Sociales
MarĂa Barrientos
Sociales
Barrientos, María Sociales. - 1a ed. - Buenos Aires : El fin de la noche, 2011. 56 p. ; 20x13 cm. - (Caligrama) ISBN 978-987-1491-28-5 1. Literatura Argentina. I. Título CDD A860
Imagen de tapa: Florencia Blanco Cutuk www.florenciablanco.com.ar
© Editorial El fin de la noche, 2011 Buenos Aires, Argentina ISBN 978-987-1491-28-5 Editorial El fin de la noche Hecho el depósito que previene la ley 11.723 Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a: info@elfindelanoche.com.ar www.elfindelanoche.com.ar
Distraerse de uno mismo, de la existencia que habita en uno, que se apodera de forma obtusa. Jorge SemprĂşn
Índice
Camarera de lujo ���������������������������������������������������������� 11 Sociales �������������������������������������������������������������������������� 19 Feng Shui ����������������������������������������������������������������������� 23 Hacer lo correcto ���������������������������������������������������������� 27 Danzas árabes ��������������������������������������������������������������� 33 Michi ������������������������������������������������������������������������������ 37 La felicidad �������������������������������������������������������������������� 41 El viaje ��������������������������������������������������������������������������� 47
Camarera de lujo
Ayer la vi en el centro a Esquéletor, casi no la reconozco. Está teñida de rubia y, con muchos kilos de más y ropa ajustada, parece una enfermera sueca. Tiene dos hijos y no hablamos del pasado. En una época que parece tan lejana, éramos muy unidas. Estábamos en un grupo de jóvenes un poco desahuciados como nosotras, pero aún sin saber que todo iría de mal en peor. El día en que las cosas se salieron de control le pregunté al Quemado si tener en nuestras reuniones a un tipo como Cardoso no era arriesgado. Decía trabajar en seguridad y también que había estado combatiendo contra la subversión. En el grupo se generó una pequeña discusión sobre cómo se había enterado de las reuniones. Yo les dije que me parecía haberlo invitado en una fiesta, pero que estaba un poco borracha y no me acordaba bien. Desde que el tipo entró al grupo todo se volvió más agitado. No nos molestó que fuera mayor, ni ese ligero temblor que le ensombrecía la cara, y nos reíamos a sus espaldas, nosotros, aprendices de malos. Ya en la primera reunión contó que había participado en la muerte de muchos subversivos, en lo que él llamaba la guerra de los 70. Se refería al tema hablando de las bajas. En esos años lo único que me dijo mi madre 11
con cordura fue que si nos juntábamos con cualquiera así nos iba a ir. A los que piensen que ser joven es gran cosa, no me conocieron en esa época: trabajaba de mesera (aunque yo decía camarera, como quería mi madre). No me gustaba servir, pero es mejor ser esclavo de otros y no de mi familia, que me trataba como a una inútil. Tenía dos jefes y una compañera peruana. Los jefes no contribuían mucho a mejorar mi autoestima. El local donde trabajaba servía comidas exóticas, el cubierto costaba una fortuna y la clientela iba desde hombres solos hasta matrimonios mayores. Los grupos de turistas me salvaban con las propinas, porque la peruana no sabía hablar inglés y yo me animaba: mitad inglés, mitad sonrisitas, todo se le perdona a una chica. En cierta forma yo era una camarera de lujo, porque no trabajaba en un lugar de mala muerte. Aunque es cierto que la juventud debería estar ligada a la felicidad, nada más alejado de mí en esa época. Parecía una niña de diez años con una pierna quebrada: iba dando tumbos de acá para allá. Necesitaba que alguien uniera las piezas y me dijera “acá va tu cabeza, acá va tu pie”. Nos sentíamos seguros en el grupo, alejados de un mundo de adultos que no llegábamos a entender. Por las noches íbamos a un lugar que creo que se llamaba El Declive, estaba por la calle 25 de Mayo. Pasé los otros días cuando iba a hacer una transferencia bancaria. En vez de aquel local medio gótico ahora hay otro bar mucho más elegante, con muebles minimalistas. En el grupo estábamos el Quemado, Esquéletor, Marilyn y yo, Almita. O Alma, a secas. A veces se agregaba la Negra. Al Quemado le decíamos así porque tenía el cerebro destruido por la cocaína. De todas formas ninguno de nosotros se consideraba inteligente: Esquéletor decía 12
que estaba gorda y pesaba 45 kilos, por eso no comía y pasaba delante de los espejos sin mirarse; Marilyn se creía la más linda, porque el padrastro se había enamorado de ella y porque se acostaba con cuanto pibe le hablaba. Por mi parte, lo único que había logrado había sido alquilar el departamento, huyendo de mi madre, pero sin lograr impedir que ella lo llenara con cosas de su gusto, como una planta y una fuentecita con unos duendes ridículos. Una vez que tomábamos el primer trago de cerveza, caían en un gran pozo negro los jefes y las madres. El tiempo parecía pasar sereno, como si tuviésemos un pañuelo de seda sobre nuestras cabezas. Un día nos pusimos de acuerdo en juntarnos en mi departamento para hablar de vampiros y de cualquier historia de sangre. Había tantos modos de matar como personas, eso pensábamos. En las reuniones hablábamos de películas de terror o leíamos las noticias policiales, para luego comentar los detalles macabros. A menudo la que llevaba la voz cantante era la Negra, pero en general opinábamos todos. El Quemado era una catarata deshilvanada de palabras que no podíamos frenar. Ésta era la situación hasta que entró al grupo Cardoso. El tipo resultó más loco que nosotros. La primera vez confesó que le hubiese gustado ser cura, eso me pareció raro. Se presentó a la siguiente reunión muy ceremonioso, con un maletín de ejecutivo que contrastaba con la ropa, sacó un cuaderno y empezó a pasar las hojas, serio como si hubiese escrito sobre física nuclear. Empecé a mirar y estaba lleno de jeroglíficos que sólo él entendía. Todo se completaba con dibujos de personitas, hechas infantilmente con líneas y un círculo para la cabeza. Empezó a leer en un murmullo frenético, lo único que se entendía cada tanto era la palabra decálogo. 13
Ya empezábamos a impacientarnos cuando llegó a una página y empezó a leer con una voz altisonante: 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10.
La Fe debe completarse con la acción. Hay que recuperar a la juventud que está perdida. El Mal sólo existe cuando es observado. Debe implantarse una Nueva Moral. La droga es el nuevo Anticristo. La Patria sólo funciona con una férrea disciplina. La tarea de los Elegidos no es fácil. Así como Arriba es Abajo. Los fuertes vencerán a los débiles. (Pasaje omitido).
A partir del decálogo lo empezamos a ver como una especie de Hitler de plástico. Esto debió de abrirnos los ojos sobre Cardoso, pero en realidad algunos puntos no los entendimos. Sobre la juventud perdida el Quemado dijo que él sabía muy bien dónde estaba. Sí, nadando en la mierda, pensamos nosotros. Cardoso no le contestó y miró hacia el costado, como si un mosquito hubiese comenzado a molestarlo. Los dos se llevaron mal desde el principio, tenían opiniones distintas sobre todo. Muchas veces se quedaban discutiendo hasta que el Quemado, que siempre tenía un toque encima, empezaba a hacerlo enojar. Le hablaba mal de los militares y de todas las instituciones, incluida la familia. Insultaba aquello que Cardoso quería en esa especie de construcción de un mundo mejor. Nosotros nos mirábamos de reojo y hacíamos un gesto de ahí va de nuevo. En esos momentos yo pensaba que las reuniones se estaban alejando de nuestra idea primera, que fue la de hablar de vampiros. Por suerte, cuando nos empezábamos a hartar, la Negra los sacaba de la discusión con alguna pregunta difícil como: “¿Sufrirá el 14
espíritu ante una muerte violenta?” o “¿No será peor vivir una vida monótona, sin sentido?”. Nosotros no sabíamos mucho sobre el espíritu ni sobre el sentido. Tampoco estábamos seguros de ser obra del acto creador divino, como decía Cardoso. Del mundo de la oscuridad Drácula era nuestro preferido. Todos coincidimos en que los vampiros pierden el libre albedrío con una sola mordida y desde ese momento están destinados al mal. Conocer detalles de los tormentos con los que sometía a sus víctimas, nos provocó escalofríos que tuvimos que tapar con risitas violentas. La Negra habló de Ruthen, dijo que fue el primer vampiro de la literatura inglesa y que era delgado, elegante, melancólico. No parece que el autor de este libro, llamado simplemente Vampiro, haya sido John Polidori, doctor personal del poeta Lord Byron. Nos reímos mucho porque con el Quemado trajimos a casa un perro de la calle y lo bautizamos Lord Byron, no por el poeta sino por un bar de gente vieja que habíamos visto en el centro. El primer día estuvo tranquilo, pero después destrozó buena parte del departamento: los sillones y todo objeto que encontró a su paso, hasta mis botas nuevas. Un día el Quemado le dio patadas hasta que lo hizo chillar. Yo entonces le dije que esas cosas no se hacían. Después el propio Lord Byron se tiró por el balcón, sin que sucediera nada que lo justificase. Con el tiempo nos fuimos poniendo violentos cuando hablaba Cardoso; cada vez más pesado. Para nosotros podría ser nuestro padre hablándole a algún misterioso ser mientras miraba hacia el infinito. Aunque el infinito en ese momento fuera un modular en donde el Quemado había colgado su gorro de River. La última vez que nos reunimos Cardoso llegó serio, con una campera que llevaba cerrada y que se dejó puesta, a pesar de que en el departamento había calefacción. 15
Se generó un mal momento cuando simuló trastabillar y le dio una patada al Quemado, que le quiso pegar y nosotras lo frenamos. Cardoso empezó lo que parecía un discurso para un millar de personas. Dijo que la violencia era un complemento de la fe, también que diariamente dirigía sus oraciones para que el mundo fuera un lugar donde existiera la ley de los más fuertes. En ese momento tuvimos ganas de llorar, porque éramos del grupo de los débiles: Esquéletor además de querer ser una chica flaca tenía una gran depresión; la Negra no había encontrado en la sociología lo que esperaba; el Quemado sabía que por más que consumiera toda la droga del planeta, la madre prefería verlo muerto y se lo había dicho; yo, porque mi familia me consideraba una fracasada que servía mesas. La única que parecía no tener problemas y se consideraba divina era Marilyn. ¿Por qué estaba con nosotros? Cardoso siguió hablando de los crímenes justos. Estaba más enardecido que nunca, y según él se necesitaban urgentemente los pilares donde edificar la Comunidad Ideal. Por suerte en ese momento vino el chico del delivery con unas pizzas que encargamos y tuvo que interrumpir el relato. Era amigo nuestro y siempre lo hacíamos pasar para que tomara un vaso de cerveza. Esquéletor no se movió, Marilyn empezó a coquetear con el chico, pero él al verlo a Cardoso creo que se asustó y seguía sosteniendo la caja con una sonrisa de compromiso. Como siempre yo me encargué de servir. Cardoso siguió hablando, en un tono más alto todavía, de la importancia del crimen y de la maldad. “Callate, viejo puto” le gritó el Quemado. Cuando escuchamos el disparo ya era tarde. Cardoso le apuntó al Quemado y disparó la 38. Nuestro amigo salió despedido contra la pared. Cayó sentado y después de agitar las piernas un poquito no se movió más. Cardoso 16
escapó aprovechando nuestro terror. Todos quedamos aturdidos, vestidos de negro y rodeados de una considerable cantidad de botellas de cerveza vacías. Yo era la única que podía hablar, Esquéletor estaba como ida y la Negra vomitó. Recién en ese momento vi al pibe del delivery que seguía ahí, a un costado, limpiándose las lágrimas con un delantal muy elegante. Era del tipo gourmet con rayitas blancas y amarillas.
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Sociales
Soy la madre de Facundo, los amigos le decían Quemado, ya se imaginarán qué tipo de vida hacía cuando lo mataron. Drogadicto desde los dieciséis, trayendo sólo problemas. A los doce me preguntó quién era su padre, yo le contesté: “Tu papá es tu papá”. Él me miró con el mechón rubio cayendo sobre la frente, sin llegar a sofocar una ira que nacía en sus ojos y terminaba en su mano derecha cerrada. Siempre me gustaron los casamientos, por eso soy exitosa en lo que hago: fotos de novias, sociales. Me casé con Ricardo muy ilusionada, después las cosas se distorsionaron un poco. En realidad se fue todo a la mierda. Ricardo era fotógrafo y resultaba encantador, se había ganado a mis padres, lo veían un hombre sólido, y yo que era bastante boba, estaba deslumbrada. Con esa ilusión fue que me casé, para después darme cuenta de que mi marido no era tan perfecto. Yo tendría que haber sospechado cuando alquilamos una casa tan grande, él me dijo que era por lo de la fotografía, pero no fue por eso. A los pocos meses trajo a vivir con nosotros a su amigo Beto con la esposa, Teresa. Ella me cayó bien. Beto se había quedado sin trabajo y a Ricardo le pareció bien nombrarlo socio, porque a mí se me había ocurrido poner una agencia fotográfica. Beto enseguida dijo que lo suyo eran las relaciones públicas, por lo que salía casi todas las noches. Algunas veces lo arrastraba a 19
Ricardo con él, empecé a darme cuenta de que en esos momentos lo dominaba totalmente. Él se rió cuando le dije que Beto me daba miedo, porque lo veía tomar mucho y era un poco guaso. Enseguida empezamos a tener clientes, porque la gente siempre se casa, por lo menos en esa época, era el 73. En uno de los ambientes armé una oficina. Ricardo sacaba muy buenas fotos, durante los primeros años fue el único fotógrafo. Las parejas quedaban encantadas con él y nos seguían llamando para cumpleaños y bautismos. Teresa y yo nos llevábamos muy bien. Ella siempre se ofrecía para hacer la cena, esto era un alivio para mí que no sabía hacer un huevo frito. En la sobremesa conversábamos sobre los romances de los actores de esa época. Beto y mi marido se quedaban levantados hasta muy tarde. Al principio yo lo esperaba despierta, miraba algún programa en la televisión y me llegaban las risas de ellos. Pensé que esa afinidad era buena para el negocio. Aunque no sabía que la luna de miel terminaba tan pronto, porque después la mayoría de las noches me dormía sola. También Teresa se iba a dormir. Me imaginé por qué a Ricardo y a Beto les gustaba estar juntos: los dos eran donjuanes y ninguno estaba demasiado enamorado. No me quejé, porque así funcionaban bien las cosas. A pesar de que teníamos pocas relaciones sexuales, quedé embarazada y tuve a mi primera hija, Paula. Teresa la cuidaba para que yo siguiera trabajando, porque cada vez nos iba mejor. A ella le encantaban los chicos, pero no podía tener; yo estaba muy dedicada al trabajo, así que nos complementábamos. Todavía no me explico cómo terminé en la cama con Beto, eso le digo a la psicóloga y ella me dice que tal vez por la indiferencia de Ricardo. Cuando nació Facundo y vi que era rubio, confirmé que el padre era Beto. Teresa y yo empezamos a tener más trabajo. Ella se ocupaba de 20
los dos chicos, y yo había quedado al frente del negocio. Beto salía mucho para hacer relaciones públicas, pero nunca vino nadie de parte de él. En realidad iba a boliches de moda, tomaba a más no poder y siempre cortejaba a alguna. Ricardo seguía sacando fotos y tuvimos que contratar más gente. Ya figurábamos en las principales revistas femeninas. En la adolescencia, Facundo empezó a hacerme preguntas sobre el pasado. Yo no entendía que fuese tan terco. Desde siempre me había perseguido con la frasecita “soy parecido al tío Beto”, tras la cual todos nos reíamos al tiempo que hablábamos sobre la imaginación de los chicos. Yo también me reía, pero eso dejaba en mí un gusto amargo que arruinó cualquier intento por quererlo. Cuando fue más grande, directamente me encaró con la pregunta de quién era el padre, y yo ahí le dije que el padre era Ricardo y punto. A los diecisiete empezó a andar con barritas peligrosas y a consumir droga. Lo interné en una clínica cara. Teresa volvía llorando de visitarlo; para ella el régimen era carcelario. Hasta que un día, el psicólogo que lo atendía le dijo que no fuera por un tiempo porque él tenía una gran confusión. “Cuál confusión”, le dije a ella, pero no me contestó nada. La segunda vez lo interné en una chacra de evangelistas. Me dijo Teresa que ahí estaba más contento: madrugaba y mantenía la huerta con los otros internados. El problema de esa internación fue que lo obsesionaron con la idea de Dios. Empezó a decir que quería reconciliarse conmigo y que me perdonaba. Yo pensaba, harta de tanta religión, qué era lo que tendría que perdonarme. Bastante tenía yo con afrontar las obligaciones y los cambios del negocio: había logrado una oficina en el centro con recepcionista, un equipo de fotógrafos y una campaña publicitaria. 21
Yo sabía poco de ese nuevo grupito de Facundo, pero Teresa me decía que se lo veía contento, aunque se vistiera de negro. Un día ella entró a su habitación a ordenar un poco y le descubrió la pared llena de recortes de noticias policiales. Él le dijo que estaba investigando crímenes. Era soberbio como Beto. ¿Qué investigación podía estar haciendo si apenas había terminado la escuela secundaria? También le encontró una lista; parecían unos mandamientos. Uno de ellos la sobresaltó porque decía “La droga es el nuevo Anticristo”. En un principio creímos que habían sido los evangelistas los que le dieron eso, pero ella dijo que era muy raro porque otro de esos supuestos mandamientos era “Los fuertes vencerán a los débiles”. Nos preguntamos qué clase de evangelistas predican eso. Después supimos que Facundo había empezado a ir a grupo, algo así como una secta, me imagino. Una noche estábamos Ricardo, Teresa y yo mirando la filmación de un casamiento. Ya era tarde cuando llamaron a la puerta. Era la policía. Un oficial preguntó quiénes eran los padres de Facundo y luego nos dijo, con un tono profesional pero con una mirada condescendiente hacia mí, que se había producido una pelea y a Facundo lo habían herido gravemente. Teresa le preguntó si estaba muerto, y el hombre le dijo que sí. Nunca voy a olvidarme de la expresión de su cara, de tanto desconsuelo. Casi le tuve envidia, porque yo no podía sentir lo correcto, lo que se supone que siente una madre. Como si se hubiese convertido en una autómata, me dijo que ella iría a reconocer el cuerpo junto con Ricardo. Yo le dije “abrigate que hace mucho frío”. Sé que tendría que haber dicho algo más, pero la verdad que en ese momento no se me ocurrió nada.
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Feng Shui
Alma dio de baja el teléfono para no escucharme. Por suerte una amiga de ella entendió mi situación y la convenció de que teníamos que hablar. Nos encontramos en un bar que está a una cuadra de donde trabaja. No bien me vio empezaron los problemas. Ella siempre me tuvo envidia. En esa época yo me había puesto extensiones y llevaba el pelo rubio. Tenía una remera un poco escotada y seguramente no le gustó que yo pareciera la hermana. Ponía cara de que yo la hacía pasar vergüenza. Estaba como siempre, con ese delantalcito de camarera. Al principio no hablamos. Después dijo que estaba viendo en terapia que yo la descalificaba y competía con ella. Qué vergüenza, pensar eso de una madre. A mí nunca me habían gustado los psicólogos ni la psicología. ¿Qué tenía Freud en la cabeza? Tener una hija con problemas no es agradable para nadie. Según la psicología, todo es culpa de la madre. Alma fue linda desde chiquita. La mandaba a danzas para que tuviese más gracia, y en los actos de la escuela todas las demás quedaban eclipsadas. Era un trabajo para mí, que tenía que pelearme con la modista que le hacía el vestido y con ella, que al principio no quería usarlo. Finalmente veía mi obra concluida y estaba satisfecha. Vivíamos en el sur y era más difícil conseguir las telas para los trajes. A veces me las mandaban desde Buenos 23
Aires. Me había hecho medio amiga de un chofer de micro, lo que me facilitaba mucho las cosas. Éramos una familia tipo y no nos faltaba nada. Es cierto que mi ex marido se ponía un poco celoso porque soy una mujer atractiva. Lo que más me molestaba era que la gente inventara historias sobre mí: que si andaba con una de mis amigas, que si me acostaba con el vecino. Por esos años vivíamos de las rentas que nos dejaban unas propiedades que él había heredado. A veces me llamaban para algunos trabajos como decoradora. Cuando hice la decoración de la casa de Gladys, usé materiales económicos. Después el hijo vino con eso de que la había estafado. Yo sólo le cobré la creatividad. El sur me cansó y vine con mi hija a Buenos Aires. Los varones se quisieron quedar con el padre. Recibía mi mensualidad después de una separación tácita, porque nunca hablamos de eso. Al tiempo de instalarnos en la nueva casa, Alma empezó a hacer algo raro. Iba cambiando de personalidad según el día. A veces me sorprendía verla copiándome al hablar. Otros días podía reaccionar como el hermano. Era raro verla, me daba un poquito de risa. Pensé que era producto de la adolescencia. Cuando cumplió los veinte me dijo que no quería vivir más conmigo. Yo me reí. “De qué vas a vivir”, le dije. “De mi trabajo”, me contestó la muy tonta. Quedé muda, hasta que soltó eso de que había encontrado trabajo de mesera. Yo le dije “camarera”, porque mesera me parecía muy ordinario. Así fue que, en unos días, preparó sus cosas y se fue. Pensé que no se podía culpar a los hijos de los pecados de los padres. Lo había escuchado en algún lado y me gustaba la frase. Como no me había dejado la dirección de su nueva casa, le saqué el dato y un duplicado de la llave a una amiga de ella. Era un departamento miserable en el barrio de Once. Me pregunté 24
qué podía hacer con ese desastre. No había suficiente luz, una ventana pequeña daba a un patio interno. Ella no dijo nada, porque la que sabe de decoración soy yo. En esos días me confesó que sentía que la llamaba una nena rubia que estaba en la ventana. Se asustó bastante con todo esto. Fui a una biblioteca a buscar información sobre la esquizofrenia. Según los expertos había un deterioro de la voluntad, un pensamiento inconexo y delirios. Ella seguía trabajando de camarera en un restaurante étnico muy lindo. Una vez entré para ver cómo estaba. Fingí que era una comensal. Me dijo que me fuera, que la dejara tranquila. Le dije que estaba preocupada y nada más, porque vi que el dueño nos miraba. Para salir del paso me acerqué a él y le ofrecí trabajo de decoración, aunque me dijo que no necesitaba. Tuve que contarle al padre de Alma lo que estaba pasando. Voló hasta acá y fueron a charlar a una plaza. —¿Sabés que de joven yo intenté suicidarme? —le dijo él. —¿En serio? No sabía nada. —En esa época no se hablaba de esas cosas —dijo, y agregó—: te lo digo para que sepas que es algo de la familia, es genético. Alma se quedó de lo más sorprendida, al padre le iba tan bien: se había vuelto a casar con una mujer veinte años menor y hasta estaban pensando en tener hijos. El mal se seguiría propagando hacia futuras generaciones. Después de la corta conversación, él tomó el avión de vuelta al sur. Me quedé más tranquila, por lo menos estaba al tanto de la situación. No bien conseguí el teléfono de la psicóloga la llamé. Me escuchó con pocas ganas. “Mire que yo tengo muchas 25
cosas que contarle de la nena”, le dije. “¿De quién?”, me dijo ella como si no supiese. “Yo soy la madre y puedo llamarla como quiera; para mí va a ser siempre mi nena”, le retruqué. Sólo escuché un suspiro del otro lado. Agregué que me parecía que era necesario internarla y le aclaré que ella sería la responsable de cualquier cosa que pasara, que yo le había avisado. Después fui a mi vidente y le pregunté sobre la psicóloga que trataba a Alma. Se concentró mucho mientras su semblante iba cambiando de mal en peor. Me dijo que no era una buena influencia y que nos iba a terminar separando. Fue entonces que me decidí a estudiar Feng Shui. Había equivocaciones en la decoración del departamento de la nena, eso era lo que le estaba trayendo problemas psicológicos. Por empezar, la casa no tenía los cuatro elementos. Para el elemento agua, le compré una fuente con unos duendecitos muy lindos. Para el elemento tierra, llevé una maceta con un potus. Empecé a ir al departamento a abrir la ventana, que ella dejaba siempre cerrada, para completar el elemento aire. Me faltaba el elemento fuego, lo cual iba a tener que resolver con una estufa. Una vez más me felicité por ser creativa con tan poco.
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Hacer lo correcto
Mi padre fue un entusiasta admirador del Nacionalsocialismo. Desde muy pequeño me advirtió que no debía creer lo que la gente ignorante dijera sobre Hitler. El había sido un héroe que no sólo hubiese merecido ganar la guerra sino también la mismísima eternidad. Fui educado en un ideal de sociedad libre de prostitución, homosexualidad y extranjeros. Mi padre me habló de Julius Evola, autor no muy bien tratado en Alemania, que hizo un avance en la teoría. En sus libros habla de la raza del espíritu, la raza del alma o mente y la raza del cuerpo. Lo fundamental es mantener el espíritu cercano al Ser Supremo, y el cuerpo sano y libre de mezclas. Cada raza tiene una naturaleza que le es propia, pero la más elevada es la aria: no es posible mezclarla con otras sin malos resultados. Padecí desde niño de un cuadro de asma, pero eso no me impidió ingresar en las Fuerzas. Los ejercicios vigorosos mejoraron mi estado de salud y encontré los ideales que mi padre me había inculcado. En los años setenta participé en la lucha contra la subversión para frenar la horda asesina que nos traían a la Argentina desde el exterior. Un día llegó al campo de detención una chica linda, rubia. Empecé a llamarla Polaquita y a interesarme por ella. Me gustaba explicarle por qué el camino que había elegido era el equivocado, aunque nunca mostró deseos 27
de cambiar. Una vez me escupió: se había enterado de que habíamos trasladado a una detenida que compartía la celda con ella. Yo le di un golpe que le dejó la cara hinchada. Las mujeres lindas tenían peor suerte en el campo. Cuando le llegó el turno a la Polaquita, me quise abstener. Uno de mis compañeros me dijo: “Te enamoraste”, y entonces tuve que cumplir con el rito. Temí que se quebrara bajo mi peso, temblaba como una hoja. Cuando me quedé solo con ella la llevé a las duchas y dejé que se lavara. Para que estuviera más cómoda, le saqué la venda de los ojos: eran celestes, parecían salidos del cielo. A la Polaquita también le llegó su hora. Recuerdo que ese día era Navidad, y todos se querían ir rápido a la casa. Salí un momento de la habitación donde la picaneaban, porque ya estaba molesto por el olor a carne quemada. Cuando volví a entrar le estaban tirando un balde de agua para acelerar el proceso. A los pocos minutos estaba muerta. Me quedó un gusto amargo en la boca. Pasé esa Navidad con unos primos y tomé alcohol hasta quedar desmayado. Me estaba pareciendo a Gómez, que después de que hacía un traslado iba a su casa y tomaba una botella de whisky para olvidarse. Yo le decía que estaba haciendo lo correcto. El pobre sentía remordimiento por las mujeres: les miraba las manos, las uñas medio pintadas y pensaba que todavía estaban vivas, hasta que finalmente tiraba la carga al mar. En el Casino de Suboficiales conocí a un hombre excepcional. Le leí el Decálogo, junto con otros escritos míos, y los elogió con entusiasmo. Me recomendaba libros, y vivimos una amistad libre de desconfianza. El recuerdo de la Polaquita me asaltaba en sueños. La imaginaba como a la madre de mis hijos, dos niños rubios como ella. Todos haríamos compras en Miami y nos veríamos muy felices en las fotos. Muchas veces 28
soñaba despierto y me volvía a la realidad el grito de algún detenido. Mi amigo del casino desapareció misteriosamente, hasta que nos dijeron que se habían infiltrado varios en nuestro grupo. Uno de los detenidos habló y dio el dato de una casa en Villa Crespo. Sacaron a varios subversivos, entre los cuales estaba mi amigo. Sufrí una gran decepción cuando supe que no se llamaba Fernando ni pertenecía al batallón de La Matanza. Se llamaba Ricardo y era licenciado en historia. Empecé a tener sueños en donde cruzaba las dos historias: la Polaquita estaba enamorada de Ricardo. A pesar de mi especial relación con ellos, no me arrepiento de mi accionar contra la subversión y lo volvería a hacer. Todavía hoy me acuerdo de aquellas noches en que atronaban, como música de fondo, los discursos del Führer. Esa energía poderosa nos hacía fuertes para continuar con nuestra lucha. Pedí mi baja cuando noté que habíamos entrado en una época decadente. La democracia es un invento de románticos, y la idea de que todos los hombres somos iguales y merecemos los mismos derechos me repugna. Empecé a profundizar mis estudios de esoterismo y, justo en ese momento, me llamó el Turco para nombrarme como encargado de una empresa de seguridad que había puesto. Un día nos contrataron para una gran fiesta en el microcentro. Había mucha gente, y sólo una chica me llamó la atención: no era tan bonita como otras, pero parecía fresca y decente. En seguida me hizo acordar a la Polaquita. Se llamaba Alma y solía colarse en cuanta fiesta se hacía en el centro. Me acerqué a hablarle. Como si hubiese hecho un viaje en el túnel del tiempo, ya no escuché la música ni vi a la gente, sólo la miraba a ella. Me trató con amabilidad, parecía que había tomado de 29
más. Me presenté como un admirador de las ciencias ocultas, lo que despertó su interés. En seguida me dijo que en su casa se reunían para charlar sobre temas parecidos y me invitó a que me uniese a ellos. Ya había comenzado a ejercitarme en el traspaso de Energía, lo hacía con una imagen a la que imponía mis manos. Elegía primero a la Virgen, para que me protegiera, y luego al Führer, para que me diese su magnetismo. Concurrí a la primera reunión con la expectativa de volver a ver a Alma. Me sentí defraudado por los temas que trataban, sólo hablaron del crimen por encargo de una mujer joven a la que el ex marido no quería pagarle la mitad de sus bienes, y después comentaron la película Entrevista con el vampiro, que yo no había visto. Estaban seducidos por un concepto infantil de maldad. Pensé que Dios me había mandado para guiar al grupo con mis conocimientos y mi experiencia. Alentado por esta idea, busqué mis viejas anotaciones, y entre ellas había un borrador del Decálogo, una serie de principios sobre los cuales había estado investigando. Serían la base de un estudio mayor, resumían las premisas básicas para progresar en el Camino. Estaba adaptado a la Argentina y al tiempo que vivíamos. También encontré testimonios de estudiosos del Nacionalsocialismo, donde se hablaba de los arios como la obra maestra de los dioses. En ese estudio se demostraba cómo estamos dotados de fantásticos poderes paranormales, emanados de centros de energía y ciertos órganos eléctricos. Estos poderes aseguran la supremacía absoluta de la Raza Superior sobre cualquier otra. Yo iba contento a las reuniones, pero el que entorpecía todo era un tal Quemado, un engendro que no podía decir bien una frase seguida. Estaba siempre inquieto, no escuchaba lo que los compañeros decían 30
y no aportaba nada a la charla, porque entendía todo al revés. “Cocaína”, pensé. El desagrado era mutuo. Él no me podía ver: hacía comentarios por lo bajo y me miraba con una sonrisita irónica. Cada vez que yo estaba hablando, él empezaba a molestar. Una vez, en el momento en que estaba explicando la ley de las correspondencias, que dice que “así como arriba es abajo y así como abajo es arriba”, el tipo lanzó una carcajada. Después de analizarlo con detenimiento, llegué a la conclusión de que el Quemado era un enemigo de la Luz. Para mi sorpresa, me fui llenando de la energía necesaria para continuar la lucha que había empezado tantos años atrás y que había sido interrumpida. Nuestros enemigos se habían unido contra nosotros, que sólo salvamos a la patria de la invasión de ideología extraña al ser argentino. Habíamos tenido una guerra y nadie parecía darse cuenta de esto. Empezaron a hablar de terrorismo de Estado. Éramos los malos de la película. Pensé que Dios y las Potestades Superiores querían que yo siguiera con mi lucha desde las sombras. A la siguiente reunión ya fui armado. El Turco me estaba esperando en el coche. Primero le di un puntapié en la pantorrilla al Quemado, fingiendo que me estaba por caer. Quiso pegarme y los otros lo detuvieron. Empecé diciendo que la tarea de los Elegidos no era fácil y que la violencia puede ser un complemento de la fe. De pronto sonó el timbre, porque Alma había encargado comida, y todos empezaron a aplaudir. Seguí hablando sin importarme la interrupción. En ese momento el Quemado me insultó. A pesar de que había pensado en ajusticiarlo en el pasillo, no me pude contener y le disparé ahí nomás, enfrente de todos. Después no sé qué pasó con los otros, creo que alguien gritó. Escapé 31
por las escaleras; en pocos minutos estaba sentado en el auto al lado del Turco. —¿Listo? —me preguntó mientras salíamos a gran velocidad. Estaba oscuro y no había ningún testigo a la vista. —Sí —dije. Después aproveché para irme unos días de paseo al Paraguay, a la casa de un ex compañero con el que siempre hablábamos de los buenos tiempos.
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Danzas árabes
“¿Estás loco, Ezequiel?”, me contestó Alfredo cuando le dije que iba a conocer a mi hija. Alfredo es uno de mis amigos de esta época, en la que soy uno más, sin mucama y sin viajes a Europa. Lo enojada que estaría mi madre si la viera: “Es una negrita”, diría. El nombre artístico de mi hija es Soraya, y baila danza árabe en un local nocturno. Ahora conozco el show de memoria: primero tocan unos músicos que dicen ser descendientes de árabes; después viene una pausa y hace su entrada un cantante internacional, peinado a la manera de los años cincuenta, que arremete con los clásicos. Mi hija es la principal atracción y va al final. La danza que más me gusta se llama zar, y es para ahuyentar los malos espíritus. Soraya mueve la cabeza, dando latigazos con el pelo de lado a lado y a mucha velocidad, como si la mordieran pequeños diablitos. Tal vez se pregunte qué hace ese señor mayor, que bien pudo haber sido modelo en su juventud, sentado solo en una mesa, viendo una y otra vez el mismo número. Acaso piense que busco una conquista. Ah, las mujeres. Un día, cuando tenía unos cinco o seis años, le dije a mi mamá: “¿Puedo abrazarla?”, y ella me contestó: “Ahora no puedo”. Yo no entendí bien, porque tenía los brazos en su lugar. Lo que le faltaba era el tiempo, el tiempo que a mí me sobraba. Pasé mi infancia mirándola, con 33
sus vestidos largos y sus joyas que brillaban para mí con destellos sobrenaturales. La veía alejarse y sospechaba que no vendría a darme un beso cuando regresara de las fiestas. Trataba de no dormirme, y sólo conseguía un sueño tumultuoso del que me despertaba sobresaltado por el ruido de la puerta de su cuarto al cerrarse. En esa época yo pensaba que ella iba a tantas fiestas por el desagrado que le producía mi padre, siempre detrás de las jovencitas, siempre necesitado de ejercer el poder. No dejó de ser el patrón ni cuando estaba a punto de morir: seguía ordenando a los médicos y a las enfermeras como si fueran peones de una estancia. Recuerdo un incidente de mi niñez, cuando llegó a nuestro hogar una señora que había sido mucama en casa, y con su hija adolescente. La mujer lo trataba a mi padre de usted, con el mismo respeto de siempre. Sin embargo le decía que tenía que pedirle perdón a la niña por lo que le había hecho. No querían denunciarlo, lo que necesitaban era que el señor les pidiera perdón. En vez de eso, él se acercó demasiado a la chica y le dijo que por qué decía esas mentiras, que si no sabía que todos dirían que era mala y resentida. Ella se quedó muda y bajó la cabeza. “A vos las cosas malas te las habrá hecho otro”, le dijo mi padre, y también dijo que Dios tenía un plan para todos y que nadie debía alejarse de él. Al final terminó preguntando si querían plata. Cuando mi madre contrataba chicas para trabajar en la casa, lo primero que hacía era exigirles que le mostraran las manos. “A esta chinita no la hubiese tomado ni por todo el oro del mundo”, le contaba después a alguna amiga, “tenía manos de puta”. Según ella, las cabecitas lo único que hacían era tener hijos. En mi adolescencia, mamá estuvo preocupada por los intentos revolucionarios de los años setenta. Para ella los zurdos eran la encarnación del diablo. Una vez 34
tuvo que interceder porque había desaparecido el hijo de una amiga. Habló con un militar muy allegado a la familia y, con pocas ganas, le dijo: “Hacé lo que puedas”. Me pregunté durante muchos años si mi madre habría hecho algo por mí de haber tenido alguna actividad más peligrosa que conquistar y dejarme conquistar por las mujeres. Las culpables de que supiese que era un niño hermoso fueron un par de niñeras que me iniciaron en la práctica de las caricias non sanctas, tentadas por la soledad de la casa. Hoy me comparo con mi gato Kevin, un ejemplar de exposición, pero ya viejo: gané peso y mi cuello se ensanchó; los rasgos prusianos se embrutecen con los años. Durante mi juventud disfrutaba con mis amigos del club, y recuerdo muchas aventuras de esa época. Nuestra clase había sido educada en el arte de fingir. Un día Guido se casó con Lucrecia, que se había acostado con todos nosotros. Ya en el viaje de novios ella lo engañó con un pasajero del crucero. Al verse descubierta, le habló sobre todas sus aventuras. Él no daba crédito a lo que escuchaba. Su estado de enamoramiento le había impedido darse cuenta y se sintió defraudado por sus amigos. Nos dijo que tendríamos que haberle advertido, pero sólo tuvimos una pequeña discusión. A los dos años armó su familia con una chica de la Acción Católica. Me presentaron a Teresa a mediados de los ochenta: había venido de Catamarca a estudiar. Era morena y de ojos rasgados. Nos conocimos casi por error, porque una compañera del Nacional (una de las progres, como se las llamaba en esa época) la había invitado a un partido de polo en el que yo jugaba, así como la mayoría de mis amigos. Recuerdo cuando Teresa me dijo: “No tengo tiempo para esas cosas”, y que esa contestación me molestó mucho. Ah, el tiempo. 35
El día que a uno le puede cambiar la vida empieza como cualquier día. Teresa vino a verme después de veinte años. Recién la reconocí cuando ella me dijo: “Teresa, la compañera de tu amiga Meche”. Seguramente pensó qué cambiado que está, no parece el mismo. Aturdido, le dije que pasara, y ella se sentó en el sillón. Detuvo la mirada en el departamento, que había quedado lejos de las opulencias. Un sillón de estilo era lo único que me quedaba; estaba en el medio del living, tratando de sostener sobre sí el resto de una decoración mediocre. En el televisor había una telenovela mexicana y me odié por eso, son los peligros del zapping. Serví ansioso el café. De golpe nos quedamos mudos, y fue entonces que ella me dijo: “Tengo que contarte algo”. Pasó por sus ojos una sombra de temor. “Tuvimos una relación corta, pero quedé embarazada y no te dije porque creí que era mejor así. Los años me hicieron pensar distinto y quise que lo supieras”. Ante la palabra embarazada, comencé a recordar nuestro primer encuentro: la había invitado a tomar un trago y no parecía tener interés en la conversación, pero fui seductor como siempre. Me preguntó de qué trabajaba, ante lo cual me quedé mudo. “Estoy estudiando y necesito tiempo para los entrenamientos”, le dije. No quedó impresionada conmigo, incluso le tuve que insistir para llevarla a mi departamento. Después de un par de meses perdí el contacto con ella. Mis recuerdos fueron interrumpidos porque Teresa siguió hablando sobre Soraya, el nombre artístico de nuestra hija. Mi educación en el arte de fingir se desmoronó y empecé a llorar. “¿Me entendés, Alfredo? Una hija”. Y fue recién entonces cuando recordé algo más, como si de pronto una escena menor cobrara importancia al finalizar una obra: “No tengo tiempo para esas cosas”, me había dicho Teresa mientras se vestía rápidamente cuando le pregunté si siempre iba a ver partidos de polo. 36
Michi
El primer día en casa, la Michi se acostó sobre un almohadón y era tan torpe que se caía, y acercaba el hociquito a todo. Le empecé a tomar cariño, y ella tomó la casa como su reino. El único incidente que tuvimos fue el día que se cayó un pichón al jardín de invierno y de pronto ella se convirtió en asesina. No pude detenerla, cuando llegué lo que quedaba era una plumita en el hocico. Ahí nos enojamos, porque no la había educado para eso, pero ella creía que era justo haber vivido una aventura. Al final me ablandé, el pichón tendría que haber sido más rápido. En la vida es así, triunfan los más fuertes. Muchas veces me quedo mirándola, tratando de imaginar qué piensa. A veces me contesta con un maullido corto; otros días se despereza; y cuando no tiene voluntad, no hace nada. A la noche tomo un whisky, a la Michi la tengo en el regazo, le encanta una cajita de música que me trajeron de París, y las dos miramos las vueltas que la bailarina da frente al espejo, mientras pequeños sonidos metálicos parecen alimentarla. Otras noches le muestro fotos de viaje: están los chicos con la empleada, y yo, espléndida en aquellos años. En las fotos de Londres, mi ex marido todavía estaba saliendo con la secretaria. Después la dejó por otra más joven. Yo sabía todo, pero nunca hice un drama de eso. 37
Mis hijos me desilusionaron: Fernando, tan dedicado a la familia; y Ezequiel, que vive como un pobretón y recibió a una fulana que le dijo era la madre de su hija. Cuando me enteré no sabía si reírme o llorar. Victoria se hace la superada, pero vive en un pueblo de mala muerte con un tipo que dice que es escritor y no trabaja. Es cierto que a veces miro fotos, pero no soy de esas viejas detenidas en el pasado. Las miro para ver lo hermosa que era. Sí, Michi, mamá es la de la foto. El día en que iba a cumplir el plan, me levanté temprano, tomé un café y escuché el canto de los pájaros. Me puse a pensar en la mañana siguiente, cuando mis hijos y mis nueras tuvieran que pasar esa vergüenza pública. La gente se enteraría de que me dejaron sola, de que eso me produjo una depresión tan grande como para hacer una barbaridad así. Los imaginé cuando tuvieran que responder las preguntas habituales: ¿Cómo pasó? ¿Tenía síntomas? Estaba tan ensimismada que, cuando entró la mucama a la cocina, me sobresalté, me hice la enojada y aproveché para no saludarla. Le dije que comprara el veneno y que se tomara el día libre. Me miró con esa expresión de nada que tiene. Tardó un largo rato en volver, porque siempre se queda conversando con el portero. Después se fue y me quedé sola con Michi. El resto del día vi televisión y a la tarde llamé por teléfono a Elvira, que no tenía mucho tiempo porque estaba la peluquera en la casa. Alargué lo más que pude la conversación, le hablé de la Michi, de que le cuento todo y es mi mejor compañera. Nos reímos como siempre que no sabemos qué más decir. La noche era cálida, una noche ideal, pensé. Abrí la cajita de música para que la escucháramos por última vez. La Michi alzó la cara y me miró con esa expresión de enojo. Por un momento sentí cómo ella me dominaba, 38
era algo que no había experimentado nunca. Fue ella la que me hizo abandonar el plan. Tomó la decisión, y yo no me opuse. “Tenés razón, el suicidio es para perdedores”, le dije, “no nos vamos a pelear por tan poco”.
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La felicidad
No fue buena idea la del viaje. Nos fuimos a vivir a un pequeño pueblo de la playa, escapando como ladrones. Ninguno de los dos la estaba pasando bien en la ciudad. Victoria no soportaba la presión de la madre y tenía la angustia de siempre. Yo estaba con el proyecto de la novela, pero trabajando en la agencia no tenía tiempo; me era casi insoportable ir a dormir con un montón de ideas dando vueltas en mi cabeza y no poder escribir. Conocíamos el lugar por haber pasado nuestros veranos allí, pero el paisaje invernal al principio nos asustó un poco. Llegamos al hotel con una valija llena de libros y el único plan de que yo pudiera escribir la novela. El hotel fuera de temporada era triste. Al principio la dueña nos miró con cara seria, pero a los pocos días ella y su marido nos invitaban con una copa después de la cena. Nos quedábamos charlando hasta cualquier hora, mientras el viento arreciaba afuera. En esos momentos me sentía capaz de ganar el Nobel de literatura. Tal vez no todavía, pero seguramente alrededor de los cincuenta, me imaginaba recibiendo el premio, medio aturdido por el flash de los fotógrafos. Todo era perfecto: el lugar, la gente y el proyecto de la escritura, que seguramente se plasmaría en una gran novela. No me interesaban demasiado los personajes ni la historia, ambos serían un pretexto. Creía que la literatura era eso: una fascinación radicada únicamente en 41
el terreno del lenguaje. Para todo esto quería personajes que se detuvieran durante páginas en actos sencillos, como descubrir una pequeña grieta en la pared. Sin embargo, al día siguiente de haber llegado, ya sentía el gusto amargo de no tener la inspiración necesaria. Victoria no hacía nada. Todos los meses llegaban los cheques de su padre: con eso podíamos vivir bien. Mi principal miedo era que me confundieran con un mantenido, por eso mi novela sería la prueba de que simplemente recibía esta ayuda económica por ser un artista. A veces extrañaba el verano, cuando el lugar nos había parecido tan encantador. Estaba alejado de la ciudad, y las calles de tierra parecían formar parte de un paraíso privado. En invierno, todo aquel vigor estival se convertía en una especie de maqueta, en donde el paisaje se cubría de un halo brumoso. Desde el principio Victoria trató de imprimir una rutina a la vida diaria, eso nos daba cierta tranquilidad. Yo leía casi constantemente. Además de los libros que había llevado, el pueblo tenía una biblioteca pública muy completa. Victoria y yo no queríamos estar todo el día pegados: yo intentaba escribir o buscaba material en la biblioteca; mientras, ella iba a caminar por la playa y después al locutorio a ver qué revistas nuevas habían llegado. Para disciplinarme empecé a hacer gimnasia y rápidamente saqué músculos. Esto me puso de mejor humor. A poco de llegar, Victoria se hizo amiga de Nacho, el hijo de siete años de Martín y Clara, los dueños del autoservicio. A la tardecita lo llevábamos a un lugar que era confitería y salón de juegos electrónicos. Fue la primera vez que noté que ella tenía características maternales. Se quedaba con él mirando lo bueno que era con aquellos juegos. Yo me aburría un poco, pero aprovechaba para pensar. 42
Lo que más me gustaba eran las caminatas por las calles de tierra. Nos proponíamos llegar hasta la iglesia, que estaba en la entrada del pueblo. Caminábamos asombrados del silencio y rodeados de aquella naturaleza espléndida. Recordé a mi padre contándome anécdotas de su juventud y supuse que yo también repetiría el ciclo hablando de estos paseos con algún hijo. El mar llegaba hasta un barco oxidado de principios de siglo, que yacía abandonado en la costa. Era un lugar idílico. Yo pensaba: “Entonces esto debe de ser la felicidad”, pero había empezado a dudar. Como si extrañara la locura de la ciudad y fuese un bicho contaminado más. Antes había desarrollado una relación de amante con la escritura: haciéndolo a escondidas, robándole tiempo a las obligaciones. Sentí que había pasado a ser un marido, alguien descansando en la legalidad. Un día llegó un vendedor de globos para cotillón. Se llamaba Aldo y era muy simpático. Vendió en el autoservicio y se quedó, encantado con el lugar, como nosotros. Estaba planeando recorrer América en moto. Victoria tuvo la idea de que nos juntásemos para escuchar las historias de sus viajes por el país, ya que llevaba años recorriendo las provincias. Pensé que sería una forma de pasar el tiempo. Enseguida, Martín y Clara ofrecieron su casa para la reunión. Fue muy entretenido escuchar aquellas anécdotas. Después nos contó que ya tenía muy avanzado el plan de recorrer América. Aldo tenía preparados varios mapas que Nacho se empeñó en tener abiertos sobre el piso. Victoria no paraba de preguntarle detalles del viaje. Por momentos le envidié el entusiasmo que yo había perdido. Contentos con la nueva amistad, íbamos los tres a jugar al Scalextric. Como el pueblo tenía pocas diversiones, muchos adultos se entretenían en las pistas. 43
Buscaba sentarme junto a la ventana para ver mejor el atardecer. Victoria quería que jugara, pero yo le hacía una seña entre negativa y simpática. Me sentía bien por verla feliz, finalmente, después de tantos años de terapia. Después, ella y Aldo dejaban el juego y venían a tomar algo conmigo. Terminábamos hablando del viaje por América. También me sentía complacido porque ellos eran tan buenos amigos. Victoria me ganaba en felicidad: tenía esa sonrisa constante, casi boba. Recuerdo el día en que Martín vino corriendo hacia mí. —Mi hijo está perdido —dijo. —¿Dónde están todos? —Buscando. Nos separamos y empecé a correr hacia la entrada del pueblo. Fue pura intuición. Corrí con miedo en la boca del estómago. Nacho estaba ahí, jugando con un perro mestizo que se acercó hacia mí moviendo la cola. —¿Qué hacés acá? —dije. —Nada, jugando. Nos trajo Aldo en la moto. Miré hacia un costado y ahí estaba él, sentado sobre una piedra. Y a su lado, Victoria. Ahora pienso en lo iluso que fui. —No sabía que venían para acá —dije. —Nos encontramos en el locutorio —dijo Victoria. —Están todos buscando a Nacho. Aldo no decía nada. De un salto se levantó y la miró.
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—Tiene razón, no nos dimos cuenta de la hora —dijo. Enseguida fue hasta Nacho y lo tomó de la mano—. Lo llevo con los padres —dijo. Se subieron a la moto y los vimos alejarse por el camino de tierra. —Vayamos a dar un paseo por la playa —me dijo Victoria. Empezamos a caminar. Pasamos por la puerta de una hostería, que sólo se diferenciaba del resto de las casas por el cartel de la entrada, que decía Los Álamos. Victoria iba muy seria. Me puse a pensar qué podía estar pasándole. De pronto supuse que estaba embarazada y que no sabía cómo decírmelo. Me empecé a convencer de que ser padre le daría a mi vida un nuevo impulso para no perder más tiempo pensando y pensando sin llevar las cosas a cabo, no tenía que detenerme tanto en la escritura de cada capítulo de la novela, porque me estaba yendo por las ramas y al final no era tan fácil como pensaba escribir sin tener idea del argumento y sin delinear un poco a los personajes. Al final estaba saliendo una prosa que era un pastiche medio filosófico y medio descriptivo que no iba a editar nadie, pero ser padre le daría a mi vida el impulso necesario para hacer frente a mi tarea y no perder más tiempo. También pensé que, al fin y al cabo, hacía pocos meses que me podía dedicar a la escritura y que muchos grandes escritores habían logrado una buena obra recién en la madurez. Igual descarté el sueño del Nobel. —Tengo que decirte algo —dijo.
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Ahora me daría la noticia del embarazo, yo fingiría sorpresa y la abrazaría. Posiblemente ella me pediría que hiciera algo de mi vida. Yo le explicaría que por esa razón le había leído el capítulo primero de mi novela y que ella no me había dicho nada, ni que era bueno ni que era malo, pero seguramente no había emitido juicio porque era muy considerada conmigo y con mi novela. Yo le iba a aclarar que era consciente de la ayuda que me daba. Teníamos que pensar que los hijos nos iban a ayudar a madurar y que el lugar que habíamos elegido para vivir era el ideal para criarlos. Nuestra edad parecía la correcta: ni muy jóvenes ni muy viejos. Le diría que, a partir de ese momento, me concentraría en la novela. Si eso no fuera suficiente, podría trabajar, hacer artesanías: me habían sacado de más de un apuro en mi adolescencia, en el verano se iban a vender muy bien. Victoria interrumpió mis pensamientos: —Me voy con Aldo —dijo. Miré a lo lejos como ciego. No vi el mar ni el barco abandonado en la playa, y todo se derrumbó sobre mí.
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El viaje
Me llamo Victoria y tengo todo lo que alguien sin demasiadas ambiciones necesita para ser feliz. Empecé a sufrir el síntoma desde muy pequeña. Es bastante complicado describirlo. A veces prefiero llamarlo eso, nombre que elegimos con Daniel cuando todavía estábamos juntos. Sería más fácil situarlo en el orden de la angustia o el miedo, pero es poco preciso definirlo así. Eso es lo que podría llamarse una primera desilusión del mundo. Por alguna razón, comenzó a invadirme como el agua que trepa a un barco antes de hundirlo. No me hundió, entonces nunca me consideraron una paciente grave; pero el organismo quedó a merced de un letargo, de una abulia que muchos consideraron una enfermedad de ricos. Lo mejor de los malestares físicos es que la medicina los ha cercado con estudios cada vez más complejos. No sucede lo mismo con el dolor psíquico, y lo único de moda es la new age. Yo preferí optar por la psicología tradicional. Eso debilita la voluntad y las decisiones; yo estaba siempre pendiente de los juicios de los demás para saber si estaba haciendo lo correcto. Harta de seguir los consejos ajenos, no escuché a los amigos que me decían que irnos a la playa en invierno a vivir a un hotelito mientras Daniel luchaba por escribir su novela era una locura. La fantasía de que yéndonos lejos 47
los problemas se acaban la tenemos todos. Lo mismo habrá creído Daniel. Siempre imaginé que los escritores disfrutaban con su oficio. No era el caso de mi novio. Daniel empezaba a caminar por la habitación y a contestar con monosílabos cuando no podía escribir. A veces pienso que, en esos momentos, habría que escribir cualquier cosa en vez de estar como un león enjaulado. A mí me hubiese aliviado no ver esa expresión de sufrimiento. En cambio, él empezaba con sus ceremonias, como si haciendo ciertos rituales fuese a tener más inspiración. Ponía un sahumerio y música suave, pero no pasaba mucho tiempo hasta que se ponía a chatear o a contestar mails. Sé que se han hecho estudios sobre la creación artística y varias veces estuve tentada de leer sobre ellos. En una época me gustaba el dibujo y era buena, pero un día perdí el entusiasmo. No necesito trabajar. Seguramente la gente siente envidia cuando digo que soy mantenida por mi familia. Me envidiarían menos si conocieran mi vida. De niña temía a mis hermanos; también a algunas de las mujeres que trabajaron en casa, aunque todas fueron más cariñosas que mi madre. No sé si por estas experiencias nació eso, pero lo que más odié fue la palabra estructura. La odié más la primera vez que mi psiquiatra la nombró: “Tendríamos que pensar que este síntoma en usted ya forma parte de su estructura”. Yo le dije que una estructura no se puede cambiar, pero ni lo afirmó ni lo negó. Desde la ventana del hotelito pensé: “Una estructura”. La definición cayó en el vacío porque se veía el mar a lo lejos y la imagen me tranquilizaba. Protegida por el vidrio, miré el cielo: era celeste y luminoso. Creo que yo fui la que más ganó con el viaje. Caminaba por las calles agrestes, si me encontraba con alguien nos saludábamos con confianza. Esa pequeña 48
popularidad me hacía feliz, así como la rutina que empecé a crear al principio: levantarnos a las nueve, desayunar, caminar para hacer ejercicio. Después vendría la escritura para Daniel; y para mí, ver qué hacía. Mi vida no cambió mucho porque en la ciudad no trabajaba: hacía algún curso, pero nada importante. Por eso estaba más acostumbrada a la tranquilidad que Daniel. Él había dejado un trabajo mal pago en una agencia de publicidad y ahora estaba en su mundo. Decía que la novela iba adelantada, pero nunca me daba lo que había escrito para que lo leyera. Aldo apareció un día en el pueblo con una moto cara y ropa de veinteañero, pero tenía casi cuarenta. Su proyecto era recorrer América en moto, y desde el principio me hablaba mucho del viaje. Ya se había puesto en contacto con personas que habían hecho el mismo recorrido. Sabía que lo esperaba la aventura, que en muchos lugares las autoridades no eran amigables. Me entretenía con sus relatos y no hacía terapia, en el pueblo no había psicólogos. Un día, mientras daba un paseo por la playa, me di cuenta de que eso ya no estaba más. Al principio dudé, esperaba el momento en que me asaltara de nuevo. La naturaleza del síntoma era terca, por lo que no me puse contenta tan pronto. No le conté nada a Daniel, pensé que no tenía que molestarlo con esa vieja historia. Se lo dije a Aldo. Le hablé de eso con detalles: de cómo me había invadido desde niña y de su desaparición. Nos quedamos en silencio, y sentí que verdaderamente estaba escuchándome. Creo que entonces empecé a mirarlo de otra manera. Esa misma noche, Daniel, como si hubiese sospechado algo, me leyó un capítulo de su novela. Puse cara de interesada, pero la prosa no tenía pasión. Había demasiadas descripciones y era aburrida. Me pareció 49
que sólo le interesaría a escritores: tenía demasiados guiños, demasiadas referencias a lecturas y a películas que no todos vemos. Al cabo de unos minutos, yo estaba pensando en Aldo. El día anterior me había pedido que fuera con él a recorrer el mundo. Me pareció que los habitantes del pueblo ya se habían dado cuenta de que andábamos medio enamorados. De pronto Daniel empezaba a ser una molestia en mi vida. Creo que eso me hizo verlo de pronto como un ser odioso: era un escritor sin inspiración, no tenía ingresos y dependía de mí. Sospeché que estaba conmigo porque le resultaba cómodo. Decidí hablarle de mi relación con Aldo. Me imaginé que le daría la noticia y que él inmediatamente pensaría cómo se iba a mantener. ¿Volvería con gesto sumiso a la agencia que lo había explotado por años? ¿Le hablaría de nuevo a la madre para pedirle ayuda? De pronto sentí el sabor agridulce de la venganza con la fuerza de todo sentimiento nuevo. Casi por accidente fue que Daniel se enteró de todo. Habíamos ido a caminar con Aldo y el nene del autoservicio, al que yo últimamente usaba para disimular un poco la relación. Se nos unió un perro vagabundo. El nene iba corriendo delante de nosotros, y aprovechábamos para hablar en voz baja, planeando los detalles del viaje que yo ya había aceptado. Llegamos hasta la entrada del pueblo y nos sentamos sobre unas piedras, mientras el nene iba y venía con el perro. Al ratito lo vi venir jadeando a Daniel, corría como si se hubiese enterado de una desgracia, y al principio tuve miedo. Él se paró delante de nosotros mientras recuperaba el aire. Con expresiones entrecortadas nos contó que hacía mucho que estaban buscando al chico y que pensaban lo peor. Miré mi reloj, era casi el mediodía. Aldo se puso muy nervioso y enseguida llevó al nene 50
con su padre. Le dije a Daniel que fuésemos a caminar. Pasamos por las calles de siempre, pero a mí me parecían nuevas, más lindas. No sé si estaba más contenta por el amor o por vengarme de la indiferencia de Daniel. Después disfruté el sacarlo de mi vida. Elegí puntillosamente las palabras más crueles y toda expresión que hiciera evidente lo irreparable de nuestra separación.
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