http://www.elfindelanoche.com.ar/tapas/biblioteca/9789871491261_issuu

Page 1

Lo Ăşnico importante en el mundo



Azucena Galettini

Lo Ăşnico importante en el mundo


Galettini, Azucena Lo único importante en el mundo. - 1a ed. - Buenos Aires : El fin de la noche, 2010. 96 p. ; 20x13 cm. - (Mapamundi) ISBN 978-987-1491-26-1 1. Literatura Argentina. I. Título CDD A860

Imagen de tapa: Maximiliano Matayoshi

© Editorial El fin de la noche, 2010 Buenos Aires, Argentina ISBN 978-987-1491-26-1 Editorial El fin de la noche Hecho el depósito que previene la ley 11.723 Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a: info@elfindelanoche.com.ar www.elfindelanoche.com.ar


Mañana de sol

Esa noche tampoco había podido dormir. Después de treinta años ya no conseguía dormir si él no estaba con ella en la cama. Necesitaba poder estirar el brazo y tocarlo, o por lo menos escuchar su respiración. Ahora ya ni las sábanas tenían su olor. Pero podía estar tranquila: seguro que él sí estaba descansando. Se levantó. Ya empezaba a clarear. No tenía sentido quedarse en la cama si estaba despierta. Se duchó y fue a preparar café. Era un desperdicio: no sabía cuándo iba a volver y era probable que terminara tirando casi toda la jarra, pero necesitaba tomar café recién hecho. No soportaba el café con gusto metálico de la máquina del hospital. “Vaya tranquila”, le había dicho uno de los enfermeros, “va a estar sedado toda la noche. Váyase a dormir, a ver si todavía la tenemos que internar a usted”. Ella había sonreído. “Pero si estoy bien”, dijo aunque no debía convencer a nadie. “Todavía es muy temprano”, pensó mientras saboreaba el café recién hecho. Él iba a seguir durmiendo por un par de horas más. Ésa era la rutina. Fue hasta el living y, despacio, levantó la persiana. Salió al balcón y se apoyó contra la baranda. El cielo iba tomando un color rosado. El sol no se veía: lo tapaban unos edificios. “La mejor orientación es la del Este”, había dicho él cuando compraron el departamento. 7


No habían tenido en cuenta que igual, con todos esos edificios, nunca iban a poder realmente ver salir el sol. Se quedó un rato así, casi maravillada por esa transformación que traía un nuevo día, hasta que tuvo frío. Volvió a entrar y bajó la persiana. Esperar ahí, esperar en el hospital, era lo mismo. Tomó el subte. A esa hora iba casi vacío. Cuando las puertas ya se estaban cerrando, entraron corriendo dos chicas. Se sentaron frente a ella, riéndose, agitadas. Debían venir de una fiesta, con el maquillaje corrido y los vestidos algo arrugados. Trataban de no hablar muy alto, pero el traqueteo del tren no llegaba a tapar sus risas. Faltaba todavía una estación para llegar. Las puertas se abrieron. Sin pensarlo, bajó. Las puertas se cerraron detrás de ella y el subte se fue. La gente caminaba hacia la salida. ¿Para qué había bajado? Ahora ya no importaba. Subió las escaleras y salió a la calle. Estaba despejado y ya se escuchaban cantar a algunos pájaros. Era un lindo día para caminar. Después de todo, hasta el hospital no eran tantas cuadras y, de paso, hacía tiempo. ¿Iba a volver a dormir alguna vez? Dormir como antes, profundamente, sin tener esa sensación de que algo la acechaba. ¿Cuándo iba a terminar esa pesadilla? ¿Se podía terminar esa pesadilla? Si las cosas nunca iban a volver a ser lo que habían sido... Ya no iban a poder ir a conocer Ushuaia, como él había prometido tantas veces. ¿Ushuaia? A esta altura lo único que rogaba era que él pudiera ir a la esquina. O aunque más no fuera, salir de la cama. Porque sí, él en algún momento iba a poder volver a la casa, a la cama que compartían, pero ella igual no iba a lograr dormir. Iba a estar siempre controlando cada uno de los movimientos de él, a la espera; hasta que de nuevo, como las otras veces, tuvieran que internarlo, y pasar sus noches sin dormir en el hospital. No debía pensar en eso. No tenía sentido pensar en eso 8


ahora. Ahora lo importante era que él se despertase sintiéndose mejor. Quizás hoy le doliese menos, quizás algunos amigos viniesen a visitarlo y se quedaran un par de horas charlando de otra cosa, pensando en otra cosa. Llegó a la puerta del hospital. Se detuvo y miró hacia la calle. La mañana siempre había sido la parte del día que más le gustaba, cuando la ciudad recién se ponía en movimiento. ¿Por qué no dar una vuelta manzana? Total, todavía era temprano. Bajó el escalón que había subido y se fue alejando. –Permiso –le dijo una señora con una nena de la mano, mientras pasaba. La nena llevaba puesto el guardapolvos del jardín y casi tenía que correr para seguirle el paso a su mamá. Giró su cabecita, la miró a ella a los ojos y le sonrió. ¿Hacía cuánto que no veía la sonrisa de una nena? Tenía frío de nuevo: era sueño. Raro, porque siempre estaba cansada pero nunca sentía realmente el sueño. Los ojos se le cerraban y sentía el cuerpo pesado. A lo mejor podía recostarse un rato hasta que él se despertara. Pero sabía que no iba pasar. En cuanto llegase a la habitación y lo viese ahí, acostado en la cama, conectado a todos esos aparatos, ya no iba a querer dormir. Estaba de nuevo frente a la entrada del hospital. Miró la hora: había hecho mucho más rápido de lo que hubiera querido. ¿Y si daba otra vuelta manzana? “Qué estupidez”, se dijo y entró. Fue derecho hacia los ascensores. Ya no tenía más sueño. Un hombre joven esperaba junto a ella. Parecía ansioso. Volvió a apretar varias veces el botón, como si con eso pudiera hacer que el ascensor llegase más rápido. “Padre primerizo”, imaginó ella, y se sorprendió de sí misma. Al entrar en el ascensor se vio en el espejo. ¿Por qué no se había maquillado un poco antes de salir? Con esa cara él se iba a dar cuenta en seguida de lo cansada que 9


se sentía. “Tendrías que dormir más”, le decía invariablemente cuando podía hablar. “Pero si duermo bien”, protestaba ella y desviaba la mirada para no ver los ojos tristes de él. “Nunca me mientas”, le había dicho cuando eran recién casados. Él siempre se daba cuenta cuando no le decía la verdad. Entró en la habitación y lo primero que miró fue la cama, como siempre. Todo estaba exactamente igual a como lo había dejado la noche anterior. “Todo siempre está igual”, se dijo y sintió vergüenza por pensarlo. Corrió un poco la cortina para dejar entrar el sol. A lo lejos se veía el parque. Abrió la ventana y respiró hondo. Sentía, inexplicablemente, el aroma del pasto recién cortado. Escuchó un ruido y se dio vuelta: él ya estaba despierto. Con la mascarilla en la boca no se veía si sonreía o no, pero en los ojos mostraba más alegría que con cualquier sonrisa. Igual sabía que a él le habría gustado poder sacarse la mascarilla y sonreírle. Siempre se ponía contento cuando lo primero que veía al despertar era a ella esperándolo –Buen día –le dijo ella y él le hizo un gesto débil con la mano, señalando la ventana. Los rayos del sol creaban un rectángulo brillante en la pared y, por un segundo, ella se quedó casi fascinada con esa luz. Entonces él volvió a señalar la ventana. Ella la cerró y corrió la cortina: el sol se había ido. Fue hasta la cama. –Qué bueno que ya estés despierto –le dijo ella, acariciándole la frente; y nada le hubiera gustado más que poder mirarlo a los ojos.

10


Conversiones

La mujer levanta la persiana y la luz inunda el cuarto. El adolescente se cubre la cabeza con las mantas. –Son las nueve –dice ella–. Levantate de una vez. –Me acosté a las cinco. –Cosa tuya. Hace más de una hora que tu papá está con las sillas del jardín. La mujer levanta un buzo que está tirado en el piso, lo pone sobre una silla y sale del cuarto. El adolescente se destapa protestando en voz baja y se sienta al borde de la cama. –Mauricio estaría levantado desde las siete –dice, imitando la voz de la mujer, y comienza a vestirse. Cuando ya está listo sale al jardín. La luz del sol lo obliga a cerrar los ojos por unos segundos. –¿Ya te levantaste? –pregunta el hombre. Está pintando de blanco una silla de hierro. Le señala otra, todavía cubierta de óxido–. Ayudame limpiando ésa. El adolescente se acerca a la silla y comienza a lijar. Trabajan en silencio, hasta que el ruido de una persiana al levantarse los sobresalta. Los dos miran a la ventana de uno de los cuartos de la planta alta. Por entre las cortinas se ve a la mujer que pasa con un escobillón. El hombre vuelve a su trabajo, pero el adolescente se queda mirando, como hipnotizado. –¿No puede pasar un día sin que entre a limpiar? –dice. 11


–¿Qué? –pregunta el hombre, levantando la cabeza. El adolescente lo mira. –Nada –dice, y el hombre vuelve a concentrarse en su tarea. Cuando la persiana vuelve a bajarse, ninguno de los dos interrumpe lo que está haciendo. –Ya está el almuerzo –dice la mujer un poco después. Está parada en la puerta que da a la cocina y los mira dejar la lija y el pincel. Cuando ve que se acercan, gira y entra a la casa. Una vez en la cocina, el hombre y el adolescente se lavan las manos en la pileta y se sientan a la mesa. Comen en silencio, la mirada fija en el plato. Sólo el adolescente levanta la cabeza para mirar a los otros, que parecen no darse cuenta. –Cuando terminemos con las sillas, salgo un rato –dice por fin. –No –dice la mujer sin siquiera mirarlo–, tenés que estudiar. Rendís química está semana. –¿Y? –Te quedó cinco en el trimestre. –¿Justo química tenía que ser? –dice el hombre, absorto en separar con el tenedor el puré de la carne–. ¿No era que te gustaba? El adolescente levanta los hombros. –Cuando le explicaba Mauricio le gustaba –dice la mujer. –Porque ahora salga a dar una vuelta con la bici... –insiste el adolescente. La mujer niega con la cabeza. –Cuando terminan con las sillas, te ponés a estudiar. –Ya casi terminamos –dice el hombre–, lo que falta lo puedo hacer solo. No sabía que tenías examen. Me hubieras dicho y...

12


El adolescente no lo mira. Se levanta con su plato medio lleno todavía y lo deja en la mesada. Luego sale y va a su cuarto. Ahí toma la mochila que está en el piso y un libro de uno de los estantes amurados a la pared. Va al living, se sienta a la mesa y acomoda las cosas. Lee un par de páginas hasta que de golpe cierra el libro. –Mauricio no tenía razón –dice en voz baja–. Este libro es una porquería. Junta todo y lo pone en la mochila. Sale del living hacia la escalera y comienza a subir. Ya arriba, se detiene frente a una de las puertas. Parece dudar. Espera. Luego abre y entra. El cuarto está oscuro y hay un olor penetrante a cera. Deja la mochila en el piso, levanta la persiana y abre para que entre aire. Se sienta en el borde de la cama y mira alrededor. Todo está cuidadosamente en su lugar. Se levanta y va hacia el escritorio. Hay un pequeño trofeo en una esquina. Lo toma con cuidado y pasa los dedos sobre la inscripción en la chapa de metal, casi como una caricia. Está por dejar el trofeo donde lo encontró pero, antes de apoyarlo, cambia de opinión y lo pone en la esquina contraria. Acomoda sus cosas en el escritorio y se sienta. De los estantes, elige uno entre los varios libros de química y se pone a leer. –¿Qué hacés vos acá? –La mujer está en la puerta del cuarto. –Estudio –dice el adolescente sin levantar la vista del libro. –¿Justo acá tiene que ser? Él la mira. –¿Y por qué no? –Sabés bien por qué no. Es el cuarto de tu hermano... –Era el cuarto de mi hermano –dice el adolescente y vuelve a concentrarse en el libro. 13


De golpe la mujer está a su lado. Le da una cachetada. Él se pone de pie de un salto, empujando la silla hacia atrás. –¿Qué? –grita–. ¿Tenés miedo de que venga a recriminarte porque el cuarto está desordenado? No va a volver, ¿entendés? –¿Qué pasa? –El hombre ha entrado en el cuarto. –Subo y me lo encuentro a éste acá, instalado como si nada –dice la mujer, la voz le tiembla–. Para él todo sigue igual, todo es lo mismo. Total, si a él no le importó nunca que... El adolescente la obliga a correrse. Avanza hacia la puerta. –Me tendría que haber muerto yo –dice. El hombre lo detiene agarrándolo del brazo. –Nunca más digas eso –le dice–. No vuelvas siquiera a pensarlo, ¿me escuchás? Los ojos del adolescente se llenan de lágrimas. El hombre lo suelta y él baja la escalera. Después se oye el ruido de la puerta de calle al cerrarse. –Vamos –dice el hombre. La mujer avanza con él, pero en la puerta se detiene y vuelve a girar hacia adentro. El hombre suspira y comienza a bajar. Ella mira el cuarto. La luz del sol ilumina la cama. La colcha está un poco arrugada. Sobre el escritorio hay varios papeles desordenados. La mochila está tirada en el piso y la silla, a un metro del escritorio. –Siempre el mismo desordenado –dice la mujer, y casi parece sonreír cuando cierra la puerta y baja la escalera.

14


Una tarde para mirar fotos

Se sirvió un vaso de jugo y con un plato de galletitas en la mano fue hacia el living. Puso el banco a modo de mesa y apoyó el plato y el vaso. Encendió el televisor: todavía estaba el programa de espectáculos, faltarían unos cinco minutos para que empezara la novela. Se apoyó en los brazos del sillón para irse sentando despacio, pero no sirvió: ahí estaba el aguijonazo en la cadera. Hacía tanto calor. Pero claro, no se podía quedar en batín. Nunca se sabía cuándo la vieja iba a tocar el timbre; con esa manía de venir ahora todas las tardes... Cierre del programa de espectáculos. Ahí está Juan Alberto entrando de prepo en el cuarto de Úrsula y le dice que no se va hasta saber la verdad. ¡Ah, claro! Era la repetición de las últimas escenas del capítulo anterior. Los títulos. Era linda la cortina musical, tan romántica… Tarareó la primera estrofa. Seguro que Úrsula y Juan Alberto se dejaban de tantas idas y vueltas, y se decían cuánto se querían. ¡El timbre! Casi saltó del susto. “Podría tocar con menos entusiasmo, pensó, yo no me estoy quedando sorda como ella”. Subió el volumen del televisor. Por ahí se daba cuenta y... No, el timbre volvió a sonar con más insistencia. Se levantó despacio y fue a abrirle, total estaba la publicidad. Abrió la puerta y la dejó pasar.

15


–¿Te molesto? –le preguntó la vieja no bien ella cerró la puerta. ¿Y si le decía que sí? –No, para nada. Estaba mirando la novela nomás... Pero no apagó el televisor. La vieja se sentó a su lado, también frente al aparato, y comenzó a abanicarse. –Ayer Daniel empezó el último año de la secundaria –dijo. Hablaba fuerte, tratando de tapar la voz del locutor que describía una crema para la cara. Ella a propósito había dejado el volumen alto. –Ah –le contestó, mirando la pantalla. La cortina musical... Ya empezaba. –Daniel, mi nieto –insistió. –Sí, sí, me acuerdo. –Cómo no se iba a acordar si se lo había nombrado como mil veces. Juan Alberto grita, insulta, que qué es eso del chantaje, que quién se cree Úrsula que es... Y Úrsula muerta de risa. “Pero si querés que te diga cómo conseguí los papeles –le dice–, te cuento.” –Cuando termine, va ir a la facultad –siguió la vieja–. Quiere ser ingeniero, como el padre. Ya se lo había contado, pero no le dijo nada. Se podía pasar toda la tarde hablando de su nieto Danielito. ¿Y al final cómo había conseguido los papeles Úrsula? –La que me tiene preocupada es Nati. Ya empezó como diez carreras y no termina ninguna. Juan Alberto ya no sacude a Úrsula. La agarra de la cintura y le mete la mano debajo de la pollera. ¡Por Dios! ¿Qué iba a pensar la vieja de ella, que veía esas cosas? La miró de reojo: se abanicaba como si nada. –¿De quién me hablaba antes? –le preguntó con su mejor tono cortés. Se secó el sudor con el pañuelo. Ese calor de porquería... 16


–Natalia, mi otra nieta. La de mi hija, no la hermana de Daniel –había fastidio en la voz de la vieja. “Mejor, pensó, para que aprenda a no molestar cuando está la novela, encima que ahora dura media hora nomás”. Igual trató de sonar amable cuando le dijo: –Bueno, por lo menos interés tiene. –Sí, claro, interés no le falta. Es muy inteligente, pero vos viste cómo son los chicos ahora, no tienen constancia. A la primera complicación, dejan todo. –Y sí, los chicos son así. Pero tampoco es para que usted se haga tanta malasangre. Sabía que a la vieja le molestaba que no la tutease. “Si tenemos la misma edad”, le había dicho una vez. No le contestó que no tenían la misma edad (al fin de cuentas ella era doce años más joven), pero la siguió tratando de usted. –Sí, tenés razón, no me tendría que hacer malasangre, pero cuando son los nietos de uno... –y marcó con fuerza ese uno. “Para lo que le sirven los nietos”, pensó. Terminó la publicidad. Juan Alberto está solo y todavía se lo ve enojado. ¿Había conseguido los papeles o no? ¿Cómo fue que los tenía Úrsula? Justo la vieja había hablado cuando lo explicaban por primera vez. –Te debés sentir muy sola ahora, ¿no? La pregunta la sorprendió. Sin darse cuenta se dio vuelta. Sus miradas se encontraron. Ya no podía hacer como que no había escuchado. –¿Qué quiere decir? Siempre estuve sola. –Yo decía, como ahora falleció tu prima y era tu única familia... ¿La extrañás mucho? –No éramos muy cercanas. Cada tanto nos hablábamos, nomás. Así que era por eso, por lo de su prima la vieja venía todos los días últimamente. Antes sólo la visitaba una o dos veces a la semana, incluso menos. Y bueno, si ahora 17


no lograba sacársela de encima no se podía quejar: la culpa era suya por habérselo contado. Seguro que ahora la vieja se sentía “responsable” por ella. –Y su hermana, ¿cómo está? –le preguntó. –Igual, haciéndome la vida imposible. Vos viste cómo es la familia siempre... ¡Ay, perdóname! No quise decir... Primero con lo de los nietos y ahora con lo de la familia. No lo hago a propósito, es mi manera de hablar, ¿viste? –Sí, vi –dijo y se tomó un trago del jugo. El hermano de Juan Alberto le dice que algo hay que hacer con Úrsula, que es un peligro. Ella miró de reojo a la vieja: había dejado en el banco su precioso abanico (regalo de uno de los muchísimos viajes de su hijo) y estaba repasando con la mirada todo el cuarto, las mesitas, la biblioteca. ¿Qué buscaba? Si se creía que iba a encontrar polvo por algún lado... Podía hacer calor, pero ella igual había plumereado todo. La vieja giró la cabeza y vio que la observaba. Ella desvió la mirada y se limpió el sudor con el pañuelo. ¿Cuándo había aparecido Úrsula en la escena? Parecía que le iba a cantar las cuarenta al hermano de Juan Alberto. Ya era hora. –¿No tendrías algo de tomar? –le preguntó la vieja. Le hubiera gustado decir que no, que estaba en lo mejor del capítulo. Además, una vez que le diera algo de tomar, la cosa iba para largo. –¿Té? –dijo. La pregunta estaba de más: la vieja vivía a puro té de boldo, y ella tenía que comprar una cajita especialmente. –Sí, gracias. Se levantó. Por lo menos al preparar el té no la iba a tener encima. –Las fotos no te gustan mucho, ¿no? –escuchó a su espalda. 18


Suspiró con fuerza, para que la otra la oyera, y siguió caminando hacia la cocina. –¿Y de dónde saca que no me gustan las fotos? –dijo por fin mientras entraba. –Y digo, como nunca vi ninguna... –Las tengo guardadas. –¿Por qué no me mostrás? Hoy es una tarde como para mirar fotos. La vieja siempre decía cosas como esa: “hoy es una tarde como para mirar fotos” y ¿por qué? Si afuera había sol y el calor era insoportable, ¿qué tenía eso de especial para mirar fotos? –No me gusta recordar el pasado –le contestó y puso la pava en el fuego. –Sí, sos de las que les gusta soñar con el futuro. Se dio vuelta y la miró. ¿Se burlaba? Tenía la sonrisa condescendiente de siempre, como si no hubiera dicho nada particular. –Yo por lo menos no me mando la parte con una familia a la que no le importo. –Y con un golpe apoyó la taza en la mesa. La vieja fijó la vista ahí, en la taza, como si el resto del cuarto hubiera dejado de existir. Ella abrió la boca, tenía que decir algo... pero la cerró. La vieja levantó la cabeza hasta que sus miradas se encontraron. –No se preocupe –le dijo–, nunca más va a tener que volver a escuchar de mi familia. Buenas tardes. Unos segundos después se oyó el portazo. Apagó el fuego (¿para qué iba a querer un té con ese calor?) y se sentó. Mejor. Ahora que la vieja no iba a venir más se podía quedar en batín todo el día. Desde el living le llegó la música del cierre de la novela. Al final no se había enterado de dónde había sacado Úrsula los papeles. Pero bueno, parecía una nena, tampoco era como para ponerse a llorar por eso. 19



Lo único importante en el mundo

Ella tiene los codos apoyados en la baranda del balcón, los brazos extendidos. Sostiene con las dos manos un vaso en el que todavía queda algo de vino. ¿Qué pasaría si lo soltase? Desde donde está, nota un claro entre las copas de los árboles, dos balcones más abajo. Podría ver el vaso estrellarse contra el piso, los pedazos de vidrio esparciéndose en el suelo, reflejando la luz que hace ya horas encendieron en la calle. Siente como si se le resbalase de las manos. Sería tan fácil dejarlo caer... Lo acerca y bebe lo que queda de vino. Qué cosa más estúpida fue comprarse la botella esa. Había tenido la romántica idea de tomarse una copa de vino mientras miraba el atardecer, pero ella no tiene copas. Nunca tuvo. Y no es lo mismo tomar en un vaso. La pregunta es si de tener ella copas, hubiese sido realmente lo mismo, si de todas formas hubiera logrado que la realidad y la imagen que tenía en la cabeza concordaran. Deja el vaso en el piso, al lado de la botella y vuelve a apoyarse en la baranda. Mira hacia abajo. De chica siempre le gustó calcular las distancias. ¿Cuántos pasos habrá desde su balcón hasta la calle? Se da vuelta y entra al living. No tiene sentido pensar en esas cosas. Toma el teléfono y marca. Tiene ganas de salir, hacer algo. No quiere quedarse encerrada con ese calor infernal. No atiende nadie. Prueba con otro.

21


–No estoy, me fui de rumba –dice la voz grabada–. Dejame un mensaje y te llamo. Cuelga. Último intento, marca: ocupado. Deja el teléfono. Se cambia, se maquilla con cuidado y vuelve a probar. Sigue ocupado. Busca las llaves, toma la cartera, vuelve a probar. Ocupado. Apaga las luces y sale. En la calle siente el calor que exhala el cemento. Pareciera que la ciudad no se hubiese enterado de que ya es de noche. Para el primer taxi con aire acondicionado que ve. Alguna vez ése fue su lugar preferido, piensa mientras se sienta en una mesa y toma un sorbo del daiquiri que acaba de comprarse en la barra. También alguna vez todos los que iban a ese lugar la conocían. Mira alrededor, sin reconocer a nadie. Pero mejor así, ¿o es que había vuelto para encontrarse con algún conocido? Para eso se habría quedado pegada al teléfono esperando enganchar a alguien. Toma otro sorbo de daiquiri. Demasiada frutilla. Mira hacia las mesas de pool. Están todas ocupadas. Grupos felices que juegan al ritmo de esa horrible música electrónica. Se jugaría un partido, si tuviera con quién. Se levanta, toma la cartera y la copa. No tiene sentido quedarse mirando cómo todos se divierten. Sube la escalera, le paga la entrada al portero y entra a la pista de baile. No hay mucha gente. No es que la sorprenda: sabe que ya nadie va a bailar antes de las cuatro de la mañana. Toma el último sorbo y deja la copa en la barra. El chico que atiende le dice algo, pero la música está tan fuerte que ella no alcanza a oír. Seguro que le pregunta si quiere tomar otra cosa. Ella mira la pista. Hay muy poca gente como para animarse a bailar sola. Pide una gaseosa. “Qué gran cambio”, piensa mientras toma un trago y mira a los otros bailar. “Abajo por lo menos estaba sentada”. Los juegos de luces le traen dolor de cabeza y 22


siente que le falta el aire. Sale a una de las terrazas. Al no haber edificios altos alrededor, se ve la ciudad como en una postal. Se apoya en la baranda. Estrellas no hay porque el cielo está nublado. Mira hacia abajo. Calcula las escaleras que subió hasta el primer piso, donde están las mesas de pool, y después la larga escalera hasta la disco. ¿Cuántos pasos habrá hasta el suelo? Siente un brazo que le roza la cintura. Otra mano se apoya en la baranda. Ella gira sobre sí, atrapada en esa especie de abrazo. –¿Estás aburrida? Es un pendejo y está borracho. De un tirón le separa la mano de la baranda y consigue zafarse. –¡Ey! –escucha mientras se aleja. Baja las escaleras y sale a la calle. Como está empezando a llover, se toma el primer taxi que pasa. El taxista está escuchando una canción que hace siglos ella no oía. Una de sus canciones preferidas cuando tenía quince años. Ya entonces era una canción vieja, pero le encantaba. –¿Te molesta si subo el volumen? –le pregunta el taxista, justo cuando ella le está por pedir que lo haga. Dice que no con la cabeza. Llueve cada vez más fuerte. Por la ventana ve cómo todos los que están en la calle corren para no empaparse. El aire, por lo menos, ya no está tan pesado. Están frente a la puerta de su edificio. Abre su billetera para pagar y con horror descubre que no le alcanza. Claro, había salido con cincuenta, no con cien. Le dice al taxista que la espere, que sube a buscar y... –Está bien, flaca –le dice él sonriendo–, terminé por hoy y me queda camino a casa. Ella insiste. –Está todo bien –dice él. –Gracias –le dice ella y se baja. 23


Ya en su departamento, al prender la luz del living, ve que dejó abierta la puerta del balcón y el agua está entrando. Con calma, se saca los zapatos mojados y se acerca para cerrarla. Pero cuando está por hacerlo, ve el vaso que dejó en la otra punta. Sale al balcón y camina sin apuro, a pesar de la lluvia que la moja. Se escucha música. Algún vecino debe estar teniendo una fiesta. Es salsa. Siempre le gustó la salsa. Avanza haciendo unos tímidos pasos de baile. Alguna vez le dijeron que es buena bailarina. Se agacha para tomar el vaso y se levanta moviendo las caderas, siguiendo el ritmo de la música. Le gusta sentir el chapoteo de sus pies desnudos sobre las baldosas aún tibias y la lluvia cayéndole por el cuerpo, casi acompañando sus movimientos, vaciándola, limpiándola. Y se queda ahí, bajo la lluvia, con el vaso en la mano y girando sobre sí, como si bailar fuera lo único importante en el mundo.

24


Un día sólo para vos

Trataba de no creerle a su hermano, Lucas siempre estaba metiéndole miedo. “Hay que ver si salís vivo de judo, como para disfrutar de tu fiestita de cumpleaños”, le había dicho esa vez, cuando volvían de la escuela. Su hermano iba a judo hacía más de un año. Él apenas si había empezado hacía unos meses. –¿Por qué?, ¿qué me va a pasar? –terminó preguntando él, aunque sabía que lo mejor hubiera sido no decir nada. Lucas se río, y se quedó mirándolo como si no estuviera seguro de si contarle o no. Él levantó los hombros. –Seguro que son cuentos tuyos –dijo y siguió caminando. –Cuando llegue tu cumpleaños vamos a ver si son cuentos o no. Como él no le contestó nada, al final Lucas siguió: –Cuando es el cumpleaños de alguno, lo tiran la cantidad de años que cumple. Y el último es el profesor, que siempre te hace volar por el aire. De golpe vio a ese hombre grandote agarrándolo y haciéndolo casi tocar el techo al tirarlo. Y se vio cayendo todo despatarrado sobre el tatami, que para ser una gran colchoneta era bastante dura. ¿Dolería romperse el cuello o era cosa de un segundo, como cuando uno partía una rama seca? No quiso que Lucas lo viese asustado. –No les digo que es mi cumpleaños y listo –dijo. 25


–Mirá que sos tarado, eh –le contestó Lucas–. ¿No te acordás que a mamá le preguntaron la fecha cuando te anotaste? Él levantó los hombros, como diciendo que no le importaba, pero desde ese día tuvo miedo de que llegase su cumpleaños. Y aunque antes había estado tan contento porque le habían prometido una fiesta con mago y todo, como la que había tenido Lucas, ahora no quería ni pensar en lo poco que faltaba. Al principio, trató de creer que todo había sido un invento de su hermano y que no hacían nada en judo cuando uno cumplía años. Pero la semana en que Lucas le había dicho lo que iba a pasar, fue el turno de otro chico y ahí él vio cómo era. Se paraban todas las actividades. El profesor anunciaba quién cumplía años y cuántos, y después todos los otros se ponían en fila, y a medida que tiraban al cumpleañero contaban en voz alta el número de caídas. El último lance lo hacía el profesor. Él vio cómo se acercaba despacio al chico, lo agarraba de las solapas y después de decirle algo en voz baja, lo tiraba. Era un lance que no conocía. El chico dio como una vuelta rara y cayó. Se levantó en seguida, mitad sonriente, mitad mareado, mientras el resto aplaudía. Aunque él apenas si lo había visto un par de veces, se le acercó para preguntarle qué le había dicho el profesor antes de tirarlo. Pero el otro sólo sonrió y dijo: –Es un secreto. Cuando te toque vas a saber. Como no supo qué contestarle, dijo que sí con la cabeza y fue a cambiarse. En la puerta del vestuario su hermano lo agarró del brazo: –Éste tuvo suerte y se salvó –le dijo, al oído–. Pero porque él sabe caer bien, en cambio vos... Él se soltó dando un tirón y entró al vestuario. ¿Y qué quería Lucas? Su hermano hacía mucho que iba, pero él apenas si estaba empezando, y además no le gustaba 26


el judo. Hubiera preferido hacer cualquier otro deporte. Por eso tampoco le importaba mucho si le ganaban o no una lucha. Los otros chicos eran más grandes también, así que de última... Lucas igual siempre le decía que tenía suerte de que no fuese una clase mixta, porque si no seguro que las nenas también le ganaban. Cuando sólo faltaba una semana para su cumpleaños, las cosas se pusieron peor. No podía ni oír hablar de su fiesta que ya le agarraba un nudo en el estómago. No comió mucho esa semana, y su mamá se dio cuenta. –Pero ¿qué te pasa? –le preguntó el domingo–. ¿Te sentís mal? –él dijo que no con la cabeza–. ¿No estás contento con la fiesta? Va a ser como vos querías, igual a la que tuvo Lucas el año pasado, el mismo mago y todo. Va a ser un día sólo para vos, ¿por qué no estás contento? Se quedó callado. Habría dado cualquier cosa porque su mamá dejase de hablar del cumpleaños. –Dejalo –dijo su papá, que había escuchado todo detrás del diario que estaba leyendo–. Debe estar ansioso nomás. Ya se le va a pasar. Por suerte su mamá no volvió a insistir. Al día siguiente Lucas se enfermó y todos estaban muy ocupados como para darse cuenta de que él casi no comía. De la fiesta no se volvió a hablar, excepto para decir que ojalá su hermano ya estuviese bien ese jueves. Para él fue un alivio. Era la primera vez que se alegraba de que Lucas se pusiese tan insoportable cuando se enfermaba. Era una angina lo que tenía pero, por cómo se portaba, parecía que se estuviera por morir. Todos le seguían el juego y corrían de acá para allá. Enfermo y todo, Lucas no dejó de recordarle lo que iba a pasar en judo. El miércoles a la tarde estaban mirando televisión y pasaron uno de esos flash informativos sobre un tipo que no podía mover ni las piernas ni los brazos por un accidente, y que había dado mucha plata para la investigación de nuevas operaciones. 27


–Así vas a quedar vos –le dijo Lucas–. Si el profe no te mata, claro. De golpe se imaginó como el hombre de la tele, tomando agua por una pajita que le sostenían, babeándose todo. Hasta ese momento no se le había ocurrido que había algo intermedio entre salvarse y morirse. –Aunque por ahí tenés suerte –seguía Lucas–, y te deja paralítico nomás. Después llegó su mamá con la bandeja de la leche y Lucas no volvió a hacer ningún comentario. Él igual no se pudo sacar la imagen de la cabeza y cuando a la noche su mamá les apagó la luz, tuvo miedo de cerrar los ojos, porque lo único que veía era al tipo de la tele. En algún momento debió quedarse dormido, y cuando se despertó a la mañana siguiente lo primero que pensó fue: es hoy. Y en seguida sintió el nudo en la panza. Al rato apareció su mamá con la bandeja del desayuno para él y para Lucas. Después vinieron los regalos: un buzo, el CD que él quería y un muñeco del anime que le gustaba. –El muñeco te lo eligió tu hermano –le dijo su mamá. Lucas levantó los hombros. –Como se la pasa hablando de ese dibujito idiota... Le hubiera gustado contestarle que si le parecía tan idiota por qué siempre se sentaba a mirarlo, pero no era cuestión de pelearse en ese momento. Después, por suerte, dejaron de darle importancia a eso del cumpleaños, porque Lucas volvía al colegio después de tres días de quedarse en casa. Su mamá le tomaba la temperatura cada dos minutos y repetía, mientras lo abrigaba, que se cuidase en la escuela. Ya en el colegio, trató de concentrarse, pero no pudo. La imagen del tipo de la tele se le mezclaba con las cuentas y los afluentes del río Bermejo. Cuando tocaba el timbre, salía corriendo al patio, y seguía corriendo 28


hasta que la maestra los llamaba para que entrasen. Era lindo correr y sentir el viento frío en la cara. En la vuelta a casa, Lucas tampoco lo dejó tranquilo. –Disfrutá las últimas horas de vida –le decía–, porque después... Él no contestaba, tal vez así conseguía que se callase. –Bueno, a lo mejor te salvás. Si te concentrás bien y tratás de no caer tan mal como siempre, por ahí nomás te quebrás las piernas. –¿Y qué? Cuando vos te rompiste el brazo tuviste el yeso un mes, nomás –le dijo. –Sos tarado, eh. Cuando te quebrás las piernas así, de una caída como la que vas a tener, no alcanza con yeso. Seguro que te tienen que operar. Y después no vas a volver a caminar como antes; lo más probable es que te queden las rodillas chuecas y ya no puedas correr. Se miró las piernas. Y él que estaba tan orgulloso de ser el que corría más rápido del grado... Si no podía correr, mejor quedar en silla de ruedas y listo. –Igual no te preocupes –le dijo Lucas poniéndole la mano en el hombro–. Seguro que vas a caer tan mal que te mata al toque... Él le sacó con bronca la mano del hombro y no habló el resto del camino. Durante el almuerzo no pudo comer nada, y se quedó frente al televisor. Entonces, su mamá dijo que Lucas no podía hacer esfuerzo todavía, así que a judo no iba a ir; y a pesar de que su hermano protestó, no hubo nada qué hacer. Él pensó, entonces, que también se iba a quedar en casa. –Pero si yo no voy, ¿quién lo lleva a éste? –dijo Lucas. –Bueno, de última que él tampoco vaya –dijo su mamá, y en ese momento tuvo ganas de ir y darle un beso enorme. 29


–Pero no –dijo Lucas–, cómo no va a ir, si en judo siempre festejan los cumpleaños. Y además queda acá en la esquina –y lo miró a él, sonriendo. Su mamá también lo miró. –Ya estás tan grande –le dijo y lo abrazó–. Está bien, así de paso puedo terminar tranquila. Con lo ansioso que es seguro que me va a estar encima todo el tiempo. Andá, pero no des vueltas, eh. Andate directo al gimnasio. Él asintió. Ya no había nada que hacer. Se puso el piloto, agarró un paraguas y después de escuchar todas las recomendaciones de su mamá, salió. En dos minutos llegó al gimnasio y se cambió. Cuando pisó el tatami el corazón le latía con más fuerza, aunque sabía que no iba a pasar en ese momento. La otra vez el “festejo” había sido casi sobre el final de la clase. Igual, cuando terminaron con el calentamiento, el profesor dijo: “Bueno, y ahora...” e hizo una pausa, él sintió que el corazón le latía muy, muy fuerte y tuvo unas ganas terribles de vomitar. Pero era apenas que iban a aprender un lance nuevo. Y aunque no le salió bien ni una sola vez, el profesor no le dijo nada. Seguro que le tenía consideración por lo que iba a venir después. Se formaron para hacer el saludo al final de la clase. ¿Tan rápido había pasado? Algo confundido siguió a los otros cuando rompieron la fila para irse al vestuario. Entonces escuchó la voz del profesor que lo llamaba. El hombre le sonreía. No era raro: cuando había avisado el cumpleaños del otro chico también sonreía. Él respiró profundo y se acercó. No iba a dejar que se notara el miedo que tenía. Cuando estuvo a dos pasos, el profesor le puso la mano en el hombro y, todavía sonriendo, dijo: –¿Qué pasó con tu hermano que hoy no vino? En el tatami no quedaba nadie, todos los otros estaban en el vestuario, sus voces y risas, lejanas; contra el vidrio, el golpeteo de la lluvia. Ya no había nada que 30


esperar. Con bronca sacó la mano que se apoyaba en su hombro, se dio vuelta, y casi corriendo agarró sus cosas y se fue. En la puerta de su casa ya habían pegado el cartel del cumpleaños. De un tirón arrancó la parte que tenía su nombre y lo hizo un bollo. Después entró y sin contestarle a Lucas que le preguntó cómo le había ido, fue a prepararse para la fiesta.

31



Fuerza

–Claro, entiendo. Seguro –dice ella. Corta y tira el inalámbrico contra el piso. Pedazos de plástico negro que vuelan por el cuarto. –Forro de mierda. Se tira hacia atrás en el sillón. No va a llorar, no le va a dar el gusto. Fuerza, le falta “fuerza”. Todo muy lindo, muy bien pintaditos, sí, pero para exponer te falta fuerza. Los cuadros están en el piso, apilados contra las paredes. Y ella que ya los imaginaba colgados en la galería, que ya pensaba qué se iba a poner el día de la apertura. Una pelotuda. Qué sabía ese tipo de arte además, expondría latas de aceite si eso diera plata. Un par de cuadros más... como si fueran figuritas. Pongo ésta, sale la otra. ¿Ahora sí? ¿Ahora ya puedo exponer? Tendría que ir, agarrarlo a la salida de la galería y cortarle la garganta de oreja a oreja. Un cuadro más, bien fuerte: “Hombre crucificado” y ponerlo sobre un lienzo, así, con los brazos abiertos, con la sangre como decoración. Un éxito total. Le molesta la luz. Se para y baja la persiana. La penumbra hace más evidente el polvo. Mirá cómo vivís. No se puede crear en un atelier sucio. Va hacia el armario y saca el escobillón y el plumero. Si va a limpiar lo tiene que hacer bien. Levantar todos los cuadros, las cosas tiradas, correr el sillón, barrer todo. Después limpiar los restos de pintura en las paletas, en la mesa. Dejar todo impecable, mover la energía. Claro, mover 33


la energía. Por eso ella viene tan trabada últimamente, por eso nunca nada sale. Todo siempre a punto de, sin que se llegue a concretar. Empieza a poner los cuadros en la mesa, apilándolos pero tratando de no mirarlos. Toda su producción está en ese cuarto... lo que vale la pena, al menos. El piso queda libre. Los cuadros sobre la mesa. Toda su vida, todo su tiempo apilado en ese pequeño espacio. No mires, ponete a barrer y no mires. Pero ya está delante de la mesa, mirando, sacando uno a uno, viéndolos, sintiendo la textura, las pinceladas demasiado gruesas de unos, demasiado débiles de otros. Es como si ella no los hubiera hecho, como si nos los conociera. Son una porquería. Tendría que darle vergüenza pensar en exponer. ¿Encima se enoja porque le dicen que, tal vez, si pintara un par de cuadros más...? Dedicate a otra cosa, esto no es para vos. Tendría que prenderles fuego. Un poco de nafta, un fósforo y puff, como si nunca hubieran existido. Ella se queda adentro y listo, es como si ella tampoco nunca hubiera existido. Una nena melodramática. En la parte de abajo algunos cuadros tienen suciedad pegada, de tanto estar contra el piso. Va a buscar un cuchillo. Serán una porquería pero al menos puede tenerlos presentables. Le gusta el contacto del cuchillo. El mango de metal, el frío en la piel. Sería tan fácil... es tan fácil. La tela cede. El ruido que hace al desgarrarse es maravilloso. –Puta madre. Se cortó. Ni un cuchillo sabe usar bien, y ahora la sangre sale como si no fuera a parar más. Busca un trapo. No hay nada limpio, por supuesto. Y de golpe ahí está: un lienzo vacío, esa blancura que siempre la excitaba cuando tenía un cuadro en la cabeza. Apoya la mano. Blanco que se transforma en rojo. La mano hacia arriba, 34


una curva. No es raro que ella pinte sin pincel. Cierra los ojos un segundo. Le gusta sentir la aspereza en la yema de los dedos. Un movimiento rĂĄpido, recto, hacia abajo, y despuĂŠs volver a subir, presionando bien. Duele, pero no importa. Ya lo puede ver, como si lo hubiera pintado: un nuevo cuadro, sĂ­. Lleno de fuerza.

35



La otra María

Nunca lo pudo explicar. Fue como algo mágico. Ella cruzó la puerta de la biblioteca donde trabajaba y, como si la hubiese golpeado un rayo, todo desapareció: ya no sabía quién era ni qué había ido a hacer ahí. Estaba en una biblioteca, sí, y sospechosamente ella sabía que el código L82 quería decir literatura inglesa y que cualquier libro que llevara una NB en su lomo había que guardarlo en el depósito que se cerraba bajo llave. Pero de su nombre, de su primer día de colegio, su primer beso, de la oscura razón que la había hecho convertirse en bibliotecaria, de todo eso no tenía ni la más remota idea. Se miró en el reflejo de la puerta de vidrio: era una mujer todavía joven, de pelo rubio muy prolijo, cortado carré. “Me deben gustar las polleras”, dijo mirando la que tenía puesta, “y los tacos altos, aunque sean incómodos”. Eso fue todo lo que pudo descubrir de sí misma. Por su nombre, al menos, no se tuvo que preocupar: –María... –le dijo una de esas tres mujeres que la miraban asustadas–, ¿te sentís bien? –Muy bien –dijo. Y sí, se sentía muy bien. Volvió a mirarse en el reflejo de la puerta. No creía que esa mujer rubia de pelo tan prolijo se hubiera sentido nunca así de bien. La adrenalina le recorría todo el cuerpo. Era libre. Más libre de lo que cualquier otra persona había sido nunca. Le habían dado (quién, ella no sabía, el dios

37


de la memoria, si es que existía uno) una oportunidad única: la de convertirse en lo que quisiera ser. Desde ese momento, a cada día lo convirtió en una búsqueda para construirse. Primero fue la ropa, porque al fin de cuentas sólo tenía lo que llevaba puesto en el momento de su “nacimiento”, como ella lo llamaba (había pedido que le vaciaran todo su departamento, para empezar sin rastros de la que había sido). Se compró sólo pantalones y zapatos de taco bajo. Después fue pasando a cosas un poco más sustanciales: libros, películas, comidas. Ahí fue donde más le costó decidirse. Después de probar muchos platos se dio cuenta de que le era imposible elegir su preferido, así que se contentó con poder afirmar que la comida picante no le gustaba. Tampoco con los colores consiguió decidirse: a veces sentía que ella era más rojo que otra cosa, pero otro día le parecía que el verde era el color más lindo de todos, y a veces era el azul. A la biblioteca siguió yendo: el hecho de que de su memoria no se hubieran borrado los códigos de referencia y ubicación le parecía una señal de que quedarse ahí estaba bien. Además, le gustaba estar entre los libros y con sus compañeras. Ellas, como su familia, aceptaban con una sonrisa condescendiente cada una de sus decisiones, cuando sí podía tomar una: que de la música clásica la que más le gustaba era la barroca y, de la moderna, el rock de los ochenta; que el cine francés era un espanto, que no entendía cómo alguien podía comprar un tapado de piel natural... Cada día le parecía una fiesta y sólo una tarde rompió su propia regla y preguntó algo de su pasado: –¿Alguna vez antes fui así de feliz? –Sus compañeras de la biblioteca la miraron sin saber qué responder. Y en el fondo para ella fue un alivio, no tenía sentido ponerse a hablar de la otra. Sólo una cosa se había enterado de ella. Fue cuando pidió que la llamaran “Maru”. Su portero 38


la había llamado así al salir ese día y aunque no le gustó nada, pensó que su nuevo yo tenía que ser rebautizado. –Pero si antes te volvías loca si te llamaban de otra forma que “María” –le dijo Juana, una de sus compañeras en la biblioteca. Las otras dos la miraron mal, porque se suponía que nunca tenían que hacer referencia a cómo habían sido antes las cosas. Ella, desde entonces, no aceptó que la llamaran de otra forma que “Maru”, aun cuando en el fondo no le gustaba. Cuando volvió a pasar fue tan repentino como la primera vez: cruzó la puerta y como un rayo todos sus recuerdos volvieron. Se llamaba María, había ido a la Sagrada Concepción, primaria y secundaria, su primer beso se lo había dado en un cumpleaños un chico que nunca le había gustado, se había hecho bibliotecaria porque nada le fascinaba tanto como los libros, jamás había podido decir cuál era su comida o color preferido. En su placard, como ahora, nunca había tenido más que una pollera y un par de zapatos de taco alto, que el día de su “nacimiento” había decidido ponerse sólo para, por una vez, variar un poco. Cuando esa tarde se puso a llorar en la biblioteca, nadie supo por qué. Igual sigue insistiendo en que no la llamen María y, cuando se presenta, dice siempre, como si le rindiera tributo a un muerto: “Maru Torres, encantada”.

39



El llamado

Ella metió la llave en la cerradura y la hizo girar. Empujó la puerta, pero por la humedad, la madera se había hinchado, y al principio apenas si consiguió moverla. La empujó con bronca. –Puerta de mierda –dijo al cerrarla de una patada. El departamento había estado todo el día cerrado y faltaba el aire. Abrió el ventanal que daba al balconcito y la ventana de su dormitorio. No fue un gran cambio: ahora, además de faltar el aire, entraba el calor de afuera. –A vos lo que te hace falta es un ventilador –le había dicho Ignacio una noche. Estaban en la cama y hacía tanto calor que apenas si se podía respirar. Ella se había reído. –Lo que necesito es un aire acondicionado. –Ah, tanto no sé –había contestado él. Al día siguiente, a la hora del almuerzo, no quiso ir a comer con ella. Dijo que lo habían mandado a hacer unos trámites. No le creyó, pero tampoco se lo dijo. Casi una hora después él apareció cargando un paquete enorme que le tapaba la cara. Lo dejó sobre el escritorio. –Dale, abrilo –le dijo, porque ella se había quedado mirándolo como si fuera una cosa de otro mundo. Nunca le había regalado nada. Lo abrió y los dos se rieron: era un ventilador. No muy grande pero, como él le dijo, era lo que podía comprar.

41


Al ventilador ya no lo tenía más, así que no quedaba otra que esperar un poco de viento. Tres meses atrás, en un ataque de bronca, lo había revoleado por el aire y, según le aseguraba el japonés que siempre hacía magia con los aparatos, había quedado más allá de cualquier arreglo. Cómo había llorado aquella vez, mientras caminaba hacia su casa abrazada al ventilador. Qué estúpida, si para entonces ya hacía como dos meses que había roto con Ignacio. Fue hasta el dormitorio a mirar el contestador. Dos mensajes. El primero, de su mamá. –¿Estás bien? Hace mucho que no llamás, andamos algo preocupados... Llamanos, ¿sí? Para oírte la voz, nomás. Lo borró. Otro día la llamaba. El segundo mensaje no era de nadie: cortaron sin grabar nada. ¿Habría sido Ignacio? Pero no, no tenía por qué llamarla. Bueno, habían quedado amigos, o ¿no? Sí, tan amigos que él le presentó a la piba esa, que se hacía mucho la simpática, que le había dicho: “Qué lindo por fin conocerte. Él me contó tanto de vos que ya siento que te conozco”, pero bien que en los cinco minutos que estuvo en la oficina se la pasó estudiándola. Seguro que ahora le estaba diciendo a Ignacio. “Yo pensé que era más linda, y no me pareció que era tan graciosa como vos decías, y...” ¿Pero qué carajo le importaba a ella la novia de Ignacio? Fue hasta el baño y puso a llenar la bañadera con agua tibia. Después de un baño con sal gruesa iba a sentirse mejor. Siempre decía que se iba a comprar sales perfumadas, pero al final no lo hacía. Total, casi nunca tenía tiempo para un baño de inmersión. Ese día porque era viernes y no tenía planes... ¿Hacía cuánto que no tenía planes los viernes? 42


Y sí, en el fondo le importaba Ignacio y su estúpida novia. Sentada en el borde de la bañadera prendió un cigarrillo. Si había estado toda la tarde tratando de sacarse esa imagen de la cabeza... A él se le había atorado el cierre de la campera (esa tipo piloto que Ignacio llevaba siempre aunque hiciera treinta grados y no hubiera ni una nube) y la piba, como si él fuese un chico, se acercó, le sacó las manos del cierre y, con una risita de cierta ternura y burla, de un solo tirón lo bajó. ¡Qué ganas había tenido de tirarles un pisapapeles! Apagó el cigarrillo. Él lo había hecho a propósito. Sabía que le iba a molestar verlo con otra, aunque hubiera pasado el tiempo, aunque en la oficina hicieran de cuenta que no había pasado nada, que eran tan amigos como siempre. Pero de ahí a refregarle en la cara que él ya estaba con alguien, y ella no, a decirle “un día de estos te conseguís a alguien y salimos los cuatro, ¿qué te parece?”. ¿Qué le iba a parecer? Pero no le dijo nada de lo que le hubiera gustado decirle... Lo último que quería era hacer una escena de ex novia despechada. Cerró la canilla. “La culpa es mía, pensó, por tarada. La que todavía piensa en él soy yo, ¿él por qué se iba a imaginar que...?” Se fue desvistiendo. ¿Y a ver, por qué la culpa era de ella? Ignacio la conocía lo suficiente como para saber que no le iba a gustar verlo con otra. La había traído a la oficina a propósito. Pero al final de cuentas siempre le pasaba lo mismo, siempre era ella la que se quedaba enganchada... Estaba por entrar en la bañadera cuando sonó el teléfono. Seguro que era su mamá, para “escucharle la voz”, así que iba a dejar que atendiese el contestador, pero se acordó de ese mensaje en el que habían cortado y, desnuda como estaba, fue a atender. –¿Ana? –la voz era de un hombre. No le sonaba familiar. 43


–Sí, soy yo, ¿quién habla? –Te llamaba para decirte que ya te olvidé. –¿Qué? –Lo que oíste, que ya te olvidé. –¿Quién habla? Hubo un silencio, como si el otro estuviera dudando sobre qué contestar. –¿No sabés quién soy? –sonaba dolido. –La verdad que no. ¿Seguro que querés hablar con Ana Ferrare? Del otro lado hubo un suspiro. –¿En serio no sabés quién soy? Ella se quedó pensando. Ignacio no era, eso seguro... –¿Vicente? –dijo. Él se rió. –No, no soy Vicente... pero no importa. Quería que lo supieras, nomás, que ya te olvidé. –Pero, ¿quién...? Él ya había cortado. Se quedó ahí, mirando el teléfono como esperando que sonara de nuevo. Y pensar que ella no iba a atender... Volvió al baño. Primero los pies, después las piernas, la espalda, el cuello. Todo el cuerpo se iba relajando al contacto con el agua. Ni muy caliente ni muy fría, justo como a ella le gustaba. Sumergió la cabeza unos segundos. El silencio le hizo sentir que se disolvía, que por un instante ella y el agua eran la misma cosa. Después se incorporó. “Qué llamada más rara”, se dijo y, ya lejana, empezó a enjabonarse tarareando.

44


La mochila

Él estaba en el baño cuando el timbre sonó por primera vez. No se apuró, porque pensó que su mamá iba a contestar. Pero ahí estaba el timbre otra vez, y escuchó la voz de ella desde la cocina: –Sebas, andá a abrir. Se lavó las manos apurado y fue corriendo hasta la puerta. La abrió sin preguntar quién era. Frente a él estaba parado su papá. Esperó el reto de mamá, pero el grito de “¡Cuántas veces te tengo que decir que no abras la puerta sin preguntar quién es!” nunca llegó. Ella no se debía haber dado cuenta. Su papá le tendió la mano para que lo saludara como le había enseñado. –En la manera en que uno da la mano, muestra su forma de ser –le había dicho una vez. Él no estaba muy seguro de eso, pero sabía que su papá estaba orgulloso de cómo él daba la mano: “como todo un hombre”, decía. Tirándole del brazo, su papá lo obligó a acercarse. –¿Me extrañaste? –le dijo casi al oído. Y ya más fuerte cuando lo había soltado–. ¿Estás listo? –Casi –le mintió él. –¿Café? –preguntó su mamá desde la puerta de la cocina, con ese tono que él odiaba, ese tono que nunca le oía usar al ofrecerle algo a otra persona, ni siquiera cuando estaba enojada. –No, gracias. Vos Sebas, ya casi estás ¿no?

45


–Sí, guardo un par de cosas nomás y vamos –le dijo y se fue corriendo a su cuarto. Lo único que tenía listo era la ropa. Su mamá, como siempre, se la había dejado preparada en la cama. Mil veces le había dicho que tendría que dejarse algo de ropa allá, en la casa de su papá, para no tener que llevar “la pilita” como ella llamaba a la ropa que le dejaba lista. Pero cuando volvía, siempre empezaba con que si había traído las cosas sucias para lavar y se enojaba si él se había olvidado algo. La mochila con las cosas del colegio estaba en el piso al lado del placar. La dio vuelta y tiró todo lo que tenía. Separó lo que no iba a necesitar el lunes y metió el resto a los apurones. Ropa, las cosas del colegio, ¿qué más? Tenía que apurarse si no quería que… Los juegos de la compu. Hacía dos semanas que decía que iba a instalar en la máquina de su papá los jueguitos que se había comprado, pero siempre se los dejaba. Puso los dos CD en la mochila. La ropa iba último, porque era lo más fácil de poner en los huecos. Ya que estaba podía llevarse otro CD de música, así no tenía que escuchar los tangos y boleros de su papá. Su mamá siempre decía que papá escuchaba esa música deprimente cuando se ponía melancólico. Desde que se había mudado, él no lo había visto escuchar otra cosa. A él tampoco le gustaba. Lo ponía triste. Fue hasta al living a sacar un CD de la pila al lado del equipo. –Má, me llevo éste –le dijo señalándole la cajita. Ella no lo miró. Estaba agachada frente a la biblioteca. Parecía que buscaba algo. –Má, me llevo este compac, ¿sí? –insistió él. Ella se levantó, miró un segundo la cajita y le dijo: 46


–No, ese no, Sebas. A mí me gusta mucho y vos por ahí te lo dejás allá. Estuvo a punto de decir que no se lo iba a olvidar, que a él también le gustaba mucho, pero vio a su papá sentado en el sillón y se acordó de que no tenía tiempo para discutir. Estaba leyendo el diario. O haciendo de cuenta que leía el diario, porque él sabía que una de las cosas que más le gustaba a su papá era levantarse temprano para tomar el desayuno y leer el diario tranquilo. Así que muy interesado en las noticias que ya había leído no podía estar. –¿Dónde lo habré metido? –dijo su mamá, como hablándose a ella misma–. Sebas, ¿vos no viste el libro de derecho penal, ese rojo con el que estaba trabajando? El libro estaba en el escritorio, a dos pasos de la biblioteca, bien visible. Su papá levantó la vista del diario e hizo un gesto como para decir algo, pero al final no dijo nada. Él tampoco. –Ya casi, casi estoy, pá –le dijo y agarró de la pila un CD cualquiera. Entró corriendo al cuarto y en el apuro ni cerró la puerta. Puso el CD en la mochila. Tenía la sensación de que se estaba olvidando de algo. Recorrió el cuarto con los ojos. Claro, las revistas. Fue hasta la pila que tenía al lado de la computadora. Se había comprado un par nuevas que quería leer, pero no se acordaba dónde las había dejado. Se puso a revisar entre el montón a ver si estaban con las viejas. –Siempre tarda cuando lo vengo a buscar –escuchó que decía su papá desde el living–. Podrías hacer que esté listo. –No le gusta irse –dijo su mamá. –O sea, que no le gusta irse conmigo –dijo él. –Yo no dije eso –le contestó ella. 47


–¿Y qué es lo que quisiste decir? Fue hasta la puerta y la cerró. Claro, si las revistas las había dejado en la mesa de la compu, con los CD. Las agarró. Su papá siempre se reía cuando lo veía leyendo alguna en japonés. “Si no entendés nada”, le decía. Igual a veces se sentaba al lado suyo para que le explicase qué era lo que él interpretaba de las imágenes. Antes nunca hacía eso... Como las revistas eran nuevas, no quería que se le arrugasen: trató de deslizarlas adentro de la carpeta de Ciencias, pero estaba tan apretada que no pudo. Sacó la carpeta, puso las revistas adentro y trató de meter la carpeta en la mochila, pero no conseguía que entrase toda. Un golpe en la puerta. –¿Sebas? –era la voz de su mamá. Puso la mochila debajo de la cama para que no viera que la tenía así, a medio cerrar, y fue a abrir. –Tu papá está apurado, Sebas –le dijo ella. Tenía los ojos llorosos. –Bueno, ya salgo. Se agachó para sacar la mochila de debajo de la cama, y vio que la bufanda estaba también tirada ahí. La sacudió y se la puso al cuello para no olvidársela. En realidad no era su bufanda, sino la de su mamá, pero ella se la había dado. A él le gustaba mucho. No era de mujer, sino negra y lisa, así que nadie sabía que era de su mamá. Lo que a él le gustaba era que tenía el perfume de ella y siempre que quería lo podía oler y era como tenerla al lado preguntándole si le había ido bien en la escuela. Sacó la carpeta de Ciencias, con las revistas y todo. Pero mientras guardaba la ropa se acordó de cómo había protestado la maestra la última vez que no había llevado la carpeta. Y el discurso de su mamá: “Eso te pasa por agarrar todo a último momento”. La volvió a meter, sin las revistas. Si antes no entraba, ahora con la ropa era 48


peor. Podía no llevar algo de la ropa, su mamá siempre le ponía de más, pero la única vez que no se llevó todo fue justo cuando necesitó tener algo de reserva. Había charcos por todos lados porque había estado lloviendo. Él iba caminando sin prestar mucha atención y terminó con los dos pies en el agua. Las zapatillas, las medias y parte del pantalón empapados. Se había asustado por el reto que se iba a ligar cuando su papá lo viera así, porque lo ponían loco esas cosas. “¿Cómo que no ibas prestando atención? ¿Pero qué vivís, en Babia?” Pero cuando lo vio, lo único que hizo fue apoyarle la mano en la cabeza y decirle: “Bueno, andá, cambiate”. Ahí él le tuvo que decir que no tenía qué ponerse. “¿No tenés nada acá?”, le preguntó su papá, tan bajito que apenas si lo pudo escuchar. Ni siquiera se enojó por tenerlo que traer de vuelta para buscar la ropa. Pero era peor que cuando se enojaba: en el auto puso una de esas canciones tristes y casi ni le habló. –Cambiate y volvé, eh –había insistido como tres veces. No, la ropa iba toda. Por ahí si en lugar de llevar el pulóver en la mochila, se lo ponía y guardaba el buzo que tenía puesto... Desde el living le llegaban las voces. No escuchaba qué decían pero por el tono se debían estar peleando. Trató de meter el buzo. No entraba y la carpeta seguía medio afuera. Quiso sacarla, y como se había quedado trabada, le pegó un tirón tan fuerte que se le cayó y se abrieron los ganchos. Las hojas volaron por el piso del cuarto. Fue levantando algunas, pero se dio cuenta de que no hacía más que pisar el resto. Tiró con bronca las pocas que había recogido y le pegó una patada a la carpeta. Total, ya no servía para nada. –Sebas, ¿vamos de una vez? –le estaba gritando su papá desde el living. 49


Con la campera en la mano salió del cuarto. –Ya estoy –le dijo. Y fue a la cocina a decirle chau a su mamá, que fregaba una hornalla con mucha energía. –Que te diviertas –le dijo ella y le dio un beso, sin dejar de frotar. Fue hasta el ascensor, donde lo esperaba su papá. –Te alquilé una película –le dijo. Pero Sebastián no le prestó atención. Pensaba qué buena idea había sido dejar la mochila.

50


Como al descuido

–No todas las fantasías se realizan –le dice ella al tipo. Si la viera ahora Rodrigo. Él podrá levantarse a todas las minas de la fiesta, pero ella hizo, con sólo estar parada esperando el colectivo, que un tipo se bajara del auto para hablarle. –Sos tan hermosa –dice él y estira la mano para tocarle el brazo. Ella lo saca antes de que llegue a hacerlo. Tiene que tener cuidado, después de todo: es un jueves, de madrugada y no hay nadie en la calle; ni autos pasan. Obvio que no piensa hacer nada, el tipo no le gusta y parece medio borracho, pero tampoco puede rechazarlo de manera violenta. “Donde éste se saque…”, piensa. Pero le gustaría que Rodrigo pasase con el auto y los viese, que se acuerde de que ella también puede levantarse a cualquiera, aunque no quiera hacerlo. ¿Y ese colectivo no va a venir nunca? El tipo vuelve a insistir, y ella repite lo que ya dijo unas quince veces desde que él se bajó del auto. –Estoy muy enamorada de mi novio. Y de nuevo espera que le pregunte lo evidente: “¿y dónde está tu novio que andás sola a las tres de la mañana en una zona como ésta?”. Pero el tipo no lo hace. Vuelve, como las otras veces, a decir que entiende, que está todo bien, que él sólo quiere que pasen un buen rato o por lo menos acercarla a su casa: esa zona es peligrosa y por ahí se larga a llover de nuevo. Ella se envuelve con los 51


brazos, tratando de cerrarse mejor el ridículo saquito que es más decoración que otra cosa. ¿Cómo se iba a imaginar, cuando se vistió para la fiesta, que un par de horas después iba a refrescar tanto? Vuelve a agradecerle al tipo, le dice que está todo bien, el colectivo no tarda en venir, que vaya tranquilo, no quiere hacerle perder más tiempo. –¿Cómo va a ser perder el tiempo estar con una mina como vos? –dice él, probablemente con la voz que llama “seductora”. Ella hace un esfuerzo para no poner su cara de “¿eso es lo mejor que se te ocurre?” y no dice nada. Por lo menos esa noche alguien considera que estar con ella no es una pérdida de tiempo. Tendría que hablar con Rodrigo ese tipo. –Tu novio tiene suerte –dice él y ella asiente. –Es una persona maravillosa –dice ella y su voz le suena falsa. Tan maravillosa que desde que entraron en la fiesta no le dirigió la palabra y se fue a hablar con cuanta mina había. Ella encima no conocía a nadie, si eran todos compañeros de laburo de él. Había sido una venganza, por lo del mensaje de Chelo que él había encontrado en el contestador de ella. –Por lo menos buen gusto para elegir mujeres, tiene –dice el tipo, y por suerte no vuelve a insistir con que se suba al auto. Ella asiente. Igual irse como se fue había sido una boludez. Es que pensó que él la iba a parar antes de que se fuera. Si habían llegado en el auto de él y ya se había largado el primer chaparrón. Pero no, él sólo le dijo: –¿Ya te querés ir? Es temprano, si me aguantás una horita más… –Me quiero ir ya, no dentro de una hora. Él se encogió de hombros. –Bueno, como quieras –y se dio vuelta para seguir con su conversación. 52


Después de eso ella no podía volver a buscarlo cuando se dio cuenta de que no le daba la plata para tomarse un taxi. Por lo menos ya no llovía cuando llegó a la parada. Casi no se mojó, pero hacía frío para un día de verano. –Si querés, podés ponerte mi saco –dice el tipo, porque ella está temblando ¿Qué diría Rodrigo si pasase y la viera con el saco de otro encima? Ella dice que no con la cabeza, concentrada en la calle. Parece que el colectivo no va a llegar más. ¿Y ella qué culpa tiene si Chelo estaba de vuelta de su viaje y quería verla? Si le había explicado a Rodrigo que Chelo siempre iba a ser importante para ella. Sí, era cierto que no había borrado el mensaje a propósito. Y bueno sí, quería que él lo escuchase. Toda la tarde hablando de la nueva compañera de laburo, que era tan copada, que había viajado por todo el mundo, y que. Ella también tenía un lado aventurero que había dejado atrás por elección, pero en cualquier momento... ¡Gracias a Dios! Ahí está llegando el colectivo. Lo para. El tipo le da un papelito con su nombre y su teléfono. Ella lo agarra sin saber bien qué otra cosa hacer y se sube a toda velocidad. Ya en su asiento suspira aliviada. Es la única pasajera, deben estar cerca de la terminal. Había estado bueno que le recordaran que es una mina atractiva, después de todo. Rodrigo no se portó nada bien esa noche, dejarla sola así, “si te querés ir, arreglate”. Ella no le importa tanto, se preocupa más por su orgullo que otra cosa. ¿Quién se cree que es, además? No, esta vez se terminó. Se ter-mi-nó. No podría soportar otra noche como ésa. No necesita una relación así. Está empezando a cabecear. Se incorpora en el asiento, lo único que le falta es pasarse. Ve subir a una parejita de adolescentes que se hablan al oído, como si hubiese 53


mucha gente que los fuera a escuchar. Ella siente ganas de ir y explicarles todo lo que les espera. Pero ¿para qué? Ya se tiene que bajar, además. Por suerte es sólo una cuadra hasta su edificio. Camina rápido. Cuando llegue le va a dejar un mensaje a Rodrigo en el contestador. Le va a decir que su relación ya no da para más, que tienen que cortar por lo sano. Qué placer estar en su departamento. Ponerse ropa seca y tomar un té. Va a su cuarto. La lucecita del contestador está titilando. Ella pulsa la tecla para oír el mensaje. Es Rodrigo. Se quedó mal por cómo se fue ella: –Perdoname –dice–. Me porté como un boludo. Llamame para saber que llegaste bien y así hablamos. Te quiero mucho. En serio. Se desviste y se pone un camisón. En el fondo ella también lo quiere mucho. Y se lo escuchaba tan triste y preocupado en el mensaje. Cuando dobla el saquito para ponerlo a lavar, siente el papel que le dio el tipo de la parada. Lo saca. No había sido tan mala noche después de todo. Mañana a primera hora lo va a llamar a Rodrigo para decirle que está perdonado. Con una birome marca el nombre del papelito, para que se vea bien claro, y lo deja, como al descuido, en la mesita de luz. Pone el despertador para que suene a las ocho. A esa hora va a estar bien llamarlo a Rodrigo, cosa que no sepa si ella pasó la noche afuera o se acaba de levantar.

54


Cuando sean las siete en Nueva York

Juntó los papeles. Ya no necesitaba repasar más: hoy iba a hablar con Albert. Tomó el bastón que estaba apoyado en una de las sillas, con el mismo enojo con el que le daría la mano a un enemigo. “Si necesita bastón, tiene que usar bastón –le había dicho la mayor de sus hijas–. No se ponga caprichoso.” ¿Y acaso ellas no habían tenido sus caprichos y él se los había cumplido? Como el piano ese, con el que habían insistido tanto. Si tenían un piano en la casa iban a poder avanzar más rápido, y ahí estaba el piano, en el living, juntando polvo. Hacía más de veinte años que nadie lo tocaba. ¿Y adónde iba a ir a parar después de la mudanza? Seguro que lo iban a vender, como hacían con todo. Pero qué le importaba a él el piano. Hoy iba a hablar con Albert, y para cuando lo vendiesen, él ya iba a estar en Nueva York. Con los papeles y los lentes en la mano fue hacia el dormitorio. Todavía faltaba una hora para hablar con Albert. Una hora para que fueran las siete en Nueva York, y Albert se sentase a cenar. Le dolía la espalda. Lo mejor sería ponerse la almohadilla eléctrica un rato. No quería que nada lo molestase cuando tuviera que hablar. Entró al cuarto, puso las cosas en la cama y se recostó. Pero desde la cabecera no podía ver otra cosa que el cartel fijado en la barandilla. Se levantó, fue hasta el balcón y tomó la correa con suavidad. La persiana

55


comenzó a bajar y el “Vendido” que cruzaba el cartel de “Se Vende” fue desapareciendo. Albert iba a estar tan contento de que por fin aceptase su invitación y se fuera a vivir con él. Y además iba a ser lindo cambiar de aire, conocer un lugar nuevo. Hacía demasiado tiempo que vivía en el mismo departamento. Muy grande para una sola persona, en eso tenían razón sus hijas. Iba a ser lindo vivir en una casa llena de gente, con chicos que iban y venían, porque la familia de Albert siempre lo iba a visitar. Y pensar que ellas creían que se iba a quedar en la linda casa de recreación que le habían conseguido. No, él iba a vivir en una casa enorme en Park Avenue. Les quería ver las caras cuando se lo dijese. Ya estaría todo arreglado si no fuera por esa maldita artrosis que hacía tanto no le dejaba escribir ni una palabra, si apenas podía agarrar los cubiertos. Bueno, la artrosis y la mujer que siempre atendía cuando lo llamaba a Albert, que no hablaba ni una palabra de castellano ni de ydishe. Pero no importaba, para eso él había aprendido inglés. Para eso, además de los fascículos había pagado una profesora que le escribiera los discursitos que tenía que decir. Enchufó la almohadilla y se la puso en la espalda. Todavía faltaban tres cuartos de hora. Hello, I am calling from Argentina, ¿o era since Argentina? No, no, era from. ¿Pero tenía que empezar así? ¿No se tenía que presentar primero? Volvió a desdoblar el papel y entrecerrando los ojos trató de entender la letra de la profesora. No pudo. Con enojo se puso los lentes y volvió a probar. Sí, tenía que empezar así. Dobló de nuevo el papel ¿Al final era from o since Argentina? “Para mí que es from”, se dijo, decidido a no preocuparse más. ¿Y si pasaba lo de la semana anterior?, ¿si se volvía a poner tan nervioso que no le entendía nada a la mujer? Pero no, ahora había practicado mucho más. ¡La sorpresa 56


que le iba a dar a Albert! Nunca antes lo había llamado. Albert era el que a veces usaba el teléfono, él no. Por lo del idioma y porque era caro. A Albert no le importaba la plata. Le había ido bien en Estados Unidos, aunque hubiese preferido irse con él en el mismo barco, se lo había escrito muchas veces. Pero en aquella época no se podía elegir. Ya se había iniciado la invasión a Polonia. Para los que no se habían querido ir antes, la única posibilidad de salvación era Yugoslavia, y de ahí, un barco a cualquier parte. Él estaba con su mujer y su hija que era apenas un bebé. Albert estaba solo. Siempre sonreía. En su cabeza, la imagen de Albert estaba siempre sonriente. Incluso después de esa noche eterna, escondidos en el bosque escuchando pasar el convoy de militares. Cuando amaneció y ya hacía horas que no se escuchaba nada, Albert se levantó, se sacudió las hojas secas del pantalón y sonriendo le dijo: “Vamos a conseguirnos algo para comer”, y comenzó a caminar. Por mucho que trataron no consiguieron irse en el mismo barco. Albert se fue hacia Estados Unidos y él a la Argentina. Por lo menos los dos se habían salvado. Los últimos de sus respectivas familias. Y él seguía siendo el último, el único Ronderling que quedaba, el único en todo el mundo. Uno se podía fijar en la guía de cualquier país: no había ningún otro. Y habían sido nueve hermanos. “Dos hijas mujeres, pensó, tendría que haber tenido un varón.” “Entre los dos nos salvamos la vida –le había dicho Albert–. Ahora estamos unidos: somos familia”. Claro que en ydishe sonaba mejor. Faltaban diez minutos para las cinco, las siete en Nueva York. Albert era de cenar temprano, se lo había escrito muchas veces. Le gustaba describirle los detalles de lo que hacía y agregarle, subrayándolo: si estuvieras 57


acá haríamos tal y tal cosa. Él siempre había respondido que no, que prefería quedarse en su casa, con su familia. Ya debía estar por recibir una carta de él. Siempre le mandaba una para Peysaj. –Pero don Ronderling, ¿se va ir justo ahora, después de tantos años? –le había preguntado el portero. Era una de esas tardes en las que necesitaba charlar un rato–. La Argentina es su país, ¿no le gustaría estar enterrado acá? ¿Qué importancia podía tener estar enterrado en un lugar u otro? En Europa había veinte tumbas con su apellido, veinte tumbas que nadie iba a visitar. Sus hijas tampoco iban a visitar la suya aunque estuviera en la Argentina. Él quería disfrutar el tiempo que le quedaba. Y en la casa de recreación para personas mayores lo único que se debía disfrutar era el cambio de sábanas. No quería terminar así: solo en una cama donde tantos otros habían muerto y donde tantos otros esperarían para morir. Miró el reloj: eran las cinco y diez de la tarde, las siete y diez en Nueva York. Tomó el papel, lo desdobló y fue marcando con mano temblorosa. 0, 0, 1, 2, 1, 2. El número era largo, y cuando lo terminó de marcar tuvo miedo de haberse salteado alguno. Pero no: llamaba. ¿Y si se había equivocado? ¿Si había marcado un 2 en lugar de un 1, por ejemplo? –Hello? –la misma mujer de siempre. Él habló tratando de modular lo mejor posible. Le estaba saliendo muy bien, casi no tenía que pensar las palabras. Sí, seguro que la mujer le había entendido, si hasta había dicho un par de yes. Cuando él terminó se hizo un silencio que sintió que no iba a terminar nunca. Después la mujer habló. No sonaba como siempre, la sentía incómoda. Cuando hizo una pausa, él quiso decir algo, preguntar, pero no encontró las palabras. La mujer terminó con un educado “I’m sorry” y cortó. 58


Él se quedó con el tubo en la mano. No había entendido todo, pero una palabra le resonaba en la cabeza; una palabra dura, definitiva. Y él sabía lo que significaba.

59



En otra parte

Si los pibes siguen hablando de las flacas que se levantaron y de todo lo que les hicieron, no me va a quedar otra que tirarme por la ventana. No estaría mal estar en la calle, el frío, el viento en la cara. –Las minas son lo mejor del viaje de egresados, loco –dice Mario y, obvio, todos están de acuerdo, si acá hay para elegir. En la mesa, al lado de la ventana está el paquete con la cadenita. Qué boludo, ¿cómo lo dejé ahí? Mejor me lo escondo en el bolsillo antes de que estos lo vean. Ya me imagino cuando le dé el regalo, cómo le van a brillar los ojos a Leila; siempre le brillan cuando se pone contenta. “¿Para mí?” va a decir. Se va a levantar el pelo y me va a pedir que la ayude con el broche de la cadenita. El contacto suave de la nuca, su perfume. Se va a dar vuelta para mirarme cuando la cadenita ya esté puesta. “¿Por qué?” me va a preguntar, sonriendo. Y entonces le voy a decir... ¿qué le voy a decir? Todavía no la voy a ir a buscar, en un rato. –Che, ¿y vos y Leila en qué andan? –dice Adrián. Ahora van a empezar de nuevo: “qué juntitos que viven vos y Leila”, “en Bariloche surgió el amor”, “a ver cuándo concretan”. –Dejalo –dice Mario–. Si éste es un dormido. ¿Quién me iba a decir que Leila era tan piola? Ya íbamos diez horas en el micro, la música al mango, los 61


pibes borrachos después de tanta cerveza, con una pila que, parecía, no se les iba a acabar nunca, y yo que a esa altura ya ni posición para estar sentado tenía. Ganas de estar en otro lado, lejos del quilombo. Silencio, sobre todo silencio. Y viene Leila y se sienta. “¿Por qué tan serio?” Yo levanté los hombros como diciéndole “qué se yo”, total no iba a entender nada. Pero no, se sentó y me dijo: “¿No te vuelve loco el quilombo? Me gustaría estar ahí afuera –señalaba la ventana, aunque afuera estaba oscuro y lo único que debía de haber era campo–. Más tranquilo que acá debe ser”. –Pero Leila no es nada lenta –dice Adrián y los otros se ríen. Qué pueden saber estos de Leila, si no entienden nada de nada. –Algo tiene que haber pasado… –insiste Adrián. “Algo”, qué es para estos boludos “algo”. Se me cagarían de risa en la cara. Sí, estábamos sentados en el micro que nos traía del boliche al hotel y ella corrió la cortina para ver la luna. Al rato se quedó dormida, la luz iluminándole la cara. Y de golpe abrió los ojos y me vio ahí, mirándola como un pelotudo. –Dale, que algo pasó. Pensé que ella me iba a decir algo, o se iba a dar vuelta. Pero no, sólo me sonrió y cerró los ojos. ¿Cómo no iba a pensar en ella cuando pasé y vi en la vidriera ese dije de la luna? ¿Cómo seguir de largo y no entrar a comprarlo? –No hay nada que contar –les digo y salgo. Con un “lo vi y pensé en vos” alcanza, si ella siempre entiende de una. La escalera es zona de guerra, con esos tarados del San Papa no sé cuánto tirándose espuma. “Los carioca”, los llama Mario, porque se ve que se les trabó el cerebro 62


en la parte del festival carioca de alguna fiesta de quince. Paciencia, ya casi llego al entrepiso. –No, ni ahí. –Es la voz de Leila–. Si nunca me dice nada. –Pero ¿y qué hace? –Es la voz de una de las amigas. –Nada. El boludo me mira nomás. –Todas estallan en carcajadas. Tengo que irme de acá. Hacia arriba, al cuarto, a algún lado. Dejar de escuchar esas risas. Empujo a uno de los carioca, que encima me putea. Segundo, tercero, cuarto. Me falta el aire. Cuatro pisos y me falta el aire. Saco el paquete con la cadenita. Papel de regalo todo rojo, moño dorado. Un pelotudo. Lo tiro por el hueco de la escalera; cae lento, trazando círculos. Y eso que lo tiré con fuerza. –Che, qué cara. –Adrián está al lado mío. Mario y los otros vienen atrás–. Nos vamos al bar de la esquina a tomar algo antes de ir al boliche. Me da la llave del cuarto. –Voy con ustedes. Mario codea a uno que tiene al lado. –¿Qué? –digo. Él levanta las manos como defendiéndose. –Yo no dije nada. Pedir cerveza en Bariloche es un insulto, así que pido un toc-toc y me quedo escuchando a los otros y los chistes que hacen. Y entonces, me estoy riendo. No puedo parar. Son graciosos los pibes, después de todo. Mario cuenta su plan para robarle los pomos de espuma a los carioca. Quiere armar una Misión imposible, pero en el hotel. Cuando imita a Tom Cruise colgado del techo, me empieza a doler la panza de tanto reírme. Voy al baño y cuando vuelvo pido otro toc-toc. Después quiero agarrar el vaso que dejé en la mesa y es como si la mano no fuera 63


mía, sino de otro, se mueve en cámara lenta. Por ahí me conviene bajar un cambio. Pero el destornillador que me dio para probar Adrián está bueno. ¿Por qué voy a parar si todos siguen tomando? El aire fresco me hace bien. La noche es clara, despejada. No estoy realmente en pedo, apenas alegre. Los otros están ahí, adelante, a años luz de distancia. Corro para alcanzarlos. Está buena esa sensación de correr sobre algodones. Micro de nuevo. Los pibes que corean: procura seducirme muy, despaciiiitooo. Y por qué me voy a quedar callado, con lo lindo que es cantar hasta donde te den los pulmones. El boliche nuevo está bueno. Pido otro trago. Sí, me siento bien. –¿Cuándo la vas a sacar a bailar? –dice Mario. La voz parece lejana, como si él estuviera en la otra punta del boliche–. Hace media hora que Leila no para de mirarte. –No me interesa. Mario me mira sorprendido. –Mirá que si no la saco yo, eh. –Por mí. –Le doy la espalda y pido un destornillador. No me doy vuelta hasta que lo termino. Mario está bailando con Leila. Bailan un rato y se van acercando cada vez más, hasta que están a dos pasos. Entonces Mario la hace girar y Leila queda parada frente a mí. Me tiende las manos. No me muevo. Ella me agarra del brazo. –Dale –dice, y me arrastra a la pista. No me puedo mover, es como si el cuerpo fuera un ladrillo. Deberí­a decirle algo, hacer algo, cualquier cosa. Leila está parada ahí, mirándome. Un dormido. La agarro de la nuca y la beso. Hay risas, aplausos. Leila trata de que la suelte, pero, no chiquita, ahora no te dejo. Al final ella consigue zafarse. Me empuja. –Sos un pelotudo –dice y se va. 64


Vuelvo a la barra, donde están los otros. Algunos siguen aplaudiendo. –Qué levante el tuyo, eh –dice Mario y se ríe. Su coro lo imita. Cuando le pego una piña, que le va a parar a la oreja, Mario queda casi recostado sobre la barra. Me duele la mano. No sabía que dolía así. Dan ganas de reírse. Siento un golpe en la cara, caigo al piso. Me da vueltas la cabeza, me duele. Mario grita: ­–¿Qué carajo te pasa, pelotudo? Me pesa mucho el cuerpo, pero no me puedo quedar tirado así. Me levanto, es un esfuerzo enorme... Adrián se para entre Mario y yo. –No hagas boludeces, ¿querés? –dice–. Andá y mojate la cara. Tampoco era... Me doy vuelta y lo dejo hablando solo. ¿Dónde estaba el baño? Leila ahí, en una esquina, con una de sus amigas. Está llorando y se levanta el pelo, tratando de armar una cola de caballo que se desarma cada vez. Leila recogiéndose el pelo para que le ate la cadenita. “¿Para mí?”. Entro al baño, me arrodillo junto al inodoro y vomito. Que todo deje de darme vueltas, por favor. Me acuesto en el piso y me abrazo las piernas. Qué importa que el suelo esté pegajoso, que afuera me estén llamando. Cierro los ojos con fuerza. No estoy acá, no, estoy en la calle, el frío en la cara, el silencio; por fin el silencio.

65



La esposa del coronel

Normalmente Helena no habría aceptado pasar, pero afuera hace frío y lleva horas caminando. Así que, cuando el viejo le dice “Pero pase, por favor, y se toma un té con nosotros”, no se niega. La idea de algo caliente la hace sentirse bien. El viejo la guía por el zaguán hasta la sala. Allí se sienta en un largo sofá y le muestra el butacón a un costado. Sonríe, pero parece como si de golpe alguien le hubiera pegado la sonrisa en la cara. Helena se sienta. –¡Elsa! –llama de repente él, y entra una mujer, también mayor–. Vení que la chica nos tiene que hacer unas preguntas. La mujer se acerca y la mira a ella sólo por un segundo. –¿Té, entonces? –pregunta el viejo. Ella asiente. El viejo mira a la mujer que está muy concentrada en sus zapatos, como si quisiera asegurarse de que sus pies siguen ahí. –Elsa, ¿estás sorda, mujer? La mujer levanta la vista y mira en dirección a donde está el viejo. No parece estar realmente mirándolo. –La chica quiere un té, y yo también. Sin decir una palabra la mujer desaparece detrás de la puerta. –¿Así que anda entrevistando el barrio? –le dice el viejo. 67


–Se podría decir que sí –dice ella. –¿Ya se enteró de todos nuestros oscuros secretos? –dice el viejo y se ríe–. Porque para eso son las encuestas, ¿no? Helena sonríe sin saber muy bien qué decir. Ya no está tan segura que haya sido una buena idea entrar, por mucho frío que haga afuera. Por suerte en ese momento entra la mujer con una bandeja. La apoya en la mesita ratona, le pasa una taza a Helena y, sin acercarle la otra al viejo, se da vuelta para irse. –Quedate, Elsa, que la chica nos tiene que hacer la encuesta. La mujer se sienta en el mismo sillón que él, pero en la otra punta, bien pegada al apoyabrazos. –Bueno –dice el viejo después de probar su té–, ¿qué necesita saber? Helena deja la taza en la mesita. Suelta el elástico de la carpeta que tiene en las piernas, y saca su birome y una encuesta. Al principio todo va bien. El viejo habla con ese tono neutro que la gente pone para contestar preguntas de rutina: nombre, edad, domicilio. Sólo cuando contesta sobre su profesión hay un cambio. “Coronel retirado”, dice sentándose más derecho. A Helena le llama la atención que siempre sea él quien conteste las preguntas, incluso las que le corresponden a la mujer, a la que nada parece despertar. Helena se pregunta qué pasaría si de golpe ella se levanta y la toca en el hombro. ¿Gritaría del susto?, ¿le diría, “Sí querida”, como si siempre hubiera estado ahí? Qué ridiculez andar pensando esas cosas, más vale que se apure y se vaya a otra casa. Pasa a la próxima pregunta. –¿Tienen hijos? –No –dice el viejo. 68


–Teníamos –dice la mujer, y a Helena la sorpresa de oírle la voz casi le hace dar un salto. Podría jurar que al viejo también–. Teníamos un hijo. La mujer la mira a los ojos. El viejo deja su taza dando un golpe en la bandeja. El clak de la loza retumba en el cuarto. El viejo y la mujer se están mirando. –Murió en la guerra –dice él, pero parece que le hablara a la mujer y no a ella. –Lo siento –dice Helena y se da cuenta de que su lo siento suena maquinal. Nadie habla y ni siquiera se escucha el ruido de la calle. Ella sabe que tiene que pasar a la próxima pregunta: ¿posee la propiedad en la que habita?, pero quiere darles, por respeto, unos segundos de silencio. –Fue en Malvinas –dice el viejo–. Era Capitán ¿sabe? –la mujer se levanta–. Era Capitán –repite él más fuerte–. Francisco se llamaba, como yo. Teníamos una relación muy estrecha. Era un muchacho ejemplar... La mujer ya está en la puerta. –¡Elsa! –la llama el viejo y ella, de espaldas, se queda quieta–. Sentate, ¿no ves que la chica todavía tiene preguntas para hacernos? Elsa, sentate de una vez, por favor. “No hace falta” tiene ganas de decir Helena, pero antes de que pueda hacer nada la mujer ya está volviendo al sillón. Los ojos, de un celeste pálido, se ven muy muy claros, como si fuera a llorar. ¿Para qué vuelve? ¿Y para qué la hace volver el viejo, si es él quien contesta todas las preguntas? –Decidió ir... –sigue él–. “No me voy a quedar acá si mi país se tiene que defender”, me dijo. Había pocos como él. La mujer está de nuevo con la cabeza baja. De dónde quiera que la haya traído con su “¿tienen hijos?”, Helena querría poder ahora dejarla que vuelva, ahí donde todo parecía dolerle menos. 69


–Lo siento –repite y de nuevo se siente estúpida ¿Qué clase de poder mágico cree que tienen esas dos palabras de rutina? Un reloj que debe estar en otra habitación da las cinco. Helena querría que las campanadas siguieran eternamente, pero desaparecen y vuelve el silencio. Aunque no puede ver muy bien, ella se da cuenta de que la mujer se está mordiendo los labios. El viejo la mira a Helena, como esperando que diga algo, está por preguntar ¿posee la propiedad en la que habita? –Fue algo terrible –se escucha decir de golpe, como si la que hablara fuera otra–. Hubiera sido mejor no meternos en... A Helena le parece ver que el viejo se pone rígido. –¿No meternos? ¿Cómo no nos íbamos a meter? Se tomó la decisión que había que tomar, era inevitable esa guerra. Y no me venga con lo que vienen todos, que como era un gobierno militar, que se hubiera sido durante la democracia… –Bueno, sí pero. –Debería callarse de una buena vez. –Ningún pero. Usted no vivió en esa época. No sabe lo que era, si todos hubieran sido como mi hijo, si todos esos subversivos hubieran… Pero usted no entiende, como todos los jóvenes cree que. –Yo entiendo perfectamente –lo corta Helena–. No necesito haber vivido esa época para saber. Respira hondo, las manos le tiemblan... La mujer la está observando y tiene una mirada rara, que ella no llega a descifrar. La sorprende que no haya ni rastros de lágrimas, había pensado que la mujer estaba llorando. El viejo parece atragantado de bronca. –Disculpe que lo interrumpí –dice antes de que él pueda hablar, se fuerza a ser amable–. No quise molestarlo, sólo decía que es una lástima que en Malvinas se hayan perdido tantas vidas, como la de su hijo. Y la verdad es que tendría que terminar la encuesta. 70


–¿Qué más necesita saber? –le dice el viejo, las mandíbulas apretadas. El resto de las preguntas las contesta con el mismo tono. La mujer volvió a ese mundo del que Helena no habría querido sacarla nunca. Cuando todas las respuestas están debidamente cumplimentadas, Helena se levanta. –Ya está –dice–, terminamos. El viejo se levanta y dice, como si no la hubiera escuchado cuando ella le agradeció por su tiempo: –Ya conoce el camino de salida. –Y se va dando un portazo. Es la mujer la que, para sorpresa de Helena, la acompaña hasta la salida. Abre la puerta y Helena está por salir cuando le dice: –No es verdad. –Helena la mira sin entender–. Mi hijo no peleó en Malvinas, se lo llevaron el quince de julio del 77. –Señala la carpeta en la que ella guarda las encuestas–. Cámbielo –dice y mira hacia atrás, como si temiera que el viejo se acercase–. Ahora no, después; para que él no la vea. En la encuesta sólo figura: “Hijos: 1. Fallecido”, pero Helena igual le dice que sí, que lo va cambiar. Por primera vez siente que los ojos de la mujer están vivos, y aunque no sabe por qué, podría jurar que los del hijo habían sido exactamente así.

71



Página en blanco

Se sentó y colocó los electrodos lectores en sus sienes. Volvió a comprobar que el Escriba tuviera hojas, y después cerró los ojos. Con suavidad fue dejando que el aire saliera por la boca. Uno a uno relajó todos los músculos y esperó. El Escriba comenzó a funcionar. Escuchó un ruido raro, algo parecía no andar bien. Abrió los ojos para ver si las hojas se habían trabado: no, precisamente en ese instante estaba saliendo una del aparato. Se quedó esperando con los ojos cerrados hasta escuchar el sonido que indicaba que la hoja ya había salido del Escriba. La tomó y se quedó mirándola desconcertado: estaba llena de manchones oscuros y un par de palabras sueltas. Con calma, se desconectó los electrodos y volvió a repetir la operación desde el principio: comprobar que el aparato estuviese cargado, ponerse los lectores, relajarse. Ruido y una hoja manchada de tinta. Veinte minutos después, otra en blanco. No hizo nada. Siguió sentado, abriendo los ojos sólo para controlar cada hoja que salía, tan blanca como al principio. Después de tres páginas vacías, desconectó el aparato. El Escriba estaba arruinado, eso era evidente. Pero ¿por qué?, nunca antes había tenido problemas. Revisó el aparato para ver si encontraba algún golpe, podía habérsele caído a algún empleado de Cleanness Union, la compañía de limpieza que él solía contratar. No vio ninguna marca. ¿Y entonces? Lo 73


habían descalibrado: era la única explicación posible, lo único lógico que podía haber pasado. Alguno de los empleados de Cleaness Union, aprovechando que él dejaba la casa sólo para ellos y sus máquinas, se habría conectado al aparato para ver qué dictaba su mente. Algún idiota sin ideas que el Escriba pudiera poner en palabras lo había dejado sin el aparato justo cuando tenía una nueva novela que escribir. Era nada más que eso: alguien sin imaginación o sin suficiente coherencia le había descalibrado el aparato. Lo mandó a arreglar. Todavía tenía en su cuenta los puntos adjudicados por la editorial a manera de anticipo y podía tomarse las cosas con calma. Todos esperaban su nuevo libro. Tres días después, el aparato volvió de la Empresa Internacional de Escribas. No tenía nada, decían, andaba perfecto. –¿Pero cómo va a andar perfecto –le dijo él a la secretaria de la oficina Problemas de Transposición–, cómo me va a decir que anda perfecto, si no imprime nada? –Y... usted estará sin ideas –le contestó ella–, a veces pasa. Estuvo a punto de gritarle si sabía con quién estaba hablando, que sus libros se agotaban incluso antes de que estuvieran impresos, que había sido traducido a todos los idiomas conocidos, hasta el de desaparecidas tribus del Amazonas. A él en ningún momento le podían faltar ideas. Pero no dijo nada, no valía la pena. En lugar de seguir peleándose con la Empresa Internacional de Escribas, compró otro aparato. Una hoja manchada, otra hoja manchada y, después, una media hora que sólo le dio como resultado una página blanquísima. Lo que al principio parecía un “pequeño inconveniente mecánico” se estaba complicando. El problema debía de ser el estrés de la entrega, 74


que no lo dejaba relajarse lo suficiente como para que las ideas surgieran con claridad y el Escriba pudiera darles forma. Se anotó en uno de esos cursos de meditación que estaban tan de moda. Pero ni en posición de loto, ni con las piernas enganchadas en la nuca, ni siquiera parado de cabeza, consiguió que el Escriba imprimiese otra cosa que no fuera un par de páginas en blanco. Llegado a ese punto tuvo que admitir que el nuevo libro no avanzaba del todo bien. Probó lo contrario a lo que venía tratando: se conectó al Escriba mientras hacía alguna otra cosa, incluso antes de dormirse, aunque los mismos fabricantes advertían que hacerlo podía dañar el aparato. Pero nada. Hasta analizando su inconsciente el Escriba imprimía en blanco. Durante una semana prácticamente no comió. No salía de su casa, casi no dormía. “No sé qué voy a hacer si no puedo escribir”, gritaba una y otra vez. Fueron unos días terribles, pero cuando llegó el viernes había encontrado la solución. Trabajó como loco todo el fin de semana y el lunes a primera hora fue a ver a su editor con un pesado volumen bajo el brazo. Como la falta de noticias de su escritor estrella lo había puesto bastante ansioso, el editor estaba feliz de verlo. Cuando él le entregó el libro, el editor lo tomó con avidez y prometió leerlo lo más rápido posible. Unos días más tarde, recibió su llamada. Según la imagen en el visor, era un hombre satisfecho. –Sos un genio –le dijo el editor–. No sé cómo hacés, pero siempre vas más allá de lo que uno espera. En serio, es tu mejor obra. Una semana después el nuevo libro estaba en las librerías. Tenía todas las páginas en blanco. La crítica y el público coincidieron con el editor.

75



Futuro

Parada frente a la puerta del departamento, busca la llave en la cartera. Él se adelanta para abrirle, pero ella llega antes. –Todavía puedo abrir la puerta –dice. –Sí, amor, ya sé. Pero no deberías cargar ese bolso. Te dijeron que no lleves nada pesado. –Es una cartera, no un bolso –dice ella y abre la puerta. El sol entra por la ventana abierta. Ilumina todo el living. Ella se sienta en el sillón y toma el teléfono inalámbrico. –¿Por qué mejor no descansás? –dice él. Ella ni lo mira, marca el número. –Sí, ya llegamos –dice–. Sí, lo de siempre. –Se saca los zapatos–. ¿Y qué si fue más tiempo? Lo perdí igual, ¿o no? –Sube las piernas al sillón–. No, no va a haber próxima vez. –Él, que estaba yendo hacia la cocina, se da vuelta y la mira–. Sí, estoy bien. Estoy perfecto, mamá. Cansada. –Se masajea los pies, como si le dolieran–. No, no, cualquier cosa te llamo. Se despide y corta. –¿Para qué hablás ahora de si vamos a seguir probando o no? –dice él. Ella se levanta y va hacia la cocina, pasa delante de él como si no estuviera ahí. Los platos del almuerzo

77


siguen en la mesa. Tira a la basura los restos de comida. Pone los platos en la pileta y abre el agua caliente. –Va a ser mejor que te vayas a acostar –dice él. Ya está dentro de la cocina, se acerca hasta estar parado al lado de ella–. Sabés que no es bueno que estés parada haciendo cosas. –Ella sigue lavando como si no lo escuchara–. Me encanta... ahora vas a hacer como que no existo. Ella gira la cabeza y lo mira; tiembla. Con suavidad él le corre un mechón de pelo que le cae sobre la cara y se lo pasa por detrás de la oreja. –No estoy mal –dice ella. Él trata de darle un beso en el cuello pero ella se corre. Se vuelven a mirar–. Yo no estoy mal –repite. Él se aleja, se apoya en el marco de la puerta y la mira con los brazos cruzados sobre el pecho. –Yo no estoy mal –repite por lo bajo, con el mismo tono que ella usó. –¿No me crees? –No. Ella va a una de las alacenas, saca dos copas largas y después, de la heladera, una botella de champagne que apoya con fuerza en la mesada. –¿Qué hacés? –dice él–. Eso era para festejar. –Ya no va a pasar. Festejemos ahora. –Festejar ¿qué? –dice él y de un golpe cierra la alacena. –¿No vas a abrir el champagne? –dice ella–. Entonces lo abro yo. Toma la botella y manipula. Hace un gesto de dolor, como si hacer fuerza le costara. Él le saca la botella y hace saltar el corcho. El champagne se desborda, mojándole con espuma las manos. Deja la botella en la mesa y ella la toma. Sirve en las dos copas y le da una a él. 78


–Por la maravillosa vida que nos espera –dice ella, y se acerca para brindar. Él deja su copa en la mesa con brusquedad y sale de la cocina. Ella deja la suya al lado de la otra, y se queda mirando cómo el sol las ilumina. Luego, toma las dos copas, vacía el champagne en la pileta, toma la botella y hace lo mismo. Deja el agua corriendo, para que limpie todo, y sale de la cocina.

79



Por un plato de borchst

Toqué timbre. El ruido de la mirilla, la puerta abriéndose. Mi abuela parada frente a mí. Nunca envejecía. Siempre tenía el mismo pelo, la misma cara. Siempre la imagen incorruptible de la salud. Su beso pasó rápido, casi sin tocarme. Sentí que ella también me estudiaba. –Vine por el borchst –dije. Comentario obvio. La abuela había querido llevarle ella el borchst a mamá. Había protestado cuando le pedimos que lo tuviera listo para que yo lo pasara a buscar. Quería verla a mamá, cuidarla como cuando era chica. Pero mamá no quiso. “No estoy presentable todavía”, le dijo. A la abuela sólo le habíamos dicho que era “intervención menor” lo que mamá se iba a hacer. Nadie le habló de cáncer ni de tumores. La operación había sido un éxito, el pronóstico era muy bueno, pero mamá se negaba a que la abuela la viera hasta no estar más fuerte. “¿Para qué asustarla?”, decía siempre. –Pasá, Xime –dijo mi abuela. Se dio vuelta y entró en la casa–. ¿Qué vas a tomar? Lo que yo quería era que me diera el famoso borchst e irme de ahí lo más rápido posible. Pero no había preguntado si quería tomar algo, había dicho qué iba a tomar.

81


­–Cualquier cosa fresca que tengas –dije, y la seguí a la cocina. Tal vez así se aceleraban las cosas y me llegaba a ir antes de que me hiciera preguntas. Sirvió jugo en un vaso largo, lo apoyó en un platito y, haciendo de cuenta que yo no estaba parada al lado de ella, tomó un individual, salió de la cocina y puso todo en la mesa del living. Tuve que sentarme y tomar el jugo con ella parada al lado, mirándome. El vaso era enorme y tenía que agarrarlo con las dos manos. Me sentí de vuelta la nena que tomaba la leche en esas tazas que me cubrían casi la mitad de la cara, mientras mi abuela me apuraba porque la hora de la leche ya había terminado. No paré hasta no haber tomado la última gota. –Muy rico –dije. –Tenías sed –­ dijo ella–. Te traigo más. –No, no; no hace falta. –Me levanté casi de un salto–. Yo venía por el borchst nomás, no te quería molestar. Tomó el vaso, el platito, el individual y fue a la cocina. Yo la seguí. –Tu madre, ¿cómo está? –me dijo todavía de espaldas. Tragué saliva. Por suerte no me miraba. –Bien, bien –dije–, mucho mejor. –Espero que me saque del destierro, entonces. Si parece que no me quisiera ver. –Sabés que no es eso, abuela –dije, y no supe qué otro argumento dar. Mamá se moría de ganas de tener a la abuela ahí, que se tirara en la cama a acariciarle la cabeza hasta que ella se quedase dormida, como siempre me contaba que hizo cuando mamá se recuperaba, después de que nací yo. Mamá me vivía contando las historias de la abuela, y a mí me llamaba la atención, porque la abuela nunca contaba anécdotas, y porque mamá siempre las relataba como si ella misma las hubiera vivido. Por ejemplo, me había contado mil veces su nacimiento. Mamá había 82


sido sietemesina, con problemas en los pulmones. Llegó a estar muy mal. Mi abuela, jovencita y sola, porque mi abuelo trabajaba todo el día, corría a los médicos, desesperada, esperando que le dijeran que su bebé se iba a salvar. Inspiró tanta compasión que, contra todas las reglas del hospital, la dejaron entrar a donde estaba mamá, para que se quedara un rato con ella. Gracias a la compañía de la abuela, mágica por supuesto, mamá mejoró enseguida, así que la dejaron que fuera todos los días, hasta que se curó. Yo nunca pude imaginarme a mi abuela desesperada, persiguiendo a nadie. Me hubiera resultado más creíble la imagen de ella diciéndole al médico: “Mi hija se va a salvar, se lo digo yo, y usted me deja pasar ya mismo para que esté con ella”. En la cocina se puso a lavar el vaso y el plato. Yo miraba la mesada, la mesa, para ver si descubría el famoso tupper de borchst. Igual, ¿qué iba a hacer si lo encontraba? ¿Agarrarlo como si fuera una pelota de rugby y salir corriendo? –Está pesado ¿no? –dije. No era buena idea. Del clima hablan los idiotas, decía ella; si no se tiene de qué hablar, hay que callarse y listo. –Sí –dijo, mientras secaba el vaso. –Qué bien quedan esas cortinas nuevas –dije. –Son las mismas de siempre. –Secó el plato y guardó las cosas en la alacena–. ¿Nos ocupamos del borchst? Sacó un delantal, se lo puso, y me pasó otro a mí. –¿Y esto? –dije. –Es un delantal –dijo ella, sin rastro de ironía­–, para evitar ensuciarte la ropa cuando cocinás. –¿Cocinar qué? –El borchst, por supuesto ­–dijo mientras abría la heladera y sacaba las cosas: remolacha, huevos, crema. –¿No está hecho el borchst? Sacó un anotador y una birome. 83


–Te voy escribiendo los ingredientes ­–dijo– y después, cómo es la preparación. Me quedé mirando el delantal que tenía en la mano. Era blanco con florcitas, algo tan delicado que daba la sensación de que uno necesitaría ponerse encima otro delantal, para no manchárselo. –¿No está hecho el borchst? –dije. –No Ximena, no está hecho el borchst. Lo vamos a hacer juntas. Era como tener de nuevo diez años, cuando mi abuela estuvo unos meses dándome clases de cocina. No podía creer que me resultara imposible hacer un bizcochuelo decente, hasta que finalmente dijo: “Esta chica no va a cocinar nunca”, como si fuera un terrible defecto de nacimiento. –Bueno, si querés vuelvo en unas horas y... –dije. –No, lo vamos a hacer juntas. Tenés que aprender. –Yo no sirvo para la cocina. Te voy a arruinar el borchst. ¿No sería mejor que me fuera y...? –¡Tenés que aprender! –dijo y dio un golpe seco en la mesa. La miré sin entender. Mi abuela rara vez necesitaba levantar la voz, mucho menos golpear una mesa. Me puse el delantal y me acerqué para que me mostrara cómo cortar las remolachas. –El borchst, en sí, es fácil de preparar –­ dijo, mientras anotaba con perfecta caligrafía–. Hay muchas variantes, pero nuestra familia tiene su propia receta. –La dejé hablar sin decirle que la historia ya la había oído mil veces–. No es que sea única, mucha gente la debe preparar igual. Estoy segura de que todos en el pueblo de mi mamá lo preparan así, si es que quedó algún judío vivo en el pueblo después de la guerra. Y ahora va a venir el “y mi mamá me pasó la receta a mí, y yo se la enseñé a tu mamá y vos la tenés que 84


aprender para que no se pierda”, pensé. Una lástima que seamos una familia de hijos únicos, hubiera venido bien tener una hermana que supiera cocinar, o un hermano al menos, y que otro se hiciera cargo de la tradición de la familia. –Tomá –dijo, dándome un bol y dos huevos–. Batilos. Mi abuela seguía con su disertación sobre el borchst y sus variantes. “Hay quienes lo toman frío, como si fuera jugo; nosotros lo tomamos caliente y bien espeso”. Era raro verla hablar tanto, casi compulsivamente. Yo esperaba que surgiera la anécdota que mamá me había contado tantas veces, de cuando ella, mi abuela, aprendió la receta. La bisabuela enferma, arrastrándose a la cocina para enseñarle a su hijita, de apenas ocho años, el secreto familiar, que en realidad no era ningún secreto. Pero a la abuela no le interesaba la anécdota, sólo le importaba el borchst. –La crema la vas poniendo así, ¿ves? –dijo–. De a poquito, no toda junta, y vas mezclando despacio. Fijate que no es mucha agua, porque tiene que quedar espeso, ¿ves? –Y anotaba todo en el papel–. Es importante que lo aprendas, que lo hagas bien. Me senté y dije que sí con la cabeza, sin mucho interés. –No estás prestando atención –me dijo–. ¿Cómo vas a aprender si no prestás atención? No te puedo anotar todo, hay cosas que las tenés que ver si no... –Es un plato de borchst, abuela, no el fin del mundo. Vi cómo soltaba la cuchara de madera en la olla, sin violencia, como si de golpe sostenerla fuera un esfuerzo enorme. –Se va a perder –dijo, agachando la cabeza–. A mí no me querés escuchar y tu mamá no va a poder enseñarte... Se quedó callada y el único ruido era el crepitar de la olla. Entonces la vi, como si todos esos relatos repetidos 85


volvieran de golpe. Era una mujer desesperada, rogándome que le dijera que su bebé se iba a salvar. Me levanté, le rodeé la cintura con el brazo. –Ella está bien –­ le dije–. Ya no hay peligro. No me miró, siguió revolviendo la olla, la cabeza gacha. –Fijate que el fuego esté siempre en mínimo –dijo. Le saqué la cuchara y me puse a revolver. –¿Me lo escribís? –pedí, y le acerqué el anotador.

86


En orden

–Hoy estás triste. Ella levanta la cabeza, mira a la kinesióloga a los ojos, y después a los otros pacientes. Sí, le está hablando a ella. Trata de sonreír. –Estoy cansada nomás –dice. La kinesióloga niega con la cabeza. –Estás triste –dice y deja de mirarla para concentrarse en masajearle el pie. Ella siente cómo el calor le sube a la cara. ¿Tan evidente es? ¿Desde cuándo esa mujer con la que apenas intercambiaba un “Sí, parece que va a llover”, puede decirle algo como eso? –Dormí poco, por eso –dice. La kinesióloga asiente sin mirarla. Y bueno, qué le importa si le cree o no. Trata de concentrarse en los afiches de la pared. Son imágenes de cascadas, lagos, montañas. Lugares paradisíacos, seguro que elegidos con cuidado para ayudar al paciente a relajarse. Uno muestra una playa al atardecer. Una playa del Caribe, supone, aunque ella nunca fue al Caribe. Trata de imaginarse ahí. Está acostada, la arena que se va amoldando a su espalda. Se escucha el mar y está segura de que si se levantase y tocara el agua, estaría tibia. Todo el mundo dice que el agua del Caribe es tibia. Corre una brisa suave, fresca, y aunque no puede verlo porque está con los ojos cerrados, siente en el cuerpo, en el calor que se va del cuerpo, que el sol está bajando. 87


No, no la hace sentirse mejor. En ese paraíso al atardecer también le podrían decir: “hoy estás triste”. La kinesióloga se levanta. –¿Todo en orden, entonces? –dice. Y ella de golpe tiene ganas de pararse, dejar que la abrace y sentir que todo va a estar bien, que por una vez todo está en orden. La kinesióloga la sigue mirando. Ella asiente. –Todo en orden –dice. –Hacé los ejercicios y después quedás libre. La kinesióloga deja el cuarto y ella se levanta de la silla. Tendría que ir hacia donde está el escalador, pero camina en dirección contraria. Entra al baño y cierra la puerta. Abre la canilla, deja correr el agua. Ya está, ahora puede llorar tranquila. Pero ya no tiene ganas. Querría irse, estar en cualquier otro lado. Se mira en el espejo: la mujer más infeliz del mundo, lo raro es que no la paren en la calle para decírselo. Pasa la mano por la imagen, despacio, como si le hiciera una caricia. Se detiene en la boca, que se abre. No sabe cómo, está gritando. Grita. Grita hasta vaciarse. Y es como si poco a poco el aire se volviera más fácil de respirar. –Ya está –dice y la imagen del espejo casi parece feliz. Abre la puerta y sale. Todos la miran. Los pacientes del gimnasio, la secretaria, los que esperan. Atraviesa tranquila, sin apuro, la habitación. Les desea buenas tardes y sale a la calle.

88


Agradecimientos: A Liliana Heker y a la gente de los distintos talleres, que leyeron y aportaron a ĂŠstas y otras historias. A Romina Doval y Samanta Schweblin, por su lucidez y generosidad. A Carolina Sborovsky, editora de este libro, por invitarme a mirar desde otra perspectiva. A Maximiliano Matayoshi, por la bellĂ­sima foto de la portada. A mi madre, que siempre aparece con un mapa cuando me pierdo. A JerĂłnimo, que hace que todo tenga sentido.



Índice

Mañana de sol ����������������������������������������������������������������� 7 Conversiones ���������������������������������������������������������������� 11 Una tarde para mirar fotos ������������������������������������������� 15 Lo único importante en el mundo ������������������������������ 21 Un día sólo para vos ����������������������������������������������������� 25 Fuerza ���������������������������������������������������������������������������� 33 La otra María ����������������������������������������������������������������� 37 El llamado ��������������������������������������������������������������������� 41 La mochila ��������������������������������������������������������������������� 45 Como al descuido ��������������������������������������������������������� 51 Cuando sean las siete en Nueva York �������������������������� 55 En otra parte ����������������������������������������������������������������� 61 La esposa del coronel ��������������������������������������������������� 67 Página en blanco ���������������������������������������������������������� 73 Futuro ���������������������������������������������������������������������������� 77 Por un plato de borchst ������������������������������������������������ 81 En orden ������������������������������������������������������������������������ 87



Puentes, errancias, exilios. Volverse otro. Lugares de cruce o desencuentro literario. ¿Qué hay más allá de la prudencia del mapa?



El fin de la noche, constelación de narrativa y poesía hispanoamericana. Con publicaciones de cuidado artesanal y soporte imperecedero, el sello integra la tecnología de edición más avanzada –impresión bajo demanda, libre acceso de lectura online y distribución digital internacional que permite que los libros estén siempre disponibles– a la delicada paciencia para el armado de cada título. Que los libros luminosos jamás se agoten.

Puede conseguir nuestros títulos desde cualquier ciudad del país y del mundo. En nuestra página www.elfindelanoche.com.ar encontrará la red de librerías virtuales nacionales e internacionales asociadas. Por cualquier consulta, por favor contáctese a info@elfindelanoche.com.ar



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.