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EUGENIA SACERDOTE DE LUSTIG
¿Decidme de dónde tenéis esa extraña inteligencia! William Shakespeare
Mujeres pioneras en la investigación oncológica Eugenia Sacerdote de Lustig
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Federico Pérgola
En los últimos días de noviembre de 2011, exactamente durante el domingo 27, falleció en Buenos Aires la Dra. Eugenia Sacerdote de Lustig. Murió a los 101 años y la sobrevive su prima hermana, algunos meses mayor, la Dra. Rita Levi Montalcini, premio Nobel de Medicina. Soportó discriminaciones, una de ellas por la mente febril de un dictador de turno de su Italia natal, don Benito Mussolini que fue de tipo racial. La otra que suponemos que la hubo, la de género: era mujer y se “atrevía” a investigar en la década del 40 cuando todo era patrimonio masculino. Sus estudios oncológicos y sobre los virus la homologan también con otra investigadora de un país cercano al suyo: Francia, formada en Canadá con Hans Selye y en Buenos Aires –donde se quedó y formó su familia– con Bernardo Houssay, la Académica de Medicina Dra. Christiane Dosne Pasqualini. Una tercera fue la Dra. Sara Rabinovich de Pirosky, una década mayor que Eugenia y dos que Christiane, que trabajó junto a su esposo en el Instituto “Malbrán”. No quedan dudas que la capacidad intelectual y de trabajo empeñoso las hicieron figuras de primera elección en los ámbitos científicos. Como expresó el profesor Osvaldo Fustinoni, quien presentó a Sacerdote de Lustig con motivo de recibir el premio Hipócrates de la Academia Nacional de Medicina en 1992, “su vida entre tubos de ensayo, matrices y retortas, entre microbios y virus, entre cilindros inscriptores y tablas de cálculo,
solo perseguía practicar la religión de la verdad. “Tuvo que soportar sin quererlo, sin buscarlo, sin explicaciones, persecuciones que no provocaba y que sufría con estoicismo”. En 1983, Laura Rozenberg 1 publicó un libro que fue premiado –muy justicieramente por su calidad– en el concurso Los grandes italo-argentinos organizado por la Asociación Dante Alighieri. La escritora eligió referirse a la vida de nuestra investigadora y narró sus pormenores con gran destreza. De ella tomamos algunos de los más importantes para recrear su lucha. Eugenia Sacerdote nació el 6 de noviembre de 1910 en Turín, en una casa alquilada de la Via Sacchi. Su apellido deriva de la traducción al castellano de la palabra cohen (rabino). “Hasta 1861, nueve años antes de nacer papá –dice Eugenia Sacerdote a Laura Rozenberg–, los judíos solo tenían permiso para vivir en pueblos pequeños, por eso él era de Chieri y mi madre de Asti; cuando Napoleón conquistó Italia dio inmediata libertad a los judíos, pero al poco tiempo, con el retorno de la casa de Saboya, tuvieron que volver al ghetto”. Con la Unidad de Italia esta discriminación habitacional desapareció. Como dice la investigadora, los judíos italianos tenían una ventaja: hablaban fluidamente ese idioma, cosa que no sucedía con los judíos polacos que lo hacían en idish. Ella confesó que conoció la existencia de esta última lengua aquí, en la Argentina. Pero dejemos a un lado la sectorización social que llegó de
la mano del monoteísmo y encontraremos otra de tipo científico que, para no abundar en detalles y entrar en aguas profundas, sugiero la lectura de La nuca de Houssay de Marcelino Cereijido 2 . Con su esposo Maurizio y su hija Livia, la que luego sería profesora Titular de Histología de la Facultad de Medicina (UBA), llegó a nuestro país a raíz del trabajo que la empresa Pirelli le había encomendado al primero en 1939. Luego de un paso por Brasil, en 1943 comenzará a desarrollar sus conocimientos sobre cultivo celular que había adquirido en Turín con la tutela de Giuseppe Levi. Trabajó en el Instituto de Oncología “Ángel H. Roffo” y, a consecuencia de la epidemia de poliomielitis integró el plantel del Instituto “Malbrán”, donde fue que la conocimos. En virtud de que el rector de la Universidad de Buenos Aires, Risieri Frondizi, le permitió que pudiera presentarse con su título de médica italiana a un concurso, logró la titularidad de la cátedra de Biología Celular de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales. Dos años después, Bernardo Houssay la convocó a formar parte del Conicet. En 1966, la desgraciada dictadura de Onganía hizo que decidiera su renuncia al cargo académico. Su refugio fue “el Malbrán”. En 1938 Mussolini le había retirado su diploma de médica defendido en la Universidad de Parma, como obligaba el Estado, por ser judía. Ahora debía alejarse por ser científica. En 1967 obtuvo el premio Nacional de Ciencia. Algo caló fuerte en los sentimientos de la Dra. Sacerdote y ello fue la epidemia de poliomielitis que se presentó en nuestro país en 1956. En diversas entrevistas que le efectuaron era su tema recurrente. En un reportaje que le efectuó el periodista Agustín García Puga 3 (bajo el seudónimo de Enrique Albano) para la revista Geriatría Práctica se refirió a los momentos que le tocaron vivir en ese lapso y hemos creído de interés reproducirlos: He trabajado durante diez años en el Malbrán. Durante la terrible epidemia de poliomielitis […], cuando todavía no teníamos la vacuna Salk ni la Sabin, tenía que hacer diagnósticos basándome en los elementos de que disponíamos. Como el diagnóstico había que hacerlo sobre células vivas de seres humanos o monos Rhesus y como acá no hay ese tipo de animal, tuve que trabajar sobre células humanas. Todas las mañanas recorría las maternidades buscando restos de abortos y con este material iba al Instituto Malbrán para hacer las investigaciones. El diagnóstico lo hacía sobre el cultivo de estas células. Trabajaba sin descanso, hasta medianoche. Por desgracia tuve que afrontar una situación sobre la que no omito juicio pero que complicó todo: una huelga. La Asociación de Trabajadores del Estado hizo una huelga en reclamo de un aumento salarial, debido a esto nadie quiso ayudarme. En consecuencia, cada noche, antes de irme llevaba los restos infectados a un patio y rociándolos con nafta, les prendía fuego. Era la única manera de evitar que alguien entrara en contacto con un material tan peligroso. El periodista le pregunta si ello le acarreó problemas.
Terribles, tanto que al final tuve que renunciar. Me rompieron todos los vidrios del auto y hasta me tiraron intencionalmente un pesado cajón sobre un pie. Lo más triste es que no escucharon mis razones cuando les dije que no era posible en un momento de epidemia que yo hiciera una huelga. Yo no podía aceptar que se murieran los chicos a causa de la polio. Luego se referirá a los animales de laboratorio y reiteró su postura frente a la epidemia. Lo ideal es el mono Rhesus que es el más parecido al ser humano. Al respecto, tuve oportunidad de vivir un episodio de aristas grotescas. Recuerdo que en los primeros años, cuando todavía se estaba probando la vacuna Salk, en 1957 y 1958 en aquellos años de la epidemia de poliomielitis, el Ministerio de Salud Pública me envió al extranjero a estudiar este tema en los monos Rhesus. Cuando regresé a la Argentina solicité en el Instituto Malbrán que me dieran monos para poder investigar y me dieron uno solo. Cuando reclamé, me quisieron dar los monitos que abundan en el norte argentino pero no los quise porque no sirven, ya que no se infectan. Entonces le dije que lamentaba el dinero que invirtieron para enviarme afuera a estudiar algo, teniendo en cuenta que después no puedo ponerlo en práctica. Esa fue la razón porque yo a la mañana temprano recorría las maternidades para tener por lo menos material humano para trabajar. Los jóvenes ignoran estos sacrificios de recorrer a las siete de la mañana los hospitales. Las entrevistas periodísticas, tanto escritas como radiales, a esta excepcional mujer se sucedieron a lo largo de su extensa vida. En cada una de ellas relató partes de su intensa actividad científica y sus propias vivencias existenciales. Pero, a partir de la última década manifestaba su dolorosa, inevitable y paulatina pérdida de la visión. En febrero de 1999, Rodolfo González Arzac 4 le efectuó un reportaje donde aflora el inmenso anecdotario propio de una persona con una intensa vida pública (debemos reconocer que todos los ancianos recrean episodios pintorescos que guardan en su memoria). Con el título de “Vocación y sacrificio”, el periodista escribe en un intertexto: “Si los logros que conquistó la doctora Lustig le valieron muchos esfuerzo, la determinación de seguir el camino de su vocación fue decididamente un gran sacrificio. “El liceo femenino de su Turín natal no la habilitaba para ingresar en la Universidad. Junto con su prima hermana estudiaron durante un año para dar libre las materias del liceo masculino. La epopeya incluyó ocho años de griego, cinco de latín, matemáticas, física, filosofía, y la reprobación familiar. “El primer día de clases las primas se dieron cuenta del tamaño de su desafío: entre quinientos alumnos, solo cuatro, incluidas ellas, eran mujeres, Valió la pena. Eugenia, colmada de logros y honores, y su prima, Rita Levi Montalcini, fue Premio Nobel de Medicina en 1986”. Entre las designaciones de Eugenia se hallan las de Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires pero, además, de Inmigrante Ilustre de Turín, Italia, y una de la más emoti-
vas como fue la de la línea de colectivos 60 que la nombró Pasajera Ilustre, que le permitía viajar gratuitamente en ese medio de locomoción. En ese mismo año, Flavia Fernández 5 habla con ella y esto expresa: “Muy a su pesar, a las seis está bien despierta. Entonces, se toma las cosas con calma. ‘Me baño, desayuno café con leche y una tostada con dulce de naranja amarga, después leo el diario. Lamentablemente, mi vista ya no es la de antes, así que necesito la ayuda de una lupa. Pero no me excedo porque después sigo trabajando con los ojos y puedo marearme’, cuenta la doctora Lustig, jefa del Departamento de Investigaciones del Hospital Roffo.. “Hasta hace unos años manejaba su propio auto, pero después de los 80 no siempre se trepa al 60. ¿Sí, de mi casa, en Belgrano, todos los días viajé en esa línea, hasta tal punto que me nombraron Pasajera Ilustre. Ahora vengo en remise porque la agencia amabilísima me ofreció llevarme y traerme a casa. Me pasan a buscar alrededor de las 9 y a las dos y media en punto me acercan a casa. Por la vista ya no puedo estar todo el día trabajando. “Con el pelo blanquísimo como su guardapolvo, la doctora que llegó de Italia hace más de seis décadas y le dedicó la vida al estudio asegura que no podría vivir sin sus libros. También cuenta que cocinaba muy bien –aunque ya hace tiempo que no lo hace– y que le encantaría volver a probar las castañas calientes que comía cuando era chica, en plena era Mussolini. ‘Eran tiempos difíciles, especialmente para las mujeres. ¿Saben los que me costó estudiar, poder ingresar
en la Universidad? Fue muy duro, tuve que dar todas las materias libres. Después vinimos a la Argentina, previo paso por Brasil, por el trabajo de mi marido en Pirelli. Todavía recuerdo la decepción del primer día. Yo, que me había criado viendo los Alpes por la ventana de la cocina, de pronto me encontré con una ciudad chata. Me acuerdo que estábamos en el taxi y al llegar a Primera Junta, el taxista me explicó que estábamos en el lugar más alto de Buenos Aires, a ocho metros sobre el nivel del río. Casi me muero de la desilusión’, confiesa la mujer que después aprendió a bailar y escuchar tango, a disfrutar del verde de Belgrano, a sentir un país ‘que me dio todo. Porque, en realidad toda mi vida la pasé acá. Cuando llegué tenía 25 años’.” En 2003 su visión había empeorado a tal punto que, en una entrevista que le realizaron y publicaron en el diario La Prensa 6 se leía: “Pese a haber perdido la visión casi por completo, la investigadora se nutre de los avances tecnológicos gracias a la colaboración de sus amigas que le dedican horas de lectura de las más prestigiosas revistas de ciencia en inglés, francés, italiano y español. “También en el Instituto la equiparon con una máquina que se encarga de leer sus trabajos: ‘Es como una fotocopiadora que habla –señala– cuando termina de copiar me lo lee’.” En esa época, con sus 92 años largos, concurría dos veces por semana al Instituto de Oncología “Ángel H. Roffo”. En esa oportunidad se manifestaba satisfecha por permanecer activa y así decía: “Es que no se envejece tanto ni tan rápidamente porque la jubilación es muy dura. Entonces, uno
opta por seguir haciendo las cosas que hacía toda la vida”. Otra nota explicatorio de tan rica vida intelectual fue la de Jorge Rouillon 7 del diario La Nación donde relata cual fue el ariete que le permitió insertarse en la cúpula de la medicina argentina: en su ciudad natal había trabajado con Giussepe Levi, como hemos señalado, en el cultivo de células. Con ese procedimiento que conocía plenamente concurrió diariamente a la cátedra de Histología de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de Buenos Aires, luego el director “del Roffo” la convocó para hacerlo en esa institución y así la Argentina ganó una de las primeras investigadoras en temas oncológicos que tuvo el país. Su amor y su dedicación por la nación que la acogió queda demostrado por los 70 años que residió aquí, su obra y sus hijos. En oportunidad del reportaje citado anteriormente se expresó de esta manera: “Agradezco a la Argentina que me recibió en un momento tan sombrío de la historia del Viejo Continente y me permitió desarrollar con pasión mi actividad científica. Creo que la ciencia, en la búsqueda de la verdad, nos ha enseñado mucho, esta búsqueda que siempre debe estar guiada por la ética”. Eugenia Sacerdote de Lustig, como no podía ser de otra manera puesto que es perfectamente justificable, amó la Argentina donde –fuera de algunos sinsabores– tuvo la felicidad de su matrimonio y sus hijos, además de su trabajo creativo, pero no dejó de adorar a su Italia natal. Le afectó tener que dejar de contemplar el paisaje alpino y en una de sus reflexiones con la prensa manifestaba que “todos los sábados va hasta la quesería Valenti donde compra auténticos manjares que me recuerdan a mi tierra. Me encanta la mozzarella de búfalo, el mascarpone, el queso parmesano, algún buen fiambre con pan”. La polenta y el Piamonte, presentes.
Carta de lectores del diario La Nación del 27 de febrero de 2012-02-27
Señor Director: “Es destino unió a tres mujeres excepcionales en marzo de 2000, cuando la doctora Eugenia Sacerdote de Lustig. De 90 años, propuso al periodista de La Nación Jorge Rouillon que entrevistara a Daniela González, de 15 años. “Daniela escribía y leía desde los 3 años. A los 13 había visitado a la doctora Lustig en el Instituto Roffo porque quería conocer a su ídolo y seguir su camino de investigadora, pero tenía un problema: había concluido el secundario y en la Facultad de Medicina no aceptaban menores de 18 años. La doctora Lustig logró que el decano de la Universidad de Morón la inscribiera, como segunda opción, en la carrera de Ciencias Químicas. “El periodista describió la humilde casita suburbana de Merlo en la que Daniela vivía con su padre, sargento ayudante de la policía bonaerense; su madre, un ama de casa con vocación de estudio, y su talentosa hermana menor. Recorrer el largo camino de tierra y abordar el colectivo que la acercaba a la facultad le insumía todos los días 45 minutos. Costear sus estudios implicaba un ingente esfuerzo económico para su familia. “La señora Amalia Lacroze de Fortabat leyó el artículo y se conectó telefónicamente con Daniela. Un representante de la Fundación Fortabat la visitó y le proveyó ropa, libros y una computadora. Cuatro meses después, Daniela se mudó con su familia a la casa de tres dormitorios que Amalia Lacroze de Fortabat a doce cuadras de la Universidad de Morón. La Fundación Fortabat le cubrió los gastos de textos y ropa durante dos años y la Universidad le condonó los aranceles. Mientras se licenciaba en Ciencias Químicas e iniciaba la carrera soñada a los 18 años, trabajó como pasante y asistente de cátedra. A los 25 años se doctoró en Química y se licenció en Medicina. “Tres mentes brillantes y tres corazones sensibles pueden hacer milagros”.
Bibliografía
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7. Rozenberg L, Eugenia Sacerdote de Lustig, Buenos Aires, Asociación Dante Alighieri, 1983. Cereijido M, La nuca de Houssay, Buenos Aires, Biblioteca Médica Aventis, 2001. Albano E, “Entrevista a la Dra. Eugenia Sacerdote de Lustig. Investigadora del Conicet”, Geriatría Práctica, Buenos Aires, 8 (Nº 6): 27-30, 1998. González Arzac R, “Medio siglo investigando”, La Nación, Suplemento Belgrano, Buenos Aires, 11 de febrero de 1999. Fernández F, “Madrugada con lupa”, La Nación, Buenos Aires, 12 de junio de 1999. “Una investigadora que a los 92 años sigue haciendo ciencia”, La Prensa, Buenos Aires, 4 de octubre de 2003. Rouillon J, “La búsqueda de la verdad debe estar guiada por la ética”, La Nación, Buenos Aires, 25 de julio de 2006.