2000?, ¿unidos o dominados? Era una pregunta que se había vuelto a poner de moda ante la proximidad de esa fecha. Podría haberle contestado con la respuesta que también estaba de moda: “Yo espero que nos encuentre”, pero preferí salir del paso con un encogimiento de hombros. –¿Cómo dijo que se llamaba su abuelo? –me preguntó al fin, después de ver las ajadas fotografías de la fiesta de Fin de Año de 1956. –Mi bisabuelo –aclaré–. Luis Francisco Guanini. Se fue del pueblo en los primeros años del siglo. Era el hijo de Américo Guanini, un soldado del coronel Montes. –Ah, sí, el coronel Montes. No sé si ya le conté la historia del coronel Montes. –No, pero ya la conozco –me apresuré a decir, aunque mi precaución no resultó del todo efectiva. –Lo mataron como a un perro, pobre hombre, después de todo lo que luchó. –El viejo bajó la voz, como para hablar de un tema prohibido–. Parece que el coronel estaba enamorado de la esposa de un general y le escribía encendidas cartas de amor, ¡y hasta se encontraron un par de veces, a escondidas! Y así fue como, según dicen, el general interceptó las cartas y lo mandó a matar. Tuvo suerte porque, en ese momento, el país estaba revolucionado con la Guerra del Paraguay y, al final, todo se olvidó, quedó en la nada. Agustín guardó silencio unos segundos, tomó un mate y volvió a preguntarme: –¿Cómo dijo que era el apellido?, ¿Guarini? –Guanini, Luis Francisco. 97


–No, no recuerdo tener ningún documento con una mención de ese apellido. Lo que pasa es que los viejos libros con los nacimientos y con las muertes se perdieron en la gran inundación del 53, porque antes la parroquia tenía un sótano, en donde guardábamos los archivos. Sin embargo, por algún motivo, ese apellido me suena... Guarini... –Guanini –volví a corregir, ya bastante impaciente por las vueltas y por la imposibilidad de fumar en ese lugar repleto de papeles. El padre Agustín se quedó pensando, con los ojos cerrados, mientras jugaba a chupar reiteradamente de la bombilla del mate, que ya se había quedado sin agua y producía el ruido que tanto me molestaba. Creí que el viejo cura iba a dormirse, o incluso hasta morir chupando de la bombilla, cuando de pronto abrió los ojos. –El Loco Guanini –dijo, como si las palabras le llegaran del más allá. –¡Es ése! –grité, y los dos sacerdotes se sobresaltaron–. Perdón, pero creo que ése era mi bisabuelo. –Sí, el Loco Guanini. Es una historia que me contó el viejo Anastasio, el sacerdote que me precedió en esta parroquia. Era sobre un hombre al que la familia tuvo que encerrar en un manicomio. Anastasio, que descanse en la Gloria del Señor, me dijo que se necesitaron varios hombres para llevárselo, porque estaba abrazado a un reloj, de esos viejos, un reloj de pie, si mal no recuerdo. Pero no hay mal que por bien no venga, decía Anastasio, porque la mujer del Loco... perdón, de su bisabuelo, donó varias cosas a la parroquia antes de irse del pueblo. –¿Y el reloj? ¿Qué pasó con el reloj? –pregunté con repentino apremio, y los sacerdotes cruzaron miradas de sospecha. 98


–No sé, m’hijito. Si quiere, buscamos en los registros de las donaciones; ésos se salvaron de la inundación. –Sí, por favor, padre Agustín, si no es mucha molestia. –Traté de suavizar mi tono de voz y disimular mi creciente ansiedad. El viejo caminó infinitamente despacio hasta un anaquel y, con la ayuda del muchacho, seleccionó y extrajo un manojo de papeles atados con una cinta ennegrecida. Los dedos huesudos y temblorosos del Padre recorrieron las columnas casi ilegibles de palabras y números prolijamente ordenados, que tenían casi su misma edad. –Aquí está –exclamó el viejo con cierta satisfacción de sí mismo, tras muchos minutos de búsqueda silenciosa. –1905. Mes de abril. Familia Guanini: una mesa, cuatro sillas, dos monturas, un baúl de madera... –y así continuó enumerando las pertenencias de mi bisabuelo, pero no hubo ninguna mención del reloj Hauser & Schwarman. –No está –concluyó el padre Agustín–. Eso es todo lo que donaron a la parroquia. Quizás el reloj lo vendieron... –Puede ser, pero no importa, gracias igual. Me quedé a escuchar algunas historias más por cortesía y en agradecimiento al esfuerzo del cura por ayudarme. Luego abandoné la sacristía, desilusionado, hambriento y con muchas ganas de fumar. Sobre el museo de Arroyo Frío, recayeron mis últimas esperanzas. Si no lo encontraba allí, me iba a ser imposible rastrear el reloj, considerando que tenía sólo dos horas antes de tomar el micro. La visita al padre Agustín se había extendido mucho más de lo deseable, pero mi premisa había sido, hasta entonces, investigar sin despertar sospechas. Eran pasadas las cuatro de la tarde cuando llegué al museo, después de atragantarme con un sandwich 99


en el hotel y de haber dejado mi bolso listo para el viaje, una brillante previsión. El museo ocupaba toda una esquina. Era un antiguo caserón con un patio trasero con árboles, un aljibe y bancos de piedra. Una pared baja y cubierta de madreselvas lo separaba de la calle. Acostumbrado a la vida en Buenos Aires, lo primero que pensé fue que cualquier ladrón podría saltar esa pared, pero en Arroyo Frío no sucedían esas cosas. Me recibió don Jaime, el empleado municipal que se ocupaba de mantener limpio el lugar y de mostrar los objetos históricos a los escasos visitantes. Era un hombre simpático, que se había jubilado en el frigorífico y ahora se ganaba unos pesos allí, con más voluntad que preparación. Cuando le mencioné mi anterior visita al padre Agustín, no ocultó una curiosa rivalidad. –Ese viejo cura, con todo respeto a su investidura, ya me quiso birlar unas cuantas cosas. Por ejemplo, esa foto. –Me tomó de un brazo y me llevó hasta un panel, sobre el que estaban colgados varios cuadritos–. Ésta es la foto más vieja de Arroyo Frío. Debe de ser de 1885, más o menos. Miré con detenimiento la fotografía color sepia y un poco fuera de foco. Era la plaza del pueblo. Atrás, se distinguía la que sería la vieja capilla. Tres o cuatro hombres de gruesos bigotes y con gesto poco amistoso miraban hacia la cámara, y varios niños correteaban entre los árboles, sin importarles esa extraña caja que algún aventurero había llevado hasta allí. Durante la primera media hora, escuché y miré lo que don Jaime me mostraba y consideré que ya había sido un tiempo prudencial.

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–Alguien me dijo que hace muchos años, a principios de siglo, un hombre se volvió loco y no quería desprenderse de... –¿Se lo contó el padre Agustín? –me interrumpió don Jaime con cierta brusquedad. Asentí con la cabeza: era inútil tratar de engañarlo. –No le crea mucho a ese viejo. Ya está medio arteriosclerótico, y a veces inventa historias para lucirse. –Puede ser, pero me interesaba saber algo más de esa historia, si en realidad existió. –No sé, esto es un museo. Lo que está es lo que se ve; acá no guardamos anécdotas o chusmeríos del pueblo. Don Jaime se mostraba muy ofuscado, y lo último que yo deseaba era ponerme en el medio de una ridícula disputa entre dos viejos. Le pregunté sobre una lámpara estilo art déco y sobre un juego de cuchillos en una vitrina. No me interesaban en absoluto, pero así logré que don Jaime olvidara a su rival en la custodia del pasado. Yo no dejaba de mirar la hora. Eran casi las cinco. No podía perder más tiempo, y ya había visto que el reloj de pie no se encontraba en la sala. –Don Jaime, es fascinante lo que me contó, pero yo estoy interesado en los relojes antiguos. Específicamente, estoy buscando un reloj de pie del siglo xviii, de la casa Hauser & Schwarman. Existiría la posibilidad de que estuviera en Arroyo Frío, y ése es el motivo de mi viaje. Don Jaime pareció sobresaltarse. Yo pensé que se debía a mi franqueza, pero el hombre me miró frunciendo el ceño. –Un reloj de pie, muy antiguo, Hauser y algo... –repitió sin dejar de clavar su mirada en la mía–. Sí, está aquí, en otra habitación. 101


–¿Está acá? ¿Puedo... puedo verlo? –tartamudeé con un temblor que comenzaba a invadirme. –Sí, como poder verlo, puede... –contestó don Jaime, midiendo sus palabras, como si estuviera pensando en muchas cosas a la vez–. Estuvo siempre en exposición, pero lo guardé hace dos meses, porque alguien está interesado en comprarlo. –Yo estoy más interesado que ese alguien. Es un recuerdo familiar y estoy dispuesto a pagar un mejor precio. Usted se habrá dado cuenta de que yo hablaba sin pensar, ¿cuánto podía llegar a valer el reloj? ¿De dónde sacaría el dinero? Pero en ese momento sólo tenía en mente una idea: tenía que recuperar el reloj de don Luis como fuera. –¿Un recuerdo familiar? Los otros interesados dijeron lo mismo. ¿No serán parientes? –preguntó don Jaime con ironía. –¿Podemos verlo? Tengo poco tiempo. –Sí, acompáñeme. El sótano estaba repleto de objetos tapados con telas que parecían fantasmas a la luz de la única bombita que pendía del techo. –Escuche, escuche –susurró don Jaime, bajando la voz y cruzando el dedo índice sobre sus labios. En el silencio húmedo y rancio del sótano, sólo se distinguía un sonido claro y hermosamente metálico: “Tic–tac, tic–tac”. –Es el reloj que busca. Yo no sé cómo todavía sigue funcionando. Es una maravilla. El viejo quitó la tela que cubría un bulto rectangular. La madera brillaba como con luz propia; el cristal de la caja dejaba ver el péndulo plateado que no cesaba de moverse; las manecillas de formas elegantes señalaban el cinco y cuatro romanos. En cuarenta minutos partiría el micro, y yo ahí, obnubilado frente al reloj de 102


pie y don Jaime que estaba estudiándome como a un bicho raro. –Lo quiero –dije sin dudarlo–. ¿Cuánto pide por él? –Bueno, la verdad, los objetos del museo no deberían venderse, son patrimonio de Arroyo Frío... –Pero lo sacó de exhibición para venderlo, ¿o no? ¿Cuánto quiere? ¿Cuánto le ofrecieron? –En realidad, no me ofrecieron nada, yo le puse un precio estimativo... –¿Cuánto? –grité, y Don Jaime supo que no le convenía seguir dilatando la venta. –Les pedí... tres... tres mil pesos –balbuceó, atento a mi expresión. –Le ofrezco cuatro mil. Si la situación no hubiera sido tan apremiante, me hubiera echado a reír viendo la cara del viejo. Era un pésimo negociador; no pudo ocultar que el precio que le ofrecí superaba sus más locos sueños. –Está bien, está bien... se lo vendo a usted... pero si los otros llegan primero a señarlo... –¿No lo señaron? Yo lo seño. –Recordé que en el bolsillo pequeño de mi pantalón tenía un billete de cien pesos. No había pensado gastarlos; sólo los había traído para una emergencia, y ésta era la mayor emergencia de mi vida. Saqué el billete arrugado y se lo di. –Cien pesos, por ahora no tengo más. ¿Hecho? –Hecho –dijo Don Jaime, tomando el billete con mano temblorosa–. Ahora le hago un recibo... No necesito aclararle que esto... –Sí, por supuesto. Es entre usted y yo. Lo llamo desde Buenos Aires para avisarle cuándo lo vengo a buscar. Don Jaime me hizo un recibo en un papel cualquiera, pero no era momento para fijarme en la legalidad de los documentos de aquella compra ilegal. Toqué la 103


madera lustrosa del reloj a modo de despedida y, antes de salir, le hice una pregunta por simple curiosidad. –Los otros interesados, ¿son de Arroyo Frío? –No, de Buenos Aires, igual que usted. Una mujer mayor y su hija, una chica muy bonita. Mientras corría por las calles del pueblo hacia el Hotel Santa María, recordé la charla con doña Mercedes la tarde anterior. Una mujer y su hija habían venido desde Buenos Aires. Doña Mercedes no estaba en la recepción. Ella quizás hubiera accedido a darme los nombres y domicilio de mis competidores, pero seguramente hubiera requerido muchas explicaciones y mentiras, y se me había acabado el tiempo. Sin pensarlo demasiado, tomé el libro de entradas, lo oculté bajo mi campera y corrí hacia mi habitación. Eran las seis menos cuarto. Haber preparado mis cosas y haber pagado la estadía antes de visitar el museo me permitió tomarme esos cinco minutos. Realmente el hotel estaba en decadencia. Los pasajeros anotados eran muy escasos y, con una lectura rasante, encontré primero las palabras “Capital Federal”, luego una dirección, y finalmente dos nombres que me dejaron helado: “Josefina Peralta de Iribarren y Laura Iribarren”. –Peralta –murmuré entre dientes, mientras copiaba la dirección. –Peralta –pensé, mientras dejaba disimuladamente el libro sobre una mesa cercana a la recepción. –Espero que haya estado cómodo, Sr. Guanini. Y vuelva pronto –Saludó Doña Mercedes. –Peralta –repetí, mientras llegaba corriendo y respirando con dificultad hasta el micro que ya estaba arrancando y se detuvo a esperarme cuando me vieron llegar. Eran las seis en punto. –Peralta. No puede ser. 104


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Ya le comenté que no creía en las casualidades, pero éste no era el caso. En cuanto comencé a sacar conclusiones y a hacer conjeturas, me di cuenta de que todo aquello distaba de ser mera casualidad. Josefina Peralta de Iribarren tenía que ser la descendiente de Juan Peralta, el enemigo de don Luis y el asesino del coronel Montes. No había mentido al decirle a don Jaime que el reloj de pie era un recuerdo familiar; de alguna manera sí lo era. La cuestión radicaba en cómo se había enterado de su existencia. Una posibilidad era que el relato del viaje mágico hubiera pasado de generación en generación, pero entonces, ¿por qué habían esperado hasta último momento para recuperar el reloj? Supuse que, tras el encierro de don Luis en el manicomio, su esposa lo habría donado al museo, y así los Peralta se habían visto imposibilitados de comprarlo. Seguramente, los antecesores de don Jaime no eran tan fáciles de ser tentados. Ya no quedaban Peraltas en Arroyo Frío: lo había cotejado en la breve guía telefónica del pueblo. Entonces, se habrían mudado en el transcurso del siglo a Buenos Aires, quizá después de la gran inundación del 53, y el asunto del reloj habría caído en el olvido. Pero la explicación se facilitaba si entraba en juego el C.T. Tal vez, Juan Peralta se enteró de alguna manera (hasta quizás don Luis se lo gritó en la cara) de 105


que mi bisabuelo había mandado la carta contándolo todo a través del servicio especial y con la esperanza de que un descendiente pudiera corregir el pasado. Ante la imposibilidad de comprar el reloj para esconderlo o hasta para destruirlo, Juan Peralta no habría tenido otro camino que enviar, él también, una carta a sus descendientes para que intentaran recuperar el Hauser & Swcharman, o, al menos, vigilarlo. También caí en la cuenta de la locura que había cometido al ofrecer cuatro mil pesos por el reloj. La inversión de mis cien pesos de reserva me habían dejado con el dinero justo como para comprarme algún sandwich en el tren y viajar desde Constitución hasta mi casa. Pero ¿de dónde iba a sacar tal cantidad? Contaba con poco más de dos meses, aunque para el caso no servía de mucho: mi ingreso mensual era de setecientos pesos. Pero de algo estaba seguro: había actuado de la única manera posible. No podía permitir que alguien se llevara el reloj, y menos que menos los posibles descendientes de Juan Peralta. También sabía cuál debía ser mi primer paso una vez en Buenos Aires. No pude dormir durante todo el viaje y, cuando entré en mi departamento, tenía tanto sueño como hambre. Contaba con el resto del día para descansar, así que me di una ducha, busqué uno de esos billetes que siempre quedan perdidos en algún bolsillo, y bajé a comprar algo para desayunar. En el pasillo, me crucé con mi vecina del departamento lindero quien, en un tono de lo más amable, me tiró algunos dardos. –¿Cuándo es su cumpleaños? –El 26 de diciembre –le respondí, sin ganas de hablar. –Ah, bueno. Entonces le voy a regalar un contestador automático para su teléfono; estuvo sonando todo el santo fin de semana. ¿No le avisó a su novia que no iba a estar? 106


–Discúlpeme. No va a volver a suceder –contesté con mi mejor sonrisa, cuidando de dejar a la mujer con la intriga de si tenía novia o no, porque a eso apuntaba toda la conversación. Sabía quién era el autor de las llamadas compulsivas. Tal vez mi padre habría llamado un par de veces, pero Cinthia nunca se conformaba con poco ni se daba por vencida con facilidad. A ninguno de los dos les había contado de mi viaje, como usted comprenderá. Sólo a mi padre le había dicho que, quizás, iría a la costa con un compañero del trabajo. Después del intermezzo del viaje, regresaba la lucha por mantener a ambos fuera de mis planes, y sabía lo difícil que esto resultaría. Como si ya no tuviera suficientes asuntos en los que pensar, debía estar en guardia contra ellos y disuadirlos de que mi vida seguía tan monótona como siempre. Lo mismo sería con mis compañeros de La Litoraleña aunque, en este aspecto, todo dependería de cuál fuera mi decisión. Quiero decir: si iba a pedir un adelanto de sueldo y aguinaldo para acercarme al precio del reloj, o si directamente me haría echar para cobrar la indemnización que, después de tantos años, sería dos o tres veces superior a la suma que necesitaba. Consideraba esta segunda opción como la última instancia; aún me quedaban algunas dudas, pero mis acciones ya indicaban claramente el camino que había tomado. Estaba a un paso de encender el fósforo para quemar las naves. La primera semana después del viaje a Arroyo Frío, me pasé buscando la tarjeta con el teléfono de la oficina del C.T. No le había dado importancia alguna cuando Aniano me la había dado. Estaba seguro de haberla guardado en algún compartimento de mi billetera, pero no estaba en ninguno. Revisé mi escaso guardarropa, 107


prenda por prenda; sacudí los libros que había leído en los últimos meses, y todo esto sólo hizo que maldijera mi resistencia ridícula a comprar una agenda o, al menos, a destinar un lugar fijo para las tarjetas y para los papelitos en donde solía anotar los números telefónicos. Busqué el número del Correo Central en la guía y llamé a todas las oficinas, pero nadie había oído hablar del C.T. o de Aniano. La única opción era intentar llegar a la oficina subterránea y secreta por mis medios. Gran inocencia la mía. El C.T. había permanecido oculto por décadas, y yo suponía poder hallarlo. Si se esfuerza en buscar un aspecto positivo, verá que mi autoestima y mi grado de iniciativa estaban mejorando. Recordaba muy bien la puertita al fondo del inmenso hall. Esperé el momento en que nadie me viera y entré a la primera habitación, en la cual Julián me había vendado los ojos. Elegí una de las tres primeras puertas y comencé a descender por una escalera poco iluminada y escabrosa. Luego, otras tres puertas, una nueva adivinanza, después un pasillo angosto de paredes descascaradas, y, al final, dos nuevas puertas. Y así seguí adivinando, recorriendo habitaciones con mobiliarios en desuso, escaleras descendentes y ascendentes, pasillos sin ningún cartel de indicación. Al cabo de cuarenta y cinco minutos, me senté a fumar un cigarrillo sobre una caja de madera, con tres puertas más por delante. Media hora más tarde, acepté que estaba perdido y ni siquiera sabía cómo regresar al hall. Dos horas después del comienzo de mi aventura dantesca, me abandoné sobre el peldaño de una nueva escalera y me dispuse a esperar la muerte por inanición, por asfixia o por un ataque de nervios. Pero la parca no parecía frecuentar esos laberintos, y en cambio sí lo hacían los dos guardias que me encontraron fumando mi último 108


cigarrillo. Me tomaron cada uno de un brazo y me devolvieron al hall, sin ninguna dificultad. –¿No sabe leer? –me reprendió uno de ellos, una vez en el hall, señalando el cartel que decía: “Sólo personal autorizado”. Me disculpé con ellos y les pregunté por el C.T. Como era de esperar, no sabían nada de esa oficina o de Aniano, y me invitaron a dejar el edificio. Pero la gente del C.T. parecía estar al tanto de todo. Unos días después de mi excursión subterránea, recibí un llamado de Aniano. –Me enteré de que me anduvo buscando –me dijo jocosamente–. ¿Pensó que iba a ser tan fácil encontrar la oficina? Pero, lejos de recriminarme, Aniano me preguntó por la experiencia de recibir una carta de mi bisabuelo. –Interesante. Un poco extraña, pero muy interesante. –Así suele ser en estas ocasiones. Uno conoce a sus mayores justamente de esa manera: como mayores, y siempre se sufre una desventaja madurativa, por así decirlo. Pero a través del Correo en el Tiempo, muchos tienen la oportunidad de tener unas palabras de sus abuelos cuando éstos tenían su misma edad. Debe de ser fascinante, ¿no? Si yo tuviera un hijo o un nieto, me encantaría poder escribirles una carta para que la leyeran al alcanzar mi edad. –Es cierto. Algún día, si tengo un hijo, probablemente utilice el servicio –dije, aunque era la primera vez que contemplaba la posibilidad de ser padre–. Le debo una disculpa por lo del otro día. Es que perdí el teléfono de la oficina y deseaba hablar con usted. –Aunque hubiera dado con la oficina, lo cual es casi imposible, no me hubiera encontrado. Me jubilé hace un mes. Su entrega fue la última que realicé. Ahora Julián ocupa mi viejo sillón. Yo hubiera elegido terminar mis días trabajando allí, pero es la ley de la vida, 109


hay que dejar el lugar para los más jóvenes, ¿no? –La voz de Aniano tembló y adiviné que su llamado no era sólo un acto de buen servicio hacia el cliente, sino que había algo mucho más personal. Tal vez, yo representaba para él una posibilidad de seguir conectado de alguna manera a su viejo empleo. El hecho es que nos encontramos la tarde siguiente en un café de la Avenida Alem, con el edificio del Correo Central a la vista. En aquella primera reunión, sin mediar ningún tipo de presión por parte de Aniano, me sorprendí contándole toda la historia del reloj de pie, la misión encomendada por mi bisabuelo, mis ilusiones, mis temores... Los ojos celestes y cansados de Aniano me daban una calma que no había experimentado con nadie en años. Frente a él, sentía que podía bajar la guardia, que no era necesario defenderme, porque nunca llegaría un ataque. Para mí era una novedad que alguien me escuchara con atención, sin críticas, sin ironías. Aniano sólo me interrumpía con alguna exclamación de sorpresa, o con una carcajada honesta y sin maldad. Me dio su punto de vista cuando se lo pedí, y, aunque no siempre coincidían con los míos, en ningún momento dejé de sentir que respetaba mis decisiones y hasta me animó a continuar con mi plan, si eso era lo que yo realmente consideraba correcto. Supuse que algo así debía de ser tener un padre. En nuestro segundo encuentro, días después, le llevé la carta, que leyó con suma emoción, acariciando cada página como si fuera una reliquia. La semana siguiente, ya en mi departamento, Aniano me pidió que le permitiera acompañarme en la investigación. Tener a Aniano de compañero de aventuras fue el último empuje que yo necesitaba. Aun si fracasaba en la obtención del reloj y en la misión “intratemporal”, todo habría valido la pena por el solo hecho de haber conocido a Aniano y por la relación que había surgido entre nosotros. 110


No crea que con este “romance” había olvidado los motivos que me habían llevado a tratar de llegar al C.T. Aniano me confirmó que no sólo contactaron a Cinthia y a mi padre, sino también al resto de mi dispersa familia. En ese momento, mis viejas tías y mis olvidados primos estarían ya seguros de que, siguiendo los pasos de mi padre, me había enredado en alguna abultada deuda de juego con una peligrosa mafia cuyos cobradores se disfrazaban de carteros. Me imaginaba a alguna tía diciendo: “¡Pobre Victoria, qué mala suerte tuvo en la vida: primero el marido y ahora el hijo! ¡Ni descansar en paz la dejan!”. Con respecto a los Peralta, Aniano no pudo decirme nada. En primer lugar, no recordaba que ese año se hubiera hecho una entrega a ese nombre; y en segundo lugar, aun si lo recordara, existía una especie de “secreto profesional” que lo obligaba a mantener cerrada la boca en cuanto a todo lo relacionado con los destinatarios de las cartas. –Tal vez la recibieron hace unos años y recién ahora se animaron a averiguar un poco. La historia del reloj y el viaje en el tiempo no es algo fácil de creer. –Usted no la cree, ¿no? –Lo que yo crea o no crea no tiene que preocuparte. De hecho, ya averiguaste muchas cosas y hasta ubicaste el reloj. No vas a detenerte justo ahora –dijo Aniano, y tenía razón. No iba a detenerme, o, mejor dicho, ya no era posible, el punto sin retorno había quedado atrás hacía rato. Durante las últimas semanas de octubre, mientras mi vínculo afectivo con Aniano se fortalecía y ya comenzábamos juntos a planear estrategias, los elementos del destino que me aguardaba comenzaron a alinearse y a tomar forma. 111


Mi padre volvió al ataque con la supuesta herencia secreta. No volvió a preguntármelo directamente. No era su estilo, pero yo sabía que todos los rodeos y comentarios en apariencia inocentes apuntaban a lo mismo. No creyó mis relatos del fin de semana largo en Villa Gesell. Con mi torpeza habitual a la hora de mentir, no fui un buen cómplice de mí mismo. Le comenté lo bien que la había pasado, las caminatas por la playa y los días primaverales que me habían tocado. –¿Sí? Yo escuché en la radio que hizo bastante frío. –Bueno, un poco de frío hizo, pero el sol picaba bastante. –¿Cómo...?, ¿no llovió? –No... creo que no. –¿Estuviste ahí y no sabés si llovió? –No sé, capaz que llovió a la noche. Ésta es una pequeña muestra de las “distendidas” charlas con mi padre quien, al final, para sacarse la duda, me tendió una trampa. –Vamos, Julito, a papá no tenés por qué mentirle. ¿Te fuiste con una mina, no? No hay nada de malo en eso; al contrario, me dejás mucho más tranquilo. Si todavía no me la querés presentar, está bien, puedo esperar, pero no me sigas verseando a mí, que tengo un poco más de calle que vos. ¿Te fuiste con una chica? Estuve por contestar que sí, para que me dejara en paz, pero eso le confirmaría que yo estaba ocultando algo y él pasaría a manejar hasta mis mentiras. Pasé por alto la insinuación de sus dudas respecto a mi hombría y me puse firme. –No, papá, me fui con un amigo a Villa Gesell –insistí, sumamente molesto y comenzando a desear no haber ido nunca a buscarlo. 112


Si hubiera tenido a algún psicólogo cerca la tarde en que caminaba por la Plaza del Congreso junto a mi padre cuando, al sacar el paquete de cigarrillos del bolsillo de mi campera, dejé caer el boleto agujereado de tren que no había tenido la precaución de tirar, ese psicólogo me hubiera dicho que, por alguna razón inconsciente, yo deseaba que mi progenitor supiera del viaje a Arroyo Frío. Yo me incliné por culpar a mi descuido y a la costumbre de no deshacerme de las cosas y de llevar siempre los bolsillos repletos de papeles. Pero, me haya traicionado el inconciente o no, el hecho es que el boleto cayó al piso entre las cagadas de las palomas y mi padre no me dio tiempo a reaccionar; lo recogió con toda presteza y leyó el destino del pasaje con la misma rapidez con que corría a las ventanillas en cuanto se enteraba de una fija. –¿Y esto? Yo sabía que lo de Villa Gesell era un verso. –Son cosas mías, papá, dame eso –contesté furioso, pero mi padre no se inmutó. –¿En dónde queda esta ciudad? Es en la provincia de Buenos Aires, ¿no? –Simulaba sorpresa, pero conocía muy bien la respuesta. Le arrebaté el boleto de la mano, lo partí en mil pedazos y lo arrojé a un cesto de basura, tal como hubiera querido hacer con él mismo. –¿No me digas que te fuiste a Arroyo Frío? ¡Y no me dijiste nada! –Disculpame, papá, pero no tengo por qué decirte todo lo que hago. Hace un mes no sabías si estaba vivo o muerto. –No tenés por qué hablarme así, Julito –murmuró, adoptando su pose de padre golpeado. –Si no querés que te hable así, aprendé a respetar mi vida. No sé si te diste cuenta, pero ya no tengo diecisiete años. 113


–Sí, ya me di cuenta. Perdoname. –La actitud de arrepentimiento y sus ojos húmedos no me conmovieron. Continuamos la caminata en silencio y lo saludé con un beso rápido en la puerta de su pensión. Ahora sería imposible sacarle de la cabeza lo de la herencia. Y eso no era lo peor: Cinthia también se enteraría del viaje, lo cual me preocupaba mucho más. Como ya le dije, las cartas del destino iban disponiéndose sobre la mesa, y yo no sabía cuándo me tocaría ser mano. Otro asunto era el del dinero para comprar el reloj de pie. Aniano me había ofrecido algunos cientos de pesos de lo que constituía su “ahorro para la vejez”, gesto que agradecí y rechacé con la misma efusividad. No quería mezclar a nadie en esa locura, y menos que menos a mi nuevo amigo. Las condiciones que imponían los bancos que consulté para otorgar un préstamo personal de cuatro mil pesos eran inalcanzables para mí. El ingreso requerido para obtener esa suma multiplicaba varias veces el mío, y me pregunté si alguien con ese sueldo necesitaría pedir préstamos personales. Algo similar ocurría con La Litoraleña. El máximo en cuanto a préstamos y adelantos era de dos sueldos, y esto requería innumerables papeleos, autorizaciones y manoseos que yo no estaba dispuesto a soportar, considerando que, en mi caso, mil cuatrocientos pesos y nada eran lo mismo. Por otra parte, estábamos en la época del año en que había que definir la fecha de las vacaciones. Cuando llegó mi turno, planteé con total inocencia tomarlas a partir del veinte de diciembre hasta el 3 de enero. Esto me permitiría instalarme unos días antes de fin de año en Arroyo Frío y comprar el reloj con anticipación. Pero la suerte que hasta entonces me había 114


acompañado, en mayor o menor medida, comenzaba a abandonarme. –¿Fin de año? No, Guanini, usted sabe muy bien que nadie puede tomar vacaciones entre el 15 de diciembre y el 15 de enero. Y eso corre para todos, desde el Gerente General hasta el último cadete. Tenemos que estar preparados para el efecto 2000. –Pero, Ramírez, mi trabajo no tiene nada que ver con computadoras. –Nadie sabe qué puede pasar; tenemos que estar cada uno en su puesto de trabajo. Elija otra fecha, Guanini. El famoso Y2K, el anunciado colapso de todas las computadoras del mundo, como usted sabrá, resultó ser un temor infundado que seguramente habrá dado sus buenos dividendos a quienes supieron aprovecharlo. Nadie se vio afectado, excepto yo. Usted ha sido testigo de que agoté todas las instancias razonables, pero me dejaron sin opción. De manera que empecé a planear las actividades que debía implementar para que me despidieran. La idea era convertirme en una molestia, hacer mal mi trabajo, cometer errores, para que así me llamaran para “arreglar” mi renuncia. Había oído que algunos empleados habían adoptado este método con todo éxito. No iba a ser fácil: mi tendencia natural era la de ser un buen empleado, obediente, callado, aunque nunca obsecuente. Mi método era no destacarme ni por bueno, ni por malo, permanecer siempre entre el pelotón. Eso era una de las tantas cosas que ahora debía cambiar. Uno de mis primeros actos de rebeldía planificada fue faltar cuatro días por una supuesta contractura en el cuello. Por supuesto, debía tener la precaución de no causar un despido justificado, que me dejaría sin indemnización o, en el mejor de los casos, me empujaría 115


a un juicio de varios meses (o años) para cobrar. Entonces, me fui hasta la guardia de un hospital, donde me revisaron y me colocaron un cuello ortopédico desmontable, que sólo utilicé cuando vino a casa el médico de la empresa. En realidad, hacía años que sufría contracturas diversas, pero nunca se me había ocurrido utilizarlas a mi favor. Pero el detalle que diferenciaba mi ausencia de cualquier falta justificada fue llevarme las llaves de mi escritorio, en donde guardaba varias pólizas que debería ingresar justamente en esos días. Tal como lo había previsto, tras una llamada telefónica de un furibundo Ramírez a mi casa, debieron romper el cajón para recuperar los documentos. Una vez que tuve en mi poder el certificado médico, dispuse de mis minivacaciones para tomar valor y hacer lo que venía posponiendo desde mi regreso: visitar a los Peralta. Toda una tarde pasamos con Aniano en un bar buscando la mejor manera de encarar el acercamiento a mis rivales. ¿Debía presentarme como el bisnieto de don Luis? Y en ese caso, ¿qué les diría?, ¿que no compraran el reloj porque yo lo necesitaba para viajar en el tiempo e impedir que su antepasado matara al coronel Montes y así, tal vez, sumirlos en la pobreza, o hasta en la inexistencia? ¿Y si en realidad no habían recibido ninguna carta y sólo les había llegado una información incierta de la generación anterior? ¿Cómo los convencería de que no hicieran una oferta mejor que la mía? Por fortuna, Aniano estaba conmigo, con su calma y con su sentido común; en caso contrario, me hubiera llevado varios días encontrar una respuesta. No demasiado convencido de no estar violando alguna reglamentación o secreto profesional, Aniano accedió a 116


acompañarme y simular que la visita se trataba de una encuesta de calidad implementada por el C.T. para mejorar el servicio a sus exclusivos clientes. Como quien dice, mataríamos así dos pájaros de un tiro. Por un lado, era una manera suave y “oficial” de sacarles información, y por otra parte, si nos rechazaban porque nunca habían oído hablar del C.T., podríamos suponer que quizá no conocían toda la historia, y eso me permitiría tomar algunas ventajas. Mi último día de licencia por enfermedad fue el elegido para la farsa. Los dos nos vestimos de elegante saco y corbata, como correspondía a buenos empleados del C.T., según las indicaciones de Aniano. La dirección que había copiado del libro de entradas del hotel correspondía a un viejo y tradicional edificio de la calle Rodríguez Peña, casi esquina Posadas. –Dejame hablar a mí y seguime la corriente –me dijo Aniano antes de tocar el timbre del 3.º A. Atendió una mujer joven, y Aniano cambió sorprendentemente su voz, impostándola como el mejor tenor. –Buenas tardes, señora de Iribarren, somos del C.T. y estamos realizando una encuesta de calidad para mejorar el servicio. –¿Perdón? ¿De dónde me dijo? –Del C.T., no sé si usted recuerda. El correo –aclaró Aniano sin querer entrar en más detalles. Siguió una pausa de varios segundos. –Aguarde un momento, por favor. Pasó un rato antes de que otra voz, esta vez de una mujer mayor, emergiera del portero eléctrico, arrastrando un poco las eres y abriendo apenas la boca para hablar. –Hola, habla la señora de Iribarren. ¿Qué desea? –Buenas tardes, señora, y disculpe la molestia. Somos del C.T., es por una encuesta de calidad en el servicio. 117


–¿Del C.T.? –preguntó la mujer y, a pesar de lo metálico de la voz, fue claramente perceptible un balbuceo. –Sí, señora de Iribarren. Usted recibió una carta del Sr. Juan Peralta, ¿verdad? Otra vez hubo una pausa, durante la cual mis piernas comenzaron a temblar. –Sí, hace un tiempo. Aguarde un momento, que ya baja mi hija a abrirle. Aniano me miró con una sonrisa de oreja a oreja y con una expresión de niño travieso que se salió con la suya. –Tranquilo, Julio, que ahora viene lo más difícil. Tratá de no decir nada hasta ver cómo viene la mano. Afirmé con la cabeza, incapaz de decir una palabra. Sentía la lengua reseca y pegada al paladar. Nunca voy a olvidar aquel momento. Se abrió la puerta del ascensor y una mujer de unos treinta años nos miró con curiosidad mientras se acercaba a la puerta. A través del panel de vidrio de la entrada, vi por primera vez a esa chica delgada y de apariencia frágil, de facciones suaves y cabello rubio y corto a la francesa. Pero sus ojos verdes, sus inmensos ojos verdes me atravesaron como dos flechas mientras abría la puerta y con una sonrisa tímida nos invitaba a pasar. Fue así como conocí a Laura, y mi primer acto de amor fue tropezar con el escalón previo al ascensor y casi partirme la frente contra la pared de mármol.

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Los Iribarren eran de las típicas familias aristocráticas venidas a menos y con una estoica resistencia a abandonar el nivel de vida al que estaban acostumbradas. El tren neoliberal de los noventa las había dejado atrás aunque, al menos, no los había arrollado de frente como a los demás. Sobre las paredes empapeladas, aún pendía alguna que otra pintura de firma, un Quinquela Martín, un pequeño Fader, un Soldi, cada uno con su plaqueta dorada que indicaba el nombre y el autor de la obra a los neófitos como yo. Pero varios sectores del empapelado mostraban un color más oscuro, los fantasmas de otros cuadros que habían permanecido allí por años y ahora estaban en otras manos. Muchos detalles hablaban de decadencia; candelabros cuyo bronce no brillaba, una fina capa de polvo sobre las repisas, cera envejecida sobre el parquet. Laura nos trajo café en una bandejita plateada. Habían prescindido del personal de servicio, y ahora las dos mujeres trataban de arreglárselas por ellas mismas con el mantenimiento del amplio semipiso. Como para que se dé una idea de las dimensiones, el living en donde Aniano y yo nos instalamos para realizar nuestra sucia tarea tenía el tamaño de mi departamento completo, y quizás habría que incluir el pasillo del ascensor. 119


La señora de Iribarren o, mejor dicho, la viuda de Iribarren, como ella se apresuró a aclarar, debió de haber sido una mujer muy atractiva en su juventud. Ahora trataba de cubrir la escritura del tiempo en su rostro con maquillaje excesivo, lo cual llamaba más la atención y lo retaba a uno a tratar de descubrir cuántas arrugas yacían debajo del rubor de muñeca de colección. No esperaba visitas, y nuestra entrada no se había prolongado lo suficiente como para que la vieja dama se preparara para la ocasión, así que adiviné que andaba así pintada y decorada de entrecasa, luciendo también aquellas joyas, más apropiadas para una recepción en alguna embajada. Mucho después de aquella tarde, supe que la gargantilla de oro, los aros inmensos y el anillo con la piedra azul eran las últimas joyas que le quedaban, los restos del naufragio y de la venta desgarradora de un pasado patricio. Todo lo rancio y decadente que irradiaba Josefina lo tenía de fresco Laura. Estaba comenzando los treinta, pero la rodeaba un aire adolescente que no eclipsaba su madurez. Tenía una expresión alegre y sonrisa fácil, y su aspecto era algo quebradizo. Era difícil adivinar que, sobre su espalda, cargaba el insostenible delirio de nobleza de su madre, una situación financiera en caída libre y el fracaso rotundo de su experiencia matrimonial. Laura no tenía maquillaje y la piel era tan blanca que podía ver las venas de sus brazos. Vestía de manera simple y elegante. El suéter rojo holgado y el jean un par de talles más grande ocultaban sus formas, pero despertaban mi imaginación, que había estado algo somnolienta durante los últimos meses. Pero eran sus ojos los que hacían que temblara mi mano con la taza y que la cucharita de plata labrada tintineara traicioneramente cada vez que me miraba. Yo luchaba por mantener mi atención en las preguntas 120


y respuestas entre Aniano y Josefina, pero el hilo de la conversación se me escapaba tratando de descubrir algún otro contenido en cada gesto, en cada sonrisa tenue que Laura me dedicaba ocasionalmente. Todavía no estaba enamorado, pero era sólo cuestión de tiempo. Siempre me sucedió de esa manera. Me he relacionado con varias mujeres en mi vida, algunas veces dejándome llevar por la facilidad de una conquista; otras, porque necesitaba tener una chica en la cama para probarme que aún estaba en “edad de merecer”. Pero nunca me equivoqué al mirar por primera vez a una mujer y adivinar que, en los días siguientes, andaría idiotizado de aquí para allá pensando en ella. Me sucedió con Matilde, la hermana de mi amigo Carlos, en la adolescencia; me sucedió con Cinthia. Y ahora volvía el cosquilleo en el corazón, las nubes en la mente, la expectativa puesta en una simple y casual mirada de reojo. Desde el primer momento, supe que me enamoraría de Laura Iribarren, la bisnieta de Juan Peralta, el asesino del coronel Montes. Habíamos armado el falso cuestionario a conciencia y cada pregunta, por simple que pareciera, nos permitía entrever más información que la contenida en la propia respuesta. Un sí o un no confirmaba o desechaba presunciones y posibilidades que nos habíamos formulado con anterioridad. Hablo en plural, pero lo cierto es que, si Aniano no hubiera estado ahí con su aplomo y con su agudeza, yo me hubiera perdido la mitad de los datos, ocupado como estaba en observar a Laura. Aniano se había ganado rápidamente la confianza de Josefina, y lograba que, a cada punto del cuestionario, la mujer se extendiera en comentarios de vital importancia para mi asunto. Ayudó mucho también que mi amigo le hubiera confesado su viudez, con lo que la 121


vieja terminó de distenderse y pudo tratarlo como a un miembro de su club. De esta manera, nos enteramos de que había recibido la carta de su abuelo hacía más de un año, una semana en que Aniano estuvo enfermo (por eso él no la recordaba). Nunca había pensado en utilizar el servicio del C.T., y la tarjeta con el número telefónico estaría extraviada en alguna cartera italiana en un rincón del vestidor. En aquella ocasión, la carta del pasado la había encontrado debatiéndose entre conservar su última empleada doméstica o vender el automóvil, que a su vez ya era el producto de la venta del Mercedes Benz que le había dejado el Sr. Iribarren antes de entrar en la Gloria del Señor y de abandonarlas a ellas aquí, con deudas que no sabían manejar y con una empresa constructora en bancarrota. El pulgar hacia abajo recayó sobre el automóvil pero, poco tiempo después, alcanzó a la mucama, y continuó con los cuadros, la platería, las primeras ediciones de la biblioteca... Incluso las obras que conservaban su lugar en la pared ya tenían comprador y pasarían a retirarlas la próxima semana. El sobre había permanecido varios días sin abrir, y la lectura posterior sólo deprimió aún más a la viuda. –Usted sabrá disculparme, Sr. Aniano, pero no puedo darle detalles porque es algo inherente a la familia. Pero entonces comprendí muchas cosas... entonces supe por qué esta familia está maldita –susurró Josefina con un tono grave y angustiado. –Mamá, por favor, no empecés con eso otra vez – intervino Laura, como avergonzada de que su madre tocara delante de extraños un tema incómodo y largamente charlado entre ellas–. Acá no hay ninguna maldición, las maldiciones no existen. Tuvimos mala suerte, así como por muchos años tuvimos todo, mucho más de lo que se puede desear. 122


Josefina meneó la cabeza y no contestó, mientras revolvía interminablemente su café. Aniano también se quedó en silencio, anotando algo al margen del cuestionario. Laura se volvió hacia mí. Adiviné una profunda tristeza en esos ojos, e interpreté que necesitaba ayuda, alguien que apoyara sus argumentos, y lo peor es que deduje que ese alguien podía ser yo. –Su hija tiene razón –comencé a decir con un carraspeo, producto de no haber hablado durante mucho tiempo. Aniano levantó la mirada del papel y me fulminó, pero yo continué–: somos el resultado de lo que hacemos, forjamos nuestro futuro con nuestros actos presentes, y a eso se limita nuestra responsabilidad. Pero no podemos culpar a nadie por el azar. Como escribió Epicteto, debemos preocuparnos sólo de las cosas que dependen de nosotros, sólo esas cosas podemos cambiar. Hubiera proseguido con mi improvisación filosófica de no ser porque la sonrisa que Laura me devolvió hizo que perdiera el hilo de mis pensamientos. Pero ¿de dónde había sacado eso? Lo de Epicteto lo recordaba porque había aparecido una cita en la agenda del trabajo, pero no estaba seguro de haberlo citado bien. El resto era una mezcla de textos que había leído alguna vez. Advertirá usted la contradicción consistente en haber hablado de forjar el futuro con el presente, justamente yo, que tenía la intención de viajar al pasado para corregir toda una vida de no haber forjado nada. Laura no se mostró horrorizada, de manera que algo de sentido habría tenido para ella, pero Josefina se había quedado mirándome como esperando que yo le explicara qué tenía que ver con el tema de la maldición. Aniano se apresuró a formular la siguiente pregunta del cuestionario y, aunque sabía que el viejo se enojaría más tarde por mi intervención, yo estaba feliz de haber atraído la atención de Laura por un instante. 123


Quizás era mi imaginación, pero me pareció que ella comenzó a mirarme con algún interés. Laura no sabía nada acerca del crimen de su bisabuelo, ni de la historia del viaje en el tiempo. Josefina no le había permitido leer la carta, a pesar de su insistencia en averiguar de dónde había salido la idea de una maldición familiar. La viuda no nos lo aclaró, pero presumí que Juan Peralta le había contado el mismo relato que don Luis; la maldición tendría que ver con el asesinato cometido para doblar antinaturalmente el curso de la historia. Quizás esto significaba para Josefina una culpa hereditaria que a ella le estaba tocando pagar. Pero entonces no quedaba claro el motivo de su viaje a Arroyo Frío y el interés por el reloj. ¿Habría pensado también la viuda en detener a su abuelo, aunque esto le significara una ruina mayor que la actual? Una pregunta del cuestionario echó algo de luz sobre el asunto. –Mi vida no cambió en nada con esa carta –murmuró temblorosamente la viuda–. Ya se lo dije. Sólo me ayudó a entender las cosas... y a perder las pocas esperanzas que me quedaban. –No es cierto, mamá. Por lo menos volviste a Arroyo Frío, ¿no? ¿Cuántos años hacía que no ibas? ¿Treinta, cuarenta? –Cuarenta y dos años, hija, cuarenta y dos años. –Bueno, es algo positivo; a mí me gustó conocer el lugar en donde vos y papá nacieron y se enamoraron. –Sí, fue un lindo recuerdo. Lástima no poder comprar el reloj... Aquel fue el único momento en que Laura se alejó de mi mente. Tuve el impulso de hacer una pregunta, pero Aniano me pateó disimuladamente. –Algún día, si todo mejora... –comenzó a decir Laura, pero Josefina estaba firme en su desesperanza. 124


–Nunca va a mejorar, estamos malditos... Daba pena ver a Laura esforzarse en sacar la cabeza de su madre de debajo del agua, pero la vieja nadaba en las profundidades de la depresión y no necesitaba subir para tomar aire. Laura nos contó que sus padres eran compañeros de colegio en Arroyo Frío, donde comenzaron un romance oculto. Pero la familia Peralta se mudó a Buenos Aires a fines de la década del cincuenta, no debido a la inundación, como yo había supuesto, sino para expandir los horizontes de su pequeña empresa constructora, lo cual resultó un movimiento más que acertado. Años después, los Iribarren también se trasladaron a la Capital, donde Josefina y su antiguo novio se reencontraron, contrajeron matrimonio y pasaron a manejar los destinos de la empresa. Por más de veinte años, el negocio creció y les permitió una vida acomodada, hasta que se inició la debacle que aún no concluía. El recuerdo de la historia de amor y de dinero sólo logró que la viuda se ahogara en un mar de lágrimas, continuando con la metáfora acuática. Aniano dio por terminada la entrevista, agradeciendo y disculpándose por las molestias ocasionadas. Laura, antes de acompañarnos hasta la planta baja, se dirigió a la cocina para traerle un vaso con agua a su madre. Aniano no llegó a tomarme del brazo antes de que yo saliera disparado tras ella, envuelto en una repentina inspiración. Una vez en la cocina, me disculpé personalmente por haber provocado el estado de la vieja. –No es tu culpa. Mamá está mal hace rato. Gracias igual –contestó Laura con una sonrisa triste y con esos ojos verdes que me aflojaron las piernas. Busqué un papel y una lapicera en mis bolsillos, tan torpemente como usted pueda imaginarse. Anoté mi nombre de pila y mi teléfono. 125


–Si necesitás algo... llamame. –Fue una acción ridícula, fuera de lugar, pero Laura guardó el papel en el bolsillo y me agradeció de nuevo. Cuando volvimos al living, Aniano ya tenía el saco puesto, y Josefina había dejado de llorar. Mi compañero me miró y yo leí en sus ojos algo así como: “¿Y ahora qué carajo hiciste?”, aunque él nunca se permitiría usar ese lenguaje. Pero todavía faltaba lo mejor. Laura estaba lista para acompañarnos. Aniano se despidió de la viuda como todo un caballero de los de antes. –Ha sido un gusto charlar con usted, Sra. de Iribarren, y de corazón le deseo que todo se solucione. –No lo creo, pero muchas gracias, Sr. Aniano. Yo también saludé a Josefina dándole mi mano casi al descuido. Estaba preguntándome si Laura me llamaría, cuándo, cómo, cuánto tiempo debía esperar antes de llamar yo. –Muchas gracias por todo, Sra. de Iribarren. –No tiene por qué, Sr.., disculpe, pero no recuerdo que me haya dicho su nombre. –Guanini, Julio Alberto Guanini –contesté automáticamente. La vieja retiró su mano como si la mía le quemara, y se la llevó luego a la boca para reprimir una exclamación. Los ojos parecían ir a saltar fuera de sus órbitas. Así confirmé que la vieja conocía la historia. Aniano me empujó disimulada pero firmemente hacia el pasillo, donde Laura esperaba el ascensor, ajena a la escena. Cuando la puerta se cerró, Josefina continuaba mirándome con una mezcla de sorpresa y de espanto. Una gota de sudor recorría el rostro de Aniano, que no quería ni mirarme. Laura extendió su mano para despedirme, pero yo me animé a saludarla con un 126


beso rápido en la mejilla, y sus dedos finos y alargados de pianista se clavaron en mis costillas. Caminamos en silencio hacia la avenida Callao y, finalmente, decidí apresurar la segura y merecida reprimenda. –Metí la pata, ¿no? –Vamos a un bar y hablamos. –¿Vamos a seguir tomando café? –Vos pedí lo que quieras. Yo necesito algo más fuerte –dijo Aniano, todavía sin mirarme. –Pero, dígame, ¿metí mucho la pata? Un leve y simpático coscorrón en mi cabeza fue su respuesta. –¿Justo ahora te venís a enamorar? –fue lo primero que me preguntó Aniano, después del primer trago de whisky, en un conocido bar de la Recoleta. –¿Enamorado? Bueno, yo no diría tanto. La chica me gustó mucho, pero... –Lo suficiente como para que hicieras una cuantas burradas. Finalmente, los reproches no fueron tantos y Aniano admitió que la mención de mi apellido y la posterior expresión de la viuda nos habían dicho más que el resto de la entrevista. –Hubiera preferido averiguarlo de una manera más suave, y lo hubiera logrado de no ser por tu intervención pseudoexistencialista y de la historia que contó tu “amada”. ¡Qué ocurrencia! La venía llevando bien a la vieja, y ustedes dos la convirtieron en un trapo de piso. Me causó gracia que Aniano tratara de “vieja” a Josefina, que tenía casi su misma edad. –¿De qué te reís? ¿Te parece gracioso? –preguntó Aniano con un enojo falso y, al cabo de un rato, él también se echó a reír. Es que en realidad estaba satisfecho con la 127


experiencia. Jugar al detective le recordaba sus primeros tiempos en el C.T., cuando hacía el trabajo de rastrear a los destinatarios de las cartas. Además, habíamos averiguado todo lo que queríamos saber. Josefina estaba al tanto de lo sucedido entre su abuelo y don Luis, y había tratado de recuperar el reloj. Sus motivos seguían siendo confusos, pero ahora yo estaba seguro de que, dada la situación financiera de la familia, no podrían superar la oferta de cuatro mil pesos, llegara yo a reunir el dinero o no. Estábamos por cerrar nuestra charla y la tarde agotadora, cuando Aniano me preguntó qué le había dicho a Laura en la cocina, si se podía saber. –Nada... –balbuceé, tomado con la guardia baja por la pregunta–. Le pedí disculpas... y le di mi teléfono. –¡Excelente! –ironizó, dándome otro coscorrón en la cabeza–. Ahora que la vieja sospecha que nuestra visita fue un engaño, va a tener dónde reclamar. Por lo menos no van a intentar encontrar la tarjeta del C.T., y yo no voy a tener que dar explicaciones. Eso no me pareció tan malo. Era una buena excusa para que se comunicaran conmigo, y así podría seguir en contacto con Laura. Supuse que la viuda, de la misma manera que le había ocultado toda la historia a su hija, tampoco le diría que probablemente yo era su competidor y que había estado ahí con algún sucio designio respecto al reloj. Supuse mal. Durante la semana que siguió a la visita a los Iribarren, estuve más pendiente del teléfono que de cualquier otra cosa. Mi padre llamó algunas veces, todavía simulando arrepentimiento y dolor por el suceso del boleto de tren. Pero fue Cinthia quien se dio cuenta de que algo en mí había cambiado. –¿Estabas esperando otro llamado? –me preguntó cuando atendí con mi mejor tono seductor. Lo negué 128


hasta el cansancio, pero Cinthia no me creyó: ella conocía las modulaciones de mi voz. Finalmente, Laura me llamó y concretamos un encuentro en el café situado en la esquina en diagonal a su departamento. El trato que recibí fue cortante, pero lo atribuí a sus tantas preocupaciones y a que no tenía por qué amarme tras nuestro primer encuentro, como yo ya lo estaba haciendo. Tenía que estar en el bar a las seis y media de la tarde, lo cual me hubiera permitido llegar tranquilo desde el trabajo. Pero decidí “tomarme” el día, simulando una diarrea cuya falsedad no pudo probar el médico laboral. Demasiado tarde caí en la cuenta de que no había renovado mi vestuario en los últimos años pero, de todas maneras, ¿cuál sería la ropa más apropiada para encontrarme con Laura? Si bien su familia estaba en franco descenso social, era una mujer elegante y delicada. Me había conocido con mi mejor traje, pero consideraba que la segunda impresión también contaría. Vestido con lo mejor que pude encontrar en mi armario, entré en el bar una hora antes de lo acordado. En estos casos, me gustaba adelantarme a cualquier imprevisto. Odiaba llegar tarde y me hacían enojar los impuntuales, es decir, la gran mayoría de los porteños. Prefería estar esperando más de lo necesario y, de paso, podría estudiar el terreno. Elegí una mesa hacia el fondo de la confitería, un lugar iluminado tibiamente y lejos de las ventanas delatoras. Encendí un cigarrillo y, por un momento, me pregunté si debía fumar delante de ella. Pero fue sólo un momento. No soportaría la segura tensión del encuentro sin un cigarrillo en la boca. Por suerte, luego descubriría que ella también fumaba. A medida que se acercaba la hora y el cenicero se llenaba de colillas, volvieron mis viejos fantasmas a la 129


hora de emprender una conquista. ¿No sería un sacrilegio aspirar al amor de Laura? Su ex marido habría sido con seguridad un jugador de polo con apellido vasco, o un empresario con un barco anclado en Puerto Madero. ¿Iba ella a entablar una relación sentimental con un oficinista chato y melancólico, con un perdedor cuya única diversión era leer todo el tiempo, matar cucarachas en la cocina y, últimamente, jugar al detective? Esa inseguridad me había acompañado toda la vida, pero nunca había impedido que me lanzara de cabeza hacia mi objetivo, y esta vez no iba a ser la excepción. Laura llegó a las seis y media en punto. La vi salir de su edificio con paso rápido y con actitud de huida. No le había dicho a su madre que se encontraría conmigo. Percibí que la cita sería complicada cuando, para saludarme, insistió en darme la mano, apartando su rostro con disimulo para evitar cualquier intento mío por robarle otro beso. Pidió un té con limón y encendió un cigarrillo, mientras miraba hacia un lado y otro. –¿No había un lugar más iluminado? –fue lo primero que me dijo, y eso ya me descolocó. –Sí. Pero me gustó este, que es tranquilo y se puede hablar. Si querés, nos sentamos al lado de la ventana, o... –No, está bien –me interrumpió–. No quiero que me vea ningún vecino, y menos que menos mamá. Ella no sabe que estoy acá. –¿Cómo está ella? –Bien. Mamá, está bien –contestó, acentuando cada palabra y dándome a entender por oposición que la que estaba mal era ella. No supe qué decirle y Laura no esperó a que me decidiera. –¿Me querés decir de qué se trata tanto secreto con ese bendito reloj? ¿Para qué vinieron a mi casa con el cuento de la encuesta? ¿Qué querés de nosotras? –Me arrojó todas las preguntas por la cabeza sin respirar y con un enojo 130


visible. Yo no sabía qué contestar primero y esbocé un estúpido “¿qué reloj?”, lo cual la enojó todavía más. Sin perder su elegante compostura pero dejándome en claro su irritación, Laura me contó que su madre me identificó como al Guanini que, según el vaticinio de Juan Peralta en su carta, iba a aparecer para recuperar el Hauser & Schwarman, un bien de la familia Peralta. Desgraciadamente para Aniano, habían buscado y encontrado la tarjetita del C.T., y así confirmaron que no se estaba llevando a cabo ninguna encuesta. En ese momento, sólo pensé en mi nuevo amigo y su celoso respeto por las reglas de su ex empleo. No sabría cómo hacer para que aceptara mis disculpas, si es que volvía a dirigirme la palabra alguna vez. La vieja había tomado el asunto como si yo fuera el anticristo, y Laura no llegaba a comprender el porqué de tanta alarma. Josefina le seguía ocultando, si es que estaba aclarado en la carta, cuáles eran las intenciones del demonio apocalíptico. Estuve a punto de confesarle toda la verdad, pero el sentido común vino en mi defensa como la caballería de un western y me limité a confirmarle sólo la parte de la historia que la viuda le había referido. Le conté que había recibido una carta a través del C.T., en la que mi bisabuelo me pedía rescatar el reloj de pie, advirtiéndome sobre su rivalidad con Juan Peralta. –Yo también viajé a Arroyo Frío, y ahí me encontré con que había una Peralta registrada en el Hotel Santa María. Así conseguí la dirección de ustedes y sólo quería averiguar si era cierto lo que me había contado mi bisabuelo. No tuve mala intención, y a Aniano lo arrastré yo. Él no tiene nada que ver. Si hubiera sabido que tu mamá estaba así... si hubiera sabido que tenía una hija tan bonita... –“¡No, idiota, todavía no!”, se me cruzó 131


por la cabeza en cuanto terminé la frase célebre. Pero Laura pasó por alto mi cursilería. –Así que todo pasa por una competencia ridícula de otro siglo... Y decime, ¿vos no tenés cosas más importantes que hacer? –Para mí, cualquier asunto familiar es importante, sobre todo considerando que hace mucho que no tengo a mi vieja y a mi papá volví a encontrarlo hace un mes, después de veinte años. Para mí sí es importante. Fue una respuesta inspirada y Laura, por primera vez esa tarde, aflojó los músculos del rostro y me miró a los ojos, no sé si con ternura, pero por lo menos sin odio. –No sabía. Perdoname.–Era un tanto a mi favor en aquel partido que venía perdiendo por goleada. A partir de ahí, la conversación fue un poco más suave. –Y vos... ¿trabajás? –pregunté tras un largo silencio en el que nos dedicamos a fumar nuestros cigarrillos. –Sí, pero no en mi profesión. Estoy tratando de salvar esa maldita empresa, o por lo menos tratando de que la caída sea lo más lenta posible. –Ahora vos estás hablando de maldiciones –dije estúpidamente, y sus ojos verdes se clavaron en los míos. No podía adivinar si la había sorprendido o si pensaba que era un reverendo boludo. Me incliné por lo segundo y me apresuré a continuar la charla como si nada hubiera pasado, preguntándole sobre su profesión. –Soy psicóloga. –Lo que faltaba. Siempre les tuve pavor a los psicólogos. Tenía la fantasía de que estaban interpretándolo a uno a todo momento, desnudando las debilidades y aprovechándose de esa destreza para tejer sus secretos manejos. Laura debió leerme los pensamientos en mi expresión de espanto. –No te preocupes. No trabajo gratis, analizo solamente a los que me pagan. Todos los hombres ponen la misma cara cuando les digo que soy psicóloga; parece 132


que estuvieran hechos con el mismo molde. –Terminó de hundirme con una sonrisa irónica y, ante la inminencia de un desastre mayor, decidí tomar la iniciativa y dar por terminada la cita. Pero ésa no era mi tarde de suerte: Laura se adelantó. –Bueno, tengo que volver a casa antes de que regrese mamá. ¿Te puedo pedir un favor? –Lo que quieras –respondí, temeroso de un golpe de gracia. –No me interesa en absoluto ese reloj y, de todas maneras, no estamos en condiciones de comprar nada. Así que hacé lo que quieras pero, por favor, no vuelvas a hablar con mamá. Ya está bastante deprimida. –Sí, por supuesto. Y disculpame de nuevo. En cuanto al reloj, aunque ya lo señé, no creo poder comprarlo. Quedará la definición del pleito para otras generaciones de Peraltas y de Guaninis. Laura se encogió de hombros, al tiempo que guardaba los cigarrillos en su cartera. Amagó con sacar la billetera, gesto que tuve tiempo de detener diciéndole que yo invitaba, una pequeña compensación por todas las molestias causadas. –Si depende de mí, la rama familiar termina acá. No creo que vuelva a casarme. Otra de mis frases célebres: –No pierdas la esperanza. Los hombres no somos todos iguales. Laura volvió a clavarme su mirada inexpugnable y no contestó. Me puse de pie y extendí mi mano para saludarla, pero esta vez ella se acercó y me dio un beso. –Chau. Nos vemos –le dije cuando se estaba yendo, y ahora su sonrisa fue franca. –Sos un tipo raro –señaló sin dejar de sonreír; dio media vuelta y se fue tan apresuradamente como había venido. 133


¿Qué significaba “Sos un tipo raro”, dicho en ese contexto y sonriendo, después de una golpiza verbal? ¿Había dejado una puerta abierta o me había tildado de loco? ¿Y el beso?, ¿era una señal? ¿Por qué las mujeres son tan difíciles de entender, por qué no dicen sí o no con claridad? Salí del bar y tomé por Callao hacia el Congreso. Necesitaba caminar y pensar. El balance del encuentro cambiaba radicalmente según el punto de vista que utilizara. Tenía el camino libre para comprar el reloj, pero eso era lo que menos me preocupaba esa noche. Me sentía un estúpido, un inexperto en la conquista de una mujer. Lo que había comenzado con un engaño nunca podría terminar bien. Laura se había mostrado comprensiva en algún punto, pero no podía pretender que se fijara en un tipo que había entrado en su casa con una mentira. No me llamaría nunca más, y yo no me rebajaría a insistir, si tenía un poco de amor propio. Evidentemente, ella era demasiado para mí: era mucho más inteligente, mucho más honesta que yo. Laura merecía un hombre mejor, alguien que pudiera quererla y cuidarla como yo nunca podría hacerlo. Para mi bien, debía olvidarla y dedicarme por completo a conseguir el dinero para comprar el Hauser & Schwarman y planear mi viaje. Eso era lo que realmente importaba. Crucé la Avenida Corrientes con la luz del peatón en rojo y casi me convierto en una víctima más del tránsito de esta ciudad. –¡Mirá la luz, pelotudo! –me gritó un taxista, y acepté entonces que ya estaba irrevocable, locamente enamorado de Laura. Me resultaba alarmante imaginar a qué ritmo se reproducían las cucarachas. Durante las rondas nocturnas, había observado que, cada tres o cuatro meses, aparecían decenas de pequeñas, ínfimas cucarachitas. 134


Era muy fácil aplastarlas: aún no tenían la experiencia y sagacidad de las mayores, pero siempre me quedaba la sensación de que una cifra igual o mayor a las muertas por mi mano permanecían ocultas detrás de los azulejos o en el calefón. Y ésas llegarían a la adultez y volverían a generar otras decenas de vástagos, y así hasta el infinito. Sabía que la guerra contra los repugnantes insectos era una guerra perdida, pero aquella larga noche me resultaba la mejor terapia (además del infaltable cigarrillo). Ni siquiera había intentado acostarme, y la televisión no me ofrecía nada interesante. La lista de prioridades cambió varias veces en pocas horas. El reloj pasaba de ser el principal objetivo de mi vida a un capricho ridículo y delirante, para luego volver al tope, y entonces Laura era una presumida y amargada que sólo deseaba jugar conmigo. Entonces regresaba la sensación de pérdida eterna, de hundimiento inexorable, la certeza de que, hiciera lo que hiciera, iba a salir mal. Y las cucarachas caían durante sus presurosas retiradas, y el paquete de cigarrillos se vaciaba. Me sorprendió ver que el aire-y-luz del edificio comenzaba a iluminarse con un reflejo tenue. Me dormí a eso de las seis de la mañana, y a las siete no escuché el despertador. Cuando entré en la oficina sin aliento y con una hora de atraso, encontré a Ramírez, que me estaba esperando. –Guanini, venga a mi despacho. –Mi rebeldía había causado el efecto esperado. –Esto no da para más, Guanini. ¿Qué pretende hacer? ¿Quiere perder el trabajo? Mire que la calle está muy difícil. Como de costumbre, no tenía preparado qué decir. No esperaba que se cansaran tan pronto de mí, después de tantos años de ser un empleado ejemplar. A los tropiezos, le hablé de problemas personales con 135


Cinthia, de la falta de reconocimiento en mi puesto de trabajo, del sueldo que no me alcanzaba, de todo lo que me había provocado en la cabeza el reencuentro con mi padre. Ramírez me escuchó en silencio y esperó a que terminara mi monólogo. –¿Y qué quiere hacer, Guanini? Aumento de sueldo, no le podemos dar. Ascenderlo, tampoco. ¿Quiere irse de la Compañía? –No sé. Después de tantos años, no quisiera irme... sin nada –balbuceé, tratando de elegir las palabras correctas. Ramírez entendió perfectamente. –Ah, era eso... Quiere arreglar su renuncia. –Mi corazón comenzó a latir tan fuerte que temía que se escuchara en todo el edificio. –Sí. Si es posible... –dije con un hilo de voz, como si esperara que el gerente se levantara y me diera un cachetazo. –Bueno. Déjeme ver qué puedo hacer. Vaya a su escritorio y siga con su trabajo. En los próximos días va a tener novedades. Salí del despacho de Ramírez con una mezcla de terror y de alegría. Había sido tan fácil que me daba miedo. Estaba a un paso de dejar mi empleo de siempre, el escritorio de chapa, la agenda con aforismos y a mis compañeros que hablaban de fútbol a toda hora. Estaba a un paso de quedar en la calle y de poder comprar el reloj de don Luis. Era todo tan fácil que no podía ser cierto...

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Terminaba la primera mitad de noviembre. El clima mejoraba y hasta la plaza del Congreso comenzaba a tomar color. Como todos los años, los meteorólogos anunciaban un verano muy cálido. El Gobierno estaba a punto de cambiar tras las elecciones de octubre. Pero el tema predominante era el ingreso de la humanidad en el esperado año 2000 y el temor por el efecto en las computadoras. Por primera vez en la historia, el mundo entero estaba consciente del riesgo de estar en manos de máquinas que podían fallar. Se hablaba de misiles que se iban a disparar por sus propios medios, de grandes apagones, de satélites que dejarían de funcionar, de la interrupción de los vuelos, de ciudades enteras sumergidas en el caos, el saqueo y la barbarie. Los argentinos estábamos seguros de que, si el Y2K sólo iba a afectar a unos pocos países, el nuestro encabezaría la lista. Pero yo parecía estar ya viviendo en otro tiempo. Mis compañeros de La Litoraleña incluían en sus conversaciones la eterna discusión acerca de si el siglo xxi comenzaba en el 2000 o en el 2001, lo cual era preferible a las también eternas charlas futboleras. No quise intervenir en la disputa: me encontraba más preocupado en observar los movimientos y gestos de Ramírez, que parecían estar todos dedicados a mí. Si a la ansiedad por conocer el resultado de las gestiones del gerente 137


para lograr mi “despido voluntario” le suma usted los frecuentes momentos de obnubilación y ausencia cada vez que pensaba en Laura, comprenderá por qué en aquellos días me convertí en el peor empleado en la historia de la Compañía. Tanto fue así que pusieron a un muchacho recién ingresado, Rodrigo, para que me “ayudara” (que, en este caso, significaba “controlara”, pero un posterior “reemplazara”). El tema con Aniano y la llamada de Josefina al C.T. no resultó tan grave como yo había pensado. Me encontré con el viejo un par de días después de lo de Laura. Estaba listo para que me reprendiera severamente, y hasta para que me pegara, porque en realidad me lo hubiera merecido. Nunca había pasado por mi mente que él pudiera llegar a tener problemas con el C.T. y, de haber sucedido así, no me lo habría perdonado nunca. Pero por lo menos eso salió bien. Aniano no había recibido ninguna llamada recriminatoria; es más, él mismo había telefoneado a su vieja oficina para saludar, y Julián le había dicho que todo estaba como siempre, sin novedades. Más tarde supe que la viuda no había mencionado nuestros nombres; sólo había verificado que lo de la encuesta no existía. De todas maneras, Aniano se molestó bastante conmigo. –Vos no podrías ser nunca un empleado del C.T. Sos demasiado bocón –me dijo, y yo lo acepté y le pedí disculpas por enésima vez esa tarde. La cuestión no residía en qué acciones pudiera tomar el C.T. contra él, estando ya jubilado. Pero ser miembro del C.T. no era un simple trabajo: era una forma de vida, una clase social, un estigma con el que se nace y se baja a la tumba. El enojo de Aniano se fue disipando, y pronto me encontré hablándole de Laura y reproduciendo, lo más literalmente posible, la accidentada cita. El viejo me dejó terminar antes de dar su opinión. 138


–Yo diría que el amor es lo peor que te puede pasar en este momento, justo ahora que necesitás tener la cabeza fresca y atenta, si esto fuera posible en tu caso. Pero esas cosas no se eligen. Cuando conocí a Luisa, a ella no le gustaba mucho mi trabajo; eran demasiadas horas de aquí para allá, metiéndome en donde no me llamaban, averiguando datos que a mucha gente le molestaba o se negaba a dar. Pero yo estaba enamorado y, si ella me lo hubiera pedido, habría renunciado al C.T. Después se acostumbró, mi Luisa, aunque creo que más que nada lo hizo porque me quería. Como cada vez que hablaba de su esposa, Aniano no pudo decir una palabra más por largos minutos, silencio que respeté absolutamente. Mientras el viejo trataba de contener las lágrimas y jugueteaba con un sobrecito de azúcar, me pregunté si alguna vez yo merecería vivir un amor así, que trascendiera el tiempo y la muerte aunque más no fuera a través del endeble consuelo de la memoria. El viernes 19 de noviembre, cuando ya me había puesto el saco para irme y Rodrigo trabajaba con esmero en las tareas que yo no había hecho, Ramírez me llamó con la mano. Tardé una eternidad en recorrer los pocos pasos hasta su despacho, con palpitaciones que me asaltaban el pecho y con sudor en las manos. –Guanini, hoy a última hora van a contestarme sobre lo suyo, así que el lunes le cuento. Agradecí de antemano su buena disposición para ayudarme y me retiré imaginando la mejor manera de distribuir la indemnización, para sacarme de la cabeza la fuerte sensación de desamparo que ya comenzaba a invadirme. ¿Lograría sobrevivir sin una oficina a la que asistir todos los días, sabiendo que cada fin de mes tenía dinero en mi cuenta corriente? La libertad, el vértigo y la incertidumbre se mezclaban y se confundían. 139


De todos los pasos que había dado durante aquellos meses, éste era uno de lo más difíciles, aunque sospechaba que no sería el último ni el peor. Para colmo de males, ese fin de semana repleto de tensiones y miedos, mi padre pasó a buscarme por casa para dar un paseo. Consideré que tarde o temprano se enteraría, así que le adelanté mi próximo ingreso en el ya alto índice de desocupación del país. –¿Cómo? ¿Te volviste loco? ¿Y qué vas a hacer después? En diciembre cumplís 38 años y, hoy en día, pasando los treinta, sos un inútil para toda tarea. No podía esperar otra cosa de mi padre. Lo gracioso era oírlo hablar a él de conservar lo poco que se tiene, de pensar en el futuro, de ahorrar para tiempos peores. Él, que había jugado los humildes bienes familiares a las patas de los caballos. Él, que había olvidado el bienestar de su esposa y el porvenir de su hijo adolescente en la entrada del hipódromo. Por suerte, mi padre debía entrar temprano en el garaje, y el paseo fue corto. –Pensalo bien, Julito, no hagas locuras –fue su despedida y yo corrí hasta el primer teléfono público que encontré para llamar a Aniano. La charla con mi amigo en mi departamento duró hasta la medianoche. –La vida es una sola, Julio. Poné en práctica lo que dijiste el otro día en la casa de los Iribarren. Si querés cambiar tu futuro, y no estoy hablando del reloj, empezá a actuar ahora, jugate por lo que te parezca mejor. Los años pasan más rápido de lo que vos pensás. Usted hará bien en suponer que, la noche del domingo, mi insomnio atacó de nuevo, pero esta vez no voy a aburrirlo con relatos sobre la matanza de cucarachas. Coronando casi un mes de retrasos, faltas y errores, tampoco escuché el despertador esa mañana y 140


llegué a La Litoraleña más de una hora tarde. Esperaba no haber echado a perder la buena predisposición de Ramírez, pero interpreté como una buena señal el encontrarme con Rodrigo ya plenamente instalado en mi escritorio. El muchacho me saludó nervioso, como si hubiera cometido una traición. –No te preocupes –minimicé–. Es todo parte de un plan. Está todo bien. Pero no lo estaba. Ramírez se me acercó con una sonrisa extraña tratándose de él, demasiado franca, y me invitó con mucha amabilidad a acompañarlo. Pensé que iríamos a su oficina, pero nos dirigimos hacia el archivo de la Compañía, en el segundo subsuelo del edificio. Allí, tras una pila de carpetas, estaba sentado un viejo pálido y somnoliento llamado “Héctor”, parecido más a una silueta de cartón que a un ser vivo. Ramírez, sin dejar de sonreír o, a decir verdad, como si estuviera conteniendo una carcajada, me indicó un escritorio vacío. –Hice todo lo que pude, Guanini. Pero no es política de la empresa arreglar despidos. Éste es su nuevo puesto de trabajo. Héctor le va a explicar la tarea, aunque no es nada complicada: buscar los legajos que le solicitan y luego volverlos a archivar. En cuanto al sueldo, va a ser un poco inferior, pero lo que pierda en dinero va a ganarlo en tranquilidad. Va a tener mucho tiempo para pensar en sus problemas. No tenía palabras para decir. Mi mirada iba desde mi nuevo escritorio al rostro ojeroso y gris de Héctor, y luego al del alegre Ramírez. Mis pensamientos oscilaban entre ponerme a llorar y fracturarle la nariz al gerente. Lo más irritante era la satisfacción que se le dibujaba en el rostro. –Ramírez, sos una basura. En pocos años, cuando la Compañía decida no apañar más viejos inútiles 141


como vos, van a darte una patada en el culo y vas a tener que salir a vender ballenitas en el subte. Ramírez no se inmutó ni dejó de sonreír. –Guanini, no se complique más. Y ni se le ocurra hacer desaparecer algún legajo o algo por el estilo, porque encima va a terminar preso. –Andate a la puta que te parió –fue mi respuesta. El gerente meneó la cabeza y se dirigió a la puerta. Pero, cuando saqué el paquete de cigarrillos, se volvió hacia mí. –Ah, una cosa más –me dijo, señalando un cartel en una pared con la leyenda “Prohibido fumar”. Luego, abandonó el archivo y me dejó a solas con Héctor, que no se había movido en ningún momento. Me senté sobre el escritorio, inconsolable. Todos mis planes se habían desmoronado: la única posibilidad de conseguir el dinero acababa de esfumarse, el trabajo del que había estado orgulloso por tantos años se había reducido a acomodar carpetas. No solamente no contaría con la indemnización, sino que mi sueldo se reduciría. Un gutural eructo me recordó que la vieja momia estaba ahí y, además, hablaba. –Qué le vas a hacer, pibe, hay que aguantársela –me dijo, y no volvió a dirigirme la palabra por unas cuantas horas. Dicen que los seres humanos somos bichos de costumbre, pero entonces yo debía pertenecer a otra especie. La tarea por realizar en el archivo llevaba a lo sumo dos horas, distribuidas caprichosamente a lo largo de la jornada de nueve horas. El segundo día en aquel nicho, llevé un libro para leer en el tétrico baño, sentado sobre la tapa del inodoro, fumando un cigarrillo tras otro. Como Héctor también fumaba allí, dividimos el día en turnos de una hora. En realidad, la división no fue equitativa, pero se suponía que yo debía pagar el derecho de piso por ser nuevo. En aquel baño con luz de velatorio, 142


intentando en vano concentrarme en mi lectura, ahogado por mi propio humo, que no tenía por dónde salir, comprendí que mi destino no tenía medias tintas. Ahora me tocaba a mí tomar la iniciativa. Si debía perderlo todo, si es que algo quedaba, había que hacerlo rápido. Podría haber resistido heroicamente en ese subsuelo, pero eso hubiera significado un enorme derroche de energía y tiempo, que necesitaba para cumplir mi misión, la sagrada tarea encomendada por don Luis, una gesta que estaba muy por encima de la sorna de Ramírez y de la estúpida Compañía de seguros. No sé si esto era tan así, pero necesité pensar de esa manera para llegar hasta una oficina de correo y enviar la renuncia. La liquidación de sueldo final y mis pequeños ahorros sumaban una cantidad de dinero suficiente como para vivir tres o cuatro meses, lo cual me hubiera dado un buen margen para buscar otro trabajo. Pero no tenía la intención de hacerlo. Si lograba recuperar el reloj y cumplir la misión, al regreso contaría con cuentas corrientes abultadas, un piso sobre la Avenida del Libertador, un automóvil importado y demás. El dinero sólo debía alcanzarme hasta el 31 de diciembre a medianoche. Después sería otra historia, literalmente. Pero aún no sabía cómo conseguir los cuatro mil pesos y estaba más lejos de la meta que al principio. Sin embargo, no fue ése el tema que ocupó mi mente durante los primeros días de inactividad, encerrado en mi departamento. Me levantaba de la cama sólo cuando se me terminaban la comida o los cigarrillos. Los ojos verdes de Laura regresaron, un fantasma tan temido como deseado. Sabía que mis chances habían disminuido. Dada la situación económica de los Iribarren, un desocupado no tendría cabida en la familia. Pero el amor es ciego, sordo y muy terco. 143


Tomé prestado el método Cinthia de acoso telefónico. Traté de adivinar en qué horarios estaría Laura. Al principio, respondía la viuda y yo cortaba inmediatamente. No deseaba volver a hablar con Josefina y no quise hacerme pasar por otra persona para preguntar por su hija. Durante los últimos meses había mentido más que en el resto de mi vida y ya me estaba cansando pero, en este caso, decir la verdad hubiera sido peor que cualquier engaño. Acostumbrado a escuchar la voz de la vieja, cuando Laura atendió el teléfono, no supe qué decir. La voz de Laura, capaz de curarme las penas con sólo estar dedicada a mí. –Hola, Laura. Soy yo –la saludé después de unos segundos, sin contemplar la posibilidad de que no me reconociera y aun de que ya se hubiera olvidado de mí. –¿Quién habla? –Julio. Julio Guanini –balbuceé y tardó unos instantes en contestarme, que a mí me parecieron siglos. –Ah, sí. ¿Qué tal? El estado psíquico y emocional de Josefina era la única excusa posible para justificar el llamado y le pregunté por ella. La vieja estaba mejor. Laura me contó que había surgido un grupo empresario interesado en comprar la empresa constructora y, si bien habían ofrecido una suma ridícula, estaban pensando en aceptarla. Al menos las deudas quedarían cubiertas y podrían arreglárselas con la nada despreciable pensión de su padre, para sobrevivir hasta que ella consiguiera un trabajo en lo suyo o en cualquier otra cosa. –De todas maneras, no vamos a comprar el reloj, quedate tranquilo –enfatizó con un cierto aire de ironía. Volví a aclararle que yo tampoco podría comprarlo y aproveché para narrarle cómo había perdido mi trabajo. Estaba utilizando una de mis herramientas de seducción favoritas, consistente en dar lástima, un 144


método que, en realidad, nunca me había dado resultado, por lo que era lícito pensar que, más que una herramienta, era una manera permanente de encarar la vida, estuviera seduciendo o no. –Qué pena. Pero ya vas a conseguir otro trabajo – fue su monocorde respuesta a mi relato autocompasivo. Entonces, vi el abismo. Estaba sin trabajo, sin dinero para comprar el reloj, reencontrado con mi padre que seguía siendo el mismo, asediado por mi ex mujer, fumando más de dos paquetes por día y solo, muy solo. Me puse de pie (quiero decir, físicamente) allí, en el living del departamento, con el tubo del teléfono en la mano, pero ese movimiento representó un clic en mi interior, una alarma que resonó en mi cabeza como las sirenas de mil camiones de bomberos. Mi alma había golpeado contra algo, y ese algo era el fondo del pozo al que había comenzado a caer hacía veinte años. Vi con claridad que tenía dos salidas, y una de ellas era a través de la ventana por el aire-y-luz del edificio hacia el patio de la planta baja. Decidí tomar la otra salida. –En realidad, te llamaba para invitarte a tomar un café, o ir al cine, o lo que quieras. El silencio del otro lado del teléfono pudo haber sido de duda o de sorpresa ante tamaño atrevimiento, pero no me importó. Sólo deseaba una respuesta inmediata. Y la tuve. –No, no voy a poder. Estoy muy ocupada con el tema de la venta de la empresa. Tal vez más adelante... –Bueno, como quieras –la interrumpí con firmeza y manteniendo un tono de indiferencia–. Ojalá salga todo bien. Chau. Saludos a tu mamá. Laura me contestó el saludo (algo sorprendida, me pareció), y colgué. Consideré cerrado el capítulo “Laura”, y ahora enfoqué mis nuevas energías hacia la carta de don Luis y el reloj. Seguramente usted ya 145


habrá pensado en el último recurso que tenía para conseguir el dinero. Yo lo conocía desde un principio, pero lo había mantenido oculto a mí mismo. No había querido ni siquiera pensar en ello, pero ahora se habían acabado las opciones. Me senté en el piso, junto a la ventana, y releí completa la carta de mi bisabuelo. Del aire-y-luz, llegaban los ecos de una novela venezolana con sus nombres compuestos, una silla que era arrastrada de un lugar a otro, un bebé que lloraba y olor a estofado. Cuando terminé la lectura, ya estaba decidido y desoí unas cuantas voces en mi cabeza que trataban de disuadirme. Ya no era tiempo de sentido común ni de conservadurismos. En el pasillo, me crucé con la vecina, que intentó decirme algo, pero no esperé a que llegara el ascensor y bajé por la escalera como un vendaval. Sabía adónde ir; había pasado frente al local miles de veces, yendo o viniendo de La Litoraleña, paseando con mi padre o simplemente deambulando por el barrio. Cuando ingresé y el empleado me miró de arriba abajo, me di cuenta de que había salido vestido muy de entrecasa. Por fortuna, tenía puesto el pantalón pero, de no haber sido así, no me hubiera importado. –Buenas tardes. Necesito vender mi departamento lo antes posible. El empleado me invitó a sentarme y acepté de mala gana: temía perder la postura erguida que reflejaba mi decisión, temía darme cuenta de la locura que estaba cometiendo y regresar a mi vieja sensatez para dejarme morir en la dulce calma de la inacción. Mi padre se horrorizó cuando se lo dije y me llenó de oscuros presagios. Lo había llamado a propósito: me sentía lo suficientemente firme como para provocarlo. Al fin y al cabo, estaba haciendo algo parecido a lo que él había hecho, y hasta mi caso lo 146


superaba en delirio: era más probable acertar una fija que viajar en el tiempo. Pero había una gran diferencia. Si quedaba arruinado y en la calle (que era lo más probable), no afectaría a nadie; sólo yo pagaría por mi locura. Podía decir muchas cosas de mi padre, pero había que reconocerle que no era ningún tonto. Como si advirtiera que estaba esperando la ocasión para saltarle encima y destruirlo, cambió rápidamente el inicial tono crítico y me deseó suerte, esperando que supiera lo que estaba haciendo. Ese mismo fin de semana, salió el aviso en el diario y la inmobiliaria envió a Rosa, una mujer alegre y poco lúcida, incapaz de venderle nada a nadie, que se pasó la tarde del sábado tomando té, mientras el timbre sonaba y los posibles compradores desfilaban por mi departamento, toqueteándolo todo, espiando mi placard, abriendo y cerrando cada canilla. Un hombrecito irritante usó mi baño y ni siquiera se dignó a apretar el botón del inodoro. No había sido una buena idea quedarme allí durante el horario de visitas, y decidí que el domingo me iría a cualquier parte antes de seguir viendo cómo los intrusos desmenuzaban mi intimidad. Pero haber estado presente me permitió atender una llamada telefónica inesperada. Laura había cambiado de parecer. ¿Había que hacerse el duro para que las mujeres se interesaran en uno? Parecía que sí. –Creo que es una buena idea ir al cine, Julio. Me va a venir bien un poco de distracción. –A duras penas mantuve algo parecido a la indiferencia. Arreglamos para el día siguiente a la tarde y, de paso, intenté clavarle una pequeña espina. –Mañana está perfecto. Estoy vendiendo mi departamento, y no quiero estar acá cuando venga la gente. 147


Hubo un silencio del otro lado que disfruté plenamente. –Ah, bueno –balbuceó al fin–. ¿Adónde te vas a mudar? –Todavía no sé. Necesito un cambio, eso es lo único seguro. –Yo trataba de jugar con la ambigüedad, pero la respuesta reflejaba la más pura verdad. Fue inevitable comenzar a soñar de nuevo y cuando, al final del día, Rosa me dijo que ya había un par de interesados, un escalofrío me recorrió la espalda. La cita del domingo se desarrolló sin agresiones, pero sin indicios de algo más. Laura me confesó que ya casi no tenía amigos y odiaba salir sola, lo cual la encerraba más en su casa y en los problemas. La palabra “amigo”, dicha en esa circunstancia y vista a la luz de mis expectativas, no me agradó demasiado. Pero también tuvo actitudes amables y confidentes que me confundieron. Siempre lo mismo: esperanza y desazón, entusiasmo y lejanía, una cuerda que se tensaba y aflojaba a cada giro de la conversación. Me enteré de que había estado casada con un abogado, pero que no pertenecía a su ambiente aristocrático. A ella nunca la habían atraído en lo más mínimo los adornados personajes de su entorno, aunque su madre había intentado casarla unas cuantas veces con alguien “decente y de buena familia”. Esto era una puerta abierta para mí, que no sólo estaba lejos de cualquier aristocracia, sino que también había perdido bastante de mi decencia en los últimos meses. De la “buena familia”, ni hablar. Por supuesto, tanto semáforo en verde tenía su contrapartida. Laura había quedado muy lastimada tras su divorcio, dos años atrás, y no quería mezclarse en ninguna relación seria, más allá de la “amistad” que, quizás, estaría dispuesta a iniciar conmigo. 148


Cuando me tocó hablar, le conté brevemente sobre mi también fracasado paso por el matrimonio, más algunas referencias a mi padre, mi madre y la ensoñada adolescencia. Esta vez no intenté dar lástima, y no sólo porque hubiera ya comprobado la ineficacia de ese método. Por primera vez había tomado las riendas de mi vida y, aunque mis últimos actos probablemente me llevarían a una cabalgata fuera de control hasta caer de la montura y romperme el cuello, me sentía fortalecido. Ahora tenía un objetivo claro, una meta que alcanzaría el 31 de diciembre. Después de eso, sólo existían incógnitas. –Por teléfono, me hablaste de un cambio... ¿Qué tenés pensado hacer? –Todavía no sé. Tengo algunas ideas, algunos proyectos. Pero estoy en un punto de la vida en que tengo que tomar una decisión. Llegué a una encrucijada y no voy a esperar a que aparezca otra, porque puede no haber ninguna más. Esta vez voy a elegir yo el camino. Ya perdí demasiadas oportunidades, y ahora estoy despierto. No voy a dejar que se me escape. Nuestros ojos se encontraron y se midieron por varios segundos, hasta que Laura bajó la mirada. Sus mejillas se tiñeron apenas del mismo atardecer que se veía a través de la ventana del bar. Hubiera sido una buena oportunidad para avanzar un poco más, pero no quise echar a perder las cosas. La acompañé hasta la esquina de su casa y me pidió que no fuera hasta la puerta, por si estaba su madre. –Lo pasé muy bien, Julio. Gracias. –Yo también me sentí muy bien. Cuando vos quieras, salimos de nuevo –le dije, cuidando de no pasarme de la raya imaginaria que ambos parecíamos haber trazado. Laura sonrió sin decir sí o no, me dio un beso y 149


se fue caminando a paso rápido. Antes de entrar en su edificio, se volvió hacia mí y me saludó adorablemente con la mano. Respondí de la misma manera, no sé si tan adorablemente. Tomé un taxi en esa misma esquina: era muy riesgoso volver caminando y cruzando tantas avenidas en el estado en que me encontraba. Una vez en mi departamento, Rosa se ocupó de traerme a la realidad. –Bueno, Sr. Guanini, parece que ya está. Acaban de dejar una seña, así que mañana seguramente van a llamarlo de la inmobiliaria. –¿Ya está? –repetí estúpidamente, aún con el eco de la voz de Laura en la cabeza. Ya estaba. Mi departamento, mi minúsculo e incómodo hogar, el testigo de tantas noches de insomnios, de los buenos y malos momentos con Cinthia, mi pozo privado con teléfono, baño y cocina, se estaba alejando de mí. Ya no me pertenecía. Había terminado de quemar las naves, y habían ardido muy rápido. El lunes siguiente me llamaron de la inmobiliaria para combinar las fechas del boleto de compraventa y mi retirada definitiva. Todo concluiría hacia el veinte de diciembre, una excelente fecha que me evitaría gastar demasiado en hotel hasta mi partida hacia Arroyo Frío. El comprador era un médico que iba a poner un consultorio en mi vieja cueva. El dato no era de mi incumbencia, pero aun así me afectó más de lo deseable. Me imaginaba a personas quejosas sentadas en el living y al doctor desnudando a todos en mi dormitorio, sin límites de edad. Imaginé a una descolorida secretaria matando a mis cucarachas en la cocina, desconcertadas ellas por la repentina falta de platos sin lavar y de bolsas de residuos mal cerradas. 150


Como siempre, encontré en Aniano un hombro consolador, una contención para las dudas y temores que, después de mis últimos días heroicos, alistaban filas y estaban preparados para demolerme. Pero el viejo tenía siempre en sus labios las palabras que yo necesitaba. Así fue como me preguntó si yo tenía algún inconveniente en que me acompañara a Arroyo Frío. Quería pasar un fin de año distinto y presenciar cómo terminaba la aventura. En realidad, desde un principio yo había dado por supuesto que él estaría allí, pero nunca se lo había explicado. Me alegró tanto su pedido que di un paso más y le pregunté si estaría dispuesto a realizar el viaje al pasado conmigo. –Eso es algo que tenés que hacer vos solo, Julio. Mi ayuda y mi apoyo van a llegar hasta ese momento, y voy a estar con vos después, si las cosas no salen como esperás. Era obvio que Aniano no creía en las virtudes mágicas del reloj, pero no deseaba desalentarme. No volvimos a tocar el tema y nos dedicamos con entusiasmo a planear el viaje, como dos niños que organizan un paseo muy esperado. Pedimos una pizza y nos quedamos hasta muy tarde en mi casa, próximamente consultorio médico. Fue una de las noches más felices de mi vida: Aniano hablaba de pasajes y de estadías, calculaba gastos, ultimaba todos los detalles; en mi retina, todavía la imagen de Laura que me saludaba con la mano después de una tarde bastante alentadora; la rápida venta del departamento y la consecuente obtención de la suma necesaria para comprar a tiempo el Hauser & Schwarman, más un considerable “colchón” de dinero. Todo andaba sobre ruedas, pero algo me molestaba. Era una sensación que esa noche atribuí a mi natural pesimismo, la premonición de una amenaza, 151


que estaba tomando forma como una tormenta en el horizonte de mi cielo límpido y diáfano. Finalmente no resultó ser una simple amenaza. Mi padre llamó por teléfono al día siguiente, muy contento, para decirme que le habían dado unos días de vacaciones en diciembre y, este año, no se quedaría en Buenos Aires. –Me alegra por vos, papá. ¿Adónde tenés pensado ir? –Adiviná –me dijo, exultante. Las paredes comenzaron a caer sobre mi cabeza.

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–No podés ir a Arroyo Frío, papá –dije, al borde del llanto y de la desesperación. –¿Por qué no? Son mis vacaciones y voy adonde quiero. –Es un pueblo chico, no hay nada, un hotelito de mierda, una pizzería... Te vas a aburrir. –No sabía qué decirle y cada excusa parecía fortalecerlo más en su posición. –No importa. Antes de morirme, quiero conocer el lugar donde nació mi abuelo, ¿no tengo derecho? –Sí, papá, pero todavía no te vas a morir, andá en otro momento. –¿Y vos qué sabés cuándo voy a morirme? Además, ¿cuál es la diferencia entre este momento y otro? Las vacaciones me las dan ahora y, si no me las tomo, las pierdo. –¿Por qué no vas a Mar del Plata? A vos te encantaba. ¡El casino! –¿Qué te pasa, Julito? ¿Por qué tanto problema, si el que viaja soy yo? –No podía responderle que justamente ése era el inconveniente. Una vez en Arroyo Frío, se hospedaría en el Hotel Santa María. Doña Mercedes recordaría el apellido, y hablarían de mí. Ella le contaría sobre mi supuesta novela. Mi padre caería en la cuenta de que, tal como lo había sospechado, yo estaba escondiendo algo. La mujer no ocultaría mi 153


visita al museo y a la iglesia. Mi padre hablaría entonces con don Jaime, que no tenía por qué esconderle nuestro asunto comercial, suponiendo que él iba de mi parte. A don Jaime podría llamarlo para que no le dijera nada, pero no tenía manera de evitar que el padre Agustín le hablara sobre mi extraño interés por un reloj de pie. En definitiva, la simple presencia de mi padre en Arroyo Frío podía echar por tierra todo mi trabajo y mis sacrificios. Iba a ser imposible persuadirlo, así que hice carne el refrán: “Si no puedes vencerlos, únete a ellos”. –Tenés razón, papá. Lo vas a pasar muy bien. Es más, me diste una idea, ¿cuándo tenés pensado viajar? Mi padre dudó unos instantes. No tenía todo tan claro como pretendía mostrarme y estaba desconcertado por mi repentino cambio de parecer. –No sé. La semana antes de Navidad, supongo. –¿Y por qué no nos vamos juntos para fin de año? Mi padre volvió a dudar, se puso a balbucear y rápidamente tomé ventaja de la situación. No era cosa de todos los días verlo tan indeciso. –¿Cuánto hace que no pasamos un fin de año juntos? ¿Tenés que pensarlo tanto? Es lo primero que te pido en veinte años. Había tomado las viejas armas de mi padre y las había vuelto contra él. Estaba acorralado, y su aceptación significó un sabroso triunfo para mí. Él iría a Arroyo Frío, pero yo iba a tenerlo bajo custodia. Ya vería cómo encargarme del reloj sin que lo advirtiera, Aniano podría ayudarme a distraerlo. Terminamos la conversación arreglando un almuerzo juntos para ultimar los detalles. Había salido muy bien parado de la situación, pero no olvidaba que mi padre últimamente no se movía solo en todo lo concerniente a la supuesta herencia oculta. No quería ni pensarlo, pero supuse 154


que Cinthia no iba a consentir quedarse afuera de las extrañas idas y venidas de los Guanini. Los primeros días de diciembre transcurrieron casi sin que me diera cuenta. Los trámites necesarios para la venta del departamento no fueron tan engorrosos como había creído, pero me insumieron mucha energía. Siempre detesté cualquier tipo de papeleo y los recorridos por oficinas públicas con empleados amargados y de pésimo trato. Aun así, estaba muy conforme con los casi veinte mil pesos que me quedarían, descontando todos los gastos. Restando los cuatro mil del Hauser & Schwarman, tendría dinero suficiente como para vivir modestamente más de un año sin trabajar, si el viaje al pasado fracasaba. Algunas doctrinas esotéricas afirman que es necesario quedar desnudo para iniciarse en un escalón de existencia más elevado; esto es desprenderse de todas las pertenencias, el desapego de lo material. Ya había renunciado a mi trabajo, había vendido mi casa y comencé a regalar o donar los muebles, la ropa, la mayoría de los libros. Quedaría desnudo, listo para subir el peldaño, aunque el dinero en mi cuenta corriente iba hacer que dicha desnudez fuera bastante abrigada. Pero tanto acto de desapego había fortalecido la hipótesis de mi padre y de Cinthia acerca de una fabulosa herencia y no dejaron de hacer sonar el teléfono. Súmele a esto el asedio de mi vecina que quería confirmar un “rumor” que había escuchado al pasar acerca de la venta del departamento. –¿No sabe si es un médico clínico? Porque me vendría bárbaro tener un doctor justo al ladito. Yo no conocía la especialidad del Dr. Boggiano, pero le contesté que era un proctólogo.

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–Ah, eso yo no necesito –dijo mi vecina, aunque supongo que no tenía la menor idea de qué se trataba. Por otra parte, el mismo Dr. Boggiano vino un par de veces a tomar medidas para instalar su escritorio, la camilla y los sillones de la sala de espera. Todo esto no hizo más que despejar mis temores y desear que los días pasaran rápido para salir de una vez de aquel infierno. No entendía cómo había vivido allí tantos años sin haberme vuelto loco. O quizás entonces ésa era la respuesta. Había dado por supuesto que mi padre invitaría a Cinthia a pasar fin de año en Arroyo Frío. De esa manera, cuando él me llamó para darme la “sorpresa” que debía demolerme, yo estaba preparado, y logré desactivar la bomba. –Invitá a quien vos quieras, papá. No tengo ningún problema –señalé, y su desilusión se reflejó en el tono de voz. –¿Seguro que no te molesta? –En absoluto. Hace rato que Cinthia y yo no tenemos nada que ver. –Pero mirá que es una linda chica, muy inteligente, y creo que todavía te quiere. Donde hubo fuego, cenizas quedan, dicen, y capaz que un viaje juntos puede reavivar las llamas. –La fogata está bien apagada y pisoteada. –Está bien, si querés perdértela, allá vos. Es una chica tan linda... No podía creer lo que estaba escuchando. No había que ser adivino para darse cuenta de que mi padre era capaz de intentar algo con mi ex mujer. No me preocupaba la posibilidad en sí, pero me irritaba la completa falta de consideración. Sus manos arrugadas que tocaban a Cinthia serían como si estuviera manoseando mi vida, porque, para bien o mal, ella había sido una 156


parte de mi historia. A veces me preguntaba cómo era posible que tuviera sus mismos genes. No había sido una sinrazón haber pasado la adolescencia creyendo haber nacido en el cuerpo equivocado. Lo primero que hice tras firmar el boleto de compraventa y asegurar la transacción, fue llamar a don Jaime, el encargado del museo de Arroyo Frío. Le confirmé que estaría allí el viernes 31 de diciembre y me dio claras instrucciones para no ser descubiertos. –Usted se viene como cualquier visitante, eso sí, quince minutos antes de las seis de la tarde. Si no hay nadie, no hay problema. Ahora, si ve que alguno está curioseando, se hace el distraído y espera a que cierre el museo. Yo se lo voy a tener bien embaladito, al reloj, para que no se note qué es. Después de las seis, no va a haber nadie en la calle, todos van a estar preparándose para la fiesta de Fin de Año que se va a hacer en el Club. Por supuesto, usted está invitado. Porque va a pasar la noche en el pueblo, ¿no? –Sí, supongo que sí. –En ese momento me di cuenta de que había estado tan ocupado en todos los demás asuntos que no había pensado en detalles tan importantes como la manera de llevar el reloj hasta el hotel y entrar sin que nadie me viera, si era que el viaje iba a realizarlo desde mi habitación. Pero don Jaime ya había pensado en todo. –Por el peso de la caja, no se preocupe. Tengo un amigo que por unos mangos puede llevarlo en auto adonde usted le pida y olvidarse del asunto en cuanto guarde los billetes en el bolsillo. Y, hablando de eso, mire que no acepto cheques ni tarjetas de crédito; los cinco mil son en efectivo. –Los cuatro mil, querrá decir. –¿Eran cuatro? ¿Seguro? 157


–Segurísimo. Está anotado en el recibo de la seña. –Debo de haberme confundido con otra operación. Disculpe. Parecía que don Jaime estaba dispuesto a vaciar el poco concurrido museo del pueblo. Era un personaje que me inspiraba una inquietante desconfianza, pero eran las reglas del juego; de haber sido un tipo honesto, no hubiera tenido posibilidad alguna de recuperar el reloj. Antes de despedirnos, don Jaime se acordó de su enemigo. Me contó que el padre Agustín había caído enfermo la semana anterior y, cuando ya todos lo daban por muerto, se recuperó milagrosamente y con seguridad estaría bailando el carnaval carioca el 31 a la noche en el Club Social y Deportivo El Sacrificio. –Ese viejo tiene algún trato con Dios o con Satanás. No puede ser que viva tanto, eso no es nada bueno. Es un mal augurio. Sentí un gran alivio cuando logré colgar el teléfono y dejé a don Jaime, allá lejos, cultivando su veneno. El llamado había sido necesario para confirmar la compra y para evitar que el viejo le vendiera el reloj a cualquier estanciero que pudiera interesarse. Pero no hubiera podido adivinar que aquella simple charla telefónica era también una carta importante que había sido descubierta sobre la mesa en la que se jugaba mi destino. Durante esos días, volví a encontrarme con Laura un par de veces, hasta que me animé a invitarla a cenar a mi departamento, dos días antes de dejarlo definitivamente. Nuestra relación no había cambiado en mucho, o no tanto como yo hubiera querido. En aquellas salidas, el subeibaja había continuado sus vaivenes, aunque mis temores respecto a interpretaciones psicológicas compulsivas de su parte resulta158


ron infundados. Era la primera psicóloga que conocía parecida a un ser humano. Habíamos encontrado algunos intereses en común, suficientes como para extender las charlas y permitirme así disfrutar unos minutos más de sus ojos. Ella era también una buena lectora y yo podría haberla escuchado por horas dar sus puntos de vista sobre tal o cual libro que ambos habíamos leído. La literatura era nuestro espacio común, un lugar donde podíamos encontrarnos y tomarnos de la mano sin miedos y sin jugar a las escondidas. La excusa para la cena fue despedir la casa y darle la bienvenida a una nueva etapa en mi vida, tan misteriosa e imprevisible para ella como para mí. Laura aceptó de buen grado, señal de que hasta cierto punto me había ganado su confianza. El departamento estaba casi vacío; me había deshecho de todo excepto lo que llevaría en el viaje y la mesa y las sillas, que vendrían a buscar al día siguiente. La heladera se la regalaría al Dr. Boggiano, como un humilde aporte a la medicina. La ausencia de muebles hacía que el living pareciera mucho más amplio. La mesa justo en el centro, preparada con flores y velas, pretendía ser un altar en el que mis sentimientos se inmolarían esa noche. Ése era más o menos el plan. En menos de diez días, tomaría el tren hacia mi destino y necesitaba saber si Laura formaría parte de él. No me refería únicamente al viaje en tren, para lo cual ya contaba con la compañía de Aniano, mi padre y Cinthia. No lo tenía del todo claro, pero quizá me animaría a invitarla a sentarse junto a mí frente al reloj; ella lo aceptaría si en realidad me amaba. Pero para eso habría tiempo. En el amor, la inocencia se confunde con la estupidez. Laura llegó con puntualidad, como siempre. Cuando entró y vio la escena armada, pareció turbarse un poco, pero quizás era sólo mi imaginación. Había 159


comprado los mejores platos de la mejor casa de comidas del barrio y un vino que hubiera sido inalcanzable para mí un mes atrás. Laura valía el esfuerzo económico y, por el momento, podía permitirme algún que otro lujo. De haber estado usted escondido escuchando en mi placard ya vacío, tal vez no hubiera notado nada extraño en la conversación que se desarrollaba a medida que del pollo al champignon sólo iban quedando los huesos y en las botellas se iba descubriendo la oscura transparencia del vidrio. Pero yo no podía dejar de sentir una tensión subyacente a cualquier tema que tocáramos, ya fuera la ficción de un cuento o la realidad nuestra de cada día. A pesar de los pocos encuentros, la conocía lo suficiente como para percibir que algo le estaba rondando la cabeza y buscaba el mejor momento para salir a la luz de las románticas velas. A la hora del postre, dos inmensas copas heladas con cerezas en la cumbre, Laura terminó el cabernet sauvignon y me lanzó como al descuido una pregunta, que reconocí como la punta del iceberg. –¿Ya decidiste qué vas a hacer? –No del todo. En principio, voy a ir a un hotel, acá cerca, sobre Callao... –No me refería a eso –me interrumpió algo bruscamente–. Te pregunto en un plano más general... –¿Querés decir respecto al trabajo? –tanteé el terreno, que de pronto era de arena movediza. Laura se comió la cereza del helado y me miró a los ojos en silencio. Esta vez fui yo quien no pudo resistir su mirada y su mutismo cargado de significados. –¿Qué pasa, Laura? –Mamá llamó a Arroyo Frío, al museo, y el cuidador le dijo que viajabas a fin de mes para comprar el reloj. 160


–Ah, sí, es verdad –acepté. Era ridículo negarlo, pero todavía no sabía por dónde vendría el golpe, porque seguro que habría un golpe. –¿Y no pensabas decírmelo? –Si... te iba a hablar sobre eso... ahora –balbuceé sorprendido y con un repentino entusiasmo. ¿Era aquello algo parecido a una escena de celos? Pero la alegría me duró poco. –¿A qué están jugando, Julio? –¿Quiénes? –Vos y mi vieja, no te hagas el boludo. Evidentemente, hay algo que me están escondiendo. Mamá se alteró completamente cuando supo que ibas a comprar el reloj. –Creí que no te interesaba ese tema. Por eso no te conté nada –esgrimí en una torpe defensa debilitada por la copiosa comida y por el vino. –El reloj me interesa un comino. Pero no me gusta que me mientan. –Disculpame. No fue mi intención. En cuanto a lo del viaje, no es más que una escapada para pasar Fin de Año en un lugar distinto, aparte de lo del reloj. Voy con un amigo, mi viejo y... y tal vez con alguien más. –No tengas dudas de que va a haber alguien más. Mamá ya compró los pasajes. No pude sacárselo de la cabeza y tampoco puedo dejarla ir sola. Por lo menos, voy a enterarme de qué pasa. Por unos minutos me dediqué a hurgar en la torre de helado con la cuchara, sin decir una palabra, mientras sentía los ojos de Laura sobre mí, una presencia demoledora. Me alegraba hasta el infinito que ella fuera a estar en Arroyo Frío y hasta a viajar en el mismo tren, aunque también estuviera su madre y los demás. Al mismo tiempo, estaba confundido. Los planetas se habían alineado demasiado pronto y a su antojo. Era 161


el peor momento de lo que hasta ahora había sido la ambigua relación con Laura, y comprendí que sería en vano seguir esperando la ocasión propicia. –Laura... no voy a mentirte más... la verdad es que... estoy enamorado de vos... Laura saboreó con lentitud una enorme cucharada de crema, mientras clavaba sus ojos en los míos. –Yo no –dijo. El jueves 30 de diciembre llegué a Constitución dos horas antes a la salida del tren, con la valija que Aniano me había regalado para mi cumpleaños y con los cuatro mil pesos escondidos en una bolsita cosida en el interior del pantalón, tal como mi madre me había enseñado. El ruidoso hall se iba colmando de viajeros y me dedique a tomar café y a fumar en uno de los bares de la estación, mientras las postales de mi vida pasaban ante mis ojos, como dicen que les sucede a los moribundos. Mi madre que me despertaba para ir a la escuela, el “Sí, quiero” dicho a Cinthia en medio de la guerra, mi padre que silbaba un tango un domingo perdido de mi infancia, Ramírez que me conducía al archivo, Laura que me decía que no me amaba. Repasé mentalmente la lista de mis pocas pertenencias; de haberme olvidado algo en el hotel, todavía estaba a tiempo de ir a buscarlo. Pero no, tenía todo: mi ropa, unos pocos libros, la carta de don Luis en un bolsillo, la tarjeta para retirar poco a poco mi pequeña fortuna de un cajero automático. No había sido tan arduo dejar el departamento. Cuando le entregué las llaves al Dr. Boggiano, no sentí pena. Aquel lugar se había convertido en el recordatorio de tantos fracasos, de tantos desvelos por nada y por todo. El rechazo de Laura fue la última caída mía que presenciaron esas paredes. 162


Los pocos días en el hotel tres estrellas de la avenida Callao habían acelerado su curso normal ante la expectativa del viaje y del cumplimiento de la sagrada tarea. Sólo las visitas de Aniano y mi padre lograron arrancarme de la habitación con ventana a las bocinas y caños de escape de la avenida. El resto del tiempo lo dividí entre releer la carta de mi bisabuelo y a mirar televisión. El 26, día de mi trigésimo octavo cumpleaños, los dos viejos coincidieron en la recepción del hotel, los presenté y fuimos juntos a comer una pizza. Dudo de que mi padre haya dejado de percibir el especial trato entre Aniano y yo, pero ya no esperaba que pudiera sentir celos, y ni hablar de culpa. Mi padre estaba ajeno a esa clase de cosas. Aniano me regaló la citada valija, porque ya conocía el bulto rectangular de cuero gastado al que yo daba el mismo nombre y que a duras penas había soportado el breve viaje en taxi desde el departamento hasta el hotel. Mi padre esperó a que mi amigo se fuera para darme su presente, con un preámbulo de excusas sobre su falta de dinero y demás. Dentro de un sobre de papel madera, estaba la fotografía ajada. En blanco y negro, mi madre, sonriente y bella, con un peinado abultado al estilo de los sesenta, tenía sentado en su regazo a un niño de cuatro o cinco años que la miraba fascinado. –Ésta es la única foto que tengo de ustedes, pero creo que vos merecés tenerla más que yo. Una sombra melancólica pasó por sus ojos, que se humedecieron por un instante, sólo un instante; y, antes de que yo dijera nada, se largó a hablar sobre el viaje, lo bien que íbamos a pasarlo en Arroyo Frío, y su deseo de que yo encontrara lo que fuera que iba a buscar allí. Como un cometa, lo sensible en mi padre se había acercado a mi planeta por unos segundos y ahora se 163


alejaba siguiendo su curso hacia otras galaxias de piedra y de hielo. Le agradecí el regalo, pero ni siquiera intenté abrazarlo. No podría haber resistido una herida más. A eso de las seis, llegó Aniano y, poco después, mi padre junto con Cinthia, quien parecía haber olvidado las diferencias irreconciliables que nos habían separado para siempre. Entre los llamativos elogios de mi ex mujer, que me veía más vital, que estaba más atractivo, que esto y que lo otro, el entusiasmo mal ocultado de mi padre ante la perspectiva de enterarse al fin del asunto de la herencia, y el piadoso silencio de Aniano, nos ubicamos frente a la puerta del andén, rodeados ya por un gentío vociferante. Sólo faltaba media hora para el inicio de la aventura, y el tren tomó su lugar junto al andén, en medio de soplidos y de silbatos. Al tiempo que arrastrábamos nuestros bultos hacia la puerta, mi padre giró la cabeza y comenzó lo que sería una constante del viaje, sus lastimosos esfuerzos para parecerle un tipo gracioso a Cinthia. –Mirá esa vieja ridícula. Se equivocó de barrio, esto no es la Recolecta. Cinthia y Aniano se volvieron para mirar, pero yo no quise hacerlo. Y no era solamente que odiaba su actitud infantil, su estúpida manía de decir “Recolecta”. No era sólo eso, que ya era bastante. Temía saber quién era el blanco de las burlas. Miré a Aniano con un signo de pregunta en los ojos y él afirmó con la cabeza. Dejé que los tres pasaran delante de mí y entonces me volví. Allí, a pocos metros, estaba Josefina Peralta de Iribarren, recién salida de la peluquería, con su acostumbrado y excesivo maquillaje, sus colgantes, un llamativo pañuelo de seda abultado en el cuello y una mirada de odio dirigida a mí por encima de los 164


humildes y mal vestidos pasajeros. La vieja entonces giró la cabeza y le murmuró algo a Laura, que estaba a su lado, simple, transparente, minimalista. Nuestros ojos se encontraron. A escondidas de su madre, que estaba muy ocupada en levantar la pequeña valija (y seguramente muy cara), Laura sonrió tenue, brillantemente. Levantó apenas su mano y me saludó moviendo con gracia sus dedos. Diez días atrás me había rechazado y ahora me saludaba de esa manera, con esa sonrisa. Yo no estaba dispuesto a entrar otra vez en el juego. Ella había tenido su oportunidad y la había dejado pasar; no volvería a caer de rodillas ante su presencia. –Dale, Julio. Dejate de papar moscas –llegó la voz de mi padre desde el andén. Mi mano traicionera se elevó y respondió el saludo de Laura, tras lo que salí corriendo hacia mis compañeros de viaje, enfurecido por mi debilidad, insultándome por lo bajo, y con el corazón que latía con más fuerzas que el motor de la locomotora, pensando que, tal vez, no estaba todo perdido. Laura y su madre tenían ubicación en el vagón contiguo al mío, y el ruidoso y palpitante pasillo que unía a ambos coches, paraíso de los fumadores, fue el mugriento testigo de nuestro reencuentro. Buenos Aires no había quedado atrás del todo cuando fui a fumar el primer cigarrillo. Y ahí estaba ella, recostada en la pared, mirando por la ventanilla circular de la puerta, con el humo que escapaba entre sus labios. Un “Hola” de cada parte fue lo único que dijimos, y nos dedicamos a fumar, mirando hacia afuera. En los suburbios había caído la noche y el vidrio reflejaba el rostro de Laura. Así pude mirarla tranquilo y en silencio, disfrutando de sus rasgos con lentitud, como saboreando un buen vino. Los cigarrillos dejaron de arder, y ya no había excusas para permanecer allí. Me llevó unos minutos decidirme a volver a mi asiento. Cuando lo hice y 165


comencé a moverme, la voz celestial se elevó entre el chocar del acero y el chirrido de los rieles. –Julio... –me volví hacia ella fingiendo sorpresa, como si hubiera sido el guarda quien me llamaba por mi nombre. –Lo del otro día... estuve muy poco amable... y la cena fue muy linda, me sentí muy cómoda. –Está bien, no tenés que explicarme nada. –Sí, tengo que explicarte algo. Mi divorcio fue muy duro, vos sabés de lo que hablo. Estoy confundida... recién solucionamos lo de la empresa... estoy con la cabeza en muchas partes a la vez. –Está bien, Laura. Fue una tontería, hacé de cuenta que no te dije nada. –Tal vez podamos... –comenzó a decir, pero la interrumpí con un gesto de la mano: no quería oír la palabra “amigo”. –Ya está, Laura, no hay más que hablar. Te entiendo perfectamente. Ahora tengo que volver con los demás. Laura asintió con la cabeza, me sonrió y nos sostuvimos las miradas. –Esa chica... ¿es amiga tuya? –preguntó de pronto, y vi la oportunidad que estaba esperando. –Es Cinthia, mi ex mujer. –Laura pareció sorprenderse, pero era imposible adivinar lo que estaba pensando. –Qué bueno que sigan teniendo esa relación... hacer un viaje juntos... –La verdad que sí... en estas cosas, uno nunca sabe lo que puede pasar, ¿no? Le dije: “Hasta luego” y volví a mi coche. Pude ver su expresión cuando cerré la puerta. Había sido una buena jugada y me sentía satisfecho, esperanzado, lleno de ilusiones. La sonrisa que se me había dibujado en el rostro se desvaneció en cuanto me acerqué al asiento que 166


compartía con Aniano. Mi amigo se había ido a alguna parte, pero, en su lugar, estaban mi padre y Cinthia, hablando furtivamente entre sí, con los ojos clavados en mi campera, colgada junto a la ventana. Del bolsillo, asomaba un sobre amarillento, la carta de don Luis. Mi llegada los tomó por sorpresa y simularon estar hablando de cualquier otra cosa. Hubiera querido arrojarlos a ambos a la noche absoluta del campo, pero fingí no haberme dado cuenta de nada. Estaba seguro de que no habían llegado a leer la carta, Aniano me confirmó luego haber salido hacia el baño unos pocos minutos antes. Pero ya había perdido la poca tranquilidad que me quedaba. Tal vez estuviera todo aumentado por mi paranoia, pero me pareció que cada conversación, cada palabra que mi padre o Cinthia me dirigían estaban destinadas a averiguar algo más sobre ese “papel viejo” que asomaba del bolsillo. Era demasiado tarde para esconder la carta en otra parte, con los dos que observaban cada movimiento que yo hacía. Y aún restaba pasar toda la noche, durante la cual me dormiría en algún momento. No podía arriesgarme a que el escrito de don Luis cayera en sus manos. No tenía otra opción, y reunir el coraje necesario fue muy doloroso. La medianoche había quedado atrás; el vagón estaba a oscuras, mi padre y Cinthia dormían, o simulaban hacerlo. Lentamente, como llevando a cabo una ceremonia secreta, me puse la campera, esquivé las piernas de Aniano, que roncaba sin prejuicios, y caminé a tientas por el pasillo oscilante. Una vez dentro del baño, a la luz mortuoria de la única lámpara, releí la carta. Las lágrimas acudieron a mis ojos al leer por última vez las líneas finales, en las que don Luis me daba coraje y depositaba en mí sus esperanzas. Alguien golpeó la puerta y grité: “¡Ocupado!”. Acto seguido, encendí un 167


cigarrillo y, con la misma llama del encendedor, quemé una por una las páginas amarillentas, la letra pareja y elegante, las mayúsculas adornadas, los trazos seguros y ondulantes de la firma. Los restos oscuros del papel cayeron al inodoro maloliente, y el torrente de agua se los llevó para siempre hacia los durmientes que pasaban veloces como los fotogramas de una película. Abrí la puerta justo cuando el hombre rústico y barbudo se disponía a golpear nuevamente. No me importó su gesto amenazante ni su olfateo más propio de un perro de caza que de un humano. –¡Qué olor a quemado! –Vendrá de afuera... –En el campo no queman papel... Dejé al tipo con sus interrogantes y volví al vagón, embargado por un profundo sentimiento de vacío. La huella del paso de don Luis por este mundo se había ido por el inodoro, y su pedido, su grito desesperado a través del tiempo retumbaba únicamente en mi memoria. Sólo el Hauser & Schwarman, embalado y oculto en el subsuelo del museo de Arroyo Frío, seguía hablando con su lenguaje pendular del malogrado hijo de un héroe que había enloquecido abrazado a un reloj de madera lustrada. –¿Todo bien? –me preguntó Aniano abriendo un ojo cuando volví a saltar el cerco que formaban sus piernas. –Sí, todo bien.

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Como era de esperar, Arroyo Frío no había cambiado en los últimos dos meses. La misma prolijidad en las calles, la amabilidad de sus habitantes, el olor a campo que llegaba hasta el mismo centro de la ciudad. Pero podía palparse el entusiasmo de los lugareños ante la llegada del ansiado 2000, como si el solo y convencional cambio de número fuera capaz de traer esperanzas de tiempos mejores. Muchos permanecían encerrados en sus casas, mirando por televisión cómo cada país recibía el año nuevo, y otros tantos trabajaban en los preparativos para la gran fiesta en el Club Social y Deportivo El Sacrificio. Cuando llegamos al Hotel Santa María, pasadas las nueve y media de la mañana, doña Mercedes estaba observando con la boca abierta las danzas rituales de los aborígenes australianos, y demoró varios segundos en volverse hacia nosotros y reconocerme de inmediato. –Sr. Guanini, bienvenido otra vez a Arroyo Frío. Lo estaba esperando. Yo había tomado la precaución de reservar habitaciones, suponiendo que los estancieros de los alrededores pasarían la noche en el pueblo, tras concurrir a la fiesta. Así fuimos ubicados en el edificio nuevo, ya que los antiguos dormitorios estaban todos ocupados. Si bien el gasto podría haberse reducido compartiendo el lugar, no quise pasar un mal momento prefiriendo 169


a Aniano como compañero, y cada uno de los cuatro tuvo su propia habitación. Había perdido de vista a Laura y su madre ni bien descendimos del ómnibus. Adiviné que la vieja había preferido pasear un poco su pretendida nobleza por el pueblo a cruzarse conmigo en la recepción del hotel. Supe después que tomaron una sola habitación a un par de puertas de la mía. La viuda estaba dispuesta a tenerme bien vigilado, pero no me importaba si esta cercanía iba a aumentar las probabilidades de cruzarme con Laura, como sucedió varias veces esa mañana. Nuestras primeras charlas fueron breves y amables, y me cuidé de no aclararle cuántas habitaciones ocupábamos, es decir, si iba yo a dormir con Cinthia o no. –Mamá está insoportable, mucho más que lo acostumbrado –me confió durante uno de aquellos cruces “casuales” en el pasillo del primer piso–. Recién pude convencerla para que se recostara a descansar un poco, y eso que anoche, en el tren, no pegó un ojo. –No es fácil dormir en esos asientos –esquivé como el mejor delantero. –Vos sabés que no es eso solo. No habla de otra cosa que del reloj y de lo que vos vas a hacer con él. –¿Qué querés decir con lo que yo voy a hacer con él? –pregunté alarmado de pronto, temiendo que el asunto del viaje al pasado hubiera salido a la luz. –Que vas a comprarlo... ¿o hay algo más? –No... –dudé, perdiendo terreno–. Es que no sé qué es lo que te contó tu madre, o lo que escribió tu bisabuelo. “No aclare que oscurece”, me hubiera dicho cualquiera de los paisanos que tomaban mate en el restaurante del hotel. –No me contó nada más de lo que ya te dije. Pero con todo esto no hacés más que confirmarme que sí 170


hay algo más. –Laura comenzaba a molestarse, y de pronto me vi envuelto en la desesperación. No soportaba más tantas idas y venidas; sentí el atroz impulso de tomarla por la cintura delicada y de acercar su cuerpo fresco para sumergir mis labios para siempre en el placer instantáneo de un beso, que valdría la pena, aunque se esfumara luego con un cachetazo. Pero una voz cascada y autoritaria me congeló en el aire, a medio camino entre el trampolín y el agua incitante. –Laura, ¿podés venir un momento? –La viuda se había asomado desde su habitación y, tras echarme una mirada radioactiva, volvió a cerrar la puerta con un estruendo. Pero aún teníamos algo que decirnos. –De todas formas, no te preocupes por la carta. Intenté leerla hace unos días, pero mamá me descubrió antes de que abriera el sobre. Encontré cenizas en la pileta de la cocina. Supongo que la habrá quemado. Era una rara coincidencia: las cartas enemigas habían compartido el mismo destino de fuego. Quizá significaba que el tiempo de las letras había terminado, y ahora sólo restaba actuar. –Tenés razón, Laura, hay algo más, es un delirio de nuestros abuelos, una tontería, pero no quiero quedarme con la duda... –No importa, no me interesa... pueden guardarse el secreto –me interrumpió, y me pregunté si alguna vez volvería a reunir el valor para contarle la verdad. –Tengo que ver qué es lo que quiere ahora –se excusó y por primera vez mostró claramente el peso que le significaba mantener en calma a la fiera. Pero yo no quería que se fuera; deseaba pasar el resto de mi vida en ese pasillo, en ese riesgoso equilibrio entre la cercanía y la distancia absoluta. Dije lo primero que se cruzó en mi mente aturdida. 171


–El 26 fue mi cumpleaños; me hubiera encantado que me llamaras. –A mí también me hubiera gustado llamarte, pero nunca me dijiste en qué hotel ibas a estar. –Tenés razón. Qué boludo –fue lo único que atiné a decir. Laura dejó escapar una carcajada cristalina, meneó la cabeza simpáticamente, y se alejó. Y yo quedé allí preguntándome hasta qué límite de estupidez y torpeza sería capaz de llegar. Así me encontró Aniano unos minutos o unos siglos después, en medio del pasillo, observando el fantasma de Laura, oyendo una y otra vez una carcajada que ya era parte del pasado. –Ay, Julio, Julio, qué mal momento para enamorarte –se quejó; me palmeó suavemente la cabeza y me llevó de un brazo hacia la habitación, como se lleva a un niño que está embelesado ante una calesita, pero que debe volver a casa. Mientras yo había estado al acecho de Laura en el pasillo, mi amigo no había permanecido inactivo. Me informó que Cinthia y mi padre se habían ido a visitar el fortín y planeaban dormir una siesta para estar bien frescos a la noche. No les había perdido pisada, para evitar que entraran en contacto con doña Mercedes, aunque la mujer estaba demasiado absorta en la transmisión mundial de la bienvenida del nuevo siglo. –¿Qué planes tenés? Porque me imagino que ya tendrás pensado qué hacer. En realidad, no tenía pensado nada concreto y Aniano, entre risas burlonas, accedió a ayudarme a salir del pantano amoroso en que estaba estancado. Lo mejor sería dormir también una siesta, y así recuperarme del cansancio producto del viaje, para llegar a la medianoche con la energía necesaria. Tenía tiempo hasta las seis menos cuarto, según lo convenido con 172


don Jaime. Pero ahora, a tan poco tiempo del momento culminante, las dudas me picoteaban como cuervos de mal agüero, los temores que habían permanecido agazapados durante tanto ajetreo se hacían fuertes y comenzaban a minar mi hasta entonces firme decisión. ¿No sería mejor dejar de lado las locuras de don Luis y centrarme en la conquista de Laura? Si las propiedades del reloj eran ciertas, ¿qué haría al llegar al pasado? ¿Cómo detendría a Juan Peralta? ¿Cómo salvaría al coronel Montes? Ni siquiera había tenido la previsión de comprar un arma. ¿Qué sucedería si el Hauser & Schwarman resultaba ser un reloj común y corriente? ¿Qué sería entonces de mi vida, sin casa, sin trabajo? La tensa calma de aquella última tarde del año no fue suficiente para acallar la efervescencia de mi cabeza y, mientras todo el pueblo dormía la siesta, yo permanecí mirando el ventilador de techo tambaleante que pendía sobre la cama, esperando a que el desprendimiento de una aleta o la caída del aparato completo me diera alguna señal, algún indicio. A las cinco y media de la tarde, estaba listo para salir en busca del reloj. Aniano quedaría “de guardia”, esperando mi llegada con el inmenso y pesado bulto, para distraer a los curiosos. Sería una buena hora: todo el mundo estaría mirando televisión o preparándose para la noche. Mientras caminaba por el pasillo hacia las escaleras, escuché el sonido inconfundible de las duchas proveniente de las habitaciones. Al pasar frente a la puerta de las Iribarren, aminoré el paso, pero no oí nada. Quizás todavía estaban durmiendo. Imaginé el rostro de Laura reposando sobre la almohada, la luz verde de sus ojos apagada, dejando el universo más oscuro y desolado que lo habitual. Pero, como suele suceder, la realidad se presenta cuando no la llaman y tira abajo en un segundo los 173


castillos de la imaginación. Me crucé con ellas en la entrada del hotel. La viuda venía sonriendo y adiviné que aquello no era un buen augurio, como tampoco el repentino y amable “Buenas tardes, Sr. Guanini” que me dirigió. Era evidente que había sucedido algo y, cuando Laura se retrasó dejando que su madre subiera sola y me miró con expresión seria, pensé lo peor. –Malas noticias, Julio –susurró, buscando las palabras para informarme de la tragedia–. El museo está cerrado. –No puede ser –me desinflé como un globo viejo. –Venimos de allá. Mamá quería ir a toda costa. Está cerrado. Vas a tener que esperar al domingo. –¿El domingo? No... el domingo es demasiado tarde. –Laura iba a preguntar algo, sorprendida, pero emprendí una carrera a través de las desiertas y soleadas calles. ¿Qué pensé durante el trayecto de diez cuadras, mientras mis pulmones de fumador gritaban basta? Nada, mi mente estaba en blanco. El rebotar de las piernas y los latidos acelerados del corazón se hicieron insoportablemente nítidos, como si por primera vez hubieran tomado el control absoluto de mi cuerpo y hablaran en su lenguaje silencioso de dolor y de cansancio. Definitivamente, el museo de Arroyo Frío estaba cerrado. No había ningún cartel que explicara la traición. En la placa de la pared se leía: “Abierto viernes, sábados y domingos de 15:00 a 18:00”. Miré mecánicamente mi reloj. Seis menos cuarto. Era viernes, y lo sabía. Me senté en el umbral, con la espalda recostada en el portón de madera. Tal vez, la municipalidad había decidido mantener el museo cerrado ese día tan especial, pero don Jaime no perdería la oportunidad de ganarse muchos sueldos en pocos minutos. Don Jaime no iba a faltar a la cita, no podía, viejo de mierda, corrupto que no respetaba ni a la misma corrupción. 174


Cuando desde la iglesia llegaron seis campanadas, el barco de mi esperanza se inclinó peligrosamente. A las seis y media, la proa comenzó a elevarse hacia el cielo, mientras la popa se sumergía en el mar ciego del desastre confirmado. Eran las siete de la tarde, eran las siete en punto de la tarde, cuando un paisano curioso se me acercó y apresuró el naufragio. –El museo no va a abrir por un tiempo, don –me dijo–. ¿Usted no es de acá, no? –¿Qué pasó? –Ah, así que no sabe nada –arrastró las palabras, visiblemente entusiasmado de ser el portador de las malas nuevas–. Están buscando un nuevo cuidador, para reemplazar al finado. Don Jaime se murió, hace uno días, en Navidad, ¿puede creerlo? Para mí, fue un castigo de Dios, porque él hablaba pestes del cura y de todos los santos. Se cuenta que se pasó de copas en Nochebuena, aunque la policía dijo que se le había cruzado una vaca en la ruta. Pero lo cierto es que terminó metido en un sauce, con auto y todo. Qué se le va a hacer, el Señor actúa de maneras misteriosas. El tipo concluyó su obituario con una persignación y siguió su camino. Volví a sentarme y estuve allí por varios minutos más, como si el fantasma de don Jaime pudiera venir a cumplir con su palabra de ladrón. Todo había sido en vano, había fracasado en mi misión sin siquiera llevarla a cabo. El destino dio vuelta su última y nefasta carta, y yo había perdido el juego. No tenía fuerzas ni siquiera para maldecir al pobre borracho muerto. El Hauser & Schwarman estaría allí a medianoche, en el sótano del museo, con el canto del péndulo para las ratas, sin ningún viajero en el tiempo sentado frente a él. Juan Peralta le pegaría dos tiros al coronel Montes, Américo se suicidaría al enterarse, y 175


don Luis acabaría en el manicomio. Pero ya no debía hablar en tiempo futuro: los hechos volvían a ser pasado para siempre, y así se quedarían. Y, junto con esos acontecimientos, también mi futuro desaparecería, a menos que me sujetara a la única cuerda que quedaba para intentar escalar el pozo. No iba a carecer de cierto romanticismo suicidarme en Arroyo Frío, donde también habían muerto Américo y don Luis, porque los tres estabamos ya enredados en la misma historia. Laura sería mi último intento de resistir el decadente sino de la familia; mi última carta a la que apostaba las pocas fichas que valían mi vida. La gran fiesta de fin de año en el Club El Sacrificio había comenzado a las siete y, como Aniano y yo llegamos tarde, nos ubicaron en una mesa junto a varios desconocidos, que nos recibieron como si fuésemos parientes. Mi amigo había estado intentando consolarme desde mi regreso al hotel, hecho una ruina. Al fin me confesó su verdadera opinión sobre la locura del viaje en el tiempo y la misión encomendada por don Luis, pero no me sirvió de mucho. Mi sensación de fracaso residía en no haber podido recuperar el Hauser & Schwarman y haber corroborado o no su mágico funcionamiento. Aniano insistió en que yo había hecho todo lo posible, pero las circunstancias no me habían ayudado; era algo que no dependía de mí y yo no era responsable de eso. Como verá, ya no podía ni siquiera sostener mis frases célebres. Afortunadamente, mi padre y Cinthia estaban sentados bastante lejos: no me sentía de humor como para soportar sus estupideces. Pero, a pesar de la poblada lejanía y amplitud del enorme galpón del club, la música estridente, el sonido de los cubiertos contra los platos y la conversación simultánea de más de doscientas 176


personas, las risotadas de mi padre llegaban a mis oídos como puñales. El Beto Guanini parecía haber vuelto a su adolescencia, bromeando y revoloteando alrededor de Cinthia, que reía de compromiso y no cesaba de echarme miradas para pedir auxilio. No fue difícil encontrar a Laura entre el alegre gentío. Pero no se asuste. No voy a decirle que fueron sus ojos de esmeralda brillante, su perfume a amanecer de estío o su presencia iridiscente que me llamó como una sirena a un velamen extraviado en el océano. Era imposible no ver a Josefina entre los paisanos; parecía recortada de una revista de moda de los cincuenta. “Un sapo de otro pozo”, hubiera dicho cualquiera de mis compañeros de mesa. Mientras el interminable asado se esparcía por las mesas, yo esperaba el momento de provocar un encuentro con Laura. Esperé con paciencia a que se levantara para ir al baño, y ésa sí que era una fija. No es que los hombres no vayamos al baño, pero hay que aceptar que las mujeres lo hacen más a menudo, y Laura no traicionó a su género. Nos encontramos a un lado del escenario, en donde un humilde grupo folklórico intentaba en vano hacerse escuchar, justo debajo del pretencioso cartel que rezaba: “Arroyo Frío 2000”. –Me dejaste un poco preocupada, y nadie sabía dónde estabas... ¿qué pasó? –me dijo, esforzándose para que su voz dulce se impusiera al caos general. –Fui al museo. Don Jaime, el cuidador, se mató en un accidente. –Pobre tipo... y ahora ¿qué vas a hacer? –Nada. El reloj ya no me interesa. En realidad, casi no queda nada que me interese. Laura me miró sin entender demasiado y me tomó suavemente el brazo. 177


–¿Qué pasa, Julio? ¿Por qué estás así? –Porque todo me sale mal, porque mi vida fue una mierda y, cuando por una vez decido y me juego por cambiar, todo se me pone en contra, lo que depende de mí y lo que no, y a la mierda con Epicteto. ¿Querés saber cuál era el secreto con ese maldito aparato? Tu bisabuelo y el mío dicen que viajaron en el tiempo con el reloj, y Juan Peralta mató al coronel Montes, ese de la estatua frente al hotel, y así cambió la historia, beneficiando a tu familia y arruinando a la mía. Por eso quería comprar el reloj: para viajar al pasado y corregirlo. Por eso tu vieja hablaba de maldiciones, por el asesinato, y por eso quería vigilarme. Ése es todo el misterio, un delirio de dos viejos dementes que me dejó en la calle. Lo único positivo que saqué de todo esto es haberte conocido a vos. Iba a invitarte a acompañarme si era cierto lo del reloj y, si me decías que no, estaba dispuesto a abandonarlo todo. Porque te amo y no voy a cansarme de repetírtelo. Coincidirá usted conmigo que mi segunda declaración no fue muy convencional y, asimismo, habrá notado mi repentino poder de síntesis. Es que ya no tenía nada que perder. La loca aventura había concluido en un fracaso rotundo y, cuando el tema que me había obsesionado por meses desapareció, quedé más vacío que antes de que Julián tocara el timbre de mi departamento. Como un animal ciego y acorralado, embestí como pude. Al menos dejé a Laura sin palabras durante varios segundos, mientras, a nuestro alrededor, la música y los comensales se esforzaban en alcanzar el mayor volumen posible. –¿Y vos creíste esa historia? –preguntó al fin, eludiendo una vez más mi declaración de amor. 178


–Sí, la creí, porque no tenía otra cosa en que creer. Hasta que apareciste vos. Los mozos infatigables llevando las bandejas en alto nos empujaban sin pedir permiso y nos acercamos tanto que podía sentir su tenue respiración. Mi mano se elevó hasta su mejilla y rozó apenas la piel más suave que nunca había tocado, dibujando una torpe caricia que ella no rechazó. Pero el momento mágico se desvaneció de pronto, y Laura se apartó como si despertara de un sueño. –No, Julio, ya hablamos de eso. No puedo. Yo no... – Las últimas palabras no franquearon sus labios y se fue, mezclándose entre la multitud. Varias veces me preguntó Aniano qué me había pasado, pero no pude responderle. La cena había llegado a los postres, el grupo folklórico había bajado del escenario y los primeros ebrios comenzaron a bailar en el centro del galpón al ritmo de una música tropical. Doña Mercedes se acercó a nuestra mesa con una excusa, e insinuó que ojalá hubiera algún caballero que la sacara a bailar, con lo que a ella le gustaba. Aniano sabía que la indirecta estaba dirigida a él y me miró, como pidiéndome permiso. Le mentí que estaba bien. No tenía por qué embarcarlo en mi amargura, y allá fue mi amigo a divertirse un poco. Al ir quedando vacías las mesas, pude ver a Laura, junto a su madre, conversando con un hombre. Por su atuendo, deduje que era el hijo de algún estanciero de la zona, más o menos de la edad de Laura, supongo que atractivo, y de muy buen pasar, esto último confirmado por la clara vehemencia de Josefina, que trataba de “venderle” a su hija. Laura también me encontró con la mirada y, de tanto en tanto, mientras el tipo se esforzaba en ganar su atención, ella se volvía disimuladamente hacia mí. Pero eso no bastaba. Un conocido 179


cosquilleo en la planta de mis pies, la respiración entrecortada, la incomodidad de estar sentado sobre un hormiguero. Ya había olvidado cómo era sentir celos y, cada vez que Laura reía ante un comentario de su nuevo pretendiente, me desgarraba por dentro un dolor sin enfermedad y sin cura. La música cambió y un viejo tema de rock’n’roll puso en movimiento a los que aún no se habían decidido a bailar. Una mano se apoyó en mi hombro y me sobresaltó. –Julio, ¿bailamos un rato? –dijo Cinthia. –No tengo ganas. –Por favor, liberame aunque sea un rato de tu viejo. –Jodete. Vos lo buscaste. –¿Voy a tener que pedírtelo de rodillas? No fue necesario. Vi que el estanciero se puso de pie y pareció ganar una larga pulseada. Laura lo siguió a la improvisada pista de baile, no sin antes mirarme por un instante. Nunca me agradó bailar y, cuando lo hice, fue porque era la única manera de conseguir una chica. Éste era un caso parecido, pero el objeto no era Cinthia, por supuesto. Era Laura, que trataba con dificultad de seguir los pasos de su compañero. Yo no había visto nunca a un gaucho, con bombachas, botas y demás, bailando rock’n’roll, pero éste lo hacía realmente bien. Al principio, Laura y yo nos espiábamos mutuamente pero, cuando la gente los rodeó en un círculo y el gaucho asombraba a todos con sus piruetas, comprendí que había perdido la batalla. ¿A quién le importaba que yo bailara con Cinthia? Bueno, a alguien sí le importaba. Mi padre se nos unió de repente, salido de la nada, no sé si borracho, pero sí bastante “picado”. –Correte, pata dura, que yo te voy a enseñar cómo bailar el rocanrol –me dijo, empujándome y poniéndose frente a Cinthia. Y comenzó a bailar una especie de 180


twist ridículo, y Cinthia me pedía auxilio con los ojos, y el gaucho revoleaba sus bombachas y la gente aplaudía y gritaba, y Laura ya no me miraba, y las parejas me llevaban por delante, frenéticas, sudadas, echando vapor como los caballos un día de frío. Y entonces comenzó un tema muy conocido y cayeron varias mesas y hasta el benemérito padre Agustín llevaba el compás con el pie. Era una canción de Bill Halley y sus Cometas, Rock alrededor del reloj. Era más que un clásico del rock’n’roll, era una señal. El reloj. Ésa era la respuesta. No estaba todo perdido. No debía haberme dado por vencido tan pronto. Rock around the clock tonight ‘Muévete alrededor del reloj esta noche’. Era un mensaje, y no lo desoí. Aunque faltaban dos horas para la medianoche, algunos fuegos artificiales y petardos estallaban en distintos puntos del pueblo. Algunas casas estaban iluminadas, las de aquellos que habían preferido pasarla en familia al anónimo tumulto de la fiesta en el club. Pero las calles estaban desiertas, y nadie me vio escalar la pared baja que daba al patio del museo. Los estruendos ocultaron el crujir de los vidrios de la ventana interna que rompí para entrar y el ruido infernal de la vitrina que arrojé al piso en la oscuridad. Encender la luz me delataría y me las arreglé con el fuego de mi encendedor para llegar al sótano. Allí no había riesgo: hubiera podido encontrar el reloj a oscuras. “Tic–tac”. “Tic–tac”. El sonido tan deseado llegaba desde una caja oculta tras un antiguo espejo. En un pequeño papel decía: “Sr. Julio A. Guanini”, escrito de puño y letra por el difunto don Jaime. Subir las escaleras, llegar a una de las ventanas a la calle y atravesarla con la pesada caja a cuestas no fue nada fácil. Había tomado suficiente vino como para acentuar la natural torpeza de mis miembros, pero me envolvía una fuerza sobrenatural que me alcanzó apenas para llegar hasta el Hotel Santa María, 181


empapado en sudor y sin aire en los pulmones. Doña Mercedes se había turnado con sus hijos para mantener el hotel abierto, por si algún pasajero necesitaba regresar a buscar algo o a darse una ducha para alivianar los efectos de la borrachera. Nos había avisado que, a las doce menos diez, cerraría las puertas hasta pasada la medianoche. Dejé la caja en la vereda y me asomé a la recepción. No había nadie a la vista: quienquiera que estuviera de guardia en ese momento se encontraba en la cocina mirando televisión. Sin dudarlo, abracé la caja, reuní mis últimas fuerzas y entré como una tromba, subí las escaleras y no me detuve hasta estar a salvo en la habitación. Don Jaime había hecho un excelente trabajo. El reloj estaba embalado como para soportar cualquier tipo de viaje. Quité la tapa de la caja lentamente, como si estuviera limpiando una roca en cuyo interior dormía la piedra preciosa más cara del mundo. Y a mí no me había costado un centavo. Cien pesos, a decir verdad, para el caso lo mismo. Nunca pensé que terminaría robando el Hauser & Schwarman. Nunca había robado nada en mi vida, pero usted deberá reconocer que se habían agotado todas las instancias. De todas formas, para tranquilizar mi conciencia, me prometí devolverlo pasada la medianoche. Por supuesto, esto sería si la máquina del tiempo no funcionaba. En caso de poder realizar el viaje y cambiar el pasado, ya no sería necesario. El reloj sería indiscutiblemente mío, heredado de mi rico bisabuelo a través de felices generaciones de Guaninis. Es formidable la habilidad de la mente para encontrar excusas cuando se trata de justificar un acto dudoso, pero muy anhelado. Coloqué el reloj contra una pared y una silla enfrente de aquél. Recuperé el aliento escuchando la eterna canción metálica del péndulo y fumé un cigarrillo. 182


Estaba todo listo, al fin. Una campanada sublime indicó las diez y media. Abrí la ventana y, recortado contra el cielo nocturno, estaba el coronel Montes, señalándome con expresión adusta. Entonces, la brisa trajo los ecos de la música y la algarabía de la fiesta, mezcladas con explosiones y risas de niños en alguna casa vecina. No sería conveniente quedarme allí durante tanto tiempo: alguien notaría mi ausencia y vendría a buscarme. Poco antes de las doce, encontraría fácilmente la manera de escabullirme para regresar. Además, quería saludar a Aniano antes de mi partida y ver por última vez a Laura, aunque estuviera en los brazos del gaucho danzarín. Acaricié la madera lisa y brillante del reloj, le dije en voz alta: “Hasta luego”, cerré la puerta de la habitación con llave y regresé al Club El Sacrificio para llevar a cabo mis despedidas y para esperar la hora señalada. Creía tener todo bajo control. Aniano estaba esperándome en la puerta del club, preocupado e inquieto. Detrás de él, estallaban las luces y el griterío. –¿Dónde te habías metido? –Salí a dar una vuelta para despejarme. Adentro hace mucho calor. –No me atreví a hablarle de mi hazaña delictiva: él nunca la hubiera aprobado. –Laura estuvo preguntando por vos. –Demasiado tarde. Ya no me interesa –dije con seguridad, obligando a mi boca a pronunciar las palabras que necesitaba creer. Ya había pasado el tiempo de jugar. Era Laura o el reloj, y yo ya estaba decidido. Acepté la invitación de Aniano a volver a la mesa. No quería que sospechara nada. El baile continuaba. Un tren humano recorría el galpón al ritmo del carnaval carioca, atravesando un campo de batalla sobre el que yacían varios borrachos, que eran 183


retirados por mozos y amigos. Mi padre corría en medio de aquel maníaco tren, aferrado a las anchas caderas de una cincuentona capaz aún de presentar batalla. Observando toda la escena estaba el padre Agustín. Quizá su investidura y su edad le habían impedido participar del convoy tropical, pero aplaudía fervorosamente, marcando el ritmo. Sobre su cabeza llevaba una corona de guirnaldas, emulando así, discutiblemente, a su Jefe del Cielo. Pero lejos de juzgar su conducta, si es que esto me hubiera correspondido no siendo creyente, sentí una profunda ternura por el viejo coleccionista. Se veía radiante, pleno de felicidad a menos de una hora del año 2000. Su deseo se estaba cumpliendo, su Dios lo había oído y supongo que ése era principalmente el motivo de su alegría. Debe de ser tranquilizador creer en un Gran Padre allá arriba que lo cuide a uno. Yo, que ni siquiera he tenido un pequeño padre terrestre, había pensado muchas veces en ello. Me alegré entonces por el viejo cura, en paz con su Dios, con su universo protegido, y con una corona de guirnaldas en la cabeza. El vino seguía fluyendo en las mesas, dotadas también ahora con linternas y con faroles a gas, por si el mundo colapsaba a las doce. La corrida al aire libre me había refrescado la mente y cometí el error de seguir bebiendo. Josefina, su hija y el estanciero estaban todavía en su mesa, charlando animadamente. Laura me había visto llegar y no me sacaba los ojos de encima, simulando observar el tren que no parecía irse a detener nunca. De pronto se puso de pie, le dijo algo entre sonrisas a los otros, y se encaminó hacia los baños. Entendí perfectamente su mirada y la inclinación de la cabeza. Me estaba invitando a encontrarnos más allá del alboroto. Aniano advirtió la maniobra y se volvió hacia mí, extrañado por mi inmovilidad. –¿No vas a ir? 184


–No. Es demasiado tarde –me dije en voz alta. Ya había hecho una difícil elección y sabía que una palabra de Laura enviaría todas mis decisiones al infierno. –Julio, andá a hablar con esa chica, no seas boludo. –Fue la única palabrota que jamás le escuché decir a Aniano pero, en ese contexto, era lo más paternal que alguna vez me hubieran dicho. Cuando finalmente me puse de pie y el piso cubierto de guirnaldas, globos y servilletas osciló buscando su innata horizontalidad, me di cuenta de que estaba en el umbral de una borrachera. Avancé tambaleándome entre los presentes y los silbatos hasta llegar al mismo lugar en que Laura y yo nos habíamos encontrado más temprano. El bullicio carnavalesco se había aplacado, y ahora sonaban unos boleros pegajosos. Si bien ese tipo de música no me agradaba, creaba un marco perfecto para un posible acercamiento. Miré la hora: casi las once. Laura aún no salía del baño. La cabeza me daba vueltas y mis piernas sentían el irrefrenable impulso de salir de allí. Hiciera lo que hiciera, me quedara esperando a Laura o partiera hacia el hotel, traicionaría a una de las dos mitades irreconciliables en las que me había convertido. No era capaz de decidir, necesitaba una señal. “Reloj, no marques las horas, porque voy a enloquecer”, comenzó a sonar en los viejos parlantes del club, y me empujé entonces definitivamente hacia la calle. Usted ya conoce cuál era mi posición respecto a las casualidades, pero aquello tenía una causa; mi bisabuelo, el viejo don Luis, me estaba ayudando desde el más allá, como podía, en esta ocasión, haciendo de disc–jockey. O quizás era sólo el vino. O me había adelantado a la canción y ya había enloquecido.

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Los fuegos artificiales iluminaban el cielo de Arroyo Frío, flotaba un olor a pólvora y pensé en las batallas del coronel Montes y Américo contra los indios. Nunca creí que alguien pudiera extraviarse en ese pueblo, pero yo lo hice. Tardé casi media hora en llegar al hotel, que se inclinaba hacia un lado y el otro como un gran barco de cemento. Doña Mercedes estaba en la conserjería, preparándose para regresar a la fiesta. Me dirigió una sonrisa cómplice y me ayudó a llegar a la escalera. –Péguese una buena ducha, Sr. Guanini, yo sé lo que le digo. La mujer había asumido con total exactitud que mi estado distaba mucho de la sobriedad. –Mire que doce menos diez cierro el hotel, tiene veinte minutos –la oí decir mientras subía los escalones, inclinándome casi hasta gatear. Una vez en la habitación, me senté en la silla, frente al imperturbable reloj de pie. Esperaría allí la hora mágica, no me atrevía a recostarme en la cama, temía caer en el pesado sueño de la ebriedad y perder la ocasión que sólo volvería a repetirse en cien años. Respiré profundo, luchando por mantenerme despierto, mientras la manecilla labrada avanzaba hacia el doce romano. El péndulo acompasado era una canción de cuna, “Tic–tac, tic–tac”. Unos golpes en la puerta me sobresaltaron. Eran las doce menos veinte: había dormido diez minutos. –Estoy bien, Doña Mercedes, vaya nomás que yo me quedo –grité, pero me contestó otra voz. –Julio, soy yo. Laura. Abrime. Quiero hablar con vos. Sentí una molestia en la mejilla, y una gota salada cayó en mi boca, por lo que supe que estaba llorando. –Dale, Julio. Por favor –insistía Laura y a duras penas me puse de pie. La habitación descendió lentamen186


te. Mientras juraba jamás volver a tomar tanto alcohol, me acerqué a la puerta que retumbaba con los golpes. –¿Qué querés? –dije, arrastrando la ere. –Hablar con vos. –No tenemos nada que hablar, no pierdas el tiempo. Volvé con el gaucho ese. Se escuchó una carcajada estruendosa y supe que Laura también se había excedido un poco con el vino. –¿Con ese pesado? No. Si a mi vieja le parece tan buen partido, que se case ella con él. La respuesta terminó de demolerme y no podía parar de llorar. Estaba entre la espada y la pared, entre la peligrosa voz de Laura y el insinuante tictac. –¿Y? ¿No vas a abrir? Se me acabaron entonces las fuerzas. Dejé pasar a Laura y, con ella, sus más letales armas, la sonrisa y esos ojos verdes. Yo lloraba como un estúpido, en parte por la borrachera, pero principalmente por la situación. En quince minutos, se cumpliría mi destino, pero la terrible indecisión que había signado toda mi vida se había hecho presente con todas sus fuerzas. –¿Ése es el famoso reloj? ¿Cómo lo conseguiste? – preguntó en cuanto lo vio. –Lo robé –dije, y mis lágrimas brotaron con la fuerza de un río de montaña. –¿Por qué...? –No sabía si me preguntaba por qué lo había robado, por qué lloraba o por qué todo. Sólo recuerdo que sentí el roce cálido de sus labios en los míos, su cintura bajo mis manos, los dos cuerpos frágiles e inseguros que caían sobre la cama, la piel blanquísima, los abrazos, las respiraciones jadeantes mezclándose con el tictac y, fuera, el estallido de mil fuegos artificiales. Y luego, el sueño complaciente del deseo concretado, las campanadas confusas del reloj o de la iglesia, los gritos de alegría, una sirena que 187


sonaba, una bocanada de aire fresco, pasos, corridas. O tal vez eran caballos, decenas de caballos que galopaban con prisa para defender el fortín “¡Levanten la empalizada!”, y un cuerpo tibio estrechado al mío en medio de la batalla.

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Epílogo

Mi muy estimado descendiente: Aquí, en Arroyo Frío, el otoño ha comenzado a insinuarse en los árboles de la calle principal y en la refrescante brisa cuando cae la tarde. Hemos tenido un verano espléndido, con frecuentes escapadas al pequeño arroyo cercano que los lugareños se empeñan en llamar “río”. Pasamos muchas tardes allí, junto a la costa cortada a cuchillo, mirando correr el agua en su lento derrotero hacia el mar lejano, sentados los tres, Laura, Aniano y yo. Pero no voy a dejarlo con la intriga, después de haber soportado usted estoicamente este relato plagado de locuras y de sinrazones. El primero de enero, despertamos Laura y yo, abrazados, acurrucados bajo las sábanas, sin saber bien en dónde estábamos. Miré la hora en mi reloj de pulsera: el mediodía había quedado atrás. Un instante después volvieron a mi memoria los sucesos de la noche anterior y fue entonces cuando comprobé que el Hauser & Schwarman había desaparecido. Lo primero que pasó por mi mente fue que había emprendido el viaje al pasado por sí mismo, sin pasajero alguno. Pero más tarde, cuando Aniano golpeó la puerta para invitarnos a almorzar, pudimos reconstruir los hechos. 189


Obviamente, Laura y yo nos quedamos dormidos poco antes de la medianoche, rendidos por la satisfacción del amor encontrado y por efecto del vino excesivo. Según parece, doña Mercedes volvió a la fiesta con el cuento de que estábamos los dos encerrados en mi habitación, pero la llegada del 2000, los brindis y los innumerables abrazos retrasaron la expansión de la noticia hasta pasada la primera media hora del nuevo año. Para entonces, mi padre, Cinthia y Josefina (tal vez también el estanciero) nos estaban buscando por todas partes. Aniano estaba tranquilo, imaginando lo mejor, y se quedó charlando con doña Mercedes de sus respectivas viudeces. No imaginó lo que iba a pasar; caso contrario, hubiera corrido hacia el hotel a dar la voz de alarma. Lo que sucedió es que mi padre y Cinthia sí corrieron hacia el hotel y, como yo no había tenido la precaución de cerrar la puerta con llave o, mejor dicho, ni había pensado en ello, ambos entraron en la habitación y se encontraron con la tierna escena de los dos amantes que estaban durmiendo. Por supuesto, también habrían visto el reloj de pie. Al mismo tiempo, o quizá más tarde, entró también Josefina y cayó presa de un ataque de nervios. Me han dicho algunos pasajeros del hotel que el griterío y el abrir y cerrar de puertas fue infernal, pero no había nadie lo suficientemente sobrio como para detener todo aquello. Han de haber sido esos ruidos los que se mezclaron en mis sueños, tomando la forma de cabalgatas y de gritos de batalla. El hecho es que, cuando Aniano llegó, la puerta se encontraba abierta de par en par, y el reloj ya no estaba. Mi viejo amigo cerró la puerta de la habitación para que nadie tuviera la ocurrencia de velar nuestros sueños o algo peor. Sólo pudimos saber que Josefina abandonó el pueblo en el primer micro de la mañana. Mi padre y 190


Cinthia, poco después, contrataron un remise hasta L., para volver desde allí a Buenos Aires. Los tres salieron casi a escondidas y muy ofendidos, pero nadie pudo informarnos cuál de ellos llevaba una gran caja de madera como equipaje extra. Nadie ha notado la ausencia del reloj. Don Jaime había hecho desaparecer el inventario del museo y el “crimen” ha quedado impune. En realidad, todo eso ya no tiene importancia para mí. Hemos pasado un verano hermoso y supongo que, cuando el clima cambie, estaremos más dispuestos a pensar en el futuro. Con seguridad llegará también la incertidumbre, prima hermana de la libertad. Pero que con la certeza del camino consabido se quede el péndulo del reloj, donde sea que haya ido a parar. El tiempo, las horas, son ciencias exactas; la vida, no. Laura y Aniano han viajado un par de veces a la Capital para arreglar los asuntos pendientes y para traer sus cosas. Dice Laura que su madre ha vuelto a dirigirle la palabra, aunque con reservas. Mi padre y Cinthia no se han vuelto a comunicar conmigo hasta la fecha. No lo lamento. Espero que la venta del reloj les haya servido para algo, al menos para jugarle a unas cuantas fijas, que seguramente no lo han sido. Aniano ya se ha instalado en la habitación contigua a la nuestra. No sé hasta cuándo resistirá los embates eróticos de doña Mercedes, pero, pase lo que pase, no olvidará a su Luisa. Por ahora, no deseamos más. El dinero, aquí en el pueblo, rinde más que lo esperado. Me atrevería a afirmar que somos felices y yo, más que cualquiera. Tal vez me juzgue de irresponsable. Seguramente, si usted investiga un poco, se enterará de cómo resultó mi vida y podrá saber si lo que estoy haciendo es lo correcto. A mí no me queda otra opción que vivir esta nueva 191


experiencia de no saber qué va a suceder mañana, después de tantos años de días repetidos. Son casi las cinco de la tarde. Laura duerme a mi lado una siesta apacible de pueblo, la sábana se mueve apenas con su respiración; los labios que nunca me cansaré de besar están entreabiertos, los ojos cerrados no me evitan saber que allí reside mi nueva luz. La ventana abierta deja paso a la brisa con olor a campo y a oxígeno. En medio de la plazoleta sigue el coronel Montes, con su dedo de piedra que me señala, tal vez con cierta recriminación, pero no siento culpa alguna. Tampoco lamento no haber auxiliado a don Luis. Ellos han vivido su tiempo, y ahora me toca a mí. Veo que Aniano viene caminando por la vereda arbolada, con un paquete en la mano: las tortas fritas que compartiremos con el mate. Sí, ahora tomo mate, sólo era necesario tamizar un poco la yerba para quitarle el polvillo, que era el causante de mi acidez. Llegan a mis oídos las cinco campanadas de la iglesia, impulsadas por el joven sacerdote, que ahora es el nuevo cura del pueblo. El padre Agustín despertó el primero de enero al mediodía, se asomó a la calle y dijo: “¡Así que esto es el año 2000!”. Después de almorzar se acostó un rato y ya no volvió a despertarse. Debo terminar ahora. Despertaré a Laura con un beso. Mañana, Aniano viajará por última vez a Buenos Aires para concretar la venta de su pequeño departamento y para enviarle a usted estos cuadernos a través del C.T. (Tuve que completar celosamente el formulario necesario para autorizarlo a hacer el envío en mi nombre). Mi querido descendiente, ojalá (y espero) que usted lleve no sólo mi sangre sino la de Laura, las dos sangres enemistadas que comenzaron esta historia y que ahora se han reconciliado. Si está usted satisfecho con 192


su vida, tome este relato como un saludo a través del tiempo enviado por su feliz antecesor en este mundo. En cambio, si usted no está conforme con lo que ha hecho o dejado de hacer, yo no soy quien para aconsejarle, pero quizás este relato le haya servido de algo. De todas maneras, si insiste en buscarlo, puedo decirle que el reloj de pie tiene una hermosa caja de madera brillante sobre la que se lee en letras doradas “Hauser & Schwarman”; un péndulo plateado que produce un sonido agradablemente metálico, casi hipnótico; números romanos recorridos por agujas labradas; y, según me han dicho, tiene también la propiedad de viajar al pasado. Pero esto último quizás haya sido sólo una habladuría, el invento de un anticuario en busca de un mejor precio de venta. No estoy en condiciones de afirmar una cosa o la otra. Yo no he podido comprobarlo y viviré con la duda. Sólo sé que tengo un nuevo presente, lo cual era el fin de toda la empresa. Si lo desea, intente comprobar las virtudes mágicas del reloj por usted mismo. Creo que justamente en eso reside todo el secreto: en intentarlo. Julio Guanini. Arroyo Frío, marzo de 2000.

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AGRADECIMIENTOS: a Lucía Suárez, Marisa Piñeiro y Alejandro Harrison de Pramer SCA., por el apoyo. a Leopoldo Durañona, por volver a compartir su talento y su amistad a Martín Mariani, lector, cantante y amigo, por su incondicionalidad y su locura refrescante a Inés Gugliotella, por las correcciones, los consejos y el aliento permanente a Fernando Maciel, por el empujón preciso y necesario a Grillo, claro y a María, siempre, por todo.



El PAR Q UE E S COND I DO

Textos de iniciaci贸n, potentes voces nuevas, registros singulares, hallazgos. La felicidad del tono propio.



El fin de la noche, constelación de narrativa y poesía hispanoamericana. Con publicaciones de cuidado artesanal y soporte imperecedero, el sello integra la tecnología de edición más avanzada –impresión bajo demanda, libre acceso de lectura online y distribución digital internacional que permite que los libros estén siempre disponibles– a la delicada paciencia para el armado de cada título. Que los libros luminosos jamás se agoten.

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