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Hermanas del Huerto

Monseñor Antonio María Gianelli nació en Cerata, humilde región de la Liguria Oriental (Italia), el 12 de abril de 1789. Fueron sus padres Antonio Gianelli y María Tosso, y su consagración al sacerdocio data de 1812. Más tarde se desempeñó en calidad de coadjutor y administrador de la abadía de San Mateo, y posteriormente fue elevado al rango de rector de San Erasmo de los Campos. Fue director de la Congregación laica de la Santa Cruz y del Círculo Hijas de San José.

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Desde 1814, poco después de culminar sus estudios teológicos, se vinculó a la Misión Suburbana, cofradía de seglares instituida en Génova en 1713. En todas partes Gianelli dio pruebas de su inquebrantable celo apostólico. Comenzó a regir los destinos de la parroquia Chiavari el 21 de junio de 1826, y se prodigó dentro de su vocación en la atención de enfermos y en la asistencia de los pobres. El 12 de agosto de aquel mismo año cristalizaron sus esfuerzos en la iglegregación de las Hermanas del Huerto” fue extendiendo su cometido, y en 1834 en el “Hospicio de Caridad y Labor” –también en Chiavari– ya atendían alrededor de 90 niñas y jóvenes. Aquí las Hermanas impartían normas de cuidado e higiene, repartían alimentos preparados por ellas mismas, velaban en las enfermerías y no economizaban fatigas para brindar apoyo espiritual y material a sus desposeídos.

sia de Nuestra Señora del Huerto –sede en la que fundó el “Instituto de las Hijas de María Santísima del Huerto”– al incorporar 12 novicias.

Esto acontecía el 12 de enero de 1829 y, entre las reglas de la Orden, se instituía el compromiso de servir en los asilos de huérfanos, en catequizar a los niños de condición humilde y promover la acción bienhechora de la Iglesia entre los recluidos en las cárceles. Expandía sus ideales evangelizadores hacia los lazaretos, donde se internaban los enfermos de peste.

Una de las primeras misiones cumplimentadas por la bisoña Congregación se realizó en el “Hospital de Caridad y Trabajo”, fundado en Chiavari, en 1831, por el marqués Esteban Rivarola. Era éste un renombrado patricio que fue lanzado a la Gobernación de la República de Génova por los electores avanzados de un nuevo ordenamiento político. Ciudadano progresista, abogó por la creación de escuelas de geometría, de dibujo y de arquitectura, e impulsó la creación de una biblioteca. Para lograr sus objetivos organizó una Sociedad Económica, que se propuso incentivar el progreso de la agricultura, de las artes, de la industria y del comercio.

Con su predicamento y el apoyo de donantes, la “Conse hizo cargo del Colegio de Marinasco, poco distante de la ciudad de Spezia.

Donato A. Depalma

El hábito religioso de aquellas misioneras “Hijas de María Santísima del Huerto” les fue impuesto en 1834. Se componía de ropaje negro, de lana, rosario en el lado izquierdo, escapulario oscuro, frontín, honestín y velo.

En 1835, se les confió el “Hospital Civil” de Spezia, primera realización fuera de la población de Chiavari. Durante ese año y en el siguiente asistieron a los enfermos de cólera, corolario de una virulenta epidemia, en las que algunas jóvenes religiosas ofrendaron sus vidas contagiadas por el morbo asiático. También por aquel tiempo la Congregación

En 1837, se echan los fundamentos de una amplia casa e iglesia en Chiavari. Estos progresos se verían proyectados en el Hospital de Bobbio (1841); en el Colegio de Niñas Internas de Ventimigli (1822); en el nosocomio de Celle Ligure (1844) y en la escuela de Niñas habilitada también en Bobbio, en 1844.

En 1846, el padre Gianelli aqueja un cuadro febril que fue adjudicado a una insolación por haberse realizado una procesión en la plenitud del calor; se recuperó, pero el 7 de junio de ese mismo año falleció.

Las Hijas de María prosiguieron su labor silenciosa y abnegadamente y ocuparon sucesivamente la dirección del Hospital de San Remo (1847), la administración del Hospital Novi Ligure (1848), y la rectoría del nosocomio y escuela de niñas (Triora). Nuestra revisión de datos se nutre con algunas biografías de devotas que entregaron hasta su último aliento por el bienestar de niños abandonados y enfermos incurables.

En el lapso 1856-1858 las Hermanas se trasladaban a América del Sur. Las palabras que fueran de su visionario fundador parecerían una premonición, cuando refirmó

esta sentenciosa locución:

“Las Hijas de María así como nos favorecen a nosotros, si se les ofrece la ocasión de poder hacer lo mismo en otra parte del Reino de Italia, o en cualquier otra parte del mundo, lo harán con la misma actividad y con el mismo entusiasmo, y desde este punto de vista el “Instituto de las Hijas de María”, no es una institución municipal ni provincial, ni ligure; es nacional, es italiana, es europea, es universal…”

Diez años después del fallecimiento de Gianelli, las Hermanas divulgaban sus emprendimientos en el Nuevo Continente.

De las primeras ocho religiosas que partieron en 1856, hasta las últimas doce que viajaron el 18 de julio de 1887, el Instituto había entregado doscientas ochenta y siete religiosas. Las primeras Hermanas fueron recibidas en Montevideo el 18 de noviembre de 1856, previa escala en Brasil. Habían partido desde el puerto de Génova y su llegada a la capital oriental tuvo una acogida sin precedentes. La tesonera acción de Juan Ramón Gómez –verdadero mecenas de esta gestión– a la que se agregó el beneplácito de la Comisión de Caridad y la Sociedad de Beneficencia, enmarcaron esta escenografía en una recepción inolvidable. El domingo siguiente prosiguió el júbilo de los circunstantes: se realizó el Te-deum en acción de gracias, al que concurrieron los más encumbrados representantes del Gobierno. El 1º de diciembre de aquel mismo año la Orden se hizo cargo de la dirección del “Hospital de Caridad”, de Montevideo, y con su acertada administración se abonaron los haberes a los proveedores, se construyó otro cuerpo en el predio nosocomial y se edificaron viviendas separadas para albergar dementes y niños expósitos. Refirmemos que el Hospital de Montevideo fue la primera casa de las Hermanas en América. Bien pronto establecieron la Casa Provincial y el Noviciado, hasta que en 1869 se decidió el traslado de ambas organizaciones al “Colegio de Nuestra Señora del Huerto” sito en la misma Capital. Luego de la epidemia de fiebre amarilla sufrida por la población cisplatina, en la que las Hermanas tuvieron una actuación descollante, la “Sociedad de Beneficencia” de Buenos Aires invitó a las religiosas que regenteaban la Orden para que visitaran los hospicios que se hallaban bajo su égida y sugirieran reformas. La inspección se realizó en febrero de 1859, y en ocho días las delegadas recorrieron diferentes instituciones benéficas. Interiorizadas del funcionamiento nosocomial se ofrecieron para reorganizar el “Hospital de Mujeres”, que se hallaba asistido precariamente. El lector debe conocer que varios de los asilos y hospitales se hallaban en la órbita municipal, y que no existía en la mayoría del Concejo la disposición necesaria para acordar toda la libertad de acción que se les había otorgado en Montevideo. Lo cierto es que a fines de enero de 1860, llegaron de Italia veinte religiosas con la Superiora Reverenda Madre Luisa Solari, las que luego de un breve descanso en la ciudad Oriental partieron hacia Buenos Aires. La recepción que se les ofreció en nuestra ciudad fue análoga a la que vivieron sus predecesoras en Montevideo. Pocas semanas después las monjas se integraron al Hospital cercano a la iglesia de San Miguel, y en escaso tiempo transmitieron orden, principios de higiene y un renacer de esperanzas. Más de doscientas enfermas recibieron esta diligencia de amor y caridad, estimuladas siempre por el ejemplo de las religiosas. Ámbitos limpios, cortinas adamascadas, ropa blanca, cubre-camas y moblaje renovado, conferían a las salas un ambiente de confortabilidad y calidez. Catorce profesas ayudadas por médicos y personal de servicio trataban de pautar un modelo de asistencia que permitiera suavizar tantas penurias físicas y morales. En 1886, el “Hospital de Mujeres” fue trasladado a su nueva sede donde fue bautizado con el nombre de “Rivadavia”.

Al expurgar viejos archivos, descubrimos que en 1859, las Hijas de María se habían instalado en Córdoba, en el Colegio designado con el nombre de la Congregación. Cuarenta niñas internas y dos secciones externas recibían instrucción y enseñanza, cultivándose además de la doctrina cristiana todas las asignaturas en boga. Por iniciativa de una benemérita comisión de vecinos se fundó en la ciudad mediterránea una “Casa de Huérfanas” que también contó con el apoyo de las religiosas. Idéntica misión les cupo en el “Asilo de Mendigos”, refugio de menesterosos y pobres de solemnidad.

En 1860, arribaron otras veinte novicias dirigidas por la Reverenda Madre del Buen Pastor Pirandelli, quien juntamente con la hermana Clara Podestá asumieron la organización del “Manicomio de Mujeres” y la “Casa Cuna”. La primera Superiora fue María Josefa Fontanarossa, pero su actuación tuvo un destino efímero. Aquejada de grave dolencia falleció prematuramente. Tenía 34 años…

En la “Cuna”, aquellas religiosas demostraron una vez más su alto espíritu de solidaridad, ya que contribuyeron a la asistencia de varios centenares de niños. Amén del cuidado de los pequeños se ocupaban del control de las nodrizas y de conducir la educación. La irreprochabilidad de la Misión está avalada por documentos, poesías, cartas, notas y artículos, en los que se hace mención de la labor encomiástica que aquella realizara en todos los eventos que requirieron su actuación.

Durante 1861, la provincia de Buenos Aires participó de un sangriento enfrentamiento con las provincias integrantes de la Confederación Argentina, cuyo jefe era Justo José de Urquiza. Gobernaba Buenos Aires el general Mitre que era a la vez comandante supremo del ejército. El choque de fuerzas se realizó en Pavón, y para asistir a los heridos, además del personal médico y auxiliar convocados, Mitre solicitó el envío de las Hermanas de Caridad. La historia ha recogido los nombres de María Catalina Demartini, María Chantal Pertica, María Felicitas Pratolongo, María Rosa Sanguinetti y del sacerdote Luis Fraffina, héroes anónimos que sellaron

su comportamiento con dedicación sin igual. Forjados en los hospitales civiles dieron pruebas de amor y abnegación socorriendo a los dolientes heridos y mutilados. La gratitud demostrada por jefes, oficiales, autoridades jurisdiccionales y pobladores se tradujeron en vivas muestras de simpatía, aprecio y reconocimiento. De regreso a Buenos Aires se reprodujeron aquellas manifestaciones, de las que participaron el elenco gubernamental y el mismo presidente.

En 1862, prosiguiendo su labor evangelizadora, las Hermanas regentearon el “Colegio de Nuestra Señora del Huerto”. Cuidaban ochenta pupilas, niñas externas, y dictaban enseñanza en una escuela gratuita para alumnos de escasos recursos. También desplegaron su apostolado en la “Casa del Buen Pastor”, en el “Hospital San Luis” –que recibía a niños menores de 12 años– en el “Hospital Italiano”, en la “Casa de Lomas de Zamora”, en el “Manicomio de Experimentación” y en otras instituciones de caridad.

En 1864, estalló la Revolución de Paysandú (Uruguay) y las hermanas designadas para socorrer a los heridos permanecerán cinco meses en el lugar de los hechos participando de todas las privaciones y vicisitudes emergentes de aquella sublevación, agravada por la destrucción del hospital.

Promediando 1866, las Hermanas organizan un Colegio en Paraná, y en 1876, en la misma ciudad, acceden a la dirección de la “Casa de Salud” que carecía de elementos materiales y espirituales.

Las secuencias de la obra apostólica emprendida por esta Orden es pródiga en realizaciones. Sería farragoso incluir la riqueza biográfica de las hermanas que con magnanimidad y largueza todo lo dieron en aras de su ministerio y de sus semejantes, principalmente de los niños. Por los años 1867 y 1868, esta Congregación también asistirá en Buenos Aires y en Montevideo a los atacados de cólera, donde una vez más exhibirán su altruismo y desapego, en hospitales y lazaretos. Lo propio ocurrirá en 1871, cuando en Buenos Aires cunde la epidemia de fiebre amarilla.

Hacia 1874, las misioneras son encomendadas para dirigir en la ciudad de Catamarca, el “Colegio”, el “Asilo de Huérfanas” y el “Hospital”. Llega 1877 y en el límite más lejano de nuestro país –Jujuy– establecen otra sede provinSabias palabras que aún tienen vigencia.

cial y adscriben a su función la atención de indígenas. En 1879, expanden su ecumenismo a Tucumán y otras capitales del interior desplegando sus lauros de cristianismo y hermandad en escuelas, orfelinatos y hospitales.

A partir de 1880, hito fecundo para nuestras instituciones, las Órdenes religiosas consolidarán con su ejercicio e idoneidad la administración de hospitales, asilos, escuelas, hospicios y casa de expósitos. Con su clarividencia de historiador e higienista, José Penna, médico de cuño y Director General de la “Asistencia Pública” escribía en 1910: “[…] Las Hermanas de Caridad han desempeñado siempre un papel importantísimo en la organización hospitalaria que nosotros conceptuamos absolutamente indispensable e irremplazable, mientras nuestras costumbres, nuestra educación y la legislación de trabajo no garanticen más que ahora, la seguridad y la confianza de cierto personal de selección que los hospitales en particular deben exigir […]”

“Desde entonces las misioneras continuaron sin estridencias, cumpliendo con sus votos y su catequesis, iluminadas por la antorcha fulgente de Gianelli, un místico, un romántico, un innovador, que en la tercera década ochocentista se inspirara simplemente en la praxis bíblica de ayudar al doliente y de inclinarse ante el necesitado […]

Empero, la asistencia espiritual indisolublemente ligada a tradicionales congregaciones religiosas que se desempeñaron con insobornable entrega fue cambiando. Nuevos parámetros culturales, diferentes ideas, distintas concepciones de vida y sensibles crisis vocacionales, hicieron que las hermandades religiosas resignaran su presencia de los ámbitos hospitalarios.

Hoy quedan sus sombras y sus recuerdos. Se difuminó el hálito que comunicaba calor, esperanzas y serenidad al desvalido y al desasistido. Y así discurrieron por nuestros corredores y pabellones, silenciosamente, con natural modestia, con expresión beatífica, compartiendo nuestras alegrías y nuestras pesadumbres. Partieron quedamente, sin oropeles, tal vez resignadamente, y conviviendo aún en su intimidad con el drama cotidiano del Hospital de Niños…

Esto acontecía en mayo del 2004.

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