Acaso la muerte
Alejandra Jaramillo Morales
Acaso la muerte
Jaramillo Morales, Alejandra Acaso la muerte. - 1a ed. - Buenos Aires : El fin de la noche, 2010. 364 p. ; 20x13 cm. - (Mapamundi) ISBN 978-987-1491-27-8 1. Narrativa. I. Título CDD 863
Imagen de tapa: S/T, de Silvia Troian silviatroian@hotmail.com
© Editorial El fin de la noche, 2010 Buenos Aires, Argentina ISBN 978-987-1491-27-8 Editorial El fin de la noche Hecho el depósito que previene la ley 11.723 Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a: info@elfindelanoche.com.ar www.elfindelanoche.com.ar
A Juan Camilo Jaramillo, Claudia Barón, Valeria Fayad e Iván Granados.
A Erwin Fabián, mi novio, porque su amor ha hecho posibles mis duelos.
A mis hijos, Matías y Libertad, por la alegría que trae su presencia.
“Los que hemos viajado mucho y amado mucho; los que hemos… no diré sufrido, pues a través del sufrimiento hemos alcanzado siempre la autonomía, sólo nosotros apreciamos el complejo mundo de la ternura, y comprendemos el estrecho vínculo que existe entre el amor y la amistad”. Durrell, Lawrence, Justine.
“La anima a descubrirse porque nadie como ella para asaltar los miedos que la aterran y convertir dragones en trinos de oropéndolas, pues siempre está a la zaga de sus sueños, a la deriva dulce de su anhelo, porque flota, balandra y apegada, como alguien que amamanta, siempre fue así, como un destino”. Albalucía, Ángel, Misiá señora.
Cogió el trapo para matarla. Era una de esas cucarachas gigantes, voladoras, que pululan en el verano de ciertas ciudades húmedas y sucias. Se recostó contra la pared, empezó a sudar y, luego de unos segundos, se decidió a matarla. Era muy extraña su decisión: acercarse a uno de esos animales inmundos le podía arruinar el día, el mes y hasta el año. No tenía opción: cuando uno está solo en el mundo, no hay otra forma de solucionar los problemas. La cucaracha se movía muy rápido, por el suelo, por las paredes y, cuando se sentía acorralada, salía a volar. Ella estaba sudando; no bastaba el verano infernal en que se encontraba para encima tener que ir de un lado al otro del apartamento persiguiendo a ese animal horroroso, con un trapo, como si no hubiera chancletas o escoba. Hacía días se había dañado el aire acondicionado y, desde entonces, las ventanas se mantenían abiertas, así que no era la primera vez, ni la última, que estaría sometida a esta faena infernal de matar una cucaracha gigante para continuar su día. Finalmente la alcanzó y le dio unos cuantos golpes que la dejaron lela, por no decir medio muerta. Qué descanso; ahora sí podía seguir con su rutina, no sin antes haber hecho el último de los actos relacionados con la muerte de ese aborrecible animal: recogerla y tirarla en la caneca. Entonces dio la vuelta a la mesa del comedor, se acercó a la esquina donde la había dejado hacía unos minutos mientras tomaba un respiro y se limpiaba el sudor, y se encontró con el cadáver tieso y azuloso de un ser humano. La luz opaca de la tarde me abruma. Siento el silencio como un manotazo. Mi piel se estira como un caucho y regresa a su sitio en un golpe seco. Sólo las miradas abundan, ausentes y totales. Muerdo mis dedos, rasguño el rincón, y trato, sin éxito, de sacar el último rastro de 11
polvo. Un hueco ascendente cubre el vacío de mi estar; vivo desprovista de tiempo. Con el trapo amarro el cuerpo, lo jalo, lo bamboleo. Sólo en el espejo existen mis movimientos, mi rostro aturde; su hedor, su hondura. La respiración se agita, me conmueve. Lúgubres gotas de sudor se asoman sobre mi nariz, me aterra este caer incesante. Filudo, cortopunzante, brilla a la luz. Lo veo. Habla, dice y me mira fijamente, y no sé cómo frenar el tiempo para que nada de esto suceda. Camina de un lado a otro, habla sin cesar, pregunta, balbucea, dice y me mira, y la mira a ella. Yo quiero decirle que no le haga daño; él insiste, tiene rabia, quiere hacer algo triste. Le apunta con la mano fría, le coge la cara y yo trato de taparme los ojos, de no mirar, pero cómo evitar esa mirada si ella me pide auxilio, cómo no sentir la desgarradura, la piel quebrada, las limaduras en la carne, el cuerpo que se deshace. Miedos. Sube por las piernas. Temblor continuo, incontrolable. Tantas preguntas, tantos golpes. La mirada es fija, y yo no entiendo; rasguño paredes, huecos. Ahora la cama se extiende, siento las manos atadas, veo tus ojos. Tiemblo. No dejes de mirarme. Habla, no te vayas. Espero. Espero. Espero. Huele a frío. Anda el viento deshaciendo mis piernas. Hueco. Regresa, no me dejes. La pared huele a muerte, la cobija húmeda se pega en mi piel. No debo respirar. Suelto el aire despacio, limpio el cuerpo del afuera. ¿Cómo hundirme del todo en mí misma? No puede ser tanto abismo, tanta desazón, tanto abatimiento. ¿Cómo decirlo?, ¿cómo explicar todo esto que se siente, todo lo que se ve agolpado en esta memoria 12
incontenible mía? Rostros como flashes, luces que suben y bajan de un escenario de sufrimientos, gentes que se pierden en el panorama triste de mis recuerdos, profundo eco de voces que no llegan, no alcanzan a ser presencias, golpean continuas este silencio de mis días. Como el cuchillo y las armas y el latir del corazón incontenible y la mirada aturdida, las miradas que explotan y de erótico nada, pero sí de sumisión, de tortura, de delirio. Con el filo en el cuello y con la soga que pende de tus ojos, salto sin dudarlo y claro, y ese latir insoportable y esa sangre expansiva y el cuerpo indómito, desorbitado y el terror de mirar y la imposibilidad de mirar los ojos y sus voces que no cesan, que siguen retumbando. Que se detengan ya, que no regresen, que no te vayas, no me dejes, no me dejes. Suéltala, no la toques, déjala correr, deja que se deslice por las grietas de esta inmundicia, que se vaya pronto, que no regrese más, que sus senos se pierdan para siempre en esta alucinante forma de no existir. Suéltame, no me detengas, no más, no más de eso, no me aturdas más, no nos quieras así, no la destroces más, que esta vida es un infierno sin límites, qué buena esta muerte, este hueco, este silencio que me rodea, buena esta calma sin vacilaciones, este remanso de palabras, de sueños, de vida. Irene... ¡no te vayas!
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1 El teléfono había repicado ya varias veces cuando su esposo la despertó y le dijo: —Beatriz, contesta; a esta hora sólo te llaman a ti. Beatriz Galindo, con los movimientos que produce el sueño, logró agarrar el teléfono. —Buenas noches, doctora, qué pena llamarla a estas horas de la noche, pero usted sabe: cuando hay que trabajar, hay que trabajar. No reconoció la voz que le hablaba. Sin embargo, no necesitó despertar del todo para saber que el que llamaba era uno de los funcionarios de la policía para pedirle diagnósticos de criminales locos. —Doctora, lo que pasa es que tenemos un caso gordo que debemos solucionar ya mismo. —¿A estas horas? —preguntó la doctora. —Sí, doctora, entiéndame: es un caso pesado en serio. Le explico para que se venga rapidito. Lo que pasa es que parece que la senadora Irene Carmona mató a una mujer; mejor dicho, es un caso complicado: le encontraron una mujer muerta en la cama. ¿Se imagina? Y, por supuesto, tenemos todos los periodistas afuera esperando noticias, ávidos de una chiva. Y esta chiva está buenísima. Entonces, antes de que amanezca, necesitamos su diagnóstico. Beatriz Galindo tomó nota de la dirección; se alegró de que el lugar fuera cerca de su casa. Se puso unos pantalones negros de algodón —de los que usaba para estar en casa—, un saco rojo cuello de tortuga y un abrigo negro muy caliente que había comprado en una rebaja de verano en Manhattan. Era alta, rubia, de rostro alargado, de contextura delgada. Había en su rostro un gesto de lejanía. Para no tener que salir sola en su carro, 15
pidió un taxi. Esto era normal en Bogotá, ya que daba un poco de miedo salir a la calle a esas horas de la noche así como así, y menos una mujer sola. Al entrar en el edificio, sintió una cierta molestia, aunque no terminaría de descifrarla ni encontraría motivos para seguir en este caso hasta varios días después, cuando se sintió agotada de ver, en todos los noticieros y periódicos, la misma noticia. La congresista Carmona vivía en un edificio de Chapinero, alto, ni muy elegante ni muy prole, algo así como indefinido —como les gusta a muchas personas en la ciudad que no quieren que su estrato les marque demasiado sus relaciones ni su personalidad—. La parlamentaria, sin embargo, no era una mujer de estrato medio. En realidad, algo había escuchado sobre esa mujer; quizás hasta había votado por ella en las pasadas elecciones. Como buena colombiana, no lograba acordarse muy bien de su último voto (“Con esa cultura política que nos mandamos”, pensó). Volviendo al tema, sabía que era hija de un funcionario público que había ostentado altos cargos de Gobierno en Gobierno. Además, ¿qué burócrata de alto rango en Colombia es de estrato medio? Ya en la entrada había muchas personas, muchos periodistas que estaban merodeando. Ella se preguntaba quién había avisado a los medios sobre el caso, cómo era posible que el cuerpo de la mujer muerta estuviera todavía caliente, y los periodistas ya estuvieran esperando la noticia para acabar con la reputación de una mujer, en este caso, una dama pública, lo cual suele ser una noticia muy codiciada en este país. Subió al apartamento y se encontró con un espacio mucho más sobrio de lo que se imaginaba. Era un 16
apartamento un tanto minimalista. Un sofá, dos sillas, una mesa de comedor japonesa, todos los muebles grises y las paredes blancas, un florero empotrado en la pared con una flor exótica (¿cómo se llama?, “ave del paraíso”, quizás), un mueble de madera pintado de negro con muchos discos compactos y con un equipo de sonido. No había más adornos en el apartamento; sólo un piano se veía en el fondo de un pequeño estudio. Claro, esta sala que acaba de describir era la sala de un apartamento donde no había ocurrido nada, es decir que la doctora Beatriz estaba viéndolo con ojos de señora organizada, porque en realidad ese espacio minimalista estaba lleno de policías, vasos regados, cobijas, un espejo roto encima de la mesa del comedor, las paredes chorreadas de agua o quizás de algún licor. Tanto desorden le hizo pensar que quizás ya le estaban saqueando la casa, como suele ocurrir en estos operativos. El cuadro que encontró en la habitación era mucho más deplorable. No pensemos en las personas que se movían de un lado para otro del cuarto; hagamos abstracción de todo eso por un momento. En una esquina, tirada en el suelo, cubierta con una cobija, estaba la congresista Irene Carmona, con la mirada perdida, repitiendo sin cesar: “No sé quién es, no sé quién es” y, más cerca de la puerta (aunque no era lo primero que uno miraba), estaba el cuerpo de la otra mujer, que aún los policías no tapaban con una sábana. Seguro no lo hacían porque, en su morbo, querían seguir mirando su piel, su sexo y seguro se estarían imaginando la escena de las dos mujeres haciendo el amor, besándose, acariciándose. El cuarto tenía un color gris profundo: eran los mismos colores de la sala. Sobre la cama había un pequeño cuadro de Chagall. Si la doctora lo hubiera visto más de cerca, habría descubierto que se trataba de un 17
original, uno de esos que el padre de la parlamentaria había adquirido en subastas de obras de arte en París. Beatriz Galindo entendió muy pronto que se trataba de un caso de amnesia, y empezó a hacer las preguntas pertinentes al representante de la fiscalía. Le explicaron que la congresista Carmona se había comunicado con la portería y había pedido que llamaran a la policía. El vigilante cumplió con su petición. Cuando llegaron los policías, ella les abrió la puerta con toda la inocencia, como si ni siquiera se imaginara que lo que estaba contando la podía vincular con un crimen —mejor dicho, la convertía en la principal sospechosa de esa muerte—. Les dijo que alguien había puesto un cuerpo muerto en su cama, que ella no conocía a esa mujer, que ella no entendía lo que estaba pasando y después se sumió en una especie de letargo, se sentó en un rincón y dejó de contestar a sus preguntas, repitiendo hasta el cansancio la frase: “No sé quién es”. Era claro que había entrado en un estado sicótico, y lo que ellos necesitaban era que la doctora les diera el diagnóstico para poder llevársela y empezar el tratamiento psiquiátrico necesario, no sin antes haberla acusado de presunto homicidio. Los policías ya habían averiguado alguna información que rápidamente le dieron a la doctora para terminar de ponerla en contexto. El apartamento era efectivamente de la congresista: lo habitaba desde hacía varios años. La mujer que estaba muerta en la cama había empezado a quedarse allí desde hacía un par de meses. Durante la noche del crimen, las vieron entrar en la tarde, muy contentas, y luego llegó el novio de la parlamentaria, quien había salido unas horas antes de la llamada a la portería. Esto lo convertía en el otro sospechoso de esta extraña muerte. Habían encontrado 18
tranquilizantes en el baño y regados en la sala. De la otra mujer habían encontrado sus documentos de identidad y, en ese preciso momento, un sargento estaba haciendo las averiguaciones pertinentes para encontrar a su familia y avisarles lo sucedido. La doctora Galindo se quedó en el cuarto observando con detenimiento y se encontró con la mirada perdida de la congresista Carmona. Entonces sintió por primera vez compasión por aquella mujer. En su rostro se veía el peso de una amnesia plagada de recuerdos, se veían las trazas de un arduo pasado, perdido en una memoria silenciada y tortuosa. Tenía una memoria hueca con un fondo amargo. Sin embargo, la doctora no alcanzó a pensar mucho en el contenido de esa memoria ni en el procedimiento que debía llevarse a cabo para sacar a esa mujer de aquel letargo. A esas horas de la noche, en especial cuando se está acostumbrado a encontrarse con casos así, lo único que hizo fue firmar el diagnóstico que rezaba: “Paciente con amnesia severa no determinada”. Salió del apartamento con la sensación de vacío que siempre le producía ese trabajo, y pensó que tal vez estaba siendo ya hora de retirarse y de dedicarse por completo a su consultorio. Le molestaba mucho la actitud de los policías, el morbo de los periodistas y le dolía pensar que aun ella adquiría esa actitud desdeñosa frente a los pacientes enloquecidos que cometían crímenes atroces o eran sospechosos de haberlos cometido. Sin embargo, al haber dejado el edificio, tuvo la sensación de desapego necesaria para poder olvidar la mirada de esos hombres y mujeres, criminales o no, a los que ella diagnosticaba para Medicina Legal. Y no se imaginó que éste sería uno de los casos más importantes dentro de su larga trayectoria de estudio sobre la amnesia. 19
Beatriz Galindo era una mujer que rondaba los cincuenta años. Pese a su profundo descreimiento en el amor, o quizás gracias a eso, mantenía una relación de pareja con el padre de sus hijos desde hacía más de veintiocho años. Había decidido que era mejor construir esa amistad con un hombre tranquilo, carismático y buen padre, antes de seguir en la búsqueda invariable de pasión que escuchaba día a día de boca de las mujeres que visitaban su consultorio. Como caso extraño, le molestaba también buscar relaciones con hombres maravillosos, que tarde o temprano le hacían salir sus peores demonios. En realidad, la doctora Galindo sufría de un mal complicado, un agobio crónico por haber escuchado durante tantos años a cientos de mujeres que le daban argumentos para pensar que el amor era una falacia, un acto imposible que perseguimos de manera enfermiza hasta el cansancio y que, en verdad, nunca alcanzamos. Sin embargo, decían que era una terapeuta excelente y que una de sus especialidades radicaba en hacer que las mujeres lograran sostener relaciones tranquilas y amorosas. Era probable que su éxito estuviera precisamente en que las convencía de que lo mejor era conformarse con una buena amistad, con tener un compañero para la vida, y olvidarse de continuar en la búsqueda —oculta, pero presente— del “verdadero amor” de las princesas. Luego de varios años de convivencia con su marido, llegaron los hijos, tres en total, y dedicó buena parte de su vida a criarlos. Para ella éste había sido su proyecto más importante. Pero, para sus colegas, Beatriz Galindo era en realidad una de las personas que más sabía sobre amnesia en el país, lo cual la ubicaba en un lugar privilegiado entre siquiatras y psicoanalistas. Muy joven había tomado un caso de amnesia de un niño maltratado y 20
abusado de forma apabullante, a quien ella había logrado sacar adelante pese a las cargas de su memoria olvidada. Había en su familia un fantasma en torno a la amnesia, y por ello para Beatriz Galindo tratar a ese niño fue la catapulta para empezar estudios y tratamientos sobre el tema, y disminuir su propio miedo de ser una abuela “desmemoriada”, como lo había sido la suya. Pensaba que la amnesia era el tema literario por excelencia y, más allá de todos los estudios que había realizado, se había dedicado a investigar toda la literatura y películas inspiradas en dicha cuestión. Era su tema pero, con los años, había cedido a la tentación de vivir cómodamente de atender mujeres con problemas amorosos, consultas de cuarenta y cinco minutos (en un consultorio que había organizado en su casa para poder estar cerca de sus hijos) y, sobre todo, consultas bien pagas, porque las mujeres, con la liberación femenina, habían adquirido unas contradicciones y una capacidad adquisitiva de las que ella se servía. Se reía de saber que las mujeres de su época —incluyéndose ella misma— no querían ser princesas, pero seguían soñando con encontrar un príncipe azul. Ahí radicaba el gran dilema: autonomía, poder, decisiones claras y una búsqueda eterna de hombres principescos que las hicieran sentir más mujeres. Por su conocimiento sobre la amnesia y por su renombre como siquiatra, la habían llamado de Medicina Legal. A ella le parecía un trabajo poco honroso, casi incompatible con su tarea principal. Sin embargo aceptó, pues no le quitaba mucho tiempo y le permitía seguir encontrando casos interesantes que, aunque ella no los trataba de forma directa, le daban espacio para seguir estudiando y para preguntarse sobre la condición humana.
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La noche que Irene perdió la memoria, la doctora Galindo regresó a casa y, entre las sábanas, le contó a su marido un poco sobre el caso que acababa de ver; en seguida se quedó dormida. Durante el día siguiente tuvo mucho trabajo, motivo por el cual no leyó el periódico ni vio las noticias del mediodía. Sin embargo, por la tarde, cuando su marido regresó del trabajo, éste le preguntó si había escuchado todo el revuelo que estaban haciendo sobre el caso. En efecto, los medios de comunicación estaban abusando de la sospecha de asesinato que se asignaba a la congresista Irene Carmona, para acabar con su imagen mucho antes de que la justicia tomara una decisión. A la noche resolvió ver las noticias, y le sorprendió la irresponsabilidad del manejo que se le daba al caso. En resumidas cuentas, lo que estaban diciendo en los medios era que la parlamentaria que más luchaba por la transparencia y por la “honestidad” (puesta ésta totalmente entre comillas por el tenebroso tono periodístico de las notas) había cometido un crimen pasional que manchaba su hoja de vida. Casi ni mencionaban que estaba en estado amnésico, lo cual daba espacio a que ella hubiera sido víctima también en el crimen. En ese momento la doctora Galindo empezó a entender que los periodistas estaban haciéndoles el juego a los muchos políticos de este país, a quienes Irene había denunciado por corrupción y por politiquería, aunque todavía la indignación de la doctora no era suficiente para que tomara la decisión de vincularse al caso Carmona. Irene Carmona había llegado al Congreso de la república como candidata independiente. Se sabía que su triunfo se debía a un esfuerzo de grupos de jóvenes que, avalados por sectores poderosos de la sociedad, habían denunciado las irregularidades de diferentes congresistas y políticos, lo cual los había convertido en una opción 22
política importante. La búsqueda de transparencia y de coherencia había empezado a ser en Colombia una de las principales banderas políticas, pues la mayoría de la gente estaba ya cansada de vivir con el fantasma de la corrupción y con los grandes atropellos que se cometían día a día contra el patrimonio público. El fenómeno era maravilloso en una sociedad que había comulgado y participado de una cultura mafiosa, que había permeado casi todas las relaciones sociales hasta el punto de convertir a la mayoría de las personas que querían erradicar ese mal. Esa sociedad, de un momento para otro, caía en la gran narrativa de la transparencia y de la coherencia, en la visión posmoderna de la pérdida de grandes ideales, y más bien promulgaban por individuos que dieran alguna muestra de honestidad y de sensatez. Ser candidato independiente de los partidos políticos tradicionales del país, del liberal, del conservador, y hasta del comunista, era leído como una muestra inequívoca de diferencia, una garantía de nuevos tiempos y de nuevas formas de hacer Gobierno. Aunque poco a poco empezaron a descubrir que muchos se lanzaban como independientes de nombre, pero dependientes de las mismas maquinarias políticas, de las mismas prácticas politiqueras y clientelistas, de las mismas fuentes de financiación de las campañas más tradicionales y corruptas de la historia del país. Las contradicciones de la época estaban cifradas en la historia política de un país que había optado por la desinformación, la corrupción y la pobreza. Colombia había pasado hasta el momento gobernada desde los salones del Jockey Club en Bogotá, lo cual había generado una fuerte exclusión social, unas guerrillas que buscaban transformar la sociedad, y había terminado también por producir, gracias a la fértil tierra que Dios 23
nos había dado, la cultura del narcotráfico, de la mafia organizada, que terminó por gobernar, junto con los grandes señores de corbatas y corbatines del Jockey, este país desangrado por la violencia. Era una sociedad que había conocido desde siempre la brutalidad, que había visto cómo sus líderes eran asesinados uno a uno, en una marcha incesante de muertos. Era un país donde la pobreza no cedía y donde (lo cual parecía ser lo más grave en el momento en que Irene Carmona había llegado al Congreso) una oligarquía de años había mantenido el poder para sus intereses; en realidad, el poder que les sobraba a las grandes corporaciones mundiales. En ese país Irene Carmona, con su naturalidad, su desfachatez y su carisma, hizo una campaña relámpago y llegó, solita, a un Congreso corrupto, descompuesto, inmanejable. El escándalo era realmente bochornoso. La doctora Galindo empezó a sentir una molestia insoportable por la presentación que hacían del caso de Irene Carmona. En los últimos días les venía haciendo seguimiento a los medios de comunicación y no podía entender la irresponsabilidad de esas noticias. Cuando empezó a ver noticias del caso, poco a poco se fue sorprendiendo por la ausencia de información que presentaban sobre la amnesia de la congresista. Además, empezó a sentir extrañeza de que en ningún momento la hubieran entrevistado a ella para dar su versión sobre posibles motivos de esa enfermedad, o las posibles formas de salvar a la congresista de la condena que se le impugnaba. Así se hacía evidente que, a quienes manejaban los medios de comunicación, poco les preocupaba el destino de la parlamentaria y que más bien tenían intereses de hundirla, y producir así la sensación en la opinión pública 24
de que aun los más honestos tienen historias sórdidas, para minar la confianza que la gente depositaba con su voto en personas como Irene Carmona. La gota rebalsó la copa un sábado a la mañana, cuando uno de sus pacientes dejó un periódico de crónica roja en su consultorio y decidió, como cosa fuera de lo normal, hojearlo. Se había levantado temprano, un poco malhumorada por un exceso de tragos que había bebido la noche anterior. Salió de su cuarto y recorrió muy lenta toda la casa. Vivía en una casa vieja, de tres pisos y con buhardilla, la cual había convertido en su habitación desde hacía un par de años. Le gustaba amanecer en el silencio y tener la luz que entraba sólo en ese espacio de la casa. Era un espacio muy pequeño, decía su marido, y por eso durante muchos años había sido utilizado para guardar chécheres. Sin embargo, la doctora Galindo no había perdido nunca la esperanza de convencer a su marido de que llevaran su cama para allá hasta que, finalmente, y luego de muchos años, lo logró. Ese viernes había decidido salir de casa con unas amigas, viejas pacientes que ya no necesitaban de sus servicios, y se había pasado un poco de tragos. Al levantarse a la mañana, bajó las escaleras, todavía medio dormida, pero sintiendo cada olor de su hogar, cada sonido del piso de madera, recordando, en cada paso su vida, los momentos que había pasado en esa casa en la que llevaba viviendo hacía más de veinte años. Fue un recorrido rápido en el que se agolparon años de vida y de recuerdos. Miró los cuadros antiguos, aquel retrato de su bisabuela que había heredado por llevar su mismo nombre. Vio que las flores artificiales del jarrón chino que estaba en el rincón del segundo piso, junto a la habitación de su hija, estaban llenas de polvo, y las 25
agarró de un manotazo: le pareció que era mejor botarlas que intentar una limpieza. Siguió bajando las escaleras, se asomó a la sala y vio los muebles tallados que había heredado de su madre; hacían juego perfecto con su casa tan antigua. Por un instante pensó cómo sería su vida si hubiera optado por el celibato, o por la soltería; cómo sería su vida si un día se levantara y olvidara todos esos instantes y esas cosas que le daban sentido. Por fin llegó a la cocina, tomó un vaso con agua, abrió la nevera para buscar algo más de tomar y se encontró con la noticia de que nadie había hecho la compra y, por tanto, estaba condenada a seguir tomando agua de la llave. Así era la vida en su casa. Ella se resistía a asumir todas las cargas de las mamás tradicionales y, sin embargo, había terminado por ceder. Sólo cuando ella obligaba a sus hijos o a su marido, se hacían las cosas que se necesitan para que una familia pueda seguir su curso tranquilo, normal, con comida, luz, agua y por supuesto teléfono, que no puede faltar en casa de adolescentes —como sus hijos—. Un par de horas más tarde, luego de haber tomado un largo baño para recuperarse del trasnocho y de los tragos, recibió al primer paciente: un hombre un poco grotesco y soez, abandonado hasta por la empleada de servicio por sus manías y por su mal genio que, poco a poco, estaba descubriendo que en realidad lo habían dejado todos, su mujer, sus hijos y demás por su enfermiza manera de vivir su cuerpo. La consulta se desenvolvió con naturalidad; el paciente había entrado ya en el ciclo de consultas en que lloraba por todo. Estaba descubriendo que el agua moja y, por tanto, se veía como el ser más deplorable y asqueroso que había conocido. Ella sólo escuchaba y lo dejaba encontrarse con esa imagen de sí mismo que quizás nunca nadie le haría ver de nuevo. Al terminar la consulta, acompañó a su paciente a la 26
puerta, la cerró y regresó al consultorio. Se sentó en la silla donde se sientan los pacientes: ése era el estado en que estaba la doctora. Necesitaba una terapia, alguien que la escuchara de verdad, alguien que le dijera qué hacer con su vida. Fue en ese momento cuando vio, en el periódico inmundo ese que había dejado su paciente, un titular que decía “Congresista condenada a prisión”. Sintió un cimbronazo, se le estremeció el cuerpo y, por primera vez, se sintió culpable, atormentada por no haber decidido ayudar a esa mujer a tiempo. ¿Ahora qué podía hacer?, ¿habría manera de apelar en ese caso?, ¿sería factible salvarla de esa condena? Tal vez ya era tarde y no había camino de regreso. Siguió leyendo el artículo y no encontró mención alguna al estado amnésico de la congresista. Ése fue el campanazo final: la sorprendió que estuvieran condenándola sin tener en cuenta su enfermedad, quizás sin haberla tratado. En ese momento decidió que era ella, y sólo ella, quien debía ayudarla, quien la acompañaría a recorrer los recovecos, los intríngulis de esa memoria que seguro se perdía a sí misma para salvarse de sus propios recuerdos. La paciente que debía llegar acababa de llamar para decir que se le había presentado un inconveniente y no podía venir. Beatriz Galindo subió a su closet, sacó el abrigo de invierno (apenas servía para estos días helados de abril en Bogotá) y se echó a las calles a caminar, a pensar, a limpiarse la culpa que la carcomía en ese momento. La ciudad estaba gris, había llovido toda la noche y aún no cedían las nubes. El sol estaba ausente y así el color de su barrio se acentuaba por lúgubre, apagado, somnoliento. Bajó al parquecito; la sorprendió el verde opaco de los árboles, la cancha de básket vacía (¿un sábado a esa hora?). Era el frío; eran esos días en que los bogotanos se enconchan, se 27
quedan pegados a las cobijas, a los cuerpos calientes de sus parejas. Se les encarcela el alma de frío, de tanto ver llover. Siguió hasta la séptima; tal vez allí habría más gente, pero se encontró con una mañana aún más solitaria. Decidió caminar hacia el Norte: quizás se encontraría con menos indigentes y no tendría que decirles que no tenía nada, que había salido sin billetera. Qué miedo, por eso la pueden apuñalear a una o pegarle o, en el mejor de los casos, insultarla, en fin, no importa qué, simplemente le daba miedo. Por eso caminó hacia el Norte, hacia el lugar donde vivía Irene Carmona y, en pocos minutos, se encontró sentada en un andén observando ese edificio, preguntándose por qué, por qué, por qué. “¿Por qué había sido tan ciega? ¿Qué me pasó? ¿Cómo dejé pasar ese momento?, ¿Cómo fui de estúpida que no leí más en el rostro amarillento y turbio de la congresista?”. Estas preguntas y el nombre de Irene le retumbaban en su mente. Irene, ese nombre que significa paz, ese nombre que se encontraba en los terrenos liminales de la desmemoria, del autismo de pasado. ¿Cómo era posible que no hubiera hecho nada? Y volvía a ver las palabras que contaban que la parlamentaria había sido condenada; habían descubierto que la mujer que había aparecido en su lecho (y los diarios usaban esas palabras cariadas, vencidas, frívolas) era, en realidad, la esposa de un hombre que había sido novio de la congresista, y aquélla se había convertido en su amante en los últimos meses. Y claro, como la mujer tenía marcas de haber estado atada con sogas y con otras magulladuras más y había muerto por una sobredosis de los narcóticos que usaba la congresista para conciliar el sueño, habían decidido, así no más, rapidito, que era culpable, seguramente porque no se había logrado defender, porque 28
para muchas personas era bueno que ella se hundiera, que se pudriera en la historia de la política del país como una parlamentaria puta, quitamaridos, lesbiana y asesina. Ése era el mejor destino para una mujer que quería mandar, que se lanzaba a caminar por el terreno de los hombres, por el mundo en ruinas que ellos han ido dejando. ¿Cómo no lo había pensado antes? Era posible que todo esto fuera un montaje de los políticos que se sentían atacados por ella, por esas mentes masculinas que se inventan estas agresiones infernales, pero quizás estaba exagerando. Podía ser también que la otra mujer se hubiera suicidado allí para meterla en problemas, pero entonces recordó que la muerta estaba residiendo en casa de Irene, y eso empezaba a complicar más las cosas. ¿Cómo había dejado pasar todas las señales que se mostraban, que fulguraban en ese apartamento? ¿Cómo hacer para volver a ver esas imágenes? Ahí había claves que la doctora Galindo no había observado. Claro que ella no era detective ni investigaba casos de éstos, pero sí sabía muy bien leer las señales que la realidad daba; había aprendido el arte de ayudar a recomponer, con pocos detalles, historias de vida. Así se lograba recomponer las memorias; así, con unos cuantos detalles apenas mencionados por sus pacientes amnésicos, lograba que regresaran a su memoria, no importaba si era para devolverles el peor de los mundos. La doctora Galindo tenía la teoría de que la memoria pesa mucho más cuando está perdida entre los recovecos del inconsciente, cuando hemos dejado de recordarla, pues nos sume en las peores divagaciones y en tremendas incapacidades; por eso es mejor recobrarla, asumirla, sufrirla. Eso era lo que debía hacer con Irene: buscarla, oírla, hacer que le contara su vida; no importaba que al 29
final la descubrieran asesina, se supiera que era verdad la condena, que había matado a esa mujer. Sólo importaba que Irene se reconstruyera un pasado que la dejara vivir y entender algo de lo sucedido. ¿Por qué, por qué, por qué no se había acercado a ese caso? ¿Cómo no había ido a decirles que la amnesia sucede con mayor facilidad cuando se es víctima que cuando se es victimario? Era así: se había demostrado que es mucho más difícil que la amnesia tape las acciones de uno mismo. En este caso, el síntoma mental es otro; en cambio, lo que suele tapar la amnesia son las llagas de ataques que las personas han sufrido. Es más bien una reacción al sufrimiento, al haber vivido momentos que revientan la mente y le impiden recordar. Así, era más probable que Irene hubiera sido testigo del asesinato, que hubiera sido agredida también como la muerta; quién sabe qué cosas más había tenido que vivir, para haberse perdido a sí misma. Pobre mujer, qué cosas habría visto y sentido. ¿Será que la examinaron, que se tomaron la molestia de ver si en su cuerpo había también marcas de lo sucedido, si había sido víctima también? Debía ser una treta, y por eso nadie había buscado en el cuerpo de Irene. Beatriz Galindo siguió caminando, dándose golpes de pecho, tratando de pensar en las múltiples posibilidades, y tomó la decisión de buscar a Irene, de encontrarla, de ayudarla a recordar, de reconstruir los instantes que precedieron a la muerte, al olvido, a la condena. Aunque a la doctora Galindo le parecía más pertinente pensar el caso desde una perspectiva política, por lo cual estaba empeñada en que había sido un montaje de politiqueros corruptos y asesinos para deshacerse de Irene Carmona, de lo que se hablaba en el país era del 30
triángulo amoroso que había producido ese asesinato. Lo que se sabía de la historia, y esto bien podía ser manipulado también, era que la congresista Carmona había tenido un gran amor de juventud, con quien siempre había pensado que se casaría pero que, por cosas del destino, como dice la gente, terminó abandonándola, casándose con otra mujer, una recién aparecida que se lo estaba quitando para siempre. Claro que no era tan literal pues, cuando la congresista regresó a Colombia, después del casamiento de él y se reencontraron, pudo más el deseo, y terminaron siendo amantes. Y claro, esta parte de la historia no es tan extraña (cuántos casos se han visto). Lo raro fue la relación que terminaron estableciendo las dos mujeres. Decían que no sabían nada de quién era la otra. Se habían conocido en un grupo de mujeres que hacían terapia entre pares para superar dificultades amorosas. No se sabía muy bien si eran amigas, amantes o qué, pero lo que sí era claro era que habían construido una relación cercana; tanto es así que habían estado de viaje por Europa juntas y hasta llevaban un tiempo viviendo en el mismo lugar. Claro está que la gente, lo que llaman “la opinión pública” —que en nuestro país es más un chismorreo público que una opinión calificada— estaba segura de que eran amantes, y se inventaron quién sabe cuántas historias más alrededor de esa mujer pública, que estaba más quemada que las brujas condenadas a la hoguera por la Inquisición. La doctora Galindo se levantó muy temprano el lunes siguiente. Llevaba dos noches sin dormir, pensando en Irene Carmona. Se bañó, se puso ropa muy elegante sastre, medias veladas y unos tacones que usaba sólo para hacer vueltas en las que necesitaba que la tomaran en serio. Por algún extraño motivo, cuando su marido 31
le preguntó qué iba a hacer, para dónde iba, ella balbuceó un poco y terminó por mentirle. No quería que él supiera en lo que se estaba metiendo. Quizás iba a detenerla, o le iba a pedir que no se metiera en un caso tan peligroso; detrás de los políticos, podía encontrar todo tipo de historias truculentas, y ella quizás terminaría crucificada también. Entonces prefirió callar, y así lo hizo por mucho tiempo. Se dirigió sin vacilar al juzgado adonde habían llevado el caso de la congresista. Quedaba en esos viejos edificios de la diecinueve, esos edificios de apartamentos viejos que se habían venido a menos desde que tuvieron la mala suerte de convertirse en juzgados. Al entrar decidió presentar su carné de Medicina Legal; quizás así le pondrían más atención y le prestarían los expedientes con diligencia, actitud que solía no ser frecuente entre los funcionarios públicos. Los resultados no fueron tan extraordinarios. Tuvo que esperar un buen rato antes de que la atendieran y, luego de haber sido atendida, esperó más tiempo aún, hasta que le entregaron los archivos. Sin embargo pensó que, de no haber sido por su carné, quizás nunca le habrían dado la oportunidad de ver esos papeles. Al leer los expedientes del caso Carmona, descubrió que sí se mencionaba el estado de la congresista, y de manera facilista, pues las pruebas no parecían tan convincentes (y eso que ella era siquiatra, y no detective). La declaraban culpable del asesinato de María Camila Benavides, con la excepción de que no podían encarcelarla por ser inimputable. El veredicto argüía que la congresista había entrado en estado amnésico después de haber cometido el crimen y precisamente por causa de haberlo ejecutado, con la ayuda de un diagnóstico médico de un siquiatra pichicato que le estaba haciendo el juego a quienes querían hundir a 32
Irene. La doctora Galindo sabía que eso era lo menos probable, que era mucho más posible que hubiera sido víctima y por eso hubiese perdido la memoria pero, de todas maneras, sin ver a la paciente no podía hacer un diagnóstico confiable. Encontró que le habían dictado una medida de protección de internación, según el artículo 374 del Código Penal y, curiosamente, la habían llevado a una institución pública en el sur de la ciudad, y no a una privada como su familia quizás habría pedido. Pensó que definitivamente algo se traían entre manos; era un juego sucio, y debía tener cautela en la forma de entrar a jugarlo. No quiso perder tiempo. Salió del juzgado, no sin antes haber agradecido a los funcionarios que la habían atendido (ya tendría que volver a verlos), y se dirigió a la clínica siquiátrica donde se encontraba internada Irene Carmona. Al llegar al hospital, se encontró con ese ambiente entre lúgubre y tranquilizante de los centros psiquiátricos. Personas vestidas de formas diferentes, muchos como empijamados; otros, uniformados, caminando como autómatas de un lado para otro del lugar. De nuevo decidió presentar su carné de Medicina Legal. La llevaron al consultorio del médico que manejaba la institución y la hicieron pasar luego de haberla anunciado. —Doctora Galindo, sé muchas cosas de usted, me alegra conocerla. ¿Qué la trae por acá? —El encargado de la institución había sido alumno de la doctora Galindo, pero evitó decírselo por temor de que ella no lo recordara, como en realidad sucedía. —Doctor Bustos —le dijo al ver su nombre en la bata del hospital—, vengo a ver a la congresista Irene Carmona. Existe la posibilidad de que empecemos un tratamiento; usted sabe, la justicia necesita que sus
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condenados cumplan penas reales —justificó, como queriendo meterse en el juego. El médico se sonrió. Qué podía ser más real que esta pena a la que estaba sometida pero, en fin, algo debía estar sucediendo con este caso, pues le sorprendía lo que estaba escuchando. A él le habían dicho que el caso Carmona debía ser enterrado, y la presencia de la doctora Galindo mostraba algo distinto. Se sintió maravillado de pensar que tendría la oportunidad de ver cómo esta mujer trataría un caso de amnesia tan severo, y la llevó inmediatamente a la habitación donde tenían confinada, en su trasegar amnésico, a la joven congresista. Abrieron la puerta y vieron a Irene Carmona: estaba sentada en el piso en una esquina de la habitación. Como era de esperarse, aquella mujer seguía confinándose a las esquinas, a los espacios más cerrados. Beatriz recordó la imagen de la noche del crimen. La congresista, sentada en el rincón de su habitación, desnuda, con una cobija que apenas cubría su cuerpo, repitiendo sin cesar las palabras que mostraban su desconcierto, su terror, su mente perdida entre las elucubraciones de una memoria hueca, putrefacta. La imagen que encontraba acá era más triste. Eso era lo que sentía la doctora, pues le dolía imaginarse que muchas personas deseaban que esa mujer se pudriera encerrada en esa clínica vetusta y amarillenta, encarcelada para siempre, en cadena perpetua, en su inconsciente. El médico le explicó que nadie había logrado sacarle una palabra. Sólo habló cuando sus padres habían intentado acercarse y entonces afirmó repetidas veces, llorando como una niña y pidiendo con sus gestos que se marcharan: “A mi mamá se la llevaron, a mi mamá se la llevaron”.
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2 Iba camino a la muerte. Juana Vélez Arango, alias “Cristina”, sintió una tremenda punzada en el cuerpo. Desde el día en que uno de los altos mandos de la organización guerrillera a la que pertenecía le había comunicado que sería parte de una acción grande que se estaba planeando, tuvo el presentimiento de que en ese momento se encontraría con el rostro de la parca. No sintió miedo; por el contrario, experimentó un gran alivio: ya había soportado demasiado en este mundo, y no le quedaban más fuerzas. Y sin embargo, asumió con responsabilidad las tareas que le estaban asignando: no quería fallarle a la revolución, aunque parecía que era la revolución la que le estaba fallando a ella. Era extraño, pero ya no sentía esa emoción, ese crepitar de adrenalina en su cuerpo. La felicidad de estar aportando a un nuevo país, al país del pueblo, a un país revolucionario y más justo ya no la seducía: había tenido demasiados dolores como para que la alegría de sus primeros años de militar en la guerrilla se mantuviera. Su compañero, Julián, uno de los hombres que más había amado en este mundo, le decía, lleno de felicidad: “No seas pesimista, saldremos airosos de este juicio histórico contra la oligarquía de este país. Ya verás cómo estaremos celebrando con los comandantes y con todos los compas; será una victoria política. Nos situará ante el mundo como uno de los grupos guerrilleros más audaces y lanzados de la historia”. Juana lo miraba sonriente, le veía en los ojos esa emoción que ella ya había perdido para siempre y que recordaba como una de las mayores dichas de su vida. Pensaba: “Sí, amor, saldremos victoriosos, pero yo estaré muerta”.
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Esa mañana cogió la misma buseta que había tomado durante los dos últimos meses rumbo al centro de la ciudad. Estaba cumpliendo dos labores para la famosa toma que el primero al mando había elucubrado, y que estaba generando un revuelo insospechado en la organización. Juana, alias “Cristina”, debía vivir en una casa que habían alquilado al norte de Bogotá, lugar donde se realizarían los encuentros de los altos mandos de la organización durante la etapa de planeación y ejecución del juicio. La casa tenía un garaje muy cómodo, donde nadie veía qué entraba a la casa y salía de allí y, además, tenía una sala interna, a la que se llegaba por el garaje sin pasar por ventana alguna, de manera que era el espacio perfecto para encontrarse. Como su compañero era un hombre bastante más joven que ella, se necesitó que otro hombre pasara por su esposo para no generar suspicacia y comentarios en el barrio, mientras que Julián, el compañero Camilo, cumplía labores de chofer del señor de la casa, para llevar y traer a los comandantes a sus destinos. Era él quien se encargaba de hacer los movimientos de personas que entraban y salían de la casa, así como de todas las compras necesarias para las comidas que debían prepararse allí. Las jornadas de planeación eran largas: algunas veces duraban hasta tres días seguidos; de esta manera debía haber buenas provisiones. Juana y su supuesto marido tenían una rutina previsible. Él era un hombre de negocios que salía temprano por la mañana y regresaba por la noche, sonriente y cariñoso con su mujer. Ella era una abogada, que estaba terminando su tesis de posgrado y, por tanto, debía hacer parte de su investigación en la sala civil del Palacio de Justicia. Ese día de noviembre a las ocho de la mañana, mientras recorría su trayecto al Palacio, cuando en realidad 36
se encontraría con la toma, recordó a su madre. No había podido llamarla en los últimos días. La verdad era que no debía hacerlo; debía mantenerse en absoluta clandestinidad. Sin embargo, habría querido escuchar su voz, decirle lo mucho que la amaba, hablarle de la profunda admiración que sentía por ella, aunque hubiera preferido no ser una mujer pública, aunque nunca la hubiera visto en las plazas de los pueblos de Caldas, como a Gabriela, a Migoña y a su padre, dando discursos. Juana, alucinada, se quedaba mirándolos, soñando con ser ella un día quien saliera a los balcones de esos viejos pueblos a decir esas palabras que de niña no alcanzaba a entender y que producían tal encanto en las personas. Con los años Juana empezó a entender esas palabras, a dudar de éstas, hasta terminar en contra de los principios políticos de su propio padre. Juana Vélez Arango era hija de Juan Vélez, un buen hombre caldense, un político liberal que se pasó la vida como parlamentario en un país que terminó defraudándolo. Era un hombre sui géneris. Aunque formaba parte del mundo machista y excluyente de la sociedad caldense de su época, se enamoró de Cecilia Arango, una mujer callada, lectora de novelas y de libros de política, que no era muy bien aceptada en su medio por tener intereses de hombres. Sin embargo, Juan se enamoró de ella el día que la encontró muy de mañana caminando por la plaza de Bolívar, vestida de negro, con un sombrero coquetón y la escuchó decir, entre dientes: “Estos políticos jóvenes que son sólo palabras”. Sí, Doña Cecilia lo conocía; sabía de él, de su familia, como lo sabía la mayor parte de la ciudad. Era imposible no conocer a los Vélez. Y sabía también que él, desde muy joven, estaba en las andanzas políticas y, como ella le ponía atención a los temas de hombres, sabía qué pensaba y 37
qué hacía, y no le gustaban mucho sus acciones, pues poco hacían eco del discurso de Jorge Eliécer Gaitán, su líder político. A él le encantaron su rebeldía y su actitud crítica, condiciones que lo atarían a ella hasta el día de su muerte. Juan Vélez se le adelantó y le detuvo el paso. —¿Qué dice usted, señorita, se refiere a mí? —¿A quién más podría referirme? —¿Tiene algo en mi contra, o en contra de mi familia? Juan Vélez sabía que Cecilia era hija de un viejo anarquista, que no hablaba con nadie y que poco se metía en temas públicos, pero tuvo mucho miedo de que por algún motivo sus familias no se quisieran, pues desde ese momento estuvo seguro de que ésa era la mujer de su vida, de que pasaría el resto de sus años con ella, aunque le costara la vida misma seducirla. —No, señor, sólo que a mí me gustan los políticos que piensan de verdad en el pueblo. Esa misma tarde empezó a buscar la estrategia para acercarse a ella. Recordó que uno de sus primos estaba casado con una prima de Cecilia, y se dio a la tarea de que lo invitaran a algún evento en que pudiera verla de nuevo. Ante su inusitada insistencia, el primo decidió preguntarle qué era lo que lo tenía tan entusiasmado por acercarse a la familia Arango, hasta que Juan terminó por decirle la verdad. Su primo se echó a reír. Él mismo conocía a Cecilia Arango y no pensaba que una mujer así, tan marimacha y ensimismada (“Dicen que se la pasa leyendo y que no habla con nadie”, le dijo) le pudiera gustar a su primo. Sin embargo, muy pronto organizó el encuentro, con la esperanza de que su primo se decepcionara al ver a aquella mujer tan poco femenina, tan desagradable. Juan no la veía con los mismos ojos. En realidad, doña Cecilia era una mujer de una belleza 38
rara. Tenía unas facciones duras, muy marcadas, ojos negros profundos, cejas prominentes, una nariz aguileña larga y unos labios grandes que parecían pincelados por un pintor. Su pelo se extendía hasta cerca de la cintura, pero nunca lo dejaba suelto. Se hacía unas moñas que le afeaban el rostro y, pese a eso, Juan Vélez sentía retumbar su corazón cuando la veía. Desde el primer encuentro, y por el resto de sus vidas, Juan le permitió a su amada entablar una conversación que ningún hombre de su medio habría siquiera imaginado que podía permitírseles a sus mujeres; dedicaron su tiempo a hablar de política y sólo de política y, gracias a su insistencia para enamorarla, y a que siempre tuvo en cuenta los comentarios que ella le hacía, pudieron ser felices por varias décadas. Juana seguía recorriendo las calles de la ciudad, mirando a través de la ventana los lugares donde había transcurrido su vida desde el día maravilloso en que su padre fue elegido como representante de la Cámara, y toda la familia tuvo que trasladarse a vivir a la Capital. Salir de Manizales en ese momento para radicarse en Bogotá fue una aventura, posarse en una ciudad cosmopolita, una gran ciudad; y eso que Bogotá todavía no era la gran ciudad que Juana veía al otro lado de la ventana de esa buseta que la llevaba a la muerte, como ella misma se repetía sin cesar. Pensaba también en la alegría que debía tener Julián esa mañana de noviembre; alcanzaba a escuchar los latidos de su corazón. Lo imaginaba despierto desde muy temprano, pensando cada paso, cada acción que debía realizar al entrar en el Palacio de Justicia. Sabía que todos estaban felices, con la adrenalina encaramada en la cabeza, con la emoción que produce el riesgo, la valentía, el coraje de retar al país, de vivir por una revolución que quizás nunca llegaría, pero que le daba sentido a sus días. Ella simplemente 39
seguía recordando, seguía pensando en su madre, su padre, sus hermanas y hermanos, en lo bella que era Bogotá cuando habían llegado, en lo hermoso que era vivir la ciudad de los sueños, en lo difícil que fue darse cuenta de que esa ciudad, como el país, estaba construida sobre injusticias, exclusiones y miserias. Desde muy niña Juana ponía atención a las conversaciones de sus padres. Vivían en una de esas casas viejas del Viejo Caldas, céntricas, con portón y contraportón, donde se abría la puerta desde arriba con una cuerda atada a la chapa y que tenía un vestíbulo amplio con techo alto, donde se recibía a las visitas. Había una cocina pequeña donde, por las noches, antes de entrar, debían tirar un cenicero para espantar a las ratas. Los muebles eran de plástico, como el de una piscina. Recordó el día en que los habían comprado; Juana los veía brillantes y limpios, y la hacían sentir en la casa más elegante del mundo. Alrededor del vestíbulo había una serie de cuartos, todos comunicados por arcos donde, en épocas de humedad, las paredes se veían cubiertas con mapas de moho que servían como carta de navegación en los juegos de sus hermanos. Era una casa donde no había intimidad, pero donde los adultos pensaban que los niños no eran capaces de entender lo que pasaba, de manera que Juana oía conversaciones y escuchaba los gemidos de sus padres sin que ellos se imaginaran que la pobre niña sabía muy bien lo que estaba sucediendo. Sus padres hablaban los temas más importantes cuando se iban a dormir, y Juana recorría todos los cuartos (de algo debía servirle ser la hija mayor). Se escondía en el cuarto inmediatamente anterior al de sus padres para escuchar sus conversaciones privadas. La política era uno de los temas que más se repetían. Sí, como en ninguna otra casa, la vida política era un tema familiar, 40
pues doña Cecilia era quizás la más politizada de todos y, por tanto, vivía pendiente de las promesas y temas en que su marido se metía. Le aconsejaba qué hacer, qué decir y hasta le preparaba los discursos, mientras él le insistía en que ella también debía hacer política, que la plaza pública también estaba abierta para ella, pero Cecilia siempre le respondía que vivían en un mundo donde era mejor el dicho que dice que detrás de cada gran hombre hay una gran mujer, al muy degradante que dice que detrás de cada gran mujer hay un gran pendejo. Juana recordaba esas conversaciones con emoción. Siempre esperaba el día en que su mamá cediera a los llamados de su padre, en que la viera salir, con la camisa roja, bien peinada, por uno de esos tantos balcones. Pero su madre, a quien no había llamado, de quien quizás no volvería a escuchar la voz, nunca accedió a la propuesta de su marido. Se mantuvo inamovible en su decisión de hacer política desde la cama, entregando su vida a un mundo de transformaciones que nunca vería realizar y que la llevarían tan lejos como a criar una hija capaz de entregar su vida por la revolución. Sí, mientras seguía viendo pasar calles y calles, recuerdos de su juventud, sabía que muy pronto estaría con una ametralladora en las manos, protegiendo la entrada al cuarto piso del Palacio de Justicia. Ésta era su labor en la acción a la que se dirigía en ese momento; su vida seguía agolpándose en su memoria, como una catarata de imágenes que al mismo tiempo le daban y le quitaban el sentido. Se bajó de la buseta en la carrera cuarta; caminó hasta el Palacio, como todos los días. Los porteros ya la conocían, y le alegró ver que la vigilancia se mantenía reducida. Un tiempo antes, cuando cayeron unos compañeros con los planos del Palacio, habían redoblado la 41
vigilancia, lo cual podía dificultar la entrada en el día de la toma. Esa vigilancia redoblada había logrado que la fecha se corriera, pero ella mantuvo su tarea de entrar a la Corte Suprema todas las mañanas a continuar con su investigación sobre filiación natural en la Sala Civil. No querían generar dudas, ni hacer pensar a nadie que ella estaba relacionada con los planes de toma. Su labor era fundamental, pues su permanencia allí había permitido que diera información sobre los movimientos diarios en el lugar. Todas las mañanas entraba a la Corte y se quedaba un par de horas seguidas revisando las relatorías en el tema de su supuesta investigación. Luego salía a la cafetería y se daba a la tarea de observar con cuidado la entrada y salida del personal en el edificio. También ponía atención a la entrada de compañeros que debían hacer reconocimiento del lugar. Ella era la encargada de observar las reacciones de los vigilantes para avisar cualquier movimiento sospechoso de parte de la seguridad del Palacio. Juana sabía que había otras personas en la misma tarea fuera de las que ella vigilaba, y que también estaban compartimentadas. No obstante, un día se encontró con una pareja de compañeros de la organización, que no estaban en su célula de trabajo para la toma. Se vieron a distancia, y Juana inmediatamente decidió no saludarlos. Vio cómo la mujer entró a la cafetería y se sentó a tomar café mientras el compañero se dirigió al baño. Lo vio salir y bajar al sótano, y observó también cómo nadie se daba cuenta de dichos movimientos. Habían aprendido el arte de no verse para proteger sus vidas y las de muchas personas. Hablar, es decir, “cantar”, era una de la peores bajezas que se podía cometer en una organización como ésta pero, ante las temibles torturas que el ejército les proporcionaba, era posible que algunas 42
personas terminaran por hablar, de manera que se habían organizado de forma compartimentada para que las personas tuvieran la menor cantidad de información posible, y así lograr que lo que una persona cantara no hiciera caer a muchas más. Durante esos dos meses, Juana salía a la tarde y se dirigía a su casa. Allí estaba ayudando en la escritura del juicio al presidente en el tema de Derechos Humanos, su segunda tarea para la toma. Poco tiempo atrás ella había sido torturada por el ejército, y su vida se había visto truncada para siempre. Sabía también que era un tema álgido para el país, pues nadie quería reconocer los atropellos que se estaban produciendo. Por eso ella estaba muy comprometida con que la toma le abriera los ojos a la ciudadanía sobre la tortura y las desapariciones, que las personas, de todas las edades, empezaran a entender la magnitud de las violaciones a los derechos humanos que se estaban llevando a cabo en el país. Julián llegaba por la tarde con el supuesto marido de Juana, entraban al garaje y, cuando habían cerrado las puertas, sacaban al resto del equipo de trabajo sobre Derechos Humanos. Hacían largas reuniones; habían recogido información de los casos más importantes y, de ésta se estaban nutriendo para escribir el texto de denuncia. Escribían con la piel, con sus propias marcas indelebles, con las torturas a las que habían sido sometidos. Era la historia de un país escrito con sangre en el cuerpo de muchas personas, en el dolor de creer en la revolución. En ese tiempo Juana y Julián tenían pocas oportunidades para estar juntos. A la noche, Julián debía salir de la casa, a pie, y tomar un bus hacia el occidente de la ciudad. Se dirigía a un apartamento donde estaba viviendo mientras se planeaba la toma, y no podía ni 43
siquiera pensar en pasar más del tiempo debido cerca de Juana. Desde el día en que ella empezó a decirle que no saldría viva de esa acción que iban a realizar, Julián sentía temor de que esa fatalidad pudiera ser cierta, y peor aun, de que él no estuviera pasando cerca de ella sus últimos meses de vida. Julián era un hombre joven, de veintitrés años, comprometido del todo con la causa revolucionaria, quien se había enamorado de Juana Vélez hasta la locura. Se habían conocido en unas condiciones poco ortodoxas y, aun con sus diferencias de edad, habían decidido hacerse pareja, por encima de todas las presiones del mundo que los rodeaba. El amor era una de sus mayores obsesiones. Juana era una enamorada del amor, del amor de sus padres, ante todo, del amor que había visto en el cine, de los amores que había vivido, y Julián le había representado la posibilidad de volver a querer. Cuando se nos ha vulnerado el cuerpo, cuando hemos perdido toda relación con el mundo del cariño y del cuidado, cuando otros seres humanos se dan el derecho de maltratarnos, de penetrarnos a la fuerza, de rajarnos la piel y de rasgarnos cada célula del cuerpo a punta de estrujones, de golpes, cuando nos hemos perdido por completo, la aparición de un nuevo amor es una demostración de vida. En esos días Juana habría querido quedarse con él cada noche, arrullarlo entre sus brazos, cuidarlo, amarlo, protegerlo, darle besos en cada palmo de la piel, entregarse a las fruiciones de sus cuerpos, a las lentas contorsiones de la ternura, gracias al amor y al deseo. Pero sabía muy bien que no podía ceder a sus ganas: estaba cumpliendo órdenes y no podía infringirlas. Sin embargo, unos días antes de la toma, en medio de una reunión, le pidió a Julián que la acompañara a la cocina. El la siguió sin dudarlo. Juana había decorado el cuarto de servicio para 44
ese día. La habitación estaba llena de velas y de flores, olía a albahaca y a hierbabuena, y tenía una cama pequeña con un reluciente tendido blanco. Ella le tapó los labios con una mano mientras con la otra se fue hundiendo entre su sexo y fue animando a su miembro a lanzarse a la maravilla de penetrarla. Lo desnudó con cuidado, despacio, minuciosamente. No importaba nada; estaba poseída por el deseo contenido de amarlo, por la intrusa muerte que andaba imponiéndose. Quiso morderlo, arañarlo, romperle la piel como se la habían roto a ella algún día, para que le quedaran las marcas de haberla querido, de haber sido su hombre, de haberlo poseído tantas veces con sus caricias certeras, desagarradas. Le chupó el cuerpo entero, le lamió las piernas, los brazos, el sexo ya erguido y decidido. Julián se dejó, como lo había hecho tantas veces, sintiendo el ímpetu de este momento, la fuerza con que esa mujer se lo comía, se lo devoraba, se lo untaba, la ferocidad con que lo vivía, casi como si fuera la última. El amor siempre había estado presente en su vida. El amor de su madre por el abuelo, ese viejo anarquista que le había permitido a doña Cecilia leer todas las novelas de la época y lanzarse a los laberintos de la política. El amor de su padre por el otro abuelo, el colono, el que se había hecho a pulso: de hijo natural y minero a dueño del pueblo. Su amor por el país, por la revolución, por los cambios que no vería. El amor por Martín Urbano, el amor por Julián, el amor por el sexo, por el erotismo, por el derecho. El amor por todo aquello que podría producirse en su vientre, el amor por su madre, el amor por ese cuerpo suyo tan trajinado, tan adormecido, tan dolorido, tan torturado.
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A Juana le gustaba recordar los paseos al pueblo natal de su padre. Era un viaje en el tiempo, un regresar al mundo más fantástico, travesía que, desde que vivía en Bogotá, nunca volvió a repetir. Sus padres se habían mudado a Manizales por la carrera política de don Juan, pues ni las amenazas que habían sufrido durante los años de mayor violencia los habían amedrentado para dejar de trabajar porque el partido liberal, el glorioso, se impusiera en el pueblo y sus alrededores a la godarria que quería mantenerse en el poder. Entonces, ya en Manizales, viajaban al pueblo a hacer campaña política. Era allí donde Juana veía a su padre en los balcones de los pueblos dando sus largos discursos. Tenía fama de ser un gran orador, y sobre todo de ser un caudillo a capa cabal, de esos que mueven a las masas, así como era antes con la política. Juana adoraba las salidas a caballo; sobre todo le gustaba la llegada a los pueblos. Su padre la llevaba en el caballo de él, y ella sentía el ardor de la sangre cuando entraban en los pueblos y la gente los ovacionaba. Era su padre, ese ser que les daba oportunidades, les daba todo lo que necesitaban, les entregaba una ideología de libertad que terminaría siendo parecida a la de los godos, sanguinolenta, y dañina para el país. En el pueblo se quedaban en casa de la tía Tula, una vieja que, cuando murió, tenía ya ciento cinco años y que se pasó la vida dando misas al general Bolívar porque le daba miedo que ya nadie se acordara de él. Una mujer solterona, que guardaba debajo de la cama la carta que su único novio le había mandado desde Medellín, cuando estaba a punto de morir de una enfermedad poco conocida en la época, y que siempre había soñado con casarse con un hombre de letras, un hombre inteligente que le pudiera reemplazar al novio de la bella carta y de los gestos grandilocuentes. Vivía en una casa pobre pero digna, que Don Juan le había 46
salvado de la quiebra de su familia, y su pobreza era tan extrema que, después de las campañas políticas de sus sobrinos, usaba los votos como papel higiénico. El día del inicio de la operación en el Palacio de Justicia, Juana, alias “Cristina”, llegó, como de costumbre, a continuar con sus labores investigativas. Sabía que, al momento de escuchar a sus compañeros entrar por el sótano gritando: “¡Viva Colombia!”, debía dirigirse a recibir su morral con las municiones y su metralla, para luego tomar su lugar. Esa mañana le pareció eterna. Y lo estaba siendo pues, en realidad, la hora en que debía realizarse la toma se dilataba más de lo previsto; ella empezaba a temer que algo inesperado hubiera hecho cambiar de parecer a los comandantes, y que por algún motivo no se realizaría la operación ese día. Sin embargo, cuando ya se sentía demasiado nerviosa y no podía soportar más, decidió salir al baño para ver si los movimientos del lugar seguían siendo normales, o si había algún cambio, y se encontró con uno de los comandantes del operativo, vestido de civil, con traje y corbata. Ella lo vio; sabía que él la estaba reconociendo, pero no se saludaron. Trató de leer en su rostro algún mensaje que le pudiera aclarar lo que estaba ocurriendo, pero la verdad era que él mismo estaba sorprendido de la demora que tomaba la entrada del grueso de los compañeros que venían a perpetrar la toma del Palacio. Juana sintió una gran tranquilidad al ver que todo parecía normal; no había ningún indicio de que la seguridad del edificio estuviera redoblada, y las personas se movían con la misma tranquilidad con que lo hacían en un día cualquiera. Juana siguió esperando el grito triunfal que le daría a conocer la llegada de sus compañeros, sin embargo, lo primero que escuchó no fue ese grito, sino el sonido de un tiroteo en el sótano. No sabía qué hacer; por unos segundos tuvo miedo de 47
que sus amigos no lograran entrar, de que los asesinaran antes de llegar, pero decidió seguir como si nada hasta estar segura de que habían tomado control del edificio. Ésa era la orden que había recibido, y así lo haría. Unos minutos después del tiroteo, salió en busca de su arma. Era lo que más quería en ese momento: tener el arma en las manos, asumir su posición de lucha y defender el juicio que le cambiaría el rumbo al país. Sus compañeros esperaban cambios muy grandes con esta toma; algunos hasta se imaginaban que saldrían de allí al Palacio de Nariño, a gobernar, pues el pueblo se iba a solidarizar con la causa y se armaría por fin la revolución. Juana no creía que fuera a dar para tanto pero, sin embargo, sentía que era un acto heroico que sería fundamental para la historia de Colombia. Al salir se encontró con un triste panorama. Varios de sus compañeros ya habían muerto al llegar al Palacio, así como muchos otros estaban heridos. Por este motivo no pudo llegar a su posición de combate en mucho tiempo, ya que tuvo que ayudar en las curaciones necesarias para que los heridos pudieran recuperarse y continuar las labores asignadas. Juana empezó a sentir con más fuerza la punzada aguda en el pecho que le hacía pensar no sólo que moriría en ese lugar, sino un terrible presentimiento de que muchos de ellos no saldrían con vida. Unas horas después, mientras con el apoyo de otros dos compañeros protegía el cuarto piso de la entrada del ejército y escuchaba cómo un tanque de guerra irrumpía con toda su fuerza en el edificio que simbolizaba la justicia en el país, confirmó que sus presentimientos eran reales: la vida se les estaba agotando. Iban a morir como ratas quemadas y asesinadas por un Gobierno que entregaba sus decisiones al ejército y por un pueblo que no había sido capaz de entender que el cambio era posible, que 48
sólo con una revolución acabarían las injusticias, que estaba en sus manos transformar este país. Cuando niña, Juana se sentaba por horas a escuchar a su padre contar historias de su pueblo, de su infancia, del abuelo. Le gustaba imaginarse el día en que su abuelo había llevado al pueblo el primer carro, aun cuando sólo podía utilizarlo alrededor de la plaza central. Pero así eran las cosas: el abuelo debía ser el primero en traer un carro, porque era el más poderoso y el mejor comerciante de la región. Era un viejo inteligente, cariñoso, y con una sabiduría de aquellas que tenían los abuelos nacidos en el siglo xix. Como él mismo había sufrido por ser hijo natural de una mujer muy pobre y se había hecho a pulso, les inculcaba a sus hijos ideas de justicia. Les enseñó que el trabajo dignificaba a los hombres y por eso, desde muy pequeños, les pagaba, por las tareas de la casa: diez centavos por deshierbar el frente; veinte centavos por ir a traer la mula de la manga, llevarla a la pieza de los aparejos y las monturas, y arreglarla para salir a recorrer sus tierras. Sus hijos habían aprendido bien la lección. Uno de ellos, el tío que Juana nunca conoció pues lo asesinaron en el pueblo por un lío de faldas, fue comunista, tenía ideales revolucionarios, mientras que los otros hermanos se sumaron a ese partido liberal que soñaba con darles derechos a los trabajadores, con promover las libertades individuales y separar el Estado de la Iglesia, aunque no se imaginaron que ellos mismos terminarían promoviendo un partido Liberal corrupto y clientelista. Ella sabía que su familia había sido importante en el pueblo pues, desde el hospital hasta la biblioteca, pasando por otros tantos establecimientos públicos, llevaban el nombre de sus abuelos y de otros miembros de su familia. Sabía también que habían crecido con ese abuelo aguerrido, emprendedor. Él había 49
pasado de ser un minero cuya única pertenencia era un zurrón, a negociar hasta con ingleses, elegante y entregado a la política. Juana y sus hermanos jugaban a ser la familia Vélez. Ella siempre quiso ser el abuelo o el tío comunista pero, como era mujer, le tocaba ser la abuela. Eso no le gustaba mucho pues, aunque la quería, le parecía una mujer demasiado alejada de la política, de la vida pública, y ése era el terreno vital que Juana realmente quería explorar, mientras que su hermano, el que la seguía, se pavoneaba, siendo el abuelo, y repetía sin cesar las frases que el viejo le había inculcado a su padre. Perdió el miedo. Juana estaba ya viviendo en un más allá sin regreso que la inmunizaba. Durante el primer día del operativo, vio a Julián mientras curaban a los heridos. Le veía el valor y la alegría en el rostro. Cuando por fin pudo llegar hasta el tercer piso y ocupar su lugar, dejó de verlo para siempre. El momento de su muerte lo intuyó como una madre que siente a su hijo a la distancia. Juana esperaba que él saliera con vida. Sentía que ese hombre se merecía un mundo de posibilidades. Era inteligente, aguerrido, fuerte y sensible, características que lo convertían en un gran guerrillero. Colombia necesitaba hombres como él, y por eso ella habría querido dar su vida por la de él. Sí, claro, el país también necesitaba mujeres fuertes, como ella había sido años atrás, pero ya no lograba serlo más. Cuando ya era evidente que el ejército había decidido entrar a la fuerza, que no iba a haber diálogo, se tomaron el primer y segundo piso, luego de un largo enfrentamiento en el que quedó claro para Juana que su hombre amado, que el único ser que le había quedado en la vida después de las muertes y desapariciones, 50
había dejado de existir. Tuvo un deseo profundo de estar muerta; quiso quitarse la vida, pero algo más fuerte que ella misma la guió a mantenerse en pie de lucha, y fue esa fuerza extraña la que hizo que el combate para llegar hasta el último piso, donde los magistrados de la Corte, junto con varios compañeros, se encontraban encerrados en un baño tratando de sobrevivir a los gases y al humo que se producían en el edificio, fuera una de las mayores dificultades para el ejército. Sí, la valentía de Juana fue histórica en la organización. Por momentos fue ella sola quien había detenido la subida del ejército, quien mantuvo en vilo al país esperando que se desatara el nudo de guerra que, por ingenuidad, habían construido mientras pensaban estar sellando un pacto de justicia con sus conciudadanos. La infancia de Juana en Manizales transcurrió de manera fluida, aunque ella siempre recordó las molestias que le causaba esa cultura patriarcal, donde las niñas estaban sujetas a muchas condiciones sociales que ella no soportaba. Juana había aprendido a convivir con todo eso, especialmente porque su madre le permitía ser diferente en la casa. Doña Cecilia le hablaba de política, del país en que vivían, del gran futuro que tendrían las niñas como ella, pues estaba convencida de que las mujeres lograrían cambios, se harían libres de las cargas que las sumían y les impedían ser como cada mujer quería ser. Juana la escuchaba y soñaba con el día en que eso sucediera. También le decía que algún día se iría a Bogotá, a la capital, a estudiar, porque doña Cecilia tenía muy claro que sus hijas iban a estudiar, a seguir una carrera, como muchas mujeres en la capital ya lo estaban haciendo. Juana se deleitaba con la sola idea de viajar a Bogotá. Sabía que uno de sus tíos vivía allí y se imaginaba estudiando en una gran universidad, 51
conversando con hombres y mujeres sobre temas importantes, sobre la vida, el amor, la política, y no como en su aburridísimo colegio donde se codeaba con niñas de clase media alta que pasaban el tiempo jugando al escondite y hablando del día en que por fin tuvieran novio, o en la terrible clase de puericultura. No, ésa no iba a ser la vida de Juana, pensaba la niña mientras escuchaba a su madre inventar historias sobre su futuro y soñar con una hija valiente y segura, sin saber que estaba labrando el futuro de una mujer aguerrida, lanzada, que iba a ser capaz de terminar siendo guerrillera; sí, señora, literalmente guerrillera, peleadora de fusil y metralleta. Juana sabía que, de todas maneras, su madre era una mujer valiente. Cuando doña Cecilia estaba esperando a Juana, su primera hija, se desató en el pueblo lo más duro de la violencia entre conservadores y liberales. Estaban bajo un Gobierno conservador que trataba de ocultar los atropellos contra la población, dando a entender que los asesinos eran los liberales. Una tarde, mientras estaba en casa planchando las camisas de don Juan, esperando a que éste regresara de la cantina de la plaza, donde se reunía con sus copartidarios a comentar las últimas noticias del Gobierno, tocaron a la puerta de la pequeña casa en que vivían. Era un hombre de bigote grande, malencarado, que le dijo sin titubeos: “Váyanse del pueblo, o su marido es hombre muerto”. Doña Cecilia se cambió las babuchas de estar en casa, se puso los zapatos y un sombrero. Ni siquiera se miró a un espejo para ver qué cara tenía (eso no importaba) y se dirigió sin pensarlo dos veces a la cantina. Cuando su marido la vio entrar, hizo un gesto de inmensa extrañeza, pero por su talante no se movió hasta que ella no explicara por qué estaba en ese lugar prohibido a las mujeres. 52
—Juan, vengo a sentarme a tu lado, a no dejarte solo un minuto más pues, si en este pueblo de desagradecidos hijueputas te piensan matar, lo harán por encima de mi cadáver. Su actitud causó conmoción entre los copartidarios de Don Juan así como entre las mujeres de éstos. Para todos era un acto cobarde de don Juan no obligar a su mujer, embarazada, a permanecer en casa, y más bien permitirle convertirse en su guardaespaldas. El chismorreo fue muy grande, tanto que en el partido llegaron a pensar en la posibilidad de darle la orden de no andar por la calle con su esposa; sin embargo, algo les hizo pensar que don Juan era capaz de cualquier cosa por su mujer y prefirieron quedarse callados, pues sabían que Juan Vélez era una pieza fundamental del engranaje político de la región, el político con mayor carisma y el más querido por el pueblo, es decir, el de más votos. Así, hasta el día en que Juana decidió llegar a este mundo, su madre se dedicó como una fiera a cuidar a su esposo, a ayudarlo para que pudiera terminar su labor en el pueblo y la región aledaña, sin huir al peligro de las terribles amenazas que sobre él recaían. Era difícil saber por qué motivo no lo habían asesinado pero, entre las mujeres del pueblo, quedó siempre la duda de que era por la valentía de Cecilia, lo cual les molestaba, pues ninguna de ellas era capaz de tal despliegue de coraje y de libertad y, si lo hubieran sido, sus maridos se hubieran engargado de acallar sus ínfulas. Don Juan, por su parte, sentía esta afrenta de su mujer a sus posibles asesinos como la mejor forma de la política, y sobre todo, lo hizo feliz, pues no había errado al escoger a doña Cecilia como su compañera de vida por su valor y por su desfachatez. Cerca del final, cuando la entrada de un tanque del ejército era inminente, cuando ya sólo les restaba morir 53
dignamente, Juana volvió a pensar en su madre y en sus seres queridos. El final, aunque sean sólo minutos lo que nos separe de la muerte, es un tiempo lento, un tiempo en que suceden cosas insospechadas en nuestra mente, regresan los rostros más amados, los aromas, las sensaciones. Recordó los momentos más felices de su vida, la llegada a Bogotá, la entrada a la universidad, el amor con Martín, el amor maternal, el amor fraternal, el amor pasional. Pensó en su profundo amor por la revolución, sus días en Cuba, en esos viajes en que los preparaban para la lucha, para cambiar el país. Sintió a Julián, alias “Camilo”, quien había muerto dentro de su cuerpo en una tarde de noviembre cuando el ejército colombiano entró a arrasar con todo aquello que diera muestras de vida en el Palacio de Justicia. Mientras toda la película de su vida se pasaba por su mente, el drama dentro del Palacio aumentaba. Les había tomado mucho tiempo entender que el Gobierno no negociaría, que el presidente Betancur no cedería, aunque siempre pensaron que era fácil cualquier negociación con él pues, si Turbay (que había montado semejante cacería de brujas) había negociado, el presidente actual terminaría por hacerlo. Se equivocaron. El país les había dado la espalda a sus magistrados; nadie había dado espacio para que las denuncias que ellos debían hacer fueran públicas. El fracaso era inaplazable, sólo les restaba la muerte y, a los que quedaban vivos, cargar con la culpa de ese error histórico que marcaría para siempre a Colombia, que dejaría al país sumido en la tristeza, una congoja que una semana después sería sepultada con los miles de muertos de una catástrofe natural que algún dios facho le había enviado al Gobierno colombiano para que el olvido rondara por entre los escombros del derrumbado y sometido Palacio de Justicia. 54
3 ¿Olvidaste las palabras, Irene? ¿Olvidaste que tu vida era un camino hacia la libertad, un testimonio a la locura y voracidad vitales? ¿Olvidaste que te habías propuesto ser feliz y querías construir una vida de placeres, un futuro sin vacilaciones? ¿Olvidaste que debías gobernar el mundo? Te habías imaginado un país justo, soñabas con una sociedad sincera. ¿Qué pasó, Irene? ¿Dónde quedaron las palabras que te ayudaban a vivir, a entender; las palabras que te ayudaban a convencer a las personas, que te hacían seductora, solemne, risueña, las palabras que te permitían nombrar tus deseos hasta realizarlo? ¿Qué pasó, Irene? ¿Dónde quedó tu risa, dónde tus gestos, dónde tus ambiciones, dónde tu felicidad? ¿Qué pasó, Irene? ¿Qué se hizo del tiempo de la vida, del tiempo de viajar? ¿Qué hiciste con las caricias de otros cuerpos, con esas largas noches de rumba, con las calles en que aprendiste a amar y a ser amada, con las sonrisas, que se hicieron tus amores? ¿Dónde dejaste los libros, las películas, las ilusiones? ¿Dónde quedó tu certeza, tu cordura, tu juicio?, ¿dónde tu deseo de ser libre? Irene, Irene, Irene, retumban en tu mente voces que te llaman, seres que habitaron tu cuerpo, tus pensamientos, tus deseos, voces que te envolvieron de caricias, de anhelos, de besos, voces que te dedicaron su mirada, sus odios, sus venganzas. Irene, sigues escuchando esas voces, sigues entendiendo que se fueron las palabras, que no tienes cómo contarte, que ya no puedes decirle lo que sucedió. Era filudo, cortopunzante, brillaba a la luz, a la luz tenue que nos cobijaba. Lo veía, sí, lo veía cuando lo movía, cuando lo sacaba y le decía que hablara, cuando me miraba fijamente, cuando le preguntaba para qué, 55
cuando no sabía cómo frenar el tiempo para que nada de eso sucediera, para que la vida se fuera por un camino más amable, menos doloroso. Caminaba de un lado a otro y hablaba sin cesar; preguntaba, balbuceaba, decía y me seguía mirando y la miraba a ella y quería decirle que con ella no, que no le hiciera daño, que la cuidáramos. Pero él insistía, le tenía rabia, le quería hacer algo triste, le apuntaba con su mano fría y le cogía la cara, y entonces trataba de taparme la cara, de no mirar, pero ¿cómo dejar de ver eso que tanto nos duele?, ¿cómo evitar la mirada de ella, que me pedía auxilio, que no me quería ver sufrir?, ¿cómo no sentir la desgarradura, la piel quebrada, las limaduras en la carne, el cuerpo que se deshace? ¿Que si quiero contarte? Claro, quisiera hablar para ti, quisiera explicarte lo que pasó, ahora que repiten mi nombre, porque sé que tengo mucho para decir, aunque las palabras se me escapan, como el agua, como el viento. Sí, quiero contarte que lo veía en mi casa. Sí, cuando regresé de Madrid, cuando supe que se había casado, porque ni eso fue capaz de contarme antes de volver. Yo pensaba que venía a estar con él, que era el hombre de mi vida, que nunca más me separaría de él, aunque no me dijo nada, no me anunció lo que pasaba. Venía a casa, casi desde que empecé a vivir allí, y nos desnudábamos; habíamos dicho que nunca más nos veríamos vestidos. Le di una llave para sentir que vivía conmigo, que era mi pareja y yo jugaba ese juego sin cesar. A cualquier hora llegaba a casa, y zas, me esperaba en la entrada y, más rápido que abrir la puerta estaba ya, desnuda, con él entre mis piernas, con los besos atragantados, feliz, sabiendo que se iría, pero pensando en lo mucho que me alegraría al día siguiente, en lo mucho que disfrutaría su presencia cuando regresara una vez más a llenar mi casa 56
con flores y con música. Él era mi amor más preciado, lo que yo más ansiaba y me estaba acostumbrando, mejor dicho, me acostumbré. Llevaba dos años allá, en Madrid. Él había ido a visitarme y me pidió que me volviera, que ya no podía estar más sin mí, y yo, con las ganas que me daban de seguir por ahí, de continuar gozando la movida esa, el ritmito infernal en que me mantenía en Europa, le dije que me diera un poco más de tiempo, que en unos meses estaría de vuelta, que él era el ser que yo más amaba, que no lo dudara un minuto. Pero él sentía que me volaba, que me escapaba, que no era una mujer de fiar. Algo le hacía falta, algo necesitaba y yo no lo sabía, o mejor, no entendía. Pensaba que estábamos en lo mismo; finalmente él también se había dedicado a la rumba bogotana o los laberintos más oscuros de esa ciudad. Había pasado mucho tiempo tocando por ahí, engalanado, con su saxofón o con su piano, dando conciertos a torpes enamorados que se aglomeraban en bares, tabernas, teatros, para escuchar sus melodías, para oír su música, hasta que me decidí. Claro, yo sabía desde hacía muchos años que quería estar con él, desde esa época maravillosa en que nos coqueteábamos en el colegio, cuando su música era el punto de mayor encuentro, el concertista, y yo me dejaba seducir por su mirada, jóvenes, casi niños, y salíamos de la mano, buscando las certezas que la vida nunca daría. Hicimos el amor por primera vez una tarde en que no había nadie en su casa, cuando nos quedó un espacio de tiempo entre las miradas de sus hermanos y los cuidados de nuestras madres; éramos tan jóvenes que él todavía era virgen, aunque le daba miedo reconocerlo (“Siempre es así”, decía) mientras el corazón le latía a un ritmo sofocante, desesperado. 57
Y sí, claro que así seguiríamos por muchos años, porque en ese cuerpo mi piel se volvía fuego, agua, fluidos, tersuras, calma, porque aprendimos a vivir en el otro, en la piel del otro que se encargaba de atarnos a la vida. La muerte estaba conjurada en nuestro amor, en nuestros cuerpos, en su ondular, en su deseo. Cuando llegué de Madrid, me recogió en el aeropuerto, como yo esperaba, y me cortó la emoción cuando sin tregua me dijo que no dormiría conmigo, que había otra mujer. Sí, se había casado y yo ni me había enterado, y ahora qué hacer, devolverme, matarme, salir corriendo, qué hacer, me preguntaba, y cómo te explico que se me metió un silencio incurable, que pasé varios días entre la cama, la ducha, la calle, la cama, la ducha, y todo en silencio, y mi familia se preguntaba qué hacer conmigo, cómo sacarme del sopor, de la profundidad de ese dolor. Yo sólo supe refugiarme en ese mundo sin palabras, como ahora, pero en ese tiempo la memoria aún se dejaba ver. Regresó cuando yo ya sabía andar de nuevo, cuando las cosas habían empezado a cambiar. Vivía en mi apartamento nuevo, el que me había regalado papá, y un día me vio pasando por la calle y se lanzó a saludarme. Al principio quise decirle que no, que no quería hablar nunca más con él, pero cómo decirle eso. Una hora después estábamos retozando entre las sábanas grises que pensé que nunca lo albergarían. Sí, estábamos como hechizados, enfermos; no podíamos dejar de besarnos, y así nos siguió la vida, guerreando con lo que sentíamos, tratando de separarnos. Su mujer no se merecía esto, pero bueno, cómo venía a meterse en el camino, después de tantos años de amarnos y de soñar con hacer una vida juntos. De ella no supe nada. Daniel, por petición mía, decidió callarse. Pero a mí me gustaba imaginármela; trataba de construir en mis fantasías cómo sería esa 58
mujer que me lo había quitado, esa mujer que le daba lo cotidiano, el pan de cada día, aunque yo se lo daba también a mi manera: de a poquito. Pensaba que debía ser hermosa, o más bien inteligente, o las dos cosas, y entonces aparecían los celos y me sentaba en casa a llorar, después de que él se iba, y no dejaba de pensar en ella, cómo era, quién podía haberlo hechizado así, y sin embargo no quería saber nada de lo real, quería que ella fuera mi fantasma, y no mi realidad. Me la imaginaba haciéndole el amor, desnudándolo, besándole ese pene suyo tan grande, tan erguido, y sentía las sensaciones que ella debía sentir al ser penetrada por ese sexo que me había nombrado por tantos años; la veía mirándolo, observando su piel mientras se desnudaba frente a ella, porque a Daniel le encantaba exhibirse, mostrarse, sí, porque se sabía hermoso. Sabía que su cuerpo, su cara, su sexo eran firmes, claros, majestuosos. Ella seguramente lo pellizcaba, o le mordía las orejas, qué sé yo; la verdad es que me sumía en esos pequeños engaños, pensaba en ella hasta el infinito, me obsesionaba con ella sin querer hablar de eso, sin querer saber quién era. Cuando volvimos a vernos, pensé que íbamos a hacer el amor un par de veces y ya, que cada cual seguiría su camino (finalmente, Daniel estaba casado, tenía una vida propia) y, sin embargo, no pudimos. Al poco tiempo se había apoderado de cada rincón de mi casa. Mi estudio lo había convertido en su oficina; allí componía, allí escribía la música que seguramente después le dedicaba a ella. Me hacía feliz saber que estaba allí. Yo salía por las mañanas y sabía que él llegaría, a componer, a tocar su saxo, a tocar piano, en ese piano antiguo que mi papá me había heredado en vida, mientras yo trabajaba y llegaba a la hora de almuerzo a verlo, a tocarle su cuerpo, a hundirme en sus profundos ojos 59
negros. Jugaba, ya desnuda, con su pelo negro, largo, con ondas, y me deleitaba saber que su olor se quedaría todo el resto del día en mi casa. A veces pasábamos las tardes juntos, trabajando, conversando, compartiendo un simulacro de cotidianidad, ese que añoramos las amantes. Yo me seguía preguntando por qué, por qué se había ido después de tantos años. Y entonces pude entender que Daniel me tenía miedo. Después de su última recaída en las drogas, cuando tocó fondo, cuando terminó caminando sin rumbo por las oscuras calles del Cartucho, decidió salirse de ese mundo, decidió que su vida se iba a transformar, que su futuro promisorio en la música debía llevarse a cabo. Entonces tomó un avión y se fue sin titubeos a buscarme, y vivimos días de gloria y plenitud, en Madrid. Pasábamos el tiempo escuchando música, nos íbamos para el Retiro y, con su saxo, me tocaba las melodías que había compuesto para mí. Daniel era un músico versátil, maravilloso, y yo una enamorada absoluta que se moría de amor con cada una de sus notas; sin embargo, él necesitaba tranquilidad, estabilidad, cuidados que presintió imposibles en mí. Yo no me lo imaginaba, no sabía que Daniel estaba buscando una vida tradicional, lenta, calmada, que ahí podía cifrar su salud, su distancia con el mundo azaroso de las drogas. Y así fue: regresó a Colombia cuando pensábamos que nuestra relación por fin iba a estabilizarse, cuando yo estaba decidida a casarme con él, a vivir un amor tranquilo, de esos que nunca antes había deseado, porque nuestro amor había sido turbulento y sin embargo cambió de rumbo sin avisármelo. Yo buscaba experiencias, quería vivir momentos y situaciones extremas, quería conocerme en diferentes universos, y, claro, Daniel sufría con eso, sentía que yo era una mujer volátil, que mis otros amores, que los hombres con los que hacía el amor, de forma efímera, eran su 60
peor tragedia. Sin embargo él lo aceptaba porque nos amábamos, porque estábamos seguros de que nuestras vidas debían mantenerse cerca, de que tendríamos hijitos y viviríamos felices para siempre. Pero no fue así: él tuvo más miedo que certeza, más miedo que amor. Encontró a esa mujer; ella le daba seguridad, le daba una vida tranquila, era una mujer sin pretensiones, sin necesidades muy extravagantes, sin estas ganas mías desorbitadas de sexo y rumba y de conocimiento y política. Era una mujer estable, y entonces él se perdió en esa certeza, se quedó entre esos brazos que le daban calma y firmeza. “¿Y yo qué? —me pregunto—, ¿yo qué?”. Entonces seguimos viéndonos en mi apartamento, viviendo en la lujuria de compartir el segundo que quedaba para mí. Durante mucho tiempo me sentía como casada con Daniel. Trataba de olvidar la verdad, de decirme esa tremenda mentira; me engañaba como si pudiera olvidar que él no estaba conmigo, que en la calle, en mi trabajo, en mi vida diaria Daniel no existía. Como yo siempre había sido tan reservada con mis amores, como casi no me gustaba hablar de eso, las personas con quienes trabajaba, mis compañeros políticos, no se preguntaban por mi vida amorosa. Creo que pensaban que a mí no me interesaba eso, que no me importaba el amor, y por eso le dedicaba mi vida a la política, a nuestros proyectos de cambiar el país. Cómo podían imaginarse que en realidad estaba ocultando mi frustración tratando de decir que todo estaba bien, que la vida seguía marchando mientras Daniel entraba y salía de mi casa, mientras yo sabía que, al llegar por la noche, cuando más lo necesitaba, nunca iba a estar. Nunca encontraría mi cama caliente con su cuerpo perfecto, moldeado, delicioso. Aunque durante mucho tiempo 61
me mantuve en la fantasía y vivía así, sin cuestionar, gozando del minuto compartido, y pasándome la vida de una reunión en otra tratando de entender cómo la corrupción, la mentira, la hipocresía se habían apoderado de nuestra sociedad. Debíamos ayudar para que este país volviera a la cordura; cuánto nos costaría, porque la muerte era la respuesta a cualquier transformación. Por eso decidimos hacerlo despacio. Ya no queríamos más generaciones exterminadas, más generaciones sumidas en el olvido y en la muerte. Trabajábamos por transformar la cultura política, por hacer una revolución política, dentro de las reglas, una revolución para volver a los márgenes de la ley (irónico ¿verdad?). Eso era lo que buscábamos en este país, porque se había perdido todo eso, se había legitimado la incoherencia, la intriga, la mafia, porque habíamos aprendido a ser mafiosos en nuestras acciones y creíamos que el dinero lo compraba todo, que los favores eran lo que mantenía a quienes gobernaban, que la política era una corruptela insalvable que mantenía al país desangrado. Y, entre tanto, ¿yo qué?, ¿cómo me explicaba la desazón terrible que sentía por Daniel? Me imaginaba que un día vendría a decirme que no más, que su mujer lo requería, que no quería confundirse más, y sin embargo él no dejaba de decir que nos necesitaba a las dos, que no podía vivir sin nosotras, que su vida estaba justificada en nuestra existencia, y ¿por qué a mí?, ¿por qué tenía yo el papel más difícil?, o por lo menos eso creía, pues finalmente parece que los dos lados son dolorosos, que lo que más queremos es que nuestro hombre sea sólo para nosotras, que nadie más lo toque, lo vea, lo sienta. Entonces empecé a sufrir. Los días del placer, de la felicidad de saberlo en mi casa fueron llegando a su fin y empezaba para mí la amargura, el deterioro, largas noches de insomnio, noches enteras de preguntarme qué hacer, cómo 62
alejarme de él; noches en que sabía que no podía, que no había amor más grande, que no tenía cómo olvidarlo. Y, mientras me sumía en esa tristeza amorosa, mi vida daba un giro insospechado. Estábamos en la casa de mi mecenas político, un hombre poderoso por su riqueza, en una de esas extrañas reuniones en que terminábamos metidos los jóvenes independientes de la política tradicional del país. Llegábamos a su casa, donde había siempre un gran número de escoltas, los suyos y los de otras figuras importantes que lo visitaban. Un mesero, de los varios que nos atendían durante las reuniones, nos guiaba hasta el salón de la chimenea, donde el viejo zorro, rico, patriarca, lo esperaba a uno y le decía, repetidas veces: “No se siente cerca de la chimenea, que termina calcinado”. Pero, claro, en los fríos de Bogotá, no faltaba el congelado que arribaba tarde a la reunión, se sentaba ahí, y terminaba calcinado. Esa tarde como muchas otras, se estaban tomando decisiones importantes, —así sucedía con ese hombre de empresa, viejo e inteligente, a quien casi todos le seguían la corriente— cuando Don Jaime dijo que estaba decidido a patrocinar la campaña de uno de nosotros al Congreso de la república y dijo de paso, con una sonrisa burlona en su cara, que él ya tenía su candidato. A todos se nos congeló la sangre; era claro que una lista financiada por él en lo económico y en lo político sacaba por lo menos un congresista, pero nos preguntábamos quién de nosotros estaba en condiciones de aceptar ese reto. Tuve miedo de lo que iba a decir. Sabía su afecto por mí y me dolía que me eligiera a dedo para encabezar la lista. Claro, así pensó hacerlo pero, como me conocía, decidió tomarse las cosas con un poco de calma: era 63
mejor una buena estrategia que una negativa mía irrevocable. Continuó diciendo que le parecía importante que lo eligiéramos entre todos; así, mencionó tres nombres y nos pidió que votáramos entre esos nombres. Cuando pronunció mi nombre, me sentí bien, pero me molestó la forma en que me estaba eligiendo. Entonces me decidí a cambiarle las reglas. Pedí la palabra —él era siempre el moderador de las reuniones— y le dije que sólo aceptaría hacer parte de los precandidatos si podían sugerirse otros nombres y si se hacía una votación con todos los posibles precandidatos. El viejo me miró fijamente y lo pensó por un rato. Era extraño: a él no le gustaba que lo contradijeran y, sin embargo, viniendo de mí, lo toleraba. “Bueno —dijo— que se haga como Irene quiere”. Las personas postularon a varios candidatos más y yo estaba segura de que, en ese contexto, por las prevenciones que me tenían algunos de mis compañeros, no terminaría encabezando la lista. Sin embargo votaron por mí, mayoritariamente, quizás porque sabían que no podíamos contrariar al dueño de la plata. Esas viejas costumbres nuestras de no contradecir, no criticar, no permitirnos ser diferentes... Así, terminé haciendo campaña, montada en un potro difícil que unos meses después me llevaría al Congreso de la república. No sé si fue lo mejor, o si esa nueva labor en mi vida me hizo enceguecer más en mi tortuosa manera de amar a Daniel. Lo que sé es que todo el tiempo libre que me quedaba lo pasaba con él, en mi casa, confundida ante esa presencia que yo creía completa y que no era más que un espejismo, una diluida forma del amor, una migaja intolerable. Sonó la voz. Retumbaba. Lo vimos entrar por esa puerta y el corazón acelerado, la piel erizada, y no podíamos creerlo: era él, y venía con firmeza, quítate la camisa, el antiguo temblor entre las piernas, las vértebras se agolpaban, dolía la espalda, espasmos de miedo, ardores 64
en el cuerpo entero. Nos miraba fijamente, nosotras sorprendidas, quién le dijo que viniera, cómo llegamos a ese instante, qué hacía allí. Las palabras sobraban, nuestros rostros parecían decirlo todo, y sin embargo él quería hablar, quería decir lo que pensaba, lo que estaba sufriendo. Seguía mirándola, me daba pena su dolor, su gesto de fracaso. Lo importante era no hablar, que no se saliera con la suya, que no lograra la información que tanto anhelaba. Con las manos gritaba, y nosotras seguíamos sus instrucciones, sin aliento, atolondradas, unos golpes más, nada de caricias, y se fundían las lágrimas entre la piel silenciosa, porque no salían palabras, porque ella sabía silenciarse, porque ella estaba preparada para no decir, para callar. Entonces amarradas, nos amenazaba con vidrios; había roto los vasos, la mesa, con sus uñas largas, petrificantes, con su mirada perdida, obnubilada. Oigo su voz, sus gritos, el llanto que nos poseía, oigo sus manos calentarse, prepararse para la faena infernal que realizaba y se deleitaba con el sudor, con el dolor, con su parsimoniosa manera de matarnos. La campaña fue una luna de miel. Sí, en lo político y con Daniel. Armamos grupos investigativos para contarle al país casos concretos de corrupción; queríamos que los colombianos supieran lo que sus políticos hacían, el tipo de personas que habían venido eligiendo en sus vetustos partidos liberal y conservador. Con los comunistas no nos metíamos pues poco poder ostentaban en la palestra política de la época, aunque ganas no nos faltaban. Nos hubiera gustado contarle a la gente que la izquierda colombiana era corrupta también, que se creían el cuento de que por la causa revolucionaria valía todo, que había que seguir las mismas prácticas porque en este país no quedaba otra opción, y nosotros estábamos seguros de que no era así. Caímos en el error de pensar que allá 65
estaban los malos y que nosotros éramos los buenos. Y, mientras los días pasaban y visitábamos diferentes lugares del país, y pasábamos de un escándalo a otro, Daniel se pavoneaba en todos los rincones de mi vida. Yo había empezado a creerle que se vendría conmigo, porque durante mucho tiempo había usado esa táctica: la de decirme que estaba conmigo, que su relación se iba a acabar, que su mujer no era lo que él soñaba. Claro está que, un tiempo después, cuando yo empecé a presionarlo y cuando ella comenzó a sentir que algo estaba sucediendo con él, tuvo que cambiar el discurso. A esas alturas yo ya era congresista y vivía agobiada por las amenazas, porque en este país uno no podía decir nada sobre los poderosos. Llegaban amenazas a mi casa, a mi oficina. En mi celular encontraba terribles mensajes en que se me decía que, si hablaba de tal caso o de tal robo, o de tal denuncia, me mataban, y yo seguía como si nada, muerta de miedo, pero segura de que eso era lo que debía hacer. Me había tomado mi papel en serio. Sí, después de la decisión tomada una tarde cualquiera en casa de don Jaime, yo había cambiado mi vida para siempre. Así eran las cosas. A mí me había gustado la política desde niña. En el colegio era la más revoltosa, pero siempre desde las reglas, buscando cambios por las buenas. Así me lo imaginaba yo, así esperaba que este país pudiera llegar a ser más justo, más organizado, pero me daría cuenta de que no era posible. Me desilusionaría porque pueden más los otros, porque la fuerza del poder es inabarcable y nos embarca en las prácticas de siempre. Daniel me acompañaba, compuso la música ganadora para nuestra campaña, y yo me sentía feliz. Esperaba el día en que lo viera entrar con sus maletas a mi casa y decir: “ Aquí estoy”, y bueno, estaríamos felices, seguros de que la vida es eso, encontrarse, amarse. Así había sido desde hacía años, así debía ser. 66
Pero la felicidad mentirosa empezó a despellejarse, a perder brillo, a desaparecer. Entre las muchas tareas que mi nueva vida me ponía y los escasos encuentros con Daniel, fui entendiendo por fin que me estaba engañando, que estaba tapando el sol con las manos, que no podía seguir en lo mismo. Una tarde en que recibí una de las amenazas más fuertes de esos tiempos, sentí cómo mi vida se desajustaba. Podía morir y no había logrado mi sueño más ansiado: vivir con Daniel, tener un hijo suyo, pasar los domingos tomada de su mano. No podía seguir así, estaba decidido: él debía tomar una decisión. Ya estaba cansada de andar por ahí, imaginándome su vida con ella. Me agobiaba sentirlo cerca pero lejos, y le dije: “O ella o yo”, como en las canciones. Porque el amor es así, cursi, sin medidas, vallenatero, romanticón, y nosotros que no, que así no son las cosas, que son más inteligentes, más ilustradas: mentira. Cuando nos hundimos en penas de amor, nos apabulla la vergüenza de caer en el lugar común de los enamorados decadentes. Daniel me miró con sorpresa: hasta un día antes todo parecía normal... Algunas veces entrábamos en el tema, pero era superficial. Nunca había sentido el ultimátum, nunca había pensado que de verdad yo le iba a exigir un cambio en nuestras vidas. Sí, se lo estaba exigiendo y él me miraba, con la respiración entrecortada, sabiendo que no podía hacer nada. Yo esperaba cambios grandes, resoluciones firmes a nuestra relación, y la vida pasaba, mientras yo me refugiaba en mi trabajo: leyes importantes. Que las mujeres, que los homosexuales, que la inversión social, que tantas cosas por cambiar en este país, esa inmensa responsabilidad que tenía, aunque sin bancada no era posible transformar casi nada. Balbuceó muchas cosas, intentó tranquilizarme, quiso que yo me quedara serena al final de la conversación, pero no, ya no era así; yo debía tomar decisiones. Daniel encontró 67
una forma de manipularme. Me dijo que, si yo dejaba la vida política, él dejaba a su mujer y empezábamos una vida juntos. Lo miré con desgana, casi con desprecio. Él sabía mi pasión por la política, él sabía que me estaba pidiendo algo que no podía dejar, él sabía que yo dejaba la rumba, mis otros amantes, hasta la comida por él, pero la política nunca. No entendí que el cambio era imposible, que Daniel no iba a tomar una decisión, que no estaba dispuesto a perder y, después de muchas palabras sin sentido, de peticiones imposibles, me dijo que él nos necesitaba a las dos, que no podía vivir sin nosotras, y yo no aguanté más. Le pedí, con tranquilidad, que se fuera de mi casa, que se llevara todas sus cosas, que dejara las llaves en la mesa y me encerré en el baño, a llorar mi vida, a llorar mi desgracia, a intentar un nuevo comienzo. El miedo es una sensación cambiante, extraña, hasta novedosa. Empecé a temer durante la campaña, no porque recibiera amenazas (eso sucedería cuando ya me había convertido en congresista), sino porque teníamos una actitud demasiado retadora. Tal vez por lo jóvenes, por lo poco que conocíamos la verdadera historia criminal de la política colombiana, o porque estábamos en medio de la euforia de estar cerca de acceder al poder, nos dábamos el lujo de hablar más de la cuenta. Armamos varios escándalos que sirvieron para que nuestra lista se perfilara como una de las mejores opciones del momento. Sin embargo, en esos días yo me sentía desbordada. Estaba feliz de poder incidir en la historia del país, en su rumbo político. No me imaginaba que me quisieran hacer daño de verdad. Cuando asumí el cargo como congresista, las cosas empezaron a cambiar. El miedo se fue haciendo más real. Entendí que la muerte, más en este país, sí está agazapada por doquier, pero ya 68
estaba comprometida con un sinnúmero de personas que habían depositado su voto por mí. Me creí a cabalidad aquello de la representación y no podía defraudarlos. Me parecía que cumplir con ese mandato era tan revolucionario como cualquier otra forma de lucha en este país. Quería mostrarle al resto de los congresistas que cumplir con los electores trae altos costos, pero que es nuestra verdadera misión con la democracia. ¡Qué ilusa! Ser congresista es una farsa: las plenarias, las formas en que se negocian el país. Yo me imaginaba que así podía ser, pero verlo por dentro fue más difícil todavía; sin embargo yo estaba feliz. Llegué a pensar que podía lograr algo; pensé que era una verdadera piedra en el camino de muchos politiqueros y que por eso me amenazaban. Me equivocaba; yo en realidad no significaba mucho, nadie me temía de verdad. Sin embargo, en ese momento el miedo seguía poseyéndome; cada día entendía mejor lo que siente un paranoico, un enfermo terminal, lo que se siente cuando la vida puede irse en cualquier momento, lo que se siente cuando alguien desea nuestra muerte. Y mientras el miedo seguía recorriendo mis días, habitando mis noches, poblando mis pesadillas, el amor se me iba escapando. Estaba decidida a dejar a Daniel, no podía más. Después de catorce años de amarnos, de soñar nuestra vida en común, debía ahora convivir con migajas, con la caridad de su cuerpo y con la tibieza de su ausencia. No, estaba decidido que no sería así; o venía conmigo, o nuestra relación se acabaría para siempre. Pero claro, no era nada fácil para mí tomar esa decisión, tanto que, en dos oportunidades más, acepté su regreso a mi vida, y entonces me sentía fracasada, perdida. Así fui llegando a la conclusión de que necesitaba ayuda, de que definitivamente no iba a lograrlo sola. Me habían 69
recomendado muchos métodos, pero nada me satisfacía. Me preocupaba ser una mujer pública, pues sabía que en este país la vida privada de las mujeres es un tesoro para los periodistas. Les encanta convertirnos en brujas y putas, y así terminaría yo, marcada como la quitamaridos, la tal por cual que se había metido en la vida de quién sabe cómo se llama la mujercita esa, mientras que era ella la que había llegado a entrometerse en mi vida. Alguien me habló de unas terapias muy interesantes que se hacían entre pares. Era una práctica muy conocida en Estados Unidos, para que las personas aprendieran a ser facilitadoras de la terapia del otro. Yo nunca había hecho una terapia de este tipo; hasta esos días no me interesaba eso, me sentía completa, dueña total de mis actos, exitosa e independiente. Por eso mis primeras sesiones con las mujeres “desilusionadas”, como empecé a llamarlas, fueron desastrosas. Ese grupo me ofrecía una característica que era fundamental para mí: las mujeres no dicen sus nombres y se comprometen a no revelar información sobre las otras. Sabía que ellas inmediatamente se darían cuenta de quién era yo; de una u otra manera me verían en televisión o en los diarios pero, como yo sabía sus vidas, seguramente no usarían la información en contra mía. Llegué el primer día, entre asustada y avergonzada. Me daba vergüenza tener que contarle a un grupo de desconocidas mi vida privada; me daba miedo que supieran mi situación, y sin embargo me repetía infinitas veces dónde estaba mi seguridad, por qué me avergonzaba de mi vida si siempre me había sentido tranquila de lo que hacía, si no me importaba ser quien era. Más bien, había luchado toda mi vida por ser natural, por no temerle al qué dirán y ahí estaba yo, aterrorizada, sentada en un círculo de mujeres desilusionadas de la 70
vida, del amor, de todo, teniendo que decir mi situación. Cuando llegó mi turno, estuve a punto de levantarme de la silla y de salir corriendo, pero pensé que no era justo con esas mujeres que yo hubiera escuchado sus historias y no contar la mía; finalmente no regresaría más, no creía que me sirviera de nada conversar con esas mujeres. Les dije, muy resumidamente, que el hombre de mi vida se había casado con otra mujer y que, por cosas del destino (sí, caí en ese vocabulario cursi), ahora yo me había convertido en su amante; que llevábamos como tres años y medio de amantes y que no me quedaba otra salida que dejarlo, lo cual parecía ser imposible para mí. Ellas me escuchaban, atentas y, mientras seguía contando mi historia, la que tú ya sabes, empecé a lagrimear, a lloriquear, a perder el control. La sesión continuó. La mujer que nos estaba guiando nos pidió que eligiéramos una pareja, alguna de las otras mujeres que estaban a nuestro alrededor y debíamos hablar por diez minutos cada una. Yo no entendía nada; ahora qué mierda debía hacer yo. Ya me habían hecho pasar por la vergüenza de contar mi historia y pretendían que volviera a contársela a otra persona. Pero, bueno, ya estaba allí y no me iba a ir hasta que se acabara la sesión. Una mujer joven, delgada, de baja estatura, con pelo escaso y café, y unos ojos negros poco expresivos, vestida con un pantalón gris y un saquito verde claro, se me acercó y me preguntó si quería hacer pareja con ella. Le dije que sí: no pensaba pasar por la vergüenza de buscar a otra persona. Ella empezó diciendo que me había elegido pues quería conocer el otro lado de la historia. A mí me llamó la atención lo que decía, ¿cómo así que el otro lado?, y continuó diciendo que ella estaba allí precisamente porque tenía el presentimiento de que su marido tenía 71
una amante. No tenía ninguna prueba, su marido era un hombre juicioso; llegaba a casa temprano y se arrunchaba con ella a ver televisión y a conversar, comían en la cama y hacían el amor una que otra vez en la semana. Todo parecía ir normal, pero ella empezó a sentir que él no estaba ahí, lo sentía ausente y decidió preguntarle. Él se molestó, le dijo que qué quería, que a qué horas se imaginaba que él podía estar con otra persona, que ella era su única mujer y zanjó el tema del todo. Sin embargo, ella siguió con la duda y, en lo más profundo de su cuerpo, se fue abriendo un hueco que le amargó el alma, la vida, que la impidió seguirlo amando igual que antes. Y claro, mi situación era la contraria: estaba con un hombre casado. Nos haría bien conocer lo que nos pasaba, lo que significaba la vida de la otra. Al principio sentí temor de estar frente a esa mujer, de imaginarme a la mujer de Daniel, de lo que ella podría sufrir si supiera cómo eran las cosas en realidad, pero poco a poco entendí que ésa es la vida, que las historias que todas estábamos contando son parte de una misma historia, la única, la arquetípica, en la que estamos para siempre envueltos, de la que no podemos salvarnos. Para que yo existiera se necesitaba lo que ella sentía y viceversa, así que qué nos quedaba por hacer: cambiar nuestros roles, jugar a ser lo otro, a vivir en la otra orilla. Por un instante quise decirle a ella y a mí misma que no importaba, que era mejor seguir como estábamos, que disfrutara a su marido y que yo gozaría también de mi amante, que la vida no cambia demasiado, que se sufre igual en cualquier lado, pero volví a sentir esa tensión interna, ese deseo de tener a Daniel para mí, y entendí que nos consume la posesión, que nos gana la mala gana de tener y tener, y poseer y no soltar. Sin embargo, le dije que yo quería un amor distinto, que si mi esposo (o el hombre que fuera a compartir su vida 72
conmigo) tenía una amante, no me importaba, que lo importante era amanecer con él, disfrutar las mañanas de domingo a su lado, amarlo sin tapujos, sin mentiras. Ella callaba; no me dijo nada. Ésa era la técnica: yo la escuchaba a ella, ella a mí y chao. Las siguientes sesiones terminamos de nuevo trabajando juntas. Ahora hablábamos de otras cosas, de nuestras madres, de nuestra infancia, de la vida en general. Nuestros hombres eran el final del problema, de un problema largo, que no solucionaríamos fácilmente. Después de muchas dudas y vergüenzas, me pareció que algo se había fortaleciendo en mí con esa única conversación que había tenido con las mujeres desilusionadas y decidí regresar. Me fue gustando ir a conversar con ellas. Empezaba a entenderlas, a entender que no es una cuestión de fracasos, que es más bien una necesidad de ser oídas, de encontrar personas para hablar de la vida, para contarnos nosotras mismas sin que nos juzguen, sin que nos conozcan, sin que conviertan nuestros sentimientos en chismes o señalamientos. Así fui cediendo, regresando; me fui acercando a esa mujer pequeñita, calmada, una mujer que, como yo, lo único que buscaba era una pareja para obtener esa felicidad falaz que tanto nos venden. No podía imaginarme que ella fuera la mujer que yo trataba de imaginar; nunca se me pasó por la cabeza que esa mujer que hablaba conmigo por las tardes durmiera toda la noche abrazada a mi Daniel, que se untara de su sudor, que se revolcara en la cama con él. Tal vez, si lo hubiera imaginado, mi vida habría sido distinta, no estaría ahora como estoy, no se habría perdido para siempre mi memoria, no me habría sumido en esta catarata de recuerdos sin orden ni rumbo, ni retorno. No habría vivido ese instante de desasosiego, de duda, no habría ido hasta el fin de mis 73
sensaciones, no me habría degradado para decirle que no se la llevara, que la dejara ahí, para pedir que no muriera, que no se podía seguir así. Mientras mi terapia continuaba, igual que mi ceguera, Daniel seguía apareciendo, llamando. Me buscaba incesante, y yo a veces caía en la tentación; mi cuerpo se dejaba llevar por el deseo de hablarle a su cuerpo, de ver su piel, de sentir su miembro grande y persuasivo. Y claro, la vida política también continuaba y tenía cada vez más trabajo, cada vez más miedo, cada día había más amenazas. Ahora andaba con guardaespaldas, muchos guardaespaldas, y recordaba las tardes aquellas en que me sentaba a fumar porros en Madrid y salía por las calles del centro y me paseaba hasta la Plaza Mayor, y daba vueltas alrededor, y bajaba a Atoche, y me metía por el parque y terminaba tomando cerveza en algún hueco, con amigos, escuchando jazz, pensando en Daniel, soñando con el día que pudiéramos estar juntos otra vez, en el día maravilloso en que tuviéramos esa casa soñada en la sabana de Bogotá, rodeados de música y fuego, abrazados hasta el cansancio, viendo correr a nuestros hijos afuera en el campo, mientras nosotros inventábamos por enésima vez el amor más perfecto del mundo. Irene, ¿olvidaste las palabras? ¿Olvidaste tu cuerpo? ¿Olvidaste vivir? Irene, ¿te perdiste entre la muerte, entre la ausencia, entre la bruma de no saber quién eres?
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4 “Es verdad: lo oculto nos atrae, lo prohibido nos fascina”, pensaba la doctora Beatriz Galindo mientras daba vueltas en la cama, desvelada, tratando de decidir qué paso debía dar a continuación. El primer encuentro con Irene en el hospital psiquiátrico había sido poco iluminador. La doctora no había hecho mayores esfuerzos por empezar una terapia con Irene Carmona en esa ocasión, tal vez por miedo, porque todavía no se convencía del todo o porque prefería hacer unas cuantas averiguaciones antes de empezar el tratamiento para saber cuánto peligro corría. Sin embargo, en su insomnio, pudo presentir la fuerza que la iba atando a la historia de Irene Carmona. Supo que iba continuar con el caso. Después de haber intentado dormirse por un largo rato, sin éxito, decidió levantarse de la cama. No tenía sueño. Bajó al consultorio y se sentó a leer sobre las diferentes causas de la amnesia. Después de haber hecho una lectura minuciosa de los expedientes del caso Carmona y buscado todo lo que pudo encontrar en los medios de comunicación sobre éste, Beatriz Galindo empezó a sumirse en esa extraña fascinación que le había producido siempre acercarse a un paciente con pérdida de memoria. Venían a su mente las muchas historias de hombres y mujeres —del cine y de la literatura también— que intentan rehacer un pasado sumidos en los temores de no poder nunca encontrarse a sí mismos. De qué sí mismos podían hablar si en realidad la memoria, lo que conocemos como identidad, es una suma de impulsos neuronales, a veces caóticos, que desintegran la realidad y la rehacen de múltiples maneras. Sin embargo, los seres humanos —tal vez más los de esta época dada al sujeto— buscan la certeza del 75
ser y, en esa extraña tarea, la doctora encontraba insólito goce. Estas lecturas sobre Irene Carmona la llevaban a recordar su infancia: los temores con su abuela. Recordaba —y éstas son memorias ya muy elaboradas— que la abuela se pasaba los días validando su pasado. Era ya vieja cuando Beatriz la conoció y, a esas alturas, no sólo sufría de vacíos mentales, sino de un muy avanzado alcoholismo. La vieja, luego de sus pérdidas de memoria, le preguntaba, una y otra vez, a cada uno de quienes la acompañaban, incluida Beatriz, pequeños detalles de esos días extraviados, como buscando asirse al pasado que más le conviniera; y así era: reinventaba su vida con los detalles —a veces imaginarios— de quienes le contaban sus propias historias. La doctora Galindo, de niña, sufría por ella; se conectaba con sus miedos desde ese lugar de la infancia que permite entender desde la sensibilidad, y no desde la razón. Beatriz Galindo había decidido ocultar a su marido sus nuevas andanzas. Por ello él, que sabía casi todo de su vida, no estaba enterado de que su obsesión del momento era Irene Carmona, su amnesia y su posible inocencia. Sí, le parecía mejor mantenerse en silencio, y por eso pensaba en lo interesante que les resulta a los seres humanos lo oculto, lo prohibido, pues así se sentiría durante muchos días con su esposo. Cuando se sentaba frente a él, con su café humeante de las mañanas y conversaban sobre esos temas del diario vivir que abundan en las conversaciones de las parejas, donde casi todo se dice, algo que ella no entendía del todo le impedía contarle lo que estaba sucediendo. La doctora Galindo seguía preguntándose por qué quería salvar a la congresista; ella misma no se explicaba el apremio que le producía este caso. En un principio pensó que su labor consistía únicamente en realizar una terapia 76
para ayudarla a recobrar la memoria, para saber qué le había sucedido al inconsciente de esa mujer, que había perdido los rastros de su propia vida. Así, muy pronto, emprendió su tarea investigativa, pues no podría ayudar a la congresista si no empezaba por conversar con algunas personas cercanas a ella. No dejaba de ser extraño que la doctora Galindo, una mujer ocupadísima, con tantos pacientes que atender, decidiera hasta cancelar algunas de sus consultas para dedicarse a otras labores, pero ni su marido ni sus hijos se daban cuenta. Cuando ella estaba en consulta, era como si no estuviera en casa, así que no notaron demasiado sus ausencias. Empezó a dedicar gran parte de su tiempo a la investigación, las consultas con Irene, lecturas y conversaciones con los grandes gurús de la amnesia para entender lo que había sucedido con Irene Carmona. Sus dotes investigativas fueron brotando y, con ellos, una mujer que, pese a sus convicciones de años, soñaba también con el amor, con la ilusión del placer, con el deseo de descubrir en la historia de Irene alguna pista para su propia vida. Dicen por ahí que nada llega en vano y, claro, a la doctora Galindo le estaba llegando el momento de observar su vida monótona y repetitiva, sus propias contradicciones. Compró un cuaderno para tomar notas del caso Carmona. Se sentía como una estudiante que estrenaba útiles escolares. Le faltaba la bolsita de colores y el morral de los libros. ¿Cómo empezar?, ¿qué pasos debía dar primero?, se preguntaba. Era importante hablar con la madre de la congresista, aunque muy seguramente el dolor de esa mujer dificultaría el diálogo. Tal vez sería importante hablar con el padre; al novio, Daniel, había que tratar de encontrarlo, aunque, en los expedientes que había leído en el juzgado, se decía que se había fugado del país. Quizás debía buscar a algunas amigas 77
de Irene, a algunos compañeros de trabajo y quién sabe a qué otras personas; el proceso daría la pauta. Por varios meses estos preparativos le cambiaron la vida. No comía bien, no dormía, se pasaba el tiempo sumida en sus averiguaciones, tratando de entender la información que le iba llegando, tratando de armar el rompecabezas de la vida de esa mujer que se había atrevido a pensar más allá de lo permitido a las mujeres. Después de haber regresado del juzgado y de haber leído con mucho cuidado todos los expedientes del juicio por la muerte de Camila, se decidió a visitar a la mamá de la congresista Carmona. No era fácil, pensaba la doctora, llegar como una desconocida cualquiera a decirle a la señora de Carmona que le hablara de la vida de su hija, a quien, para su desgracia, tenían internada en un hospital, casi de beneficencia, sin camino de salida. Sin embargo, como había ocurrido con el médico del hospital, su renombre como siquiatra le abrió las puertas. Encontró el teléfono de la casa de la familia Carmona, llamó y la madre, la señora María Teresa, le dijo que la esperaba el jueves a las tres de la tarde. La familia Carmona vivía en una casa lujosa a las afueras de la ciudad, al norte de la carrera séptima. Era una urbanización de ensueño, de esas que la gran mayoría de los bogotanos no alcanzan a imaginar que existen. Casas, o mejor dicho, mansiones, con vista a la Sabana, seguridad ultrasegura y unos jardines que envidiarían hasta los reyes. La doctora Galindo decidió llevar su carro: un taxi hasta ese lugar costaría mucho dinero. Se perdió entre las diferentes calles de la urbanización hasta que por fin divisó a lo lejos la casa blanca, de grandes ventanales, con los tres magnolios florecidos, como la había descrito la mamá de Irene. Le 78
sorprendió lo solemne de la casa, la entrada, el hombre que le abrió la puerta; había un silencio extraño en el lugar. Se preguntó si sería por los acontecimientos de la vida de Irene o si siempre así habría sido esa familia. Continuó el recorrido alrededor de la casa hasta el estacionamiento, donde la señora María Teresa la estaba esperando. Era una mujer como de unos sesenta años, de pelo gris, elegante. Llevaba una falda negra, una camisa blanca y un chal que le cubría el torso con una sutileza y un refinamiento que la convertían en una mujer distante, casi mítica. Con mucha parsimonia la condujo a una salita de luz tenue donde encontraron el amable calor de una chimenea bien encendida. Desde allí se podía observar el atardecer sabanero. Se sentaron, una frente a la otra, lo cual sorprendió a la doctora, pues se sintió como en su consultorio y no sabía quién era la paciente. La conversación empezó sobre pequeñeces: detalles sobre la casa, ya que a Beatriz Galindo le gustaba la decoración de ese lugar. Hablaron también de los fríos de abril, mientras la doctora terminaba de decidirse a hablarle de Irene. Sin embargo, fue la madre de Irene quien tomó la delantera y le preguntó qué quería saber sobre Irene, por qué estaba buscando información sobre su hija. La doctora Galindo sintió mucho temor al iniciarse la conversación. Sospechaba que esta mujer se resistiría mucho en este diálogo, y no encontraba la manera de romper el hielo, pero ya no había nada que hacer. Debía contestar la pregunta, debía asumir el motivo de su visita. —Usted no debe saberlo, señora Carmona, pero como siquiatra he trabajado por mucho años el tema de la amnesia y creo que podría ayudar a su hija.
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La mujer encendió el primer cigarrillo de la tarde. No parecía de las que fumaban, pensó la doctora, y la siguió observando con atención. La doctora continuó la conversación con su teoría de que Irene debía haber sido víctima de algún abuso esa noche en que había muerto la otra mujer, de quien había olvidado el nombre. Y por eso ella estaba convencida de que había un montaje en su contra, que querían hundirla, que la estaban culpabilizando para neutralizarla a ella y sus compañeros políticos. —Qué pena con usted, doctora, ¿cómo me dijo que es su apellido? —Galindo —respondió. —Pues bien, nosotros creemos que todo lo sucedido debe haber sido un montaje, no sé de quién, tal vez del muchacho ese con que ella había tenido amores desde que era casi una niña, o de algún político, no sabemos, pero lo que sí es cierto es que no creemos que ella sea una asesina. Pero, doctora, entiéndame que ya no tengo ganas de revivir más esos dolores. Irene está muy mal, y no nos dejan verla. Dicen que ella no nos quiere ver, que entra en unos estados peores cuando nos ve y nosotros creemos que es mentira, que lo que buscan ellos es distanciarla de todo. Entonces, doctora Galindo, ¿cómo cree usted que ahora nos van a permitir que usted la trate? —Doña María Teresa, creo que debemos intentarlo. Ayúdeme con un poco de información, y yo me las ingenio para llegar hasta ella. Ayer mismo estuve viéndola. La mujer se quedó silenciosa. Se notaba la molestia que le causaba que la doctora sí pudiera ver a su hija, y ella no. —¿Usted tiene hijos, doctora? —Sí, claro.
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—Entonces puede entender lo que mi marido y yo estamos sintiendo. Nuestra hija, la única, la niña de nuestros ojos, ha sido una mujer exitosa, le ha ido siempre bien. Y, de un día para el otro, resulta ser para la gente una asesina lesbiana, porque así lo han presentado. —Lo sé —aseveró la doctora—; por eso me siento en el deber de ayudarlos. —Ay, doctora, si usted quiere, inténtelo. Vaya y véala. Nosotros estamos dispuestos a darle a usted la autorización, pero tenga cuidado con lo que la hace ver, tenga cuidado con lo que puede encontrar en la mente de mi hija. Ese hombre la maltrató tanto... La doctora salió de la casa de la Familia Carmona muy confundida y con poca información. “Tenga cuidado con lo que puede encontrar en la mente de mi hija” era la frase que más le resonaba de la conversación. ¿Por qué lo habría dicho?, ¿tendría algo que ocultar? ¿De que terrible pesadilla quería alejar a su hija, de qué realidad quería protegerla? Era de esperarse que la madre se portara de esa manera, que la conversación regresara a las banalidades, tomaran un té, ya casi en silencio, sin saber qué más decir, y tuviera que continuar su investigación sin la ayuda de los padres de Irene pues, al despedirse, la señora Carmona le pidió, muy encarecidamente, no molestar a su marido. Él estaba enfermo y desconsolado, y su esposa temía por su salud. No quería producirle más dolores de cabeza; era suficiente con todo lo que había sucedido hasta el momento. El padre de Irene era un hombre tradicional, que se había enriquecido con las prácticas ilegales de la burocracia que muchos han usado en este país y que no los hace delincuentes. Por su personalidad un tanto soberbia y prepotente, había entrado en una tremenda depresión con lo sucedido con su hija. Parece que Irene había logrado que sus padres 81
no conocieran buena parte de su vida. Los protegía de saber muchas de sus andanzas, y por eso ellos pensaban que ella era sólo triunfo, y la imaginaban casada, con hijos, exitosa y muy feliz. Y con todo lo que la gente estaba hablando de su hija, el pobre hombre ya ni salía de casa; había cortado todas sus relaciones sociales y se pasaba el tiempo encerrado en su cuarto mirando la Sabana, preguntándose qué había hecho mal, por qué su hija había terminado así si todo iba tan bien... El dolor y las reacciones de esa familia eran entendibles. Estaban viviendo las consecuencias de pertenecer al siglo xxi, aunque todavía se creían en el xix . Habían criado con mucho cuidado a una niña hermosa, carismática e impetuosa, que se les había impuesto en todo. Irene pertenecía a una generación que parecía no tener sentido de existir y que, sin embargo, estaba capitalizando algunas de las luchas de la generación de los sesenta. Irene era para sus padres su mayor baluarte, aunque con ella habían tenido que aprender sobre la libertad, la autonomía, el placer, la vida, pues tanto María Teresa Dussán como Gerardo Carmona eran hijos de la clase alta bogotana. Los dos fueron criados como “gente de bien”, codeándose con los más poderosos del país, lo cual le había permitido a don Gerardo ser un funcionario público ad eternum, con buenas garantías económicas, además de la herencia de su familia; y a doña María Teresa, una dama distinguida, de las de guante y sombrero en su juventud, hacer una carrera para estar más adornada aún. Es decir, eran una pareja tranquila, poco conocedores del mundo real, que vivirían, hasta el final de sus vidas, en un mundo rosa, de gente bien vestida, inteligente y sin demasiados problemas por resolver. Un hombre y una mujer que se empeñaron en darle todo a su hija, en consentirla, en educarla para ser una buena 82
mujer, pero que corrieron con la mala suerte de que su hija vivía en una época y tenía un carácter que la lanzaría a recorrer el mundo, a querer conocer mucho más de lo que sus padres podrían imaginar, una mujer aventurera, exploradora, tanto que ahí los tenía, deprimidos, avergonzados, encerrados en esa casa de paredes blancas y de altos ventanales, mirándose la cara el uno a la otra sin saber cuándo ni cómo les había salido todo tan mal. Irene levantó la mirada cuando se abrió la puerta. Estaba sentada sobre la cama. Miró fijamente a la doctora Galindo y, con parsimonia, se dirigió al rincón de siempre. Se acurrucó y escondió su rostro dentro de sus brazos. El doctor Bustos le había dicho, mientras se dirigían al cuarto de la congresista que, gracias a las sesiones continuadas de terapia profunda, Irene había empezado a salir del cuarto. Salía siempre en silencio; la habían visto caminando, despacio, pensativa, ensimismada. Le dijo también que buscaba los rincones para sentarse y que se miraba las manos por períodos largos de tiempo. La doctora le agradeció la información y le pidió que la dejara sola con la congresista. El Doctor Bustos salió del cuarto y cerró la puerta y, como venía siendo la costumbre, no aguantó las ganas de quedarse fuera tratando de escuchar lo que sucedía allí dentro. La doctora Beatriz Galindo se sentó en la cama y acompañó a su paciente en silencio durante unos cuantos minutos. Esperaba con paciencia a que Irene levantara la cabeza para observarla. La curiosidad la llevaría en algún momento a darle la cara. Quería producirle confianza, curiosidad, que la sintiera amable con su situación. Finalmente esa actitud ya venía dando resultado. Esperó un rato hasta que Irene levantó la mirada, curiosa, y se encontró con la mirada perdida de la doctora 83
Galindo que la imitaba, sentada en la misma posición en que ella se encontraba. Irene se quedó observando por unos segundos; luego bajó la cabeza de nuevo, y rápidamente volvió a mirarla. Entonces se quedó concentrada en detallar el rostro de la doctora. Beatriz Galindo siguió mirando fijamente la pared, esperando, segura de que la congresista estaba empezando a mirarla, sabiendo que así empezaba a atraer su atención, y conseguiría su confianza. Estos casos eran muy lentos, y su arte, la clave de su éxito, radicaba en saber encontrar los gestos y actitudes que hacían abrir la mente de sus pacientes hasta poder llegar a sus espacios más recónditos. Eran pequeños detalles que hacían posible reanudar antiguas conexiones de la mente humana, ese caótico mundo de pulsiones eléctricas que conforman al ser y su identidad. —¿Cómo te llamas? —le preguntó Irene, después de un tiempo muy largo de espera. —Beatriz Galindo. —¿Qué haces acá? —Estoy acá para seguir ayudándote y para hablar contigo. Irene volvió a hundir su rostro y se sumió en el silencio. La doctora Galindo sabía que no podía perder esa oportunidad, que debía iniciar un diálogo con Irene. —¿Cuál es tu color favorito? —le preguntó la doctora. —El violeta —le respondió Irene, sin levantar la cabeza. —¿Y tu animal favorito? —El tiburón —contestó sin moverse. —¿Te gustaría tener un tiburón? —Claro que no. Me daría miedo estar cerca de uno, pero son especiales por su imponencia, por su agilidad.
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La doctora Galindo quedó desorientada. La vez anterior no había logrado que le contestara casi ninguna pregunta. Claro está que no lo había intentado con cautela, y hoy estaba hablando como si nada. Dudó de que la información del doctor Bustos sobre su silencio fuera cierta (quizás era una forma de alejarla de la paciente), y continuó preguntándole. Debía continuar con preguntas que Irene pudiera contestarle; de otra forma, se bloquearía antes de tiempo. —¿Qué te dan de comer acá? —Cosas que no me gustan —respondió, todavía sin levantar la cabeza—: una carne tiesa y mucha papa y arroz. —¿Y qué te gusta comer? —continuó la doctora con el interrogatorio. —Me gustan los mariscos. Como los prepara mi papá. Este dato podía ser importante. Tal vez estaba recordando algo de la familia, y eso ya era un avance. La doctora decidió continuar por ahí. —¿Entonces a tu papá le gusta cocinar? —Sí, claro, cocina cosas deliciosas. Mi mamá dice que él tiene ese gusto español. —¿Y cocina muy a menudo? —Cuando viene a casa. Él no está siempre. —¿Por qué? —Debe trabajar fuera. —¿Y tu mamá qué hace? —Mi mamá va a trabajar, y yo me quedo con los abuelitos. Irene había empezado a mover la cabeza, como una niña pequeña, para asomar uno de sus ojos y mirar a 85
la doctora. La doctora Galindo supo que estaba en un estado de memoria infantil, que estaba recordando algo de cuando era niña, y decidió continuar por allí. Era una lástima que la mamá de Irene no quisiera conversar más sobre el caso; tal vez se alegraría de saber que la estaba empezando a recordar, pensó la doctora. —¿Y tu mamá también cocina? —Sí, pero cosas más fáciles. Huevitos, arroz, carne frita. —¿Y tu abuelita cómo es? —Mi abuelita es la mujer más linda. Ella juega conmigo todo el tiempo, se tira al piso a jugar y hacemos casitas de plastilina, escuchamos música, jugamos a vestir las muñecas y me da juguitos de zanahoria y naranja. La fluidez con que estaba recordando su infancia era un avance importante para la doctora; en realidad, era una muestra de que realizaba conexiones neuronales fuertes y de que era posible llevarla a otros recuerdos. Pero la doctora prefirió dejar las cosas ahí; esos remansos de memoria ayudan mucho para los torbellinos que una terapia de éstas debe enfrentar. A la doctora la cautivaba esa extraña característica de la mente humana que guarda el lenguaje en lo más recóndito de la memoria: es uno de los aprendizajes, con los recuerdos táctiles, más ancestrales y más difíciles de perder, pensaba. Por eso los pacientes amnésicos no pierden el lenguaje, pero sí pueden bloquear su uso al llegar a campos del recuerdo enormemente traumáticos. Terminó por decirle que estaba allí para ayudarla, para que muy pronto pudiera volver a su casa, para que se sintiera mejor y pudiera comer lo que le gustaba, para que se reencontrara con sus papás. Sin embargo, parece que dijo alguna palabra equivocada, pues inmediatamente la congresista empezó a llorar y a repetir sin cesar: “A mi mamá se la llevaron, a 86
mi mamá se la llevaron”. Qué extraño esto de la memoria; qué absurda confianza la que tenemos en la identidad, aun a sabiendas de que, en cada instante, se pone en juego una nueva red de reconstrucciones del pasado. Por la información que había conseguido en el encuentro de ese día, era fundamental hablar con su madre. Era ella y sólo ella quien podría ayudarla a entender el momento en que Irene había sentido ese profundo abandono. Tal vez doña María Teresa había sufrido alguna enfermedad o algún viaje inesperado que la niña había vivido con mucho dolor. Pero tendría que continuar sin su ayuda. Sin embargo, la doctora Galindo estaba contenta: intuía que los progresos de la terapia se verían de manera rápida, y por eso decidió aumentar sus encuentros con Irene. Temía por la reacción de quienes estaban intentando deshacerse de Irene Carmona, sin embargo, nadie intentó detenerla en su labor, con lo que se dio cuenta de que no estaban muy preocupados por el caso. Era probable que esas personas se hubiesen tranquilizado con el diagnóstico que les habían dado de que la amnesia de Irene era irreversible, con lo cual nadie se preguntaba por el paradero de la congresista. Gracias a este descuido, la doctora Beatriz logró convencer al doctor Bustos de mantener las terapias, y éste a su vez se dejó llevar por las ganas de ver cómo la doctora Galindo trataba a la congresista. Beatriz Galindo decidió dirigirse al despacho de la congresista Carmona y empezar a hacer algunas preguntas a los miembros de la Unidad de Trabajo Legislativo. Necesitaba información para continuar la terapia con la congresista y confirmar sus sospechas de algún tipo de amenazas que la congresista hubiera recibido en el tiempo anterior al asesinato. Llamó al Congreso e intentó 87
pedir una cita con el hombre que había reemplazado a Irene Carmona en su cargo; sin embargo, mientras esperaba en la línea a la persona que debía ver la agenda del congresista y que seguramente le preguntaría el motivo de su cita, pensó en la posibilidad de que su reemplazo fuera una de las personas interesadas en desaparecer de la palestra pública a la congresista. Sintió que estaba yendo muy lejos, que tal vez era absurdo pensar que un compañero de trabajo de Irene estuviera atacándola pero, como andaba jugando a las paranoias típicas de detectives, especuló que esa posibilidad no era tan remota y que, si le decía algo sobre su intención de reabrir el caso, lo pondría sobre aviso y tal vez se guardara la información. Así, colgó el teléfono antes de que le preguntaran para qué llamaba. Al poco tiempo recordó a una amiga suya que trabajaba en la UTL de un senador que quizás la podría ayudar a llegar a la persona de mayor confianza de Irene Carmona entre su equipo. Así fue: la llamó y, sin tener que contar demasiados detalles, le dijo el nombre de la persona que había sido la mano derecha de la congresista en los últimos años. Le explicó también que quien la había reemplazado era una de las personas que había estado trabajando externamente en su equipo, que también era de confianza. Entonces se decidió a llamar. Preguntó por Liliana Cubides y, aunque había inventado una mentira para dar como respuesta si le preguntaban para qué la necesitaba, no le preguntaron nada y, sin mayor dificultad, se encontró hablando con la mano derecha de la congresista. Le dijo que debían hablar de Irene; le pidió mucha reserva y le dijo que se vieran a solas. Liliana tuvo un poco de recelo; casi no se decide a poner una cita con la doctora Galindo, pero su deseo de esclarecer lo sucedido con Irene la hizo acceder a la reunión. 88
Se citaron en el consultorio de la doctora a las cinco y media de la tarde de ese mismo día. Liliana llegó a la cita un poco retrasada: las tareas de la oficina no le habían permitido salir a tiempo del centro. La doctora Galindo la recibió como si fuera una paciente más; no quería generar sospechas en su familia. La hizo pasar a su consultorio mientras aprovechaba unos minutos para ir al baño o para dirigir alguna tarea doméstica, como solía hacer entre paciente y paciente. Liliana se mantuvo de pie, observando el lugar: los libros, la luz tenue del consultorio, y se fijó especialmente en un cuadro de una mujer embarazada hecho en carboncillo que estaba justo en frente del diván. Cuando la doctora Galindo regresó, Liliana intentó acostarse en el diván —“Un chiste, como para romper el hielo”, bromeó—. La doctora Galindo le explicó todo lo que sabía hasta el momento. Le habló de su llegada la noche del crimen, de sus averiguaciones posteriores, de su deseo de ayudar a Irene y de su idea de que esto debía ser un montaje para deshacerse de ella en el campo político. El tono convencido, seguro y hasta prepotente de la doctora sorprendió a Liliana y la ubicaría un tiempo después en el lugar de la asistente de investigación. Así se empezó a sentir muy pronto, cuando se vieron sumidas en esa extraña historia de amenazas, de celos y amores, de infidelidades, de locura. —Liliana, necesito su ayuda; es posible que usted tenga información que puede ser muy útil para la terapia con Irene —le pidió la doctora. —Mire, doctora, yo he tenido mucho miedo en este tiempo. En el Congreso se hablan muchas cosas y yo me siento en peligro. Ni sé por qué acepté venir donde estaba usted. Irene se venía metiendo en temas gordos, iba a destapar un par de escándalos tenaces, pero se nos ha pedido guardar silencio, sobre todo porque a nuestro 89
proyecto político le ha quitado mucha credibilidad todo lo sucedido. —¿Pero a usted le cabe en la cabeza que no sea un crimen político? —Pues vea, doctora, la verdad es que yo ya no sé qué pensar. Durante los años que he conocido a Irene, su vida privada siempre fue un misterio. Ella me contó muchas veces la historia de su novio de toda la vida, pero nunca lo conocí. Su vida amorosa parecía inexistente en los últimos años y, sin embargo, en ella había un erotismo, una capacidad de seducción y un conocimiento tal del amor que yo siempre pensaba que Irene se traía muchas cosas escondidas. Ahora, con la muerte de esa mujer, hemos sabido muchas cosas de ella que confirman mis sospechas. Irene era una mujer de vida alegre; no lo digo peyorativamente. Ojalá yo tuviera una vida así: se había acostado con mucha gente, hombres, mujeres, homosexuales, bisexuales. La rumba había rondado su vida y nosotros no sabíamos nada. No sé si usted me entiende: es muy raro haber estado tan cerca de una persona, ser quizás una de sus personas de mayor confianza, y terminar uno enterándose de tantas cosas después. Eso me hace temer, sospechar, pensar que puede ser cierto que ella o el otro tipo hayan matado a la mujercita esa. —Yo la entiendo, Liliana, y creo que me pasaría igual si una persona tan cercana se me desdibujara tanto, pero quiero que tenga en cuenta que en este proceso hay cosas escondidas, hay tapujos. Tal vez usted no sepa que a Irene no la pueden condenar por el estado amnésico en que está y, sin embargo, le han hecho creer a la ciudadanía que la condenaron, que era culpable. Y todo eso lo hacen con un diagnóstico de un siquiatra de pacotilla, que se atrevió a afirmar que la congresista había perdido la memoria por el choque psíquico que le 90
había producido matar a la otra mujer. Eso no se puede demostrar con una paciente en las condiciones en que está Irene. Yo la he visitado varias veces y sé en qué estado se encuentra. Liliana, necesito ayuda de alguien que la conozca. —Doctora, busque a los papás. Tal vez ellos la ayuden. —Ay, Liliana, ya me dijeron que no me querían ni ver. No sé qué hacer; si usted me ayudara, podríamos intentar develar lo sucedido con su amiga Irene. Le aseguro que lo más probable es que no sea culpable. Y de sus andanzas, usted misma lo dijo, ojalá nosotras tuviéramos una vida así. —Bueno, doctora Galindo, estoy de acuerdo con usted en que puede ser un crimen político. Espero que mi ayuda le sirva. Le voy a contar los temas en que ella estaba trabajando, las últimas amenazas que había recibido, y así usted puede seguir investigando, pero, por favor, no diga que habló conmigo. Lo otro que le quería decir es que Irene tiene una buena amiga, desde la época del colegio. Ella le podría dar pistas sobre su vida privada; creo que ella sí le conoce bien las andanzas. La congresista Irene Carmona había dedicado buena parte de su tiempo en el Congreso de la república a hacer control político a sus colegas en sus negociaciones con intereses económicos privados y estaba a punto de hacer un par de debates que eran realmente complicados, como decía Liliana. Por una parte estaba investigando unos decretos para reglamentaciones del Plan de Ordenamiento Territorial que había expedido el Congreso y que favorecían notablemente a los dueños de las tierras de la Sabana de Bogotá, y lo peor del caso es que vinculaba directamente a algunos congresistas, alcaldes y gobernadores que tenían parte en los negocios. 91
La congresista se había preguntado mucho por qué los medios de comunicación no decían nada sobre el tema, hasta que descubrió, escudriñando en las escrituras y en toda la documentación que pudo encontrar, que los dueños de uno de los diarios más importantes del país, así como ex presidentes y demás señoritos de esos de corbatín y de visitas al club, eran beneficiarios de estos negocios, por lo cual nadie quería que se destapara nada. Irene había realizado una ardua investigación y el escándalo iba a ser della Madona, y por ello recibió nuevas amenazas. Alguien supo que ella estaba en esa investigación, se filtró la información, y empezaron las llamadas. Recibió amenazas que le pedían renunciar a su cargo; le decían que matarían a su madre, que la matarían a ella, con datos precisos, direcciones, y demás. Pero ella ya podía superar al miedo. Había armado dos escándalos antes, que también estuvieron cerca de costarle la vida y, sin embargo, nada había sucedido. Así se había vuelto temeraria y se jugaba el todo por el todo, sin temor, con el deseo de que este país algún día fundara su sistema político en la honestidad, en la transparencia, lo cual ella misma descubriría que va en contravía de la historia de la raza humana pues, si los grandes capitales y poderes han estado fundados siempre en grandes crímenes, por qué pensar que eso podría cambiar de un momento para otro. Liliana continuó su relato. —El otro tema en que estaba inmiscuyéndose era también muy delicado. Cuando la legislación colombiana permitió la creación de canales de televisión privados, dejó una ley que protegía a los empresarios medios de la economía real de no ser arrollados en materia de comerciales de televisión por los grandes gremios, y obligaba a los dueños de los canales privados a pautar en los canales públicos. Sin embargo, los dos gremios 92
más poderosos del país se habían puesto de acuerdo en un determinado momento para dejar de pautar en los canales de televisión pública, buscando que la televisión se privatizara por completo gracias a la iliquidez por la que pasarían los canales públicos, y lograr así manejar la información nacional a su libre albedrío. —Estos temas son muy extraños para mí —advirtió la doctora— ¿y qué es grave allí? —Era un delito que dejaran de pautar en los canales públicos. Es una afrenta a las necesidades comunicativas del Gobierno. Aunque estaba reglamentado el delito, nadie en el país se opuso a dichas acciones, por una parte porque parecía no haber pruebas de que fuera una acción deliberada, en cuyo caso no había ninguna manera de penalizarlos, y por otra porque en este país las perversidades de tener un capitalismo mal entendido, es decir, un capitalismo feudal, hacía que los poderosos gobernaran con toda facilidad. —¿Y qué tenía que ver Irene ahí? —Irene llevaba meses buscando información y parecía haber encontrado algunas pruebas de que había sido deliberado y, lo que es peor, acordado por los duros de los dos grandes grupos económicos. Hasta me dio a entender un día que iba a poder destapar lo más podrido de esas negociaciones. —¿Y los podían enjuiciar? —No, es un problema de poder, de imagen. Ni el presidente ni ellos quieren que se sepa de sus debilidades ni de sus sus tretas. Liliana se fue del consultorio y le dejó a la doctora la sensación tranquilizadora de haber encontrado un mínimo apoyo, aunque sentía también reticencia en la forma de despedirse.
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Después de varias sesiones arduas y poco fluidas, llegó un día en que por fin Irene Carmona empezó a hablar sobre los juegos con la abuela, las caricias de la mamá y las emociones encontradas que le producía a Irene el ir y venir de su padre. Hablaron de esas tardes maravillosas en que papá llegaba y se dedicaban a conversar, a contarle cuentos, a inventar historias de mundos desconocidos y mágicos, mientras mamá los miraba con atención y con mucho amor. La doctora Galindo sentía que esta época de la vida de Irene había sido plácida para ella y se seguía lamentando de no poder hablar de ello con su madre. En esa sesión descubrió que había unos núcleos de memoria de esa época que Irene no lograba desatar y que seguramente guardaban la información más importante. Por ejemplo, no fue posible llegar al momento en que su madre se había ido que, por las características de la familia Carmona, debía haber sido algo pasajero y sin demasiada trascendencia, pero que sin embargo era un hito memorable para la vida de Irene. En cierto momento la doctora decidió lanzarse a buscar, en la mente de Irene, algún recuerdo de Daniel. Empezó por llevarla con mucho tino hacia su adolescencia, con preguntas que le hacían recordar momentos felices, fiestas, salidas con amigos, hasta que le preguntó por el hombre que la había amado y a quien ella había amado con todas sus fuerzas. —¿Y cómo era Daniel? ¿Por qué te gustó Daniel? —Daniel era chiquito, se le salían los mocos y tocaba el violín —recordó Irene. Para la doctora Galindo fue claro que Irene estaba recordando al Daniel de su infancia. Sabía, por doña María Teresa, que habían estudiado juntos en el mismo colegio, de manera que ella lo recordaba desde que era muy pequeño. Lo importante era acercar ese recuerdo 94
a tiempos más presentes, para poder llegar en algún momento a la escena del crimen, a los días que antecedieron a esa noche fatídica. —¿Cómo se hicieron amigos? —Por la música. Estábamos en la misma clase. Así empezamos a pasar tiempo juntos y, claro, terminamos de novio. —¿Cómo es Daniel? —Daniel es un hombre tierno, silencioso y muy indeciso —afirmó Irene. —¿Cuándo lo viste por última vez? Irene había tenido una actitud más tranquila en esta sesión. Todo parecía indicar que la memoria de Irene fluía con facilidad en algunos temas, que se dejaba llevar por su memoria sin reticencias. Sin embargo, como era de esperarse, había espacios de vida, momentos que se enmarañaban y, seguramente, la noche de la muerte de Camila era uno de esos momentos. Aunque todavía no había intentado preguntarle nada sobre su época como congresista de la república, la doctora tenía el presentimiento de que era esa memoria más reciente la que había perdido totalmente, y por eso no había sido posible que dilucidaran el asesinato. Sabía también que había algo de la infancia de Irene que dificultaba la reconstrucción de los recuerdos. Pensó que, en la fluidez en que se encontraba ese día, sería posible hablar de Daniel sin llegar a un núcleo de dolor que bloqueara a Irene, pues pensó que el último encuentro con Daniel que ella registraría no sería precisamente el del día del crimen. En esa sesión Irene Carmona no se había sentado en el rincón. Había mirado a los ojos a la doctora 95
y había contestado todas sus preguntas. Sin embargo esta pregunta fue el fin y comienzo de la sesión y de una nueva etapa de dudas y de conjeturas para Beatriz Galindo. Irene permaneció en el mismo lugar, mirándola fijamente, y se fue sumiendo lentamente en su silencio característico. La doctora repitió la pregunta y, en ese momento, la congresista se puso las manos sobre el rostro y, entre sollozos, dijo: “Me quería matar a mí también”. Muchas preguntas llegaron a la mente de la doctora. Daniel era evidentemente sospechoso del asesinato, pero ella lo había descartado por su inexplicable certeza de que todo esto era un montaje político. Sin embargo, estas palabras y la dificultad con que las decía Irene la llevaron a pensar que Daniel también tenía algo que ver en el asunto, que quizás era cierto que había intentado matarla, que su desaparición debía responder a una culpabilidad que él creía demostrable. Tal vez les habían hecho un montaje para que Daniel y la congresista aparecieran como culpables. Tal vez la iban a matar a ella y la que había terminado muriendo fue la otra. ¿Cómo saberlo? Esta historia era muy confusa. La misma doctora empezó a sentir un poco de agobio con el caso, pero ya era demasiado tarde para salir de allí, para abandonar las serias intenciones que tenía de esclarecer lo sucedido. Decidió buscar alguna persona de la familia de Daniel, buscar a la familia de Camila, y ante todo convencer a Liliana de que la llevara a visitar a la amiga personal de la congresista. El calidoscopio se había movido de nuevo; las piezas se reflejaban de forma diferente en los tres espejos encontrados y se hacía más difícil continuar con la investigación. La doctora Galindo llamó a Liliana Cubides y le contó todo lo que había hablado con Irene. Liliana 96
estaba más amable y más dada a la conversación. Se comprometieron a buscar información para dilucidar los hechos de la vida de Irene que les parecía necesario aclarar para sacarla del hoyo de la memoria, y quién sabe si lograrían sacarla también del peso absoluto de la culpabilidad.
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5 Era la segunda vez que la trasladaban. En algún lugar de su mente, alcanzaba a preguntarse adónde la llevarían. Había sabido siempre que esos cambios de lugar podían ser el camino a la muerte o el regreso a alguna cárcel desde donde sería juzgada. Juana Vélez llevaba dos semanas sobreviviendo a torturas inimaginables y, pese a todo lo que le habían hecho (las violaciones, las quemaduras, los plantones, las ataduras infames y el dolor de ver esos ojitos tristes que miraban cómo la despedazaban), no le habían sacado ni una palabra. Estaba intacta su memoria, sus nombres, sus datos, no había dado nada; de ella no se habían enterado de nada. Sin embargo, la caza de brujas había sido tan dura, tan contundente, que muchas personas habían caído y, por supuesto, muchas habían hablado, motivo por el cual ella misma se encontraba allí. Estaba medio inconsciente, su cuerpo estaba ya reventado y no podía siquiera mantenerse en pie. La hicieron entrar en un cuarto y la dejaron tirada a su suerte, sintiendo los ruidos inaguantables de las ratas que merodeaban el lugar, hasta que empezaron a aparecer soldados del servicio militar a llevarle comida, a quienes reconocía por el uniforme, aunque siempre llevaban los rostros cubiertos. Desde el día en que la cogieron, la habían mantenido a punta de agua y panela. Parecía que la querían viva, pero en las condiciones más inhumanas posibles. Juana estaba segura de que había caído por culpa de algún compañero de la organización, pues sólo dos o tres personas sabían la dirección de la casa de la familia Urbano, donde la habían esperado. Esa casa había estado siempre muy compartimentada para proteger a los viejos Urbano que, aunque habían ayudado mucho 99
a la organización, no tenían la culpa de que su hijo mayor, Martín, hubiese terminado siendo uno de los comandantes de la organización guerrillera. El día de la detención, Juana llevaba varios días preocupada pues no tenía noticias de Martín, su compañero. Sabía que la familia Urbano podría tener alguna noticia y decidió ir a casa de sus suegros, luego de una larga ausencia, pues no habían vuelto por motivos de seguridad, sin imaginarse que allí llevaban días y días esperando su llegada. Sí, la estaban esperando, y no precisamente sus suegros. El ejército había montado un operativo para encontrarla, pues sabían que tarde o temprano aparecería por allí. Debían buscar información de Martín, quien en ese momento estaba desaparecido, y no había ninguna señal de que estuviera vivo o muerto. Sabían que Juana tenía mucha información, aunque unos años atrás había decidido volver a una vida medio normal, con el fin de convertirse en una madre confiable y amorosa, pero el solo hecho de ser la esposa de Martín Urbano le daba un manejo de información de primera mano. Juana, por ser una mujer tan aguerrida, no había permitido que Martín hiciera lo que muchos otros compañeros de la organización habían hecho con sus mujeres: mantenerlas al margen de la vida política. Ella era una dirigente guerrillera también, y eso no lo cambiaría ni el amor más grande. En realidad, a Martín no se le habría pasado por la mente hacer algo así. Él había conocido a Juana en los albores de su compromiso político, cuando ella, como estudiante de la Universidad Nacional, creía que era posible darlo todo por la revolución, y desde ese momento supo que no dejaría de pensar así, que esa mujer lo acompañaría hasta la tumba o hasta el poder, que esa mujer daría todas las peleas por hacer de esta Colombia algo más justo. Pero lo que nunca imaginaron, ninguno de los dos, fue que las fragilidades del amor llevan a los 100
seres humanos a cometer los errores más tontos y que, gracias a esa fragilidad, se produciría la tragedia más grande que esa familia podría vivir. Unos meses antes habían dado el golpe guerrillero más espectacular al robar un arsenal completo del ejército colombiano. Este acto había producido a nuestro querido presidente la necesidad imperiosa de acabar con ese grupo de locos que estaban poniendo en riesgo la estabilidad y dignidad de su Gobierno. De esta manera empezaron a buscarlos por mar y tierra y les tocó a todos clandestinizarse, más de lo que estaban. Pero los esfuerzos no fueron suficientes y fueron cayendo uno a uno hasta que las cárceles del país estuvieron llenas de presos políticos, sin contar los muchos que desaparecieron para siempre. Las dos veces que cambiaron a Juana de lugar, ella pensó que la iban a matar, que definitivamente la desaparecerían; no se imaginaba que su familia había movido todas las palancas para que el ejército no la matase, para que la condenaran a prisión. La llegada fue magnífica. Venían todos, Doña Cecilia, los cuatro niños, la abuela Josefa y hasta Marinita, la muchacha del servicio que había vivido con ellos desde el momento en que había nacido su primera hija, Juanita, y claro, el taxista. Doña Cecilia contrató un taxi que debía traerlos a todos a Bogotá donde los esperaba don Juan, quien finalmente había llegado a la Cámara de Representantes y ahora debía ejercer su profesión en Bogotá. Una semana atrás doña Cecilia había viajado a la capital para ver la casa que don Juan había arrendado. Era una casa grande, del viejo Teusaquillo, con escalera principal y de servicio, con cuartos separados unos de los otros, con sala, comedor, con patio, en fin, una casa que los niños, especialmente Juana, nunca 101
habrían imaginado que podría ser suya. El viaje fue larguísimo, casi interminable. Con todos los niños mareados, dormidos unos encima de otros, vomitados, en un taxi Ford largo de los que se mueven como lanchas en mar picado. “Pobres niños —se lamentaba la abuela Josefa— tener que dejar la vida tranquila de una ciudad chiquita para irse a vivir a ese monstruo”. La abuela Josefa no conocía Bogotá y se había quejado mucho de irse a vivir allí. Sin embargo, tenía muchas ganas —aunque se las tragaba— de conocer el monstruo ese, de ver la calles de la historia del país, de saber dónde habían matado a Gaitán, dónde había gobernado su amado López Pumarejo, porque la abuela era una liberal de esas que habría dado la vida por el partido si fuera necesario. Era la madre de doña Cecilia, y había quedado viuda del viejo anarquista por un estúpido accidente. Los niños no paraban de preguntar cuánto faltaba para llegar, y doña Cecilia, siempre tranquila, les explicaba que el viaje era muy largo, que todavía faltaba un poco por llegar, pero que no se aceleraran, y empezaba a hablarles del barrio donde iban a vivir, de la casa, de las altas rejas que rodeaban la casa. Les hablaba de Bogotá, la ciudad de los edificios altos, la ciudad de los presidentes, y los niños quedaban alucinados, imaginándose las aventuras que los esperarían en esa gran ciudad. Cada uno pensaba en su futuro, imaginándose lo que llegarían a ser en esa metrópoli, porque eso producen las ciudades grandes, las ciudades esperanza. Su nombre bien lo indicaba, porque esa ciudad se había llamado Nuestra Señora de la Esperanza, y eso producía esperanzas de ser más, de crecer, de ser gente de bien, de vivir en un mundo mejor. Entraron a Bogotá por la Avenida Jiménez. Doña Cecilia los despertó a todos, y ellos se abalanzaron contra las ventanas del taxi, extasiados, mirando a lado y lado, 102
viendo cómo la ciudad se abría a su paso, cómo el nuevo mundo se erigía a su alrededor. Cuando llegaron al barrio, Juana recordó, al ver esas calles grandes, anchas y desconocidas, las palabras de la tía Luz que le recomendaba a doña Cecilia tener mucho cuidado con los niños: “No los dejes salir por ahí en Bogotá; allá se roban los niños para hacer ritos satánicos”. Y Juana, pobre niña, sentía miedo de que se la llevaran, de que un día no volviera a ver a mamá, o a la abuela, pero era claro que las ganas de conocer se impondrían, tanto para ella como para sus hermanos, que no tardaría mucho en conseguir amigos en el barrio y empezar las andanzas por la ciudad. Cuando finalmente se bajaron del taxi, frente a la casa nueva, los niños se quedaron pasmados, perplejos, con cara de montañeros alucinados, intentando entender lo que estaba sucediendo con sus vidas. Don Juan los esperaba ansioso: quería verles las caritas al llegar. Los llevó por toda la casa, les mostró sus cuartos, y los dejó allí atareados, imaginando cómo decorarían sus habitaciones, cómo jugarían, cómo construirían un futuro en esa ciudad grande, en ese paraíso de lo desconocido. Juana estaba agotada, el cuerpo no resistía más. Se pasaba horas dormitando, entre la paja que le habían dejado como cama, que en realidad había sido la cama de un caballo que habitaba el lugar antes que ella. ¿Quién iba a ser tan cuidadoso con ella para dejarla durmiendo sobre una paja calentita? Tenía terribles pesadillas, veía a Martín degollado, y después lo veía llegar, con las bolsas del mercado, bailando, cocinando para ellas, cantando esas viejas canciones republicanas, de la España de la guerra, de la España de su padre, y otra vez lo veía muerto, y temía no haber reconocido su voz, pues en los dos lugares anteriores donde la tuvieron recluida se oían los gritos de los torturados. Ella intentaba 103
reconocer las voces, pero era tan fuerte el dolor que ella misma padecía que sus sentidos lo tergiversaban todo, y entonces se preguntaba por Martín, si estaría también allí, si lo tendrían molido a golpes como a ella. Se preguntaba si lo estarían despedazando, o si tal vez ya lo habrían dejado en libertad, no importaba si vivo o muerto. Cuando se padece un dolor como ése, cuando se pierde la integridad física y moral, cuando los seres humanos se sumen en la impotencia, sólo quedan el silencio y unas terribles ganas de morir. Entonces, la muerte se torna en libertad. Abrió los ojos, en una de esas mañanas bogotanas, fría y gris, y se dispuso a seguir soñando despierta. La sensación de despertar en ese cuarto, sola, con una puerta para ella, donde podía jugar sin que sus hermanos la molestaran, un cuarto escogido para la niña mayor, para que pudiera estudiar en paz, porque pronto estaría en la universidad. Faltaban cinco años pero, en fin, sentía ese placer de la novedad, de la novedad mejorada, de una casa con escaleras, con baños grandes, con espacios para jugar, con rejas altas para protegerlos del extraño mundo capitalino, una casa que brillaba, que parecía de sueños. Sintió ruidos: eran sus hermanas que se habían levantado temprano a hacer oficio. Juana ayudaba a su madre; le gustaba hacerla sentir bien, pero sentía que eso de que su vida girara en torno a que la casa estuviera limpia no era lo más divertido. Había leído ya en los libros de su madre que las mujeres podían hacer una vida propia el día que tuvieran un cuarto propio y que no se debían al oficio doméstico. Pero doña Cecilia era un personaje muy extraño; con sus lecturas y su rebeldía, uno podría imaginarse que sería un ama de casa diferente, pero no, ella sentía que, como estaban las cosas en esos tiempos, su labor seguía siendo ésa y, 104
que más bien debía entregar en la crianza de sus hijas unas opciones diferentes. Sin embargo, no sabía que el ejemplo es una vía fundamental y que, por ello, sus hijas intentarían seguir su modelo, o desbaratarlo. Cuando Juana tuvo edad suficiente y cuando empezó con ideas más revolucionarias, le echó en cara su pereza, su poca decisión para transformar la realidad en que vivían, su vieja postura de ideóloga sin acción, sin entrega, pero siempre terminaba disculpándose con ella cuando su madre le explicaba, con su tono pausado y tierno, que la vida de los seres humanos no se mide en nacimientos y muertes, sino en generaciones, que su vida era continuada por ellas, así como ella había continuado la vida de la abuela y de muchas mujeres de tiempos atrás. Le preguntaba, para terminar la discusión: “¿Tú crees, que hay muchas mujeres de mi edad que lean los libros que yo leo y le hablen a su esposo con tono e ideas de dirigente político?”. Así, la llegada a Bogotá, al barrio, a la casa, era para Juana el inicio de su camino a la libertad, a la revolución, y tener un cuarto propio, como ella lo sentía; le daba alas para pensar, para escribir, para leer, cada día más, y con más entusiasmo, porque ella estaba para cosas grandes, pensaba y, no podía perder tiempo. Llegó el tiempo de conseguir amigos. Al principio las rejas los separaban a todos del mundo real del barrio, y sin embargo empezaron a pasar por la calle niños y niñas, jóvenes, señoras, para saber quiénes eran los nuevos vecinos, hasta que finalmente empezaron a conversar con la gente. Los vecinos se deleitaban con su tonadita paisa, y ellos hacían ejercicios en la mesa del comedor, para hablar bogotano pues, como todo inmigrante, esperaban mimetizarse pronto. Sus hermanos fueron los primeros en salir; los dejaron salir a jugar al parque y 105
montar en bicicleta con los niños de los Herrera. Una tarde se demoraron en llegar, y doña Cecilia entró en pánico. Ni ella ni ninguna de las personas que vivían en la casa estaban en condiciones de salir a buscarlos; estaban tan desubicadas como los niños, y eso la llenó de impotencia. En casa de la familia Herrera, no había nadie y, por tanto, no había manera de saber qué les había pasado. Los niños sabían que, antes de que oscureciera, debían volver a casa y nunca habían faltado a ese mandato. En medio del llanto las encontró Juan a doña Cecilia, la abuela y las niñas, esperando que él ayudara a encontrar a los niños. “Tomás y Javier salieron a montar bicicleta desde las tres de la tarde y no han regresado, no sé que les pasó”, le advirtió doña Cecilia. Don Juan Vélez, muy aturdido, salió a buscarlos. Pasó por casa de los Herrera, y no sabían nada de ellos. Los niños ya estaba acostados y no había manera de despertarlos para preguntarles, dijo la mamá. Entonces se decidió a caminar por ahí a ver si los encontraba. Los hermanos Vélez iban muy felices en sus bicicletas, acompañados por sus amigos de barrio, grandes conocedores de la zona, cuando Tomás, que era un poco travieso, se adelantó pensando que seguirían por esa calle, y el pobre Javier lo siguió para pedirle que se devolviera. Los otros habían tomado otra ruta, y ellos ya estaban solos y perdidos. En ese momento la ciudad se convirtió en un terrible monstruo. Cada ventana, cada casa, cada puerta se dibujaban como gárgolas espantosas; en cada rincón se escondía el ladrón de niños, ese hombre temible, grande, fortachón que se los llevaría hasta el infierno. Tomás y Javier empezaron a temblar, a llorar. Decidieron sentarse en un murito, en una esquina desconocida y perversa, a esperar mientras oscurecía para que en algún momento alguien los encontrara. No se habían aprendido el teléfono de la casa como para llamar a doña Cecilia, 106
lo cual habría sido casi igual pues ella aún no se atrevía a recorrer la calles de Bogotá. Definitivamente esto de ser montañero era un problema real: los signos de la ciudad cosmopolita se desdibujaban ante los ojos inexpertos, y afloraban significados de la ciudad pequeña, de la Manizales de siempre. Doña Cecilia, pocos días antes había decidido ir a visitar a su marido al centro. Tomó un taxi y se bajó en la carrera séptima, a media cuadra del capitolio, cuando escuchó sonar las campanitas del Santísimo. Como de costumbre, se arrodilló para verlo pasar. Sin embargo, cuán grande fue su sorpresa cuando vio que nadie a su alrededor se arrodillaba, que ninguno de esos capitalinos incrédulos, pensó, se detenía ante la imponencia del Altísimo. Ella se mantuvo en su ritual; pensó que tal vez en esta ciudad eso no se acostumbraba, pero ella lo hacía porque le nacía, porque estaba acostumbrada a hacerlo. Finalmente levantó la mirada para verlo pasar cuando se encontró con que el Santísimo que estaba esperando era un carro de paletas. ¡Qué vergüenza! Se levantó y, con su humor, se lanzó hacia el capitolio, muerta de la risa, a contarle a su marido lo que había acabado de hacer. Sin embargo, el caso de la pérdida de los niños era peor; no era de risas, y ella estaba sufriendo de terror, porque hasta ella temblaba de pensar que se los hubiesen robado. Don Juan Vélez salió a buscarlos y, en menos de tres cuadras, ya los había encontrado. Les dio un regaño tremendo y les dijo que por suerte habían tomado esa sabia decisión de quedarse quietos en un lugar. Es la única manera de que a uno lo encuentren. El episodio terminó en que ninguno de sus hijos, incluyendo a las niñas, pudo volver a salir hasta que no se supiera el número de teléfono de memoria y no fuera capaz de dibujar el mapa de las calles por donde tenían permitido transitar. Claro está 107
que muy pronto eran capaces, especialmente Tomás, de moverse con tranquilidad y sin permiso por zonas mucho más alejadas de lo imaginable. En este lugar las torturas empezaron a menguar. No escuchaba tantos gritos y empezó a recuperarse. Seguían entrando a la pesebrera muchachos jóvenes encapuchados. Se les notaba por el cuerpo y por el uniforme que eran bachilleres que prestaban servicio militar; entraban seguido a llevarle algo de comer y empezaban a tratarla un poco mejor. Juana se preguntaba por qué, qué nuevos dolores vendrían, para qué la estaban preparando. Había oído decir que por momentos debían devolverles las fuerzas a esos cuerpos torturados para que soportaran nuevas tandas de sufrimiento. Temblaba de imaginarse lo que vendría y pasaba horas pensando en Martín, recordando su cuerpo, su olor, su ternura. Fueron pasando días y la seguían tratando igual. Nada cambiaba, y ella se iba recuperando; empezó a ilusionarse de que la dejarían salir, de que tal vez la llevarían a una cárcel. Uno de los bachilleres empezó a visitarla todos los días: era quien le curaba las heridas. Le daba mucha rabia que unas manos que podrían haberla torturado la curaran ahora, pero se dejaba por la esperanza que le traía semejante acto de misericordia humana. Las noches eran eternas; no dejaba de sentir el sonido de las ratas que merodeaban el lugar y temía el momento en que la rozaran a ella, o lo que es peor, la mordieran. Recordaba las historias de otros países, pues por desgracia, cuando se entra en un mundo como el de la revolución, uno se entera de situaciones que nunca quisiera saber. Ratas que entraban en el cuerpo, que iban devorando los cuerpos por dentro, y despertaba sobresaltada, aterrorizada, pero siempre el amor por la 108
revolución la mantenía viva. Sin embargo, la cotidianidad de la pesebrera parecía ser diferente. Nada sucedía, es decir, nada nuevo y, por el contrario, ella se iba recuperando, ganando fuerzas, sumiéndose en un estado en el que la vida empieza a ganarle a la muerte, y sin embargo, los recuerdos de la tortura, del sufrimiento, sumados al sufrimiento que los otros seres queridos podían haber sentido, le carcomían las entrañas. Los militares colombianos habían adquirido formas muy sofisticadas y salvajes de conseguir información; paradójico, sí, sofisticado y salvaje, y ella se deleitaba, en lo más profundo de ese sentirse perdida en el mundo, de no haber hablado, y así de haber protegido a su gente. La vida regresaba, y la incertidumbre aumentaba. ¿Qué pasaría con ella?, ¿qué extraños planes tendrían? Cualquier cosa podía esperarse de esos bárbaros. Entre tanto el muchacho seguía cuidándola, y ella sólo le veía las manos y escuchaba una voz dulce. Qué poco podía creerle a esa voz, y él iba diciéndole que no se preocupara, que estaba mejorando mucho, mientras ella no se atrevía a levantar la mirada. No quería ver esos ojos, no quería entrarse en una mirada con fondo negro, con fondo tan tortuoso. Se imaginaba que este muchacho estaba torturando a otros de sus compañeros en alguna otra pesebrera alrededor suyo y que, por desgracia, con ella debía cumplir la orden de cuidarla, pero cualquier día lo obligarían a torturarla de nuevo y él no podría decir que no. Entonces ese cuerpo que ahora protegía se vería burlado por esas mismas manos, y entonces ella perdería la esperanza, la fe de que la condición humana pudiera un día ser mejor, menos atroz, menos degradante. Y sin embargo, ella empezó a soñar con esa voz; se repetían en sus noches las palabras de consuelo que ese muchacho le concedía cada mañana mientras 109
la curaba. Él sí la miraba, y le decía cómo la veía; le iba contando su mejoría, le hablaba del color de sus ojos, de lo tierna y limpia que empezaba a lucir su piel, la halagaba con sus palabras y la iba mejorando con sus cuidados. Juana sentía rabia y consolación cuando escuchaba llegar al muchacho; sus días empezaron a girar en torno a esa visita matutina. Entonces entraron tres hombres, le taparon la cabeza con una capucha. Ella se imaginaba que él estaba allí y, aunque su voz no se escuchaba en ese momento, no pudo dejar de imaginar sus manos en todo lo que sucedió. Le gritaban que debía hablar, que su vida dependía de eso y sacaban armas. Las cargaban y se las ponían en la cabeza y ella, muda. Entonces la empezaron a desnudar y ella imaginó que la iban a moler a golpes otra vez. La amarraron a la silla, sin ropa, desprotegida, con la humillación de saberse presa de los otros; parecía que tenían un arsenal y cada vez engatillaban más armas y las rozaban contra su cuerpo. Ella seguía allí, resistiendo, sin hablar y ellos, desesperados. Los oía decir: “Qué mierda que la tenemos que dejar así, esta putica tiene información que serviría mucho, pero los superiores ya no nos dejan hacer más”. Y, de la sola esperanza de salir de allí, se sometió a esos horrores como muerta, como si nada estuviera sucediendo y, sin embargo, recordaba las manos que la curaban y pensaba si eran las mismas que la tocaban. “Cerdos, asesinos”, pensaba Juana, y le metían los dedos y la hurgaban sin cesar, y ella que no por favor, pero sólo lo pensaba. Ya no quería resistirse, ya sólo quería que se acabara el infierno. Su voz nunca se escuchó, aunque ella se lo imaginaba, a ese joven alto y esbelto aprovechándose de su cuerpo; pensaba en sus manos, en las atrocidades que le estaría haciendo pero, mientras las recordaba, esas manos aparecían 110
diferentes en su mente. Se insinuaban amorosas, cuidadosas, certeras y fue entonces cuando ella empezó a tener presentes esas manos, cuando se le empezaron a grabar en el cuerpo, como lo harían por el resto de su vida, pues estaba destinada a imaginarlas, a añorarlas para siempre. Ese día la dejaron sin comer; nadie más entró a verla y ella no hizo más que llorar, de tristeza, de dolor por su cuerpo, por todo lo que venía viviendo, por Martín, por esos ojitos preciosos que la vieron hundirse en la tortura, por su propia vida, y lloró también de pensar que la iban a sacar con vida. La fuerza de vivir estaba imponiéndose, ahora sí, de verdad, con ímpetu, y le volvía al cuerpo su entereza, su deseo de transformar su país, sus ansias de amar, su entrega por la revolución. Entonces llegó él y le confirmó lo que estaba pasando. Ella se mantuvo en silencio, pensando en sus manos, tratando de leer en sus palabras si él habría osado tocar su cuerpo luego de haberlo sanado con manos humanas. La desamarró y le dio tiempo para que se vistiera. Se tapó los ojos mientras Juana se ponía con desgano el delantal que le habían dejado para cubrir y calentar su cuerpo. Juana seguía sin levantar la mirada; temía ver esos ojos que la veían destruida. Entonces le dijo que no se preocupara, que la iban a sacar, que no pensaban matarla. Ella mantuvo el silencio. —Te lo digo porque los escuché ayer después de haber salido de aquí; me dijeron que te siguiera cuidando, que pronto te vas de acá. Juana no cedió a sus palabras y continuó en silencio. El muchacho le trajo comida y se sentó a su lado a verla comer. Le habló de muchas cosas; le dijo que estar allí era lo más doloroso que le había sucedido, que él era 111
hijo de una familia de izquierda y que cada día temía encontrarse con alguien de su familia en una de estas inmundas pesebreras. Temía que lo obligaran a torturar a alguien; le aclaró que él no había torturado a nadie, que hasta ahora sólo había ayudado a curar a algunas personas. Juana no sabía qué pensar, se preguntaba por qué este hombre le estaba dando toda esa información. Él continuó conversando, como si el tiempo se hubiera detenido, como si pudiera quedarse para siempre allí, y ella lo escuchaba, y poco a poco se fue deleitando con las palabras, con la voz, y terminó subiendo la mirada, asomándose a esos ojos, encontrando en ellos el brillo mágico que le ratificó que ese hombre nunca la había golpeado, que nunca la había tocado, que quizás nunca le haría daño. Bogotá siguió siendo una sorpresa para Juana. Entrar al colegio, a las afueras de la ciudad, en un lugar donde había dejado de ser la hija del político y pasó a ser la niña inteligente y beligerante. Allí encontró amigas para hablar de la vida, amigas que le enseñaron sobre el sexo. Las niñas bogotanas estaban más adelante que las de Manizales; se notaba que no eran de familias puritanas, pero sí de familias pudientes que se atrevían, de vez en cuando, a pensar. Muy seguido doña Cecilia recibía noticias de su hija, que no hacía las cosas como se le pedía, que era una gran estudiante, pero que cuestionaba todo. Y doña Cecilia le decía que era importante ir con la corriente para ir contra la corriente, y Juana se enfurecía, y le explicaba que no podía hacerlo. Así la fue viendo crecer; así mismo don Juan la vio volverse una señorita hermosa, pero sin garbo. No le gustaba maquillarse, no le interesaba la belleza, se mandaba cortar el pelo como un gamín y dedicaba su tiempo a pensar en el futuro de una mujer que cambiaría el mundo. Don Juan empezó 112
a sufrir con Juana. Esperaba de ella muchos nietos, una familia de bien, una mujer que estudiara para tener una vida normal, una vida tranquila, y sin embargo, muy pronto empezó a descubrir que no sería así, que su hija estaba en el mundo para otras cosas, y la tristeza lo fue invadiendo. No la reprendía porque sabía que era el peor camino. Entonces optó por la negación, por olvidarse de lo que estaba viendo, y continuó haciendo planes con la vida de su hija, la niña de sus ojos que, pese a él, no aceptaba el mundo como era. Don Juan parecía haber olvidado que él un día decidió transformar el mundo también pero, claro, a esas alturas este país había borrado por el resto del siglo la posibilidad de construir una democracia. Se habían inventado esa extraña repartición del Gobierno, esa farsa entre conservadores y liberales que les permitió dejar de matarse entre ellos, pero que significó la muerte de otras organizaciones políticas y de los sueños de emancipación. Pasaron varios días más de visitas cotidianas del muchacho de los ojos intensos. Juana, seguía recuperándose; esperaba el día en que saliera de ese lugar y hacía cuentas alegres sobre el futuro encuentro con Martín. Se imaginaba el día en que la tuviera de nuevo entre sus brazos, ver a su familia, su madre, sus hermanos, su padre. Pensaba en todos sus seres queridos y en lo mucho que quería estar con ellos, dedicarse a mirarlos, a abrazarlos, a no perder más tiempo de la vida en hacer todo lo que ella estaba pensando que debía hacer por este país de mierda que casi le causa la muerte. Pero, como la cotidianidad está en lo que sucede hoy, en el instante presente, aunque los seres humanos intentemos de todas las formas posibles vivir en el futuro, en la fantasía, en lo que no existe, su vida estaba atada a la alegría, cada vez mayor, de ver llegar a ese muchacho, de 113
escuchar su voz, de sentirse acompañada por él. Un día llegó el momento inevitable: el soldado acercó su mano al rostro de ella, empezó a tocarlo despacio, como si se asomara a él por primera vez. Ella sintió un espasmo, un corrientazo que le sacudió el cuerpo entero. Se dejó; tal vez había esperado que esto sucediera desde hacía muchos días. Qué emoción, un poco de cariño, un poco de piel, una caricia requerida, y entonces se lanzó a lo que no pensaba hacer. Acercó su mano a la cara del muchacho y, lenta pero certera, le fue quitando la capucha, y vio sus ojos y el resto de su rostro y se convenció de todo lo que él le había dicho, de su tranquilidad, de su cariño. Sintieron mucho miedo, no solamente por estar incumpliendo las normas del lugar, no, sentían miedo porque estaban entrando en un terreno de desconciertos. Por cosas de esta vida absurda de la guerra, estaban en dos bandos diferentes, eran enemigos y sin embargo estaban sumidos en el placer de tocarse, verse, revelarse al orden, a las normas, a estas reglas impuestas que ahora justificaban su deseo. Finalmente llegó el día de salir; la llevaron a una cárcel donde pasaría varios meses antes de que la enviaran a sumarse con el resto de compañeros y compañeras en la Cárcel Central, donde serían convocados a un Consejo de Guerra, que ellos convertirían en una tribuna pública para mostrarle al pueblo las inconsistencias e injusticias de ese país tropical. De ese lugar saldría años más tarde, cuando se logró el acuerdo histórico de amnistía que le permitió quedar libre. Cuando llegaron a la primera cárcel, todas las presas políticas sabían que muchos de sus compañeros estaban presos también, y Juana esperaba que alguien le contara del paradero de Martín. Sin embargo, las mantuvieron muchos días sin visitas, sin mayor información, tal vez porque necesitaban que se 114
curara del todo de las torturas antes de que las vieran sus familiares y amigos. Por fin llegó el día de las primeras visitas: padres, madres, hijos, hijas, amigos, amigas, compañeros, todos llegaban con mucha cautela. Era claro que la cacería no terminaba; traían la información oculta, escrita en las barriguitas de los niños, en papelitos cosidos entre los dobladillos, todo en clave. Y claro, todos y todas habían pasado por las requisas, que se quite la ropa, que se agache, y una mano se metía, vulnerando el sexo de las mujeres, para buscar armas, cartas, cualquier información prohibida. Juana vio llegar a su madre; se emocionó de verla, pero sintió un dolor inmenso al leer en su rostro el sufrimiento que le estaba produciendo todo esto. Doña Cecilia se abrazó a su hija y lloró como una niña. Juana no sabía qué decirle, cómo explicarle todo lo que estaba pasando. No sabía cómo hacer para preguntar por Martín sin ponerlo en peligro, pero no fue necesario que lo hiciera pues, entre sollozos, Doña Cecilia le dijo: “Creemos que lo mataron, hija; no han vuelto, no hemos podido encontrar a ninguno”. Juana entendió muy bien lo que su madre le estaba diciendo, y desde ese día se sumió en el silencio, en una tristeza que le duraría muchos años de su vida, y que sólo el amor ayudaría a hacerla soportable. Juana pasó su aguerrida adolescencia en esa Bogotá de los sesenta. Vio a su padre crecer en la política nacional, y empezó a cuestionarlo. Aprendió a entender las noticias, a cruzar la información que oía en casa, en los periódicos, en la televisión, y se preocupaba en serio por la pobreza, por las desigualdades. Salía muy seguido con sus hermanos y hermanas a caminar; los llevaba hasta la Universidad Nacional y les contaba las historias que había leído sobre los estudiantes de ese magno centro educativo, como ella lo consideraba. 115
Fueron años de transformaciones. El país se sumía en la terrible farsa del Frente Nacional y, mientras tanto, las guerrillas se iban fortaleciendo, se creaban nuevos grupos guerrilleros, se iba fraguando el destino de esa joven que estaba creciendo para dar su vida por ese país desagradecido. El miedo seguía creciendo; cómo saber qué venía después, qué les harían, qué les podría pasar a su familia, a las personas que amaba, cómo haría para encontrar a los desaparecidos, a esas personas que les arrancaron de los brazos, a todos los que se llevaron a la fuerza y no habían regresado, cómo seguir viviendo en este país vaciado de Martín, de su amor, de su sonrisa, cómo continuar la vida, se preguntaba, cómo olvidarse de esos ojitos brillantes que ella misma había alimentado. Sin embargo, la vida siempre vuelve a ganar, o casi siempre, y Juana fue regresando a desear estar viva, a pensar en las muchas cosas que haría cuando saliera de ese encierro, en las búsquedas, los deseos que le darían sentido a su nueva vida. Las noches eran largas, casi tanto como las de las pesebreras o los cuartos oscuros donde la habían torturado, pero el solo hecho de saber que algún día estaría fuera de allí le daba fuerzas suficientes para seguir. La condenaron a siete años de prisión por rebelión con jurisdicción y mando político y militar. Juana asumió su condena y la tomó por sorpresa la noticia de que la llevarían a la cárcel donde estaban los demás para asistir al Consejo de Guerra. Esperaban salir, encontrarse en las montañas de Colombia con todos los compañeros, recomenzar la lucha y, aunque nadie hablaba de eso, era claro que la lucha no terminaba, que no podían cederle espacio a la oligarquía colombiana, que debían continuar con su propósito —que por cierto creían muy posible— de tomarse el poder, de unirse con el pueblo 116
y transformar el país, de devolverle al pueblo las tierras y las riquezas. El Consejo de Guerra abrió la posibilidad de que muchas personas en el país escucharan sus motivos, conocieran los verdaderos objetivos de su lucha y conocieran la verdad sobre muchas de las actuaciones del ejército. Se dedicaron a dar a conocer información sobre lo poco que en este país se protegía la vida de la gente, cómo se vulneraban sus derechos humanos, cómo se repartían las riquezas unos pocos y dejaban por fuera de la fiesta a la gran mayoría, a ese pueblo que esperaba atento llegar algún día a gobernar de la mano de su organización. Fue así como se fue fraguando la idea de hacer una amnistía para los presos políticos. Así, lograron salir y reencontrarse con sus vidas, con sus luchas, con su revolución, con la muerte. Aunque la mayoría de los compañeros y compañeras de la organización salieron del país para encontrarse a definir el rumbo de la revolución, Juana tomó la decisión de quedarse en casa de sus padres por unos meses. Debía buscar a algunos de los desaparecidos, a los más cercanos, a los suyos, antes de volver a la lucha. Sí, esa era su nueva decisión pues, aunque antes de que cayeran todos había optado por otra vida menos clandestina y más dedicada a otras pasiones de su vida, ahora sentía que casi nada la podría detener de regresar a la lucha armada. Su padre no dejaba de lamentarse por la vida que ella había elegido, pero el amor y los dolores que todo esto estaba causando en su familia lo hizo ceder y volvió a ser el mismo padre amoroso y cuidadoso con Juana. Tal vez, muy en el fondo, el viejo Juan Vélez estaba entendiendo que sus propias luchas por la igualdad estaban perdidas, que habían vendido el país, que se 117
habían decidido por la acumulación y para la injusticia. Pero él no lo aceptaría nunca, o casi nunca, pero sí le daría a Juana los besos que necesitaba, que eran la forma de aceptar que la lucha de su hija era necesaria también, y sería él mismo quien le ayudaría a regresar a la guerrilla en medio de la mayor desilusión de su vida y de la de toda su familia. Mientras Juana se mantuvo en Bogotá recorriendo todos los rincones y las instancias donde era posible encontrar a quienes ella estaba buscando, tocando todas las puertas que su padre lograba abrir, en esa búsqueda inaplazable y tortuosa, Julián Montero, el joven de familia de izquierda que la había curado en las pesebreras de la Escuela de Caballería, empezaba su carrera de Filosofía y Letras en la Universidad Nacional y dedicaba la mayor parte de su tiempo libre a pensar en ella y a buscarla. Juana, ya en la cotidianidad de su búsqueda, estaba dejando atrás las memorias de su cautiverio, de las torturas, pero de todas maneras una que otra vez se acordaba de las manos sanadoras y amorosas de ese joven, de quien nunca supo el nombre. Y, claro, lo que justifica toda esta historia es que una tarde llegó a casa y le dijeron que la había llamado Julián Montero, y ella no supo quién era. Dejó pasar el mensaje, no devolvió la llamada y, sin embargo, estaba ya cifrándose el encuentro que le ayudaría a soportar los dolores que la vida le tenía agazapados. Julián llegó una mañana a la pesebrera y ya se habían llevado a Juana. Entonces empezó su tormento. Se había quedado sin saber su nombre, y no sabía si de verdad se la habían llevado a la cárcel, si la desaparecerían, no sabía que harían con ella. Unos meses después, cuando se empezó a hablar de la amnistía, encontró su rostro 118
en un periódico, y así supo que estaba viva. Entonces inició la búsqueda. Su juventud le imposibilitaba pensar en las otras ataduras que la vida de Juana podría tener. Nunca se preguntó si sería casada, si tendría hijos; él debía encontrarla, no importaba cómo ni cuándo. Una tarde Juana abrió la puerta de la vivienda de sus padres, en el norte de Bogotá, y se encontró con los ojos asustados y felices de Julián Montero, que había logrado por fin llegar hasta ella. En ese momento Juana sintió con más fuerza que nunca el agobio de sus búsquedas, su vida puesta en el vilo de encontrar a sus seres amados. Sí, estos meses la habían transformado; se sentía perdida, desecha, mustia, y sin embargo, al ver a Julián, al escucharle su relato, al saber que ese joven sí había encontrado lo que ella no lograba hallar, el amor de su vida, se permitió empezar con él una amistad que meses más tarde se convertiría en uno de los amores más importantes de su vida, el amor que la acompañaría hasta la muerte.
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6 Irene, Irene, Ireneeeeeene. ¿Dónde estás? ¿Qué pasó, Irene? ¿Dónde tú, dónde la vida, dónde el deseo, dónde la emoción, dónde las ganas de vivir? Levántate ya, deja esa muerte que te está consumiendo, deja de vivir así, sin aliento, sin esperar nada de vuelta. Deja ya ese nido de recuerdos, sal pronto de tu memoria hueca, de tu campo vacío, del lugar de tus pesadillas sin voz. Deja que la vida vuelva a florecerte, que las músicas de otros tiempos te lancen al vuelo, déjate ser, déjate revivir, Irene. Irene, escucha. Oye estas voces de ti misma que se aglomeran, se agolpan, están que se hablan. Irene, ¿dónde estás tú? No te dejes perder, no te dejes ir más profundo, más hondo, más allá, donde el camino no tiene regreso. No te vayas, Irene, no te dejes morir. Sí, claro, como te venía diciendo, mi vida ha sido hasta bella. Cómo decirlo. Tantas cosas que he hecho, sí, querer al Danielillo ese, dar la vida por él. Mira, lo conocí cuando tenía siete años. Mis padres me cambiaron de colegio; yo no recuerdo mucho el colegio de antes. Ellos decían que no me había gustado nada y que por eso se me había olvidado, raro eso de la memoria selectiva, y ¿será que dura siempre eso de recordar por pedacitos? Entré a ese colegio, y Daniel ya estaba allí. Era chiquito y mocoso. Yo no sabía qué hacer. No por Daniel, claro que no. Lo que no sabía era qué hacer allí; era nuevecita, y me sentía asustada. Mi padre me había llevado al colegio nuevo y yo tenía miedo de quedarme sola. Pero, como siempre, el miedo me duró poco y me solté de sus manos y en menos que nada era medio dueña del colegio. Decían que tenía una gran capacidad de adaptación, esas cosas de los adultos; lo que de verdad pasaba era que yo sabía gobernar el mundo. Entraba a los lugares y se 121
derretían por mí, pero quién le explicaba eso a mi papá, quién a mi mamá que creían en las palabras tontas de los profesores. Se pasaron años preguntando y preguntando que cómo me iba, que si era buena estudiante, y casi nunca preguntaban si era feliz. Para ellos el mundo había sido siempre tan fácil que no hacía falta preguntar eso. Era un colegio medio liberal (raro en mis viejos, pero creo que lo eligieron porque mi colegio anterior había sido tan aburrido...) y yo ni me acordaba. Querían que estuviera mejor, más tranquila, a ver si algún día me volvía dizque buena estudiante. Pero de todos modos papá y mamá eran especiales conmigo. Casi ninguna niña o niño de los que estudiaban conmigo tenían a la mamá en casa al volver del cole; en cambio yo siempre encontraba a mamá. Ella trabajaba por la mañana en un centro de atención a gente muy pobre —creo que ni le pagaban— y por las tardes llegaba a hacer comidas ricas para papá y para mí. Y, cuando yo llegaba, me leía cuentos y me acompañaba a hacer las tareas. Yo las hacía rapidito; todo me salía fácil, y ellos se preocupaban, porque en eso sí les había tocado esforzarse y a mí todo me salía sin mucho esfuerzo. Mis profes decían que yo tenía alto rendimiento y que por eso me aburría en clase y terminaba haciendo otras cosas. Me la pasaba escribiendo historias y me las decomisaban, y mi papá se ponía muy bravo. Me sermoneaba: “No me molesta que seas escritora; haz lo que tú quieras, pero por favor pon atención en clase”. Para ese entonces me fui aburriendo de las historias; ya había terminado mi saga de cuentos para arreglar el mundo, porque eso sí veía yo: que las cosas eran como injustas. Cómo así que mi mamá salía en un carro tan bonito, de una casa con nevera llena de cosas y, cuando yo no quería comer, me recordaban que había niños muriéndose de hambre y yo pensaba, entonces, por qué mejor no les daban la comida a ellos 122
en vez de embutírmela a mí. Pero no me obligaban mucho; la verdad es que no había caso: yo no recibía. Mi mamá salía así, toda elegante, a ver personas que no tenían ni dónde vivir. Eso no suena muy justo, pero mis compañeritos de clase no se preocupaban mucho por eso; claro que yo los hice preocupar con algunas de las historias que le escuchaba a mi mamá. Miedo sí, miedo que se subía por las piernas, que se escondía en lo más profundo del ser, un temblor continuo, incontrolable, y sí, seguía ahí, filudo, cortopunzante, y ese brillo raro que producía al blandirlo, al moverse, tantas preguntas, tantos golpes, tanta historia que se agolpaba, y esa mirada fija, y yo sin entender, sin saber qué pasaba. Claro, claro, tú te ibas hundiendo, te dejabas ir en esa muerte que es la impotencia, se perdía la fuerza, y cómo cuidarte, cómo sacarte de ahí, cómo frenar lo que estaba sucediendo. Esa cama que se extendía, manos atadas, insultos, desagravios, golpes, atropellos. Mírame, mírame, fuiste tú, fuiste tú, tú la perdiste, tú la dejaste, tú acabaste con su vida. Sí, venía diciendo que mi mamá me esperaba en casa, y que en el colegio las cosas fueron siendo así. A mí me gustaba mover a mis compañeros y compañeras; les hablaba de hacer un mundo un poco mejor. Así empezamos con el cuento de hacer una asamblea estudiantil. Teníamos muchas cosas que nos molestaban del colegio y había que hacer algo. Nos acercamos a un profesor de filosofía que había en el cole y le preguntamos qué pensaba. Supongo que le parecimos medio inofensivos: teníamos como diez años. Así que nos ayudó a montar todo y después lo terminaron echando del trabajo. Hicimos unas carteleras superchéveres donde contábamos muchas cosas que pasaban y que no nos gustaban. Se 123
nos unieron los de bachillerato y se armó la gorda. Qué cosa, cómo nos molestan las críticas. A mí me empezó a gustar la política desde ahí, porque quería ayudar a cambiar el mundo, pero estaba lejos de entender a los seres humanos. Unos compañeritos de bachillerato que se unieron a las protestas salieron echados del colegio y yo, que era una culimba chiquitica, me opuse, y llamaron a mis papás y les dijeron que yo seguía haciendo cosas que no debía hacer. Mi mamá creía que no era justo lo que estaba pasando y me apoyó, y le dijeron a los profes que yo estaba queriendo ser justa, y me sentaron en la reunión y yo les dije que la que había empezado todo era yo y que no entendía por qué los echaban a ellos, pero me dijeron que ya venían haciendo muchas cosas malas y que no podían mantenerlos en el colegio. Entonces me preguntaba qué pasaba con las personas que hacían cosas malas en el planeta, ¿las botaban al espacio sideral? Claro, me faltaban años para entender que nuestro mundo es implacable con los diferentes, los deshechos; los meten en manicomios o los matan. Yo no sabía que a mí la muerte me iba a rondar tanto, y seguimos haciendo muchas cosas. A veces nos tocaba hacerlas calladitos la boca, sin que nadie supiera quién las hacía, porque nos castigaban, pero yo terminé decidiendo que sí me sacaban del colegio pues mis papás me conseguían otro, pero a papá no le gustó mucho mi valentía y empezó a darme sermones, lo más de bonito, que cuidado, que uno necesita estar bien con la gente, que la crítica es importante pero que hay que tener tino. Yo no sé si tanto tino sirve, y ahora más que nunca, ahora que me han querido matar por eso. Pero es que tanto tino les ha permitido a todos hacer lo que se les da la gana sin preocuparse de los otros.
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Y bueno, mi vida seguía transcurriendo entre el colegio y mis clases de piano, y las rutinas que mi mamá me ponía, que estudiar un rato, que seguir practicando piano, que ayudarla a cocinar, en fin, y así poquito a poco me fui creciendo, y apareció Daniel y me mostraba su flauta, pues antes de piano y saxo tocaba flauta dulce, y sí, claro que era un supermúsico. Todo el tiempo uno lo veía inventando melodías, y la profe de música se encantaba con todo lo que él hacía. Yo no sabía cómo sería el futuro con él ni que lo iba a querer tanto, pero desde muy temprano sabía que Daniel iba a ser músico. Nos llevaban a tocar a diferentes sitios y la gente lo felicitaba. A mí también, pero la música no era lo mío, eso era evidente. Yo me fui haciendo amiga de él, aunque me parecía muy pequeño, hasta que caí en esas redes, y no me pude soltar, bueno, más o menos. Tal vez los últimos meses de mi vida sí me solté, cuando andaba por ahí, con Camila, cuando nos fuimos a gozar de esa nueva vida que se nos dibujaba en el horizonte. Hasta se me estaba olvidando su cuerpo, pero bueno, él se encargaría de que lo recordáramos, de que no dejáramos que su imagen se diluyera en nuestras pieles. Y a veces me viene el silencio, y quiero hablarte pero no puedo, se me cansa la testa; no tengo palabras para decirte tanto dolor. Era siempre lo mismo: mis papás se sentían muy tristes cuando yo me sentía un poco así. Es que yo era muy alegre, pero a veces, como de repente, me daba una calladera, un silencio que ellos no entendían, pero pasaba rápido y nos fuimos acostumbrando. Papá es un buen hombre, trabaja mucho; en mi infancia salía por las mañanas temprano y a veces llegaba muy tarde, y mamá y yo nos dormíamos sin verlo. Cuando estaba en casa, me leía cuentos bonitos por la noche, como le habían dicho en el colegio. Es abogado y siempre trabajó 125
con el Gobierno, así fue como yo fui aprendiendo tanto de ese sector. En vacaciones, desde que era muy niña, le pedía que me llevara a trabajar a su oficina, y sí, me llevaba y yo me pasaba el día preguntando y preguntando. Hablaba con la secretaria, con los porteros, con todo el que me encontraba y les preguntaba de todo; me gustaba saber cómo vivían, dónde, por qué trabajaban y qué hacían. Por las noches, cuando llegaba la hora de dormir, me quedaba en la cama escuchando las historias que papá le contaba a mamá. Pobre, le tocaba aceptar tantas cosas por mantener el estatus que no podía dejar de trabajar para el Gobierno, que qué se ponía a hacer y yo iba pensando que a mí me tenía que tocar diferente. Claro que a veces se ponía de valiente —de eso algo le saqué yo, y les decía unas cuantas verdades—, pero nunca tanto como para quedarse sin trabajo. Los sábados íbamos al club a jugar tenis; a mí me aburría un poco eso: me gustaba más el cine o los conciertos. Algunas vacaciones íbamos al mar. Era alucinante. Yo me sentaba a ver las olas; ir y venir, salir y regresar, me gustaba la arena que destellaba mientras el agua la rozaba y, cuando fui creciendo, veía a lo lejos las parejas que se besaban en la playa, y me quedaba alucinada mirando el agua, y el mar se volvía mi cuerpo y me imaginaba siendo líquido, fluidos, siendo una piel que se contonea, que vive erizada, y me pensaba a mí misma como la arena, como el mar, como las gaviotas mismas que se anclan en el agua, como el vaivén, el calor, el centelleo. Quería que mi cuerpo fuera tocado por alguien y se me iba poniendo cosquillosa la cuquita; sí, entre las piernas iba sintiendo las ganas y más me gustaba pensar en eso y más miraba el mar y más me concentraba en sentir y casi pasaba, como cuando me acostaba en la cama de Daniel, como de catorce, y 126
lo dejaba que se restregara contra mí. Y claro, venía la oleada, el mar que se subía en mi cabeza: era el calor de la costa que me cubría el cuerpo. Íbamos a casa del tío Guillermo, en la costa Caribe; casa colonial, de altas paredes blancas y una palmera exuberante en el centro del patio, cuya sombra en ciertas horas del día, parecía un grabado en el suelo. Me gustaban las ventanas, sobre todo las redonditas; ponía una silla y me montaba allí, sobre almohadas, y aparecía el mar, y yo me perdía en esa inmensidad, y me encontraban ahí, y algunos me regañaban porque me iba a caer. A otros les daba envidia y me bajaban para subirse ellos, y otros, como mi madre, me dejaban estar ahí todo el tiempo que quisiera. Como era hija única, mientras que las hijas de mi tío Guillermo no llegaban a la casa de la costa y no llegaba la tía Margarita con sus hijitos emperifollados, yo me la pasaba sola. Claro que a mí me gustaba: la casa se volvía mi territorio de sueños y me divertía con miles de juegos en cámara lenta, para que los adultos no se dieran mucha cuenta. A mí siempre me gustó apoderarme de todo. A veces la casa era mi hotel. Y yo tenía clientes que llegaban y veía llegar los taxis y salía a atenderlos como en los hoteles a los que íbamos cuando viajábamos a Europa. Como no me dejaban abrir el portón principal, debía simular la llegada de mis huéspedes, pero el resto lo hacía bien. Sacaba bandejas y les llevaba a mis clientes comida y demás cosas que me pedían en el room service. Otros días la casa se convertía en mi museo. Me pasaba contando a todas las personas que entraban al museo todos los detalles de las maravillosas obras de arte y, por supuesto, yo era una de las grandes artistas que exponían allí. Fue así como me fui creyendo que podía hacer grandes cosas, en mis juegos, en mis alucinaciones de infancia; fue 127
cuando empecé a sentir la fuerza que se agolpaba en mi cuerpo, en mis palabras, en mí, y me fui convenciendo de que era capaz de grandes seducciones. El tío Guillermo me quería; decía que yo era una niña inteligente, que qué miedo eso, decía que me tenían que cuidar mucho, y mi papá, su hermano mayor, le decía que claro, que para eso estaban ellos en el mundo. El tío estaba casado con una mujer griega, la tía Sofía, y vivían con sus dos hijas en Roma. Se habían conocido cuando el tío Guillermo trabajaba en la embajada griega, muy al principio de su carrera diplomática, y llevaban ya un par de años viviendo en Italia, donde representaba a nuestro país como embajador. Desde su nacimiento, Luciana y Nicole, mis primas, habían vivido en todo el mundo. A mí me daba mucha envidia, pero sus viajes me servían, pues en muchas ocasiones mis padres se unían a ellos, o me mandaban a mí solita a visitar a los tíos. Luciana tiene cuatro años más que yo, es alta, muy delgada y tiene en su mirada el más profundo aliento de una guerrera griega. Nicole, por su parte, es más gordita, alta también; tiene dos años menos que yo y le encanta jugar conmigo, tanto como a mí pasar mi tiempo al lado de Luciana. No sé por qué, pero creo que vivimos de la fascinación esa que producen los mayores, ese misterio de saber qué cosas de la vida están experimentando, qué piensan, como de mi prima Luciana, de la que decían que era una adolescente insoportable. Y yo la veía tan linda... con unas teticas que le iban creciendo y que quería que tocara, porque siempre nos habíamos bañado juntas, y a nadie se le había ocurrido cuestionar que lo siguiéramos haciendo cuando ella empezó su pubertad. Yo seguía siendo niña, pero mis deseos me llevaban lejos, y esas pulsaciones hacían que, con las personas que nos rodeaban, terminara explorando cuerpos, caricias, 128
juegos del cuerpo que todos los niños juegan, pero que en mi caso parecían como una obsesión. Luciana, sí, un poquito más, dame más, y siempre nos dábamos unos besos lentitos, en la ducha, o mientras jugábamos por ahí, y nadie lo sabía, hasta que nos vio Nicole, y se puso furiosa, que por qué hacíamos eso; le voy a contar a mamá, ustedes están locas, y la fui convenciendo de que era rico, y yo le daba una pruebita y así me la compré, a punta de besitos también y las tres guardábamos un secreto, un misterio que fue creciendo cuando estuvimos con mis papás visitándolos en Grecia y nos fuimos a las islas con Luciana, Nicole y sus dos primos franceses, Jacques y Pierre, unos señoritos rebonitos que tenían miradas como de película y que a mí me hablaban en francés, y yo me derretía de escucharlos, y claro, como a mí me tenían en clases de francés, pues medio les contestaba. Pero lo que de verdad nos unió, el verdadero lenguaje que nos permitió conocernos fue el del cuerpo; íbamos a la playa y hacíamos pactos de quién tocaría a quién debajo del agua mientras los papás nos vigilaban en la playa. Y llegaba el momento en que nos dejaban jugar solos, y jugábamos a unas escondidas donde nadie buscaba a nadie y veíamos cómo unos besaban a los otros, y hacíamos muchas cositas que nadie quería saber que hacíamos hasta que finalmente llegó el día en que nos encontró el tío Guillermo, y se acabó. Nos dijo que, si dejábamos de hacer esas cosas, no le contaría nada a nadie, y nosotros nos sentimos mejor porque sabíamos que nos iban a regañar y a castigar y demás, así que nos quedamos tranquilos. Pero, como a mí me gusta ser frentera, me fui y le conté a mi papá y mi mamá todo, y ellos dijeron que no contarían nada, pero me explicaron muchas cosas, de las que yo ya sabía la mayoría, y como siempre, los convencí de que no había problema, y no 129
lo había, pero ellos no podrían aceptar todo lo que su hijita experimentaría en su vida. Años más tarde el primo Pierre se convertiría en uno de mis más asiduos amantes. Cada viaje mío a Europa, nos encontrábamos y pasábamos días y noches juntos. Pierre se convirtió en un eminente vagabundo, un vividor; se dedicó a viajar por el mundo, a vivir en cada ciudad que le llamaba la atención, utilizando el dinero de sus padres, y nos encontrábamos por ahí, y eran días sin sentido, sin aliento, como viviendo en la piel, como hundidos en la fascinación de no tener nada más que nos uniera que la fantasía de ser un cuerpo en el vuelo constante de un orgasmo retumbante. Pierre vino a pasar unas vacaciones a la casa de la costa, cuando yo tenía como catorce años, y casi es el primer hombre de mi vida, pero no logró serlo porque mi mamá empezó a darse cuenta y nos persiguió todas las vacaciones. Su mamá, una francesa libertina y seductora, se sentía feliz de imaginarse las diversiones que vivíamos, pero mi madre tenía siempre miedo de un embarazo, peor entre familiares, y evitó, sin éxito real, que Pierre y yo llegáramos a la cama, y claro, no llegamos en esas vacaciones, pero muy poco tiempo después nos encontramos en París, en casa del tío Guillermo y empezamos un amantazgo de años. Siempre me ha gustado repetir y repetir con mis amantes; me gusta porque se vuelve fácil, porque uno se encuentra, en cualquier lugar del mundo y sabe que la pulsión está ahí, que no es más que mirarse y, en unos cuantos minutos, la piel lo devuelve a uno a la concentrada fuerza de una habitación, a la explosión de desnudarse, besarse, comerse y, sin embargo, sucede sin pensar más, sin quererse más allá de ese momento epifánico.
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Mi mamá siempre tuvo la idea de que leer alimentaba el alma, y así me lo hizo creer a mí. Desde que recuerdo me leía cuentos maravillosos, pero no para dormir. Ella decía que la lectura es un acto activo, que uno lee cuando está muy despierto, cuando puede poner atención, que por eso las personas en este mundo han dejado de leer, porque les leen para dormir. Entonces a la hora de irme a la cama, cuando era pequeñita y necesitaba todavía un poco de compañía (cuentan papá y mamá, yo no recuerdo mucho esos tiempos, con esta memoria rara que yo tengo), me acariciaban la cabecita y me contaban historias y me iba durmiendo, mientras que, por las tardes, mamá se sentaba en la habitación de la chimenea, donde ella solía trabajar, y me invitaba a leer. Yo, después de haber hecho la tarea, de haber jugado un poco por la casa y de haber practicado el piano, me sentaba, ya exhausta, a escucharla leer. Más adelante, cuando la lectura en voz alta se me había vuelto una práctica gozosa, le leía yo, y era yo misma quien elegía los libros que leeríamos. Mamá gustaba mucho de la literatura, y en casa había de todo tipo de obras literarias. A mí me gustaba buscar los autores que escuchaba nombrar a mis padres. Mamá me dejaba leer lo que yo quisiera hasta el día en que pedí que leyéramos un libro del Marqués de Sade. Mi madre se quedó pasmada y no supo cómo decirme que no se podía. Yo insistí, y ella no me dejó leerlo por varios días, hasta que un día me encontró encerrada en mi cuarto leyendo el libro prohibido. Yo me había dado cuenta mucho tiempo antes de que había temas prohibidos, de que mis padres sabían que yo buscaba descubrir lo que no debía saber, y yo no paraba de buscar. Y claro, yo estaba en el mundo para entender cómo era el sexo, cómo se vivía el erotismo, cómo se podía gozar de los 131
más grandes placeres que la dicha de un supuesto dios sin sexo ni deseo nos había prodigado. Mis papás se preguntaban por mi personalidad, sabían que a mi paso las personas se despelucaban; siempre temieron por eso, pero claro, se fueron acostumbrando. Mamá se la pasaba cuidándome. En los largos viajes que hacíamos con la familia, mis pobres viejos intentaban que las pulsiones de deseo hacia mí pudieran ser controladas. Mamá gustaba de verme jugar, decía, y yo la dejaba pasar tiempo conmigo; al final, qué me quitaba. Yo tenía claro que pronto llegaría el día en que me tuvieran que dejar sola y haría de mi vida un candelabro, como decían por ahí. Sí, yo sabía eso, porque papá se la pasaba diciendo que a mis quince años me iría a hacer un intercambio a Londres y a París, y yo me imaginaba lo que pasaría en ese momento y pensaba en Pierre, y en otros amiguitos que había hecho en nuestros viajes y el momento en que podría dedicar mi tiempo a lo que yo quisiera, y no más clases de piano, ni más cuentos ni lecturas obligadas. Si me oye mamá, diría que soy injusta, pues sí, ella me dejó hacer muchas cosas a mi manera, pero uno siempre quiere más. En mi adolescencia teníamos cada vez más encontrones, pero después todo fue pasando y yo me decidí a portarme bien con ellos, a no dejarles ver demasiado lo que hacía. Claro que hoy me arrepiento, pues a mí me gustaba la transparencia, pero parece que sólo en la política, pues en la vida privada me ha costado caro. Si ellos hubieran sabido todo lo que yo era, lo que quería hacer... y, pobrecitos, se preguntaban y preguntaban por mis deseos de transformar el mundo, por mi vocación de sibarita, por mi manía inagotable de cuestionar todo lo que sucedía a mi alrededor. Peleábamos porque yo no quería practicar el piano; papá insistía en que un instrumento es la mejor 132
compañía, y yo decía que sí, pero que no obligada, y así empecé a imaginarme el matrimonio como una compañía obligatoria, y por eso le tenía tanto miedo y me le escabullía a Daniel, al matrimonio, pues a él nunca me le pude escapar, porque lo amaba, con todo, con mi ser completo, como en rancheras, en baladas, como en todo el mundo cursi que a veces me colmaba, y sí, con el piano le cantaba canciones al amor, desde que estaba muy pequeña, desde que aprendí a tocar, porque me gustaba el amor, o su idea, o lo que de él me había imaginado y soñaba con grandes ilusiones y romances y no le tenía miedo a nada y sabía que me lanzaría a lo que viniera, y Daniel era mi atadura, mi límite, mi coraza y, sí, él siempre sufrió porque yo no estaba del todo, y cómo quisiera haber estado ahí, que se quedara en mí y no me temiera, pero cómo saberlo, cómo entender lo que le estaba pasando si me decía otra cosa, si me seguía llamando para que regresara pronto, para que me casara con él, porque sólo en mi cuerpo era feliz, porque seguía soñando su vida conmigo, y yo me seguía sumiendo en mis distracciones europeas, pensando en las responsabilidades que tendría al regresar, porque también me esperaba la vida política, porque yo debía entregarme a Daniel y al país, a cambiar ese país corrupto. Y mi papá y mi mamá siempre querían saber, siempre viajaban por el mundo a verme, a intentar darle sentido a mi vida, pero yo me encargaba de mostrarles éxitos; me habían dado una beca como joven política para recorrer varios países europeos conociendo sistemas de la socialdemocracia, y me daban viajes y yo aprovechaba y aprendía política y otras cosas más, y mis viejos, orgullosos; y yo vivía mundos ocultos y ellos sin ver, creyendo que yo era su niña linda, su niña de los ojos, su niña todo bien.
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Mi prima Luciana era la que más se asustaba cuando me daban silencios largos. Desde muy niña le preguntaba a mamá por qué me pasaba eso. Estábamos pasando vacaciones en Santorini cuando un día me levanté con la calladera y Luciana, a quien yo amaba, me hablaba y me hablaba, y yo ni contestaba y me decía: “¿Qué te pasa?” y yo seguí por ahí, viendo el mar, las ventanas azules y esos techos redonditos y tiernos de las casas mediterráneas. Mamá le explicó, no sin el temor reverencial que le tenía ella a esas crisis mías, que a veces me ponía un poco triste, que me daba por estar solita; “Ya se le va a pasar”, decía. Y yo nunca supe si mis silencios eran como la memoria, intermitente, si iban y venían como las olas del mar, si me sumía en ellos para dejar de ser tan certera, tan decidida, pero a veces escuché al tío Guillermo diciendo que tuvieran cuidado, que eso era por mi inteligencia, que me podría dar algo grave y mamá se ponía a llorar, y papá le decía que no se preocupara, que yo era una niña muy normal, que tenía un poco de depresión o algo así pero, como yo sabía que eso me hacía más inteligente, a veces hasta traté de usarlo para llamar la atención, pero no me gustaba porque entonces me daba una tristeza fingida, que duele más que la verdadera. Si no me cree, haga el ensayo; póngase a pensar que está triste, y trate de meterse en ese lugar de su ser donde habita el dolor y la tristeza y no importa la razón, o mejor la justificación, y usted termina entrando en ese mar de sollozos que llevamos dentro, y por eso preferí hacer todos los esfuerzos por no callarme, y Luciana se ponía feliz cuando pasábamos una temporada juntas y a mí no me daba nada de calladera y me preguntaba: “¿Por qué estas tan contentita?, ¿por estar acá con nosotros?”. Luciana supo que yo me acostaba con Pierre cuando estábamos grandes y se puso como celosa, porque Pierre me daba más de lo que ella me había dado 134
en nuestros juegos, y claro, como hacía años que no hacíamos nada porque nos habíamos vuelto grandes... Pero un día me llegó a París, unas vacaciones que yo estaba por allá dizque relajándome de la universidad, de tanta revuelta política, y me quedaba en casa de una amiga del colegio que se había ido para allá y Pierre que todavía no andaba de viajero llegaba a verme, hasta que una noche llegó con Luciana y nos fuimos a tomar y a una fiesta del carajo, y claro esa noche el muy bandido nos llevó a la cama a las dos, pero fue medio tonto, pues no alcanzó a imaginarse que desde ese día quedaría fuera de los planes de nuestras vacaciones. Sí, Luciana y yo terminamos viviendo un amantazgo efímero, que nunca regresó, y que terminó de definirle la sexualidad a mi amada prima. Luciana, Luciana, dime por qué vienes, dime en qué lugar de mi cuerpo te quieres quedar, dime cómo puedo hacerte feliz. Siempre tuve miedo de que Luciana quisiera ser mi pareja, pero ella sabía que yo era más heterosexual que lesbiana, que mi tema eran las exploraciones y que en mi vida era difícil quedarse; alguna vez me escribió que tu cuerpo sigue rondando, porque tenías razón Irene, tu piel se volvía espuma en mis huesos y me colmabas de sensaciones centelleantes, eres voraz, impenetrable y te impregnaste, te huelo sin cesar, te siento con tu lengua fogata, con tu andar de cierva, con tus ojos de águila y claro, la loca de mi prima se consiguió una novia buenísima, y mi tío Guillermo sufría mucho, pero la aceptó: de algo tenía que servirle ser cosmopolita. ¡¡¡Irene, Irene, Ireeeeeeeeeeeeene!!!, ¿dónde estás? ¿Cómo haces para sobrevivir?, ¿cómo sigues por este mundo, tan solitaria, tan sin miedo?, Irene, ¿qué haces?, 135
¿dónde dejaste tu familia, dónde el valor de ser feliz? Irene, deja ya de olvidarte tanto, de perderte en los laberintos intrincados de esa memoria tuya, de tu memoria hueca, de tu vacío de vida, deja ya de estar a la deriva, de irte de un lado para otro de esa mente efímera. Irene, cuéntame ya lo que recuerdes, lo que sabes, ayúdame a entender qué pasó, quién la mató, quién se ensañó con ustedes, quién se hundió en tu cuerpo a la fuerza, quién te doblegó en silencios. Irene, y ese cuerpo de siempre, y esas manos, y yo lo veía y me decía: “Sigue, haz lo que te digo, no pares”. Ya querías que se fuera de acá, y yo hacía caso, porque era imperioso, era mi vida o la suya, todo por seguir en este mundo, no pares de tocarla, hazle lo que más te gustaba y las otras palabras y las otras manos y yo sin saber cómo huir, cómo ayudar, cómo soltarme. ¿Irene? Termina ya con tu tormento, recuerda por favor, vuelve a tu memoria, tal vez no seas asesina, tal vez no haya muerte, tal vez estés más acá de tu memoria y sepas que la vida aún tiene sentido. ¡¡¡Irene!!! Sí, por supuesto, Pierre decidió mudarse a Madrid cuando yo llegué. Pasamos tres días encerrados en un cuarto de hotel, mientras encontraba un lugar para quedarse, porque decía que no iba a perder la posibilidad de ser amante mío por un tiempo indefinido. Yo todavía no sabía cuándo regresaría, y eso a él le gustaba. En el hotel nos dedicamos a deleitarnos; hizo de mi cuerpo un ente etéreo que se evaporaba en sudores y quejidos, que se distendía y volaba, y así vivimos tres días de pleno sexo, extenuantes, explosivos, consagrados al tributo de la piel, porque esa sangre griega que Pierre llevaba en sus venas, cuando se tocaba con mi sangre latina, estallaban, eran una bomba de tiempo, y no había más amor posible que el que sucedía en la cama, porque después casi ni recordábamos al otro, casi nos olvidábamos de 136
su existencia hasta que el azar de vivir encontrándonos nos llevaba al mismo lugar, a la misma habitación, no importaba cuál o dónde fuera, era la misma, y nos lanzaba al fluir de nuestros cuerpos. Daniel sabía poco de Pierre, pero sabía y, cuando lo vio en un bar en Madrid, casi muere de celos. Empezó a contenerse, a tratar de no preguntarme nada pero, luego de tres días de contención, terminó preguntando y yo sin cuidado le dije que Pierre siempre había sido mi amante, pero que no significaba nada. Yo de transparente y, claro, Daniel se moría de tristeza, pero no me decía. Tal vez entendía un poco cómo era yo, sabía que no podía detenerme; pero, claro, yo sentía que mi amor por él era más importante que todos mis devaneos juntos, y eso no lo entendía. Él no pudo entender que mi amor era inquebrantable, aunque yo seguía pensando que la vida era larga, que todavía había muchas experiencias por vivir; ya vendrían los días de calma, de hijos, de familia. En Europa descubrí, a cabalidad, mi carisma. Supe que en mí se agolpaban fuerzas capaces de seducir y, aunque lo había intuido siempre, descubrí quién era yo, en medio de los viajes, las conferencias y congresos de jóvenes políticos, y yo sabía que, como en el poema, las había más inteligentes y más bellas, pero en mí se conjugaban los astros apropiados para revolucionar el mundo. Lástima que ya no me tocara un mundo para la revolución, que el mundo de mis años estuviera tan cansado, que mis luchas pudieran ser tan poco eficientes. Mis compañeros de viajes se deleitaban con mis discursos, con mis ideas, con mis visiones de la democracia, como cuando estaba en el colegio y logramos por fin que nos aceptaran crear el consejo estudiantil. Fue un logro inmenso, después de que habían echado a varios y de que estuvimos obligados a hacer acciones 137
clandestinas, un grupo de tres estudiantes, dos niñas y un niño, decidimos empezar unos diálogos con las directivas para negociar unas formas de participación en el colegio que nos garantizaran ser escuchados. Y, claro, a mí me terminaron queriendo mucho, porque ésa es otra extraña característica mía: conseguía que me quisieran, aun cuando era yo quien más problemas (de esos problemas que hay que poner entre comillas) generaba. Yo criticaba todo, era mi hobby, pero al final siempre ayudaba a crear salidas negociadas, y así las cosas resultaban bien y la directora decía que algún día yo sería profesora de ese colegio, pero no hubo tiempo: mi vida estaba condenada, a la intensidad, a la pérdida. Creamos un equipo de fútbol de mujeres del colegio; me gustaba mucho jugar de centro delantero y metía goles a la lata, y pensar que soy una tonta, o una mamona que no hago más que hablar bien de mí misma, pero qué otra cosa puede uno hacer cuando la memoria le devuelve esos recuerdos, cuando en mis largas jornadas de silencio interior aparecen de pronto imágenes de mí como me gustaría ser; claro que a veces no me iba tan bien: me ponía triste o perdía un examen. Pero era muy de vez en cuando; el resto del tiempo era una niña sobresaliente, y qué más da: así es la gente que viene a dizque cambiar el mundo, aunque todas las fuerzas se confabulen en su contra. Como a mí, que se me fue la memoria, las palabras, ya no sé ni lo que digo, y me callo para no perder las pocas imágenes de mí misma que me restan. Yo quería ser una mujer distinta; ésa era una de mis obsesiones. No me gustaban las mujeres sumisas, me gustaba imaginarme prepotente, porque no entendía muy bien la palabra y me imaginaba que era como tener una potencia tal que nadie lo paraba a uno y, cuando jugaba fútbol me volvía así, prepotente, con 138
esa fuerza que antecedía a la vida y que me decía que las mujeres podían cambiarlo todo, y cómo me gustaba que me dijeran: “Qué niña tan inteligente”, o “Qué niña tan fuerte”, o “Cómo juegas bien fútbol”, o cualquier comentario tonto que le hacen a una, pero que en realidad me hacían sentir como que todas las mujeres cabían en mi cuerpo, y yo las admiraba tanto... Hasta a las señoras de las que mamá contaba que aguantaban hombres horribles, y yo me imaginaba el cambio, porque estaba segura de que sería diferente. Sí, me enamoré de ella, de sus ojos lentos, acallados, de su figura extrapequeña, de su cuerpecito apretado, y por primera vez no sabía qué hacer con Daniel. Ella empezaba a cubrir todo mi cuerpo, a colmarme de felicidad; ella, mi Camila, tan poco lanzada, tan poco aventurera que parecía y se fue despertando de ese letargo de la vida y me fue llevando por caminos inesperados y cómo imaginarnos que el hombre que habíamos dejado era el mismo, que era el mismo cuerpo de hombre sudoroso y erecto el que nos agobiaba y nos amaba. Cómo saber si el relato que cada una contaba de él lo hacía un hombre tan diferente... El Daniel de Camila era otro ser; yo nunca lo comparé con el mío, y ella me llenaba, y yo ya no quería sufrir más y me dijo que sí nena, que me voy a vivir contigo y yo listo, y Daniel chao, y yo pensaba que al fin lo dejaba solo con su mujer a ver si se centraba en su vida por fin, a ver si lograba la paz que venía buscando. No podía saber que lo estaba lanzando al peor de los abismos, que él estaría dispuesto a todo con tal de recuperarnos, de mantenerse con nosotras, pues le dábamos el equilibrio que necesitaba para crear y para vivir.
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En el colegio no me gustaban las niñas; nunca me puse por ahí a hacer nada con ninguna. Mi único amorcito de infancia era Luciana, mi prima, pero en realidad no era amorcito; eran de esos juegos que los niños y las niñas hacemos para entender el cuerpo que nos dio la vida, porque eso de lidiar con las pulsiones de un ser sexual no es cosa fácil. Hay quienes no tienen tantos problemas, pero a mí me tocó duro, porque estaba llena de deseos, de ganas de sensaciones para ese cuerpo prestadito que me daban para pasearme por este mundo, en esta vida, y quién sabe qué habría hecho en otras vidas, si es que existen, pero con las del colegio no jugábamos al sexo. Jugábamos a las escritoras, las músicas, las intelectuales. Así eran las mamás de ellas: se iban con otros hombres y dejaban a sus hijos; ésa era la moda: sepárese y váyase, pero igual, nosotras queríamos ser como ellas. Nunca jugábamos a ser como mi mamá; eso nos parecía como raro y yo metida entre tanto revolucionario, pues eso parecían los papás de mis amigos, me terminó gustando más la imagen de otras mujeres que la de mi mamá. Me parecía tan normalita ella, tan buenecita; yo quería ser una mujer de armas tomar, lanzada, aguerrida, con historias para contar. Sin embargo mamá era una mujer amable; a mí me gustaba pasar el tiempo con ella, era tan calmada... y leíamos y no estaba pensando en grandes cosas. A veces no sé qué será mejor: si una mamá valiente o una mamá tranquila, o si es posible mezclar las dos. Yo por eso había decidido no tener hijos, para no tener que tomar decisiones al respecto, yo quería ser fuerte y punto. Sin dudarlo, porque eso de ser madre es una tarea oficial, aunque algunas se la toman como una travesura, pero yo no quería jugar con eso; si me metía de mamá, como pensé que haría con Daniel, era para tomármelo en 140
serio, para ser mamá las veinticuatro horas del día, y no andar por ahí volantoniando. Mamá me llevó a lugares maravillosos, con mi padre, que también es un hombre cariñoso y cuidandero, y me enseñaron a quererme, a querer al mundo, a las personas, y yo a cambio les devolví mis ganas, lo que hacía, mi tenacidad, y con ellos. Entre libros y viajes fui entendiendo un poco más sobre esto que se parece a la vida, y supe, leyendo con mamá, que sólo un príncipe que viene de otro planeta puede enseñarnos lo que los seres humanos nunca entenderíamos; que se ve sólo con el corazón, que el amor y la bondad y la ternura y la compasión son invisibles a los ojos, y más para esta raza humana que se complace en despedazarse, en matarse, en acabarse unos a otros. Suéltala, déjala que respire, se ahoga, no más, no puedo ver más, no soporto estas visiones, ay, qué dolor, que se coman las ratas estos ojos, paren, ya no más, que la velocidad se me come las tripas, no se puede vivir así, cállate, no me digas más, no me preguntes, no quiero ver, déjame allá, sin salida, déjame en silencio, no me toques más, no me quieras, no me agobies, deja que mi cuerpo te olvide, déjame ir, no me regreses de este lugar frío y lento en que vivo, no me devuelvas de mis brumas, ya, suéltenme, dejen que corra, que salga de acá, déjenla salir, que la muerte me llegue a mí, que no se vaya; la necesito, no me dejes, Irene, no te vayas, Ireeeeeeene, no, Ireeeeeeeeeeeeene.
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7 Llegó puntual a la cita. Pidió un café oscuro, no, mejor un capuchino y un brownie con helado, y sacó el cuaderno para mirar las pocas notas que había tomado en los últimos días. Había casi abandonado su consultorio. Si seguía así, su marido o sus hijos se preguntarían qué estaba pasando. Sintió el olor excitante del café, del buen café y, con una pausa en la lectura, dejó sus pensamientos fluir. Esos días intensos, ese regreso a sus investigaciones sobre la amnesia le traían recuerdos de otros tiempos, de su vida en los Estados Unidos, donde había estudiado antes de casarse. Recordaba amores, sueños, pasiones ya casi olvidadas. Estaba viviendo una de esas etapas en que la vida se nos agolpa, se amontona, se vuelve resumen, balance, recapitulación. Es algo así como sentir que las causas nunca estuvieron y las buscamos sin cesar, intentando encontrar algún antiguo presagio, alguna raíz profunda y digna de contener la explicación de nuestro presente. Mientras el pasado rondaba por su mente, la doctora Beatriz Galindo esperaba en el Café de Merlín a Liliana, para continuar en la búsqueda de información sobre la congresista Carmona. La verdad es que la doctora estaba tocando fondo: las inercias del matrimonio se convertían, de tajo, en aburrimiento. Era su propia vida la que necesitaba recomponerse. Sabía que, cada vez que empezaba a tratar a algún paciente amnésico, algún caso importante, su vida colapsaba, se quedaba suspendida en el aire, en el limbo de sus propias composiciones personales, de una memoria bien organizada que se reconcentraba y se colmaba de preguntas que casi nunca tenían respuesta. Cuando Liliana llegó, la doctora Galindo ya estaba ansiosa al pensar que no vendría. Pensó que quizás 143
había desistido de la quijotesca empresa de develar el caso de su amiga, ex jefe, compañera política: Irene Carmona. Pero Liliana cumplió la cita, tarde, pero la cumplió y, desde que se sentó, su compromiso con el caso fue evidente. Empezó por decirle a la doctora que ya había llamado a la amiga de Irene y que las recibiría esa misma noche. También le contó que su nuevo jefe, el congresista Martínez, el segundo renglón de la lista que había encabezado Irene, le había dado vía libre para la investigación. —Tuvimos una reunión bastante clandestina donde me dio toda la información que él tenía sobre las amenazas que había recibido Irene durante los últimos meses en el Congreso —le informó Liliana. Juan Pablo Martínez había declinado la oferta de trabajar en la UTL de Irene, pues tenía otros compromisos laborales que le daban una mejor remuneración; sin embargo se había mantenido muy cerca de ella, apoyándola en cada debate, en cada acción que emprendía. Seguía muy interesado en construir una opción política con los jóvenes que venían trabajando unidos desde el movimiento estudiantil de los noventa. Le había dicho también a Liliana que a todos ellos les servía esclarecer lo sucedido con Irene para que su proyecto político no muriera por las tergiversaciones de la información que estaban influyendo en la opinión pública. La situación se ponía cada vez más difícil para las fuerzas independientes. Los politiqueros de siempre estaban capitalizando la situación de Irene Carmona, así como algunos otros errores que venían encontrando en otros de los representantes independientes en el Congreso y, definitivamente, eso enrarecía el ambiente para las próximas elecciones.
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—Vamos en picada; los medios están ayudando a manipular la información para beneficio de los dueños del poder —alertó Liliana. —Entonces también les sirve políticamente que aclaremos este caso —explicó la doctora, mientras tomaba la última gota de su capuchino. —Sí, a Juan Pablo y a todas nosotras nos conviene esclarecer lo sucedido con Irene. También debemos destapar algunos de los casos que Irene no alcanzó a presentar, con el fin de mejorar la imagen. Juan Pablo me habló de unos casetes que Irene tenía sobre el caso de la pauta publicitaria. No sabemos quién le guardó esa información a Irene. —Tal vez deberíamos encontrarlos —insinuó la doctora. —Nadie sabe de ellos, y todavía siguen llegando llamadas amenazantes que los reclaman. Si las conjeturas que estaban haciendo la doctora Galindo y Liliana eran ciertas, el escándalo que armarían debía ser impactante, pues pensaban que jugar con la vida privada de una persona para acabarla públicamente era una maldad desbordada, y seguro lo hacían con el interés de restarle votos a Liliana. También le contó que había llamado a la casa de la familia de Daniel, y que uno de sus hermanos estaba dispuesto a entrevistarse con ellas. Él creía que Daniel podía estar todavía en el país, que tal vez había recaído en las drogas y seguro que lo encontrarían en alguna de las ollas que habían nacido con la explosión que había producido la limpieza de El Cartucho. Liliana comentó que una persona lo había visto caminando de un lado para otro por las calles del centro de la ciudad, andrajoso y desorbitado. Podía no ser él, pero podía serlo, y encontrarlo era muy importante para continuar esclareciendo este caso. Daniel 145
debía tener información que ayudara a saber quiénes los habían puesto en esa angustiosa escena de muerte. A eso de las siete de la noche, fueron, en el auto de la doctora Galindo, a la Candelaria, donde se encontrarían con Catalina Murillo, una compañera de colegio de Irene Carmona, quien había sido desde la infancia su más cercana compañía. Catalina había estudiado Ciencias Políticas también, pero en la Universidad de los Andes, mientras Irene estaba en la Nacional; habían compartido estudios y sueños desde esos dos polos sociales y del conocimiento del país. Entraron en el barrio de la Candelaria por la carrera cuarta. Era la hora en que las calles están plagadas de gente que salen de sus jornadas diarias; oficinistas, estudiantes, secretarias huían del centro, del ajetreo, del marasmo de problemas y dudas y deudas que agobian a los habitantes de Bogotá. Subieron por la calle décima para cruzar a la novena hasta llegar a las calles altas donde el silencio se concentra, donde la ciudad se extiende infinita, luminosa, y finalmente se encontraron con la casa colonial de Catalina, donde las aguardaban secretos necesarios para la historia que buscaban develar. Catalina las recibió muy amistosa, deferente. Llevaba puesto un overall de jean y una camiseta roja. Era una mujer alta, de ojos negros y pelo crespo, ya canoso. Era profundamente atractiva, tanto que la doctora Galindo tuvo la fantasía, por unos segundos, de que Irene podría haber sido amante de esta mujer, fantasía que desecharía unas horas después luego de haber escuchado todas las historias de la amistad sin fondo de esas dos mujeres. Las llevó a una sala amplia que daba al patio central de la casa. Había una chimenea que las salvaba del frío. Estaba rodeada de objetos: máscaras, animales 146
míticos, batiks. Era un lugar acogedor, poco usual, con hamacas y con unos grandes sillones, donde se sentaron a conversar. Catalina sacó una botella de whisky y, sin dudarlo, ni preguntarlo tampoco, les sirvió unos vasos grandes de esa bebida relajante. Parecía que Catalina supiera que necesitaban estar en mejores condiciones para empezar esa conversación, o mejor, como si ella necesitara un poco de alcohol en la cabeza para hablar de su hermana del alma, Irene. La doctora Galindo le explicó, con mucha cautela, las razones que las habían llevado a visitarla. Le habló de su teoría de acoso político, como había empezado a llamar este caso, de la posibilidad grande que había de ayudarla a Irene a recuperar su memoria, y así esclarecer bien las culpas, y de la necesidad que tenía de pedirle que la acompañara a una terapia con Irene. A Catalina se le aguaron los ojos, tomó un sorbo grande y lento de whisky, las miró a las dos, como tratando de leer en sus rostros las claves ocultas de su visita y dijo: —Doctora, por supuesto que la acompaño a una sesión de la terapia que usted está haciendo con Irene, me encantaría verla. Pero me pregunto cómo han sido los encuentros con los padres; tal vez son las personas a las que más quiera ver Irene. Entonces la doctora le dio un contexto mayor de todo lo que estaba sucediendo. Catalina quedó muy sorprendida de que Irene no hubiera querido ver a sus padres: ella sabía que Irene los amaba con intensidad, con respeto, y no entendía esto que escuchaba. —Mire, Catalina, con Liliana creemos que usted nos puede ayudar a entender muchos detalles de la vida de Irene. Nosotras hemos decidido empezar este proceso porque nos parece injusto el trato que le han 147
dado. Yo estoy segura de que la puedo ayudar, no sé qué recuerdos terribles encontremos, pero sé que es la única forma de regresarla a la vida; la amnesia es una forma muy tortuosa de habitar la muerte, se vive allí como en el infierno. La verdad es que pensamos que las personas que pierden la memoria se desconectan del dolor que produjo la crisis, pero no hay tal, es como todo olvido del inconsciente: se mantiene y va taladrando la mente, la vida, las posibilidades de las personas. Irene tiene recuerdos muy dolorosos y, sólo ayudándola a recordar, se podrá recuperar de ello. En las pocas sesiones que llevo con ella, he encontrado información muy deshilvanada, como es de esperarse, pero normalmente uno cuenta con alguien de la familia que le cuenta la historia personal del paciente, y así uno se ayuda para darle pistas importantes que lo conduzcan a los recuerdos. Pero en este caso estoy sola, y necesito alguien que me hable más sobre la infancia y adolescencia de Irene. Hay recuerdos confusos, tejidos, que requieren mayor conocimiento de mi parte, y sus padres no están interesados en ayudarme. —Bueno, doctora, entonces la escucho, hágame las preguntas que necesite. Yo intentaré contestar lo que sepa. Catalina les contó muchas historias de su infancia con Irene. Les habló de su poder de seducción, de las hazañas del colegio, de la certeza que siempre había tenido Irene de ser capaz de transformarse, de transformar el mundo. —Cuando la conocí, era una niña un poco asustada; llegaba por primera vez al salón de clase: estábamos en tercero de primaria. Le pregunté de qué colegio venía y me dijo que de uno muy aburrido, que acá esperaba sentirse mejor. Y ahora que la conozco y les cuento esto a ustedes, me parece obvio que la misma niña atemorizada poco a poco se adueñara del colegio. Los niños del curso, 148
todos enamorados de ella, y no era la monita del curso, ni la del mejor cuerpo, pero los seducía por su altivez, por su desfachatez, por su talante guerrero y amoroso a la vez. Durante la época del colegio, en especial hasta que ella empezó a salir con Daniel, pasábamos todo el tiempo juntas. Los Carmona hasta me llevaban a viajes por Europa y por la costa, y a otros lugares maravillosos con ellos. Irene tenía la familia que ninguno de los demás tenía, y eso nos sorprendía; nos hacía verla con cierta envidia. Imagínense, estábamos en un colegio donde la mayoría de los niños tenían los padres separados; nuestros padres eran revolucionarios, se habían hecho dueños de su cuerpo. Sin embargo, abandonaron la labor de la maternidad y de la paternidad. Y por supuesto nos sentíamos extrañados de tener una compañera de clase que llegaba a casa y encontraba a mamá, y le hacía postres y la llevaba a pasear y la acompañaba toda la tarde. A mí eso me gustaba mucho. Cuando íbamos a su casa por la tarde, yo sentía que recuperaba por unas horas a mi madre mientras ella pasaba la vida trabajando por una revolución que no llegaría. Ahora me ven: tengo una vida descomplicada y estable con mi pareja, pero no nos decidimos a tener hijos. »Siempre me sorprendieron las tristezas de Irene. Las empecé a conocer en uno de nuestros viajes donde vivimos unos días en que Irene se sumió en un silencio terrible. Su madre, María Teresa, estaba nerviosísima, y me hizo un largo interrogatorio sobre Irene en el colegio. Quería saber si ya la habíamos visto así antes, y yo le insistí que nunca. Le costó creerme, y parecía tener miedo de que las personas alrededor nos diéramos cuenta de la tristeza de su hija. Cuando le pregunté a Irene qué le había pasado, unos días después, me dijo que no me preocupara, que a ella le pasaba a veces, que se entraba 149
en sí misma, que se pasaba días y noches recorriéndose por dentro, y yo me pasaría años tratando de entender esas palabras hasta que tuve la edad suficiente para saber que Irene encontraba en sí misma las baterías, el ánimo para construir, después del silencio, las cataratas de vida que sabe producir. Liliana Cubides estaba fascinada escuchando este relato. Le parecía que estaba conociendo a otra Irene, no a la mujer para la que había trabajado por varios meses. Liliana conoció a Irene Carmona cuando recién había llegado de Europa. Y ya era otra persona. Se había aplacado, era muy seria, aunque se le veía algo en los ojos: unos destellos que mostraban marcas de un pasado turbulento, como decían por ahí. Aunque era muy joven, el fin de su esperanza de hacer su vida con Daniel la había transformado. Entonces, cuando Liliana conoció a Irene, era ya una mujer aplomada, decidida, aunque mantenía el mismo deseo de transformar el mundo que todas las personas le habían reconocido desde siempre. Por su parte la doctora Galindo estaba tomando nota de todo lo que decía Catalina. Quería encontrar pistas nuevas para la terapia que debía hacer a más tardar a la mañana siguiente. La última sesión había sido bastante buena, sin mucha información nueva, pero con una fluidez que ahora no podía dejar perder. Le gustaba ver el encanto con que Catalina hablaba de su amiga; hasta llegó a extrañarse de no sentir en Catalina tristeza por Irene, pero se lo explicaba como una forma melancólica de no permitirse sentir la pérdida de la amiga. —Los días con Irene, nuestra infancia, nuestra adolescencia, nuestra época de universitarias y políticas principiantes, los viajes, en fin, cada día con ella era una aventura. No sólo yo viví eso; muchas de nuestras 150
amigas y amigos sabían que estar cerca de esa mujer era vivir al borde de una explosión. El mundo era diferente ante las puertas que ella nos abría: cómo explicarles esto si parece tan absurdo con mis palabras. Tal vez nunca lo entiendan, o tal vez eso ya no será recuperable en ella, pero mire, doctora: si usted me dijera que le va a devolver a Irene esa forma de habitar el mundo, yo haría lo que fuera necesario para ayudarle pero, si la va a regresar a ese lugar tan triste en que la vi en los últimos años, desde su regreso de Europa, mejor que no haga ningún esfuerzo. Bueno, la verdad es que estoy siendo injusta, pero es que a mí me dolió mucho verla sufrir. La pérdida de Daniel (aunque mantenían su amantazgo, lo había perdido) fue un golpe muy duro para Irene, tanto que la cambió, la aterrizó en un mundo al que ella no corresponde, un universo donde desapareció el brillo y la emoción. Cuando llegó María Camila, las cosas cambiaron. Recuerdo mucho la emoción que le produjo esa amistad. Cuando empezaron su relación, por varios meses eran sólo amigas y hablaban de sus amores, de sus deseos. A Irene le empezó a regresar un poco su atractivo, su fascinación; le quería mostrar sus mundos ocultos a esa mujer con quien se identificaba por ser lo contrario de ella, y así fue floreciendo de nuevo. Y Liliana recordó algunos momentos en que la congresista se volvía más animada, en que salía lo más temprano que podía, pero no sabía si era para ver a Daniel o a María Camila. Y claro, cuando empezaron a enamorarse, Irene venía a mi casa y me contaba sin tapujos todo lo que venía sucediendo, y se emocionó y me dejó entender que estaba encontrando un nuevo amor en su vida, y yo la acolité, y la acompañé, y conocí a María Camila. Me pareció rara, distinta, pero supe lo que significaba para Irene y me hizo feliz saberlas felices a ellas, y vi el renacer de mi amiga. Me gustaba salir con 151
ellas, pues las puertas del mundo volvieron a abrirse con la presencia de Irene. Además yo ya no soportaba a Daniel: me parecía un miedoso absurdo. Y como se había vuelto tan distante de todos nosotros, no conocíamos a su esposa, y por eso yo no pude saber lo que de verdad estaba sucediendo hasta que lo vi escrito en los diarios y me di cuenta del drama que debieron haber vivido. Me imaginé esa escena espantosa, el horror de encontrarse con la mirada de Daniel que las veía, y descubrir que lo habían dejado por estar juntas. —Catalina —interrumpió la doctora Galindo—, me gustaría hacerle una pregunta: ¿Hubo alguna separación entre Irene y su madre? Ella habla mucho de eso. —No, doctora, no sé de qué me habla. Ése no era un dolor de Irene: ella siempre estuvo con sus padres. Ya le conté que los otros compañeros y compañeras del colegio sentíamos una cierta envidia con Irene por ser hija de una familia normal —dijo, haciendo un gesto de comillas con las manos —. Las nuestras eran familias de separados, y no es que me parezca mal. Sus beneficios trae eso, pero lo que pasa es que la ausencia de alguno de los padres —o en muchos casos, como nos pasaba a nosotros, de los dos— es tan duro para un niño que en esa época habríamos dado lo que fuera por tener una familia así. Mire, doctora, cómo sería la cosa, que la mamá de Irene nos adoptó a todos. Era allá, en la casa de los magnolios, donde hacíamos las fiestas desde que estábamos en primaria. Ellos han vivido allí toda la vida. Eso le muestra la estabilidad de esa familia, mientras nosotros cambiábamos de casa como de calzones. Allí dormimos todos juntos por primera vez, allá aprendimos a tomar aguardiente. Los viejos de Irene eran conservadores en algunas cosas, pero su cosmopolitismo los había cambiado y les permitía tener esa relación con su 152
hija. No, doctora, no creo que eso haya pasado. María Teresa no dejó a Irene ni para ir a trabajar; lo hacía sólo cuando ella estaba en el colegio. —¿Y cómo explica usted que los padres de Irene no conocieran mucho de su vida, si había tanta confianza? —Mire, doctora, Irene es una mujer zarpada; no le teme a nada, o mejor no le temía a nada. Probaba lo que se le apareciera ante sus ojos y le llamara la atención. Claro, tenía criterio para moverse por su desfachatez. Pero alguna vez descubrió que los padres no pueden saberlo todo, o por lo menos no cuando lo pueden controlar a uno por el dinero. Mire, Irene era transparente con ellos. Un día decidió contarle a su papá que iba a perder la virginidad con Daniel y le preguntó cómo se podían cuidar. El viejo casi muere y le pidió a María Teresa que no la descuidara ni un minuto y que tratara de convencerla de no hacerlo. Pero las decisiones de Irene eran férreas, y entonces acudió a una profesora del colegio, una profe joven que no dijo nada a nadie, y buscó opciones, y ahí, en esa primera mentira, o más bien, en esa primera verdad de la voluntad infranqueable de Irene, empezó su camino al silencio con sus padres y con muchas de las personas que la rodeaban. Liliana le habló a Catalina de la información que Irene estaba guardando y de la importancia de encontrarla, y Catalina dijo que no sabía nada de eso. Le preguntó si ella sabía quién podía estar guardando todos esos documentos, pero Catalina fue reticente y dijo no saber nada. Le explicamos lo importante que era encontrar esa información y que, si sabía algo, les contara. Liliana también le comentó que, en pocos días, tendrían un encuentro con un hermano de Daniel y le preguntó si
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tenía alguna sugerencia para ese encuentro. A Catalina le cambió el rostro y les advirtió: —Me imagino que el encuentro será con Pascual. Tengan mucho cuidado: es un hombre embaucador, un seductor vital, casi tan magnético como la misma Irene. Con estas palabras las despidió. La doctora Galindo no estuvo muy atenta a la descripción de Pascual, pero muy pronto viviría en carne propia los embates feroces de ese hombre de ojos verdes como la albahaca. Salieron y lentamente entraron en las calles angostas, de luces tenues, en el claroscuro de formas que gravitan en el aire de una noche casi imaginaria, en el silencio que se producía en la Candelaria a altas horas de la madrugada. —Buenos días, doctor Bustos, ¿cómo se encuentra usted? —saludó la doctora Galindo muy temprano a la mañana siguiente. Hacía un frío terrible; los alrededores de la clínica estaban cubiertos de neblina. —Buen día, doctora, ¿cómo va su terapia con nuestra paciente? —Muy bien aunque, como usted se imaginará, vamos muy lento. ¿Cuándo es que nos va a acompañar? —Ay, doctora, creo que eso le dificultaría mucho su gestión. Siempre que yo entro en ese cuarto, su paciente se pone como una fiera. La doctora Galindo no lo invitaba con gusto, pero sabía que debía tenerlo de amigo; de lo contrario, la situación podía dificultarse y se quedaría sin poder ver a Irene. Recorrió el lugar, casi sin mirar a las personas que deambulaban por esa muerte lenta de la locura, en esa libertad extraña de no pertenecer al mundo de la cultura forzosa, hasta llegar al cuarto donde, en la misma esquina de siempre, encontró a Irene rumiando su soledad. “¿Cuántas pieles recordará?, ¿cómo nombrarle
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sus aventuras, su vida más íntima?, ¿empezará a recordar por ese camino?”, se preguntó Beatriz. —Doctora —la saludó Irene—, qué bueno verla. Estaba esperando que viniera para decirle que necesito su ayuda. Ayer vi su rostro y todavía no logro saber cómo se llama. Entonces Irene entró en un llanto calmo, lento; tal vez había soñado y, si era así, sería la primera vez en todo ese tiempo, lo cual era una buena señal del inconsciente que se estaba despertando. —¿Cómo era? —preguntó la doctora. —Hermosa; tenía el pelo corto y unos ojos más grandes que los míos. Pero, doctora, yo la veía llorar, y nada podía hacer. —¿La habías visto antes? —Sí, es mi mamá, pero del nombre nada. Es la mamá linda, la que recibía a papá cada vez que llegaba, la que me consentía y me cantaba canciones. Siguieron la terapia. La doctora Galindo cada vez se sentía más confundida con la información que fluía en la mente de Irene. Le contó que había estado con Catalina y que quería verla. Irene bajó la mirada. Se quedó estática, pensando, quizás buscando en sus archivos ese nombre, tal vez ese rostro, tal vez los momentos compartidos con ella. —Catalina no vino a visitarme. Ella no estuvo en mi casa ni conoció a mamá. Ella jugaba conmigo, pero nunca con papá —replicó Irene. La doctora le preguntó por Daniel, y la congresista empezó a contar historias deshilvanadas de hombres y mujeres, de amantes que asustaban a Daniel. “Lo asustaban. él temía por mi cuerpo, temía por mi amor”, repetía sin cesar. Seguía contando escenas asombrosas 155
de amores furtivos, de su prima, del francés, de las españolas, del viejo Rafa, de las playas, de Grecia. Ese día Irene se derramó en prosa: soltaba información como nunca antes. La doctora no sabía si había sido la referencia a Catalina. Tal vez la memoria de su amiga le daba las llaves de su intimidad y le permitió hablar como lo hizo ese día. Dos días después, Liliana le dejó un mensaje en el buzón del celular a la doctora, donde le decía que al día siguiente la esperaba en el Café de Merlín, que tendrían un encuentro importante allí a las siete de la noche. Esa tarde, antes de salir a su encuentro, Beatriz decidió tomar un baño, para relajarse, para estar más preparada para la nueva información que Liliana le tenía. Su marido estaba fuera de la ciudad y no tuvo que explicarle a nadie el motivo de su salida. Además, en los últimos días, salía con frecuencia, lo cual de vez en cuando sucedía, y su esposo sabía que era una necesidad para continuar con las rutinas de la agobiante y deliciosa vida de pareja. Salió en su carro, un poco retrasada, y se dirigió por la circunvalación hacia el Café de Merlín. Mientras estacionaba, sonó el celular. Beatriz contestó sin mirar quién era. Entonces escuchó una voz profunda, gruesa, que le dijo: —Doctora, ya casi no la podemos esperar más, por favor, ¿cuánto tiempo falta para su llegada? —¿Quién habla? Inmediatamente escuchó la voz de Liliana, que le preguntaba: —Doctora, estoy con Pascual, el hermano de Daniel, y necesita irse. ¿Se demora mucho en llegar? —No —contestó la doctora— estoy allá en tres minutos.
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Beatriz Galindo entró al café. Liliana estaba sentada de frente a la puerta y Pascual le daba la espalda. Se acercó. —Buenas noches —saludó la doctora—, discúlpenme la tardanza. —Qué formal es usted, doctora —dijo galante Pascual y se levantó a saludarla. Le extendió la mano y le dijo—: mucho gusto en conocerla; soy Pascual. Espero que pronto no necesite el adjetivo de hermano de Daniel para recordarme. La mirada de Pascual era lo más potente que Beatriz había visto en su vida. Quedó clavada en esos ojos que no olvidaría por muchos días y noches. La conversación fue muy fluida y no duró mucho tiempo. —Qué suerte tuvieron de que yo hubiera contestado el teléfono en casa de mis viejos ese día; allá no se habla de Irene Carmona, es un tabú. Para mi madre, y eso incluye ya al resto de la familia, menos a mí, claro está, Irene es la peor bruja de la historia. Desde que eran niños, no la quería por haber desvirgado a su muchachito, y después porque lo veía sufrir por sus viajes y sus andanzas. Yo siempre le dije a Daniel que no se dejara enredar en eso, que viviera él también, que así también se puede querer a una persona. Además él la adoraba y ella a él, pero los celos son una de las peores torturas para los hombres. —Los seres humanos, dirá —retrucó Liliana Cubides con tono feminista. —Bueno, perdone usted el error tan grave; sí, los seres humanos. Yo creo en todo eso, lo que pasa es que las palabras a veces son más fuertes por la tradición que por los nuevos significados que se le quieren dar. Pero sigamos en lo que estábamos. Yo creo que Daniel no pudo soportar la vida que llevaba Irene, y además tenía 157
más dificultades por la estrecha relación que siempre tuvo con mamá y que Irene había deteriorado, así que terminó entrando en una rumba más pesada de la que nosotros imaginamos. Pero de ahí salió, y se fue a ver a Irene, y nosotros ni idea de que tenía otra novia. Llegó de Madrid y contó, unos días después, que se casaba. Mi mamá casi se muere de rabia pero, cuando supo que no era con Irene, casi muere, pero de dicha. Camila fue recibida en casa como la salvadora, como una libertadora. Y saben que las batallas que libraba mi hermano eran las del amor y del odio. En fin, a él nadie lo encuentra, dicen que se voló del país, pero yo tengo la idea de que está metido en alguna de las ollas de criminalidad de esta ciudad. Si ustedes quieren, lo buscamos. Yo, desde hace varios días, cuando unos amigos dijeron que lo habían visto, pensé en buscarlo, pero me detuvo no saber para qué. ¿Qué vida le espera? Dígame, doctora, usted que sabe de eso, ¿cuál es la peor tortura: dejar que se acabe en sus fantasías basuqueras o regresarlo a este infierno de soledad, especialmente ahora que una de sus mujeres está muerta y la otra, enferma? —Sí, Pascual, tiene razón, yo también me debato en preguntas similares sobre Irene, igual que sus padres y sus amigos, ¿pero no cree usted que es mejor ayudar a esa mujer, que no podemos permitir que la política de este país se siga corrompiendo tanto a costa de la dignidad de las pocas personas que hacen las cosas bien? —Doctora —le advirtió Pascual—, ¿no estará usted siendo un poco ilusa? la corruptela de este país es arquetípica. Eso no lo cambia nadie; bueno, podría llegar, como decía el presi gangoso, a sus justas proporciones. Se rieron mucho, como lo habían hecho a lo largo de la conversación. Pascual tenía a la doctora alucinada, y Liliana también caía un poco en sus redes. Era 158
un hombre delicioso. De palabras precisas, con manos gruesas muy bien movidas, y una capacidad mordaz y aguda de encontrar el lado más brutal a todas las cosas. Terminaron la agradable conversación. Pascual se despidió, grabó en su celular el número de las dos mujeres, pagó la cuenta y se comprometió a ayudarlas. Por su parte Liliana y Beatriz se quedaron en la mesa, conversaron sobre todo lo dicho por Pascual, mas no sobre él, y decidieron los pasos a dar. Tres días después Liliana y la doctora Galindo se encontraron de nuevo. Liliana traía una serie de informes y documentos que Irene había guardado en la oficina sobre el caso de la pauta publicitaria. Doctora, hay una pista importante: un senador, muy cercano a nosotros y nuestro proceso, estaba también investigando sobre este caso. Ya uno de sus asesores se acercó a preguntarme qué información teníamos, pues ellos quieren armar el escándalo. Los documentos daban a conocer el manejo extrañísimo y abrupto de finalización de la pauta publicitaria por medio de los dos grupos económicos, en el mismo momento. Ahí estaban las pruebas, pero todavía faltaba algo más; supongo que son los casetes que Irene tenía para demostrar que había sido un acto deliberado. Esa misma tarde Catalina acompañó a la doctora a una sesión con Irene. Catalina estaba asustada y terminó con la tristeza que una persona tan cercana puede sentir después de haber visto en ese estado a un ser querido, de haberla visto en ese lugar. “No es fácil habitar con los locos, estamos tan desacostumbrados a ellos... Hace siglos que los esconden”, pensó Catalina, mientras cruzaban el sanatorio para llegar hasta Irene. Por su mente pasaron años y años de historia mientras veía a Irene, mustia, sentada en el rincón de una habitación sin poder 159
articular su relato con verdadera precisión. Catalina se acercó a saludarla; le extendió la mano, y ella no respondió. Unos minutos después la llamó: —Ven, amiga, tú no viniste a mi casa, pero sí te conozco. ¿Cómo está Daniel? —le preguntó. Catalina no supo qué hacer, guardó silencio hasta que la doctora Galindo salvó la situación: —Catalina no lo ve hace muchos días, pero sí ha visto a tus padres. —No puede ser, ellos no están más, ¿sabes, Cata? Se fueron, me dejaron, se los llevaron, ya nunca los vi más. ¿Y el colegio? —preguntó Irene. —Bien —le siguió la corriente Catalina—, hace unos días fui por allá. —¿Y qué te dijeron de mamá?, ¿Ve, doctora? Sigo sin recordar el nombre. Son tantas imágenes... veo tantas cosas... A ti no te veo, Cata, pero sí: ya sé quién eres. Catalina salió aterrada. No entendía casi nada de lo que Irene decía. La información sobre su vida era deshilvanada y, lo peor, errónea. La doctora Galindo le contó muchas cosas más. Le habló de los temas políticos. Había algo que le decía que Catalina era la persona que tenía la información que estaban buscando. Y no se equivocaba. Varias horas después, Catalina, conmovida por la visita a Irene, las llamó para decirles que tenía algo para ellas y les entregó los casetes que contenían la prueba principal de que sí había sido deliberada la quiebra de los canales públicos. El asesor más cercano de uno de los cacaos más grandes entró en contradicción con su jefe. “Manejar la información de un país está bien —pensaba el asesor—, pero no acabar con la televisión pública”. Todo esto se lo había dicho a Irene y ella, por su parte, se lo había contado a Catalina. Sería gravísimo llegar al punto en que 160
no quedara ningún camino de disidencia. Los canales públicos, por lo menos, daban un poco de espacio a la diferencia, aunque en buena medida los manejaban también los cacaos por su riqueza. No podía soportar que tomaran esa decisión. Su relación con su jefe venía deteriorándose, y así terminó traicionándolo. Grabó las reuniones entre los dos bandos, y allí quedó la prueba que la congresista necesitaba. Antes de exiliarse, se los entregó con la condición de que los usara sin contar cómo los había encontrado. Pero todo se sabe en el bajo mundo del dinero y de la politiquería, así que terminaron por enterarse de que existían esos casetes y los buscaban por mar y cielo. Por eso habían amenazado a Irene, y el asesor llevaba ya más de dos meses desaparecido allá en su exilio. “Dios mío —pensó la doctora Galindo—, una atea no convencida, y qué vamos a hacer con esta información, dónde la guardamos, cómo cuidarnos de lo que pueda pasar ahora”. Pero estaban limpias: nadie las seguía, pues de lo contrario ya les habrían quitado los casetes, así que decidieron pedirle a Catalina que los siguiera guardando. Ella aceptó, todo por el deseo que tenía de recuperar a su amiga. Beatriz Galindo llegó a su casa exhausta esa noche. Su marido y sus hijos le tenían comida preparada. Como cosa muy extraña, cenaron todos juntos, conversaron de muchas cosas. En fin, pasaron una velada familiar entretenida; su hijo menor tenía novia, y eso era un acontecimiento familiar. Al terminar, se sentó a meditar y trató con todas sus fuerzas de poner su mente en blanco, de alejarse de toda la información que cargaba encima con este caso. Respiró profundo, como en yoga, pero lo único que consiguió (lo que finalmente era ya un gran 161
logro) fue llenar su mente con la imagen avasalladora de los ojos de Pascual Soler. Estuvo varios días haciendo una y otra sesión de terapia con Irene, retomó algunas de sus consultas y dedicó el resto del tiempo a leer sobre amnesia. Cada vez estaba más segura de que la información que brotaba de la memoria de Irene era vívida. El proceso avanzaba bien, y no descartaba la posibilidad de que, en su primera infancia, antes de haber llegado al colegio donde se conocería con Catalina, habría habido alguna situación límite con sus padres. Claro que Catalina insistía en que Irene no había conocido a ninguna de sus dos abuelas. En eso podía estar confundida, pero algo de cierto debía tener toda esa información. Había fluidez en la memoria de Irene, y debía encontrar respuestas a varios de los interrogantes que tenía. Era claro que sólo los padres podían aclarar todo esto, pero ¿cómo buscarlos?, ¿a cuál de los dos?, ¿cómo habría seguido de salud don Gerardo?, ¿cómo estaría la mamá?, ¿debía regresar a la casa de los magnolios?, ¿qué hacer? En reunión con Liliana, estuvo evaluando todas las hipótesis. Le explicó, en términos poco técnicos, lo que estaba sucediendo con Irene y la necesidad de hablar con alguno de sus padres. —Vea, doctora —explicó Liliana—, creo que deberíamos acudir al padre. Puede que lo que haya dicho la madre no sea tan cierto. Además acuérdese de que Catalina nos dijo que los había visto y que estaban bien. Busquemos al papá; tal vez nos reciba y esté dispuesto a ayudarnos. —Ése fue el acuerdo. Liliana se comprometió a llamar para pedir una cita y le avisaría a la doctora cuando la obtuviera. Beatriz Galindo estaba viviendo los más altos niveles de adrenalina que había soportado en toda su vida. 162
Haber encontrado las pruebas que estaban buscando y saber que por tener esos casetes estaba en un gran peligro, sumado a la alegría que sentía por la forma en que Irene estaba respondiendo a la terapia, la hacía sentir en medio de las turbulencias más grandes. Vivía como en el cine, y su propio ser, el yo tan trabajado de nuestra doctorcita se revolcaba entre la emoción y los nervios. Y para completar el cuadro, Pascual Soler la llamó para pedirle una cita. Quería ir a verla a su consultorio, quería un encuentro con ella. Su voz le había estremecido cada parte de su cuerpo. Accedió a darle la cita para el día siguiente: era la condición que él imponía para seguir ayudándolas. Pascual entró en el consultorio de la doctora Galindo. Se sentó en una de las dos sillas, donde ella le insinuó que se sentara. Se mantuvo por varios minutos en silencio, mirándola a los ojos, impregnando, con su aroma y con su mirada fulminante, ese espacio de la vida diaria de la doctora Galindo. Cuando por fin habló, ella ya estaba a punto de echársele encima, de comérselo a besos, pero se contuvo, por supuesto, y le escuchó su discurso. —Mire, doctora, estoy acá, no porque necesite su ayuda profesional. Creo que ando en un buen momento y tengo medio claras mis propias películas. Y aquí me tiene porque en los últimos días no he podido dejar de pensar en usted. Tengo el olor de su pelo en mi mente, vivo prendido de un recuerdo suyo, entonces, quería preguntarle qué debo hacer, cómo sobrevivir a estas ganas que tengo de apretarla. —La doctora Galindo pasó por muchas emociones en pocos segundos, buscando alguna que le permitiera responder con claridad y calma, y terminó apelando a la profesión como escudo contra el temblor de tierra que estaba sintiendo.
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—Pascual —dijo—, éste es mi consultorio y acá soy una profesional. Discúlpeme la reacción, pero me molesta que usted se quiera burlar de mí. Si usted no quiere ayudarnos, pues bien, buscaremos a su hermano nosotras solas, pero no me haga esto. —Entonces Pascual se levantó, tomó su mochila y, sin musitar palabra, salió de su consultorio. Pocos segundos después, se escuchó el sonido del portón de la calle. Ella, por su parte, abrumada por su reacción, se reacomodó en el sillón y vio salir a ese muchacho que podía tener quince años menos que ella, y se lamentó por la idea de que no lo vería más, por el vacío inusitado de no poder sentir nunca más esa violenta y excitante agitación.
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8 El mundo de Juana era un caudal de sueños realizados, una fantasía de bienaventuranzas. Había llegado por fin a la universidad. La libertad, el pensamiento y la vida los veía como un absoluto de posibilidades. Bueno, eso pensaba ella y el resto de lunáticos revolucionarios que fueron cruzando caminos por esos años aciagos en que cambiar de raíz esta nación era el mayor de los sueños. Años de lucha, clandestinidad, sexo, libertad vital y ataduras políticas. Tiempos de ilusiones que llevarían a la muerte a muchos hombres y mujeres. Juana estaba feliz. Todo la deslumbraba; “Ahora sí que la vida venga —pensaba—, ahora sí que vengan los cambios”. Sólo importaba que la dicha la desbordaba, sólo interesaba que cada segundo de sus días se veía colmado de nuevos descubrimientos. En casa de la familia Vélez, la entrada de Juana a la universidad era también un acontecimiento. Este hecho tenía, para cada miembro de la familia, un significado diferente. Para don Juan, era el momento en que su descendencia empezaba el camino hacia el poder que otorgaba el conocimiento, y todavía no cuestionaba, como lo haría años después, el que fuera una mujer, su hija mayor, la que incursionara en el mundo político y transformador de la universidad del Estado. Doña Cecilia, por su parte, sentía gran orgullo de ver a una de sus hijas, una mujer, salir de casa, empezar esa colonización del mundo de afuera que ella había decidido vetar para sí, aun cuando había tenido otras posibilidades. El viejo anarquista, don Libardo, había estado dispuesto a apoyarla en cualquier proyecto, a sabiendas de que ya en la capital algunas mujeres empezaban a ir a las universidades, lo cual en provincia sería mucho más 165
demorado. Sin embargo, Doña Cecilia creía que ella era un eslabón más de un proceso que sus hijas continuarían. Pensaba en un camino a la libertad, a la igualdad, a las oportunidades, camino que para ella significaba aun sacrificios y limitaciones. Las ideas libertarias de Doña Cecilia, en las que el propio Juan Vélez se había nutrido siempre, eran, sin que la misma Juana pudiera ser consciente de ello, el motor de sus determinaciones, la fuerza que la impulsaría a cumplir con todos sus retos. Su hermana sabía que no estudiaría en un lugar así: a ella le interesaba el mundo de élite. Los hermanos menores estaban alucinados con las posibilidades de la vida que Juana iniciaba y que ellos esperaban también alcanzar. Ahí estaba Juana, pasando los días en el agitado mundo de los estudiantes, en ese encuentro constante con el conocimiento: el conocimiento de la institución, los maestros de psicología, ese sujeto que se perdía a sí mismo, identidades que empezaban a fragmentarse, verdades puestas entre comillas, nuevas formas de conocer, mapas mentales que deshacían las seguridades que Occidente, con sangre y fuego, había construido. Un encuentro también con los sueños libertarios que se evidenciaban en las largas conversaciones allá en el Freud, en ese alucinamiento de escuchar a otros seres que soñaban también con un mundo mejor, con la libertad, con la división de los recursos, con devolver la tierra a sus verdaderos dueños. Los hombres de su época la enamoraron, como la enamoró la libertad sexual y las muchas aventuras que iría encontrando en su camino. Los veía llegar, con sus largas cabelleras, sus ojos alevosos y esas largas ruanas que marcaban su determinada visión retadora del mundo. Al principio sentía un poco de vergüenza pues, por 166
lanzada que fuera, la intimidaban sus palabras largas, sonoras, extrañas, el conocimiento que ostentaban con seguridad, y casi le parecía imposible que un día ella fuera a hablar de la misma forma. Claro que el camino de las mujeres era aún lento; faltaba mucha historia para que las señoritas pudieran hablar un poco más duro. Ellas, la misma Juana, eran también otro eslabón, y lo más sorprendente: en ese mundo de hombres aguerridos que dieron la vida por la revolución, la gran revolución que se estaba fraguando en esas luchas por la igualdad, y que daría algunos frutos a largo plazo, era la feminista. Juana se sentaba horas a escuchar, y así se fueron fraguando las preguntas y, poco a poco, en círculos más pequeños, daba sus versiones y cuestionaba las políticas que en su propia casa se ideaban. El mundo político de su padre había caído en la peor de las negligencias. Los ideales de lucha por la igualdad y por el mejoramiento de los pobres, como ella había escuchado tanto en su infancia, se habían convertido en un sistema de exclusiones cada vez más sofisticadas, en las que su propio padre era una pieza necesaria y alienada, como para hablar en términos de la época. ¿Culpable o víctima? Ella no sabía la respuesta, pero sabía que su padre era parte de un sistema político que ellos denigraban por lucrar con el pueblo, por mirar el futuro del país como un proyecto familiar o financiero. Así fue empezando a hablar, y sus amigos y amigas supieron que le interesaba la política, y la fueron cooptando, hasta que terminó asistiendo a reuniones clandestinas de estudiantes que apoyaban las causas comunistas de la guerrilla. Fueron años de agitación. En todo el mundo florecían sueños de libertad. Era una juventud que, más que cualquier otra de la historia, estaba asomándose a la 167
barbarie que nuestra mal nombrada civilización estaba desplegando. Era una cadena innumerable de oprobios contra la humanidad, una larga lista de intereses mezquinos e individuales; el poder del dinero y el pensamiento desbordados en contra de la humanidad misma. Habíamos sido capaces de crear los medios para acabar con la obra de ese Dios abandónico que nos había dejado en manos de la modernidad, el proyecto más atroz de nuestra historia. Eran jóvenes que creyeron, por poco tiempo, en el amor, en el cambio, en la posibilidad de retomar el camino de la vida, y que cayeron pronto en la desilusión de un capitalismo que desdoblaba sus garras para avasallar las ideas y los sueños. Jóvenes soñadores en muchas latitudes del mundo que pedían un futuro mejor: París, México, Argentina, Estados Unidos. Largas manifestaciones y mucha sangre juvenil derramada mientras ellos llenaban de flores los fusiles pidiendo paz, fraternidad, libertad, igualdad. Clara Vélez, la hermana que la seguía, tenía claro, como su nombre bien lo decía, su destino, aunque se deleitaba acompañando a Juana en las novedosas aventuras universitarias. Al principio, mientras Clarita seguía en el colegio, esos lances la hacían sentir grande, poderosa, pero tenía claro que ella estudiaría en una universidad de élite, para hacerse una mujer de bien, y poder casarse con un hombre que la mereciera, porque la vida de doña Cecilia habría de producir paradigmas opuestos de feminidad. Sin embargo, Clara mantenía sus planes en silencio; no le decía nada a Juana para no molestarla. Por su parte Juana, que amaba a Clara, sentía placer de estar abriendo sus ojos a una vida nueva. Albergaba la esperanza de que un día su hermana desistiera de sus planes burgueses y se uniera a la causa libertaria, de
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la que, en sus primeros dos semestres de estudios, ya empezaba a participar. La alucinación era total. El tiempo pasaba como una barahúnda; la vida se revolcaba y Juana no se privaba de nada. Primero fue la política, lo primero en la vida de esta niña provinciana. La universidad estaba llena de insignias en las paredes, un mundo ideológico que se desplegaba a lo largo de las blancas paredes y que iba marcando el futuro de una generación. Empezó a asistir a reuniones secretas, donde la algarabía de la revolución les llenaba las venas de impulso, y su destino se fue fraguando hasta el día fatal en que por esos mismos ideales encontraría la muerte entre las losas importadas del Palacio de Justicia. Luego fueron llegando las aventuras psíquicas, los alucinógenos, la marimba, el yagé, largas tardes y noches de alucinación en las que Juana se perdió, buscando las raíces de ese ser complejo que se ocultaba en la profundidad de su alma. Su hermana Clara nunca estuvo dispuesta a probar esos viajes demenciales por los intríngulis de la mente y la memoria, esa memoria ancestral que se manifestaba en los recorridos internos de Juana. Por el contrario, sus hermanos, aún muy menores, encontraron en el barrio, entre las casas de tejados altos y parques, el caldo de cultivo para desperdigar sus mentes en las más insospechadas elucubraciones. Los dos probaron muchas de las drogas que pasaron por el barrio, pero sólo uno, Tomás, cayó abatido entre los albores de esa adolescencia del rock y de la marimba. Llegó a extremos tan tortuosos para Don Juan y Doña Cecilia y para toda la familia que la misma Juana dejó de consumir otras drogas, y continuó fumando su cachito de marihuana de vez en cuando, pues a una planta tan medicinal no se le hacía el feo, decía.
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Tomás era el menor de sus hermanos, un travieso muchachito que le sacaba canas a sus padres. Empezó con la marihuana, como todos los demás, inclusive su hermano mayor, pero sus ansias de aventurarse en las múltiples sensaciones que albergaba su cerebro, con ayuda de una que otra droga, lo llevó al límite. Se escapaba de la casa para consumir hongos, ácidos, y terminó protagonizando escenas muy dolorosas para toda la familia, mientras salía a la otra orilla de sus frenéticos viajes interiores. Un mañana, mientras todos se preparaban para salir de casa, unos al colegio, otros a la universidad y otros a trabajar, lo encontraron en la sala de la casa, montado en uno de los asientos, bañándose imaginariamente. Cuando los vio llegar, las palabras que estaba pronunciando desde hacía horas en esa labor de limpieza a la que lo llevaban sus propios fantasmas subieron de tono. Gritos feroces salían de sus labios, denigrando a cada uno de los miembros de la familia que lentamente se iban acercando aterrorizados, a ver el estado de perdición, como lo llamaba don Juan Vélez , en que se encontraba Tomás. “Eso es culpa de este monstruo de ciudad”, repetía sin cesar la abuela, que seguía quejándose de haberse venido del pueblo. Juana lo adoraba pues era más intrépido y lanzado que ella misma, y eso ya era mucho decir. Fue siempre su hermanito menor pero, cuando ya se había convertido en un hombre, todo un universitario y había superado las crisis infames que pueden llegar a producir los alucinógenos y los ácidos, se hicieron amigos también. Con él habló todos los temas de la revolución; a él fue a quien tuvo siempre de compañero en sus búsquedas, fue el contacto que la mantendría atada a la familia. Después de la Revolución Cubana, que era la panacea de la izquierda latinoamericana, había llegado 170
un nuevo momento paradigmático en la lucha a la que pertenecía Juana. En Chile, por vías democráticas, Salvador Allende había llegado al poder; era posible lograrlo por vías pacíficas, se repetían incansables. El júbilo fue inmenso, y los planes también. Soñaron que pronto ganarían unas elecciones, que llegarían a cambiar este país, y esta vez por las buenas, como en Chile. Uno que otro de los revolucionarios con los que Juana exacerbaba sus sentimientos patrióticos y libertarios seguía dudando de la vía armada, mientras que muchos otros tenían la certeza de que era el único camino para derrotar a la oligarquía colombiana. Cómo saber quién tenía la razón. La historia se encargaría en muy pocos años, con el atroz asesinato de Allende en la Casa de la Moneda, de demostrarles que por las buenas no se puede expropiar a quienes lo han tenido todo, que su poderío es más grande que la bondad y la inteligencia social, que el bienestar y el progreso eran sólo un ideal demagógico de la modernidad, ese proyecto elitista y perverso que contenía y diluía las transformaciones sociales de la época. Sin embargo, los años del júbilo chileno, el apogeo cubano, y otros movimientos en el resto del continente traían gran alboroto a los revolucionarios colombianos. Juana empezó a colaborar en un periódico de denuncia social que imprimían clandestinamente para repartir en zonas marginales. Hacían el trabajo de edición y, a continuación, en algunos lugares donde la gente no sabía ni leer, debían hacer jornadas de lectura pública, pero secreta. En ese entonces empezó Juana a conocer la deliciosa sensación de la adrenalina. Salía de casa los domingos, con el pretexto de hacer ejercicio, y viajaban largos trayectos hasta zonas marginales, donde eran recibidos por compañeros conocedores del sitio; hacían 171
largas jornadas de reflexión sobre la situación del país, la pobreza, los cambios necesarios para redistribuir las riquezas que tanto les estaban robando. Una mañana la recogieron en un carro, un Renault 6 verde, muy bien cuidado, que iba conduciendo un hombre hermoso, al que ella reconoció de inmediato. Era un profesor de derecho de la universidad, de quien muchas estudiantes jóvenes estaban enamoradas. Tenía un rostro penetrante; ojos verdes oliva, profundos, un perfil muy delineado, con una pequeña cicatriz en la punta de la nariz que la acentuaba respingándola. Sus labios eran perfectos, como de película. Lástima que en las películas sólo muestren los labios de las mujeres, porque éstos habrían hecho historia; sin embargo, estaban ocultos tras una barba poblada. Caía sobre sus hombros un pelo caoba, liso, con delicadas ondulaciones. Era un rostro precioso, con unas facciones que le daban un parecido asombroso con esa imagen pulida de Jesucristo. Juana sintió temor de ver tanta belleza, de tenerlo tan cerca, pues ya había soltado más de un suspiro al verlo pasar con sus libros bajo el brazo; hasta había bromeado con la posibilidad de cambiarse de carrera sólo para encontrárselo un día. Y ahí estaba, en un auto conducido por ese hombre rumbo a los confines de la ciudad. Al subir al coche, Juana saludó con rapidez a todos sus acompañantes, mientras la única persona conocida le dijo: “Te presento a Mercedes —quien iba a su lado—, a Jerónimo —iba adelante— y a Martín —el conductor, quien levantó la mirada y por el retrovisor le atravesó el alma—”. Juana no podía musitar palabra. Ese hombre tenía la energía más fuerte que hubiese conocido y ya no sabía cómo se recuperaría de su cercanía. Sin embargo, no tendría que recuperarse. Martín Urbano, un joven abogado, hijo de un republicano español, había 172
encontrado en los ojos de Juana una luz superior a todas las que había siquiera imaginado, y no dejaría de quererla ni un solo día en el resto de su corta existencia. Las labores de ese día transcurrieron dentro de la normalidad. Juana pasó parte del tiempo conversando con Martín Urbano, quien se decidió a buscarla cuando en un descanso la vio sentada sola, en un rincón del salón, tomando un café, pensativa, como lejana. Era el amor, que aunque ellos no lo sabían, los estaba rondando. Sí, azaroso y certero, el amor los estaba uniendo en un proyecto de vida que los vincularía por siempre. Fue un enamoramiento intenso. Desde la primera noche de ese domingo en que se conocieron, empezaron las largas conversaciones telefónicas. Juana se encerraba en el estudio, y así sucedían las largas jornadas de lectura de poesía. Entonces, ese mundo español de Martín comenzó a crecer entre ellos dos: “La noche no quiere venir para que tú no vengas, ni yo pueda ir”. Leía ella, abrumada por la seducción, por no poder entender lo que estaba sintiendo. “Pero yo iré entregando a los sapos mi mordido clavel. Pero tú vendrás por las turbias cloacas de la oscuridad”. Y entonces el cuerpo se iba abriendo; Juana sabía que ese hombre despoblaría de otros cuerpos el suyo, que lo andaría con la firmeza con que ella quisiera, que sus manos serían campos de vuelo para esos senos firmes y 173
ansiosos. En la vida de Juana ya había habido otros hombres, otros encuentros, de esos que el afán adolescente de su época deshizo de amores. Encuentros furtivos con amigos de la revolución. Pero esto era distinto, y quién le creería eso, cómo podría explicar que ella sabía que era diferente; era un sentimiento incomparable el que cobijaba sus células en las palabras ondeantes, sonoras, perturbadoras que Martín le iba diciendo: “Nadie comprendía el perfume de la oscura magnolia de tu vientre. Nadie sabía que martirizabas un colibrí de amor entre los dientes. Mil caballitos persas se dormían en la plaza con luna de tu frente, mientras que yo enlazaba cuatro noches tu cintura, enemiga de la nieve”. Martín, por su parte, no era un hombre enamoradizo como la mayoría de sus compañeros de lucha, ni tampoco lo deleitaban los devaneos sexuales de su generación. Sabía que la liberación sexual era un punto determinante en la revolución, que daba espacios para que hombres y mujeres vivieran vidas más tranquilas y felices, pero gustaba del amor para su sexualidad. Así, como un suceso muy raro en su época, pasaron varios días antes de que sus diálogos, las largas caminatas conversadas, las noches de humo, música y baile con Juana terminaran en la cama. Construyeron un vínculo más fuerte que la vida y la muerte juntas. En pocos meses su amor era ya infalible y su determinación de cambiar el mundo juntos llegaba a proporciones inexplicables. Hacer el amor con Martín, pensaba Juana, era una traición a la revolución, pues en cada caricia suya, Juana 174
comprobaba con una fuerza inusitada la existencia de Dios. El cuerpo se expandía, eran pieles de esas que se pegan, que no se pueden vivir más sin el otro, y sin embargo, su amor era tan firme que no había angustia. Vivían en la plenitud de haber encontrado los ojos más amables en que mirarse; eran para el otro la certeza de la vida, del sentido de continuar en este mundo injusto y equivocado. Entonces Juana desplegó al máximo sus alas. Desde su entrada a la universidad, su crecimiento no se detenía; ahora estallaba en miles de pedazos de felicidad. Sin embargo, las relaciones en su casa empezaron a dificultarse. Un día Don Juan Vélez fue a recoger a su hija a la universidad, y se encontró con el mundo del libertinaje ante sus ojos. En medio de su rabia y de su miedo, decidió que Juana cambiaría de universidad, que ése no era el mundo en que una hija suya debía moverse. Juana, con el carácter que había heredado de su madre, le dijo que antes muerta que irse de su universidad. Después empezaron las discusiones sobre temas políticos que enturbiaron el ambiente familiar. Juana tenía ya posiciones encontradas con su padre; difamaba al Frente Nacional y a las políticas que empobrecían cada día más al pueblo: “¿De qué liberalismo viene usted, papá?, de un liberalismo conservador, retrógrado, justiciero, que sólo se interesa en el bienestar de quienes más tienen. ¿De qué igualdad nos habló usted en nuestra infancia, si ahora trabaja para el poder y no es capaz de contradecirlo?, ¿qué luchas son las suyas, si vive bien, honorable congresista, y se le olvidó de dónde viene?”. Y entonces empezaban las peleas. Don Juan acusaba a Doña Cecilia de meterle esas ideas a Juana en la cabeza, y la situación se complicaba más cuando Tomás, un culicagadito como ése, se unía a las protestas de su hermana mayor. “Qué 175
futuro tendrán esos muchachos con esas ideas revolucionarias”, repetía el viejo Juan sin cesar. Doña Cecilia zanjó las discusiones una noche en que se le colmó la copa: “Frente a todos tus hijos quiero decirte, acá estoy Juan, han pasado muchos años y sigo creyendo en mi vida a tu lado. Creo que nada podrá separarme de ti, menos la muerte, pero recuerda muy bien que desde el primer día que nos conocimos te lo dije: tú no estabas a la altura de los cambios que proponías y, si nuestros hijos son quienes logren esos cambios, pues podrás darte por bien servido, habrán llevado tu bandera tan lejos como tú no quisiste llevarla. Y ustedes, jóvenes, tengan claro que un país no lo cambia un hombre, mucho les he repetido eso, ni una mujer tampoco, eso es más lento y complejo de lo que los discursos nos permiten ver. Algún día verán que de los errores y aciertos de su padre aprendieron la firmeza, el compromiso con el país, y el decoro que seguramente los caracterizará”. Ese día Juana entendió el mensaje de su madre. Su camino revolucionario era aprobado por ella. Para don Juan, fue claro que la fuerza de su mujer, la misma que él había alimentado con orgullo siempre, era más grande que su propia vida, que el destino de sus hijos, y el suyo estaba echado, y comenzó su camino a la nostalgia por haber equivocado la lucha. Sin embargo, su soberbia empezó a crecer, y sería ese sentimiento el que decidiría un día el rumbo de esa familia, que hasta ese momento podía considerarse una familia feliz. Clara tuvo mucho miedo de las relaciones de su hermana con el profesor de Derecho ese, con ideas tan raras, y sobre todo, de ese hombre que lo que quería era aprovecharse de ella, y ya. Juana nunca le había contado a su hermana que no era virgen. Sabía que para ella eso 176
era un escándalo, y por eso Clara pensaba que Juana haría el amor por primera vez en su vida con Martín. Juana conocía el tamaño de su amor por Martín y el amor que él le profesaba, pero Clara insistía tanto con ese discurso retrógrado de la abuela que llegó a sentir temor, hasta el día en que Martín la llevó a casa de sus padres y la presentó como su novia. Clara insistía que eso no era un motivo fuerte, que era para hacerle creer cuentos, pero que la iba a dejar sola, y quién sabe si hasta embarazada. Pero Juana, con su férrea ilusión de querer a ese hombre sin cesar, de cambiar este país a su lado, no hizo más caso a las calumnias de su hermana. La llegada de Martín a la familia Vélez fue tensa y amable. Don Juan se dejó descrestar por la pinta española de su yerno y doña Cecilia, por el amor que le tenía a su hija pues, a los ojos de su madre, ese amor fue cristalino. Ella supo, desde que lo había visto entrar en la cocina de su casa, que ese hombre iba a querer a su hija bien, sin ataduras castrantes, con la libertad que ella seguro exigiría. Sin embargo, ese vínculo familiar no fue del todo tranquilo. La edad de Martín asustaba a don Juan: era cerca de ocho años mayor que Juana. Esperaba que pronto tomara la decisión de casarse con ella, a lo que la misma Juana se negaba, pues estaba dispuesta a vivir muchas cosas más antes de casarse. Sin embargo, los primeros meses del noviazgo de Juana y Martín transcurrieron sin mayores contratiempos. Eran una pareja calmada, y las turbulencias que entre ellos se movían, las de la revolución, eran ocultas para la familia Vélez . La agitación política crecía en el país. El fraude electoral del 70 determinó el rumbo de la revolución. En Colombia había que acudir a las armas para lograr su cometido y, para ello, muchos de los compañeros de 177
lucha de Juana y de Martín se fueron a la guerrilla. Unos, al ELN y otros, a las FARC. No les importaba perder la vida; pensaban que ése era el precio justo para que este país cambiara por fin su rumbo oligárquico y excluyente. Martín y Juana estaban decididos a seguir los pasos de sus amigos; empezaron a hacer los contactos necesarios para subir al monte y, cuando todo estuvo listo, el viejo Antonio Urbano, un revolucionario empedernido, les hizo cambiar sus planes. El viejo Antonio Urbano había llegado a Colombia, exiliado, en los inicios de la dictadura de Franco, enamorado perdidamente de una colombiana que había conocido en San Juan de Puerto Rico, primer puerto de su exilio. Antonio llegó a San Juan por la misma época en que muchos intelectuales españoles se radicaron en la isla. Se conocieron en la playa frente al contemplado de Pedro Salinas. Inés Barrero era hija de un profesor universitario colombiano, un hombre de ciencia, apolítico, que soñaba con un mundo de desarrollo y de justicia. Este hombre de ciencia viajaba con frecuencia a San Juan a dar conferencias y seminarios, y en algunas ocasiones iba acompañado por su familia. Así, una tarde de brisas caribeñas, un selecto grupo de intelectuales latinoamericanos se reunieron a comer lechón en una playa del norte de la isla. Allí, por esas casualidades inexplicables de la vida, encontró Antonio Urbano al amor de su vida. Inés llegó con su familia, y fue presentada a todos los jóvenes de la reunión por la anfitriona de la fiesta. Era una mujer de baja estatura, pequeña como un perfume fino, con los rasgos más andaluces que Antonio había visto en su vida. El pelo negro recogido, ojos profundos, rodeados por unas cejas imponentes, y esa lejanía de andar de las andaluzas. Sólo faltaba que la ilusoria belleza matemática de la Alhambra se 178
posara en su paisaje. Pasaron varios días de encuentros constantes, hasta que Inés anunció su partida. Entonces se cartearon por varios meses, y Antonio le rogó que se casara con él y se viniera a vivir a San Juan. Sin embargo, Inés era una mujer de arraigo que tenía claro que nunca dejaría su ciudad, y le dijo que, sólo si él venía a vivir a Bogotá, se casarían. Antonio, que sabía que a muchos de sus amigos intelectuales, incluido Salinas, el Gobierno colombiano les había negado la entrada al país, sintió desfallecer ante el temor de que esa conservadora nación le negara la entrada. Sin embargo, se casaron por poder, y así logró la residencia para vivir en ese extraño país donde pasaría varias décadas de su vida. En casa de los Urbano, los temas de la revolución eran habituales; eran parte de la vida cotidiana de la familia. El viejo había dedicado su vida a cualificar los discursos revolucionarios en el país; era un ideólogo magistral, y tenía razones de peso para dudar mucho de las posibilidades reales de la revolución colombiana. El viejo Antonio Urbano generaba una confianza inusitada, al punto que no había ningún plan que Martín y la misma Juana dejaran de contarle. Por esos días se enteró de que los tortolitos estaban planeando viajar al monte y unirse a la guerrilla. Como era de esperarse, sintió orgullo de que su hijo mayor estuviera tan comprometido con la revolución y, sin embargo, algo le decía que, en este país de las bananeras, la chicha y los discursos ventejulieros, la vida de estos jóvenes se perdería en el vacío. Y, aunque estaba en lo cierto, faltaban aún muchos años para que su corazonada se convirtiera en una realidad implacable. Sin embargo, la idea de que Juana saliera con Martín al monte le pareció descabellada, no por su condición de mujer, como ella misma había llegado a pensar al principio, sino porque le parecía un despropósito que los dos 179
arriesgaran su vida tan rápido, y sobre todo porque no le encontraba sentido a generar semejante ruptura con la familia de Juana cuando apenas iban a probar suerte por allá. En un principio Juana se molestó y mantuvo la idea de irse pero, con los días, mientras seguían haciendo planes para la huida, Martín empezó a convencerla de esperar unos pocos meses, de tomarse un poco de tiempo antes de tomar una decisión tan definitiva con su familia. Juana terminó aceptando, sin imaginarse que la decisión implacable ya había sido tomada y que no había marcha atrás: estaba condenada a distanciarse de su familia pronto, y tal vez para siempre. Sin embargo, Martín Urbano se fue al monte pocos días después. Iba pleno de ilusiones y de amor, sin saber que desde ese otro lado la muerte acecha, que se encontraría con un mundo vertical, militar, atropellante, tan injusto y absurdo como el mundo que querían cambiar. Resignada y triste, Juana se quedó a la espera, contando los días para que su amado le diera la señal precisa para partir en su búsqueda y unirse a la revolución.
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9 Sileeeeeencioooooooo… no hables más... no dejes que las voces sigan contando tu silencio. No dejes que el cuerpo se expanda tanto que el yo se desvanezca. No, no calles que te ahogas, que se amontonan las palabras en tus poros y vuelves a mirar sin rumbo, a vivir sin territorio, a olvidarte de ser, acá, en este planeta de soledades. “Silencio”, dice y yo no puedo mirar más, no sé dónde estoy, ni sé qué más decir, no la conozco, no la conozco, no sé quién es. Son las palabras que retumban. Y la miraba y sabía quién era, claro, yo llevaba ya meses viviendo en su cuerpo. Cómo no voy a conocerla. Es Cata, mi amiga. Aunque a veces no la encuentro, es esta memoria mía que devanea con el vacío, con el sinsentido de estar en el mundo. Porque así me siento a veces, como que uno no tiene por qué estar acá, para qué, para ahondar en las debilidades humanas, para dejarse perder por las pasiones insignificantes y maravillosas de los seres vivos. Cata, la compañera de tareas, de juegos, de aventuras. Cómo explicarle, es que uno, en esta vida de la prisa y de la exacerbación de los sentidos, tiene que vivirlo todo, o casi todo, y Cata ha sido mi acompañante, mi polo a tierra. Siempre venía a casa, se quedaba con nosotros; a ella le encantaba mi mamá, mi papá, esa vida nuestra, porque Cata vivía con su madre, pero sin su madre; la dejaba noches enteras solita en el apartamento mientras dizque la vieja andaba queriendo cambiar el mundo, de clandestina por ahí, labrando futuros que va uno a ver y no eran posibles. Es que este país... sólo silencio queda, sólo incertidumbre, pero la pobre Cata llegaba al colegio, vestidita sola, sin haber desayunado; yo le preguntaba qué te pasa y ella que dormí sola y yo que 181
si no te da miedo, y ella pues no, qué más puedo hacer. Pero a mí me gustaba algo de su mamá. La veía valiente, y eso que yo a esas alturas no sabía que era de izquierda, aunque sí nos encontrábamos para ir a las marchas del 1 de Mayo, y yo toda contenta, arengando, pero a Cata le dolía la soledad, aunque también la hacía fuerte. Ella se salvó, no como otros de nuestros amigos que de tanto estar solos se fueron perdiendo en las drogas, el alcohol y la rumba. Cata no: ella era tranquila, y se pasaba el tiempo conmigo; yo era más loca y a ella le encantaba secundarme. Cuando cumplimos quince años, decidimos que eran dos semanas de rumba, una para mi cumpleaños y otra para el de ella. Con su mamá la cosa era fácil, pero con los míos fue bastante difícil. Entonces, que tenemos que estudiar donde tal y que tenemos reunión del grupo de música y etcétera, hasta que nos dejaban salir y nos íbamos y fueron las primeras borracheras. Claro, las drogas todavía no llegaban pero muy pronto sí, porque nos fuimos de viaje juntas a Cartagena y allá estaban 1as primas y otros amigos y terminamos todos trabaditos, delicioso, andando por ahí, y la Cata toda consciente de la vida y yo perdida, me hundía en la alucinación de la bareta y me dejaba ir y mi mente se rebotaba y los pensamientos trastocados y yo no entendía nada de lo que veía y la música sonorísima y la rumba buena y llegar a casa del tío, con ese hedor a todo y nosotras, escondiéndonos para que no nos vieran. Por suerte dormíamos en un cuarto lejos de los demás que, porque estábamos muy ruidosas y como no había hombres, pues no les preocupaba lo que pasara por ahí. Y la Cata me ayudaba para verme con Daniel. Se iba conmigo a su casa, para que mis papás no se alborotaran, que íbamos a estudiar y ella se iba a caminar mientras nosotros nos revolvíamos entre las cobijas de cualquier cama o los cojines de cualquier sofá. 182
Se nos llenaba el alma de contento, todavía inocentes, jugando a la refriega, aunque yo ya sabía más: ya había hecho el amor muchas veces antes, pero es que, a los dieciséis, y ante ese amor, volví a ser virgen. Pero después ya no lo quería: Cata empezó a odiar a Daniel —ahora de viejos— porque ella veía que yo sufría mucho. Es que eso de Daniel de casarse y seguirme prometiendo esta vida y la otra a mí me destrozaba. Yo quería ser la de allá, la que lo tenía cuando yo no lo tenía, y Cata se moría de rabia de que él jugara conmigo y que yo se lo permitiera. Y se puso contenta cuando supo que me estaba enamorando de otra persona. Sí, no se le hizo raro que fuera una mujer; ella sabía que yo siempre había coqueteado con mujeres, que me gustaba su sexo, sus caricias, y me acompañó otra vez en mi enamoramiento y me escuchaba las historias de ese encuentro potente y mágico con Camila. Yo regresé a mis cabales, me sentí viva, tanto que le pude bajar el tono a la política y me di tiempo para el amor, y Cata feliz. Y más cuando le dije que ya no veía a Daniel y se preguntaba qué hacía el loco ese sin mí, porque ella siempre dijo que Daniel estaba enfermo, que aceptaba mis reglas pero que, por detrás, no podía vivirlas y que lo único que quería era poseerme; y yo le decía que no, porque para mi Daniel era tan bonito, aunque más de una caía en sus brazos y Cata se enteraba y me decía que no le creyera tanto eso de que yo era su vida, pero yo sabía que sí. De todas formas ahora sé que yo era su vida de forma extraña; al menos me dejó viva. Fui yo la que se quedó a soportar todos estos recuerdos, o más bien lo haría por venganza, ¿será que la muerte de Camila era una extraña forma de protegerla de todas estas marcas absurdas y dolorosas? Daniel, ¿dónde estás? ¿Quién te perdió? Su amor me daba sentido y sin embargo cada vez pensaba más que el 183
amor es la mayor falacia de los seres humanos. De qué sustancia extraña estaba hecho el afecto que mantenía juntos a los seres, me preguntaba yo, y no tengo respuesta, pues ante el amor a mí siempre se me interpone el destino aciago de estar sola, de perderlo todo, de encontrar seres que no pueden quedarse. Esta vida de maleta que me ha tocado, este mundo sin refugios me alberga como pasajera sin rumbo en una noche larga, fría, derruida. Y esta ciudad fantasma que nos acogía, que no nos dejaba ver más allá de nuestras narices y el amor que otra vez venía, como la muerte, que no se puede resistir y que nos derrumba sin miramiento. Cata lo supo siempre, y yo no le creí. Daniel no vendría, estaba tan plagado de celos, de tristezas, de vacíos, él que se sentía el dueño silencioso del mundo, porque en su timidez caminaba con la seguridad de quien no le teme a nada, y yo no entendía que tanto amor no era explicable, que mi manera de amarlo lo repelía y lo atraía en un movimiento perpetuo de pérdida y de desolación. No calles, mujer, no detengas estas palabras, estos recuerdos que empiezan a dibujarte; sigue, cuenta, cuéntate, que las palabras, aunque vacías, te recomponen, que la única Irene que existe está allí en esa narración deshilvanada de tus recuerdos amasijados y turbios, no calles. Sileeeeeencioooooooo. Que se hunden las amarras, que naufragamos en la ausencia de los que no regresan, ataja la catarata que me ahogo, que no puedo más, para qué me devuelves la vida, si esta muerte me abraza silenciosa y apacible, si este marasmo de imágenes incomprensibles duele menos que entender. No la toques, no la agobies más, déjala salir, déjala ir. No paaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaares, noooooooooooooooooo.
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Es un amor grande, poderoso, y Cata lo sabe. Ella siempre entendió lo que sentíamos Daniel y yo, aunque le daba miedo que yo sufriera. Pero nos amábamos con toda la ternura y la entrega. Claro, ella pensaba que era un amor de adolescentes y ya grandes, y decía: “¿Viste que te lo dije?, nunca iban a crecer, ustedes se iban a quedar chiquitos por seguir juntos”. Y claro, así fue un poco, aunque tuvimos que acompañar tantas transformaciones del uno y de la otra, tantas nuevas etapas, tantos sueños frustrados y tantos logros. Empezamos a querernos como niños; me dijo que si quería ser su hermanita, la que nunca tuvo y yo que sí, y así nos hicimos novios. Y pensábamos que era más lindo ser novios como hermanos y yo me sentía feliz porque yo sí que no tenía ni hermanos ni hermanas, y él me llenaba todos los vacíos y empezamos a crecer juntos y al comienzo él era todo lo que yo necesitaba. Pasábamos los días en ese insólito devenir de los adolescentes que olvidan que el mundo exterior existe. Aunque a veces yo pasaba las horas en su casa hablando con su padre de temas políticos y el viejo se sorprendía de que yo fuera tan versada. Pero con los días me olvidé de todo, y a mi familia le parecía que esa junta con Daniel era una pérdida de tiempo: ya no me interesaba leer ni tocar el piano. Solo quería verlo y hablar con él por teléfono y salir a pasear por ahí y, claro, darnos besos y más besos, porque estábamos inaugurando el mundo del amor, de la plenitud y yo que no sabía que esas sensaciones no regresarían más, porque el resto de mis amores serían de paso, de hotel, amores sin certezas, y por eso me dolió tanto su abandono, tan duro, porque perder la única certeza que tenía, mi Daniel, que para mí no se podía ir nunca, era imposible. Yo no entendía eso, pero no había salida; ésa era la realidad y por eso me di a la tarea de aceptar su nueva vida, de dejarlo ir y, cuando 185
lo hice, nadie me creía, casi ni Cata. Sólo cuando me vio tan feliz, enamorándome otra vez, creyó que era posible. A nadie le gustaba que nos quisiéramos así. Su madre sufría porque yo me iba a llevar a la cama a su niñito y la mía porque él me volvía una inútil; hasta mal me fue en el colegio por un tiempo. Es que nada me interesaba: sólo mirarlo, verlo jugar fútbol, acompañarlo, pero uno no cambia así no más. Yo era la aventura y a mi vida le faltaba mucho, y entonces yo empecé a decirle que teníamos que vivir, que no había pierde, que íbamos a ser capaces de acompañar la vida del otro, pero claro que no iba a ser fácil, porque para los adolescentes el cambio es inaceptable. Cata siempre se reía porque, después de tantos años seguíamos, contándonos el uno al otro, uno solo de nuestros amores, como si el dolor de haber aceptado otros cuerpos se limpiara condesándolos en un solo cuerpo, en una única piel, la que simbolizaba el horror de no ser capaces de mantenernos atados sólo a nuestros cuerpos. No sé cómo era todo eso para Daniel; yo sé que, por su belleza, por su forma tímida y determinada de andar por ahí, muchas mujeres se derretían por él y sé que lo había aprovechado, aunque su hermano Pascual me decía que lo hacía sólo por venganza, que si no fuera por mis andanzas él no lo habría hecho, pero yo no creo tanto: un hombre en esta sociedad no puede aceptar así de fácil la monogamia porque los demás se burlan y lo lanzan a comprobar su hombría. Pero, en fin, lo que sí sé es que yo empecé a vivir con la certeza de que siempre estaría con él; no quería perder mi certeza, la certidumbre que me permitía estar viva, pero también vi crecer en mí el hueco, ese infinito vacío que se explicaba en mis silencios y que cada día me hacía entender que necesitaba muchas pieles, muchas razones más para estar viva, que no me era fácil mantenerme 186
en este mundo. Sabía que no estaba del todo en algún lugar, que me estaba diluyendo y que tenía que vivir sin tregua para sentirme acá, para no perderme, y Daniel era la víctima de mis andanzas, pues sufría mucho. Él quería que yo frenara, pero no lo decía y más bien me azuzaba a hacer más, a no detenerme. Cómo podía yo saber que, en cada nueva determinación vital mía, lo perdía un poco más, que Daniel se iba llenando de un miedo desbordante del que nunca saldría. A Cata no le gustan las mujeres. Eso lo supe siempre y tal vez por eso en nuestra relación no hubo dudas. Habíamos tejido una unión que nos hacía necesarias. Dos horas sin vernos y ya teníamos historias trascendentes para contarnos; es que la vida para nosotras sucedía con una intensidad y velocidad inusitadas. Éramos capaces de postergar nuestros amores, polvos, trabajos, logros, sueños por una conversación que fuera capaz de ayudarnos a entender el porqué de las cosas. Extraña manera esa de vivir. Con ella mis silencios eran entendidos; ella sabía interpretarlos, como casi nadie logró hacerlo, ni Daniel mismo, y nos gustaba ser la analista de la otra. Lástima que en este país el psicoanálisis todavía no tenga el estatus que se merece, pensábamos, pero en verdad nosotras lo practicábamos sin dudarlo, con la irresponsabilidad de las adolescentes que creen que pueden analizarlo todo. Nos nutríamos de conversaciones eternas, diálogos en que intentábamos darle sentido a cada una de nuestras actitudes. Hora y horas trataba de entender los abandonos de Catalina, el dolor que sus padres le habían causado con tanto no estar allí, donde ella más los necesitaba, explicándonos las amarguras que causaba en mí la exagerada cercanía de mis padres, porque no había salida. Sea uno padre o madre cercano o lejano, frío o amoroso, como sea, los hijos de una u 187
otra forma encontramos un vacío interno, una tristeza, una fractura que nos lleva a criticarlos. Aun cuando estábamos ya estudiando en universidades distintas, yo en la universidad pública y ella en una de las privadas, nuestros encuentros eran constantes; no dejábamos de vernos y contarnos y hacer de nuestras vidas un espacio para la narrativa, para la invención, porque siempre supimos que contarse es inventarse y de todas maneras esa base fundamental del psicoanálisis nos seducía más que cualquier otra cosa en la vida. Por eso, cuando empezó mi amor con Camila, volvimos a las largas conversaciones que la política y mis labores como funcionaria pública me habían imposibilitado, porque queríamos entender esa decisión mía de entregarme a una mujer, de vivir para ella y sobre todo de entregarme a una mujer que en realidad lo que me daba era las certezas que yo celaba de la nueva vida de Daniel. Estaba enamorándome de la mujer con la que Daniel vivía mientras que nosotras analizábamos esa rara búsqueda por estar del lado de allá; nos parecía que yo no quería a Daniel, sino a su mujer, las seguridades que ella le daba y que yo no podía dar, y por qué ahora yo se las quería dar a Camila, cómo era posible que optara por el amor certero cuando nunca en mi vida había vuelto a vivir esa sensación. Después de un par de años de haber estado con Daniel, en mí se abrió el agujero profundo, y sólo podía vivir en la ambigüedad de muchos cuerpos y yo no entendía lo que me estaba pasando y Cata analizaba todo y le dábamos vueltas hasta que con una de esas salidas de ella me dijo que todas las explicaciones sabían a mierda, que Camila me hacía feliz y ya, y yo pensé en mis viejos, que no se preocupaban sólo por la felicidad, sino por el éxito y estaban tan contentos con mis logros y yo ahora dizque lesbiana y cómo lo 188
podían tomar. Tal vez se salvaron de que se lo dijera, o lo sabrán ahora, me pregunto, tal vez no, porque yo me sumí en otro silencio y nada de palabras y no les digo nada y, como sus rostros se perdieron, ya no sé cuáles son y quién me habla y quién me mira, y usted sólo sabe aterrorizarme y yo me siento perdida, y lo siento pero debo irme y bueno, tanta piel que me toca a mí oler y cómo se graban esos olores y esas sensaciones y ya ni sé quién es quién, ni Camila, que tanto se adentró en mi ser. Con esas ganas que tenía de aprender, de vivir, de hacer lo que hasta ese momento no había hecho y yo con miedo de que despertara demasiado porque yo la quería para mí, así como se daba a su marido hasta que llegué yo, y zas; tanto no saber lo que de verdad nos corría pierna arriba y bueno, Cata todo el tiempo acompañándome, conversando, sin parar; hasta dos días seguidos pasamos una vez en medio de todas las elucubraciones. Sí, lo recuerdo, fue un descolorido otoño en Nueva York, un viaje relámpago para alejarnos de alguna pena de amor o algo por el estilo y estuvimos dos días enteros deambulando de café en café de bar en bar, comiendo bagels con café en los desayunaderos de la ciudad, mientras nos ayudábamos a tomar alguna de las decisiones importantes que finalmente nunca tomamos, como que yo me iba a casar con Daniel o que ella se separaba del hombre con el que hasta ese momento seguía compartiendo su vida, claro, todo esto cuando eran apenas novios y esas jornadas nos hacían más felices que el resto de la vida y salíamos las dos por ahí abrazadas, con más de un Martini en la cabeza, seguras de que nada ni nadie podría hacer que dejáramos de vivir esa amistad que nos habíamos inventado la una para la otra.
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Con Daniel el diálogo era diferente. De tanto mimetismo, sólo podíamos encontrar en el otro lo que se parecía y, cuando empezaron las diferencias, nos llegó el momento de ver el reto que teníamos para amarnos sin castrarnos. Sí, llegamos a la universidad y cada uno a sus estudios. Él, música (eso era indudable que pasaría) y yo, Ciencias Políticas, una carrera que me ayudó a delinear mis pasiones nacionales, porque yo estaba segura de que tenía mucho que aportarle a este país. Me había hecho a la idea de que yo sabía un camino pacífico de ayudar a transformarlo; qué ilusa, no sabía aún todas las vacuidades de los seres humanos, lo poco que nuestra condición actual nos permite transformar. El tiempo me llevaría a entender que preferimos ser el subyugador, o por lo menos soñar con serlo en vez de romper ataduras y de buscar una sociedad donde la libertad y la responsabilidad sean una posibilidad. Yo estaba dispuesta, siempre lo he estado, a pensar, a entender lo que pasaba; veía con claridad el sistema y entendí, desde muy joven que, tal como estaban las cosas, este mundo iba para el infierno. Razón tenían los que decían que el infierno está en este mundo, en este reino de los humanos y sus banalidades, pero la verdad es que cada vez era más evidente para mí que las personas no estaban dispuestas a ceder la facilidad de tener, o lo que es peor, de pasarse la vida soñando con tener lo que quizás, sin saberlo, nunca tendrían. Sí, sí, estaba hablando de Daniel; es que se me mezclan los mundos, las vidas pasadas en que me vi inmersa, los amores que tuve, yo no sé separar las cosas, tantos rostros que no logro explicar, tanta gente que se esconde en mi mente y a la que yo no alcanzo a ver del todo. Daniel y yo nos habíamos jurado amor eterno, pero cada día se hacía más evidente para los dos que debíamos vivir 190
muchas experiencias antes de pensar en que nuestra relación fuera el lugar de llegada de nuestros amores. Yo lo entendí y le pedí que lo entendiera y él que bueno que tú tienes razón, pero día a día en él crecía un dolor que no me explicaba, del que no hablaba y yo seguía viviendo, dándome permiso de vivir todo aquello que mis sentidos y mi razón, tejidos en una oscilación que los confundía me dictaban. Mi vida era cada vez más y más compleja; él decía que sí, que estábamos bien y yo pensaba que así era y Pascual, su hermano, que me decía que yo lo había llevado a las drogas, al fondo del pozo, al infierno, como si la vida de los que no llegan allá no estuviera también en este infierno que es vivir en medio de una sociedad hipócrita, grotesca y cómoda; este mundo donde no nos animamos a pensar por nosotros mismos, donde todos como salchichas mantenemos la injusticia y la desigualdad. Yo quería más, quería conocer, y Daniel, cuando supo que yo andaba por ahí fumando quién sabe qué cosas, empezó con el cuentito de que él la iba a probar también, y yo le decía que él la llevaba en la sangre, que no la necesitaba, pero cómo iba yo a negarle ese deseo, ese manantial de riquezas y alucinaciones internas que podría encontrar en sí mismo y pensaba cómo sería mi Daniel componiendo bien trabado, si así era alucinante, porque uno de nuestros mayores encuentros estaba en su música. Yo me sentía habitar ahí; él decía que yo era su musa, y eso me hacía feliz y pasábamos días, no importa dónde ni cuándo, pero el tiempo se detenía y él sólo me hablaba de lo que estaba componiendo y yo lo entendía y lo seguía y hasta lo ayudaba a copiar en las partituras sus ideas, esas mágicas formas del arte. Porque yo siempre pensé que la música era el arte más perfecto y con Daniel sí que lo entendía. Y entonces yo observaba cómo brotaba la música de su cuerpo, de esa mente prodigiosa y me enamoraba más y no quería 191
perderlo nunca; bueno, en realidad no se me ocurría que así pudiera ser, y viajábamos por el mundo. Aun en Bogotá, la ciudad era un viaje para nosotros y cuando llegó y me dijo que ahora sí había probado aquello y que por qué no nos echábamos un polvo trabados y entonces empezamos a probarlo todo juntos y yo veía que su música seguía creciendo y entonces me fui para Europa y él ya andaba días perdiéndose por ahí, en esas rumbas largas, como él las llamaba y yo no sabía muy bien qué hacía, pero claro, como queríamos ser libres no nos inmiscuíamos en la vida del otro, ni preguntábamos nada, hasta que Pascual me dijo que viniera y lo ayudara a encontrar a Daniel, que por qué yo lo había metido allá. Bueno, eso decía la mamá; Pascual dizque no pensaba igual, pero que no me apareciera por la casa de ellos porque su mamá no me podía ni ver y yo ayudando y entonces encontramos el rumbiadero de mi compositor. Encontramos ese pequeño infierno, esa alegoría de la sociedad que hemos inventado, ese lugar que llaman “Cartucho” y que cada día vuelve a crearse en cualquier esquina de la ciudad, porque como ya dije el infierno está en todas partes, pero aquí lo vive uno con mucha fuerza y era increíble ver tanto niño bien por ahí, como salidos de los grabados de Goya, perdidos en las alucinaciones de un vicio que les daba la única salida a ese mundo del éxito en el que ellos mismos no creían, y Daniel allí, entre basura y hogueras infrahumanas, en la inmundicia, desmadejado, ido, y nosotros tratando de sacarlo y yo con el alma deshecha y Pascual con su paso certero; lo sacamos y lo ayudaron en un centro. Meses después se fue a Europa a verme y yo que sí, que ahora sí me caso, que listo y él ya había tomado la decisión de casarse con la otra, con la que no necesitaba vivir más o menos. Lo que más le gustó a Daniel de Camila fue eso: que ella no hablaba de experiencias por vivir, que ella no 192
tenía sueños de expandirse, de extender sus percepciones, su entendimiento y claro, cuando llegó el día ese, no soportó que yo le hubiera dado alas a Camila, que la hubiera vuelto un ave de vuelo largo, que Camila se dejara llevar por mi instinto aventurero y lo dijo, lo gritó y siempre igual, yo le decía que lo amaba y él me hacía el amor con ternura, con valentía, con necesidad, porque dizque su vida estaba en mi sexo y que no podía vivir sin él, sin esa cuca prodigiosa en la que se había criado, y bueno llegó, y los gritos y todo eso, que lo saquen, que no vuelva y ella aterrorizada, con los ojos en el infinito y yo sin entender y en fin… Claro, las reglas estaban claras: teníamos que vivir y aceptaríamos lo que viniera, pero por supuesto eso no era posible. Nuestro mandato de la posesión era muy fuerte y no éramos capaces de entender la vida del otro y entonces los celos, el miedo, pero era poquito, porque no hablábamos mucho, hoy no nos vemos y al otro día ni una palabra, como si hubiéramos estado en un agujero negro y no quedaba nada que decir, pero de vez en cuando nos contaban que lo vi, que estaba con un tipo y se la veía lo más de feliz, o nos encontrábamos y bueno, el dolor y la angustia de no poder frenar eso, de saber que la vida no da espera, que teníamos diecisiete o diecinueve o veintidós o veinticinco o veintiocho, que sólo se es joven una vez y yo andando de un lado para otro, y él imaginándome por ahí y yo pensando en él, en las mujeres que gozarían de su música, su cuerpo, su cadencia, pero siempre firme, convencida y él perdiéndose, dejándome, salvándose de las torturas de mi vida. Lo de Rafa fue el detonante. Sí, estábamos en Madrid y Rafa llamó y yo no aguanté, que se iba a vivir a Australia y no lo vería más. Yo me iba a casar con Daniel, no regresaría de Colombia y le dije a Daniel que tenía que 193
salir a dar una vuelta y me fui, a su piso, el de Rafa, y me metí ya ni sé qué, y no salí de allá en dos días, porque además la responsabilidad del matrimonio me hacía pensar que ahora sí, que la política era una obligación al retornar y yo tenía miedo de perderme cualquier movida en Madrid, y Daniel me esperaba en casa y yo jadeando con Rafa, ese español visionario y poeta que me había seducido con sus juegos y sus magias de saltimbanqui y sus gorritas de fieltro y sus objetos voladores y sus espacios laberínticos y esas alas en vuelo de sus besos y yo me dejaba ir y llevaba meses en ese vuelo por los más intrincados recodos de mis sentidos, y Daniel me esperaba en casa, y yo sin salir de allí, en medio de una sinfonía de relojes, con las ventanas cerradas para que no se nos escapara el olor a sexo, porque tú eres mi heroína y me cantaba la canción y seguíamos de viaje y yo feliz, y leíamos a Bukowsky y Daniel me esperaba en casa y yo ni me acordaba hasta que Rafa me dijo que regresara, que estábamos en Madrid, que las galaxias se habían ido y yo aterricé en la ciudad y el olor de Daniel llegó y salí corriendo, a medio vestir, y Rafa queriendo despedirse y yo que no y lo dejé impávido y Daniel ya no me esperaba en casa y me fui al retiro y claro estaba sentado en una banca, cerca del ángel famoso, tocando con su saxo esas lentas notas de la canción más lúgubre que hubiera compuesto, la canción del adiós, la canción de la despedida y yo no podía saberlo y él me vio llegar y me dijo “Hola” y yo, “Lo siento”. Me recibió como si nada y pasamos los últimos días, que yo no sabía últimos, de ese amor que siempre quiso ser certero y que yo no acepté y se regresó una tarde y yo quedé convencida y soñaba, como las niñas, con bodas y trajes y demás, todo eso que no llegaría, que nunca sucedería.
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No puede ser tanto abismo, tanta desazón, tanto abatimiento. Cómo decirlo, cómo explicar todo esto que se siente, todo lo que se ve agolpado en esta memoria incontenible mía. Rostros como flashes, luces que suben y bajan de un escenario de sufrimientos, gentes que se pierden en el panorama triste de mis recuerdos, profundo eco de voces que no llegan, que no alcanzan a ser presencias, que golpean continuas este silencio de mis días. Como el cuchillo y las armas y el latir del corazón que no se contenía y la mirada aturdida, las preguntas que explotaban y de erótico nada, de sumisión, de tortura, de delirio todo, como con el filo en el cuello y la soga que pendía de tus ojos y yo saltando sin dudarlo y claro ese latir insoportable y esa sangre que se expande y el cuerpo indómito, desorbitado y el terror de mirar y la imposibilidad de cerrar los ojos y sus voces que no cesan que siguen retumbando. Que se detengan ya, que no regresen, que no te vayas, no me dejes, no me dejes. Cata me llamó a Madrid; yo ya le había contado que me iba a regresar para casarme con Daniel y le pareció increíble: ella nunca pensó que eso fuera a suceder. Estaba convencida de que nuestra relación estaba tan desgastada... habíamos sufrido tanto con las mutuas infidelidades, con las mutuas aventuras vitales que negaban la existencia del otro, porque Cata creía que los seres humanos no somos capaces de entender tanta digresión de vida. Ella siempre pensó que el amor es entrega, renuncia; tal vez por eso ahí anda con su amorcito de tantos años y él tan abnegado, asumiendo los principios de realidad que esa forma del amor les imponía. Pero nosotros, o mejor yo, no entendería esos límites, aunque ahora estaba segura de que sí, ahora te lo juro, Cata, que voy a poder estar con él, sólo con él, no te preocupes, pero Cata llamaba a preguntarme por el matrimonio con 195
Daniel, y le dije que seguía en pie y ella me explicó que le habían dicho que se casaba con otra persona y yo que cómo se le ocurre si me está esperando en poco tiempo, ahora que termine mis labores acá y pueda regresar, y la pobre Cata, que ya no tenía contacto casi con nadie que fuera cercano a Daniel, pues no le interesaba esa gente, se quedó aterrorizada de dudas, pero no hurgó más el tema, se creyó mis palabras o quizás no quiso decirme más para que lo descubriera yo misma y sí, así sería, y a mí no se me pasaba por la mente. Y después tanto llanto con ella, y su hombro recibiéndome, porque cuando supe la situación llegué directo a su casa, a hundirme en esa muerte rara que produce el desamor y ella dándome agüitas aromáticas, esencias florales y yo sintiendo ese abismo profundo de mi ser, ese vacío creciendo cada vez más, ese dolor intenso de saberme perdida, de no haber sido capaz de amar a Daniel como él requería y me sentí siempre culpable y abatida y sin alientos de vivir. Por momentos se me olvidaba el aire, o el apetito se perdía o no deseaba ni levantarme de la cama y Cata venía con sus manos tibias y me consentía la cabeza y le explicaba a mi madre que ya me pondría bien y ellos atortolados con ese derrumbamiento mío, y yo tratando de salir del hoyo, de ese agujero negro en que me veo ahora, otra vez, lanzada sin misericordia a la caída perpetua de mis soledades, de mis fantasmas. Cata es luz, risa, alegría, un ser sin límites en el afecto; siempre me acompañaba, me guardaba la espalda, me protegía de ese mundo tan ancho y grotesco que yo me labraba. Ella decía que mi sentido del miedo era ella, que sólo en sus cuidados yo encontraba límites a mis torrentes. Sólo Cata podía entender lo que yo estaba 196
sintiendo, ella sabía de mí, ella me podía ver sin dificultad, sabía que la ciudad era mi perdición, que cada rincón sería siempre un abrupto flechazo de recuerdos y que Daniel estaría presente a cada segundo; porque sus calles eran una resonancia de su música, porque él, el compositor de la ciudad, se había dedicado a cantarla y mi andar por Bogotá era una variación eterna sobre un tema imposible: el tema de su ausencia. Suéltala, no la toques, déjala correr, deja que se deslice por las grietas de esta inmundicia, que se vaya pronto, que no regrese más, que sus senos se pierdan para siempre en esta alucinante forma de no existir. Suéltame, no me detengas, no más, no más de eso, no me aturdas más, no nos quieras así, no la destrocen más, que esta vida es un infierno sin límites, qué buena esta muerte, ese hueco, este silencio que me rodea, buena esta calma sin vacilaciones, este remanso de palabras, de sueños, de vida. Irene... ¡¡¡no te vayas!!!
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10 Gerardo Carmona no tuvo inconveniente en recibirlas. Su mujer le había hablado de la siquiatra de Medicina Legal que estaba ayudando a Irene y le pareció adecuado hablar con ella. De hecho, dijo estar extrañado de que hubiera tardado tanto en buscarlo (quizás su mujer no le había contado su petición de que no lo molestara). Liliana y la doctora Galindo habían preparado diferentes planes para abordar esta conversación; tenían miedo de las reacciones del señor Carmona; sin embargo, la conversación fluyó mucho más de lo imaginado, aunque no dio frutos muy determinantes para la investigación. La doctora Galindo le contó los avances que tenían en el proceso, le habló de las implicaciones políticas que ella creía que eran la determinante de lo sucedido, le mencionó los sucesos extraños que narraba Irene sobre su infancia y le dijo que Catalina les decía que eran poco probables. Le habló también de los rumores de que Daniel estaba otra vez andando por las calles de la ciudad. Don Gerardo, con calma y con mucha atención, escuchó todo lo que la doctora le decía, casi tomando nota. Cuando la narración de la doctora culminó, Liliana continuó contándole algunas de las situaciones que se estaban presentando en el Congreso; le habló de las amenazas y de la idea de terminar los escándalos iniciados por Irene. Don Gerardo, quien no paraba de fumar un cigarro, por cuyo olor se percibía su finura, inició una serie de preguntas que más parecían un interrogatorio judicial. Quería entender bien los pasos que estas dos mujeres estaban dando y sobre todo el motivo que las llevaba a exponer sus vidas en este caso, dijo. Ellas, sorprendidas, respondieron sus preguntas; tenía la maestría de quien ha sabido siempre llegar a lo más profundo de la información, y lo demostró con aquéllas. 199
Luego del interrogatorio, el señor Carmona (quizás le gustaría más que lo llamaran “doctor”) intentó concluir la conversación con una serie de comentarios que dejaron en la nebulosa a estas investigadoras amateur de casos judiciales extremos. Sólo horas más tarde, Liliana y Beatriz Galindo entenderían que el padre de Irene las había confundido, que había jugado con ellas. Todo eso las llevó a preguntarse qué les estaría ocultando, qué necesidad tenía de impedir, como lo había logrado, que ellas le preguntaran lo que de verdad era importante saber para esclarecer la situación de Irene. Pues don Gerardo, con su maestría de funcionario público para eludir conversaciones, consiguió que al final ellas no hicieran las preguntas que venían a hacer, y por el contrario, dio su versión de la situación de Irene, la cual en su momento parecía muy acertada pero que, con un poco de inteligencia y tiempo, generaba muchas más dudas que certezas. —Querida doctora, le agradezco sobremanera el interés que le ha causado el caso de mi hija. Igual que usted creo que es una injusticia que dejemos el caso de Irene así, sin esclarecer. Yo puedo decirle que quizás no hemos estado a la altura de la situación, pero usted, que es siquiatra, entenderá que el dolor que nos embarga impide, ojalá no por mucho tiempo, ver mejor lo ocurrido y empezar a actuar de forma más adecuada. El veredicto del médico que atendió a Irene durante el proceso nos dejó aterrados; era claro para él, que su amnesia era fruto de un shock producido por haber cometido un crimen. Y como ustedes pueden imaginarse, nosotros no creemos que sea posible que Irene, nuestra Irene, haya cometido un crimen así. Claro, de Daniel tampoco lo esperábamos. Él la hizo sufrir mucho; en los últimos años sabíamos su dolor por el matrimonio de 200
ese joven, pero no pensamos que llegaría tan lejos. Sin embargo, las coordenadas de la realidad, y perdonen si me pongo como poético, es mi forma de soportar esta conversación, nos fueron llevando a la encrucijada de aceptar que uno de los dos había cometido esa atrocidad. Y bueno, además ha sido difícil entender eso de que estaba viviendo con la mujer esa, con su gusto por los hombres, tanto que yo siempre se lo cuestionaba pues me parecía que andaba con muchos amigos, todos raros, políticos, y demás, pero nosotros estamos en este mundo para acompañarla y no haríamos más que aceptar sus decisiones, como siempre lo hicimos. Intuyo que usted no sabe, doctora: Irene ha sufrido siempre de unos vacíos de conciencia. Ella tenía unos terribles silencios, que no eran muy frecuentes, pero que sus amigos, la misma Catalina, conocen, y los médicos nos han dicho que, en esos espacios sin conciencia, Irene podía construir realidades alternas que la llevaban a imaginarse otra vida. Por eso pensábamos que ella sería escritora, pues en su infancia componía cuentos y poemas en que el mundo infantil de sus personajes era diametralmente opuesto al de su propia vida. Nosotros tal vez no les dimos la importancia debida a esas situaciones, aunque sí la llevamos a psicólogos, pero ahora nos damos golpes de pecho, pues el médico que dio el veredicto, como les venía contando, dijo además que, en esos vacíos mentales de Irene, había ido creciendo otra vida, o mejor, su ser criminal y que por ello había llegado hasta este punto. —La doctora intentaba hacer comentarios, pero Gerardo Carmona, con un gesto de mano displicente y amable a la vez, le indicaba que guardara silencio. »No sabemos si es cierto o no; lo único que sabemos es que la justicia la tiene por criminal y esperamos que 201
algún día eso se aclare. Pero miren, además de estas posibles injusticias, creo que ustedes deben saber que están arriesgando sus vidas. Nosotros estamos amenazados. Llaman semanalmente a casa preguntando por unos casetes, que no conocemos y que nos pueden costar la vida, como dicen esos hombres. No sé hasta dónde vale la pena que ustedes se arriesguen tanto. No quiero desanimarlas, pero por favor tengan mucho cuidado. No hemos abandonado el país, pues tenemos la esperanza de que Irene regrese a sus cabales algún día, que nos deje verla. Por ahora, ya usted lo mencionó, dice que no somos sus padres, pues está sumida en ese otro mundo imaginario que fue construyendo a lo largo de su vida de inconsciencia. Pero ustedes se imaginarán que unos padres entregados como nosotros no son capaces de abandonar a su hija en un momento como éste. Sepan que estamos para ayudarlas; cualquier otra información que necesiten, no duden en llamarme. Estaré dispuesto a conversar con ustedes; de nuevo gracias, muchas gracias por lo que hacen. Las confusiones iban en aumento. La doctora Galindo empezaba a sentir que su mundo colapsaba con el de Irene. El cansancio y la monotonía de su vida crecían, y las injusticias del mundo de Irene la hacían toparse con realidades poco conocidas por ella. Se veía llamada a ver un nuevo país; la realidad que vivía cotidianamente se iba transfigurando en una suma de despropósitos que cada vez se hacían más incomprensibles para su mundo ordenado y certero. Padres evasivos, madres mentirosas, mujeres que vivían al límite, casi en el abismo de sus deseos, políticos asesinos: una realidad que parecía más novelesca de lo tolerable. Beatriz Galindo no estaba tan familiarizada con el bajo mundo de las élites políticas colombianas. Había dedicado su vida a ayudar a personas 202
de clase media a soportar las encrucijadas de este ser utilitario y eficiente que vamos siendo a estas alturas de la historia, sin ver de cerca otros mundos de su país. Y, para completar, Pascual horadaba su mente con su olor que entonces invadía el consultorio. “Qué tonta fui —se repetía sin cesar— tanta pataleta por el miedo de decirle que yo tampoco puedo dejar de pensarlo, que quisiera pasar mis horas con él”. Y bueno, para salirse un poco de todo esto, decidió encontrarse con sus amigas. Llegó, un poco tarde; antes de salir, recibió una llamada de Liliana de última hora. Llevaba el pelo suelto —como casi nunca —, unos jeans, una camisa roja y su abrigo de salir en las noches. Era un aspecto inusual, demasiado juvenil para su edad. Quizás, al inicio de la conversación, sus amigas no intuyeron los ríos turbulentos que se despertaban dentro de Beatriz; por el contrario, como solía suceder, la conversación tomó sus rumbos esperados. Beatriz Galindo se reunía con cierta regularidad con estas dos amigas. Una de ellas, una cincuentona que pocos meses atrás había sido abandonada por su marido por una mujercita joven, hecho que se volvía ya costumbre en los hombres. Así los hombres empezaban la vida que los llevaría a tener hijos y a enfrentar de nuevo los avatares que ellos no imaginaban volver a recorrer. Claro, todo fundado en el viejo truco de te digo lo que quieres oír y entonces esas jovencitas les dicen que son muy libres, que buscan vivir una existencia de aventura y ellos se la creen, y caen y, un tiempito después, ya no pueden salirse del reloj biológico que les dice a ellas que ya llegó la hora y entonces otra vez pañales y todo eso que tan cansados los tenía, y terminan buscando a sus mujeres para hacerse amantes de ellas, porque las cincuentonas ya tienen esa vida resuelta. Un círculo 203
vicioso, imparable. Pero la amiga de la doctora estaba apenas en los primeros meses del desamor, cuando ya se ha aceptado. Quizás hasta trajera ya una historia de amor incipiente, o nuevas recetas para soportar la soledad, de esas que la misma doctora Galindo le ayudaba a refutar. Y la otra, una mujer que también orillaba los cincuenta, atractivísima, muy bien casada, estable, y que por tema de conversación aportaba la vida de sus hijos e hijas (solía evitar hablar de su propia vida) que, ya mayores (era de las que había empezado a tener hijos muy joven), enfrentaban el reto de construir relaciones de pareja en este mundo que ha desdibujado los medios para los fines. Y, claro, no faltaría el momento en que le preguntarían a la doctora, como sucedió: “¿Y tú cómo estás?”. Y ella, que no les iba a contar por mucho tiempo sus aventuras de detective, les contestó con pausa, como para que no quedaran dudas: —Estoy un poco confundida —mientras hablaba, se recogía el pelo y lo sostenía en una moña imaginaria con una de sus manos—, mejor dicho, perdida. Cada día me convenzo más de que he gastado mi vida impulsando a las personas que me rodean a vivir en un naufragio permanente. Yo, que me creía que les ayudaba a pasar por este mundo de forma más digna... Me retumban en la mente esas palabras del olvidado maestro, ese que siempre regresa, cuando decía que, si fuéramos capaces de entender el mundo que estamos inventando, sabríamos que vamos al colapso, y cada día entiendo más y me duele y me doy golpes de pecho, pues pienso que la única salida que queda para no perpetuar la maquinita que nos llevará a la destrucción está en el límite; el suicidio, la locura o el abismo de vivir en lo más intenso, y claro, todo eso va contra mis propias teorías de cómo salvarnos de las incertidumbres. —Que Beatriz se encontrara en 204
crisis era normal, pero que pusiera en duda su carrera ya era demasiado extraño, pensaban sus amigas. —Bueno, ¿pero hay algo más que nos quieras contar, te estás enamorando? —le preguntaron. Ella sonrió y prefirió callar: por ahora ese fantasma llamado Pascual no rondaría los chismorreos con sus amigas, aunque le costara no nombrarlo. Estaba tan presente, tan clavado en sus deseos... Terminaron sus capuchinos, los discretos postres que compartieron, y un extraño silencio se coló en la conversación. Ellas no entendían qué le sucedía, pero en fin, ya habría días más claros, pensaron. Se despidieron como casi siempre, contentas de haber compartido sus historias con las otras. Los días seguían sucediéndose unos a otros, y la doctora Galindo continuaba su camino al fondo de sus propios abismos. Irene les daba sentido a sus búsquedas; en sus palabras encontraba una voz desgarrada y entera, la voz de una mujer que se había dado el permiso de vivir, pero cómo entender las paradojas de esa forma de habitar el mundo. Ella pensaba que lo mejor era vivir en lo cierto, disminuir las incertidumbres, esa gran tarea de los seres humanos, y ahora sentía que sólo una vida abismal como la de la congresista valía la pena. Y sin embargo, sabía que la estaba ayudando a regresar a este infierno, a la destrucción inminente que sólo los seres humanos somos capaces de causar. Sus hijos, cada uno en sus historias diarias, la saludaban, le preguntaban pequeños datos de la vida cotidiana. Casi no se percataban de que su madre se hundía en sus nuevas cavilaciones. Su marido, por el contrario, que la conocía como nadie más podría hacerlo, la dejaba estar en sus distancias, intuía el marasmo y lo dejaba llegar, seguro de que su única labor en este amor era 205
verla vivir, acompañarla tan cerca y tan lejos como para que ella, su mujer, se sintiera libre, fuera soberana de su propio destino. De nuevo la encontró sentada en la esquina, agazapada, como temiendo la llegada de un nuevo tormento. Irene Carmona la miró, una y otra vez, levantando su cara de entre sus piernas. Estaba hermosa. Su rostro tenía en ese momento un leve trazo de placidez. ¿En qué remanso podía encontrarse? —Irene, ¿cuántos años tienes? —Cuatro, doctora. —¿Qué haces? Mi abuelito canta unas canciones que papá medio se sabe y yo tarareo con ellos. Que la guerra y los pobres y otras cosas así. Y la abuela, “el perfumito” le dicen, sale al patio, con sus ojos grandes y con su paso saltarín. Es que a mí me gusta jugar con ella, y me dice que ya está el helado, porque ella sabe hacer helado y mamá prepara la torta. Y llegan los demás y me cantan el cumple y papá; dicen que no debe estar allí, pero que es mi cumpleaños y cómo se lo iba a perder, dice él, y yo lo abrazo. Hace días que no lo veía. Es tan bonito... Claro que casi no lo reconozco. Tiene el pelo corto, sin barba y parece otro señor, pero mamá me dijo que es él, que se cambió un poco la cara, pero que no lo dude y yo le creo, a mi mamá, claro que le creo. Y cuando me acerco y lo huelo, sí, es mi papá. —¿Cómo es tu mamá? —Yo sé que mamá tiene miedo y quiero protegerla. Por las noches, ahora que vivimos en otra casa, como de unos amigos, y no salimos casi a la calle, me acuesto pegadita a su cuerpo y escucho su corazón y pienso que es tan linda y la abrazo fuerte, como para que nunca se vaya, y no sé ese pensamiento a qué viene, si ella está 206
siempre ahí. Como papá sí se va, a mí me duele que a ella le haga tanta falta; es que lo echa mucho de menos. Habla de él todo el día y ahora me dice que en la calle, si salimos —aunque pasan los días y nada, seguimos encerradas—, que no hable de él, que mejor no diga nada de papá y a mí que me gusta tanto hablar de él que me da miedo que se me salgan las palabras. Yo trato de cuidarla, aunque soy chiquitita y su cuerpo me cubre. Me siento calentita y me duermo contenta, porque ella concilia el sueño y se relaja y yo también y al otro día volvemos a jugar mucho y pasamos el tiempo allí y que no te acerques a las ventanas, y yo me siento con ella y la miro y quiero ver a los abuelos, pero todavía no se puede. ¿Dónde estás, Irene? No paro de correr. Estamos en el parque y mamá está feliz, ya viene la abuela. Nos vemos en ese parque, muy de vez en cuando. Mamá dice que ella es la mujer de la fuerza, que es un motor y yo casi no entiendo, pero sí veo que mamá queda contenta. Pasa días felices, cantando, como que todo tiene sentido para ella de nuevo. A mí me parece que a mamá la ausencia de papá la enferma, pero ella me quiere a mí, y por eso no se va más. Y de súbito regresa el silencio. Irene se hunde en su vacío y la doctora Galindo sale, apurada, para cumplir con la cita con Liliana. Habían quedado como siempre en el Café de Merlín, para tomar nuevas determinaciones estratégicas. —Sí, tienes razón. Evitó nuestras preguntas, mejor dicho, no nos dejó llegar al momento de hacerlas. ¿Qué piensas de eso? —preguntó Liliana. —Pues no lo sé —respondió Beatriz Galindo—; cada vez estoy más convencida de que ellos esconden algo. Me parece poco convincente la teoría esa de que Irene sufre de vidas paralelas, que ha creado un mundo de 207
criminalidad en los vacíos mentales. Yo sabía de sus estados amnésicos, pues en los archivos del juzgado se mencionan, y también porque en el diálogo con ella se han hecho evidentes, pero estoy casi segura de que ella está encontrando nudos narrativos en su mente que hacen referencia a su vida real, que la ayudan a recordar. No sé si puede ser que sus padres llegaron a tener algún tipo de militancia política, o algo por el estilo, o si había algún motivo por el que se separaban y se escondían. Pero en la narración de Irene encuentro que su padre las abandonaba por periodos. Cómo saberlo. Alguna dificultad con el Gobierno de turno, o un problema con algún político. —Cada vez me parece más que en este país todo es posible. Sin embargo, no están dispuestos a hablar, y quizás no hay salida —aseveró Liliana—. Bueno, doctora, además debo decirle que el otro senador amigo que conoce el caso de la pauta publicitaria está dispuesto a empezar la controversia. —Yo lo he estado pensado —respondió la doctora—, y creo que debemos darle un poco de tiempo a la entrega de los casetes. El proceso con Irene avanza y no quiero que por razones externas nos imposibiliten continuar la terapia. Doctora, se me olvidaba decirle que Pascual Soler se comunicó conmigo ayer; dice que encontró documentos que quizá a usted le interesaría ver. Quedó en llegar a eso de las siete. ¿Cómo?, Pascual venía a su encuentro. ¿Y cómo haría para que esta joven no se diera cuenta de las pulsaciones de su cuerpo, del deseo que se le exacerbaba, del arrebato que Pascual le producía? Por suerte, cuando Pascual Soler arribó al café, Liliana había ido al baño y tuvieron que saludarse solos y mirarse, y en pocos segundos, con la sensación terrible de que la intrusa ya regresaría. 208
Intentaron, con el ritmo de la respiración, con la mirada, con un leve movimiento de las manos, decirse todo lo que estaban sintiendo. La doctora era poco experta en estas cosas, y eso que escuchaba a diario historias sobre el tema. Pero la fuerza de su deseo la transformó por unos instantes en una fiera, en un ser desbordado que era capaz de hacerle saber al otro lo que sentía, en una economía contenida y deliciosa, mientras uno trataba de actuar como si nada sucediera, como si su presencia no fuera una chispa en sus días. Quiso decirle muchas cosas, pero los minutos fueron demasiado cortos para vencer sus miedos. Por su parte, Pascual parecía estar molesto con ella, y la ignoró un poco, como si la última vez no le hubiera declarado su deseo. En fin, Pascual parecía saber más de estos oficios, aun siendo mucho más joven que la doctora, y quizás tuviera claro que ese poco de indiferencia podría ser el detonante que la llevaría a perderse en sus seducciones. Una vez que regresó Liliana, Pascual empezó a contarles sus avances. Parecía que él estaba decidido a ayudar, y estaba dando señales de hacerlo. Le parecía importante saber más sobre la historia de los días anteriores a la muerte de María Camila, en especial los días de su hermano, de quien no había aún ninguna noticia. —Quería contarles que estuve en el apartamento de Daniel. Tuve que buscar por todas partes en casa de mi madre las llaves, hasta que, en una caleta que sólo nosotros conocemos, las encontré. Supuse que nadie más sabía que allí había un duplicado de las llaves del apartamento de Daniel y de María Camila. De otra forma mi madre ya habría ido a fisgonear. Cuando finalmente llegué hasta ese lugar, me sorprendió que nadie hubiera intentado traspasarlo. El caso de Irene parecía cerrado del todo, y no había interés en entrar en ese departamento. 209
Tampoco la familia de María Camila había procurado encontrar sus pertenencias. Todo estaba intacto. Pude ver el dolor que reinaba en el lugar. Mi hermano no regresó más; todavía no lo han vuelto a ver. El apartamento estaba desordenado, atiborrado de pequeños objetos y retratos que mostraban la profunda melancolía en que estaba sumido Daniel antes de ir a buscarlas. Yo me había enterado de su separación, pero no supe nada más. Daniel era un hombre muy reservado, y pocas cosas me contaba. Sí, había hecho de su casa un altar de culto a esas dos mujeres, a su ausencia. Llegó al punto de ponerles un detective que les tomaba fotos. Y quizás él se dejaba seducir por la angustia de ese descubrimiento. Sus dos mujeres, los lados opuestos de su propia vida unidos por la más perfecta de las comuniones: el sexo. Por la historia que encontré en el lugar y por los fragmentos de papeles escritos por él, creo que supo de la relación de sus dos mujeres varias semanas antes del encuentro final. Doctora, encontré una nota que había dejado sobre la mesa. No tiene fecha, pero supongo que la escribió poco antes de salir a su encuentro. “Nada queda. Sólo los fragmentos de mi deshilvanada estadía en este mundo desvencijado y turbio. Me aturden las imágenes, los sueños, los recuerdos. Sus rostros se multiplican y me horadan sin cesar. Sé que mi rumbo se ha perdido, no tengo salida, ellas lo justificaban todo, ellas eran la balanza donde yo me regocijaba. Hasta la música me abandona… queda el silencio, el deseo de verlas. Ahora soy yo el que se las imagina, tanto como ellas me imaginaban con la otra, la invisible, y yo convencido de que ellas eran las alas que mantenían mi vuelo. Caído. Como el ángel. Así quedo, aplastado, sostenido en la soga que me ahorca y no me deja morir. Camila, la certeza, la fuerza, el soporte. Irene, la pasión, el vértigo, la música. Debo ir al encuentro. Una señal lo dice. Me 210
esperan, las veré, sí, las veré y seré yo el testigo más real de sus deseos”. ¿Lo ven?, Daniel perdió el rumbo. ¿Para qué encontrarlo?, ¿para qué buscarlo? —repetía Pascual. Luego continuaron la conversación y se convencieron de que era importante saber la verdad de lo sucedido. Daniel e Irene seguían vivos y tenían derecho a una segunda oportunidad, para no ser condenados por asesinos—. Usted podrá interpretar esa disyuntiva de mi hermano mejor que yo, doctora, ¿pero no le parece que Daniel estaba encontrando en María Camila las certezas de nuestra madre, esa forma incondicional de estar para nosotros, mientras que en Irene encontraba el campo creativo, fundado en su carácter incierto, como nuestro padre, quien por sus ocupaciones y sus mujeres fue siempre un ser casi intangible para nosotros, un individuo que con sus ausencias producía sufrimientos a granel? En fin, como ve, el mundo de Daniel era profundo y complejo también. Y claro, supongo que el de María Camila también debía serlo. Somos tan indescifrables, ¿verdad, doctora? Pascual Soler había pasado toda la conversación interpelando a Beatriz Galindo, acercándola y alejándola de sus palabras, coqueteándole con su apatía. Minutos más tarde, se encontraban solos en el auto de la doctora; Pascual Soler le había pedido que lo acercara a un lugar del norte de la ciudad. Recorrieron el trayecto hablando de temas diversos, temas que la doctora no podría recordar. Tanto la desbordaba ese hombre que le impedía conectarse con la realidad. Pero aterrizó, de manera intempestiva, cuando Pascual, antes de bajarse del coche, le dijo: —Doctora, yo también necesito una mujer incierta para vivir, y creo que esa mujer puede ser usted. —No le dio tiempo de reaccionar. Se bajó del carro, sin vacilar, y emprendió la marcha. 211
“¿Qué hacer ahora?”, se preguntó la doctora. ¿Cómo reencontrarlo, cómo controlar sus ganas, cuando su presente cada vez la llevaba más y más cerca del abismo, del deseo de romper cualquier límite? Quería sentirse viva, y este hombre la estaba ayudando en su propósito. Entonces recordó las palabras de Catalina cuando les había dicho que se cuidaran de ese hombre, ¿qué querría decir, de qué perversión cuidarse, y cómo frenar cuando la suerte parecía ya estar echada? Los días siguieron pasando. La doctora Galindo tuvo que retornar, de a poco, a sus actividades normales; no podía abandonar del todo a sus pacientes. La terapia con Irene avanzaba, y ella cada vez estaba más radiante y segura de estar haciendo lo adecuado, hasta una tarde en que recibió la llamada que estaba esperando desde que se había iniciado este proceso. Sí, llegó por fin la voz aquella que debería amenazarla, decirle que su vida o la de sus hijos corría peligro si no entregaban los casetes famosos. Por supuesto, para una madre saber que sus hijos están en peligro es quizás la peor de las torturas y, sin embargo, la doctora sintió que debía continuar, al menos, las terapias con Irene. En esos días sus hijos se iban de vacaciones al extranjero, y eso con seguridad ayudaría a mantenerlos a salvo. De todos modos, habían decidido detener las acciones políticas de denuncia del caso, y eso mantendría a los empresarios tranquilos por más tiempo. Ahora sí se completaba la película y ya, cuando se sintió hasta el cuello (Pascual, Irene, las amenazas), no pudo menos que asumir su situación con el desparpajo de quien está dispuesto a todo con tal de entender un poco más su propia condición. Intuyó que los peligros eran necesarios y aceptó que vivir es un gran riesgo.
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En el rincón de Irene, la conversación siguió fluyendo. La doctora pensaba que estaban próximas a encontrar los nudos que no le permitían a Irene terminar de unir sus recuerdos. Muchas de las narraciones que le relataba desaparecían como por arte de magia de su mente al día siguiente. Eran destellos que se negaban a sí mismos. Sin embargo, la doctora sentía que las historias de Irene la estaban ayudando a entender su mundo interno, bueno, el de las dos, y eso le daba sentido a esta búsqueda. Los agujeros negros de su mente estaban llenándose paulatinamente de nombres y anécdotas que iluminaban, no sin ocultar sus sufrimientos, el rostro de Irene Carmona. Sin embargo, como solía suceder en casos como éste, aparecían recuerdos que enredaban la pita; derrumbaban de un tajo los avances de meses. Una mañana llegó la doctora a ver a Irene; la encontró, por primera vez, sentada en una silla en medio de la habitación, con un gesto de asombro y de felicidad. —Doctora, la estaba esperando. Ya encontré el nombre, bueno, los nombres, son dos, o cuatro, cómo explicarle: dos mamás, dos papás, y demás. Ella es bonita, se llama Juana Vélez, y me abraza duro, con tanta fuerza que no le veo la cara, y la otra, tan dulce, María, la mamá de los libros. ¿Me entiende? Y ellos, los padres. —¿Cómo se llaman? —preguntó la doctora. —No sé, los veo, vienen y me consienten, me quieren, pero no encuentro las palabras que los nombran. Ay, doctora, tengo miedo; me quiero ir de aquí, quiero verla, sí, a la Juana. A la mamá del comienzo. Doctora, no me deje hundir, no me deje ir así. Y se sumió en un nuevo letargo que duraría varios días. Beatriz Galindo siguió insistiendo todos los días. Estaba confundida con la información que le daba Irene y sentía que sus padres estaban ocultando un pasado 213
que temían develar. Quería buscarlos, pero le pareció que lo mejor era lograr que Irene quisiera verlos. Ya había encontrado el rostro de su madre, con nombre propio, y el de su padre. Quizás, si conseguía despertarla de ese nuevo letargo, aceptaría una visita suya, y así los podría vincular en el proceso. Así mantuvo el diálogo, intentando abrir la mente de la congresista, buscando que dejara fluir su catarata de recuerdos inconexos. Creía que habían creado ya algunas ataduras en sus relatos que, en esa mente delirante y sorda, los recuerdos empezaban a moldearse, a tejerse. Quizás estaba mucho más cerca de lo imaginado de los núcleos detonadores de su amnesia. Sin embargo, con los días lo único que logró fue devolverla a la imagen de esa mujer, de Juana Vélez. Sólo de ella hablaba, con tremenda dificultad. Fueron sesiones lentas, agobiantes. En estos casos los retrocesos son normales y eso lo sabía la doctora, pero no estaba muy a gusto con el actual. Sentía que nadie le daba las pistas que ella necesitaba, y así se le dificultaba mucho más la labor de reorganización de esa memoria. Pero el recuerdo de esa mujer, que parecía muy real, y no un invento de sus alucinaciones de infancia, como decía el señor Carmona, le daba un brillo especial a su rostro, pese a lo difícil que resultaba regresarla a las palabras. El impulso llegó una noche en que tuvo la intuición de que sólo encontrando a esa mujer, a Juana, iba a ser posible llegar a un lugar de conexión en la mente de Irene. Pensó que tal vez había sido su nana, o una amiga de la familia. En fin, lo que importaba era lograr que sus padres hablaran. Tomó su auto (ya conocía el camino) y se fue a la casa de los magnolios. Sin avisar, llegó hasta allí. La dejaron entrar y muy pronto estaba de nuevo en el estudio de doña María Teresa, sentada frente a los padres de Irene. El gesto de sorpresa era evidente 214
en el rostro de los tres, tanto que abría un abismo a las palabras. Ellos parecían sentirse señalados, eso estaba claro para Beatriz Galindo, y ella sentía miedo de sus reacciones. —Vengo a decirles que el momento de ver a Irene está cerca. Creo que pronto lograremos que los reciba. Ya los ha recordado, hasta me ha dicho su nombre: Doña María Teresa. Sin embargo, debo decirles que Irene vive de unos recuerdos que necesito que me aclaren. Me habla de otra madre, quizás alguien que la cuidó en su primera infancia. Una tal Juana Vélez, y de verdad necesito que me ayuden a encontrarla, es quizás una de las personas que más nos ayudarían. La doctora Galindo no midió la magnitud de la situación. No se imaginó que esos dos seres, desolados y solitarios, pudieran sentir tanto miedo de sus palabras y de sus peticiones. —Doctora —replicó el padre de Irene, con el rostro demudado—, ya le hemos dicho que nuestra hija tiene en su mente un mundo imaginario. En sus vacíos de memoria, deliraba a veces y aparecían personas que nunca habíamos conocido. —En ese instante una traza de terror apareció en el rostro de doña María Teresa—. No intente encontrar personas que no existen. No pierda su tiempo. Claro que queremos ver a nuestra hija; en cuanto crea que podemos verla, no dude en llamarnos. Por ahora déjenos tranquilos, ya suficiente tenemos con el dolor que nos acompaña. Y ahora, por favor, váyase de nuestra casa. La doctora Galindo quedó petrificada. Salió del lugar abrumada, convencida, con mayor razón entonces, de que había gato encerrado en esta familia. La inquietó la transformación sufrida por el señor Carmona. Ese viejo amable y conversador que las había atendido en su 215
oficina era ahora un ser seco e impenetrable. Le llamó la atención su descortesía y la antipatía con que la señora de Carmona había guardado silencio. Algo ocultaban, ¿y cómo encontrarlo?, ¿qué hacer para que hablaran?, se preguntaba, mientras recibió una sorpresiva llamada de Pascual Soler, que la retaba a encontrarse a solas con él. Todavía conmovida por las dudas generadas por el encuentro, aceptó. Unos minutos después, estaba en un café en la zona rosa, sentada frente a frente con el hombre que le hacía delirar las células, la derretía en silencio y la sumía en la incertidumbre. Ella, Beatriz Galindo, constructora de certezas, ella, se acercaba al torbellino más peligroso, más incierto: la pasión.
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11 El Año Nuevo llegó y, como era costumbre, Juana festejó en el club Militar con su familia. Como todos los años desde que habían llegado a Bogotá, se pusieron todos sus mejores ropas y se fueron a disfrutar de una de esas impersonales fiestas de fin de año. Era una celebración que don Juan Vélez y Clarita disfrutaban, mientras que doña Cecilia y el resto de sus hijos habrían preferido una de esas tradicionales fiestas del campo, de las fincas, con matanza de marrano y llorada asegurada en el medio de la noche. Los paisas tenían esa extraña costumbre, que en un espacio como el del club se volvía casi insoportable: llorar a las doce de la noche. Celebraban más los dolores del año viejo, el recuerdo de los que se fueron, los que no vuelven, lo que pudo haber sido y no fue, y anticipaban los miedos de las nuevas aventuras que el año por venir pudiese traer, pues habían hundido sus raíces en un grecolatinismo cursi y trágico que sólo el deambular por las grandes ciudades puede ir limando. Bueno, en realidad, no del todo. Pasadas las doce de la noche, de ese año asombroso en que su vida se había unido a la de Martín, Juana vio a su madre y sus hermanos abrazados llorando. Sabía que a su padre le da un poco de vergüenza esa escena, pero sabía también que él mismo se echaría a llorar si no fuera porque su condición de hombre público se lo impedía. Y mientras veía esa escena, como tantas otras a su alrededor de gentes acomodadas y de bien —como diría su padre —, su mente empezó un revoloteo que le hacía preguntarse por el sentido de su vida. Pensaba que muy pronto no estaría allí, que se habría ido a la guerrilla a luchar por un país justo y temía los resultados fatídicos que podía traer su revolución a gente como su propia familia. 217
Sí, Juana Vélez había empezado a sentirse extranjera en su mundo. Los observaba con detenimiento y trataba de imaginar lo que cada uno de ellos, de esos seres a los que amaba y con quienes había compartido toda su vida, pensaría el día en que se enteraran de que ella, la joven inteligente y audaz, se había vuelto tan atrevida que dejaría sus estudios para dedicarse a la revolución. Creía leer en los ojos de su padre, aunque se equivocaba, una desilusión, pero una indudable aceptación y, en los de su madre, intuía que ella misma desde siempre estaba preparada para que su hija mayor terminara en algo así. Y en eso sí no se equivocaba, pues doña Cecilia, pese a tener que aceptar la posición de su marido y de respetarla, estuvo de acuerdo con su hija. Entendió sin dificultad los motivos que la habían llevado a tomar las decisiones que había tomado. Doña Cecilia estaba convencida de que el rumbo político elegido por Juana, y eso alguna vez se lo diría, habría sido el suyo, de no ser porque tenía hijos y un marido a los que acompañar. Y claro, ese mandato de la familia era tan fuerte en su historia vital que la misma Juana se vería, más pronto de lo que se imaginaba, llamada a cumplir con él. Esos últimos meses, mientras sus padres creían que Martín estaba de viaje en España, ella se había ido distanciando, había construido las barreras que le permitirán continuar su vida sin ellos. Y por eso, en ese momento en que los observaba en ese baile de gala y veía a sus padres bailar abrazados, como siempre lo habían hecho, le parecía que estaban al final de un corredor sin fin, allá, del otro lado de las cosas; y ella, en este más acá de la revolución, del saber que traicionaría a los suyos para ayudar a construir un país supuestamente más justo.
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Ese día a la tarde pasó por casa de la familia Urbano. Quería saber si los padres de Martín tenían noticias de él. Vivía con la ansiedad de que llegara el día en que Martín enviaría por ella. Como solía suceder, la recibieron amorosos. Le dieron turrón y mazapanes y conversaron de política. El viejo Antonio le habló de sus navidades en España, de los años de la república y ella, como siempre, se dejó llevar por esas memorias que la tocaban tanto que dudaba de si en otra vida había participado de esas reminiscencias españolas. Y, como solía suceder, el viejo terminaba recitando versos de sus poetas preferidos: Vallejo, Alberti, Lorca. Juana escuchaba en las palabras del viejo la voz de Martín, de su amor, “Tanto amor y no poder nada contra la muerte”, y soñaba con estar de nuevo abrazándolo. Pero de él, nada: no había noticias, y la felicidad de ver a los viejos Urbano no era completa. El día de su partida parecía alargarse y ella estaba ya lista para dejar esa vida burguesa que cada vez le parecía más agobiante e insulsa. La militancia política se hacía cada vez más intensa; no había tiempo que perder: el mundo estaba a sus pies. La universidad le empezaba a parecer un espacio sólo propicio para la acción; ya no le interesaba tanto el conocimiento. Quería sentirse una verdadera revolucionaria y no había que ceder a los embelecos de la élite intelectual. Sí, se necesitaban revolucionarios formados, pero no formateados y, aun en la universidad pública, tenían miedo de ser consumidos por el sistema que tanto querían transformar. Tenía miedo de su pasado, de su mundo burgués, ¿sería capaz de dejarlo verdaderamente atrás?, ¿sería capaz de abandonar su familia, su casa, sus comodidades? Esas preguntas se desvanecían en la emoción profunda que se generaba
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en lo más interno de su ser, en ese lugar donde el miedo, el amor y el valor hierven. Poco se había sabido de Martín en esos meses. Aunque las noticias que llegaban parecían todas buenas, hacía pocos días había llegado un rumor de que uno de los amigos de militancia de Martín y de Juana había desertado. Sin embargo, no dejaba de ser un chisme que bien podía ser una forma de despistar al enemigo. Juana, en su fascinación y aguerrimiento, no podía imaginarse que sus compañeros de lucha desertaran. Ellos estaban hechos para la revolución y no había marcha atrás pues, aunque Juana a veces había pensado que por vías democráticas podrían llegar al poder, como en Chile, Martín y el resto de sus amigos la convencieron de que, si no era por las armas, en este país de mierda no bajaba nadie del poder a esta oligarquía. Y claro, ella se fue dando cuenta de que era cierto y aceptó que ése era el único camino, hasta el punto de que no podía entender ya una opción diferente. Sin embargo, por esos días la ansiedad aumentaba, quería irse pronto, reencontrarse con Martín y seguía sin una señal que indicara que sus sueños estaban cerca de realizarse. Una mañana, saliendo del apartamento en que ahora vivían los Vélez, en una zona muy lujosa de la ciudad, mientras iba caminando a tomar el bus para ir a encontrarse con algunos de sus compañeros de batalla, un hombre la tomó por la cintura. Juana intentó gritar pero, en milésimas de segundo, descubrió que era Martín. Entonces el corazón no podía soportar la emoción. “¿Qué haces acá? ¿Qué te ha pasado? ¿Cómo te apareces así?”. Y mientras tanto él que vamos pronto, debemos encontrar un lugar para conversar por unos segundos. Tengo que contarte muchas cosas y desaparecer. Pero él también estaba desbordado de la emoción. Se tocaban como si nunca 220
antes hubiese existido otro hombre y otra mujer, como si en esa mañana se hubiesen inventado los sexos. Se montaron en un bus, buscaron un puesto donde poder conversar y empezaron un recorrido breve y sin rumbo, por las calles de Bogotá. Martín se abrazó a Juana con fuerza y en esa posición le habló al oído. —Deserté. —No puede ser, ¿cómo es posible que dejes la revolución de lado? —y le suelta la mano con un gesto de indignación. Martín no cede al abrazo. —Tú sabes que eso no es posible. No te preocupes, mi amor: como yo, varios de nuestros compañeros desertaron. Encontramos que, desafortunadamente, ésa no es nuestra revolución. —Trataba de abrazarla más, pero ella estaba entumecida de rabia. —¿Y los campesinos y la revolución obrera?, ¿dónde la dejan?, ¿ahora me vas a decir que hay que hacer una revolución de intelectuales? —replicó Juana. —Espera, no te aceleres. No vamos a dejar morir nuestros ideales, pero estamos convencidos de que se puede hacer la revolución con menos verticalidad. Allá están sumidos en un ejército intransigente y sin escrúpulos. No importa matar al que te parece si no está de acuerdo con los que mandan. ¿Crees que ése es el nuevo país que estamos soñando? —Pero, entonces, ¿cuándo encontraremos una salida a esta inercia, o es que se te olvidaron las familias con las que semana a semana nos encontrábamos? Las calles de Bogotá seguían pasando a su lado, y Martín forcejeaba con Juana para lograr hablar lo más cerca posible con ella. —Claro que no, compañera preciosa; estamos acá para transformar este país y lo lograremos. Pero nuestra lucha está en las ciudades: somos urbanos, mi apellido no es en vano. —Y por fin una tregua, una sonrisa ante 221
este consejo de guerra—. Vamos a crear nuestra propia guerrilla, una organización que pueda entender las necesidades de este pueblo sin tener que apelar a las antiguas estructuras. Si el tema es renovar el país, pues hasta renovaremos las prácticas guerrilleras. Y sí, compañera, usted va a ser muy necesaria para esta lucha, ojalá que no se nos baje del bus. Y entonces besos, y caricias, y un poco más de esas palabras sorprendidas de Juana, por no entender lo que sucedía, por sentir una molestia de no haber vivido la experiencia por sí misma. Cuánto le hubiese gustado estar en el lugar de Martín. Tomar la decisión de cambiar el camino de lucha con conocimiento propio, y no de oídas, como le tocaba ahora. Martín acariciaba el rostro entristecido de Juana, que ahora miraba por la ventana como ida. —No te pongas triste, ya llegará tu momento. —¿Pero qué quieres que piense? Yo quería ir contigo, me dejaste acá y pronto mandarías por mí y ahora te regresas, con el peligro inminente de que pueden matarte por desertor y yo como si nada, sin la vivencia, sin ti, sin mis certezas, con mis sueños de los últimos meses derruidos por una vida que no es la mía. Ésa es la mierda de ser mujer en esta sociedad. —Calma, Juana, tú eres una estratega, una ideóloga. No te apresures, no temas, que tu momento llegará, te lo aseguro. —La abrazaba, buscando calmarla. Ella, con toda su fuerza de mujer, se fue pegando a su cuerpo, hasta acoplarse a la maravilla de tenerlo junto a ella. La despedida fue dolorosa. Juana quería estar cerca de Martín y ahora debían pasar días sin verse mientras la situación se normalizaba para él. Estaba aturdida y tuvo que llegar a su casa y fingir que nada estaba sucediendo. 222
Fueron días aciagos. No tenía con quien conversar, con quien intentar entender lo que estaba sucediendo, y de Martín no había noticias. Estaba sola y desesperada; procuraba entender, quería conocer el camino a seguir, soñaba con una nueva sociedad. Ya llegaba el momento de regresar a la universidad y Juana, convencida de que ese año no regresaría a estudiar pues estaría en el monte, tenía pocas ganas de empezar un nuevo ciclo de estudios. Estaba preparada para la acción, y no aguantaba más titubeos. Sin embargo, por esos días, cuando debía tomar esa decisión, no pudo encontrarse con Martín ni con ningún otro de sus compañeros, de manera que terminó asumiendo su regreso al estudio, aunque poco le interesaba. En realidad sabía que la universidad era un espacio de formación de revolucionarios y que seguramente ése sería el centro de acción de Martín para iniciar un nuevo grupo guerrillero, y no se equivocaba, pues sería desde allí que Martín y sus compañeros, incluida Juana, iniciarían la movilización que los conduciría a la creación de una guerrilla urbana, la primera del país, con unos ideales y unas prácticas robinhoodescas, que terminarían por seducir a la mayoría de los ciudadanos de clase media y, en algunos casos, también de clase alta. No obstante, su decisión de regresar a estudiar no duraría mucho tiempo. Los avatares de la vida política y la futura clandestinidad la llevarían a dejar para siempre la universidad. Por esos días las relaciones con el partido en el que había estado militando Juana desde que había entrado a la universidad empezaban a hacerse muy difíciles. Aun cuando Juana no había dejado de participar en las actividades programadas por el partido, los dirigentes habían expulsado a varios compañeros de Juana, incluido Martín, por haber decidido unirse a la guerrilla. Ahora la situación política 223
se complicaba; Juana esperaba noticias de Martín o de cualquier otro de sus compañeros. Quería saber qué estaban pensando, pues los del partido cada día le hacían saber, con más determinación que, si se acercaba a ellos, la sacarían también a ella. Claro, a Juana eso no le parecía tan grave si había una opción interesante de organización con Martín, pero temía quedarse sin lo uno ni lo otro. Por más amor que le tuviera a Martín, no estaba dispuesta a dejar de lado sus ideales. Ella debía cumplir con sus sueños, y sólo participaría en una organización que decididamente tuviera en cuenta a las bases sociales del país. Ella había visto ya a su padre y sus copartidarios olvidar a la gente común, y eso no se lo podía perdonar. Los días siguieron como si nada, en ese mundo exterior donde las cosas parecían existir por inercia. Juana estudiaba, visitaba los barrios populares donde desde hacía años daba talleres de formación política, hacía sus tareas editoriales para el partido, leía textos políticos, y mientras tanto, en esa calma chicha, su mundo interior colapsaba en las preguntas y en las ausencias. Martín no podría acercarse a ella por muchos días, y Juana no soportaba más ese abandono. Sabía, eso lo podía sentir en su piel, que Martín la quería igual que antes, pero no lograba resistir el deseo de estar con él, de escuchar sus nuevos planes, de empezar algún tipo de vida a su lado. A la salida de la universidad, en una de esas tardes de espera, se le acercó un compañero del partido, de los que se habían ido a la guerrilla, y le dijo que el próximo viernes la pasaban a buscar en la esquina de la calle 60 con novena, que estuviera allí, que alguien que ella reconocería la buscaría a eso de las tres de la tarde. “Ah, compañera —le dijo antes de irse—, lleve ropa 224
que nos vamos varios días”. Juana quedó petrificada. ¿Estaría Martín allí? ¿Sería realmente un encuentro o una trampa?, ¿cómo tomar una decisión?, ¿qué hacer? Y, además, ¿cómo manejar a su padre? Juana, por más liberada que era en su vida privada, había manejado siempre sus relaciones y su vida de tal forma que no fuera necesario contrariar a su padre demasiado, por lo que nunca se había quedado fuera de casa. Pero siempre llega una primera vez, y ésta sería la suya. Habló con su madre. Le dijo que se iba de paseo con sus compañeros de universidad, que era una decisión tomada y que no estaba dispuesta a pedirle permiso a su padre. Doña Cecilia, con esa mirada de siglos, le respondió: “Hija, simplemente vete, déjale una nota, asume tu vida”. Ella, sin embargo, sabía que don Juan iba a tener un ataque de furia cuando supiera que su hija había tomado una determinación como aquélla. Seguramente doña Cecilia estaba leyendo ya en los ojos de su hija otras tantas decisiones que no podrían detener y que la llevaban a pensar que lo mejor era promover de una vez por todas la tremenda discusión que esto generaría entre ella y su marido. Como era de esperarse, la culparía de ese libertinaje de su hija: —Porque, claro, usted se ha encargado de meterles en la cabeza esas cosas, esas ideas de libertad, qué cosa, cómo fui yo a casarme con la hija de un anarquista. Como solía suceder, doña Cecilia zanjaría la discusión con algunas de sus frases célebres: —Entonces usted viene a quejarse de haberse casado conmigo ahora, cuando los resultados no son lo que usted quería, cuando fue usted, Juan Vélez, y no yo, el que insistió en que no podía vivir su vida sin mí, que yo era la mujer de sus sueños. Mire, Juan, el día que usted quiera, yo me voy de acá con mis hijos, y usted, que le falta el tesón que a mí me sobra, y que su hija Juana 225
heredó, se quedará eternamente mirando a través de los cristales, esperando a que regrese para ponerle orden a su vida y yo no volveré siquiera la mirada para ver con qué gesto de patética sorpresa me ve alejarme. Don Juan Vélez había vivido tan enamorado y orgulloso de su mujer, de su inteligencia y su entrega por la familia que nunca fue capaz de refutar esas sentencias de ella. Estaba seguro de que no podía vivir sin ella y le aceptaba sus ínfulas de libertad, pero con sus hijos era diferente y llegaría al extremo de no ceder en su orgullo por las andanzas políticas y vitales de su hija Juana. Y llegó el día, aunque para Juana los minutos transcurrieron segundo a segundo, lentos, en ese tiempo del alma que abruma, en esa ansiedad que le producía no saber qué estaba sucediendo, en la desconfianza que le generaba ese encuentro, pero también en la curiosidad y emoción que le brotaban en lo más profundo por estar destinada a cambiar el rumbo de este país, pues quizás en ese encuentro encontraría un nuevo camino a seguir. A la hora indicada se dispuso a esperar. En una esquina cualquiera, mientras veía pasar la gente, el corazón le latía, con ese ritmo fuerte, como cuando tomaba la decisión de hablar en alguna reunión política y, desde que empezaba a pensar qué decir, le venía esa sensación de que su cuerpo entero latía, la misma sensación de desbordamiento que a partir de hoy y por muchos meses no se detendría. Entonces, para su mayor felicidad, llegó un auto verde, se estacionó frente a ella y, desde el otro lado de los vidrios, vio el rostro apacible y pleno de su amado Martín. Sin dudarlo se subió al auto y se dejó llevar. Cuando vio que venía solo, alcanzó a pensar que se iban de luna de miel y que le había preparado esta celada para sorprenderla. No obstante, minutos después sabría que no era propiamente 226
una luna de miel. Si bien estarían juntos, como pareja y disfrutarían de este ansiado reencuentro, iban camino a una finca, en las afueras de Bogotá, donde se reunirían con un grupo de compañeros con quienes iniciarían conversaciones para definir las características de la organización guerrillera que iban a conformar y las actividades que debían realizar en el corto y mediano plazo. El reencuentro con los compañeros más cercanos, quienes de formas diversas habían desertado a la guerrilla rural y que ahora estaban iniciando este nuevo sueño, fue fascinante para Juana. En especial se sintió muy halagada de encontrarse entre las pocas personas (eran como doce) que, durante esos días de encuentro, conformarían el primer núcleo de la organización. En realidad había más personas en la finca, pero no todas participaban en esas reuniones. Era la casa de los padres de una de las compañeras que desde hacía años andaba también agitando las banderas del partido. Y, aunque su padre era uno de los ideólogos más importantes para el surgimiento de esa organización, no sería parte de la plana mayor del movimiento. Era, como don Antonio Urbano, un viejo ya sin sentimientos de absoluto, sin capacidad de creerse los grandes cambios, pero esperanzado de que los jóvenes de alguna época, y ojalá fueran sus hijos, lograran cambiar el país gracias a la omnipotencia que sólo se engendra con éxito en la juventud, sin imaginarse que hasta sus nietos morirían en el intento. Fueron jornadas largas que dejaban casi sin ánimos a Juana y a Martín para su luna de miel. Estaban reinventando el mundo y esa labor, ese sueño divino, no deja intacta ni una célula del cuerpo. Les vibraba el alma. Mantenían el sueño cubano en alto, el Che 227
como estandarte, y cargaban con el dolor de la muerte de Allende, que terminó por minar cualquier resquicio de confianza en las salidas democráticas. La primera mañana desayunaron todos juntos. Se rieron mucho contando sus anécdotas del monte. El flaco les dijo con su voz temeraria y dulce: —Ahora sí, hermanos, vamos a trabajar. En la sala de la casa, todos ya acomodados y en silencio, siguió hablando: —Debemos ser creativos en la lucha. Una organización guerrillera en Colombia, un país eminentemente urbano, requiere una guerrilla urbana capaz de atraer las miradas de los más poderosos. Había que dotar la lucha de actos simbólicos que llevaran a la gente a pensar más, a cuestionar al Gobierno, las injusticias sociales, la politiquería. Martín pidió la palabra para agregar que el hombre nuevo debía ser su derrotero. El flaco continuó: —Y Bolívar, mis hermanos, sí, compañeros, Bolívar será el norte. No se podía continuar vendiendo el país al imperio. Entonces abrió la discusión y aparecieron las ideas y sugerencias que darían inicio a su particular grupo revolucionario. Llegaron a tres líneas de acción que debían seguir en el primer año de trabajo. Debían iniciarlo con una estrategia de expectativa para que el país se fuera preparando para su aparición; realizar algunos actos simbólicos, entre éstos la recuperación de la espada de Bolívar para que continuase su lucha, iniciar una estrategia de cooptación, que incluía acercarse a las grandes empresas del país para ir ganando apoyo de los sindicatos, y buscar adeptos en los movimientos de izquierda y de oposición de la época. Estaban cerca de las nuevas 228
elecciones presidenciales y había que utilizar ese clima para promover su organización. La luna de miel empezó con fuerza y continuaría así hasta que Martín entró en la etapa de mayor clandestinidad, cuando dejó de haber noticias suyas y Juana fue detenida, pese a haber tomado grandes precauciones para su seguridad. Sus vidas estaban destinadas a la brevedad y, por suerte, las vivieron así, con la intensidad que da el alboroto del amor y la revolución, con ese júbilo del miedo a caer presos, a ser desaparecidos, a ser asesinados. De todas maneras, por su juventud y por el alto vuelo de sus sueños, esos jóvenes que se separaron en la entrada a Bogotá, después de haber dado inicio a la organización guerrillera más rimbombante de la historia de Colombia, no se alcanzaban ni a imaginar los estragos que sus actos podrían provocar. En este ambiente de euforia, Juana y Martín empezaron sus nuevas vidas. Mantuvieron buenas relaciones con la familia Vélez, aunque las tensiones se hacían sentir. Asumieron sus tareas revolucionarias con todo el empeño posible. Y se entregaron a amarse como nunca más podrían hacerlo. Ni en lo más intenso de la relación de Juana con Julián, ella llegaría a amarlo como había amado a Martín Urbano, y Martín no tendría otra oportunidad en la vida para amar. Juana trabajó arduamente en las labores editoriales de la organización. Participó activamente en el diseño de la campaña de expectativa y en los materiales de difusión que debían entregarse en los barrios de las diversas ciudades en que se estaban llevando a cabo acciones de sensibilización. Fue testigo de la decisión de realizar el primer secuestro que, con ayuda de otros grupos guerrilleros, sería la fuente de recursos para la 229
campaña de expectativa que habían decidido realizar. Realizó tomas a buses de empresas y a fábricas para dar a conocer sus ideas a los trabajadores con el fin de conseguir adeptos y cooptar nuevos miembros. En cuanto a la organización, empezó su crecimiento: hubo la necesidad de aumentar la seguridad, y decidieron compartimentarse. Gracias a eso Juana fue nombrada jefa de una célula que debía prepararse para futuras acciones de recuperación. Debían protegerse, usar los seudónimos, nunca revelar su identidad ni su verdadero lugar de residencia. Había siempre compañeros que se encargaban de movilizar a la gente, a ciegas, a los encuentros de célula para que no supieran dónde se habían realizado ni conocieran la identidad de sus integrantes. Claro está que ese tipo de organización quizás habría funcionado como un reloj en una nación europea, u oriental pero, en la bacanería colombiana, la seguridad estaba mandada a recoger. Enamoramientos, rumbas y otras plagas los llevaron a dar mucha más información de la debida, en esas épocas en que seguían pensando que eran invulnerables, y tarde o temprano pagarían las consecuencias de su irresponsabilidad. Por su parte Martín debía adelantar tareas políticas. Debía crear vínculos con miembros de otras organizaciones partidarias, ayudar a conseguir apoyo para su organización guerrillera. Estaban acercándose las elecciones, y el clima se hacía cada vez más propicio para ello. Se unieron a la lucha del partido de oposición más fuerte del momento y, aunque los militantes del partido se encargarían de desmentir su participación en éste, Martín y los suyos se aprovecharon de las rabias que había generado el fraude del 70, para cooptar viejos militantes de la izquierda que se habían unido a dicho partido. Debían convencer a muchos compañeros de 230
lucha política para poder tener un campo de acción amplio en el país y una acogida respetable. Entre sus tareas, en compañía de la misma Juana, estaba la de hacer contactos con organizaciones guerrilleras de otros países y los contactos con Cuba, que servirían para que los militantes de la organización tuviesen un lugar donde formarse libremente. En esa época el sueño era la unidad latinoamericana. Había que sacudirse del imperio, y la única salida estaba en la unión. Así, Bolívar fue tomando cada vez más fuerza en su discurso, y por tanto se mantuvo el plan inicial de recuperar su espada. Era un símbolo de latinoamericanismo, de enfrentamiento con el imperio norteamericano, de buscar las raíces de la libertad en las luchas de independencia. Durante los meses de conformación de la nueva organización guerrillera, antes de hacerse conocer ante la opinión pública con el robo de la espada del general, las discusiones políticas fueron empeorando en casa de los Vélez. Juana había resuelto dar a conocer sus ideales, y eso la llevaba a largas charlas, a veces muy acaloradas, con su padre. Sin embargo, ella siempre siguió pensando que Don Juan estaría de su lado en sus decisiones políticas. Por esos días de efervescencia juvenil y política, Doña Cecilia le pidió a Juana que se encontraran en un café cerca del apartamento donde vivían. Era un lugar que doña Cecilia frecuentaba, pues con los años había recuperado el hábito de la lectura y, en las tardes, como tenía sus hijos ya grandes, salía de casa y se sentaba en ese lugar para entregarse a las maravillas del conocimiento. Era una mujer sorprendente. Ya a su edad, cerca de los cincuenta años, tomó la decisión de entender el papel que la ciencia estaba jugando en la forma de comprensión del mundo moderno. Sus años de lecturas políticas y de novelas habían terminado; sentía entonces 231
la necesidad de ahondar en la ciencia y en la filosofía para dejar en sus hijos, con el tiempo que le quedaba de vida, un legado que les sirviera para comprender mejor el mundo. Ya ella sabía que su labor estaba realizada pero, como siempre decía, la mujer de generaciones, de la cual ella formaba parte, debía adquirir un lugar de entendimiento, para poder ayudar a transformar ese mundo de hombres que les había quedado tan mal inventado. Alguna vez llegó a pensar en la posibilidad de separarse de Don Juan. Estaba cansada de verlo más y más comprometido con la corrupción que empezaba a arruinar el país. Sin embargo, lo amaba, y sabía que sólo un hombre como él habría sido capaz de soportar por compañera de viaje a una dama anarquista, aun siendo una gran ama de casa. Entonces zanjó en su interior la posibilidad de abandonar a Don Juan. La familia era su eje, aun para la libertad. Todo el conocimiento y toda la sabiduría que tenía en torno a la libertad y a la autonomía la vivirían las mujeres de las generaciones posteriores. Su madre la esperaba en la mesa de siempre. Ya se habían reunido allí para conversar temas variados; entre ellos, los temas de estudio de doña Cecilia, que Juana en sus afanes revolucionarios, hasta cierto punto, ignoraba. Juana se sentó, pidió un café y se dispuso a escuchar a su madre. Ya estaba cerca el día de la primera gran movida pública de la organización, y Juana vivía en un estado de intoxicación de adrenalina. —Ayer encontré esto en tu cuarto. Ya sabes que no suelo fisgonear tus cosas pero, limpiando, se cayó esto de un cuaderno tuyo. —Era un volante de la publicidad ideológica que estaba repartiendo en las comunidades menos favorecidas, donde ya era público que su organización existía.
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Juana se quedó estupefacta. Sin embargo, con tranquilidad, le contestó a su madre la pregunta. Con pelos y señales le explicó todo lo que estaba pasando y ella, con el rostro serio y con una cierta sonrisa interna, le aceptó sus decisiones. —Hija, no te olvides de que los caminos de la evolución son largos. Llevamos millones de millones de años acá, tratando de existir. No te dejes engañar por el alboroto del momento, nútrete de conocimiento, estudia más, no abandones la universidad, fórmate, que ese es el único acto verdaderamente revolucionario. Juana, por su parte, entendía esa charla como un acto de bellísimo apoyo de su madre y un llamado a complejizar la lucha armada con el conocimiento, pero no estaba aún en capacidad de entender el mensaje. Doña Cecilia le advirtió que su padre no aceptaría sus elecciones políticas y Juana, con su prepotencia juvenil, le dijo que no fuera tan escéptica, que su papá siempre la acompañaría en sus decisiones. —Recuerda El violinista en el tejado —le dijo doña Cecilia—: la cuerda se tensa hasta que se rompe, no juegues a reventar la familia. Sin embargo, Juana llevó las tensiones al punto máximo, y Don Juan optó por olvidar que alguna vez había tenido una hija mayor, por muchos años. Fue preciso en el día más feliz de muchos que había tenido cuando perdió a su familia. Juana estaba encargada de acompañar la recuperación de la espada, desde lejos, patrullando. Mientras, Martín debía entrar a la quinta con las personas que tomarían la espada. Luego de terminar el operativo, algunos compañeros tomarían el Concejo de Bogotá, mientras que la mayoría de los que habían participado en el operativo de la Quinta de Bolívar debían esconderse, lo más pronto posible. Juana 233
había dicho que en su casa podían esconderse algunos compañeros y se decidió que allí, por ser la casa de un congresista, estaban bien cubiertos. Así que a esa casa debían llegar Martín y el Gordo, quien había sido el primero en haber tomado la espada en sus manos. Ella los escondería allí por unos días mientras la situación se normalizaba. Así fue. Todos llegaron sin problemas hasta la casa de los Vélez. Juana los llevó al estudio y se quedaron celebrando la acción lograda. Horas más tarde, su padre llegó con la noticia de lo sucedido. Se sentaron todos a ver el noticiero. Juana, Martín y el Gordo se mordían los codos para no gritar de emoción. La idea era que su padre no se enterara, en la medida de lo posible, de que en su casa estaban escondidos algunos de los artífices de ese acto que él, con cautela política, tildaba de absurdo. Pero no fue posible evitar el conflicto. Horas más tarde don Juan llamó a Juana a su habitación para preguntarle a qué horas se iban esos muchachos. Juana, poseída por la emoción, le dijo que no se irían, que ella los estaba protegiendo pues podían tener problemas de seguridad. Ellos pertenecían al movimiento guerrillero que había recuperado (“Robado, dirás”, dijo don Juan) la espada, movimiento en el que también militaba ella y, sin dudarlo, sin temer las consecuencias de sus actos, Don Juan le dijo que inmediatamente debían abandonar su casa, que no quería verla nunca más. Fue tan fuerte el tono que utilizó y tan profunda la decepción que se dibujó en su cara que Juana no insistió. Bajó a su cuarto, sacó algo de ropa y les dijo a sus compañeros de lucha que debían irse a celebrar a otra parte: había que usar el plan B.
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12 Irene, déjate caer, deja que te lleve el viento, que se suelte en el aire tu cuerpo, no te detengas, sí, solloza, gime, vuela. Ese canto de sirenas es tu perdición, tu caída, tu única salida. Irene… deja los recuerdos desatarse, tus sueños regresar, no importa cuánto dolor te circunde. Vive esta vida de silencios, de tristezas, de esperanzas, que el vacío no te consuma, no dejes a la extraña muerte derrumbarte. Sigue hablando, no te detengas. Irene, deja el caparazón, haz que los recuerdos floten en tu mirada. Me enamoré de Camila porque ella tenía lo que a mí me faltaba. Por la época en que empezamos a frecuentarnos, con el fin de continuar nuestra terapia, yo había entendido que para Daniel la seguridad, la tranquilidad y el sosiego eran condiciones necesarias, y que definitivamente yo no podía brindárselas. Esto lo entendí, entre otras cosas que luego entendí, la tarde aquella en que me dijo que nos necesitaba a las dos pues en ella, en su mujer —de la que, por mala fortuna, yo no sabía que era la misma Camila de mis conversaciones— encontraba las certidumbres que mi vida agitada, política, bohemia, no le brindaba. Y claro, yo me encuentro con esa dama, menudita, tierna, que pasaba las tardes conversando y contándome sus pesares, y empecé a sentir una necesidad de verla, pero todavía no se me cruzaba por la mente que eso que sentía terminaría siendo amor. Sólo pensaba que me gustaba sentirme cerca de lo que yo no era, y le pedía que me contara más de ella y me dejaba volar en mis celos y me imaginaba a la mujer de Daniel, y a él queriendo encontrarla, pensando en ella aún en mi cama, ansiando su caricia segura, su mirada para siempre. Y qué extraño es pensar en eso ahora. Qué lástima que la seguridad de Daniel se hubiera ido al traste, que la vida 235
se hubiera empecinado en demostrarnos que nada es tan seguro como el azar de perderlo todo, pues quizás, y eso jamás lo habría podido saber Daniel, era más fácil que Camila se fuera con otra mujer —como lo hizo— a que lo hiciera yo, pero cómo cambiar las percepciones, como borrar de la mente de Daniel todos los sufrimientos causados por mí y cómo no ver que en él se formara esa certeza de que Camila lo cuidaría sin cesar, le daría el espacio para no caer más en el delirio de las drogas, de la rumba y de la noche bogotana. Al comienzo nos veíamos en las reuniones de práctica inicial, cuando yo aún no me convencía mucho de la terapia. Tenía miedo de que utilizaran esa información en mi contra. A las mujeres en este país nos persiguen por la vida privada, claro, cuando es turbia pues, si fuera una mujer muy responsable, amorosa madre y entregada esposa, nadie lo reconocería; ésa es la conducta esperada. Camila insistía en que conversáramos. Sí, doctora, a mí me empezó a gustar eso de encontrar en su presencia la sensación que Daniel buscaba. Que si eso es una enfermedad, que si estábamos locas, que si somos unos maniáticos, desorbitados, qué sé yo. En nuestra época se nos perdió el rumbo, o estamos todos esquizofrénicos, no sé, pero a mí me daba tranquilidad entender a Daniel; me hacía pensar que así lo podía dejar más rápido y que debía aprender de Camila para poder encontrar una nueva pareja y darme como ella se daba a su marido. Era como estar sentada frente a un espejo deseado, a la imagen de lo que yo no era y quizás nunca sería, pero que con ansias quería ser. Cuando ya me di cuenta de que nos habíamos enamorado, después de muchas peripecias que ya le contaré, descubrí que algo de todo eso había aprendido: me sentía capaz de darle certezas a Camila que nunca le había dado a nadie más. 236
Por unos pocos meses, me entregué a un solo ser, en cuerpo y alma, aunque suene cursi, como nunca antes me había sucedido, hasta que llegó Daniel a destrozar mi nueva alegría, porque así debía ser, porque la tragedia me asedia, porque él no era capaz de perdonarnos, porque lo estábamos dejando sin camino de salida. ¿Dónde estarás, quién te acompañará esta noche fría, de calles largas y silencios mortales? ¿En qué rincón de ese mapa tedioso estarás resguardado de ti mismo, de tu inseguridad, de tus frustraciones? ¿Qué hoguera te acompañará y cegará tu mirada, en qué viaje fúnebre te habrás lanzado dentro de las marañas de tu propio interior? Daniel, ahora que Camila se ha ido, que no regresará jamás y que yo me hundo en el silencio de mis recuerdos sin explicación, ¿dónde andarás tú, mi caballero sin sueños? Elegí la Universidad Nacional para realizar mis estudios, quizás porque era el lugar donde me imaginaba que podría encontrar mayor movida política e intelectual. Ya tenía noticia de que el espacio fascinante del conocimiento había dejado de ser tan fascinante en la mayoría de las universidades: créditos, competencia, éxito, y yo de eso nada. Me deleitaba pasar tiempo haciendo lo que a mí me gustaba; esperaba estudiar en una universidad donde pudiera dedicarme a conversar, a aprender en los corredores, a vivir el día a día con intensidad. A esas alturas ya sabía que mi interés mayor era la política, y me había inclinado, aunque mis deseos eran de izquierda radical, por la vía de la democracia. Suficiente con todos los dolores que había visto vivir a mis compañeros de colegio con la ausencia de sus padres; las muertes, las desapariciones. No estaba de acuerdo con organizaciones verticales, ni luchas armadas, aunque no me daba 237
cuenta de que en realidad estaba cayendo en la falacia de la ciudadanía, en la bola de nieve que se llevaría por delante a la juventud de una época en que nos creímos otra vez el cuento de que la democracia era capaz de llevarnos a alguna parte. Anarquista es que he debido ser, pero ahora es que me llega el tiempo de entenderlo. Y bueno, mi panorama político era complejo, y por ello terminé jugándome cartas sola; no quise entregarme fácilmente a ningún movimiento político, y fui haciendo un camino con mi capacidad inusual de entender y de convencer. Es que había construido para mis criterios políticos una premisa que aún hoy casi nadie que me rodea está dispuesto a aceptar: la vida pública es ante todo el reflejo de la vida privada. Yo pretendía ser una política que diera un ejemplo de coherencia. Si era por mi deseo de explorar, pues de eso podría hablar públicamente, o si era mi deseo de formar una familia, pues lo haría a cabalidad y no me dejaría llevar por los deseos sojuzgantes de esta sociedad que lo único que quiere es consumírselo a uno. Pero claro, esos argumentos no cabían en ninguna parte, pero mis destrezas sí y, poco a poco, me fueron cooptando, más los del centro, luego los ex guerrilleros, y yo fui haciendo un camino que me trajo hasta esta orilla de desechos, a este borde infernal, donde toda esperanza se pierde en el vacío; en el abismo de la negligencia. Por esos años había surgido en Colombia la necesidad de modificar la Constitución Política. Muchas organizaciones políticas, entre ellas los liberales y de centro izquierda pensaban que la Constitución se había convertido en una piedra en el camino para realizar los cambios que el país necesitaba. Por su parte la mayoría de los movimientos de izquierda y los movimientos guerrilleros creían que era una farsa más para engañar 238
al pueblo con reformas que no estarían nunca al nivel de los cambios sociales y políticos requeridos por el país. En medio de ese revuelo, recién llegada yo a la universidad, un grupo de jóvenes, orquestados por sus ideales y por una pequeña élite de políticos en pañales que bien se la tenían planeada para tomar su puesto en el Gobierno Nacional, arremetieron con fuerza para promover una asamblea constituyente. Y claro, ahí caí yo, de activista política, promoviendo la consulta popular. En esos meses conocí líderes estudiantiles de muchas corrientes, algunos que intentaban cooptarme y otros simplemente porque mi curiosidad me llevaba más lejos de lo que la gente se imaginaba, y yo me les metía en reuniones en las que ellos mismos habrían intentado evitarme. Me movía sin cautela, lanzada; todavía no entendía la magnitud de los peligros que me rodeaban. Y bueno, mi decisión por la vía democrática me llevó a entregarme a ese movimiento pro nueva Constitución. El apoyo del M 19, luego de la amnistía, y su reingreso a la vida civil y política, a la idea de realizar una asamblea constituyente, hizo que varios sectores opositores de ésta terminaran cediendo. A mí me parecía que eso había sido un gran éxito de la guerrilla, que eran pasos importantes para que personas que venían pensando el país desde miradas libertarias e incluyentes tuvieran un lugar legal para decidir. Estaba tan obnubilada que no podía ver el error. La verdad es que me tomó mucho tiempo bajarme de la nube. Aun siendo congresista, me seguía creyendo que la participación política y el lugar que habíamos alcanzado era un gran logro para el país. Ahora que me debato entre la vida y la muerte, que me hundo en este silencio borrascoso y aciago, sé que estuve siempre equivocada. La presencia de esos ex guerrilleros en la constituyente permitió que la farsa pareciera más plural. Con los años, nos hemos venido 239
dando cuenta de que la famosa Constitución fue en realidad otro canto de ángeles. En sus leyes se soñó un país, pero se dejó el campo abierto para que se siguiera construyendo un país opresor, sí, por supuesto, con otras reglas, más perversas, más de acuerdo con el mundo postindustrial. Mire, doctora, las cosas son muy jodidas. Esa Constitución es bonita. Es más: creo que ayudó a que no tuviéramos tantos muertos políticos, de los pesados, como la fila de muertos que vimos salir del capitolio en los años anteriores a la constituyente. Sí, pensábamos que la Constitución había abierto un campo real a los políticos de oposición, pero lo que no sabíamos es que en realidad era el andamiaje perfecto para que cualquier político que alcanzara cargos de importancia en el país estuviera maniatado y sometido a la economía global y a los intereses privados. Pero claro, yo misma recorrí el país ayudando a presentarla y explicarla a las clases populares, que eran las que después la sufrirían más. Cómo decirle que no podía imaginarme que era la Constitución perfecta para que entráramos de lleno en el mundo postimperial. Era el camino a la supuesta desideologización en que vivimos ahora. En pocos meses empezamos a vernos casi a diario. Camila quería saber más de mi vida. Ya no hablábamos de nuestros fantasmas. Bueno, no tanto, porque ahora había nuevos temas de conversación. Pasábamos mis pocas horas de descanso de ese trabajo infernal de ser servidora pública, contándonos anécdotas de nuestras vidas. Ella se burlaba de lo simplón de sus historias y se deleitaba con mis andanzas. Al principio abría los ojos, como búho en noche oscura, y yo le decía que se quedara tranquila, que no abriera los ojos, que no le iba a echar gotas. Nos reíamos mucho y seguíamos con los cuentos, que las mujeres de mi vida, que los hombres, que Rafa, y 240
Pierre, y me decía que antes ese hombre no había sufrido mucho —mi Daniel—, y yo le decía que yo quería ser como ella y se reía; porque eso ya no era posible. Ella me contestaba: “Yo soy lo que soy por lo tonta que he sido, más bien ayúdame a darme unos pinitos, a salir de este enconchamiento que el matrimonio terminó de crear en mi vida”. Mi Camila, pues a veces siento que fue ella el verdadero amor de mi vida, era hija única en una familia muy tradicional. Era la princesa encantada de los sueños y debía casarse con el príncipe que no la hiciera sufrir, que la llevara directo al paraíso. Pero sus papás, como ella, se habían olvidado de que eso entre humanos no es posible, que los cuentos de hadas son un invento para que soportemos este mundo desolado y triste. Ella se fue topando con una que otra experiencia que la llevó a pensar que debía despertar. Fue quizás en especial en su encuentro conmigo cuando decidió que la vida es sólo una y que debía gozarla. Entonces me pidió, pese a las reglas de nuestra organización terapéutica, que la invitara a salir, que le mostrara la noche bogotana. Por ese entonces yo había dejado mucho mis andanzas nocturnas, pero me di a la tarea de ayudar a mi nueva amiga. Me sentía ayudando a pervertir a la mujer de Daniel, y eso, no puedo negarlo, me daba un cierto gusto. A veces creo que yo ya empezaba a intuir el amor que nos estaba rondando. Tanto buscarnos, tanto llamarnos, tantas ganas de estar con la otra, que terminé por intentar poner tierra entre nosotras. Claro, en mi mente de aquel tiempo, eso no era consciente. Con decirle, doctora, que yo sólo pensaba que necesitaba tiempo para estar lejos de Daniel. En mis conversaciones con Camila, estaba llegando por fin al punto de sentirme fuerte para decirle que no lo vería más. De hecho lo estaba viendo mucho menos 241
que antes, tanto que no se enteró de que me iba de viaje hasta que, días después de mi partida, decidió llamar a mi oficina para saber por qué yo no contestaba el celular. Estaba solo en la ciudad y le había entrado un deseo tremendo de quedarse a dormir conmigo; era la oportunidad perfecta que hacía años no teníamos, pero que por casualidades del destino no podía llevarse a cabo, pues yo me encontraba durmiendo en las mismas sábanas de su mujer. Bueno, no es tan literal. Pasaron varios días de viaje hasta quedar atrapadas en nuestras pieles. Sí, sí, ya sé que cuento mal las historias, que me adelanto, que se me agolpan los recuerdos. Es que yo llegué un día con el cuento de que me iba de viaje, que tenía vacaciones y que además iba a hacer una visita de trabajo para completar un descanso bien largo, y me iba a Nueva York y a Madrid, dos ciudades de mis vidas pasadas. Camila me miró a los ojos, con sus ojitos de buhíta en celo y me dijo que ella se iba conmigo. Así no más, y yo que qué haces con tu marido y ella que nada, que ya estaba cansada, que cada vez estaba más convencida de que sus corazonadas eran ciertas y no estaba dispuesta a sufrir por un hombre como él, que más bien había llegado su momento de gozarse la vida y que por favor la dejara acompañarme y le permitiera aprovechar mi compañía para hacer lo que nunca antes había hecho. Daniel había hecho varias pataletas por las decisiones que yo había tomado. Luego del ultimátum, seguí viéndolo pero, sin dudarlo un segundo, le decía que me estaba preparando para la estocada final. Esa relación se iba a acabar, y él debía vivir su propia vida; mientras, yo seguiría mi camino. Él se ponía furioso; cómo se me ocurría, que llevábamos toda una vida juntos, que cómo lo iba yo a dejar, pero yo sabía que él no dejaría 242
a su mujer por mí, y se lo dije, y él se quedó callado y bueno, seguían las discusiones y él se deprimía, y a mí me daba pesar y lo volvía a recibir (no fuera que cayera otra vez en las drogas), hasta que me fui enfriando. Es que de verdad yo me estaba enamorando y no sabía, y lo dejaba llegar a casa y pasábamos horas y yo sólo me sentaba a su lado, como despidiéndome y le conversaba y lo consentía y nada más, y eso de cuándo aquí, si nunca habíamos podido resistir más de diez minutos sin terminar en cualquier baño que estuviera cerca haciendo el amor desaforados. Irene… que frenen los latidos, que se guarde el brillo de su blandir, que no vuelvan esos ojos a mirarte nunca. Y el corredor se expande y los gritos te llegan hasta lo más profundo de tu cuerpo, pequeño, inconsciente, y tú te preguntas por qué, por qué. No regreses la mirada, como Orfeo; estaba escrito que las perdieras, que se fueran para siempre, que te dejaran, solita e indefensa, con el monstruo al frente, retándote. No pares, habla, sigue en lo que íbamos. Calla… no repitas los oprobios, no recuerdes el horror, deja que las memorias rueden, que se deslicen, que no se acumulen en tu piel, que te dejen sonreír, pero ¿quién sonríe con tanta tristeza, con esta melancolía que te hunde? Mis estudios siguieron avanzando y cada vez estaba más convencida de tener la solución a los problemas de este país. Claro que no sería fácil lograr mi sueño, en especial, porque casi nadie me secundaba en la idea. Es paradójico: cuando los demás empezaron a secundar mi idea, yo descubrí que era una falacia, una idiotez que, con los seres humanos que vamos siendo, eso no es posible. Sí, yo estaba convencida de que lo que necesitábamos era enfocarnos en la renovación y creación de 243
organizaciones políticas, de que el tema de partidos era lo más importante. Si queríamos una democracia fuerte, debíamos tener partidos fuertes, y así una mejor capacidad de representación. Años más tarde me interesé mucho también por la participación ciudadana. Me enamoré de experiencias de otros países de democracia directa y, durante mucho tiempo, estuve intentando aprender de eso. Bueno, trataré de organizar en el tiempo todo esto. En la universidad fui construyendo mi argumentación sobre los partidos y, mientras eso sucedía, me llegó el cuarto de hora de apoyar la iniciativa de acabar con el Gobierno del Elefante. Nos creímos esa historia de buenos y malos y pensábamos que, sacando al presidente, podríamos cambiar las prácticas del país. Sí, yo, como muchas personas más, ayudamos a crear el mito de la honestidad, la aversión por la corrupción, como si fuera una práctica realizada sólo por unos cuantos. Promovimos discusiones sobre el narcotráfico y sus funestos vínculos con la política y pensábamos que así podíamos lograr cambios radicales. Pero, como es de esperarse en este país inerte y asesino, no pasó nada, bueno, creamos las bases para continuar escampando políticamente en ese paraguas de la anticorrupción. Muchos aprovecharon la desilusión por la política que reinaba entre la ciudadanía para hacerse, de un día para otro, independientes políticamente. Por supuesto, en ese saco caímos nosotros, y con esas expectativas de continuar las denuncias que nos llevarían a que la ciudadanía apoyara opciones diferentes, llegamos al Congreso de la república. La verdad es que, en medio de mi cuento con los partidos, fue cuando me invitaron a participar en encuentros y a estudiar en España y Alemania sobre el tema. Así es como termino yéndome al terminar la carrera. Y empecé mi vida allá, preparándome para mi 244
futuro político y para mi vida amorosa con Daniel. Y aquí estoy, perdida, sin rumbo, sometida a este maremágnum de recuerdos que no se hilvanan, a esta muerte que me hunde en silencios y vacíos. Cuando por fin regresé, había estado estudiando la democracia directa y me pareció que era mucho más justo y eficaz; seguramente las personas sentirían mayor apego a su democracia y, con esa participación más directa, habría mayores niveles de control social. Y sí, me vuelvo un poco técnica, pero así era la cosa, y convencí a Don Jaime y, con dineros de su fundación y de fundaciones extranjeras, estuvimos dando vueltas al país con el cuento ese de la democracia directa mientras yo me consumía en el dolor de haber perdido a Daniel y me entregaba sin tregua a esa forma limosnera de tenerlo, mientras el Gobierno nacional se debatía en negociaciones de paz inútiles, en una pantomima de cedo yo cedes tú, cuando ninguno de los bandos estaba dispuesto a ceder. Entretanto, nosotros fuimos creando una opción política que se materializaría con nuestra candidatura y que hoy me perece un despropósito. Yo me sentí feliz de dar a conocer al país algunas de las historias secretas de los negociados más oscuros de la oligarquía colombiana, con sectores que ante la opinión pública no serían considerados sus posibles socios. Me deleitaba mostrar las inconsistencias del Gobierno y los intereses turbios que movían la política de este país. Pero qué ganaba con eso, adónde podría llegar. Si pudiera volver a empezar, seguro repetiría mi vida y, si hubiera camino de salida a este estado mío, si un día fuera posible continuar, entregaría mis fuerzas a pensar mejor la condición humana, a entender la esquizofrenia que vivimos. Sólo así podría morir con la conciencia tranquila de pensar que hice lo que verdaderamente necesitamos 245
hacer: intentar romper esa carrera infernal al tener, al poseer, que nos vuelve criminales, roedores, insensibles. No fue posible conseguir tiquetes para el mismo día. Camila tuvo que viajar un par de días después que yo. Y, para completar, consiguió un tiquete en una aerolínea que llegaba a Nueva York a las dos de la mañana. Ella me pidió que fuera a buscarla al aeropuerto y yo, como mi labor era acompañarla en ese extraño recorrido por el mundo de su propio ser interior, le dije que por supuesto, que allá estaría. Claro que mi princesa no se imaginaba que yo la llevaría, a esas horas, en un viajecito por las entrañas de la ciudad. La verdad es que yo hace años tengo mucha facilidad para moverme en esa ciudad y no tenía problema en llegar al aeropuerto en tren. Bueno, en mi época no había tren, y costaba mucho más llegar hasta allá pero, ahora que pusieron el servicio ese del tren que lo deja a uno en el subway, ya no se me ocurre llegar ni salir del aeropuerto en otro medio. Y sí, tengo la plata para llegar en taxi (siempre la he tenido), pero me gusta vivir la ciudad, su movimiento, sus ritmos, ver los rostros de las personas que regresan a altas horas de la noche a sus casas; Manhattan, Queens. Gentes que viven del sueño de estar en una ciudad próspera, que aprovechan los beneficios del progreso y que, sin saberlo, se hunden en la depresión. Otros que inician amores que a pocos meses serán fallidos, otros que se lanzan a las turbulencias de una rumba pesada, a la libertad que da esa ciudad de reinventarse una personalidad, una fachada de uno mismo. Pues bien, mi amiga Camila, sí, a esa altura nada de nada, llegó, muy bonitica, con ropa lo más de linda, con su look bohemian casual, como le dicen por allá. Tomamos el tren del aeropuerto, todo pulcro, y ella contenta, 246
que me contaba la despedida con su marido, cómo fue que le había dicho que se iba, y que me preguntaba qué tantas cosas íbamos a hacer en nuestra visita a la capital del mundo. Pero, cuando llegó el momento de salir al tren de la ciudad, cuando nos sumergimos en el olor agrio de esas cañerías donde andan trenes a toda velocidad llevando gente de un lado para otro, el semblante le empezó a cambiar: “¿Estás segura de que no nos pasará nada?”. “Tranquila, no te preocupes, yo me conozco este tren”. Pero la pobre Camila no podía controlar los nervios, menos cuando en nuestro vagón quedamos rodeadas de locos. Varios ojos se asomaban del ensueño de la droga y de la vida callejera y nos miraban, y yo seguía hablándole, sin miedo, y ella casi temblaba, pero como que no me decía nada, y terminó diciendo que si era posible bajarse del tren y tomar otra cosa, pero no valía la pena y le dije que estuviera tranquila, que si quería nos bajábamos a tomarnos un trago con la maleta y todo, y ella que bueno. Y entonces, en vez de seguir uptown, nos bajamos hacia el Village. Llamamos a Jack, un viejo amigo taxista y fotógrafo que vivía en un apartamento allí cerca. Dejamos la maleta y Jack se puso unos cuantos chiros y salimos por ahí. Dos días después no habíamos llegado a casa de la amiga donde nos íbamos a quedar. Pasábamos de una rumba a otra, de un bar a otro. Comíamos y dormíamos unas horas y continuábamos por ahí. Jack nos dio posada esos días, y Camila se sentía más extraña que nunca. Cómo era eso de que no había llegado, de que nos habíamos bajado a tomar un trago y aquí seguíamos, casi dos días de juerga, y llamaba a sus papás a decirles que estaba bien, y ellos que por qué no les daba el teléfono de donde estaba y ella que no se preocuparan que todo estaba bien, y yo la miraba y me encantaba ver su sorpresa. Pasábamos del jazz al blues, y luego a Webster Hall, por horas bailando 247
en cada piso, y la Camilita atolondrada, y luego bagels, y sushi, y otra vez rock, hasta que me dijo: “Oye, ya no doy más, vamos a dormir en serio”, y tomamos el tren, con la maleta otra vez, y era de noche pero ella ya estaba más calmada, y llegamos a casa de Laura. Y como Laura me conocía bien, ni preguntó qué nos había pasado. Esos días fueron fascinantes. No parábamos de andar. Fueron varias personalidades las que nos afloraron y ella me decía: “Gracias, me hacía falta ser otra”, y yo que si no habías transmutado antes, que como dice el poeta, tantos hombres que no han sido ni siquiera mujer. Cada día un disfraz, y unas actividades que lo acompañaban. Y nosotras fascinadas, sin imaginarnos que esa ciudad no nos albergaba los mayores misterios que nos venían rondando. Camila se echó un par de polvitos por ahí. Como nunca, decía, y yo que no te preocupes, que dale y se iba con mancitos, y la pasó como que bien y yo tenía suficiente con Jack que desde años atrás era mi amante principal en Nueva York y todos sus condados. Suena extraño, pero estábamos a pocos días de descubrir en la otra el amor más grande, y sin embargo no sentíamos celos de lo que hacíamos. Hasta travestis fuimos en esos días, si es que unas mujeres rodeadas de hombres vestidos también de mujer pueden considerarse tales. Y obvio, otros días éramos damas de la sociedad y nos íbamos por la Quinta Avenida a probarnos ropa, y hasta compramos una que otra cosita, como para no sentirnos excluidas del sistema económico mundial, y nos moríamos de risa con mis comentarios políticos; era un viaje de sensaciones y mi Camila estaba llegando a su mejor momento. No se nos había ocurrido que podíamos incluir, entre nuestras posibilidades, turísticas un trío sexual con algún 248
caballero aventurero. Jack lo sugirió, al vernos tan innovadoras, pero la verdad es que, en Nueva York, más que una que otra droga, un poco de sexo y la rumba pesada, no tuvimos deseos de nada así. No sé a cuál de las dos le siguió sonando la idea. Lo que sé es que días después, ya en Madrid —otra ciudad alucinante—, sentadas en un balcón que daba a la Plaza Tirso de Molina, en casa de Rafa, volvió a salir el tema y él nos fue llevando, como quien no quiere la cosa, a encontrarnos con el abismo de nuestros cuerpos. A Madrid sí llegamos juntas. Fue un vuelo encantador. Los días de visita a la capital del mundo nos traían ya plenas de experiencias y de anécdotas. Camila brillaba, y su luz me devolvía un poco de mi luz propia. En menos de cinco horas, nos dieron comida y desayuno. Nosotras, que no dormimos ni un minuto y más bien nos pasamos la noche conversando y tomando vino y cerveza, sentimos con mayor fuerza el absurdo de esos tiempos. El día se había adelantado, y todos debíamos entrar en la nueva hora: “Despiértense, son las tres de la mañana, y es hora de desayunar”. Nuestro aire era festivo. Y ahora que logro recordarlo, creo que no dejó de ser así ni un día de los meses que compartimos. La alegría nos cercaba, y nosotras sin dudarlo nos dejábamos llevar. ¿Cómo saber lo que vendría?, ¿cómo imaginarnos el final? Rafa había regresado ya a Madrid. Yo, que me la había jugado toda por ir a despedirlo porque no lo volvería a ver, estaba, en menos de cinco años, otra vez tocando a su puerta. Nos recibió con su cariño de siempre. Nosotras pensábamos irnos a un hotel, pero él nos convenció de gastar ese dinero viajando y bebiendo, y más bien quedarnos en su piso. Para mí no era mala idea. El lugar donde Rafa vivía era cercano al lugar donde yo había 249
pasado mis últimos años en Madrid, y me encantaba recorrer esas calles. Ir a comprar el pan, el jamón, los boquerones, como si el tiempo no hubiera sucedido, como si mi Daniel me estuviera esperando y fuera posible empezar de nuevo, encontrar el amor y dejar de lado todo el sufrimiento que había vivido en los últimos años. Sin embargo, las cartas ya estaban echadas: yo era la de ahora, la que se sentía fuerte, la que había logrado salir del túnel del desamor, airosa, despreocupada y con deseos de enamorarse. Muy pronto nos habíamos encontrado con mis amigos y amigas de muchos años. Poetas, rockeros, pintores, escultoras, músicos y uno que otro desocupado, y empezamos la movida madrileña. Pero debo reconocer que no alcanzamos a pasar mucho tiempo en esas andazas, en esos aires de enriquecimiento corporal y espiritual que produce esa ciudad y sus gentes, cuando terminamos en la cama con Rafa, y el destino de nuestro viaje dio un vuelco inusitado. Fue así: estábamos en un bar de música electrónica que no me suele gustar mucho, y le dije a Rafa: “Salgamos de aquí, yo me canso mucho en estos lugares”. Él lo tomó con frescura y me dijo: “Bueno, pero ¿qué querrá Cami —como le decía él—?”. Le contesté: “Creo que también quiere salir ya”. Rafa nos propuso que fuéramos a su casa; allá podíamos escuchar música, fumarnos un porro y conversar. Y claro, allá llegamos. De otra manera no habríamos terminado en lo que terminamos. Nos pusimos cómodos y empezamos la conversa, al olor del canuto de unos inciensos muy perturbadores que mantenía el Rafa para seducir a damas inteligentes, solía decir, porque son las más difíciles y las mejores para convertir a las fogosidades de quien ha vivido del sexo hasta la médula. Nos vio cara de inteligentes (eso dirían los argentinos), qué sé 250
yo, pero muy rapidito nos tenía a las dos bailando con él, y tocándolo, y besándolo, y claro él era el centro de la faena, y estaba feliz, y nosotras entregadas a la exuberancia de producir placer a la limón. Camila era un despliegue de ternura encendida, y yo me daba a las delicias de sentir la excitación de Rafa. Siempre me había gustado seducirlo, por ser un hombre de esos de los que hay pocos, que la razón no les juega la mala pasada de tener que guiar la parada, y en cambio este ser poco celestial y amoroso se entregaba a las fruiciones que uno le daba y se dejaba llevar y se deleitaba tanto que uno gozaba de sólo darle placer a él. Pero Rafa no estaba buscando, como casi siempre, que nos diéramos a él. No, Rafa quería vernos a nosotras y, con la lentitud de quien sabe para dónde va, nos fue llevando a descubrir que nosotras también contábamos; podíamos encontrar placer en mirarnos, en tocarnos en besarnos. Cómo saber quién empezó. Yo recuerdo que Rafa dijo: “Mira esto”, y eran los senos redondos y firmes de Camila que se abrían a mis manos y los toqué, y mi sexo se llenó de agua. Y sí, en minutos estábamos envueltas una en la otra, ondulantes, gozando de esos cuerpos femeninos tan dulces, tan atroces, y ella me lamía, y yo no podía creerlo, pero seguía, y el mundo se fue transmutando en su cuerpo, en el mío y sí, estábamos creando el amor y la pasión y la lujuria. Fueron horas: Camila e Irene tumbadas en el sofá, en la cama, contra las paredes, en la cocina y Rafa mirándonos, más excitado que nunca, en esa ceremonia de descubrimiento, de perdición. Y nosotras, despertando del letargo, del sueño, nos íbamos perdiendo en la otra, en sus líquidos, en sus movimientos, varas de olivo al viento, alas en vuelo, claro oscuro de pieles que se derretían por ahí, cuerpos que no encontrarían jamás otro sosiego 251
que enlazarse, y todo era ella, Camila, Camila, y ¿cómo saber que Rafa nos abriría las puertas a este paraíso de sensaciones, a este amor que nos desbordaría sin cesar hasta la trágica noche de la muerte?
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13 —Yo no soy el hombre de las multitudes, doctora. No estoy en este mundo para entenderme con nadie. Por eso no me interesa tener una pareja estable, como usted dice que debería ser. Yo no busco el amor, me complazco en encuentros que me dejen sentir un poco más de esos placeres que mi cuerpo y mi espíritu logran producir y que pocas veces en la vida llegan. Sin ninguna intención de que se mantengan. Por eso me gustan las mujeres que no están, las que no puedo buscar en cuanto las necesito. Usted me gusta por eso. Porque usted es un fantasma, una dama de la sociedad que vive sólo para su familia y para su vida profesional, y que en el fondo de sí alberga una juguetona damita que yo quiero vislumbrar en sus presencias efímeras. —Todo esto decía Pascual Soler mientras, sentados uno frente al otro, se miraban a los ojos y tomaban una cerveza, para bajar los nervios de la doctora Galindo—. Claro, usted es muy intuitiva y sabe que es muy difícil para mí encontrar mujeres que quieran vivir esa etérea experiencia, pero la verdad, como no busco presencias, sólo me dejo llevar; cuando llega alguna valiente, me entrego a sus deseos. No creo en la realidad; sólo existen mis percepciones y mis deseos (con sus satisfacciones) y, sobre todo, esa terrible sensación de agotamiento existencial. Vivo de la contradicción de no querer suicidarme y estar convencido de que esta vida no tiene sentido, de que ninguna utopía es realizable. Los seres humanos somos una basura y, aunque yo no me lo crea, me mantengo alerta en este mundo, con ganas de entender. Beatriz Galindo estaba maravillada escuchando la descripción de sí mismo que hacía Pascual y se preguntaba de nuevo por qué Catalina, la amiga de Irene, había 253
sido tan enfática en advertirles que él era un peligro. Ella, por su parte, sentía que primaba el encanto de ver a ese hombre, su armonía, su figura de quijote sin dama, sin futuro, y no obstante, le producía un deseo profundo de mirarlo. Pascual era un enigma para la doctora, y eso la tenía embrujada. —Claro, doctora, alguna vez pensé que mi tarea era hacerme escritor. Cuando finalmente descubrí que mi vida como administrador de empresas exitoso no tenía sentido, que mi única libertad posible era no venderme a un sistema de producción de esclavos de corbata italiana, pues había entendido que el mundo de los ganadores es una pérdida constante de sentido, entonces decidí escribir mis descubrimientos. Pero la verdad es que muy pronto encontré, entre mis lecturas, a Pessoa, y me pareció que ya para qué. Ese hombre lo había dicho todo, o casi todo, y a mí ya sólo me restaba dedicarme a la contemplación, a la búsqueda sin afanes de una somera explicación de para qué me hallaba en este planeta. Y qué decir de Kafka, Pizarnik, Sábato. Es que también descubrí en mí la capacidad de entender cómo funciona este mundo, de divisar las piezas del rompecabezas y de saber cómo se acomodan, y ese privilegio sólo puede ganarse con el aterrador complemento de la incomprensión de los demás, de una brecha emocional con los otros seres que nos rodean. Hace años que no pertenezco a nada, casi ni a mi familia. Aún no tengo respuestas definitivas, pero mi tiempo se va en eso, doctora, y ahora, en estos días, también se me va en pensar en usted, en imaginarme un encuentro amoroso con una mujer tan bella como usted. Cómo será olerla de cerca, saber a qué saben sus pies, conocer el giro de sus caderas. En fin, usted me gusta, doctora, qué más quiere que le diga. 254
Pascual Soler había abandonado una célebre carrera en una entidad financiera, luego de haberse graduado de administrador en una de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos. Cuando regresó al país, venía ya con una maestría en Administración, y muchas entidades se peleaban por darle trabajo. Pero el aburrimiento lo fue cercando, y no pudo soportar más las concesiones que se deben hacer para seguir escalando en el poder. Entonces decidió salirse del trabajo; se fue a vivir a un barrio muy popular, casi en un inquilinato, y se dejó llevar por la inercia. Consiguió trabajos pequeños para sobrevivir y mucho espacio para vivir. Inversamente a como lo habría hecho de seguir en ese mundo de la acumulación. La doctora Galindo se preguntaba por la madre de Pascual: no sólo tenía un hijo drogadicto, perdido en la adicción, sino que su otro hijo se había abandonado a una vida sin los sentidos que nuestra tradición sabe reconocer. Pascual, por su parte, le decía que su madre había aceptado con resignación sus decisiones, pero que las partidas de Daniel, sus caminatas por el infierno sí no estaban dentro de su gama de posibilidades, y por ello el dolor la iba minando. —Cada vez se la ve más triste, más empequeñecida, más solitaria. Está sumida en un letargo del que no creo que pueda despertar, aunque vive como si nada, pero uno conoce a su madre y sé que vive sin vivir, que está casi muerta en vida. Se despidieron con ternura, con la ternura de quien sabe que tiene contados los minutos con la otra persona aun cuando no tiene prisa. Una leve caricia de la mano de Pascual en su rostro, un beso casi en los labios y un corazón punzante, desorbitado, en cada cuerpo. Las amenazas continuaron y, sin embargo, la doctora Galindo no se imaginaba a dónde llegarían los 255
interesados en que se ocultase el acuerdo perverso que giraba en torno al tema de la pauta publicitaria. Todo parecía ir bien hasta que un día, mientras Beatriz Galindo iba de regreso a casa, una camioneta de esas que usan los narcos, los guerrilleros y los congresistas, se le atravesó en el camino. Ella supo inmediatamente que no había ningún error, que venían por ella y, en los segundos que siguieron, vio su muerte, vivió la más dolorosa despedida; pensó en sus hijos, su marido, en su vida, pero no encontró, entre las imágenes que la circundaban, ninguna que le anticipara del todo el fin. Minutos después se encontraba tirada en el piso del vehículo, con los ojos vendados, marchando a un lugar del que nunca sabría dónde estaba. El tiempo tomó un aire inquietante, que después no podría recordar. Nunca sabría si habían pasado horas, o segundos; era algo parecido a la eternidad y así no era como ella se imaginaba la muerte. Estaba viva, y la llevaban al encuentro de uno de los hombres más cínicos que habría de conocer. En los últimos días las conversaciones con Irene estaban cada vez más centradas en esa otra mamá, de la que hablaba con mucho afecto. La doctora Galindo estaba segura de que la naturalidad con que Irene hablaba no podía ser producto de una falla de su mente. Esa mujer existía y representaba para Irene uno de sus núcleos afectivos más determinantes. Irene miraba con otros ojos cuando la mencionaba; se explayaba en historias de vida con esa mujer, canciones, juegos infantiles, relatos extraños sobre distintas identidades de su padre. Beatriz Galindo pensaba, cada vez con más fuerza, que podría haber algún tipo de militancia oculta en la vida del matrimonio Carmona, y que precisamente era allí donde estaba la clave de lo que Irene estaba viendo.
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No obstante, intuía, por la insistencia de Irene, que esa madre no era doña María Teresa. —No, doctora, es diferente. Es otra mamá. Es tan bonita... tiene ojos como los míos. Ahí me veo. Y el papá, ese soñador, como le decían ellos. Los demás, el abuelo, la abuela y la abuela del parque. Y caía en algún momento en un silencio, y la doctora sabía que, además de ser una persona importante en su vida, era uno de sus nodos amnésicos. Y por esa razón llevaba varias consultas dedicada a esculcar por ahí. Sin embargo, esto de hacerle recordar a un amnésico sin las pistas de lo que debe recordar es muy difícil. La dificultad de su tratamiento de la congresista la hizo reflexionar sobre la posibilidad de que quienes quedan con memoria intenten devolverle al desmemoriado una vida amañada, unas claves vitales que sesguen su forma de entenderse a sí mismo. Por tanto, las altísimas precauciones que se tiene en estos casos con la información recibida le parecía muy justificada. El caso de la pauta era importante para muchos pesados en el país, al punto que, minutos u horas más tarde, la doctora Galindo se encontraría sentada, frente a frente, como antes con su apasionante hombre de las multitudes, con un senador de la república, quien decía estar allí para explicarle los motivos de su retención. Era un hombre medianamente gordo, cincuentón, de la misma generación de la doctora, que salía en los medios de comunicación, y de esos de los que, pese a que más de una vez se sabían cosas inadmisibles, el electorado seguía eligiendo.
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—Siéntese, doctora. Qué bueno tenerla por acá —le fue diciendo mientras a ella la sentaban a empujones en una silla como de interrogatorio y le destapaban los ojos. Todo esto ocurrió en un cuarto tan oscuro y frío que la doctora imaginó que se encontraban en el último sótano de un búnker. Esta escena ayudaba a mantener las ficciones sobre el país que ella estaba conociendo en los últimos tiempos—. ¿Cómo la puedo atender? Tal vez le gustaría tomarse un traguito conmigo, como para que se relaje. Mire, doctora —y le fueron entregando un vaso lleno de algún licor que ella bebió sin pausa—, estamos acá porque usted está jugando con candela. Doctora, no pierda su tiempo. Si quiere seguir jugando a la siquiatra exitosa y devolverle la memoria a mi colega, bienvenida, no hay nada oculto ni nada que pueda perjudicarnos en que esa pobre jovencita recupere su memoria. De ella nada tememos. Y claro, debo decirle que me han dicho que usted está dizque atando cabos y uniendo todas las situaciones que sucedieron en la vida de la congresista Carmona con nosotros —le dijo mientras seguía tomando su trago. La doctora, ya medio ebria de todo el licor que le estaban dando, trataba de entender las palabras de ese hombre, de observar bien sus gestos y, por supuesto, le daban licor para que no fuera capaz de hacerlo, para no darle pistas que ellos no querían que la doctora Galindo tuviese. Puede que no tuvieran nada que ocultar sobre Irene pero, por otro lado, tenían mucho que ocultar. Formaban parte de una de las redes de corrupción más grandes del país y estaban aliados en sus labores con uno de los más importantes grupos económicos. Pero, claro, miedo sí querían que tuviera y sobre todo, una clara conciencia de que ellos no tenían nada que ver con el caso de la congresista—. Permítame explicarle un poco cómo son las cosas en este país, del que por las noticias que tengo, doctora, entiende poco. 258
La torta está dividida hace rato, y quien quiere ser parte de ésta debe dejarse llevar por los negociados tradicionales. Lo que pasa, doctora, es que todo esto se parece mucho a los espectáctulos de toros. Si cada cierto tiempo no muere un torero asesinado por el toro, el espectáculo se muere. No sé si usted entiende ese símil, pero se lo intentaré explicar mejor. Si no entramos en la paranoia del control social y de la purga de la corrupción, los que no tienen parte del ponqué, o mejor dicho, los peces medianos, le tirarían en bandada a los grandes. Esto es lo que no queremos, porque los que no tienen nada están tan jodidos que ni fuerzas para revolucionarse tienen. Por eso —la doctora Galindo trataba de concentrarse y de entender lo que este hombre decía, hurgando en su mirada para descifrar otras claves importantes—, por eso a nosotros nos sirve que aparezcan personajes como su adorada paciente. Ella, sin darse cuenta la pobre, legitima el sistema en que vivimos. Ella hace el espectáculo catártico, la comedia y la tragedia que llevan a que la gente quede tranquila, duerma bien con sus culpas apaciguadas y que los peces medianos medio se crean el cuento de que los intereses se están reacomodando. Pero mire cómo son las cosas. Somos nosotros los que decidimos qué pueden denunciar los congresistas como la suya. Les damos la carnada y ellos muerden el anzuelo y, mientras el país se debate por escándalos tremendos de corrupción, nuestros negocios alcanzan sus mayores niveles, hacemos las movidas más grandes. ¿Ahora sí me entiende? A nosotros no nos interesaba hacerle daño a Irene Carmona, pero sí teníamos muy claro que no podíamos permitir que ella diera a conocer las fracturas de los grupos económicos que representamos. Esa historia del asesor que traiciona al gran jefe no es perdonable; 259
no sé si ya sabe que al pobre lo picaron en Europa. Los orgullos, las vanidades de los seres humanos son más poderosas que la razón. Al gran jefe le parece que dar a conocer esa traición le hace perder terreno de negociación; poder, doctora, poder es lo que de verdad cuenta en estas cuestiones. El poder de su congresista era tan limitado, tan infantil, tan de pataleta, mientras que el poder nuestro está articulado con los intereses más grandes, con las sumas que de verdad importan, y personajitos como ella no nos interesan. Claro que a más de uno le interesa la idea de que esos congresistas de escándalo queden hundidos en su propia mierda, como lo está su paciente. Finalmente a nadie le gusta que le hieran su ego, lo saquen al escarnio público; claro que, si después llega a la cuenta una millonada, pues hasta la vanidad puede posponerse. ¿Será que me puede comprender mejor ahora, doctora? Otra cosita, doctorcita, por favor háganos llegar los casetes, o se le complican las cosas a usted y a la muchachita esa, Liliana. No se expongan. Agradezca que esta vez la devolvamos intacta. Ésas son las órdenes que me dieron; espero que no nos tengamos que volver a ver, doctora. La amarraron de nuevo y la llevaron a un carro, tal vez el mismo en que la habían llevado hasta allí. Un tiempo después la dejaron por ahí, en una calle cualquiera de Bogotá. Antes de soltarla, le devolvieron las llaves del carro y su cartera con el celular. Su coche lo habían dejado cerca de Medicina Legal, como prueba de que la conocían bien y, unos minutos después, le avisaron por el teléfono móvil dónde ir a buscarlo. El miedo se mantuvo en su piel por meses. Esa noche llegó a casa; nadie estaba esperándola, nadie había notado su ausencia. En realidad, la retención, o mejor dicho el secuestro que había sufrido, había durado tan 260
pocas horas que no alcanzaron a darse cuenta. Tomó un baño de inmersión y trató de relajarse con aromas tranquilizantes y con un poco de coñac. Sus noches se fueron colmando de fantasmas, de temores, que decidió conjurar de forma muy conciente. Aceptó el miedo y se mantuvo firme en la lucha. Las cosas se estaban poniendo difíciles; no sabía muy bien adónde llegarían esos cínicos y se debatía con qué hacer con los casetes famosos. Pero una cierta entereza, un deseo de burlar el descaro de esos magnates de la política y del poder la hicieron mantener su decisión de no devolverles nada. Además, aunque tenía la sensación de que ese congresista no le había mentido, quizás estaba en lo cierto cuando le decía que el caso de Irene no estaba relacionado con ellos y que, por tanto, el problema terminaba siendo meramente de celos. Le parecía tan absurdo saber que el país, su país, estaba en manos de seres desvergonzados y cretinos como ese senador que no dudó más su propósito de hacer público, una vez que Irene lograra mejorarse, el contenido de los casetes. Pocos días después, se encontró con Liliana para continuar las conversaciones, para ver qué nuevas había, y sobre todo para contarle lo sucedido. —Qué vaina, doctora, yo no pensé que la tomarían con usted. Lo siento mucho —se lamentó Liliana, mientras mostraba un gesto de amarga sorpresa por el rapto. Conversaron largo rato sobre las terapias con Irene. La doctora Galindo le contó que Irene estaba llegando también al núcleo psicológico donde su vida se une con la de Camila y que se acercaban al momento cumbre, con lo cual sería posible que la repetición del shock vivido en esa noche fatal permitiera, quizás después de una recaída, una pronta recuperación. Sin embargo conversaron mucho sobre la situación de las historias 261
familiares que Irene contaba y las inconsistencias con la vida que de ella se conocía. Liliana, luego de esta conversación, y de tener más claro que la vida privada había sido la razón de la pérdida de la memoria de Irene, decidió, sin comentarle a la doctora, llamar a sus padres y clamar por su ayuda. Cuando lo hizo, algo se había movido en sus almas; algún extraño mensaje andaba rondando la casa de los Carmona pues, a los pocos días, tomaron la iniciativa y las citaron a las dos en la casa de los magnolios. El regreso a la casa de la familia Carmona significaba para la doctora Galindo una tremenda incertidumbre. Ya había sufrido desaires y groserías de parte de esa familia. No obstante, su compromiso con el caso de Irene Carmona la llevó a agachar la cabeza, y acudir a ese nuevo encuentro. El ambiente era desolador. La madre de Irene, doña María Teresa, había adquirido en el rostro unas marcas de tristeza que antes no tenía; se le veía mucho dolor en la piel. Y el padre tenía un tono nuevo, más denso, más asentado, menos avasallador. Claro, habían decidido dar a conocer a estas dos mujeres un secreto que habían guardado por años y que pensaron que nunca revelarían. —En efecto —les dijo el padre—, Irene es adoptada. La madre bajó la cabeza, se le escurrieron dos lágrimas que contenían el peso de un secreto casi tan sepulto como la memoria de su hija y que, con el dolor más inmenso, habían optado por desenterrar. Cuando encontramos a Irene, nosotros estábamos buscando tener por fin una hija. Ése era nuestro sueño y una amiga que trabajaba con casas de adopción nos habló de esa niña sin memoria. Los médicos decían que ella podría recomponer su vida con una nueva memoria, sin los recuerdos de ese 262
pasado doloroso que seguramente había vivido. No se sabía nada de sus padres, y a nosotros nos pareció que era la mejor manera de ayudar a un ser desprovisto de afecto, un ser que nos necesitaba y que nunca tendría que saber que no éramos sus padres. Doña María Teresa tomó la palabra de forma súbita: —Yo soy la miedosa, yo soy la que cometió todos estos errores. Es que no quería tener una hija que dudara de mí como madre, que sintiera que, por ser adoptada, yo no la quería y por eso me pareció que esa niña de la que nos hablaban, sin memoria, era el ser que necesitábamos para completar nuestra familia, nuestra felicidad. Y así fue: Irene llegó y nos colmó de dicha y poco a poco fue construyendo una memoria en la que sólo estábamos incluidos nosotros tres. Pero la tristeza llegó, como tenía que pasar, cuando empezó a sufrir de sus vacíos de conciencia. No obstante, no era tan frecuente; el resto del tiempo era una niña llena de alegría, inteligente, y nosotros éramos felices a su lado. Hemos vivido noches muy duras, nos hemos debatido mucho y llegamos a la conclusión de que no podíamos callar más. —Cuenten con nosotros —ofreció don Gerardo—. Queremos verla y, si es necesario, le explicaremos lo sucedido. Eso sí: cuando usted lo crea prudente, doctora. La doctora Galindo preguntó qué otros datos tenían, y ellos respondieron que ninguno. De la niña no se sabía nada, mejor dicho, sólo les habían contado que había sido entregada por militares a la casa de adopción pues su familia no quería hacerse cargo de ella. A Beatriz Galindo le dolía la tristeza de esos padres que, después de años, debían reconocer su error, ese que nunca creyeron haber cometido. La tremenda noticia que significaría en la vida de Irene saber que era hija de una 263
familia diferente la devastaría, pero al mismo tiempo le permitiría vivir con los recuerdos que estaban aflorando de su otra mamá, la mamá linda de la que tanto estaba hablando, de su padre cantor, de sus abuelos, en fin, ese mundo oculto que le negaron por años. Sentía una extraña indefensión, tenía la información que explicaba buena parte de los recuerdos que Irene estaba recuperando, pero no las fuentes que le aclararían los detalles que necesitaba. Entonces, ahora sólo le restaba buscar a esa madre, encontrar esa mujer de la que su paciente hablaba con insistencia. —Irene, he venido con tus padres, quieren verte. —¿Cuáles, doctora? —María Teresa y Gerardo. —Qué bueno. Hace días que los quería ver. Irene Carmona se reencontró con sus padres. Fue una conversación más bien tranquila, la encontraron sentada sobre la cama y, sin dudarlo, se levantó a darles un abrazo a cada uno. Estaba reconciliada con su recuerdo y parecía muy feliz de encontrarlos. Ellos, por su parte, estaban aterrorizados de verla. No sabían qué les diría sobre ese pasado oscuro, del cual ellos preferían no enterarse, aunque sabían que, para poder conservar la relación con su hija, debían aceptarlo. Se dijeron pocas cosas. Irene, en medio de la sorpresa de verlos, sólo atinaba a hablarles de las condiciones de vida que llevaba en el lugar. —Ojalá salga pronto de acá, ya me estoy aburriendo. —Y les pidió que le trajeran algunos libros y algo de música. Era la primera vez que pedía algo del mundo exterior de esa manera. La doctora Galindo estaba muy contenta de ver ese encuentro y se propusieron mantener encuentros continuos entre los tres. Lo que ellos no sabían era que la 264
doctora había obviado la información de la adopción, y ellos tampoco la mencionaron. La doctora sabía que esa información sin la veracidad de un ser querido era una metáfora de un mundo fantástico al que Irene no podía aferrarse. Ella necesitaba una presencia real para poder empezar a entender la situación. Por ese motivo, Beatriz Galindo se decidió a buscar a Pascual para contarle lo sucedido y pedirle que la ayudara en la búsqueda de la familia biológica de Irene. Pascual no podía creer lo que estaba escuchando, aunque en pocos minutos terminó pronunciando la frase que la doctora esperaba escuchar de sus labios. —Claro, ya entiendo mejor a esa mujer. Sí, la vida de Irene era un misterio; sólo contábamos con una parte del tablero. Era un ajedrez en blanco que no permitía ver las sombras del otro lado de su realidad. Ahora se podía jugar la partida completa y era mucho más fácil comprender los vericuetos más humanos de la vida de la congresista, de la mujer por la que su hermano se estaba volando los sesos. Irene recordaba el nombre de la madre. Al menos la doctora esperaba que así fuera. Había hablado de Juana Vélez, de la Juana, en muchas ocasiones. Con ese dato debían emprender la búsqueda. Juana Vélez no era un nombre muy común, pero sí había unas cuantas en la historia del siglo xx en Colombia. Cada dato era útil: un lugar de nacimiento, fecha de nacimiento, estado civil. Al poco tiempo había un pequeño grupo de mujeres que podrían haber sido la madre de Irene. Cómo se llamaría ella misma en esa otra vida nunca lo había mencionado. Pasaron días buscando información que les permitiera alimentar las matrices sobre la Juana que estaban buscando para poder definir cuál de todas era. Un día, el 265
apellido Urbano y su propio nombre brotaron: Luisa. Y ese dato les dio la pista que necesitaban. En efecto, pese a la clandestinidad de sus padres, habían podido casarse con sus verdaderos nombres y Pascual tuvo el gusto de encontrar la partida de matrimonio y hasta el registro civil de la niña: Luisa Urbano Vélez. Irene, la Irene de la vida de su hermano, era otra niña, otro ser que había sufrido un cambio de rumbo inexplicable hasta ese momento. Y sin embargo, la feliz historia no tendría final feliz, pues la madre había muerto, en circunstancias que pronto descubriría Pascual, y del padre no había noticias. Intentaron encontrar a la familia Urbano, pero era inútil. Luego de tantos dramas familiares, habían decidido refugiarse en la nueva España, la España surgida con la muerte de Franco. Entonces buscaron a la familia Vélez. Corrieron con la suerte de encontrar el número de la casa y se comunicaron con la madre de Juana. Doña Cecilia de Vélez, la hija del anarquista, ahora soportaba la vejez, sin su hija y su nieta, estoica, intentando entender el sentido del ser en el mundo, reprochándose no haber sido capaz de hacer razonar a su hija para comprender que las revoluciones son demasiado efímeras, que la vida está en la continuidad del aprendizaje, en el entendimiento del ser, y no en la ruptura catastrófica que su Juana había elegido. La llamada telefónica fue pavorosa. La doctora Galindo se presentó, le dio algunos datos sobre su profesión y le dijo, no había otro camino, que debía hablar con ella, que creía haber encontrado a su nieta. El silencio del otro lado del auricular confirmó el impacto que sus palabras estaban produciendo en esa mujer. No había duda: era la abuela de Irene (de Luisa). Doña Cecilia la citó en 266
el café donde pasaba sus tardes de vejez y le pidió que fuera a su encuentro sola. La doctora les contó a Pascual y Liliana lo sucedido, y ellos decidieron acompañarla, aunque sabían que deberían esperarla en el carro; de todas maneras ella los necesitaría. El impacto de ese encuentro vislumbraba una terrible sensación de tristeza para la doctora. En efecto, así sería como estaba siendo toda la historia que rodeaba la vida de Irene Carmona. El regreso de la congresista a su mundo real se hacía cada día más difícil para Beatriz Galindo, pues era algo así como entregarle la novela más agria, para que al final descubriera que el personaje desolado, traicionero, desgarrado, era ella misma. No obstante, a esas alturas no había salida. Ése era su deber, y lo llevaría hasta las últimas consecuencias. Doña Cecilia la esperaba en una mesa baja, como de sala, sentada sobre un pequeño sofá verde. La luz de una lámpara posada sobre la mesa producía sombras en su rostro que la envejecían. Sólo cuando Beatriz Galindo se sentó, la luz cambió y pudo encontrarse con la verdadera edad de la mujer. Tenía un halo de tristeza, aunque en sus ojos aún se veía el destello de la felicidad que un día la había acompañado. La pérdida de su hija y de su nieta la habían hecho pasar de anarquista a escéptica; por ello sus estudios hacía tiempo rondaban esos terribles caminos del infierno de saberse en el mundo sin sentido alguno. La doctora Galindo la vio y no tuvo que preguntarle su nombre. Tenía un aire muy marcado con su nieta. Beatriz Galindo quería llorar; sentía un espantoso dolor en la garganta y no sabía cómo empezar a hablar con esa mujer. —Cuénteme, doctora, qué es lo que me va a decir —la exhortó Doña Cecilia, como si aún no le hubiese escuchado decir que había encontrado a su nieta, como 267
si su escepticismo le impidiese creer lo que le habían dicho en el teléfono. —Hace meses estoy tratando de ayudar a una paciente para que recobre la memoria. Sus padres, de los que ahora sé que son sus padres adoptivos, me ocultaron esa realidad por mucho tiempo, y por eso no lograba entender la información que ella me estaba dando. Hace muchas semanas esa chica me habló de usted (la llama “la abuela del parque”) y de su madre, mejor dicho, su hija. Pero, sólo hasta que supe que era adoptada, entendí que debía buscar esa otra familia de la que hablaba mi paciente. Su nieta sufrió una pérdida de memoria tan severa que, cuando la adoptaron, pudo recomponer una memoria como si no hubiera tenido una vida anterior. Pero empezó a sufrir vacíos mentales y, hace unos meses, vivió un shock nervioso que la llevó a perder la memoria de nuevo. Yo entré en ese momento en su vida y he estado haciendo una terapia con ella. Su nieta es la congresista Irene Carmona. No sé si ha escuchado algo de ese caso. Se quedó en silencio. Tomaba sorbos largos de agua y café, de manera intermitente. La doctora casi no podía soportar los largos segundos de su pausa. Miró hacia afuera, se pasó la mano por la cabeza, como cuidándose el peinado y, con la mirada abrumada, empezó a hablar: —Claro que sí, doctora, qué lamentable que es la política en este país y qué absurdo que esa muchacha, si es mi nieta, haya recorrido ese camino que su madre odiaba, para terminar en esta situación tan deplorable. No por enamorarse de una mujer, como dicen por ahí, sino por ser vilipendiada por esos corruptos congresistas de nuestra “amada” república. Tanto pelear y morir esos jóvenes revolucionarios para dejarles a los hijos este mundo vacío y sin sentido. Usted no sabe lo que me alegra y me duele encontrarla. A veces, en esas largas 268
noches en que pensaba el destino que le habría deparado la vida, cuando no podía dormir y daba vueltas en la cama al lado del hombre que me ha acompañado por décadas, pensaba en Luisa; así se llamaba. —Sí, ya lo sé —susurró la doctora. —Esperaba que la vida le hubiera dado un lugar amable o una muerte digna, pues nunca supimos si estaba viva o muerta. Ahora siento una devastación interior, porque no sé qué mundo puedo darle, qué familia devolverle, cómo sentarme frente suyo para explicarle que su madre murió, combatiendo contra la nación que ella ha ayudado a construir, y que su padre desapareció como ella sin haber dejado rastro alguno, porque así son las cosas en este país de demócratas leguleyos, en este país de cabrones, y me perdonará la grosería. Usted puede imaginarse cómo me siento. Hace años sólo creo en el sinsentido de la vida; no me he suicidado porque tengo más hijos y nietos, y su presencia me sana por escasos minutos del dolor de mis pérdidas. Doctora, yo perdí a mi hija varias veces, entre otras por la furia de mi marido al saber que era guerrillera. Recuperar a mi nieta es quizás lo mejor que me ha pasado en años. Si es verdad que es mi Luisa, lléveme a ella, ¿será eso posible? La doctora Galindo le explicó que sí era posible que la viera, que debía preparar el terreno para ese encuentro. Le contó todos los detalles de la terapia y le dio tanta información sobre el pasado de la primera infancia de Irene Carmona que la abuela salió de ese encuentro convencida de que esa muchacha, esa joven congresista, era su nieta. También ella, doña Cecilia, le contó historias del pasado de Irene que le servirían mucho a la doctora para las siguientes terapias. —Qué paradójico —le dijo al final de la conversación doña Cecilia—: mi nieta se ha cruzado en el Congreso 269
con mi marido, su abuelo. Han pertenecido a bandos casi opuestos y no sabían nada el uno de la otra. —Permaneció en silencio, mirando su taza de café, como intentando recomponer en lo profundo de su ser alguna esperanza que le permitiera ser promesa en la vida de su nieta recién recuperada. La doctora llegó al carro, luego de haberse despedido de esa vieja hermosa y devastada, en estado de angustia y dolor casi incontrolables. Había caído la tarde, y ya se impregnaba todo del frío oscuro de la noche bogotana. Se sentó en su silla y estalló en sollozos. Pascual y Liliana se lanzaron de inmediato a consolarla. Sabían que ese momento sería difícil para ella, pero nunca imaginaron que sería tan intenso el sufrimiento. Sin embargo, era de entenderse. La doctora sufría por todos los descubrimientos y dolores que se iban desplegando a su paso en la medida en que continuaba el acompañamiento a Irene Carmona, Luisa Urbano, o como fuera. Sus categorías para conocer a los seres humanos pasaron por una transformación profunda; ella misma estaba inestable y frágil, y casi todo dejaba de tener sentido. “Si hubieran visto sus ojos”, repetía y lloraba cada vez con más desesperación, hasta que empezó a sentir las caricias de Pascual que la fueron aplacando. Ese hombre, ese ser que junto a sus hijos justificaba por esos días esa existencia sin sentido de la doctora, la había tomado entre sus brazos y como a una niña la estaba arrullando. Cuando la doctora volvió en sí, encontró su cuerpo sumido en ese calor pausado, como distante y total de ese hombre y, mientras les contaba lo sucedido, fue entendiendo que su cuerpo estaba ya destinado a encontrarse, en la piel, en los fluidos, en la incertidumbre, con ese cuerpo que ahora la contenía. Sin embargo, aún faltaban muchas horas, días, meses, antes de que ese encuentro aconteciera. 270
14 La sensación de libertad obnubiló los días de Juana. El triunfo de su primera acción guerrillera urbana, el encuentro con esta nueva vida al lado de su Martín y el vuelo infinito que el futuro representaba para Juana en ese instante de su vida la llevaron a despreciar la gran pérdida que significaba la férrea decisión de su padre de olvidarse de ella. Y así sería por mucho tiempo. Pues, si Juana sentía tristeza de no ver a su madre y al resto de su familia, si sentía angustia de no saber cómo sería el camino de regreso al seno de su casa paterna, estas sensaciones estarían ocultas para su ser racional por muchos meses. Por ahora, en ese presente que se expandía en emociones y se hacía eterno, sólo existían ella, el amor y la revolución. Era la libertad, esa vieja búsqueda que su madre le había inculcado y que ella, en la inmadurez de la juventud, confundía con su presente. Era entendible, pero claro, cómo no confundirse ante tantas esperanzas y emociones que se agolpaban en su cuerpo y en su mente. Luego de haber pasado varios días escondidos en la casa del plan B, se hizo evidente para los miembros de la organización que las fuerzas del Estado no tenían casi pistas, y por ello podrían regresar pronto a la normalidad, a continuar con sus labores. Aunque nuestra Juana no tenía normalidad para regresar, su felicidad estaba precisamente allí, en el inicio de una vida nueva. Pasaron un par de semanas viviendo en casa de los Urbano, quienes la recibieron con los brazos abiertos, como siempre lo hacían. El viejo Antonio les explicó, desde esa nueva perspectiva, por qué les había querido evitar esta situación cuando Juana se pensaba subir al monte con Martín. Él entendía muy bien lo que significaba perder 271
a la familia —la guerra lo había lanzado a esa vida de ausencias y de melancolía que es el exilio— y sabía de esos dolores. Juana, por su parte, no estaba dispuesta a perder terreno y pensaba que lo sucedido era una ganancia; en ese momento era libre y contaba con los seres que amaba. La alegría de la libertad aumentó, unos meses después, de forma paradójica, con una inusitada decisión de Martín, porque no en vano las instituciones sociales están allí para expresarse en la vida de los seres humanos, aun de sus mayores críticos. Y, por tanto, desde un lugar de protector, de hombre total, responsable, y teniendo en cuenta que las situaciones de la vida lo habían llevado a vivir con Juana mucho antes de lo esperado, se le hizo necesario a su alma asumir el compromiso con ella, iniciar una vida distinta, y terminó por proponerle matrimonio. Y, ¡cosa extraña!, Juana aceptó feliz. Ella que había dicho durante años que no se casaría, que su vida estaba destinada a cosas más grandes y más importantes, ante la arrodillada arquetípica y el beso de aceptación, no podía controlar la emoción. Algo muy profundo en su ser, sin que ella misma lo entendiera, la hacía sentir reconciliada con su familia. Y aunque ni su madre ni su abuela (que aun vieja estaba por ahí tejiendo, leyendo y contando historias del abuelo maravilloso), ni su padre, ni la mayoría de sus hermanos asistirían a ese ritual (sólo su hermano Tomás incumpliría las órdenes de su padre y la acompañaría), casarse estaba dentro del repertorio de acciones que eran bien vistas y la tranquilizaron ante su nueva vida. Los preparativos no duraron muchos días. Optaron por casarse ante un cura revolucionario de la universidad, amigo de luchas. Ese día Martín llevaba un jean y una maxiruana blanca —estaba más bello que nunca— y Juana, una falda 272
gitana blanca, una camisa vaporosa de color violeta y una corona de azahares sobre la cabeza con ese eterno pelo de gamín que la caracterizaba. Estaba también reluciente y, aunque el dicho dice que no hay novia fea, ésta era una novia hermosa, tanto como el novio. Entraron los dos juntos desde el principio a la capilla donde se realizó la ceremonia. Los viejos Urbano los acompañaron con el mismo fervor que les profesarían en todas sus decisiones. Y por supuesto, un séquito de amigos revolucionarios con los que diez años después no volverían a tener oportunidad de encontrarse a plena luz del día, sin compartimentaciones y clandestinidad, o sin los destinos que la muerte les guardaba. Como se habían pasado a vivir a un apartamento pequeño, en un barrio popular de la ciudad, hicieron la rumba de casamiento en casa de una de sus amigas revolucionarias. Fue una fiesta de aquellas. Empezó el sábado y terminó el lunes a la mañana: una celebración sin precedentes en el movimiento al que pertenecían. Estaban, quizás, celebrando también sus logros políticos de las últimas semanas, el sueño inmenso que se estaba abriendo en esa América bolivariana, la magnitud de los amores que brotaban de su unión —aunque, años más tarde, la lógica de la guerra y la verticalidad terminaría haciéndolos separar de quienes se amaban—. Bailaron, tomaron, soñaron, conversaron. Se imaginaron entre todos cómo serían los matrimonios en su país libre, ese país que el pueblo tomaría por las armas y que transformaría para siempre. Doña Cecilia tuvo por esos días su primera conversación con Juana a escondidas de su marido, como tendría muchas en los pocos años que le quedaban de vida a su hija. Cuando Martín y Juana decidieron casarse 273
y se sumergieron en los preparativos de la boda, Juana se descubrió un día con la necesidad de llamar a su madre. Oh, sorpresa, pese a las ínfulas de su libertad, sintió que ella, esa mujer que le había enseñado tantas cosas en la vida, tenía derecho a saber que su hija se iba a casar, y llegó a pensar que quizás hasta la acompañaría. Sin embargo, la decisión de don Juan Vélez de no querer saber nada de su hija era tan implacable que no hubo forma para doña Cecilia de negociar con él la asistencia a la boda. “Quien vaya a esa farsa sin mi consentimiento se va de esta casa”, dijo, como última palabra sobre el tema. Y por supuesto, cuando unos meses después se enteró de que Tomás había ido a acompañar a su hermana, lo echó de la casa, aunque la pelea con él no duraría tanto tiempo. A los pocos meses la organización les consiguió una casa, con un garaje interior, para construir allí una de las más grandes caletas de armas que tendrían en ese tiempo en la ciudad. Martín continuó con sus labores diplomáticas y cada vez recibían más apoyos internacionales. Cuba se afianzaba, y el sueño se seguía expandiendo como pan caliente por Latinoamérica. Juana, que era una gran ideóloga, y sobre todo una gran pedagoga, asumió la tarea de ayudar en la formación revolucionaria de camaradas en el resto de ciudades del país, y se pasó mucho tiempo durante ese año viajando por Colombia, de ciudad en ciudad, entregando a sus compañeros de lucha las frases más contundentes, los mejores recursos retóricos para convencer a la gente de participar en su organización, o al menos de ayudarlos. En ciudades de duras oligarquías, lograron construir vínculos muy estrechos con gentes ricas y apoderadas. Su discurso era seductor y además la mayoría de los mandatarios de la organización venían de familias pudientes que 274
tenían sus miembros muy conservadores, con quienes no había ni cómo hablar, y otros más libertarios que terminaban cayendo en las redes de estos locos de la revolución urbana. No obstante, los azares de la vida son inesperados y decisivos. En el albor de la revolución, del compromiso político de Juana y Martín, descubrieron, no sin un tremendo desconcierto, que iban a tener un bebé. Fueron días muy difíciles en ese nuevo hogar. Los meses que llevaban viviendo juntos habían sido armónicos; pasaban mucho tiempo sin verse, pues cada uno tenía sus labores en la organización y gozaban de cada encuentro lo más que podían. Pero se seguían imaginando sus vidas de esa manera, ligera, sin ataduras, nada más que ese deseo de reencontrarse entre esas cuatro paredes que ahora era su casa compartida, y sin embargo, la vida los llamaba por segunda vez a enfrentarse a una decisión difícil. “¿Qué hacer? —se preguntaban—, ¿qué camino seguir?”. Una opción que de inmediato apareció fue el aborto. Durante varios días evitaron pensar en el hijo y planearon su desaparición. Sin embargo descartaron el aborto, no por cuestiones morales, sino porque con los días, mientras iban planeando cómo hacerlo, Martín tuvo un sueño donde un hombre libre y feliz, que era su hijo, corría por los campos de ese país atormentado, y despertó con el deseo de convencer a Juana de traer al mundo a ese bebé. Ella, por su parte, se había ido encariñando con la sensación de ser mamá, aunque le complicaba su decisión de entregarse con todo a la revolución. Aunque sólo con el tiempo se daría cuenta de que su compromiso con su bebé le cambiaría la vida por completo, fue descubriendo en su cuerpo, en su alma, en lo más profundo de su inconsciente, un deseo voraz de dejarle a un ser nacido de sus entrañas el 275
nuevo país que estaban construyendo. Era una falacia inevitable. La emoción, la adrenalina de la juventud y el sueño de la libertad los consumía y no podían imaginarse que no sólo no les dejarían un mejor país a sus hijos e hijas, sino que los dejarían solos, amedrentados, abandonados por culpa de la muerte implacable, de las desapariciones y de los otros sinsabores que la vida clandestina les implicarían. La llegada de Luisa fue mágica. Se prepararon con todo el amor posible para recibirla, aunque estaban esperando al niño soñado por Martín. La niña pronto los enamoró y se entregaron a su cuidado. Juana y Martín entraron en los tiempos incontrolables de los hijos, de esa infancia extraña a la que retornan quienes optan por la paternidad y por la maternidad. Soñaron el proyecto de criar una mujer libre y para ello cada día iban escogiendo opciones más comprometidas. Sin saberlo, sin hacerlo demasiado consciente, Juana se fue entregando a una cierta normalidad que permitía hacer familia con Luisa y sostener el proyecto revolucionario. Martín, por su parte, tuvo un par de años de cercanía profunda con la niña y con Juana. Eran una bella familia, que soñaba con la libertad y con la justicia, y entregaba a Luisa el amor que creían necesario para que se sintiera feliz en este mundo. Juana vivía para ella, para jugar con su hija y el resto del tiempo colaboraba para que la organización guerrillera, que seguía su curso de crecimiento y posicionamiento en el país, adquiriera la fuerza necesaria. Fue extraño: Juana y Martín, revolucionarios hasta la médula, optaron por hacer una vida de cuidados con su hija. Juana no continuó con las acciones riesgosas y más bien optó por la estabilidad y crianza de su hija. Consiguió un trabajo en la empresa de teléfonos, donde ayudaba por otro lado a conseguir trabajos para amigos 276
de la revolución y recursos para la organización. Cuando Martín empezó a tener cargas más fuertes en la organización y sobre todo a tener que clandestinizarse, los Urbano colaboraban cuidando a Luisa mientras Juana trabajaba. Juana y Martín eran felices. La vida les había elegido una vida, valga la redundancia, que los llenaba de dudas y que los hacía sentir plenos de alegrías. Su amor no hacía otra cosa que crecer; encontraban en el otro la mejor imagen de sí mismos, el apoyo a las locuras que sus sueños generaban. Juana nunca sintió molestia de ser ella quien proveyera los recursos materiales para la casa. Por una parte, era la única forma de mostrar una cierta normalidad y, por otra, en los juegos de Martín y de Luisa, en los tiempos de estudio y conversaciones de Martín sobre las posibilidades de la revolución, ella misma crecía. Martín era feliz, y ella se regocijaba con eso. Se sentían un buen equipo para andar por el mundo, para sortear los peligros y para dar lo que más pudieran de sí a su pequeña hija. Ellos dos, a diferencia de muchas madres y padres jóvenes de la época, prefirieron no abandonar a su hija por la revolución. Muchos revolucionarios se alejaron de sus hijos para dejarles un mundo mejor. No obstante, las leyes de las causas y los efectos son fatales, y nunca es posible saber desde qué pasado infame se tejen las coordenadas que nos determinan la vida. Pese a los cuidados que Juana y Martín tuvieron siempre con Luisa, pese a las renuncias que hicieron, sobre todo Juana, para no ponerla en riesgo, su hija, antes de los cinco años terminaría viviendo en este mundo, sin padre ni madre, perdida en el vacío de una memoria endemoniada.
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Bogotá era el escenario de sus vidas visibles y ocultas. A la abuela Cecilia la veían en el parque de la treinta y cuatro. Una vez cada quince días. Mientras Luisa era un bebé, la abuela la paseaba cargadita por el parque y le contaba historias de la vida de su madre, de su infancia en Manizales, de su familia. Martín pasaba las mañanas en el parque del salitre con la niña y luego se daban el viaje hasta el centro para almorzar con Juana. En cada barrio había amigos que los recibían, soñadores despiertos que compartían con ellos su vida de padres y de madres. Habían dejado la casa de la caleta, para proteger a la niña y vivían de nuevo en un pequeño apartamento en el centro de la ciudad. El tío Tomás, que ya fuera de casa de los abuelos Vélez había decidido también entrar en la organización guerrillera, pasaba días en casa de Juana, preparando nuevas estrategias de cooptación, y jugaba sin cesar con Luisa. La llevaba, desde antes de haber cumplido un año, a los matinales del Trevi y del Embajador. Y Juana, que no dejaba de sentirse estudiante de la Universidad Nacional, aunque no se había graduado por los afanes de la revolución y luego de la maternidad, la llevaba a caminar por los potreros de ese centro maravilloso del saber y de la conspiración. Algunas tardes, iban a escuchar conciertos de música clásica con la bebita en brazos o caminando, cuando empezó a caminar. Era también la ciudad oculta en que Martín y todos los compañeros y compañeras de la organización tejían los vínculos, las fachadas, las estrategias para sus acciones de recuperación y de publicidad guerrillera. Martín salía de casa, en un barrio del centro de la ciudad, y se adentraba en los submundos de la clandestinidad, de esos encuentros de ensueño, que con el tiempo empezaron a ser compartimentados y a ciegas, donde se labraba el futuro de su nación libre. 278
Una de las acciones más sonadas de esos años fue el secuestro y posterior asesinato de un líder sindical que, según ellos, estaba traicionando al pueblo. Y, aunque a los poderosos esa muerte poco les importaba, sí les preocupaban los alcances de esa organización de la que seguían sin tener muchas pistas. Por tanto, la embestida fue fuerte, no tanto como lo sería un par de años después cuando le robaron un arsenal al ejército, pero de todas maneras desde ese ajusticiamiento debieron entrar, muchos de ellos, en una clandestinidad más rigurosa. Fue entonces cuando Martín debió pasar cada vez más tiempo fuera de casa, cambiar constantemente su aspecto y, por tanto, alejarse del nido donde el amor lo necesitaba para seguir creciendo. Juana aceptaba estas separaciones con el estoicismo de su ser revolucionario, y sin embargo, sufría lo indecible en sus ausencias. Por momentos la sensación era de vacío, de soledad; quería que Martín estuviera cerca de ellas como antes, quería hacerle el amor. Era una tristeza de enamorada, o una cuestión de loba en celo; estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario para protegerlo, pero en segundos se daba cuenta de que no podía hacer nada. Martín habitaba un mundo que ella desconocía; no tenía dónde hallarlo y el miedo la cercaba con una angustia que a veces no lograba controlar. Entonces vivía largos insomnios y días en donde la concentración se le iba hasta estar a punto de perder su trabajo. Era también la madre, la hembra con cría que no puede perder a su macho, que también se expresaba en lo más profundo de su ser. Y entonces llegaba Martín. Con bigote, con gafas, con barba, sin barba, sin gafas, sin bigote, y pasaba unos días al lado de ellas y Juana se sentía feliz de nuevo, y no le transmitía sus miedos, porque ella debía estar a la altura de la revolución, y no le dejaba saber que, en las largas noches 279
de su ausencia, sufría en silencio, escribiendo cartas que nunca le entregaría y que, como gran paradoja, sólo las podrían leer los policías que allanaron su casa años después. Martín se entregaba por esos días sólo a la niña y a Juana, les cocinaba, les cantaba; los viejos Urbano los visitaban, como hacían muy a menudo, para ver a su nieta amada. Algunas mañanas, cuando ya estaba Juana lista para salir a trabajar, se acercaba a despertar a Martín y él, saliendo de los intrincados pozos de sus sueños, le pedía: “No, no me despiertes todavía, estoy en una reunión histórica de Bolívar con el Che y no me puedo perder nada de lo que digan”. Regresaba al sueño y, minutos después, se levantaba feliz, lleno de la alegría que esos encuentros imposibles e imaginarios le brindaban. Habían visitado Cuba y a Martín el encuentro con la Revolución Cubana y el sueño del hombre nuevo del Che lo marcaron para siempre. Durante dos años más, la vida de normalidad de Juana y Luisa se mantuvo, aun en las ausencias de Martín. El trabajo seguía siendo un buen lugar de acciones poco riesgosas, y el resto del entorno estaba pensado para que la vida de la niña transcurriera en la mayor tranquilidad posible. Sin embargo, los azares de la guerra son insalvables. Martín llegó a verlas un fin de semana. Esa primera anoche, después de haber cantado Manuelita (una de esas canciones de María Elena Walsh que le encantaba cantar con Luisa), de haber leído una versión para niños de Alicia y de haberla acompañado a dormir, llamó a Juana para darle una noticia que no sería muy grata para ella. —Juana —le advirtió—, en una semana debes dejar tu trabajo y esconderte en la casa de una compañera de la organización, ¿qué me dices? 280
—Yo no pienso dejar mi vida con Luisa; mi trabajo ha sido una forma de mantener esta casa y no pienso irme. Eras tú quien asumiría ese lado de la revolución; yo me quedo acá. —Juana, mi amor, no creas que tus decisiones van por encima del mundo. —Juana por momentos se armaba planes en la cabeza, de los que le parecía que nada ni nadie podrían desbaratarlos—. Aunque tú no lo quieras entender en este momento, tu vida también depende de la organización y no puedes tomar decisiones sola. Vamos a dar un golpe grande, en el que yo he participado más que activamente y, cuando sea un éxito, tendrán pistas para encontrarme. Y por supuesto tú y Luisa deben estar a salvo. Por la magnitud de mis acciones de los últimos meses, la decisión que se ha tomado es que tanto tú y Luisa como yo salgamos del país una vez que se termine esta labor. Mientras tanto te irás a casa de la compañera Margot; ella pasará a buscarte al Parque de los Novios el próximo miércoles a las tres de la tarde y te llevará a una casa cómoda, donde deberán estar escondidas por muchos días. Debes lograr que la niña entienda la situación y no se deje ver por nadie. Una vez que se calme un poco la persecución que de seguro nos montarán, llegaré a buscarte. Nos imaginamos que será un mes después de los hechos. Y saldremos a vivir a un lugar tranquilo por unos meses. Juntos, Juana, sin separarnos ni un minuto. —No, Martín, yo no puedo aceptar esas condiciones. Yo había pensado que nuestra decisión de mantenerme a mí en esta vida era para que esto no sucediera, y ahora me cambias todo. —Sí, mi amor, yo sé que no queríamos poner en riesgo la vida estable de Luisa ni la tuya, pero no nos queda otra salida. Mi propio compromiso con la organización 281
las pone a ustedes en peligro, y no podemos hacer nada más. —¿Y por qué no nos sacan de una vez? —Porque podríamos dar pistas que no queremos dar por ahora. —Pues no me voy, Martín, yo estoy bien como estoy. —Juana, no te estoy dando una opción. Esto es una orden que yo mismo recibí del primero al mando. Y debemos cumplirla al pie de la letra; de otra manera pones en peligro a mucha más gente, a Luisa y a ti misma. Tú tienes demasiada información, Juana, no lo olvides. Como era de esperarse, Juana tuvo que cumplir órdenes, no sin antes haber tenido que recibir una llamada de atención del primero al mando, que fue hasta su casa dos días después de su conversación con Martín a decirle que no le quedaba salida, que la determinación era irrevocable. Fueron días asfixiantes. Una vez que llegaron a la casa donde debían permanecer, se les indicó los horarios y las zonas de la casa donde no serían observadas por nadie. El tiempo se fue trasmutando en angustia; angustia de no saber cuándo se llevaría a cabo la acción en la que estaba vinculado Martín; angustia de ver a la niña preguntar día y noche: “¿Por qué estamos acá, mami?, ¿qué pasa?, ¿y la casita?, ¿cuándo volvemos?”; angustia de no saber cómo saldrían de todo esto; angustia de cometer algún error, de llamar la atención. Una salida era decir a las personas del barrio que venían de vacaciones, pero no era posible con una niña como Luisa, que no estaba todavía en edad de decir mentiras y era fácil que contara que ella vivía en Bogotá y se dañara el cuento; por eso las encerraron. Juana buscaba por todos los medios actividades para hacer con Luisa, para 282
que no se aburriera, pero por momentos no lo lograba, como tampoco lograba controlar su miedo e intuía que la niña lo estaba percibiendo. Después de una semana de haber estado allí, la depresión empezó a ganarles. La niña dormía muchas más horas de las esperadas, y ella dejó de dormir casi por completo. Era la época de Navidad, y eso quizás ayudó a mejorar la situación de la niña. Muchas personas hacían novenas y se divertían, mientras ellas debían mantenerse sin que nadie fuera de la casa las viera. Una noche, a principios de año, el cansancio venció a Juana. El sueño la venció esa noche pues, en la madrugada, cuando llegó la compañera Margot a despertarla con la gran noticia que ella estaba esperando hacía días, estaba en un sueño profundo. —Compañera, despierte, estos locos de mierda se salieron con la suya: recuperaron todo un arsenal del ejército. Entonces se sentaron a escuchar noticias, y Juana pensaba en Martín, dónde estaría, que estaría haciendo. Se morían de felicidad por haber logrado semejante despropósito, y se les llenaba el alma de coraje para seguir. La niña preguntaba qué había pasado, y la mamá le decía: “Es que papá es un duro, mi amor, y logró hacer algo que toda la gente del país está escuchando”. Luisa terminó jugando en el cuarto que le habían destinado para ello, y dejó que las extrañas emociones de su madre fueran tomando su curso, mientras sentía la ausencia del padre y el dolor de no ver a los abuelos ni a nadie de su mundo normal. No obstante, quizás Luisa fue la que más fácil se adaptó; los niños son esponjas que guardan el dolor sin comunicarlo. Ella no le decía nada a su mamá, pero Juana sí se daba cuenta de que en las noches se dormía pegadita a su cuerpo, sin soltarla, y pensaba: 283
“Tiene miedo, algo está sintiendo de todo esto”. Entonces empezaron a pasar días de emoción. Cada día llegaba una noticia nueva sobre esa acción de su organización guerrillera, y Juana y Margot se sentían felices. Pero los días de dicha se fueron acabando en tanto que pasaba el tiempo y no había noticias de Martín. Se cumplió el mes que Martín le había dado como plazo, y no llegaba. Pasaron horas, días, semanas de zozobra. Nadie sabía nada de Martín. Juana fue perdiendo la razón. No soportaba ese silencio; necesitaba saber algo de su marido, del padre de su niña que preguntaba por él a cada minuto. Y mientras Juana se desesperaba y no sabía qué hacer, el curso de la vida allá afuera continuaba. Su apartamento había sido allanado, y habían encontrado sus cartas a Martín y uno que otro documento que ella no había alcanzado a esconder o a desaparecer. Encontraron el trasteo, pues Juana había dejado casi todo empacado y lo reventaron todo. Le volvieron naco sus cosas que, por algún destino fatal, nunca volvería a recuperar. En casa de los Urbano también allanaron; irrumpieron en medio de la noche y los amarraron a todos, pensando que estaban encontrando a algún cabecilla. Pero, en unas cuantas horas, descubrieron que las personas que estaban allí, los padres de Martín, un primo que estaba de visita de España y la empleada de servicio que era una compañera de vida de la familia, no debían ser encarcelados; más bien debían esperar hasta que apareciera alguien más. Los militares optaron por dejar un soldado de guardia permanente en esa casa, un intruso que a las pocas semanas se hizo casi parte de la familia, con la única salvedad de que los traicionaría en cuanto sucediera algo que les permitiera llegar hasta Martín o Juana. Pero la vida tiene azares incomprensibles. Una tarde, mientras el soldado se encontraba en 284
el baño haciendo sus necesidades, dos compañeros de la organización, nada menos que el primero y el tercero al mando, llegaron en un carro y empezaron a pitar. La madre de Martín salió corriendo a ver quién era y les hizo un gesto descomunal de terror al punto que esos locos que andaban por ahí tratando de encontrar noticias de los compañeros desaparecidos, como era el caso de Martín, huyeron despavoridos. Esto no sucedería con Juana, porque el azar estaba empeñado en que esa familia se deshiciera en llantos y en desolaciones. Entretanto, Juana seguía contando los minutos, desesperada, y decidió buscar un momento en que nadie en la casa estuviera cuidándolas para salir hasta la casa de sus suegros a buscar noticias de Martín. La fue poseyendo un deseo más grande que toda la razón, que todos los cuidados y se dejó llevar por la necesidad de saber algo de él. Se pasó varias noches planeando su salida, observando con mucho cuidado los movimientos de la casa (lo que antes no se había interesado en hacer), y descubrió que casi todos los días había una hora de la mañana en que las dejaban solas. Pasaron varios días para poder estar seguras: no quería tener un problema con el primero al mando después. Una mañana le dijo a la niña temprano que debían bañarse. La niña no preguntó nada, y Juana no le podía dar razones para que no contara nada. Margot entró en la habitación y las encontró muy vestiditas: —Qué madrugadoras, ¿desde cuándo se arreglan tan temprano? —Sí, es que hoy amanecí con ganas de que pase algo nuevo y decidí que debemos estar listas todos los días para la llegada de Martín. —La mirada de Margot se enturbió: ella tenía más noticias que Juana y no se sentía capaz de decirle nada. Estaba esperando órdenes. 285
Por lo menos quería saber qué iban a hacer con Juana y la niña, si saldrían del país o qué destino les esperaba. —Bien —aprobó Margot, y salió de la casa. Cuando Juana estuvo segura de que no quedaba nadie por allí, cogió su bolso, con los pocos pesos que le quedaban y salió con la niña a la calle. Luisa se negó por unos minutos a salir: —Mamá, tú dijiste que sólo cuando viniera papá saldríamos; me da miedo, no quiero salir sin él —le dijo llorando. Juana le explicó que había habido un cambio en los planes en que se les había dicho que salieran sin él, que pronto lo encontrarían. Luisa terminó aceptando y salieron. Se dirigieron a casa de los Urbano. “Tal vez ellos tendrán noticias”, pensaba Juana, mientras recorrían la ciudad preguntándose dónde estaría Martín, en qué rincón inusitado y absurdo estaría escondiéndose, o en qué lugar lo tendrían detenido, si así fuese. Todavía en su mente no cabía la posibilidad de que sucedieran todos los atropellos que en pocas horas tendría que presenciar contra ella misma y sus compañeros de lucha, aunque sabía que desde siempre en este país se torturaba y desaparecía gente, qué más que escuchar las narraciones de sus padres sobre la violencia, o las historias de sus compañeros de universidad que en muchas ocasiones eran detenidos y sometidos a tremendas golpizas y demás. Pero es que el corazón no acepta el peligro, y aunque lo intuye, no lo tolera y nos engaña. Y claro, no habría historia si no hubiese sido que ese día, a esa hora, en ese minuto, el soldado que cuidaba la casa de los Urbano estaba en la ventana y la vio llegar. Ya había encontrado fotos de ella y la reconoció 286
de inmediato. La patrulla que pasaba frecuentemente estaba cerca y los llamó. Cuando abrieron la puerta de la casa para recibirlas, cayeron los de la patrulla y las metieron a ella y la niña, y todos gritaban: “¡La niña no, no se la lleven, déjelas acá!”. El viejo Antonio Urbano, como un loco, gritaba en la calle: “¡Se llevan a mis hijas!”. Y toda la cuadra en silencio: sólo se veían cortinas que se cerraban, pequeñas hendijas donde los ojos más despiadados —algunos los llaman “inocentes”— permitían que en este mundo se atropellara de esa manera a los seres humanos. Las sentaron en el carro y a gritos le decían: “Qué bueno que te cogimos, putica, ahora sí tendrás que decir todo lo que sabes”. Y la niña gritaba, lloraba, mientras ellos le decían que se callara esa culicagada. Juana la abrazaba, porque todavía la tenía cerca: “Tranquila mi amor, tranquila, nada va a pasar, no te preocupes”. La niña gemía de miedo y ellos le gritaban que se callara. Entonces las llevaron a ese hueco, a ese centro de tortura que era una estación de la Seguridad Nacional y, sin preámbulos, las metieron al infierno: cuartos y más cuartos de gente amarrada, golpeada. Juana trataba de taparle los ojos a la niña. “A la niña no, por favor, a la niña no”, les rogaba Juana. Y el tiempo volvía a extenderse. No pudo saber cuántos minutos trascurrieron, cuántas atrocidades vieron esos ojitos tristes de su niña, hasta que llegó el momento terrible en que se la arrebataron de los brazos, se la llevaron para siempre de su regazo. Esa madre sintió cómo se abría un dolor sin fondo en su ser, cómo la vida se le iba del cuerpo, y un grito antiguo, como el horror más viejo de la humanidad, le salió del alma. Desde ese instante, ya nada podía vulnerarla más y no 287
hablaría; entonces, por la ausencia de su hija, a la que nunca más encontraría, entró en un estado catatónico del que sólo saldría luego de haber vivido en su cuerpo innumerables profanaciones y monstruosidades el día en que las manos humanas y tiernas de Julián la regresaron a la esperanza, al deseo sin fin de encontrar a Martín y a Luisa.
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15 Irene, Ireeeeeeeeeene… ¿ves tus manos?, ¿ves las líneas tenues que se dibujan en tus palmas y trazan un destino ya vivido, devolviendo la angustiosa simetría de tus años? No te calles, habla, deja a las palabras cubrirte, rodearte. Irene, sí, la felicidad es entender, aunque sea más doloroso; sí, mira tus arrugas, el tiempo existe, el absoluto se borró con la infancia, esa corta infancia tuya que ahora regresa. Habla más, dilo todo, observa tus lágrimas: gotas saladas cubren tu rostro, nublan la vista, abren el corazón a los recuerdos, a ti, a tu propia vida, a tus vidas, a las contradicciones que no te dejaban ver y sentir y oler. Ves tu rostro y en éste las marcas de un tiempo ya remoto de canciones y juegos, caricias, amores, sueños, ese tiempo sin fondo que es la vida y que corre como un tictac rutinario y vacío, porque el tiempo está en la mente, en tu mente que ahora vuelve a vivir en la simultaneidad de lo recuperado, en la angustia de lo perdido. Ahora ves, ahora entiendes, no dejes que la tristeza te embargue, no, Irene, sigue contando, sigue entendiendo, no frenes tus deseos. Camila y yo nunca pensamos en el futuro. Los días del viaje no nos alcanzaban para nada más que deleitarnos la una con la otra y, una vez ya sentadas en el avión de regreso, nos dimos cuenta de que estábamos de vuelta a eso que llamamos “nuestra vida normal”, y que no podíamos eludirlo. Camila tendría que volver a vivir con su marido y yo, a mi agobiada soledad. Claro que podríamos habernos quedado, pero es que a mí todavía no me cabía en la cabeza pedirle que nos quedáramos, como sí lo habría hecho de haber sabido que la iba a perder. Mejor dicho, yo todavía estaba muy atada a mi situación de congresista; todavía seguía creyendo en 289
mi responsabilidad política, y mi vida privada seguía estando en segundo lugar. Cómo siento haber pensado así, cómo me gustaría no haberla perdido, porque ahora sé; ella era lo único real que me quedaba en la vida. Poco tiempo después del regreso, empezaría a pensar que ese mundo de la política era una ilusión incierta, porque nadie da un peso por uno. A mí me dejaron así, me lanzaron y ya, y tanta cosa que yo hice y todo lo que entregué y mire, doctora, todo lo que usted me ha contado que han dicho y yo en este silencio, en esta soledad que me consume y Camila ida, sin poder volver y Daniel quién sabe en qué infierno. Pero, claro, si uno pudiera vivir después de saber, cuando ya entiende, si uno pudiera vivir con la experiencia acumulada de otros, si la vida no estuviera siempre signada por el caos... Como le decía la abuela a mamá, a la mamá del principio, que ojalá ella pudiera aprender de la experiencias de otras mujeres, porque yo las oía y me acuerdo de esa conversaciones y le repetía que no se dejara llevar por la emoción y qué hacemos si así es la vida. Claro, la abuela lo sabía, que eso es lo brutal y maravilloso de la vida, que somos una infinidad de seres y en el fondo somos la misma persona, el mismo ser que debe nacer, llorar, comer, morir, ese ser que se repite y que sólo desde sí mismo, desde su propia vida puede comprender lo que significa estar en el mundo. Está vieja, casi no la reconozco… pero es su voz, ese remanso. Sí, es ella, cómo es de extraño esto de que la gente cambie y uno no la pueda diferenciar y que cualquier cosa sin par, la voz, el roce de la mano, nos recuerde de tajo su ser completo, las memorias que se me escapan y regresan así, viendo esos ojos casi sin vida que me dicen: “Aquí estoy, soy tu abuela”. Y claro, ya sé que son dos mamás y que mi vida tiene varias historias, 290
y ella me dice que sí, que me ha pensado mucho y yo le pregunto por mamá y no contesta, por papá y tampoco. La doctora me mira con miedo, qué me tendrá que decir, pero bueno, la abuela me toma la mano y yo me voy; la veo llegando al parquecito y me trae galletas de avena que ella misma me hacía y un cuaderno de dibujitos que en sus ratos de ocio me pintaba y unas notas que mamá guardaba, de las que le decía: “Mijita, son para que le leas a la niña cuando esté más grande”. La abuela pasaba horas leyendo y escribiendo, dejando sus pensamientos en esos papeles, y por eso a mí seguro me dio después dizque por escribir lo que me pasaba. Y dábamos vueltas por el parque y, cuando llovía, nos metíamos en una tiendita y ellas conversaban mientras yo veía los regalos. La abuela me traía fotos: “Éste es el abuelo y ésta la tía y la bisabuelita, y ésta la finca”. También me traía fotos de mamá de niña y otras cositas más; un día llegó con un calidoscopio y nos dijo que era para que entendiéramos cómo funcionaba la vida humana; que a cada paso estábamos barajando las pocas posibilidades que nos daba la vida; que éstas eran como las piedras de un calidoscopio y se conjugaban en cada ser finitas posibilidades —el amor, la amistad, la belleza, el horror—, y se conseguían infinitos resultados. Y le llevaba a mamá unos libros y ella decía: “Ay, mami, qué belleza este libro, cómo quiero tener más tiempo para leer, pero nada, esto de ser mamá es maravilloso y no me importa que la vida se vaya por ahí”. Y la abuela le daba un abrazo y a veces lloraban, porque Juana era tan joven y corría tantos peligros. Yo no entendía mucho, pero ahora entiendo, ahora que caminé por los infiernos, ahora que sé que las piedras del calidoscopio de la realidad no son tan brillantes ni coloridas como las del calidoscopio de la abuela, ahora sé por qué el llanto, por qué la tristeza, por qué la muerte. 291
Sí, sí, no me detengo, ya sigo con la historia. Pues salimos en un tren, muy amelcochadas las dos para Granada. El viaje ya era otro. No el viaje inicial de las aventuras, de libertinaje interior, como me gustaba decirle a Camila, no, ahora era el viaje del amor, y casi ni nos poníamos a pensar en que éramos dos mujeres, que no era “normal” nuestro amor; eso qué nos importaba en ese momento, si lo único que teníamos era la felicidad que nos producía el encuentro. Fueron días de plenitud. Yo olvidé por esos días que en cada ciudad andaluza había un amante al que visitar, un cuerpo posible para reiniciar diálogos que yo siempre dejaba abiertos; algo se había cerrado en mí, y era Camila el centro de mi atención. Y claro, ahora nos contábamos diferentes, nos rehicimos en las conversaciones y yo recordaba las tardes con Cata, pero ahora era con amor, con la pasión extraña que pueden darse dos mujeres por entender, desde el puerto de lo mismo, de la similitud, lo que sienten. Sí, porque es maravilloso eso de sentarse con un ser de otro planeta, un ser de otro sexo —qué más diferente que eso — y lanzarse a la tarea de hacerle entender algo de nuestro ser, sabiendo que es una traducción imposible, como las culturas que se encuentran y nunca pueden hacerse entender del todo qué significa Dios o el amor o la familia, pero acá, en esta orilla desde la que conversábamos Camila y yo, sabíamos, con asombro y con felicidad, que este campo de amor que nos circundaba no estaba minado por la angustia de no ser entendidas. Es que con esa compañera de sexo las cosas ya estaban traducidas, ya estaba recorrido el abismo de la diferencia metafísica. Entonces lo que nos ataba era la fascinación de ser como la otra, de encontrar en sus ojos, más que el ser que quisiéramos ser, el ser que siempre habíamos sido. 292
Los detalles del viaje se me han borrado; ya no se cuántos días ni cuántas ciudades, ni esas cosas que los turistas guardan en su agenda para coleccionar. Nosotras derivábamos en ese estar que se abría en nuestras entrañas, y nada nos sacaba de ese estado, y me acordaba de esas épocas bellas en que jugaba en las playas de Grecia con las primas y Pierre, y las caricias de mamá antes de irme a la cama, la mamá otra, cuando me decía, y ahora entiendo, que nunca dudara de su amor, que ella era la mamá más feliz del mundo, que me amaba más que nadie en el mundo, y yo la miraba con ese amor seguro de la infancia, con esa certeza de que ella era única. Cómo imaginarme lo que mi mente guardaba, pero la plenitud de la vida está en esos instantes, y uno termina sabiendo que con los años se pierden, nada es cierto, todo está en esa loca carrera hacia la muerte, hacia el olvido. Y sí, por supuesto también me llegaban los recuerdos de las viejas canciones republicanas del abuelo. Dónde estará el viejo mágico y los cantos revolucionarios de papá, y esa mamá linda que me dejó crecer el pelo, aunque ella siempre lo tenía rapado. Yo le decía: “Mamita, ¿por qué te lo cortas así?”, y ella me contestaba: “Para sentirme libre”. Yo le replicaba: “Pero yo quiero ser como las princesas”, y ella me hacía cara de lástima. Pero así somos las niñas porque a mí ya me llegaría el día de no querer ser princesa y me metí en esa debacle feminista de no querer ser princesa pero querer encontrar príncipes, y tantos recuerdos que no sé cuál memoria recuperaba, o si sólo ahora puedo saber lo que mi mente pensaba en ese momento, en fin, como nunca se cuenta lo que se vivió, como sólo somos en lo dicho, en el estar siendo de las palabras, pero en fin, éramos felices. Al regresar a Bogotá, mi vida me pareció un absurdo. Sentí lo vulnerable que me hacía ser congresista en un 293
Estado altamente corrupto y mafioso. No alcancé a llegar cuando ya estaba recibiendo la primera amenaza por un caso que estábamos estudiando y que no alcancé a dar a conocer antes de los desgraciados acontecimientos que nos ocurrieron. Mi fascinación política empezaba a venirse a pique. No me parecía que mi función como congresista fuera realmente valiosa; algo me decía que mi oficio era al final una gran farsa y por primera vez sentí lo que hoy me resuena de modo constante en la mente: que mi tarea era una forma más inútil y absurda de darle sentido a ese mundo de podredumbre que es el Estado colombiano; que, con mis acciones, casi pataletas políticas, les daba el camino para que ellos mismos se rieran de todos sus conciudadanos. Es más, mis cavilaciones sobre este tema empezaron a ahondarse un día que un senador muy grosero llegó hasta mi oficina, se sentó frente a mi escritorio, sin siquiera haberme preguntado si tenía tiempo de escucharlo (y para esos días sí que no tenía tiempo, pues necesitaba darle cada minuto que me quedaba a mi amor), y me dijo que tuviera cuidado con lo que hacía, que nunca me olvidara de que en este país las cosas ya estaban organizadas y de que no debía tocar intereses como los que él representaba. Siguió con una perorata que ahora sé y me inició en las conjeturas que hoy me han llevado a pensar que más bien asco de mí misma debe darme por mis días de funcionaria de la patria. También mi relación con mis padres se hacía difícil. Por algún extraño motivo, mi relación naciente con Camila me hacía alejarme de ellos. Bueno, la verdad debe ser que sí me estaba dando cuenta de que había tomado una decisión poco más que afectiva; ahora mi tendencia sexual era radicalmente distinta, como puede ser la de cualquier persona que cambiara su gusto por otro sexo, 294
y quizás sí me pesaba frente a ellos. Además era una situación muy extraña pues, aunque aún no sabía qué iba a pasar en esa relación, qué tanto estaríamos juntas ahora que habíamos vuelto a estas vidas normales, yo sentía que ella había transformado algo dentro de mí, que mi forma de amar se estaba transmutando y que eso seguro que les encantaría a mamá y papá, pero también era seguro que no les gustaría mucho saber con quién era que mi amor tocaba tierra firme. Y bueno, para terminar, mi apartamento se me antojaba grande, vacío, casi invisible ante esta tremenda sensación de amor y soledad que me poseía. Los primeros días nos vimos poco. Camila y yo estábamos poniéndonos al día con nuestros trabajos, aunque sí hablábamos mucho por teléfono y era claro que nuestro tono amoroso no se desvanecía. Su presencia en el mundo me sosegaba y me daba energías para no naufragar en ese espacio perverso en que debía pasar mis horas diurnas. Además, para completar todo el panorama, supe que Daniel me había estado buscando y sentí con total firmeza que su lugar en mi vida estaba perdido. Días después de nuestra llegada, en medio de esa extraña espera en que me mantenía de reiniciar mi relación con Camila, pues por algún motivo ella había estado entregada a otras actividades esos primeros días, recibí una llamada de Camila. Después se haría más que feliz la situación; al principio pensé que este encuentro me significaba un pequeño remanso en mi soledad, pero no era así. —Hola, mi linda —me dijo Camila—, estoy esperándote en el hotel Tequendama, habitación 1207. —Bien, en seguida voy para allá. Cuando me abrió la puerta, no hubo tiempo de decir nada; sólo besos y abrazos y una onda de cuerpos 295
sobresaltados, agresivos, felinos que daban tumbos por la habitación. Ése era el ambiente de nuestra relación y, por esas extrañas cosas del destino, de las que uno nunca sabe si son malas o buenas, no llegamos a conocer el otro lado de nuestro amor. De esa pasión nunca aterrizamos, mejor dicho, la muerte no nos dio tiempo de aterrizar. Si fueron buenas o malas, no puedo darme una respuesta porque siempre tuve miedo de perder en mis relaciones la emoción, llegar a la cotidianidad, pero qué no daría yo por tener a Camila a mi lado, por no haberla perdido nunca aunque me costara tener que vivir con ella una vejez sin sexo ni reverberaciones. Mi entrega con Camila fue total, como nunca me habría imaginado, y eso ni Daniel ni la vida me lo perdonaron. Ireeeeene… Irene, ya no puedes detenerte; dicen por ahí que has vuelto a tus palabras, que hay casa para vivir y habitas este planeta ciego y desprovisto de sentidos y vives otra vez, como a tientas, taciturna, como ese ser potente que se mide a las aventuras, a los gigantes con forma de lobos y cubiertos de piel de oveja, y nada te detiene. Es una catarata de recuerdos, de sensaciones, de conjeturas. Esos negros pozos y esas serpientes devorantes y tu mirada adolorida y tú que regresas, caballera andante, tú que no te dejas ir y tú que sabes que sólo en la entereza, en esta enmarañada forma de ver y entender y vivir, te cabe el alma. Tu casa es grande para tanto recuerdo, para tanta vida, para tanto tiempo extendido en instantes eternos, para tanta muerte. Nuestra casita era pequeña, con lámparas que colgaban del techo y con colores muy vivos. Había un monstruo, “Alebrije”, decía mamá que se llamaba (lo había traído de México papá) y una diosa Ochún que iluminaba todo. También había una camita chiquitica 296
que era para mí, aunque solía dormir mejor en la cama de mamá pues, como papá a veces pasaba tantos días sin venir porque estaba viajando, yo me metía en esas cobijas de plumas y me acercaba a mamá, y leíamos cuentos. Y, cuando mamá trabajaba, yo me quedaba en la casota de los abuelitos. El abuelo Antonio y la abuela Inés tenían una casa grande y a mí me gustaba, y el abuelo me tenía un centro de ciencias en el jardín y sembrábamos plantas, frijoles y rosas y otras cosas así. Había una tortuga y un gato blanco grande como el de Alicia, y a veces en las noches yo me imaginaba que el gato Fortunato desaparecía y sólo quedaba de él la sonrisa y por ahí me volaba yo y caía al otro lado de las cosas y el abuelo me decía que le contara, que a él le encantaban mis historias y hasta las escribía. Me hizo un libro de cuentos y yo feliz, y la abuelita me enseñaba a cocinar cosas ricas y me mostró cómo se escriben los poemas, porque a ella le gustaba la poesía y pasábamos horas intentando rimar mis pensamientos y llegaba la mamita y yo corría a recibirla y me traía una chocolatina Jet y guardábamos las figuritas para cuando llegara papá, porque él era el que llenaba el álbum de Historia Natural. Y a mamá le preguntaban por ahí que por qué no me mandaba más bien a un jardín y ella respondía que algún día, que por ahora la cercanía con los abuelos me hacía muy bien; ahí aprendía muchas cosas del mundo, con los experimentos del abuelo y los números y el ajedrez con sus peones pequeñitos y esa reina blanca y negra que lo puede todo y el rey en el confín del mundo, todos los juegos que cada día nos inventábamos, y yo me la pasaba contenta sin querer ir a ningún jardín; qué más que el jardín de la casa de los abuelos, grande, con flores, con animalitos. También me gustaban las tardes de la universidad. Me llevaban a pasear y me subía en las piedras; veía animales grandes y los enfermitos, yo 297
me hacía amiga de los caballos y de las ovejas y de las vacas, en fin, era lindo estar con la mamá y con el papá lindo de la barba, que a veces llegaba sin barba. Yo lo miraba como sin entender y después que sí es, y besos y abrazos y a jugar, que “el tiempo es corto”, decía él. Saltar y bailar y comer y reír, todo junto, como para que no quedaran dudas de que él había pasado por la casa, por el nido de amor, como le decían por ahí. Y abrazaba a mamá, se daban besitos y a mí me preguntaban: “¿Tú también quieres?”. Y yo corría y nos revolcábamos en la cama los tres dándonos besos y jugando a ser uno solo. Tal vez éramos felices, cómo saberlo. Después de tanto beso, de haber hecho el amor con la furia y ternura de dos seres que sólo existen para ese momento total y tenebroso, Camila se levantó, sacó de la nevera de la habitación dos cervezas, y me explicó que llevaba tres noches viviendo en ese hotel. No era una situación de paso, no había llegado allí sólo para este encuentro, porque había decidido separarse de su marido. —Tuve miedo de llamarte; no quería presionarte, no quería asustarte con esa determinación. —Pero mi Camila, si lo único que tengo claro en este momento de mi vida, en este instante en que todas mis certezas más antiguas se desmoronan, es que quiero estar a tu lado, que quiero, y esto no te lo digo para presionarte tampoco, quiero vivir contigo. Y Camila se me tiró encima, me comió a besos y me dijo que sí, que se iba conmigo, que sentía un amor que no podía explicar; me habló del miedo, de su familia que nunca la entendería, de su marido, de su pasado y me pidió que dejáramos todo eso atrás, que saliéramos de esa habitación con el firme propósito de empezar una vida nueva, de nosotras y sólo de nosotras. Y no 298
sabíamos que la vida, perdón, la muerte, se encargaría en pocos meses de salvarnos de tantas luchas que nos quedaban por dar, porque esos meses nos dedicamos a vivir la intensidad de nuestra pasión, antes de esa noche fatal en que Daniel se nos presentó en el apartamento porque había descubierto que ella y yo, la una y la otra, estábamos viviendo juntas, que nos habíamos enamorado. Él quería que lo supiéramos, que nos diéramos cuenta de nuestra trágica vida y cayéramos con él en su pozo sin fondo. Sí, dije “tenebroso”, aunque era el acto más hermoso del universo. Es que hacer el amor cuando se ama tanto es caer en un abismo más hondo porque tememos perder, porque queremos poseer, porque no queremos hacer daño, porque queremos mantener. “¿Y eso cómo se hace?”, me preguntaba yo, yo que siempre salgo corriendo, que huyo del amor estable, que no me sé entregar, y con Camila era distinto. Pasaban y pasaban días y yo me daba a su ser. Nada me perturbaba, sólo mi miedo de no saber cuándo, en qué tremenda mañana me despertaría transformada en la cucaracha voladora que se escapa, que se vuela sin límites, que sólo vive de la inmundicia de su escape. Pero los días pasaban y pasaban y yo seguía igual, enamoradita y salía a trabajar con la felicidad a flor de piel, pero no hablaba de nada con nadie, ni con Liliana, que era la única amiga de verdad que tenía en el trabajo, porque aún no quería contarlo, y me sentía feliz, más que nunca; era como recuperar la seguridad, la madre, que ahora entiendo, se había ido para siempre. Era un amor certero, yo le daba a ella también seguridad; llegábamos a la tarde, la primera que llegaba cocinaba, y yo que salía siempre tarde empecé a delegar más y más y a llegar a prepararle delicias a mi amada. 299
Nos íbamos al cine y salíamos a bailar, y todavía no nos hundíamos en ese mundo gay que aún no era el nuestro. Más bien íbamos a bares donde los hombres nos coqueteaban y nosotras muertas de risa, hasta que una noche queríamos bailar apretaditas y ya estábamos cansadas de hacerlo en casa y nos sumergimos por fin en ese mundo profundo, efervescente de la homosexualidad y bailamos como nunca; nos fuimos iniciando en los códigos, en los gestos, en las claves de esa nueva vida que nos brindaba la tranquilidad de amarnos sin más miradas de las necesarias. Fue rápido y lento, pocos instantes que transcurrieron en cámara lenta: llegamos a un bar gay que me había recomendado una amiga aventurera que se la pasaba conociendo todos los sitios extraños de Bogotá, como decía ella. Nos sentamos y pasaron minutos; temblábamos, hasta que me decidí y le tomé la mano y quién nos verá, quién irá a contar, pero era más grande el amor y el deseo de tocarnos, y empecé con mucha suavidad a consentirle su mano y ella se vino a besarme, con el sudor que nos corría por el cuerpo, miedo de que nos vieran, felicidad de ser en público, como si ese ser observadas nos proporcionara el sello final, el sentido ritual de ser para otros. Me besó y felices salimos a bailar y empezamos a vivir en ese estado de libertad. Y claro, tenía miedo de que me hicieran un escándalo: “Congresista lesbiana”, pero no alcanzaron, porque la gente de ese mundo se protege mucho y, cuando lo pudieron hacer, ya era demasiado tarde. Yo ya estaba sumida en ese hueco de mi memoria y Camila ida, eternamente ida de mí. Durante muchos años, desde que empecé a vivir sola, pensaba que la mayor prueba de independencia en mi vida se daba cuando debía ejercer mi deber de cuidar mis enfermedades. Si me daba gripa, yo misma, 300
con ese terrible dolor de huesos, iba y me hacía el agua de panela con limón y me ponía las cobijas y me consentía. Y claro, ésa era mi manera de decirme que todo estaba bajo control, que podíamos seguir viviendo, porque mi niñita interna se moría del miedo y yo la tranquilizaba. Ahora entiendo que la soledad es un acto de valentía, que quienes hemos conocido ese lugar de nuestro ser en que nos intentamos autosatisfacer para mantenernos libres sabemos que es un espacio solitario, doloroso, aciago. Quisiéramos justificarnos en ese sentido de ser para uno mismo, pero mi vida con Camila me hizo dudar de esas certezas, esos vacíos, pues un día me di cuenta de que enfermarse, tener una gripa y llamar al despacho de la congresista a decir que estaba enferma y seguir en cama y tener un ser que te cuida, te consiente, te da los medicamentos, el amor que antes creía darme yo sola, y sí, no es que no me lo pueda dar, pero cómo me gustó recibirlo de otra persona, como lo hacían mis madres, las dos, que me protegieron tanto, o mis padres, que me traían frutas y cariñitos cuando me había quedado el día en cama porque estaba enferma. También la abuelita del parque me mandaba regalos porque no habíamos podido ir a verla, y el abuelo Antonio me traía discos de cuentos para que oyéramos juntos. La abuelita Inés me hacía pastelitos de manzana y yo feliz, aunque me dolía todo, pero yo era el centro y me amaban, y yo amaba esa forma de quererse, y la mamá Tere leyéndome cuentos y papá llegando por la noche a saludarme. Ahora se me agolpan esas memorias y una y otra vida justificadas en que Camila viniera un día a cuidarme y yo a sentir que la valentía de la soledad, de la libertad para qué y ahora qué será de mi vida, qué nuevas valentías necesito para sobrevivir a estas ausencias.
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Yo nunca conocí a su familia. La verdad es que nos dio miedo. A mí no me había ido muy bien con mis suegras. La mamá de Daniel nunca me quiso, quién sabe por qué. Yo sólo sé que Camila les dijo que vivía en casa de una amiga mientras conseguía un apartamento para ella y que en ese momento los invitaría a conocer su nueva casa. Alguna tarde llegué y Camila había acabado de llegar de sacar sus cosas del apartamento en que vivía con su marido. Venía devastada, aunque de eso no hablamos mucho pues, cuando salía, él llegaba, y fue un poco difícil la situación. Pero pronto estaba recuperada y pensábamos tomarnos un tiempo para poder encarar su familia y la mía. Mi mamá cumplió años y decidimos ir juntas. Bueno, no era el momento de ir a contarles que éramos pareja ni nada por el estilo; pensamos que era mejor que la fueran conociendo, que se encariñaran con ella como amiga y después sí les diríamos. Entonces papá y mamá nos recibieron como si nada, nos preguntaron dónde nos habíamos conocido, les contamos del viaje, y pasamos una deliciosa tarde en compañía de mis padres, como si nada en el mundo estuviera cambiando, como si mi vida no fuera una antípoda de lo que ellos se imaginaban. Papá y mamá están afuera, esperando que yo diga sí, que sigan. Y cómo mirarlos a los ojos, cómo tejer una nueva vida con ellos después de tanta sorpresa; ellos, cuya hija es lesbiana, que mató a otra, y todo esto terrible que viene sucediendo, y yo que usted es adoptada, que tiene otra familia, y tanto horror que he visto, tantas tristezas que se dibujan en mi cuerpo, en este memoria, en la catarata de imágenes que se han devuelto a mi mente. Qué le digo, doctora, tengo miedo, miedo de la angustia de sabernos una historia de mentiras, de ocultaciones, miedo de su amor, de que me quieran menos, ahora 302
que más los necesito, de no saber cómo me tomarán. Sí, que sigan, y tiemblo, y un frío profundo se apodera de mi cuerpo y los veo, y la tranquilidad me va invadiendo, con esa ternura que significa la paz de saberse de algún lugar, de verlos y sentir que mi historia con ellos es cierta, que las imágenes que tengo de un pasado alegre, vivaz, existe. Y ellos quizás todavía lo quieran constatar. Mamá me abraza; yo me pego a su cuerpo y lloro y lloro y papá nos abraza a las dos y me dicen que todo va a estar bien. Qué bueno ese poco de ternura, qué bueno que mi ser se haya abierto al afecto y los deje entrar; cada poro de mi cuerpo siente esa corriente deliciosa de su presencia, de la protección. Seguro que tendré noventa y todavía me gustará esto de que me protejan y sin tanta máscara y deseo de libertad y en fin hasta que nos sentamos y conversamos y claro hay un vacío y les digo que quiero salir de acá y me dicen que así será. No saben cuándo ni cómo, pero dicen que será pronto y me tranquiliza y sé que vendrán otras veces. Y todavía no decimos nada, ni ellos ni yo; mucho silencio recorre esta pieza, esta obra teatral que vivimos, y quizás ellos piensan que no sé, que aún no me doy cuenta, y la doctora tampoco dice nada y yo hace tiempo que entendí, sí, aunque ella se hace la loca. Bueno, no hay que olvidar que la loca soy yo, no ella, y no me dice de verdad qué pasa, aunque cuando vino la abuela sí ya empezó con eso, pero es que no sé que fue primero: la abuela o ellos. Días después fue cuando la doctora empezó a decirme que sí era verdad, que el mundo que yo había visto desde tantos años atrás era verdadero; que mi mamá linda sí había existido. Nadie me quiere contestar dónde está, por qué no viene, y un día ya se lo pude preguntar a mamá Tere y ella se puso a llorar y papá le dijo: “Contrólate, dijimos que esto no iba pasar”. Y ella, con toda tristeza, me aclaró: “Yo no sabía nada de tu pasado, no te lo ocultamos, sólo 303
te ocultamos que no eras nuestra hija biológica, pero es que en realidad eso qué importaba si en tu mente no quedaba nada de esa otra vida, o eso pensaba yo”. Y más lloraba y yo sentada allí, todavía en esa habitación, sabiendo que mi mundo era una colcha de retazos y de tristezas, sin poder siquiera imaginar de qué viviría en lo sucesivo. Cómo continuar esta vida si los sentidos están más que borroneados para mí. Ireeeeeeeene… Irene, ¿qué estará por venir? ¿De qué extraño rincón de tu alma vendrán las fuerzas que te están regresando a la vida?, ¿de dónde la esperanza? Y ahora quieres salir, dejar estas cuatro paredes que se extendían sin fin de tanto en tanto y tú desconsolada, desterrada de ti misma, corriendo sin parar en ese túnel de gritos y armas y fuegos y pesadillas. Ahora quieres habitar un lugar propio, conocido, ahora regresas de esa extraña locura, de ese vacío turbulento en que te encontrabas; déjate llevar, vive sin tiempo, sin certezas, sin esperanzas. Ésa es quizás la única manera de vivir que no nos está vedada a los seres humanos. Sí, como en ese libro tan amado, te has visto princesa y dragón en ti misma, ser de sombras y luces, abominable complejidad la que te circunda, terrible estado de comprensión, y sí, Irene, eso es la inteligencia, este desasosiego, este dolor, este saber y no poder nada contra la muerte. Mi payasada estaba por terminar, y el costo era inhumano, si es que hay algo que pase en esta tierra entre los seres humanos que pueda llamarse así. Pero mi vida de congresista estaba rayando en lo patético. Yo sabía que les había entregado varios años a mis pulsiones políticas y ahora me sentía defraudada. Todo esto era una farsa: los seres humanos no estábamos a la altura de nuestras ideas; éstas, tan abstractas, tan abstrusas, 304
tan ideales, no cabían en estos cuerpos insignificantes, pasajeros y mustios que veníamos siendo, pero claro, me faltaban estos meses de naufragio interior para entender lo que ya empezaba a presentir: yo, Irene Carmona o como me llame en realidad, no soy quien para guiar a nadie y mucho menos para justificar este sistema de mierda en que nos devoramos unos a otros. Sólo desde la profundidad de las tinieblas que tuve que avizorar, pude entrever que mi tarea, aun en la miseria en que me encuentro, está en el adentro y claro, sonará medio esotérico, o light, pero qué importa, eso es lo único con sentido para mí en este momento: irme librando de la esquizofrenia de nuestros días. Como larva me habría imbuido en su piel, tartamudeante en sus movimientos, sin siquiera preguntarme por el mundo de afuera. Me habría hundido en sus aromas para no salir más. Muerta antes de nacer, muerta antes de ser arrebatada de tus brazos, antes de ver tanto horror. Muerta transmutada en tu cuerpo, antes de ver cómo te ibas, cómo se borraba el mundo con tu partida, como si estuviera suspendida en tu aliento, en tu mirada. Quizás nada en mi vida tenga sentido, nada sea posible antes y después, pues sin sus cuerpos, sin sus manos, sin esas caricias de cuidado, ¿para qué? ¿Acaso la muerte me habría salvado de este dolor, de este despellejamiento, de este cuerpo mío que regresa del abismo? Para qué, me pregunto, y sé que me habría quedado dentro de ti, y a qué salir, qué sentido tiene este lado de acá, este mundo de vivencias huecas, sin piel, sin eco. Larva que sube por sus pieles. Madre y amada. Tumba pacífica, túnel rítmico, detenida madre extensa, amada viva. Tanto entender para sólo dejar confusiones. Irene, en una casa habitarás y te tendrás a ti misma, otra vez, en la soledad, y sin embargo, una suerte de dicha se mantiene: ahora 305
sabes que la soledad no es la única forma de la libertad, que ya una vez, al menos, tu mundo vaciado se llenó de dichas, de palabras amorosas, de cantos dulces, de un cuerpo intenso, certero. “¡No se vayan, no nos lleven, no me dejen sin ella! —gritaba en lo profundo sin poder decir nada, y cada vez la distancia aumentaba—, no me alejen de ella, no me saquen de su cuerpo, no me lancen a este abismo de infiernos, no, por favor, déjenme permanecer, hundirme en sus gritos, nunca me dejen sola”. Sí, sí, ya te contaré cómo es el infierno, cómo es la muerte.
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16 La confusión aumentaba. Como suele suceder cuando las personas logran alguno de los cometidos trazados en la vida, la doctora Beatriz Galindo creía que su labor en el caso Carmona era exitosa. Sin embargo, ella intuyó desde el inicio, y ahora estaba segura de ello, que los triunfos son en el fondo pequeñas máscaras que ocultan los verdaderos rostros del naufragio. En esos meses de terapia con Irene, y de jugar a la detective, con la seriedad de quien siente que su propia vida está en entredicho, había sido llamada a vislumbrar el horror. Desde el comienzo, y en eso influía mucho Pascual, había sentido que el regreso de esa joven era llevarla al infierno, pero sabía, y de eso sí no le quedaba duda, que era preferible este mundo degradado que le estaba entregando a la congresista que las tinieblas de su inconsciente. Beatriz Galindo había decidido, esa mañana ya casi olvidada de abril, ayudar a esa mujer a salir de la condena infame que le habían impuesto. Y sí, con mucho esfuerzo había logrado que recordara su pasado, hiciera memoria y recompusiera su vida. Pero en ese camino había descubierto más de un nuevo dolor que se hallaba perdido en el fondo de su mente. Habían empezado la terapia con el conocimiento de una pérdida muy importante, la de Camila, y terminaron con la desaparición de sus dos padres biológicos, su adopción y un profundo desengaño por la política. Luego de haberla ayudado a reconstruir los recuerdos de su pasado, Irene tuvo que enfrentar su condición de hija adoptada y, para que pudiera convencerse de ello, fue necesario que la doctora Galindo llevara a sus consultas a varias personas de la familia biológica. Todo ello para terminar descubriendo, no sin un inmenso dolor para Irene, que su madre, la 307
mamá linda de la que llevaba meses recomponiendo el rostro y los momentos de vida común, estaba muerta y que su padre, el de las canciones y de los juegos, estaba desaparecido desde hacía muchos años. Por esos días Pascual era una presencia constante para la doctora Galindo. En las últimas semanas pasaban mucho tiempo juntos, conversando sobre los hallazgos de ella en relación con la vida de Irene y con la suya propia y de los temas profundos, del mundo metafísico de él, pensaba la doctora. Aunque todavía no llegaban a la cama, la profundidad de la piel era una certeza que los rodeaba en cada instante. Era una muy extraña sensación, pues más que vivir en la agonía de no saber cómo ni cuándo sucedería, ellos sabían que ya no podían escapar a ese designio y, aunque a la doctora le daba miedo ese ímpetu irreconocible en su personalidad, o mejor dicho en lo que venía siendo su personalidad, esa convicción les hacía la vida más amable entre tanta tristeza. Sin embargo, el mundo de Pascual no era precisamente una fuente de dichas; por el contrario le servía a la doctora para ir entendiendo las perversidades y contradicciones de la condición humana que esos meses la habían llevado a vislumbrar. Le había citado a un tal Bruno, un personaje de otro maestro, ese existencialista latinoamericano que es Sábato, que hablaba de esa sensación tremenda que la doctora tenía frente al supuesto éxito de sus labores con Irene Carmona. “Y si triunfamos en algo fracasamos en otra cosa, por ser la frustración el inevitable destino de todo ser nacido para morir; y porque todos estamos solos o terminamos solos algún día”. Y, por supuesto, la doctora más se enamoraba de ese hombre por lo inmisericorde de su mirada, por lo abrupto de sus percepciones y se dejaba llevar por esas largas conversaciones que se fueron convirtiendo 308
en largas caminatas por esa ciudad impredecible que en un mismo día pasa del verano al invierno, de la luminosidad a la nostalgia, como una perpetua montaña rusa de sensaciones urbanas y vitales. El primer encuentro de Irene con ese mundo oculto, el más doloroso para la doctora, fue con la abuela. Doña Cecilia llegó a la clínica y, luego de una sesión de charla de Irene con la doctora Galindo, la dirigió al cuarto donde su nieta había pasado los últimos meses de su vida. La abuela la saludó, e Irene se levantó de la silla y le dio un largo abrazo. La conversación fue lenta; se tomaron tiempo en ir reconociéndose. La abuela le fue haciendo preguntas como intentando traer recuerdos a su mente, y era estratégico eso de mantener la conversación colmada de preguntas con el doloroso fin de que su nieta no le preguntara por su madre. Pero era inútil: en algún momento preguntaría. Sin embargo, en esa larga sesión Irene caminaba como a tientas, y se fue dejando llevar por la abuela. De repente miraba a la doctora y le decía: “Doctora, entonces es verdad que soy hija de otros”, y la doctora asentía con un gesto amoroso, y ella continuaba conversando con la abuela. La pregunta, ya cuando casi estaban por terminar, llegó: “¿Y mis papás?”. Y la doctora le contestó: “De eso hablaremos más adelante”. Y ella se quedó muda, como entendiendo más de lo que le querían decir; la abuela, con un gesto tan triste, le dio otro abrazo y le dijo que ella iba a volver, que seguramente vendría con otras personas de la familia para que la vieran y la pobre Irene callada, aceptando esas tardías demostraciones de amor de su familia biológica. Días después le preguntaba a la doctora, insistente: —¿Y cómo fue que me dejaron, cómo fue que desaparecí? 309
—No fue culpa de ellos; no se sabe muy bien qué pasó, pero todo sucedió en ese momento en que te llevaron con tu mamá los del ejército. Beatriz Galindo estaba segura de que Irene, por las memorias que había encontrado de sus padres, no se imaginaría que la habían dejado en adopción, abandonada, pero no cabía duda de que eso era problemático y generaba muchas más preguntas. Le costó días terminar de convencerla de lo sucedido, en especial porque ella había perdido su memoria luego de haber sido capturadas por el ejército en la puerta de la casa de los Urbano. Entonces no recordaba nada de lo sucedido después: sólo el momento en que había llegado a casa de sus padres nuevos y cómo la vida había vuelto a existir. Otra vez tomó el café con brownie y helado que tanto le gustaba. Había llegado temprano a la cita con Liliana en el Café de Merlín. Hacía varias semanas que no se encontraban pues las tareas del Congreso la tenían muy ocupada, y la doctora la esperaba con ansiedad para contarle muchas de las nuevas que se venían dando. Liliana llegó, casi puntual, como era raro en ella, y sin titubear le dijo: —Doctora, el escenario está listo para hacer el escándalo; sólo falta que usted nos diga cuándo podemos recoger los casetes y dar el golpe. —Bien —confirmó la doctora—, de todas maneras debemos esperar unos días más. Ya estamos haciendo las gestiones necesarias para que nos dejen sacar a Irene de la clínica. Hay una confusión pues no se sabe si el caso va a quedar cerrado. La situación es así: como pensaban que no iba a recuperar la memoria, la condena que le dieron fue el hospital siquiátrico, y entonces es probable que logremos que salga, sin más pena por haber cumplido ya, pero siempre queda la posibilidad de que 310
reabran el caso, bien sea este mismo caso iniciado con la muerte de Camila o que la familia de Camila, una vez que sepan que Irene está libre, la demanden. De todas maneras lo importante es que me dejen sacarla y, una vez que logremos eso, adelante. No veo el momento en que ese congresista cínico se dé cuenta de que sus amenazas no nos amedrentaron. Pero tengo más cosas para contarte. Cada vez me queda más claro que Irene fue víctima también en esa noche fatal. Daniel las amenazó a las dos y las usó para varias atrocidades que su estado mental lo llevaron a realizar. También ha sido impresionante llegar a los núcleos más dolorosos de la infancia de Irene, cuando perdió su memoria por primera vez pues, como ya sabes, se la llevaron con su madre los militares, y esos horrores que ella ha logrado desentrañar son espeluznantes. La parte hermosa han sido los encuentros de Irene con sus familias. Con los Carmona se ve constantemente y ha sido notorio lo potente de sus afectos, en especial porque se han relacionado de forma muy amorosa con la sensación de abatimiento de Irene por haber perdido a su madre y su familia y, años después, a Camila. Su madre se ha dedicado horas a hablar con ella de su amor por Camila y a acompañarla en esa pena tan difícil. —¿Y cómo está ella? ¿se la ve mejor? Me gustaría verla —pidió Liliana. —Claro que sí; sería lindo que vinieras pronto. Se la ve muy bien. La ha hecho muy feliz el encuentro con su otra familia. Después de la abuela, vino a visitarla su tío Tomás. Y luego todos los demás han ido llegando. De los Urbano supimos que se habían ido a vivir a España para huir de las tristezas pero, una vez que logramos encontrarlos, decidieron venir a verla. No sabes lo emocionante que fue ese encuentro con el abuelo y la abuela. Yo los recogí en el hotel y les conté muchos de los recuerdos 311
de Irene con ellos. El abuelo, antes de entrar a la pieza de Irene, empezó a cantar una de las viejas canciones republicanas y ella, desde dentro, empezó a llorar como una niña. Ya sabes, ella vive con fuerza el pasado. Es más, sé, y eso me tortura mucho, que la realidad de Irene es su memoria; habitará por mucho tiempo en recuerdos más que en su propio presente. Ahora me siento segura de que ella no fue la persona que asesinó a Camila, y eso me alegra, pero la estoy viendo adentrarse en un mundo de fantasía en el que los vacíos y el pasado serán lo único cierto de su vida por largo rato. Acordaron cuándo sería la visita de Liliana y quedaron en verse en el Congreso para ir a ese encuentro tan esperado por ella. Durante las siguientes semanas, la vida de la doctora transcurría en medio de múltiples actividades. Intentaba mantener el ritmo de su consultorio; no podía abandonar a sus pacientes, aunque de varias formas sí lo estaba haciendo. Por una parte, las tremendas incertidumbres que la asaltaban le dificultaban esa postura todopoderosa que por momentos llegan a tener los terapeutas y, por el otro, los tiempos no daban para tanto. También destinaba tiempos para las consultas con Irene y los encuentros con sus familiares a los que ella intentaba asistir (no quería que, por su ausencia, se fuera a la borda todo el proceso). Y para completar, ahora debía, y en eso la estaban ayudando las dos familias, hacer el proceso jurídico que les permitiera sacar a la congresista del sanatorio. Sin embargo, quizás lo más importante que le estaba sucediendo estaba en lo más profundo de sus pensamientos. Podría ser que Irene sí hubiera matado a Camila, será una asesina, no, eso no puede ser, las imágenes que ha relatado no dan cuenta de ello. Daniel las cercó en ese espacio que él 312
conocía tan bien y se dedicó a mortificarlas, las llevó al exceso de nervios y cualquiera de los tres podría haber llegado al límite de darse un tiro; además, ese hombre había llegado armado y, sin embargo, la muerte había sido con pastillas, con un número grande de pastillas que difícilmente alguien puede dar a otro. ¿Se habría suicidado Camila en medio de ese espanto? ¿A quién juzgar en un caso como este, quién puede ser culpable de una tragedia en la que se condensan las mayores angustias de los hombres y mujeres de nuestra época? La doctora Galindo empezó a divagar: este mundo nos va dejando cada día más sin sentido, nos lanza al amor y a ese proyecto inmenso de hacer una familia como autómatas, compradores compulsivos de carreras universitarias, amores, hijos, puestos, y nos perdemos en los vericuetos de esta esquizofrénica condición humana que vamos padeciendo. Cómo juzgar a esa niña que lo había perdido todo por llenar sus vacíos o a esa otra mujer que se había enamorado de un ser que no podía darse, que estaba escindido en este planeta de contradicciones y de pérdidas. Daniel, Irene, Camila, y miles de nombres más retumbaban en la mente de la doctora Galindo. Extrañas pulsiones eran las que los ataban. Extrañas formas del amor son las que estamos construyendo. Tanto miedo de ir siendo, de irnos quitando las máscaras hasta encontrarnos con nosotros mismos, sin importar la profundidad de las dolencias y, claro, vamos tapando con sexo, con bellezas falsas, con tetas grandes y culos redonditos y neveras llenas de comidas extrañas y los que no tienen con qué, pues en el abismo, cayendo a velocidad constante, en este universo de náufragos, de desamparo, donde sólo la locura parece ser una salida digna al horror. Sí, un amor que se teje de pulsiones contradictorias, masoquistas. Ellas se amaron porque la otra tenía lo que a la una le faltaba; ellas quizás querían 313
poder completar una gran mujer para Daniel, pero ¿qué Daniel de nuestro tiempo puede encontrar mujer completa si no estamos preparados para el desasosiego ni para la incertidumbre?, ¿qué ser tranquilo, austero e inmanente se dejaría llevar por este mundo brutal, por estas formas abrumadoras del poder que nos sojuzgan? ¿Cómo salir de este naufragio, cómo cortarle las alas a este animal sin rostro que nos viene carcomiendo las entrañas? Estamos inventando el amor de la incomunicación; cada día estaremos más lejos unos de otros, separados por largas paredes de monitores radiantes que nos crearán la sensación, vacía y turbia, de estar con los demás, así, sin estar, como estas dos mujeres estaban con su hombre, con ellas mismas, como Irene vivió su vida, sintiendo que gozaba de la libertad mientras su libertad la condenaba a seguir perdiendo a quienes más amaba. En fin, la doctora Galindo tenía ahora muchos temas nuevos que pensar, y no le era muy claro qué haría con toda esa lucidez que de golpe la aturdía. Y ahí estaba ella misma, coqueteando con el deseo de ir un poco más allá, ¿adónde la llevaría todo esto, a qué orilla insospechada la lanzarían sus propias pulsiones? Como era su costumbre hacía muchos meses, la doctora Galindo llegó al sanatorio y se dirigió a la habitación de Irene. Mientras hacía el recorrido habitual, la alcanzó el doctor Bustos, con su nadadito de perro, y le dijo: —Doctora, las cosas están como cambiando, por favor, venga a mi oficina y conversamos. Lo siguió con una sumisión fingida. Cuando cerraron la puerta, el director de la clínica le dijo que no podía ver a Irene.
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—Pero, doctor Bustos, ¿de qué me está hablando?, necesito verla ya mismo, estamos a pocos días de salir de este lugar con ella —contestó la doctora. Le pidió que se sentara en una silla frente a su trono de director y, con un tonito medio imperial, con ínfulas de jefe, que hasta ahora no había tenido oportunidad de desplegar frente a la doctora (y que era su pequeña venganza por el olvido), le dijo: —Las cosas se están poniendo feas. A mí vinieron a amenazarme y me dijeron que, si dejaba salir a la congresista sin que usted aclarara un asunto con unos empresarios, me mataban. Me dijeron que ya había faltado yo a la palabra con ellos una vez, pero que bueno, que me perdonaban ésa, pero que no dos veces. Usted entiende de qué me hablaban. Mire, cuando usted llegó acá, yo había recibido orden de que nadie viera a la congresista Carmona. Sin embargo, usted me convenció y con el tiempo me gustó tanto ser testigo, a escondidas, claro está, de sus terapias con esa mujer, y en especial de su mejoría, que decidí mantenerle las puertas abiertas a usted. Además, nadie había venido a desmentirla a usted con ese cuento de que tenía permiso de la justicia para hacer el tratamiento. Yo siempre me olí que había algo raro, que usted no venía representando a nadie, pero como ya le dije, me dejé tentar, pero ahora no puedo hacer nada. Me dicen que usted los puede encontrar, que los busque y después hablamos de nuevos encuentros con Irene Carmona. La doctora Galindo salió descorazonada. Si no se movía a prisa, ese abandono que empezaría a sentir Irene sería fatal para el proceso que venían viviendo. Y, pese a ese argumento, el doctor Bustos estaba muy asustado con las amenazas y no había cedido ni un ápice. ¿Qué hacer? ¿Cómo entregar los tapes sin hacer el famoso 315
escándalo? Qué terrible tener que perder en esa jugada contra esos tipos corruptos y desagradables. Esa misma tarde se decidió a buscar a Pascual; era él y sólo él quien la podría ayudar a tomar una decisión acertada. Sin embargo, no tuvo que hacer muchos esfuerzos. Unos cuantos minutos luego de haber salido de la clínica, le llegó un mensaje de texto a su celular. Raro en él eso de apelar a la tecnología, pero hasta eso hacía por encontrarse con la doctora. Mientras la doctora Galindo iba leyendo el mensaje, su rostro se iba encendiendo en colores de vida y se fue llenando de expectativas para el próximo encuentro con Pascual. “Ocupas el intervalo de mis pensamientos y los intersticios de mis sensaciones. Por eso no te pienso ni te siento, pero mis pensamientos son opiales de sentirte y mis sentimientos góticos de evocarte. Mi vida es tan triste, y yo no pienso en llorarla; mis horas tan falsas y yo no sueño el gesto de apartarlas”. Fernando Pessoa En el café a las 5. Pascual ya la estaba esperando en la mesa de siempre cuando llegó. Extraño eso de construir cotidianidades en tan pocos meses. A la doctora ya le parecía que esa mesa los esperaba desde un tiempo remoto y regresaba a ella con la sensación de la costumbre, pero de una costumbre plagada de expectativas. Conversaron de muchas cosas y, cuando llegó el momento de hablar del asunto aquel de los casetes, Pascual se le murió de risa a la doctora en la cara. —¿Desde cuándo usted se volvió tan peleona, doctorcita?, ¿de donde le salió ese gusto por el escándalo? A mí me suena que usted viene otra vez con una de sus
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inocencias — y ella le hacía mala cara y él le tocaba el rostro, con un cariño tranquilizador. —Pero, Pascual, lo que pasa es que no quiero que esas luchas de Irene queden inconclusas; además, después de conocer a ese tipo que me mandó secuestrar, no quiero que se salgan con la suya, pero ahora no sé que hacer. —Doctora mía, la verdad es que no me parece nada inteligente esa posición suya. Usted ya entendió que en este país la pelea está más que perdida. ¿Para qué arriesgar a Irene y a usted misma? Entregue esos casetes y siga con lo suyo. Suficiente con el bien que le está haciendo a Irene y su familia. —¿Pero esos tipos ineptos y corruptos?, ¿cómo dejar esto pasar? —Mire, escándalos puede haber miles y éste no va a ser tan trascendental como para arriesgar todo lo que usted está trabajando hace tiempo. No se desgaste en lo innecesario. La doctora se propuso pensar para tomar una determinación. Una vez más se despidieron, con besos y caricias que iban presagiando el punto más álgido de esta relación. Se puso su mejor ropa y se dirigió al Congreso de la república. Preguntó por Liliana y, con varias peripecias, logró entrar. Ya dentro buscó el despacho del congresista aquel que la mantenía hasta con náuseas. “Qué tonta —pensaba—, darle importancia a un ser tan detestable como ése”. Uno de sus asistentes salió al encuentro y le preguntó qué necesitaba. Ella le dijo su nombre y que quería hablar con el senador. —Déjeme, le cuento que usted está acá.
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La conocían; ese muchacho no había dudado un instante ir a decirle al jefe que la doctora lo estaba esperando. Regresó y le dijo: —Mire, doctora, que lo espere unos minutitos y ya está con usted. Un rato después se encontró sentada de frente a ese hombre que se venía colando en sus pesadillas y, pese a la molestia, supo manejar la situación. —Vengo a decirle que estoy dispuesta a entregarle las evidencias que usted está buscando, pero para ello necesito que no se interponga en la salida de la congresista Carmona de la clínica. —Bien, mi doctora, me alegra que no se haya decidido por el escándalo. Eso no le iba a hacer bien a ninguno de ustedes. Dicen por ahí que le ha descubierto más de un tapado a la congresista. Mire, deje los casetes esta noche en la dirección que le voy a dar en este papel y mañana mismo podrá visitar a su paciente de nuevo y sacarla del suplicio de estar encerrada en ese antro de mala muerte. Beatriz Galindo dudó en aceptar; le daba una furia inmensa ver la insolencia con la que ese hombre hablaba, cómo se refería a ese lugar al que ellos mismos habían condenado a la joven congresista. —¿Qué me garantiza que, una vez en sus manos ese paquete, usted me va a dejar sacar a mi paciente? —Yo no tengo necesidad de enredarle la vida a esa pobre muchacha, mientras que no se meta con nosotros. Crea en mi palabra y le aseguro que no se va a arrepentir. Mañana a la noche podrá estar con la congresista fuera de ese lugar. Mejor dicho, como para que se tranquilice, marque el número de la clínica y pregunte por el doctor Bustos. —La doctora llamó y lo comunicó con el congresista. —Doctor, ¿cómo va todo? Mire, mañana, a menos que haya alguna contraorden, pueden sacar a la 318
congresista Carmona de allá. Ya ve que estoy con la doctora Galindo y todo marcha lo más de bien, así que no se preocupe. ¿Ve, doctora?, confíe en mí. ¿Qué otra opción le quedaba?, ¿cómo amenazarlo? Creer en ese ser execrable era su única posibilidad. Días después del último encuentro con Pascual, iban los dos caminando por el centro de la ciudad cuando vieron a lo lejos un hombre que a Pascual se le pareció mucho a Daniel. Decidieron seguirlo. Bajó por la calle sexta y se fue internando, más abajo de la Caracas, en una nueva olla de la ciudad. Ellos buscaron la forma de verlo, hasta que Pascual le dijo a la doctora que ése era su hermano; estaba seguro de ello. Se internaron en la zona y observaron la facilidad con que se movía en el lugar; vieron el momento en que le entregaron un paquete del que era fácil intuir qué sería, y también vieron el instante en que empezó la faena fatal del viaje. La doctora Galindo insistió en que se acercaran, pero Pascual, en uno de esos actos de lucidez que lo caracterizaban, le dijo: —Doctora, el infierno de Daniel no tiene camino de regreso; mírelo, en sus ojos se ve que habita desde hace tiempo del otro lado de las cosas. Él ya no es de este mundo, dejémoslo que siga ahí, hundiéndose en sus tinieblas. Creo que ya nada podemos hacer por él. Beatriz Galindo no podía conformarse, así que decidió acercarse a Daniel. Pascual la secundó. Cuando finalmente estuvieron frente a él, Pascual lo llamó, con tono pausado: “Hermano”. Daniel no reaccionó; esperaron unos segundos eternos frente a él hasta que subió su mirada y, como perdido en la nada, los ignoró. Pascual hizo un segundo intento: “Hermano, soy yo”, y Daniel se fue corriendo, en cuclillas, hacia el fuego más cercano, mientras la doctora se daba cuenta del peligro en que 319
se encontraban en ese antro y de lo inexistente de su causa. Decidió con mucha tristeza, pero con la certeza de que hacían lo correcto, dejar pasar la oportunidad de recuperar para esta historia a ese hombre del que ahora entendía que se había ido para siempre de la vida de Irene. Quizás no valía la pena, quizás nunca podrían recuperar nada de lo que habían vivido, quizás su ausencia sería una buena excusa para no juzgar a Irene Carmona. Los preparativos para la salida de Irene fueron breves y emocionantes. Ese mismo día, aún antes de entregar los casetes en la dirección que le había dado el senador, llamó a los padres de Irene para avisarles que al día siguiente le daban de alta. Ellos, a su vez llamaron a los Vélez, y decidieron que harían una cena en honor de su nieta en la casa de los magnolios al día siguiente. La doctora Galindo les dijo que no hacía falta que hicieran demasiado revuelo. Eso podía ser difícil para Irene, pero sí estaba bien que algunas pocas personas, ojalá no más de cinco o seis, la esperaran en casa de los Carmona. Esa noche la doctora pasó por la casa de Catalina, le contó todo lo sucedido y le pidió los casetes. Le solicitó que pronto fuera a visitar a Irene, pues estaba segura de que su amiga la necesitaría mucho. Luego regresó a su casa y, antes de subir a su habitación, pasó un rato largo sentada en su consultorio. Los últimos meses se agolpaban en su mente; sus aventuras detectivescas, los peligros, las innumerables idas y venidas de esa clínica de mala muerte donde había logrado ayudar a reconstruir la memoria de un ser que estaba condenado al desastre. Pensó también en Pascual, en lo mucho que le había aportado en estos meses de búsquedas y de descubrimientos; pensó en sus abrazos, en sus 320
labios, en el profundo deseo que la colmaba de hacer el amor con ese joven escurridizo y genial. Finalmente se fue a dormir. Ya en la cama, abrazada como cada noche al cuerpo de su marido, pensó en lo injusto que había sido este silencio profundo en que había mantenido a ese hombre que compartía su lecho desde hacía tantos años y pensó: “Pronto tendré que hablar con él, ojalá antes de que se entere por las noticias”. El caso había estado en total reserva pero, con la salida de la congresista, pronto se sabría algo, y ella debía contarle a su marido antes de que se enterara por otro lado. Se preguntó por qué ese silencio y pensó en lo mucho que estaba necesitando tener un espacio en su vida sólo para ella. Eso era lo que había hecho: reconstruir un lugar en su alma que sólo le perteneciera a ella, que ni su marido ni sus hijos tuvieran acceso para sentirse un poco libre, para vivir sólo para sí misma. Y, sin embargo, sintió que su vida seguía teniendo sentido junto a ellos; se acercó un poco más, le olió la espalda, le dio un pequeño beso, y siguió recomponiendo su vida, sus deseos y sí, era allí, quizás, donde debería estar, y otra vez ese rostro leve y profundo de Pascual se interponía en su mente y ella, se dijo con desparpajo: “Qué ganas te tengo, Pascual”. Fue un día soleado, perfecto para el regreso de Irene a casa y su reencuentro con el resplandor de los magnolios. Irene amaba tanto esas flores que alguna vez le había dicho a la doctora que, si un día tenía que cambiarse de nombre, por cuestiones de seguridad o algo así, se llamaría “Magnolia”. La doctora Galindo salió de su casa, muy feliz de saber que, si nada fallaba, en pocas horas Irene Carmona estaría lejos de su cárcel. Llegó a la clínica y la recibió el doctor Bustos con una gran sonrisa y con una explicación muy breve, pidiendo disculpas por lo sucedido días antes. 321
—Pero usted entiende, doctora, uno no puede arriesgar tanto el pellejo. —Sí, claro, vamos a llevar a Irene a casa hoy, ¿está todo bien, verdad? —Claro doctora, no se preocupe. Venga, que ella ya está avisada y lista para salir. En efecto, Irene ya se encontraba en compañía de sus padres, con sus pocas pertenencias empacadas y una sonrisa temerosa y ansiosa por salir de allí. —La estábamos esperando, doctora —le dijo. —Acá estoy, Irene, para este gran día. —Sí, estoy emocionada, pensé que nunca saldría de este lugar. Irene salió de la clínica con un paso nuevo y con una mirada profunda que fue dejando a lo largo del recorrido por ese pequeño infierno. Nadie se despidió de ella, exceptuando al Doctor Bustos. Mientras se dirigían a la casa de los magnolios, Beatriz Galindo redescubría su ciudad. Algo había cambiado para ella en esos meses. El contacto con los mundos tormentosos y turbios de la congresista, con ese país degradado, con el naufragio en que estamos sumidos los seres humanos, la había convertido en una mujer diferente, con menos certezas y con más comprensiones, con menos respuestas y con más incógnitas, con menos conocimientos y con más ganas de saber. Esa noche cenaron y, cuando la doctora se despidió de Irene, sintió un tremendo vacío en el estómago. Sus terapias continuarían, pero Irene ya no estaba en sus manos: había empezado un nuevo vuelo y debía hacerse cargo, ella solita, de todos esos atroces recuerdos que le poblarían las noches y los días de ahora en adelante. Al día siguiente acudió a una cita que tenía con Pascual en el café en horas de la mañana. Se sentía 322
complacida —no sin dudarlo— de la pequeña victoria que significaba la salida de Irene de la clínica, de haber logrado que regresara a su memoria. Cuando se sentó frente a Pascual, entendió que ése era el día tan ansiado. Tomaron una cerveza y, casi sin tener que decir nada, salieron del lugar rumbo a un motel en las montañas de la ciudad. Entraron a la habitación, una habitación discreta, con un espejo grande a un lado y un televisor que nunca prendieron. No tenían tiempo. Habían sabido desde hacía meses que este día llegaría. Lo que no sabían es si, después de este momento de euforia, se volverían a ver, si la vida les depararía un segundo encuentro, y por ello debían aprovecharlo al máximo. Beatriz Galindo llevaba su pelo suelto —ahora solía dejarlo así —, una camisa de flores de colores vivos y un jean. Como era habitual, Pascual vestía de negro, con esa figura de caballero andante, de linyera, de último pasajero de un viaje sin retorno. La doctora lo veía radiante. Nunca lo había visto tan hermoso. Pascual le tomó su mano y la llevó a su corazón. Luego llevó su rostro y le hizo escuchar ese latir, rimbombante, que presagiaba la fuerza de ese acto tan repetido que estaban destinados a inventar. Entonces la llevó a la cama, le fue quitando toda la ropa, se desnudó él también e inició una inigualable seducción de besos, mordiscos y lamidos. La doctora se sentía como una orquesta. Muchas cuerdas vibraban en su cuerpo, cuerdas que ella no conocía y que ese hombre estaba inaugurando. Pascual, por su parte, amaba el olor de esa mujer y, mientras más la besaba, más confirmaba que ese aroma lo acompañaría sin cesar en los intersticios de sus horas. Hicieron el amor con todo su ser. Fueron uno solo, fueron agresivos, violentos, tiernos, gruñones, tímidos, celosos, fueron tantas cosas que se hace difícil contarlo. Con parsimonia, con silencio, con palabras de amor (“Ay, doctora, tanto que me imaginé 323
este momento y es mejor que todos mis sueños”). Con dulzura, hicieron de ese acto eterno, un pequeño poema irrepetible, tal vez único. Pascual, con ese olor amargo del pielroja, era una sombra más fuerte que todos los destinos posibles de la doctora, era como un poco de agua sagrada que nunca regresará y que sin embargo nos horada y purifica. Cómo explicar lo que sintieron, cómo explicar que la doctora se llenó de vida, se chupó entero a ese fantasma para llenarse ella de vitalidad, de deseos de continuar, pese a las amarguras que estaba viviendo. Vampiro, sí, dama maléfica que se dio al amor y al arte de germinar en su cuerpo la belleza de otro cuerpo, la alegría de esas caricias que ese hombre le daba. Entera, salió de esa habitación la doctora Galindo. Se marcharon en el auto de la doctora y, en unos cuantos minutos, se despidieron en una esquina. ¿Se volverían a ver? ¿Habría una segunda vez para esos cuerpos? ¿Cómo saberlo? Beatriz Galindo siguió en su carro luego de que Pascual se despidió y emprendió su camino. La doctora no sabía muy bien qué hacer, pero un sentimiento muy fuerte la llevaba a su marido, a esos ojos azules que tanto amaba. Entonces tomó su celular y lo llamó. —¿Dónde estás? —En la oficina. —Te recojo en quince minutos, por favor, baja. —Sí, claro. No importaba en qué labor se hubiera encontrado él. Sin dudarlo decidió acompañarla pues sabía, como nadie más podía saberlo, que su mujer estaba atravesando un cataclismo y que, si él no acudía fervoroso a su encuentro, la perdería.
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La doctora se dirigió, ya con su marido a bordo, al mismo lugar del que acababa de salir con Pascual Soler. Eligió la misma habitación. La cama por poco estaba aún caliente. No llegaron con pretensiones muy pasionales; el marido de la doctora sentía que había mucho de que hablar, pero sin embargo, luego de unas cuantas palabras, hicieron el amor, sin mayores novedades. La doctora le preguntó, con desparpajo: —¿Qué pensarías si te dijera que hace una hora estaba en esta misma cama con otro hombre? Su marido guardó silencio por unos minutos. Tal vez estaba recuperándose de semejante declaración o intentando llegar a lo más certero de su ser para darle la mejor respuesta posible a su Beatriz. Un rato después, con lentitud y con decisión, le contestó: —La felicidad no está en lo que se desborda, la felicidad está en lo que se contiene. Tú sabes que yo siempre he pensado eso y, si me sigues eligiendo, si podemos seguir compartiendo ese lecho, esa casa, esos instantes, no hay nada que perturbe mi deseo de estar a tu lado. Duele, pero puedo sobrevivir, aun a la rabia. Beatriz Galindo, luego de haberse despedido de Pascual, luego de haber sentido ese desbordamiento cósmico que había sido ese encuentro amoroso, sintió una imperiosa necesidad de consumar su matrimonio otra vez, de llenar la misma cama, el mismo espacio con las certezas de esa contención maravillosa que era su marido. No quería herirlo, pero necesitaba darse sin tapujos, hacer que él supiera que ella había pasado por meses de desasosiego, más aún, que lo había excluido de su vida para regresar con un ímpetu que, sólo minutos después de haberse despedido del hombre que había plagado sus noches en los últimos meses, pudo vislumbrar. 325
Entonces, se internó en los ojos azules de su marido, en años de convivencia, en días y noches de acoplamiento, y le dijo que tenía una historia muy larga que contarle. Él, que la conocía más que nadie en el mundo, le dijo: —Sí, ese relato lo he estado esperando. Y en ese momento, finalmente, Beatriz lo tomó de la mano para llevarlo por el infierno, hasta devolverlo a este cielo donde los esperaban tiempos de zozobra y tranquilidad, de abundancia y carencia, de desbordamiento y contención.
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17 Juana Vélez, la compañera Cristina, se hundía en la profundidad del dolor, en un calabozo plagado de gritos y horrores, mientras el viejo Antonio Urbano y todo el resto de la familia se daban golpes de pecho por lo sucedido. ¿Cómo era posible estar en esta situación tan inhumana? De su hijo Martín no había noticias desde hacía varias semanas, y ahora Juana y la niña, su amada Luisa, desaparecidas, y nadie suministraba información de ellas. El viejo Urbano iba todas las mañanas a Medicina Legal y veía con meticulosa tristeza cada una de las fotos de los N. N. que llegaban a ese lugar. Los otros también recorrían hospitales, llamaban a todos los lugares donde podían tener algún tipo de información sobre su nuera y su nieta. Y nadie lograba dar parte de ellas. A la policía o al ejército, Antonio Urbano optaba por no llamar. Él mismo tenía fama de izquierdoso y no quería generar más problemas. Además, el soldado que llevaba largo tiempo viviendo en su casa se mantenía allí, y eso hacía mucho más difícil la búsqueda. Todos sabían, por la forma como había sucedido el rapto, que era el ejército, tal vez el B2 —los más sanguinarios de esos grupos antisubversión—, lo cual hacía poco probable conseguir ayuda de ellos mismos. Don Antonio terminó por apelar a una de las salidas que, como extranjero, le correspondían. Denunció el caso ante Amnistía Internacional y a la embajada de España. Su denuncia tuvo buen recibo; sin embargo, no le dieron muchas esperanzas. Las órdenes de lucha antisubversiva de todo el continente estaban muy fortalecidas por los Estados Unidos, y los Gobiernos no podían fallar. Un funcionario de Amnistía Internacional, quien estuvo a cargo de difundir lo sucedido internacionalmente, le dijo que quizás lo único que de verdad podía funcionarle era 327
algún contacto con influencias políticas que pudiera pedir por sus familiares. Dentro del Gobierno nacional, era probable que así se lograra dar un fin menos trágico a la desaparición de Juana y de Luisa. Antonio Urbano se debatió durante varios días sobre la posibilidad de acudir a la familia Vélez a pedir ayuda. No sabía si estaban enterados de lo sucedido; tal vez ya lo estaban por las noticias que él había logrado difundir a través de organismos internacionales, y sobre todo le preocupaba que Juan Vélez estuviera cerrado del todo ante la situación de su hija. Llevaban ya cinco años de no tener ningún contacto y era difícil saber cómo reaccionarían, pero Inés, su mujer, lo persuadió, en medio del llanto, de que dejaran el orgullo a un lado e intentara hablar con esa familia. Le dijo que ese hombre debía tener contacto directo con el presidente, y eso podía salvar a alguno de los tres. Entonces tomaron la difícil decisión de ir a visitarlos. En efecto, Juan Vélez era amigo personal del presidente de la república, conocía muy bien las políticas antisubversivas del Gobierno y estaba de acuerdo con éstas. Hacía años no mencionaba siquiera el nombre de su hija; creía que nunca volvería a saber de ella y eso lo tranquilizaba, pues se sentía en contradicción con su partido y su Gobierno al pensar que su hija era una de esas guerrilleras irresponsables que sacudían al país con atropellos y con desafueros. Sin embargo, tal vez por lo que sentiría su mujer, o por él mismo, sintió una tristeza inmensa el día que supo, en una reunión sobre políticas contra la guerrilla que su hija y su nieta, a la que nunca había conocido, estaban desaparecidas. Él mismo sabía las pocas probabilidades que había de encontrarlas, y eso lo sumió en el sufrimiento. Llegó a casa, tarde a la noche y despertó a su mujer. 328
—Querida, debo decirte algo que hasta a mí me duele profundamente. Juana y su hija cayeron; se las llevó algún organismo del Estado, no sé cual. Doña Cecilia dejó de vivir. Y Juan no sabía cómo revivirla de ese golpe tan fuerte. Por esos mismos días, una noche, mientras estaban comiendo, sonó el timbre. Era la pareja Urbano, a quienes sólo habían visto una vez apenas Martín y Juana se habían ennoviado. Los hicieron seguir al estudio. Juan y Cecilia y Antonio e Inés se sentaron frente a frente. Un silencio tortuoso se impuso en el ambiente. No obstante las sensaciones que Juan Vélez venía sintiendo por la desaparición de su hija, el encuentro con esas personas le traía a la mente muchas molestias acumuladas. La permisividad de esos padres que consentían que sus jóvenes hijos se arriesgaran y traicionaran el país de esa manera, su falta de rigor político para hacerles entender que el comunismo no era la salida a nada, en fin, era muy difícil para él aceptar este encuentro y mantener un diálogo cordial. Estuvo a punto de pedirles que se fueran; faltó poco para que lo hiciera, pero su mujer, la aplomada Cecilia Arango, les dijo, antes de que él se dispusiera a hablar: —Estamos enterados de lo sucedido y nos imaginamos que ustedes están acá por esas nefastas noticias. ¿En qué podemos colaborar? Juan la miró con un gesto de ira que ella bien supo leer, pero sucedía como en muchas ocasiones que Cecilia se anticipaba a los mandatos de Juan y no había poder humano que él ni nadie pudieran detenerla. A Juan por su parte le pareció ya absurdo interrumpir la conversación y desautorizar a su mujer y, con las contradicciones a flor de piel, pero con la sensación de un amor muy antiguo que tenía negado hacía años, se fue
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dejando llevar por el deseo de volver a tener a su hija en sus brazos y de conocer a su pequeña nieta. —Miren —explicó Antonio—, ha sido muy difícil para nosotros tomar esta decisión de pedirles ayuda, en especial a usted señor Vélez, pues sabemos que para usted ha sido una desilusión que su hija incursionara en esos terrenos políticos, y suponemos que usted puede pensar que en eso tiene mucho que ver nuestro hijo Martín. La verdad es que a estas alturas no tiene mucho sentido que nos pongamos a discutir sobre las decisiones de Juana y de Martín. Yo por mi parte no podría continuar esta conversación con ustedes sin decir que, pese a lo poco factible que veo un cambio estructural de este país, he estado de acuerdo con muchas de las luchas de nuestros hijos. —Cecilia sintió pavor con las palabras que estaba escuchando, no sabía cómo podía reaccionar don Juan, pero de forma inusitada Juan Vélez se mantuvo en silencio, escuchando con atención las palabras del viejo español—. Bien, hemos hecho todo lo que está a nuestro alcance por encontrar a Juana y a la niña. De Martín no tenemos información, mejor dicho, pruebas suficientes para poder hacer una demanda, pero estamos trabajando en ello. Sin embargo, los organismos internacionales nos han dicho que sólo una actuación de alto nivel con el Gobierno nacional podría ayudar. Creemos que usted, señor Vélez, puede tener los contactos suficientes para interceder y para tratar de salvarlas. Cecilia se mantuvo en silencio, esperando la respuesta de su marido. Juan se levantó de la silla, sirvió un whisky para Antonio y otro para él. Le ofreció a Inés un trago; ella le aceptó un vino, y le dio el coñac de cada reunión a doña Cecilia. Sus pensamientos volaban. Mil ideas pasaban por su cabeza. Historias de vida; su padre; 330
su hermano comunista asesinado; sus días con Juana en las campañas políticas; el amor por esa niña; las dudas que le generaba el país; sus propias contradicciones con su partido, que negaba y negaría hasta el final de su vida; los mandatos políticos frustrados de su mujer; en fin, su vida brotaba en su mente mientras trataba de ordenar las palabras que iba a decir. —Por los días en que asesinaron a mi hermano mayor —dijo don Juan—, cuando yo era todavía un niño, una tarde llegó mi padre a casa muy aturdido; había visto en una pared del pueblo un letrero que le decía: “Se lo matamos por comunista”. Ese mismo día nos reunió a todos en la gran mesa de comedor y nos dijo: “Yo estoy aquí para acompañarlos a todos ustedes. No tengan miedo de ser quienes quieran ser; así como me siento orgulloso de su hermano, les digo a ustedes que, cualquiera sea su lucha, los acompañaré, porque lo que sí me parecería inaceptable es que, después de todo lo que yo he vivido, ustedes pasen por la vida sin valentías. Yo estaré siempre con ustedes, cuenten conmigo”. Luego nos contó algunas de las historias de su vida, de las que siempre contaba, y nos mandó a dormir con lágrimas en sus ojos. Yo era aún un niño. Esa noche, como muchas otras, sudé a mares y vi monstruos que venían a devorarnos a todos. Entonces pensaba, insistente, en las manos gruesas de papá y respiraba despacio hasta que lograba dormir. Ahora creo que he faltado a esa sentencia de mi padre. Tal vez porque para mí la pérdida de mi hermano fue demasiado dolorosa y por ello no le pude perdonar a mi propia hija que también fuera comunista. Sin embargo, y aunque todo esto me cuestiona muchas de mis convicciones de años, cuenten conmigo, haré todo lo que esté a mi alcance para salvar a mi hija, su marido y mi nieta. 331
La noche terminó con una extraña algarabía en sus corazones. Algo había cambiado para siempre, y esa transformación en la vida de don Juan les daba ganas de continuar; Doña Cecilia lo amó ese día más que nunca en toda su existencia. Sin embargo, el ambiente era de notable tristeza, y sólo les restaba moverse con celeridad para lograr sus cometidos. Juan Vélez decidió visitar al mismísimo presidente de la república. Sabía que su amistad era más que entrañable y de alguna manera lo ayudaría, aunque sabía también que el encuentro con el presidente estaría colmado de contradicciones para su propia alma. De todas maneras no había salida; no quería que otra persona le contara al máximo jefe la situación familiar que estaba atravesando y terminara pensado que él, Juan Vélez, no había tenido lo cojones de hablar con él. Fue un encuentro, como muchos, en el que conversaron de las tareas fundamentales de su compromiso con el país y con el partido, hasta que Juan debió iniciar la historia que venía a contarle. No se guardó detalle, le habló de las locuras de su hija, de su decisión de no saber más de ella, y de la situación tan difícil que vivían en este momento con la desaparición de los tres, padre, madre e hija. El presidente, convencido como estaba de que había que acabar la subversión, le dio a entender que intentaría ayudarlo, pero con el desparpajo más grande le recordó que él mismo sabía que la decisión tomada por su Gobierno era de mano dura con esos delincuentes, aunque sin embargo entendía que su situación familiar lo llevaba a pedirle hacer lo que no haría con ningún otro guerrillero de esos. —Pronto tendrás noticias, aunque no te aseguro que sean muy alentadoras —terminó diciendo.
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Por su parte el viejo Antonio Urbano se movía en los círculos internacionales y nacionales de derechos humanos, para tratar de conseguir información. Un día les llegó la primera noticia. El general que se encontraba al mando de las fuerzas armadas en el país llamó a don Juan Vélez y lo citó en su despacho. Le dijo, con esa extraña pedantería matizada de modestia que ostentan los que de verdad tienen el poder, que lo único que había podido hacer por él era encontrar a su hija; que en pocos días aparecería y sería juzgada por la justicia en una cárcel de la ciudad. Le aseguró que la volvería a ver con vida. —De los otros dos, no le puedo decir nada, mejor dicho, usted, doctor, sabe la ficha que le estamos poniendo a esto de la subversión, así que no busque más: no los va a encontrar. La confusión de emociones de Juan fue tremenda. Su hija estaba viva, pero ni de su nieta ni del marido de su hija había noticias. Cuando les dio a los demás las buenas y malas nuevas, todos sintieron la misma confusión de emociones; sin embargo, continuaron la búsqueda, porque no hay padre ni madre que, sin haber visto el cadáver de su hijo, pueda comprender que nunca más lo volverá a encontrar. Y entre todos los ires y venires de esas familias con su dolor y con su desasosiego sería la misma Juana, luego de haber salido de la cárcel, quien haría la búsqueda más desesperada, más completa, más impotente. Pocas semanas después de la cita con el general, salió en el periódico la noticia de que un grupo de guerrilleros, entre ellos Juana Vélez, habían caído presos en acciones subversivas contra el Gobierno y la sociedad colombiana. De inmediato fueron a averiguar en qué cárcel la recluirían y buscaron un abogado que pudiera 333
ayudarla en el proceso. La vida de todos giraría ahora en torno a lograr que Juana saliera de la cárcel, lo cual no sería posible hasta el día que en que se logró acordar la amnistía, que les daría salida, dos años después, luego de un movido consejo de guerra en el que, con su gran desparpajo, dieron a conocer sus ideas y sus juicios sobre el país. Ya en la cárcel, Juana fue regresando paulatinamente a la vida, al deseo de luchar hasta su muerte para poder encontrar a su marido y su hija. Doña Cecilia, Antonio e Inés se turnaban para ir a visitarla. Era una experiencia muy enriquecedora ver esa fiesta de sueños en que se convertían los encuentros de todos esos guerrilleros con amigos, políticos, familiares. Pero era también muy doloroso y traumático pasar por las requisas y demás acciones de seguridad de la cárcel. Sin embargo, tanto esos viejos como los hermanos de Juana no dudarían en soportar las injurias con tal de darle fuerzas de seguir viviendo. Al principio, después de tantos atropellos y de la fatal noticia de que Luisa y Martín seguían sin aparecer, Juana no salía de ese estado de tristeza humana que hacía meses la tenía abrumada. Pero, con los días, y con el apoyo de compañeros y compañeras y de sus familiares, fue encontrando más y más luz, más deseos de continuar en este mundo, aunque fuera sólo para encontrarlos. Don Juan Vélez fue incapaz de ir a la cárcel. Sin embargo, en una de las primeras visitas de doña Cecilia, le envió una carta a su hija, en la que se disculpaba por su ausencia, por lo torpe que había sido y trataba de darle ánimos. Juana sintió que su padre había vuelto a ser el de antes. —Mamá, ¿viste que algún día entendería, que yo no estaba tan equivocada en creer que él podía llegar a aceptarme tal y como he sido? 334
—Sí, hija, pero las contradicciones que tu padre vive por sus opciones políticas y laborales le pesan demasiado y, para negarlo, ha tenido que convencerse de ideales que antes nunca habría si quiera tenido en cuenta. Por eso no podía entenderte a ti porque, ante la frustración de lo que verdaderamente es el partido hoy en día, él mismo habría tenido que ser guerrillero, y eso sí jamás: traicionar a su partido nunca. Al salir de la cárcel, Juana tomó la decisión de aceptar la invitación de su padre de ir a su casa. Antonio e Inés le ofrecieron alojarla, por si se sentía incómoda por la situación con su padre, pero ella tenía muchos deseos de sentir el amor y apoyo de sus viejos, pues en esos años de detención había sentido, con más fuerza que nunca, la falta que le hacía su familia, y había terminado por entender lo necia que había sido de pensar que la libertad era tenerlos lejos. No, los amaba y estaba feliz de volver a su casa. Juan Vélez, por su parte, la esperaba con los brazos abiertos, convencido de que ese acercamiento con su hija, que había jurado no hacer, lo reconciliaba con su progenitor, con la memoria de ese luchador, de ese hombre íntegro y recto que la vida le había brindado como padre. Hacía un poco más de dos años que Don Juan y Doña Cecilia vivían solos en ese inmenso apartamento que habían compartido con todos sus hijos y donde había muerto la abuela. Por ello el regreso de Juana fue una fiesta para ellos. Le arreglaron su cuarto con flores e inciensos de los que su madre sabía que le gustaban. Trajeron de casa de los Urbano una foto de ella con su marido y su hija, como muestra de que estaban acompañándola del todo en su búsqueda, pero no pensaron en lo dramático que llegaría a ser el encuentro de Juana 335
con ese retrato. Querían darle gusto en todo, saber qué deseos tenía y entregarse a ella. Don Juan sentía una necesidad tremenda de resarcirse con ella por los años de ausencia y no escatimó esfuerzos para hacerlo. Por las mañanas la llamaban para que se pasara a la cama de sus padres, como había hecho hasta pocos días antes de salir de su casa; le llevaban el desayuno y le daban fuerzas para continuar la tarea aterradora de buscar a quienes su propio padre —por su posición en el Gobierno— sabía que no encontraría jamás. También pasaron largas noches de conversaciones. Se sentaban en el estudio, cada uno con el trago de su preferencia, y rehicieron la historia de por qué la guerrilla, por qué el comunismo, por qué sus deseos de igualdad, los de Juana, que en lo más profundo de su alma el viejo Vélez compartía. Les contó todas las experiencias de la cárcel, y les explicó, que si no fuera por la pérdida de sus seres queridos, ella estaría dispuesta a seguir dando su vida por la revolución. Su padre no dudó en darle muchos argumentos contra esas posturas ideológicas; sin embargo, terminó diciéndole que la apoyaría en cualquier circunstancia, que si ella decidía volver al monte sería él mismo quien le arreglaría el morral. No estaba en condiciones de detenerla ni de entorpecer sus determinaciones. Por esos días, en una visita que realizó a casa de los Urbano, el viejo Antonio le dijo a Juana que el primero al mando la estaba buscando, que había enviado a una persona a preguntar por ella allí, y que necesitaba saber de ella. Le entregó el número telefónico del contacto que debería buscar para ponerse de nuevo en contacto con la organización y las claves para la comunicación. Juana, aunque había decidido no regresar a sus labores revolucionarias, todavía sintió la necesidad de hablarlo con sus dirigentes y buscó al comandante uno. Luego 336
de varios días de compartimentaciones, lograron encontrarse. Estuvieron varias horas hablando sobre el destino de la organización, la conformación de más columnas guerrilleras rurales y la necesidad de incrementar el conflicto. Habían llegado a la conclusión de que con el Gobierno era muy difícil negociar y que debían seguir la lucha. Por ello estaban realizando una serie de cursos de preparación en Cuba y él esperaba que Juana saliera con el próximo grupo de guerrilleros rumbo a La Habana. Claro, para el primero al mando también era ya evidente que Martín no aparecería y que de la niña no había noticias y que, a estas alturas del partido, con la forma como se estaban manejando las cosas en esa cacería de brujas, seguro que no aparecería, y por eso pensaba que Juana estaría dispuesta a mantenerse en la pelea. Sin embargo, para el corazón de Juana, las cosas eran diferentes. Ella debía convencerse por sus propios medios, con todo el dolor que le traería, de que su marido y su hija no aparecerían jamás. Julián Montero reapareció en la vida de Juana cuando más sumida en sus búsquedas estaba. Llevaba meses buscándola pues, desde que había salido del servicio militar y había entrado en la universidad, no había perdido la esperanza de volver a encontrarla. Ella había olvidado a ese joven, pero no la sensación maravillosa que él le había brindado de regresar a la vida, de que no todo lo de los seres humanos era inmundicia y crueldades. Juana no estaba interesada para nada en enamorarse de otro hombre, y así seguiría sintiéndose durante varios meses. Sin embargo, Julián, con una decisión inusitada para un hombre tan joven, optó por acompañarla en su ardua tarea. Recorrieron casas y centros de adopción legales e ilegales en busca de la niña. Mantuvieron vínculos políticos con instituciones internacionales para continuar 337
haciendo presión política al Gobierno colombiano. Los primeros meses decidieron no acudir al escándalo, no salir en medios de comunicación y más bien hacer todo lo que estuviera a su alcance por vías poco reconocibles. Juana fue recomponiendo los últimos días de la vida de Martín, poco a poco, a través de contactos de la guerrilla que la fueron mandando de un lado a otro para que obtuviera información. Así, fue llegando al nudo final de esa historia. Descubrió que sí había caído en manos del ejército, de un escuadrón del B2. Supo de cuál escuadrón se trataba y se hizo evidente para ella que Martín había sido asesinado. Meses después, cuando salió de forma masiva en medios de comunicación la noticia de esa desaparición, mientras el Gobierno tapaba sus atropellos con el gran número de guerrilleros que se encontraban presos (pues en realidad habían desaparecido miles de personas), apareció supuestamente su cadáver. Las conexiones de Juana y su familia y la Embajada Española ayudaron para que el escándalo sobre la desaparición de Martín llevara al Gobierno a tomar la decisión de hacer aparecer su cuerpo en una población lejana de la capital, donde no había sido detenido. Y como fue típico del discurso oficial de la época, inventaron una historia de por qué la misma guerrilla lo había asesinado, versión que para Juana era absolutamente imposible. Aunque lo principal de todo ese desenlace radicaba en que Juana había logrado que el Gobierno reconociera la muerte de Martín. La búsqueda de Luisa fue día a día más infructuosa. Nadie la había vuelto a ver, no había nadie más que los militares para dar parte de su destino y, en los lugares de adopción, fue imposible encontrar información. Pasaron días enteros visitando archivos, buscando alguna noticia, algún llamado para reconocer a esa niña. 338
Aunque Juana no podía imaginarse a su niña muerta, optaron por visitar los archivos de Medicina Legal de Menores. Pero nada: no había ninguna noticia. Juana era incansable por su deseo de encontrar a la niña. Puso denuncias en todas las comisiones e instituciones de derechos humanos del mundo, movió cielo y tierra hasta que uno de los funcionarios de mayor confianza del mismísimo presidente de la república llamó a don Juan Vélez para decirle que con respecto a la niña sí no había nada qué hacer. Ni el cuerpo ni nada podían entregar y no se hacían cargo de las consecuencias de continuar investigaciones sobre el tema. En definitiva, lo estaban amenazando y le pedían que no dañara la imagen del Gobierno, que ya estaba bastante desprestigiado con las campañas de derechos humanos, y que el caso de la niña podía costarles muy caro. Juana no se detuvo; hizo un escándalo de grandes dimensiones que sólo se conoció en países extranjeros, pues la prensa colombiana censuró ese caso, como muchos otros, por los inmensos compromisos que tenían con el Gobierno. La impunidad siguió en aumento, y Juana Vélez tuvo que llegar a la conclusión, que la acompañaría hasta la muerte, de que sólo con las armas, utilizando la fuerza y la muerte, con una lucha frontal contra la burguesía colombiana, era posible desenmascarar todas sus barbaries y atropellos. Todos esos meses Julián Montero estuvo a su lado; no pasó un solo día sin acompañarla en alguna de esas actividades dolorosas. Así fueron construyendo una amistad del alma, de esas que nada en la vida podría flaquear; sin embargo, Julián nunca se conformó con una amistad. Él estaba esperando, día tras día, que Juana llegara a sentir el amor que él le profesaba y pudieran construir la relación que él tanto soñaba. Era poco probable que eso sucediera, pero Juana, sin pensar en el amor 339
con mayúscula, se fue acostumbrando a la presencia de Julián hasta que, cuando ya se había convencido del todo de que ni su hombre ni su hija aparecerían, terminó descubriendo en la memoria de esas manos que la habían protegido cuando más lo necesitaba, una vaga pulsión amorosa, que fue creciendo con la entrega y decisión de ese muchacho de quererla sin condiciones. Sin embargo, cuando Juana se dio cuenta de que se despertaba y se acostaba pensando en Julián, intentó frenar la relación. Tenía miedo de la diferencia de edades, y en especial de que ella ya estaba dándose cuenta de que debía volver a sus actividades revolucionarias. Pero los azares del amor son irremediables, y Juana y Julián, tarde o temprano, terminaron llegando hasta sus pieles, donde descubrieron un espacio abierto a sus mayores necesidades y deseos, y no pudieron de ahí en adelante alejarse el uno del otro. Juana sintió temor también por su padre; era una nueva locura que seguramente a él lo incomodaría, pero ella estaba en ese mundo para vivir su vida y le era imposible complacerlo contra ella misma. Pese a lo esperado, don Juan Vélez se imaginó, desde que ese joven amable e inteligente llegó a acompañarla en sus largas jornadas de búsqueda, que eso sucedería, pues vio en los ojos de ese muchacho la decisión férrea que había ya conocido en los suyos propios cuando se enamoró de doña Cecilia. Así, cuando Juana le habló de su relación con Julián, él ya estaba de regreso y la apoyó, de la misma manera que apoyaría el regreso de Juana, en compañía de Julián, a la guerrilla. Fue el nacimiento de un amor en medio del duelo, de la más profunda desilusión con la vida. Juana nunca volvería a ser la de antes; de hecho, en la guerrilla nunca pudo mostrar el brillo ni la fuerza de antes y, de forma casi suicida, optó por morir en combate, dar su vida, que 340
ya no tenía sentido, entre las balas de la lucha. Aunque ella se había enamorado locamente de Julián, como para convencer a los comandantes de que la dejaran llevárselo con ella al monte, algo muy profundo había muerto dentro de ella. Varias fuerzas se fueron imponiendo en la vida de Juana. Por una parte, la certeza de que su amor por Julián era ya una verdad, nada podría separarlos. Por otra parte, un tanatos devorador la iba llevando día a día más cerca de la muerte, y también una necesidad impostergable de continuar la lucha revolucionaria. Julián tuvo siempre, hasta el día en que los dos encontraron la muerte, la esperanza de que Juana terminaría deseando la vida, de que iría regresando del agujero negro del dolor. Sin embargo, pese a que poco a poco Juana fue renovando su vínculo con la vida, con el amor, con la justicia, nunca se llenaron del todo esos tremendos vacíos de su alma, de manera que su regreso a la guerrilla, fuera de ser ideológico, era una forma más digna de ir buscando salida de este mundo atroz. Entonces, por esos días en que le contó a Julián su decisión, él, sin dudarlo un minuto, le dijo que quería acompañarla. Él también venía politizándose cada día más y deseaba ayudar en la lucha de esa guerrilla valiente con la que militaba su amada. Así, Juana tuvo que tomar la determinación y la fuerza de buscar al primero al mando del momento (el flaco, con quien había compartido tantos sueños, ya había muerto) y comunicarle su deseo de regresar a la lucha. Fue un encuentro muy interesante. Juana llegó sola y le contó la historia de sus fracasos en la búsqueda de Martín y de Luisa. Él le contó los avances en la lucha y en las negociaciones con el Gobierno pues, pese al entusiasmo por mantener la lucha, esa organización 341
estuvo por varios años buscando un espacio político de negociación para regresar a la vida civil. Juana le habló de su melancolía, de su abatimiento y de su nuevo amor. El comandante le dijo que era extraño que ella pidiera regresar a la guerrilla en compañía de un hombre tan joven, y que por política estaban separando a los enamorados porque venían causando muchos problemas. Pero la tragedia de Juana, los dolores de su vida lo conmovieron y terminó accediendo a mandarlos a Cuba a hacer un curso de preparación y le dijo que los mandaría juntos a una columna móvil de alguna región del país, destino que conocerían sólo a su regreso. En esta oportunidad, y en silencio, todos, hasta los Urbano, estuvieron en desacuerdo con la partida de Juana. Ella era lo único que les había quedado de su hijo y de su nieta, y no querían perderla. Pero todos, Don Juan, Doña Cecilia, el viejo Antonio e Inés, sintieron que no había forma de detenerla; ella debía ir al encuentro de su fantasía armada, y recuperar desde el monte — nadie sabía que iban a Cuba primero— el ímpetu para sobrevivir. No se imaginaban que en realidad estaba construyendo la fuerza para morir. La despedida fue para siempre. Como ya era costumbre, los Urbano fueron a almorzar a casa de los Vélez un domingo de junio, ese domingo en que Juana y Julián partían —eso creían todos— hacia las montañas de Colombia. Eran dos panoramas del todo diferentes. Julián, con el brillo en sus ojos, la alegría de encontrar sentido a su vida; Juana y la revolución. Juana por su parte, silenciosa, decidida, abrumada por las tristezas y su lento retorno a la vida. Sin embargo, se veía alegría en los dos; estaban enamorados y partían al encuentro de deseos muy distintos pero que, pese a todo, los 342
convocaban de alma entera. Cuando llegó la hora de salir, se fueron despidiendo de una a uno. Juana empezó por sus hermanos y luego, como una ciega que necesitaba grabar en sus manos los rostros de los seres amados, fue palpando el rostro de cada uno. Fue un instante de absoluta comunión. Las profundas tragedias de esas familias llenaban de sombras esa despedida. Juana encontró en el rostro de Antonio Urbano, el viejo español, la memoria imborrable del rostro de Martín, y lloró con toda su fuerza amarrada al cuerpo de su suegro. En el rostro de Inés, pudo dejar para siempre los rastros grabados en su piel de Luisa, su hijita y, en los rostros de sus padres, pudo entender las trazas absurdas de su propio destino. Comprendió que quien lucha por la libertad carga con el infortunio de estar condenado a la soledad. En un lugar de Bogotá, les dijeron adiós, y los vieron partir con sus morrales llenos de ilusiones, de miedo, de certeza de un viaje sin retorno.
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18 Ireeeeeeeeeene… Ireeeeeeeene… ¿viste la amalgama de los cuerpos deshacerse en tormentos?, ¿viste esas pieles hundirse en la profundidad del vacío?, ¿sentiste el abismo que se abría entre sus cuerpos?, ¿viste desaparecer el vigor del amor entre sollozos e injurias? Irene, ¿cómo pudiste resistir?, ¿cómo sobrevivir?, ¿cómo estar aquí contando esta historia si sólo la muerte podía salvarte del dolor? ¿Viste el brillo de sus ojos desfallecer en tu mirada y un halo de muerte cubrir para siempre su rostro?, ¿viste cómo se escapaba de este mundo, cómo la tristeza era un canto de las parcas, de ese destino insalvable de los amantes que no tiene derecho a los días que se suceden unos a otros? Claro, fue muy inesperado; tétrico. Yo hacía días que no sabía nada de él. No lo llamaba, ni él a mí. Había dejado de insistir, y ése era un buen clima para mis deliciosas jornadas de amor con Camila. A ella no sé muy bien si la llamaba o no; la verdad es que era un tema del que poco hablábamos. A mí no me interesaba preguntar si Camila hablaba con su esposo o no; ella estaba conmigo y era tal la certeza que yo sentía de nuestra relación que ni celos pasaban por ahí. Pero en fin, esa tarde habíamos llegado de un paseo placentero por el Parque. Nos gustaba ir a montar bicicleta al Simón Bolívar y luego hacer un picnic por ahí. Era una pequeña costumbre, o maña si se quiere, que me había quedado de mis días en Nueva York, cuando uno se iba a almorzar al Central Park. A Camila le encantaba ese hábito y, como llevábamos varios días sin ir, por cosas de trabajo, ese día llevamos un montón de cosas ricas: vino, quesos, jamones... Nos preparamos unos sándwichs, comimos aceitunas y champiñones al ajillo preparados 345
por ella, y una buena cantidad de frutas: guanábana, fresas, cerezas que, como cosa rara, dizque estaban en cosecha en Colombia, aunque años atrás no se veían ni por las curvas. Pero como ahora nos hemos vuelto tan globalizados, hasta las frutas del verano neoyorquino llegan por acá. Veníamos radiantes pero, como me había tocado una semanita un poco dura del trabajo, estaba rendida. Para esa noche no había planes. Aunque en el último tiempo no perdonábamos ni viernes ni sábado para ir a bailar en alguno de esos lugares de ambiente donde podíamos amacizarnos hasta el cansancio, ese día teníamos ánimo caserito y pensábamos cocinar fondue y conversar en casa. No habíamos quedado con nadie, lastimosamente, pues quizás eso nos habría salvado, o una visita inesperada, pero nada, ni el teléfono sonó durante esas horas de angustia que Daniel nos tenía reservadas, en su buen deseo de tenernos como siempre quiso, a las dos, en unísono. Qué sé yo, eran como las seis de la tarde cuando decidí que, antes de empezar la cocina, pues nos gustaba darnos tiempito para preparar las delicias que nos comeríamos, me daría un baño. Tanto me había olvidado de él que yo nunca volví a preguntarme si Daniel había quedado o no con llaves del apartamento. Lo lamentable era que sí, y esa tarde, ya casi de noche, cuando yo me estaba bañando, abrió la puerta, como Pedro por su casa y Camila, mi Camila, su Camila, escuchó la puerta y se asomó a ver qué había pasado, quién llegaba así y se lo encontró de sopetón y me imagino que se quedó fría, y no sé qué hablaron, lo único es que yo la llamé: “Corazón, ¿me traes una toalla para el pelo?”, y ella, con la cara descompuesta, me la llevó. “¿Qué te pasó?”, y ella nada. Ven, que te espero. Yo me preocupé, pero pensé que era alguna llamada telefónica, o quién sabe qué, 346
pero jamás me hubiera imaginado que pasaríamos la noche, la última noche de nuestras vidas, sometidas a los deseos de un hombre en estado de locura y que nos llevaría al infierno tan rápido y tan certero. Salí del baño y empecé a llamarla: “Cami, ¿qué te pasó?, dime, mi Cami, ¿dónde andas?”. Y el silencio era la respuesta, hasta que sentí su voz en la sala: hablaba con alguien, y yo no me imaginaba quién podía ser. Me puse una bata como para no llegarle al visitante en paños menores y salí. Después de ahí, cómo explicar lo que sentí. Los vi en la sala, Camila sentada en el sofá con las manos en la cabeza y con el cuerpo que sollozaba de tristeza, de ese descubrimiento absurdo e implacable, y Daniel sentado en el piso hablándole, intentando acercarse a ella, pero con un gesto de impotencia en el cuerpo. De mí poco sé, aunque es de quien más debo saber; creo que entré en un estado de abatimiento, de horror, que me llevaría a transitar por el espanto sin sensaciones demasiado evidentes. Claro, ahora veo que no era tan cierto: mi máscara, mis barreras mentales me hacían pensar que no estaba sintiendo cuando en los pozos oscuros y profundos de mi alma los dolores se agolpaban en esta catarata de sensaciones que ahora puedo sentir, pero usted me pide que le hable de ese momento y trato de hacerlo. Yo no sentía demasiado, pero me iba yendo sin pausa y por eso al amanecer ya no sería de este mundo… Claro, Camila tampoco. Yo creo que él lo tenía planeado así; hasta vino con una pistola que sacó unas horas después cuando decidió que lo que más quería era vernos hacer el amor y nosotras le decíamos que estaba loco, que eso era un absurdo, que cómo íbamos a hacer algo así. Pero él ya tenía el rumbo de nuestro destino marcado en su frente y nos obligó, con esa arma purulenta, desorbitada y no nos quedó salida. 347
Pero en ese momento inicial lo único que atiné a decir fue qué hacía allí, y él se rió, con una risa sobrenatural, de otro planeta y me miró con un gesto tan evidente. Luego Camila levantó la mirada, y ella también tenía ese gesto que supongo que inmediatamente después lo tuve yo también, y ya sabíamos lo que sucedía; no hacían falta palabras y él empezó a decirnos que nos amaba, que nos extrañaba, y nosotras en silencio. Y la noche se hacía turbia, inmunda; Camila se iba consumiendo en sí misma, cómo era posible, repetía, tanta tragedia, tanta coincidencia, y él pedía que no lo dejáramos, pero en el fondo del alma de los tres sabíamos que en ese instante nos estábamos dejando todos a todos, que en este mundo nuestros rumbos no merecían estar unidos, aunque yo no esperaba que el desenlace fuera éste, tal vez, ¿si yo hubiera muerto?, ¿si me hubiera ido sin tener que sobrevivir a este vacío, a estas ausencias que hoy me invaden? El viaje en bus fue divertido; a mí me parecía todo nuevo. Después de tantos días encerradas en esa casa de los amigos y de tantas reglas, ahora mamá me llevaba de paseo y yo miraba por la ventanilla todo. Cada flor, cada cosa me encantaba y yo le decía a mamá, pero ella iba como perdida, como pensando en otra cosa y yo le preguntaba: “Mamita, ¿qué te pasa?” y ella me decía: “Estoy pensando en tu papá, porque quiero que lo veamos pronto”. Yo no entendía muy bien, sin embargo, sentía y sabía que algo terrible sucedía, pero me dejaba llevar más bien por lo dichosa que estaba de ver la calle, las nubes y el sol, porque era un día soleado, lindo, de esos que no son para las desdichas, pero sí, allá nos estaban esperando. La verdad es que yo no alcancé casi ni a ver al abuelo, que fue el que abrió la puerta; sólo lo oía gritar y gritar y me iba sumiendo en el miedo. 348
Preguntaba qué pasaba, y mamá me tapaba la boca y me abrazaba duro y yo no sabía qué pensar. Ella me hacía daño con su mano en mi boca pero al mismo tiempo, con la otra mano, me daba todo su amor, me abrazaba fuerte y yo me le pegaba como una larva sin sentido, sin rumbo, en un mundo grande y aterrador. Quería entrarme en su piel y esos hombres horribles gritaban, y yo me tapaba los oídos, porque el abuelo Antonio me había dicho siempre que cuando llegaban personas que uno no quería escuchar lo que había que hacer era taparse los oídos y nunca contestar, que si te dicen algo que no quieres o bueno… Mamá tenía miedo y yo era tan pequeña, tan poca cosa y no podía salvarla y yo me apretaba, pero de nada servía; ella se iba deshaciendo y nos bajaron y alcancé a sentir una patada. El resto se lo dieron a mamá, que todavía me cargaba, y nos llevaron por un corredor y tantos gritos. ¿Cómo será el infierno? Yo ya lo conocí, y está en esta puta tierra, en este terreno de lo infame, de los humanos, de nosotros mismos, en nuestras propias almas. Entonces nos dejaron ahí, en ese hueco, en un cuarto negro; creo que había una persona que vigilaba, no estoy segura, pero sé que era un lugar inmundo. Olía a orines, a mierda, y mamá trataba de protegerme de todo. Nos quedamos en el rincón al que nos habían llevado a golpes; mamá me abrazaba con todas las fuerzas, yo le sentía el miedo, que no te lleven, que no nos separen, y me trataba de calmar. Me explicaba que había días tristes y otros mejores, que no me preocupara, que de allí saldríamos y estaría todo bien, pero algo en su voz me decía que no era cierto. No es que yo no le creyera a mamá, no, yo siempre pensé que ella me decía la verdad, sino que no la sentía tan convencida, y ese olor y esos gritos que se escuchaban, y ella se contorsionaba, 349
como que quería que yo no oyera, no pensara y yo me quería dormir en sus brazos para no sentir más, para dejar este mundo por un rato, pero su corazón me despertaba, y entonces me abrazaba más fuerte. Pensaba en las noches con papá, en sus caricias, y seguro que ella también lo recordaba, y me tapaba los oídos, para que no me enterara, y yo entonces contaba ovejitas a ver si me dormía, o mejor lobitos, como decía el abuelo, para que no nos creyéramos que hay buenos y malos, y mamá temblaba, y un hombre entró al cuarto: “Ya casi venimos, vete alistando, puta guerrillera, para que nos digas todo lo que sabes”. Y ella más me apretaba, y yo lloraba, pero mamá decía que no fuera a gritar, que si les dábamos gusto más daño nos hacían, pero ella seguro se sentía mal de decirle eso a una niña porque después me decía que me quedara tranquila, que no me preocupara, que llorara si lo necesitaba. Seguro tenía miedo de lo que yo dijera, pero la verdad es que no tenía información muy pertinente, y por eso no importaba, pero ella me apretaba contra su cuerpo, más que nunca, y yo seguía tratando de irme de este mundo, y fue pasando el tiempo. Quién sabe en qué andarían esos hombres horribles y yo me quedé dormida y soñé tantas cosas a la vez, tantos recuerdos y funestas realidades y desperté llorando y mamá lloraba sobre mi cuerpo, y se hablaba a sí misma: “Debes ser fuerte, no te debes dejar, hay que proteger a los compañeros y compañeras, no puedes caer, no hables”, y yo trataba de entender y le preguntaba: “Mamá, ¿qué dices?” y ella me decía que cantáramos, y empezamos a cantar las canciones republicanas que nos sabíamos y yo me iba tranquilizando. Es que las niñas somos así: un poco del amor verdadero y nos relajamos, pero el monstruo estaba muy cerca y tarde o temprano entraría. Y claro, así fue: llegaron como cinco y encendieron unas luces superpotentes y nos arrojaron sobre una silla, y le 350
dijeron que pensara bien lo que iba a hacer, que fuera alistando los números y los nombres pues los tenía que llevar hasta sus jefes y yo no entendía nada, hasta que mencionaron a papá y yo los miraba aterrorizada, y papá dónde estaba, pensaba yo y no decían nada de eso, sólo que no perdiera el tiempo protegiendo muertos le decían, pero ella no les creía y se mantenía en silencio y me apretaba más duro que antes, como si supiera que me iban a llevar, que me separarían de su cuerpo. Irene… siembra recuerdos al viento, viaja en tu voz, no te detengas, sí, tu vida son los recuerdos, las memorias que ahora sanan tus heridas, sigue contando que sólo de eso puedes vivir, deja que vuelen tus historias, deja que tu vida sea la película de tus noches y verás así el colapso de la desazón, deja que tu infierno se llene de momentos de felicidad, de experiencia, de encanto; deja que los aromas que alguna vez te hicieron sentir plena regresen, ya habrá tiempo para volver al futuro, para hacerte libre de la memoria, de esta catarata que te consume. Daniel quería saber más; venía lleno de preguntas, y nosotras no sabíamos qué decirle. Me senté al otro lado del sofá en que estaban Camila y él, en el suelo, arrodillado entre nosotras. Nos pedía respuestas que no podíamos dar. Entonces se fue tornando en la víctima de estas dos mujeres fatales que lo habíamos abandonado y nos decía, cada vez con más llanto, con más gritos, que lo habíamos dejado, que nuestro amor por él era tan insignificante que habíamos sido capaces de tramar algo así, que seguro ni amantes éramos, que todo era un montaje para vengarnos de él, cómo habría sido la cantidad de cosas que nos contábamos sobre él, y lloraba y se deshacía en su tormento y quizás Camila intuyó que tarde 351
o temprano la víctima se erguiría en victimario como para lograr lo imposible. Para que no nos hiciera daño, decidió decirle que no era así, que nosotras no sabíamos nada hasta esta tarde, que nunca habíamos pensado hacerle daño, que queríamos vivir nuestra vida y que eso era todo. Pero él no podía entender: el abandono lo había carcomido, y además empezó a decirnos que desde hacía como un mes nos estaba siguiendo y sabía muy bien cada uno de nuestros pasos, que nos había visto, que se sentaba frente al edificio a mirar las luces de esta casa cómo prendían y apagaban, y se imaginaba cada uno de nuestros actos y sufría en esta soledad innombrable que estaba viviendo. Y habló de tantas cosas, de las drogas que consumía para olvidarnos, de las mujeres que buscaba en las calles para sacarnos de su memoria y se le veía la angustia en el rostro, el desasosiego que estaba sufriendo, y cómo había tratado de sobrevivir a las noches sucesivas en que nos sabía lejos de él, sin entender cómo podíamos estar juntas, cómo podía ser que estuviéramos en la misma casa, pues pasó una noche entera y luego otra, y nunca salió Camila y entonces se imaginó, y sus pulmones morían de ahogo y cada vez tenía menos fuerza para vivir y se quedaba en las calles noches enteras y hacía una música de muertos y nada servía. Se sentó en el piano y nos tocó las músicas más fúnebres, más atormentadas que le habíamos oído, y yo, que llevaba toda la vida escuchando su música, supe lo que estaba viviendo, el infierno en que deambulaba y no supe cómo decirle que me había ido por su bien, pensando en que ahora sí podría estar con la mujer que lo sabía querer. ¿Cómo me imaginaba que era esa mujer con la que él vivía?, pues debía ser parecida a mi Camila y esa sí que sabía querer; con ella sí que uno sentía la seguridad que no se sentía con nadie más. Cómo decirle, y que me creyera, que yo no le quería quitar su mujer (sí, 352
en realidad un poco sí se la quería quitar, pues admito que me enamoré de Camila como si me enamorara de la mujer de Daniel y mierda, sí lo era), pero yo no quería hacerle daño y sí, porque los seres humanos somos así, terribles, contradictorios, si no podía tenerlo pues que tuviera un poco de gozo y mucho de tristeza, y ojalá que pasara sus días sintiendo que me había perdido y que había perdido lo más importante, pero así no sería y me dejaría a mí con vida, mientras que nuestra Camila se iría para siempre. Y en esa oscuridad del apartamento, no había luces encendidas; escuchamos, entre sollozos, esa música que nos había compuesto y no encontrábamos el lugar ni la forma de decirnos, uno a uno a uno: “Lo siento, éste no era el final que esperábamos, pero ahí estábamos y no teníamos salida”. Nada nos quedaba en la vida más que asumir ese abatimiento. Sí, supongo que Camila estaría sintiendo el mismo miedo que yo, la misma congoja, y le pasarían por la mente las mismas películas, y claro, ya no quedaba futuro posible, Daniel estaba destruido y nosotras con él y nuestra relación, en cuestión de un segundo, había caído en el campo de los imposibles, si es que nos quedaba la posibilidad de estar vivas, si es que el aliento nos duraba horas o días, y ahora yo me siento acá, en este mundo, quedándome, recuperada de tanto agujero negro, de tanto vacío y sé que la vida me espera y me pregunto qué vida. Y seguro que Camila pensaba en todo lo que yo le había contado de mi amante, cómo yo pensaba en su marido y unía historias y mi propia historia de amor con Daniel se hacía trizas en minutos, y escuchábamos la música y seguíamos pensando en todo eso; seguro a ella también le pasaba, recomponía imágenes y sensaciones, historias de otros días que nos alejaban más cada vez y
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acaso había una salida posible, un camino fuera de esta malaventura desproporcionada. Cuando dejó de tocar el piano, la escena se hizo más oscura, más incomprensible. Sacó una pastillas y un revólver, y eran de las mismas que yo uso para dormir, y nos obligó, a cada uno de los tres a ir tomando pastillas, no sé cuántas, pero no fueron suficientes para matarme a mí, aunque dizque Camila tomó muchas más y no sé cuándo, porque las pastillas del baño quedaron acabadas y no sé en qué momento, porque también nos obligó a tomar trago hasta hartarnos y luego decía: “Las quiero ver, sus cuerpos, míos hasta la muerte, los quiero ver en acción”. Nosotras le decíamos que estaba loco y más nos amenazaba y decía que no gritáramos, que tenía las balas suficientes para que no saliéramos con vida de esta noche, que a estas alturas, cuando ya había dejado el llanto y su posición de víctima, él parecía estar disfrutando. Entonces empezó el horror, porque no sólo tendría que ver cómo Camila se iba durmiendo, y yo sabía que las pastillas que nos habíamos tomado la podrían matar a ella o a mí. Quién sabe qué pasaría y la podría perder para siempre, y ese letargo que nos iba cogiendo, pero sí, no sólo ver eso sino tener que vivir su cuerpo, ese cuerpo amado entre ese colapso del afecto, como si tocáramos hielos, o carbones ardientes que nada tienen que ver con el ser amado, y Daniel metiendo las manos por ahí y yo con ganas de vomitar y me daba miedo hacerlo, por Camila, por mí, pero era espantoso, y entonces la noche se fue llenando de vacíos, algunos que ni ahora puedo recomponer, y recuerdo esos besos con revólver en la cabeza, y unas manos que me tocaban sin ganas; el llanto silencioso que nos corría por la cara. Recuerdo las lágrimas de Camila rodar por mi piel y a Daniel gritando: “No jodan, háganle”, y nosotras 354
intentando fingir el placer que nunca podríamos volver a sentir. Era como ver la tierra partirse en tajos, como conocer por un instante la absoluta perdición, y la vida se nos iba yendo en esos instantes, y no puedo entender qué buscaba Daniel, qué absurdo deseo lo llevó tan lejos, pero recuerdo pequeños reflejos de su mirada, de esos ojos que tanto había amado, hundiéndose en las tinieblas, dejando también este mundo. Y no podíamos detenernos, con el revólver y con una que otra patadita nos iba moviendo: “Quiero más, más de lo que me quitaron”, y en voz alta contaba lo que cada una de nosotras le había hecho en otras noches de pasión, decía, y nos pedía que pensáramos que la otra era él, y seguía hablando, imparable, y nosotras entrando en las peores náuseas y cayendo profundo en esa pantomima que los somníferos empezarían a detener. Y creo recordar que se metió en la cama y trató de ser parte de ese juego, pero pronto se echó a llorar porque ya no nos sentía, o mejor dicho nosotras ya no lo queríamos y entonces Camila se fue yendo y él se volcó sobre ella a golpearla, a pedirle que no lo dejara, que su vida sin ella no tenía sentido. Yo pensaba lo mismo y me moría por abrazarla y no dejarla ir, llevarla a algún lugar para que me la salvaran, pero es que uno protege la vida propia por instinto y yo temía que Daniel me diera un tiro, y me quedé inmóvil, viendo mi ruina, entrando precipitadamente en mi agujero negro, mientras se ensañaba conmigo, y poco a poco sacaba toda su rabia: nada de amor le quedó para mí. Yo era su enemiga, el ser que más lo había hecho sufrir y me golpeaba y me ponía ese instrumento frío en la sien y me decía que esto era lo que yo quería, verlo así, acabado, tantos años que me había demorado, pero finalmente lo había logrado. Y yo seguía mi llanto, mi abandono, mi partida, y él me seguía cobrando sus rabias y me fue repitiendo todas las veces que lo había dejado y todo 355
lo que había hecho, y cada recuerdo que le venía a la mente le daba un aire más siniestro. Sí, para mí quedó el odio, tanto que decidió, a última hora, dejarme viva, bueno, no sabíamos qué pasaría con las pastillas, pero no me pegó el balazo que tanto pronosticó mientras me hablaba, mientras me recordaba su sufrimiento y, para no escucharlo, le fui contando con mi mente cada día, cada hora que pasé pensándolo. Traje a mi mente, en esos instantes en que pensé que la muerte me llegaba, porque también yo me iba yendo, pensé en todo mi amor por él y el amor sanador de Camila, mejor dicho, esa forma reparadora de amar que había aprendido con ella y me fui hundiendo en el letargo, sintiendo el latido profundo de mi corazón que estaba siendo capaz de soportar las peores injurias, el peor desamor, las más dolorosas pérdidas. Y dejé de vivir en esta tierra, después de esa larga noche en que la vida me deparó conocer en pleno lo más confuso, irracional e impresionante del alma humana. Pensé que mis ojos no se cerrarían nunca más. Primero fue el horror de sentir cómo me desprendían de ella, larva adherida a un cuerpo nulo, porque la fuerza de ellos acababa con la de mamá, yo que la creía tan fuerte, y me arrancaron, como lo veníamos presintiendo y yo sentía que el mundo se acababa, que cada pedacito de mi cuerpo como una ventosa se desprendía de su lugar, de su propia piel y me dejaban inerme. Mi llanto fue tan penetrante, tan abarcador, que a veces me imagino que esos hombres horribles pasarán sus noches sufriendo de culpas por ese dolor inmenso que causaban y los ojos de mamá se quedaban en el más allá de su tristeza y gritaba también pero yo ya no oía, porque mi llanto lo llenaba todo. Era lo único que me salvaba del despellejamiento, de la amargura y me sentaron, cerdos, en una esquina 356
y me obligaban a mirar, mejor dicho la obligaban a ella a mirarme para asegurarse de que mis ojos brillaban de angustia mientras la acababan a palos y le gritaban, pero sí, yo ya estaba entrando en el vacío, ya me costaba entender y escuchar. Los ojos ni parpadeaban, y esos golpes, esas torturas se quedarían para siempre grabadas en mi piel, esa piel de la memoria más insondable, esa que perdería en mi conciencia y que me perseguiría en mis días de silencio hasta dejarme hundida, años después, en las tinieblas de que ahora voy saliendo. Y siento otra vez el despegarse, la larva que se suelta del cuerpo amado, y viene a mi mente el instante final, fatídico, en que un hombre grande con bigotes y con uniforme militar entró, me tomó en sus brazos y me llevó para siempre del canto de mi mamá, y me dejó vaciada de amor, de ternura y sólo hasta que volví a dormir en la cama de los nuevos papás pude volver a sentir que respiraba, que el aire regresaba, que mi cuerpo restituía, con creces, la piel que me había sido robada. Ahora sólo me resta deambular por este cúmulo de recuerdos, por esta borrasca de memorias que se apilan en mi mente segundo a segundo. Y me pregunto: ¿hasta cuándo tendré que vivir de las memorias, de mi madre ida, de papá desaparecido, de Camila muerta? ¿Hasta cuándo mis días transcurrirán en esta ardua tarea de entender su ausencia, este trabajo lento de dolerme de ellos, mejor dicho, de dolerme de mí, de mis más profundas desgarraduras, ahora que no queda cuerpo para prenderme, ni ser en que albergarme? Sé que los otros papás y los abuelos recuperados y las familias serán quizás un consuelo, pero mi vida estará sembrada en las remembranzas de estos largos agujeros míos, hondos pozos donde he naufragado hasta ahogarme, sin la suerte de haber muerto en el intento. ¿Cuándo 357
habrá futuro y sueños de ser, de llegar, cuándo volveré a construir un camino deseado, ahora que todo se ha vaciado? Sólo mi mente y sus recuerdos existen y yo en ellos, rehaciendo una mujer, Luisa —Irene, un ser que pueda vivir las lentas minuciosidades de la cotidianidad que hoy aparecen ante mis ojos como una tolvanera en el horizonte—. ¿Dónde estará el oasis, el remanso de mi vida? ¿Acaso sólo el recuerdo de haber amado con entrega a Camila me dará la fuerza para continuar en esta faena acuciosa de seguir entendiendo lo inhumano de lo humano, las más álgidas vilezas de ese extraño material del que estamos hechos? Vuela Irene, canta, deja que el viento te ayude y alza tus alas que has tejido de memorias, de rostros perdidos y recuperados, respira profundo, avanza, ya sólo te resta tomar la maleta, salir de esta habitación sin vista, y emprender el viaje a lo inesperado. Eso es la vida, Irene: torbellinos, abismos, pequeños meandros que de a poco nos conducen a la muerte. Madrid, marzo de 2002 Bogotá, enero de 2009
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Puentes, errancias, exilios. Volverse otro. Lugares de cruce o desencuentro literario. ¿Qué hay más allá de la prudencia del mapa?
El fin de la noche, constelación de narrativa y poesía hispanoamericana. Con publicaciones de cuidado artesanal y soporte imperecedero, el sello integra la tecnología de edición más avanzada –impresión bajo demanda, libre acceso de lectura online y distribución digital internacional que permite que los libros estén siempre disponibles– a la delicada paciencia para el armado de cada título. Que los libros luminosos jamás se agoten.
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