Las listas
Lucas Mertehikian
Las listas
Mertehikian, Lucas Las listas. - 1a ed. - Buenos Aires : El fin de la noche, 2011. 48 p. ; 20x13 cm. - (Zona áurea) ISBN 978-987-1491-30-8 1. Poesía Argentina. I. Título CDD A861
Imagen de tapa: “Cartografía recurrente”, de Mariángeles Blanco www.arteamundo.com/blanco mariangelesblanco@arnet.com.ar
© Editorial El fin de la noche, 2011 Buenos Aires, Argentina ISBN 978-987-1491-30-8 Editorial El fin de la noche Hecho el depósito que previene la ley 11.723 Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a: info@elfindelanoche.com.ar www.elfindelanoche.com.ar
Índice
UNO ������������������������������������������������������������������������������������������������������������11 DOS �������������������������������������������������������������������������������������������������������������21 TRES ������������������������������������������������������������������������������������������������������������29
Para mamรก, papรก y las chicas.
UNO
No te preocupes –dijiste– es en febrero. Ahora hace calor y duermo con el ventilador encendido. Llueve cada dos días y extraño el frío de julio.
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La última vez que vi a papá ya no hacía listas para ir de viaje. Ahora amontona todo en un bolso de mano para ir adonde haga falta. Mamá lo acompaña casi siempre. La vejez y el exceso de calmantes también pueden devolver la vida.
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Un amigo dice haber descubierto después de años de terapia que lo que más le cuesta es amar y lo que mejor le sale, estar enamorado. Lo supo leyendo La Nación un domingo mientras su mujer preparaba el desayuno: tostadas con mermelada, un jugo de naranja demasiado agrio y saquitos de té con gusto a frutilla.
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No es mi amiga pero me cuenta que su hermana murió de un aneurisma hace dos años. Sus papás no estaban. Tuvo que viajar con ella en la ambulancia. Era una madrugada de octubre pero todavía hacía frío. En la puerta del hospital los doctores soltaban humo por la boca cuando hablaban.
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Mi abuela narra las penas de su padre en el exilio: caminó por la frontera tres meses acosado por el terror de los guardias turcos. Los contingentes marchaban con los captores, que se relevaban en sus turnos cada siete horas. En uno de esos puestos de campaña consiguió que le cambiaran lápiz y papel por sus zapatos, y escribió una carta. Llegó a Esmirna descalzo, más flaco y con la barba crecida. De su infancia en Oriente mi abuela recuerda el sabor del jalva y de los higos del almacén de su familia. En Buenos Aires, un día vio a su padre en el comedor muy temprano, descalzo y con una valija. Me voy –dijo–. Necesito escribirlo todo, y partió sin más precisiones. Ella lo miró salir por el pasillo que había entre la puerta de casa y la calle sin pensar en nada. Sus pies transpirados hacían ruido contra el piso de mosaico. Durante los últimos años, los colores de sus ojos han ido ocupando el espacio que los rodea, como si quisieran expandirse más allá del cuerpo [enfermo que los tiene prisioneros. Ahora esas manchas grises y celestes miraban fijo un punto en la ventana. Su padre tardó tres meses en volver de ese viaje. 17
Apareció en el comedor una mañana, de nuevo [muy temprano. Dejó la valija en el suelo. Seguía descalzo y había enflaquecido. Tenía la barba [larga y un montón de hojas en blanco.
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La leche tibia sobre la mesa; el día entra por la ventana mientras contás las historias de tu último viaje. El diario desplegado a un costado; un dedo sobre las pecas castañas de tu mejilla derecha. Al fondo se ven las calas que tu mamá recorta los sábados.
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Desde lo alto del barranco la escena es cristalina: una mujer arrodillada en la arena llora al lado de un chico inconciente. Por un costado vienen otras apuradas y se le unen en silencio. El viento apenas sacude sus pelos, duros como madera. Los ponchos son gruesos y el sol estรก fuerte pero ninguna transpira. Un poco mรกs allรก, en la orilla, desembarcan algunos pasajeros. Sobre la playa y en varios idiomas piden direcciones. A unos metros, en la terraza del hotel, con las rodillas flexionadas, una turista vomita.
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DOS
En un bar que se llama Miró, reproducciones del pintor catalán decoran las paredes. El rojo, el amarillo y el negro iluminan la sala. Un señor pelado y elegante saluda a los mozos cuando entra. Los grumos de la superficie de mi licuado de manzana son marrones, sensibles al contacto con el aire. Enfrente, el doctor se inclina sobre el escritorio para garabatear la receta. Encima suyo hay una lámina de Picasso. Desde ahí arriba y sobre el fondo blanco el azul domina toda la extensión del consultorio.
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La calle se levanta sobre el paso a nivel. Arriba, los autos aceleran en segunda. Abajo, grupos de cinco a diez chicos se juntan a tomar. En botellas cortadas mezclan bebidas con alcohol y gaseosas de primeras marcas. Uno de campera fluorescente tritura con una mano pedacitos de marihuana prensada que caen sobre la otra. Sus ojos estĂĄn clavados sobre la palma abierta. MĂĄs de quince personas mueren al mes en Buenos Aires por cruzar la vĂa con la barrera baja. En promedio sale un tren urbano cada veintisiete minutos.
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Mientras toma cocaína en la cocina de su casa, Camilo me habla de los grandes problemas de nuestro siglo. Algunos amigos saltan de facultad en facultad sin encontrar su vocación. Otros siguen dos o tres carreras al mismo tiempo. Un conocido suyo enloqueció leyendo foros en Internet, porque pensaba que por ahí se mandaban mensajes su novia y otro tipo. Lo internaron después de encontrarlo inconciente frente a la computadora. Hacía tres días que no dormía ni comía nada. En el monitor quedaron varias ventanas abiertas; un foro de aeromodelismo y otro de recetas naturistas. En un documento de Word había pegado algunas frases: –Yo te recomiendo una hélice de madera. –A veces no conviene hervir todas las verduras.
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A solas, en la intimidad de tu cuarto se puede decir que estás bastante satisfecho con vos mismo. ¿Pero no ves que a nadie le importa bajo el neón del boliche cuántos libros leíste, cuántos idiomas hablás, cuántas horas pasaste en el gimnasio ni cuántos poemas se apilan, como ropa de oferta en un canasto, en la carpeta Mis Documentos?
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Entro al baño de época de un prostíbulo del centro de la ciudad; veo que el que se encarga de ir al supermercado elige la misma marca de jabón líquido violeta que compra mi mamá.
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TRES
Hace mucho que no lo veo, pero antes de envejecer por separado crecimos juntos. Una pared cruzada por la enredadera dividía nuestros jardines. En verano nos turnábamos para saltarla y jugar del otro lado. Para treparme yo subía al filtro de la pileta y apoyaba los pies sobre las ramas más fuertes. Desde la cima saltaba con cuidado, para evitar el rosal de su mamá. Un día jugamos en su pileta a apilar sillas de plástico y saltar desde ahí arriba. Yo me tiré de espaldas y cuando caí me pegué las piernas contra el borde de granito. Grité. Sumergido en el agua oí, muy cerca, un golpe seco. Salí a la superficie y vi a papá en cuclillas sobre el pasto todo raspado por las espinas.
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Con su segunda pareja, mi abuelo compró una casa en uno de los primeros countries de las afueras de Buenos Aires. Veinte años después mamá hizo lo mismo sólo para darle el gusto. Tomó su parte de la herencia de su madre y la enterró bajo el pasto prolijo de cuatro lotes en Pilar. La casa era linda, con el techo a dos aguas, y la pileta circular en el jardín del fondo. Fuimos todos juntos una única vez. Pasaron casi diez años, y cuando se murió el abuelo, mamá puso la casa en venta. A los pocos días apareció un comprador. Por apurar la transacción, dijo mi papá, ella perdió mucha plata. Ésa es la historia de mi mamá y mi abuelo. Decidí saltearme las cosas que no son importantes.
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1
Tengo veintitrés años pero hoy jugué en el mar como si tuviera diez, once como máximo. Barrenaba las olas hasta llegar a la orilla y desde ahí entraba de nuevo saltando sobre la espuma. Más de una vez me tropecé con algunos pozos de arena que se extendían bajo el agua. El mar acá es tibio y si me sumergía del todo podía protegerme del viento de la costa. En la orilla quedó papá sin sacarse la remera, con los anteojos negros. Estaba parado con las piernas abiertas al ancho de sus hombros y las manos juntas atrás de la espalda, sobre la cintura. Cada tanto movía los brazos para hacerme señas de que me acercara. El mar estaba revuelto y si no hacía fuerza la corriente me llevaba, muy lentamente, hacia adentro.
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2
Dos chicos se esconden abajo de las olas de la vista de su papá. Uno es adolescente y el otro tiene menos de doce años. Cuando la espuma se retira apenas levantan las cabezas para respirar y ver cómo el hombre se inquieta sobre la arena. Desde la reposera, tapando el sol con la palma de la mano, él intenta verlos en la línea del horizonte. Yo también lo hice, un verano en Pinamar antes de la secundaria. Papá se enojó y pasé castigado los tres días que quedaban de las vacaciones, encerrado en un departamento sin aire acondicionado. Mis papás y las chicas llegaban al mediodía para comer en el balcón. Almorzábamos todos juntos y ellos volvían a la playa. En mis auriculares se confunden el ruido del agua y una canción de los Beatles, pero no me acuerdo del nombre. La voz dulce de McCartney le pide a alguien por favor que acepte entrar en su casa. Ahora el tipo se mete al agua corriendo, 34
esquivando a la gente en la orilla. Los dos chicos se ríen justo del otro lado de donde rompen las olas. 3
Es invierno y aunque hace calor oscurece temprano. Hoy a las cuatro de la tarde el sol ya no daba sobre la costa. En el mar sólo quedaba una surfista sentada sobre la tabla. Tenía las piernas bajo el agua hasta la altura de las rodillas. El pelo rubio echado para atrás, mojado, parecía pegarse al buzo de neoprene. 4
A la noche salimos a caminar por la avenida costanera. Hace calor y al lado de la playa ni siquiera sopla el viento. Las piedras del suelo son blancas y las decoran círculos en adoquines de colores. Acá están de vacaciones y la peatonal se llena de gente hasta la zona de los restaurantes. También hay artesanos y pintores 35
que venden sus láminas en la calle. Sobre el mar siempre dibujan barquitos de madera pero en lo que va de mi estadía yo no vi ninguno. Otros venden excursiones para ir a conocer las dunas o a nadar con delfines. Entre los cables de luz en el cielo revolotean los murciélagos. –Es por el calor, dice papá. –Yo nunca vi tantos como esa vez en Sevilla, dice mamá. Yo acelero el paso sin mirar para arriba, y mi hermana pregunta más adelante por el precio de una pulserita. 5
Mientras esperamos que embarque un vuelo que está demorado los argentinos empiezan a juntarse frente a la puerta número ocho. A mis espaldas, un hombre comenta con asombro que vio a casi ochenta pesos el vino que en Buenos Aires compra a treinta y cinco la botella. 36
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Hicimos miles de kilómetros para escaparnos del frío. Y lo logramos. ¿Qué nos llevamos ahora? Tenemos la piel quemada por el sol y los pelos aclarados. En la valija guardé dos kilos de castañas de cajú con cobertura de caramelo. Todavía podemos mirarnos a la cara. En una sobremesa expuse acalorado la idea de una tesis doctoral que nunca voy a escribir. Mamá me escuchaba con atención y papá hizo varias preguntas cuando terminé. El avión que nos trajo de regreso atravesó una zona larga de turbulencia. Afuera estaba oscuro y por la ventanilla no se veía nada más que la luz intermitente de una de las alas. A mi costado un tipo empezó a leer las instrucciones de seguridad de la aerolínea. Mi hermana menor murmuró, mirándolo de reojo, qué tipo idiota.
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El día del entierro de mi abuelo fue la tercera vez que pisé un cementerio. Cuando era chico las visitas de mamá a la tumba de la abuela eran casi un secreto. Algunos sábados mi tía pasaba a buscarla y ella se iba sola, sin decir nada. Papá se sentaba en la mesa del comedor y tipeaba en la computadora. Quedaba rodeado por sus papeles y los suplementos del diario. –¿Y mamá? –preguntaba yo. – Fue a Chacarita con tu tía. Yo tenía diez años cuando se murió mi tío y papá viajó solo a Bariloche donde su hermano vivía y lo enterraron. Mis abuelos se quedaron en Buenos Aires porque el médico les había prohibido las emociones fuertes. Unas vacaciones en el Sur pasamos por ahí y con mi hermana mayor acompañamos a papá a llevar flores a la tumba. No me acuerdo del nombre del cementerio privado pero sí de los muros de ladrillo, los árboles gigantes y el ruido de las bordeadoras de césped que pasaban por algunos costados. Sólo eso se veía 38
por encima del suelo verde. Mi papá se adelantó para pedirle direcciones a un hombre que barría unas hojas. Después le puso la mano sobre un brazo y asintió con la cabeza. Mi hermana y yo caminamos atrás hasta que se detuvo. Bajó la vista y nosotros hicimos lo mismo. Me persigné y vi mi apellido en la chapa sobre el pasto recién cortado. Un sábado entré al cuarto de mis papás y mientras mamá se preparaba para que llegara mi tía le dije: –Voy con vos. No contestó nada. Cuando sonó el timbre yo abrí la puerta sin saludar a nadie. Manejaba el marido de mi tía y entonces recordé que ella nunca había aprendido. Bajamos del auto y le compramos flores a un puestero que saludó a mamá y a la tía por sus nombres. Atravesamos el campo de las lápidas y llegamos a una galería donde los nichos se enfrentaban. Entre ellos quedaba un espacio bastante amplio. Mi mamá se quejó de la suciedad del lugar y mi tío trajo una escalera. Mamá subió, se besó la [mano y la posó sobre la placa. Después enganchó una flor contra el elástico. La siguió mi tía, que hizo idénticos movimientos. Cuando ella bajó me miraron pero yo desvié los ojos 39
y me hice el que rezaba. Mi tío se quedó unos pasos más atrás y desde ahí observaba todo en silencio. Después de unos minutos seguimos caminando y también él fue a besar el nicho de su madre. Al entierro del abuelo llegamos bien temprano. Con mis papás y las chicas esperamos en la entrada que aparecieran los otros. También fueron algunos amigos y gente que yo no conocía. Cuando la viuda bajó de un auto el sacerdote del lugar se acercó a mamá: –¿Llegó su madre? –preguntó. –No es mi mamá –le dijo ella sin mirarlo. La vieja caminaba con dificultad del brazo de su hermana y con la otra mano se acomodaba sobre la nariz un par de anteojos negros. La ceremonia fue breve. En la capilla hacía calor y había olor a humedad. El cajón no parecía tan grande como para contener el metro ochenta y cinco que medía mi abuelo. Antes de que mi papá y mis tíos tomaran las manijas una de mis primas se besó la mano y tocó la madera brillosa. El cura le dio una palmada en la mejilla a uno de mis primos más chicos. Lloraba. –No pasa nada –hubiese querido decirle. 40
Hay algo lindo acá, en esta fila de muertos que a veces llamamos familia. Pero estuve toda la mañana callado. Dejaron el féretro en el pozo y todos salimos cabizbajos. Algunos conversaban. El viaje de vuelta a casa por la autopista duró una media hora. No había nubes y el sol golpeaba fuerte sobre el parabrisas de la camioneta. Llamé a mi novia. Estaba en Uruguay y la comunicación no era buena. Después de pronunciar cada palabra podía oír cómo mi voz llegaba al otro lado de la línea, con un segundo de demora.
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Agradecimientos A Santiago Llach, por su generosidad. A Pablo Lanseros, Cecilia Fanti, Elsa Bogliano, Rosa Cortez, Santiago Martorana y Liliana Castro, por sus críticas puntillosas y su paciencia. A Tobías Wainhaus, Matías Michelli, Agustín Cosovschi, Nicolás Suárez, Ignacio Balbuena, Camilo Sce y Eugenio Monjeau, cuyas amistades tomaron la forma (circunstancial) de la lectura y el comentario.
Pulidos textos de acabado perfecto, s贸lidas estructuras verbales, construcciones po茅ticas irreprochables. Cuando logra dar en el blanco, la palabra es un lujo.
El fin de la noche, constelación de narrativa y poesía hispanoamericana. Con publicaciones de cuidado artesanal y soporte imperecedero, el sello integra la tecnología de edición más avanzada –impresión bajo demanda, libre acceso de lectura online y distribución digital internacional que permite que los libros estén siempre disponibles– a la delicada paciencia para el armado de cada título. Que los libros luminosos jamás se agoten.
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