Lendel - poesías de Román Suárez Blanco

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Agradecemos a Caja Rural de Asturias su colaboración en la edición de esta obra © Textos: Román Suárez Blanco Diseño, maquetación, portada y coordinación: Elías, diseño grá co / elias1964fuentes@gmail.com




A ti, esa persona conocida o desconocida, que me vayas a leer, me e és leyendo, hayas leído los borbotones desordenados de e os versos y hayas dicho: ¡Qué buen poeta! o hayas dicho o pensado, ¡bah! otro poeta ro, o, sencillamente, sin más valoración ni comentario, hayas compartido conmigo e a alegría, e e cansancio, el hermoso privilegio de vivir, gozando, sufriendo, es decir, de algún modo contribuyendo a la convivencia enamorada en que la vida consi e, precisamente a ti, dedico, con el mayor respeto, cordialidad y afe o, e e barullo, e e revoltijo de palabras y de sentimientos, e e libro, que es como un hijo, un nieto, ya, tal vez, lo que resulta de echar en un matraz y revolver, los sueños con los recuerdos.



L E N D E L

El humilde lendel no es más que la huella que deja el burro en su continuo, paciente, tenaz girar alrededor de la noria con que integra el mecanismo extra or del agua viva, cuyo contagio proporciona al paisaje alimento para la energía en que la vida consi e. El asnillo ignora que lo hace, mientras da vueltas y más vueltas, todas iguales y diferentes a la vez, y escribe la letanía, la cantinela, el soliloquio a que contribuye el alegre sonido de los cangilones que suben y derraman el cabrilleo del agua, su relumbrar de puñado de cri ales heridos por el sol. El lendel no es quizá nada más que una huella del esfuerzo, que, de algún modo, me recerda ahora mismo el laberinto de la catedral de Chartres, donde hay quien dice que es posible hacer, sin salir del templo, todo el Camino de Santiago. El lendel, sin salirse de su perfección circular, sin irse del paisaje, anclado en una esquina del que gira sin cesar su autor –aún los peores poetas, no somos capaces de e arnos en silencio-, cuenta, con la misma insi encia de su trazo con ante, superpue o sobre sí mismo, repetitivo, pero cada vez con di intas palabras, un tramo de vida que se desparrama en una especie de duermevela.

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poesĂ­as


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I

¿Tienes corazón, seguro que tienes corazón? ¿Te hici e un agujero, en el pecho, para comprobarlo, saber a ciencia cierta, que tienes corazón? Hay gente que no lo tiene y no sabe qué es lo que le falta. Nota, cuando más, un extraño vacío, algo así como hambre, sòlo que en su caso es insaciable, porque es hambre de amor, que no se sacia más que entregando, como un prote orado, una colonia, al ser amado, el corazón.

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6 Que, luego, hay quien se lo lleva, enjaulado, como un pĂ jaro tri e y descolorido olvidado de cantar.

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II

Cuando digo flor, mi voz no reconoce la vaguedad conceptual de la flor, sino aquella flor concreta, de aquel color, aquel olor, aquel día, cuando toda la inmensidad del universo tuvo su centro exa o en aquella flor que tú tenías, recién cortada, aún viva, en tu mano, sin verla, indiferente, mientras ella, en su agonía, te adornaba de olor y de color, de belleza, de amor. Cuando digo flor, recuerdo aquella flor y tu sonrisa.


III

El vino, cuando ya ha muerto, consumido entre bellĂ­simas canciones tabernarias, prodigiosa solidaridad de los amigos borrachos, cansancio de la noche fracasada, deja siempre un recuerdo: su regu o, a veces, tri eza de ilada, no algia otras y otras esperanza o simple, sencilla, brutal resaca. AsĂ­ ocurre, tambiĂŠn, como ahora mismo veis, con las palabras.

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IV

Dejas de trepar al monte, donde solías, porque, la vejez ha e rechado tus pulmones, ga ado la energía que movió tus pasos, te llevaba, paisaje adelante, ha a más allá del recodo, de de ino imprevisible de cada camino del paisaje del cuadro. Dejas de ser un hombre capaz de respirar hondo ha a el motivo mismo, el hontanar de cualquier tri eza. De pronto, te descubres, eres, soy una racha de viento, que pasa.


V

Fabricaremos un barco no demasiado grande ni pequeño. Un barco de vela y de motor, contrataremos una tripulación y un sueño. Tú, serás una pasajera, yo el grumete. Me enamoraré de ti, pero no sé si tú… ¿Me querrás tú o serás mi eriosa y lejana? Durante el viaje habrá un motín, nos abandonarán en una isla desierta. Yo enamorado. Tu aún desconocida, para mí. –No venía por ti –me dirás-, pero es igual, me he de llevar un hombre enamorado, y tú dices que lo e ás. Soy la persona más solitaria,

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6 soy la ùltima palabra, o hay quien dice que podría ser el eco de la primera palabra. Soy, como habrás adivinado, la muerte. Aún así, caí en sus brazos loco y enceguecido de amor y ella en los míos, nos apretamos latido contra latido de dos corazones frenéticos, gemí que la quería, suspiró que me amaba, y al quedarme dormido tal vez para siempre, me pregunté cómo y quién será nue ro hijo.


VI

Lleva el frío, amarradas en el rabo largo del invierno, flores de escarcha, cri ales de espuma, e rellas de mar muertas. Lleva el frío un látigo, espuelas de luz y viento, heladas notas agudas del piano muerto de la abuela. El frío tiene sangre de gaviota y de cormorán, y hay quien dice que los ojos con que mira son dos cri ales de hielo color naranja, uno, y otro de color de azufre. El frío vive en la niebla, pasa volando sobre una nube, pero baja, a veces,

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6 nos besa –boca sin labios, mirada de lejanías e relladasy nos deja yertos de silencio oscuro, mudos, e remecidos.


VII

No se puede recordar un a o de amor, no cabe en la memoria ni los sentidos pueden abarcarlo, mueren, flotando más allá del aire, donde cuanto ocurre es inimaginable. Por eso sòlo recuerdo el ta o de tu piel, la caricia de algún suspiro tuyo, enamorado, mi anhelo de quedar para siempre en el sueño de ser uno contigo en una sola palabra, un ser incorpóreo y fugaz y, a la vez, eterno.

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VIII

Se desgrana la vida en las notas del piano, ves caer los granos de arena de su reloj, sientes cĂłmo se te acaba el momento de felicidad, como la luz del rayo de sol se escapa por entre las guedejas de tu pelo, desde e e in ante, toda una imagen, tal vez, el reflejo de un ref lejo del sueĂąo de lo eterno, tan efĂ­mero, e a tarde de invierno, como el sonido mismo, que las teclas arrancan de las cuerdas del tiempo, que se convierte en aire, vuela y muere poco a poco en el silencio.


IX

Vagan los niĂąos, malnacidos de padres sin amor, o de padres desenamorados. Vagan en silencio, con los ojos llenos de soledades. NiĂąos como palabras no dichas, como ocasiones perdidas, abandonados, al silencio no urno del odio que va pudriendo lo que sus padres se quisieron un dĂ­a.

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X

Las palabras, movidas por el viento, cobijadas en los remotos puertos de las nubes, llovĂ­an a mi alrededor. Puse un caldero de cri al y se hicieron agua clara, que, derramada, fue en seguida agua viva, mezclada, en la torrentera, con la flor del agua. Cada alborada del seĂąor san Juan, alguien las recoge, ramilletes, poemas, algunos torpes, deslucidos, pero todos hechos de hermosas palabras.


XI

Dèjame mi rincón, pero no vengas aquí, a mitad de mi bosque, no me digas que exi es, permite que e é lejos, sin noticias tuyas, como si no exi ieras. Sé feliz, pero no me cuentes, ni lo que tienes ni lo que sabes, dèjame que no me entere de tus privilegios. Comprende, que si no, tendré inevitablemente, envidia, te odiaré, y no quiero. Olvídame en mi esquina del mundo, por favor,

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6 no trates de hacerme partícipe, de esa idea tuya de la felicidad. Permite que sea libre a mi modo, como los niños, los tontos, los poetas, que son dueños de cuanto abarca su asombro. Si tú pre eres morir bajo el peso de lo que tienes ahora mismo, y mañana más, no me cuentes nada, sé feliz tú solo, con los tuyos más íntimos. No me hables de tu hermoso jardín, murado, del lago que es tuyo para que se aburra la belleza de los cisnes y para mantener prisioneras las f lores más exóticas.

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6 Olvida que yo me entretengo contando las e rellas, y las nubes que pasan, que releo las mil y una noches, y las novelas de Agatha Chri ie y Dorothy L. Sayers, no me digas siquiera que habèis inventado la televisión.

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XII

–¿Qué haces? –Recorro el horizonte. Un horizonte debería ser terso, puro como las líneas geométricas, carentes, me dicen, de materia. Pero es, en cambio, como la vida misma, imprevisible. De pronto imagen, sueño, pequeña fra ura de la esencia de su re itud, mudada en sombra apenas, átomo del paisaje, y, sin embargo, puede que inmenso buque lleno de personas o de riquezas inimaginables. –Y eso, a tí ¿qué te importa? No me importa. Adivino que ocurre, y comprendo la inconsi ente vanidad de mis sueños, aprendo

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6 a conformarme con la hermosa aventura de vivir y mirar y apreciar las cosas que pasan.

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XIII

Quisiera ser el poeta capaz de hablar, escribir, decir sus versos, que no son mĂ­os nunca, son tuyos, pue o que los inspiras, decirlos sin pronunciar palabra, Âżte imaginas versos mĂĄs puros, hermosos, expresivos, que ni siquiera necesitasen la envoltura de la palabra, para decirte, sin decir, en pura esencia, todo lo que te quiero?


XIV

¿Qué es,

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dime, buen padre Dios lo que en realidad importa? Seguro que me e á conte ando. Si exi e y yo insi o en creerlo, quiere, sin duda, hablarme, me habla, soy yo, el que no entiendo. Pienso, que cualquier hombre, yo, por ejemplo, teme escuchar la inmensa, probablemente insoportable

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6 voz del buen padre Dios. Y El, por eso, nos habla con el ruido del agua viva, con el rumor del viento. Lo que pasa es que desde que fuimos expulsados, nadie recuerda por qué, del Paraíso, no hemos vuelto a ser capaces de atrevernos a tratar de entenderlo y vagamos por los caminos, preguntando, sordos de miedo a que un día cualquiera, nos conte e.


XV

–¿Qué haces? –Escucho –¡Si no hay ruido! Se ha olvidado, la gente, de escuchar cuando no hay más que la voz del río o del viento, o la inmensa voz de la mar. Se ha olvidado la gente de que el buen padre Dios, que no puede hablarnos porque el sonido de su voz nos mataría, apla aría, extinguiría, antes de nacer, nos dice con el eco de las cosas,

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6 de las fuerzas de la naturaleza, que es su aliento, cuanto quiere que sepamos. Se ha olvidado la gente, y ahora el eco de la voz del buen padre Dios es, como el horizonte de siseos, que rodea la soledad, nada mĂĄs que un recuerdo que trato de escuchar, ahora mismo, al borde del rĂ­o, que se lleva mi ansiedad en un reflejo que quiebra el agua viva, que es como un reverbero.


XVI

¿Se va cantando, el cantador, cuando muere? ¿Se va por el camino, cantando?, la chaqueta en el hombro, la voz trepando aire arriba, humo, tallo, talle, junco, mi bien amada llora. Dímelo pronto El cantador ¿canta, camino arriba? El aire siente un extraño vacío. Falta la canción que cantaba, de vuelta, al paso, como si viniera pensando en alta voz. Van, el mozo, el río, ambas voces juegan, se entrecruzan

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6 con el silencio viejo del camino, lleno de pasos que van y vienen, paralelos al rumor que hace la espuma en el agua, borracha de atardecida, melancolĂ­a, no algias. El mozo y el eco, alternativos, lo dicen: ÂĄdesde Covadonga a Luarca, no hay moza como la mĂ­a! Cuando pasa, se va, tal vez muere con la tarde, sobre el sendero, como un vagabundo muerto, arropado de luz de luna, queda dormido el silencio.


XV II

Alegría, la alegría es un pequeño pàjaro, que apenas asoma en los claros perdidos de lo más profundo del bosque de vivir. La alegría es una avecilla, apenas una gota de color, un revuelo apresurado de alas. a veces, nadie sabe cuándo ni por qué, se posa en el hombre de sus elegidos, su aleteo se convierte y transforma en un soliloquio, algo así como el sonido de un cascabel de plata, un cascabel con dos o tres escrupulillos de plata na

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6 y le va contando hermosas leyendas que nadie sabía aún. Alegría, la alegría es como un sarpullido, que cosquillea por debajo de cada sonrisa. La alegría es como el recuerdo de un verano feliz de cuando éramos niños.


XV III

Amagüe us, olor a humo,

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le vendimia, la matanza, es el otoño encantador, pero también el horrible carraspear, toser, desesperarse, de los viejos, heridos, de sùbito, por el frío, el primer catarro, la gripe. Ocre, siena, morado del brezo, que se esconde, como un lobato primerizo entre los carbayos, enganchado en las càdavas, que miran jamente con esas flores amarillointenso. Ya no hay misa primera, la del alba a que acudían, bisbiseando ya, las beatas

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6 –mantilla y saya negra, gris en la mirada turbia, de las cataratas-, ya no hay casi misa, cierran a cal y canto las iglesias de los pueblos para que no roben las cabezas rubias de los ángeles, las monedas sueltas de los cepillos, el silencio solitario, que se pasea como un viejo sacri án irascible por la girola, el olor a al incienso del microbotafumeiro inerte del rincón del altar mayor, en que guiña, temblorosa, insi ente, como una llamada en morse, la lamparilla del sagrario. Es, sin duda, el otoño.


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Atardece, tatuando en el antebrazo de e a mitad de invierno, a contrasol, la silueta de la tierra que se aúpa para alzar como ofrenda una casita recién pintada, nùbil, a que rodea el malva del ocaso con un ribete de oro viejo y plata. La casa es el sacri cio telúrico ofrecido en vano por el alma del día. Alza sus único ojo, ciclópeo, cazae rellas, que acechan al lucero vespertino; las atrapa, mirándolas jo como un reptil al pàjaro asu ado.

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6 ¿Qué hace su dueño con tantas e rellas? ¿les sorbe tal vez el brillo, y las deja, por la mañana, bien temprano, en la playa, entre las que ahogó, durante la noche, la mar? Por la mañana, cuando nace el día, busca frenético, deslumbrante, enloquecido, el sol, a sus hermanas (¿tal vez hijas?). Me deslumbra, al reflejarse en la indiferencia del cri al, su inconmensurable dolor trascendido en luz, como una hermosa, inconsolable elegía.


XX

Ay, que en el corazón nunca se apaga del todo el fuego de un amor. Por más que sea un amor de verano y el río se lo lleve cuando se acaba. Dirasme adiós, al paso del ùltimo requinto, cuando tiren el ùltimo volador. Darasme el ùltimo beso, en la esquina de tu calle y yo te daré una flor.

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6 Tará a punto de enterrase nue ra pasión, que iba a ser, como diji e y te dije, eterna. Mira lo que duró, ahora que te fui e, y ya no tien remedio nue ra sola soledad. Mira lo que a mí me pasa, que me toco y no me siento, que me miro y no hay nadie en el espejo. No se lo que es, pero pienso que es probable que ni se cómo ni cuando, hayamos muerto.


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BOND

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No eras para e a casa, llega e, el primer día, de paso, cachorrillo entre hermanas, con tu antifaz y aquella mirada de perro enfadado. Te llevaron, rechazaron, volvi e y eras un niño, entre ancianos, con Caco para colmo, dándote órdenes. Te co ó trabajo que te entendiéramos, todo ternura, avidez de cariño, nada más que un aparte, de vez en cuando, tuvi e que meter a Caco en cintura para hacerte un sitio en la butaca del despacho, aprender de leyes, escuchar, atento, las vicisitudes absurdas de los dolientes humanos.

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6 Cuando faltó tu amigo, el jefe, Caco, te hici e cada vez más sabio, más paciente, comprensivo y feliz, de hacernos felices a los demás con tu entrega. Por n te hici e viejo, y poco a poco, viejo, tri e y enfermo. Dejas un recuerdo lleno de lágrimas, al irte a descansar, tembloroso, al paraíso de los perros, en cualquier rincón, que seguro que ba a a aquella bondad tuya de niño pequeño.


XX II

Cada día queda un poco menos para que sea mañana, ¿has pensado alguna vez que habrá un día sin mañana? El tejido vital, eso que pasa, el tiempo parece siempre el mismo, inta o, ha a es posible que sea eterno. Y sin embargo, para cada uno, para ti, para mí, para el amor incluso, se rompe, interrumpe. Ibamos cantando, felices a lo largo del camino de la tarde, y el espacio de mañana, es, sin que lo sepamos, un agujero negro, insondable,

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6 en que la materia se funde y convierte en otra vida nueva, diferente de que tú y yo no formamos parte porque e aremos absortos, tal vez deslumbrados por la verdad de las cosas. Iremos, territorio desconocido arriba –pero no habrá arriba ni abajo-, iremos, durante… ¡no habrá tiempo alrededor! E aremos… ¿dónde?, ju o mañana, de no sé qué hoy, donde se acaban el tiempo y el espacio y encenderá el amor, por n la hoguera inacabable, que arde donde no hay nada pero e ará ya todo, en el de nitivo equilibrio de las contradicciones.


XX III

Cascabeles de plata, niebla, olor de nube, agua pulverizada en el aire de la mañana. Juega la hiedra a trepar sin ir a ninguna parte, pone, aquí y allá una flor, para ti. Pasas sin mirarlas siquiera aunque las mueva la brisa y se esfuercen por acariciarte con su olor. Tú no quieres a nadie, ¿para què? si te queremos todos el agua, el aire, cada nube que pasa, yo.

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XX IV

Claros clarines, decía Rubén Darío, el entusia a. Buena falta nos hacen entusia as, signos de admiración, endecasìlabos radiantes. El mundo e á –asimismo lo podría decir Rubén Darío-, evidentemente tri e. ¿Qué tiene el mundo?, es probable que nada, que e o que nos pasa sea exclusivamente cosa de la horda de gañanes que somos y e amos tri es. Nosotros, no el mundo. Ahora no suenan los claros clarines, sino las vuvucelas, trompetas de juguete, elementales, para celebrar la gloria –sic transit gloriadel fútbol.

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6 Nosotros, uno por uno, y todos a la vez, que la tri eza es cosa de hombres, como el entusiasmo, pero, sobre todo, como el amor.

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XX V

Cuando recorres las viejas fotografías, te preguntas ¿por qué pasó el ayer si era tan agradable, todos e àbamos, bien se ve en cada fotografía, sonrientes y había alrededor un día radiante? Cuando recorres las viejas, las más viejas de las fotografías, te preguntas si en alguna parte, tal vez en el hermoso país de los sueños, quedará sombra siquiera de algunos o de todos nosotros, cuantos allí e uvimos, y quién sabe si e amos todavía.

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6 Tal vez si fuésemos capaces de regresar al mismo sitio, colocarnos exa amente donde e uvimos, e aríamos de nuevo allí, recobraríamos las palabras y los pensamientos de aquel glorioso día. Tendríamos que ponernos todos de acuerdo, que no falte nadie…, pero es ju o ahora cuando me doy cuenta de que a algunos los mantiene secue rados la vieja Dama del Alba, y de nuevo me cubre la no algia como el sonido de una gaita, como el viento que corre las tonas por allí arriba, como la niebla cue a veces cubre

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6 todos aquellos lugares tgual que un olvido. Paso la página, escondo, así, a la vez una furtiva lágrima y mi vieja fotografía.


XX VI

Cuando todo haya dejado de ser como era es probable que te hayas hecho viejo. Fingirán, cuando hablas como antes, una cortés atención. Mira è e –se diránes curioso lo que opina. Debe ser cosa de alguna locura, que confunde e e mundo con otro, de sus sueños, que le han sorbido el seso sus le uras del tiempo de Marica aña. Y si, por malaventura, vives demasiado tiempo aún, procurarán dejarte abandonado, en la solana, no vayas a coger frío y dar más lata, para que cuentes las nubes que pasan, te confundan las noches y los días, la soledad y el silencio.

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6 No tendrás más compañía que la del buen padre Dios, inimaginable, y tus recuerdos, que llegará un momento en que no sepas si fueron, de verdad, algún día como te los cuenta tu envejecida memoria o ni siquiera fueron más que vagos anhelos de juventud, humo de aquellos hermosos proye os que tuvi e para ir sobreviviendo ha a ahora mismo, cuando ya has perdido, tal vez para siempre y que e o sea la eternidad, la noción de aquella mentira que llamaban tiempo.


XX VII

Deja, mi amor, que te diga dónde me quiero morir hoy que pre ero vivir refugiado entre tus brazos. Dèjame que me enamore del olor de tus palabras, de su sabor, del dolor de saber que he de perderte. No me digas que tu amor será eterno, que ya sé que su eternidad no dura más de lo que dura un beso. Quiero morir en A urias, un atardecer cualquiera, llorando la mar, olor de lejanías inciertas.

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6 Quiero morir de tu ausencia, abrazado a los recuerdos que escribes en mi memoria con cada ge o que haces, cada palabra que dices, cada caricia que niegas a la sed con que te anhelo cada vez que echo de menos ha a el miedo de perderte con que e a tarde te quiero. Quiero morir en A urias, en un valle sin caminos, dormido bajo la niebla, cantando un mirlo muy cerca a moras y madreselvas de su escondite secreto. Quiero morir a la hora del Angelus de la tarde,

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6 y que confunda mis huellas con sus campanas de plata, el oleaje de la mar, cuando las vaya borrando. No quiero que me recuerdes, para no hacerte llorar.

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XX VIII

Dejad la memoria quieta, mientras no se puri que y decante del re o de aquel odio que ahora mismo no podríais comprender. Dejad que la memoria se vaya haciendo columna de humo limpio, que suba re a hacia el cielo azul del tiempo nuevo, del futuro. Esperad, para recordar, a que la brasa ùltima se apague, mirad que el fuego quema, inexorable, que es la ceniza, su impalpable polvo lo que puede servir para hacer del futuro ánfora de vida.

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6 Lo importante ahora es que vosotros vivàis. Dejadnos a los muertos con nue ros fantasmas, el rencor, que es maldición que no os atañe. Vosotros salvaos de e a pesadilla que llevamos en la piel, de e a cicatriz del alma, que duele a cada cambio de tiempo o de e ación. Hacedme caso. No vais a lograr, si removèis lo huesos cansados de escepticismos, huellas de aquel horrendo fracaso, más que escribir otro pròlogo del Apocalipsis.

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XX IX

Desde e a soledad de la mañana que se anuncia con espuma de luz, siento latir bajo mis pies la tierra, oigo ruido de e rellas que pasan, con la mar, allá lejos, e remecido hoy de viento, es como si aún sonara, mientras decide el sol si echar una mirada, inventar los colores, el eco de la voz de el buen padre Dios acabando su obra de crearnos, precisamente aquí, en e a esquina indecisa del amanecer, y de toda la inmensa multitud que todavía duerme, no se si habrá alguien más no se si todavía o ya despierto que comparta conmigo el inmenso dolor de e a hermosa esperanza de vivir.


XX X

EL ABUELO DICE QUE EL HA SIDO SIEMPRE PETER PAN ¿Y SI LO FUERA? Habla en verso, es poetisa, como huele una flor, porque es así y no podría ser otra cosa. Desde ahora mismo, desde niña, que te habla y mira, al mismo tiempo, vigila la nube que pasa. Vuela mientras le dices que los números sirven para contar o que los pàjaros han vuelto de la cueva del invierno. Ella sabe de palabras,

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6 de cosas, de pàjaros, que nosotros ignoramos. Nosotros vivimos en un mundo donde casi todo puede tocarse, ser palpado, mirado, escuchado, ngido por los sentidos, Catalina, en cambio e á donde no llegan siquiera nue ras pretensiones de entender, nue ras eternas preguntas. Catalina sabe que las vacas no vuelan porque no tienen alas, pero tal vez… ¿por qué no ha de ser cierto que como yo le cuento se reúnan las hadas a sus cosas, ju o bajo el limonero del jardín?

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6 Catalina sabe que esas cosas

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del ratoncito pérez, tal vez hayan sido inventadas por el tonto del lugar que se creyó golondrina, pero y si el ratoncito quisiera volver e a noche, que, mira, papá, se me mueve e e colmillo y puede que el ratón… Catalina, el chocolate y los sueños se embarcan a menudo, a la hora de la salida del sol, en un barco de papel, que además tiene alas. Catalina sabe el idioma de las cochinillas, del gato, de la perrita de agua de la abuela. Lo que pasa que no les habla

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6 para que no se tomen con anzas, se le lleven las mascotas, los ca illos, los piratas del capitan Gar o o a Peter Pan que el abuelo le ha dicho que es èl y tal vez… si no e uviese tan gordo, si no fuera calvo, si no se durmiera cuando se le habla, y aún así ¿quién dice que no lo sea?


XX XI

El cielo, e a mañana, ha hechizado el agua de la mar. Por eso, ahora tiene su color, que nadie sabe quien pintó antes en el cielo, porque el cielo, dicen los sabios que tampoco lo tiene. Si acercas las mentiras –¿los hechizos?de todos los colores tendrás el arco iris. Si los dejas fundirse en uno solo, tendrás la luz ¿quiere eso decir algo?

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El día de nacer no hay nada que avise a nadie de lo que e á pasando. Nacer es cosa de mi madre y mía. Llevamos nueve meses hablando, acariciándote, yo, madre, a ti, por dentro, tú a mi, lo sé, como un ciego palpa y conoce, mi cabeza, las manos, el sexo. Nadie sabe como nosotros que hoy es el día más importante que vamos a compartir, è e y el de morir uno de los dos, tú o yo, sin habernos dicho todavía las palabras todas con que nazco, con que me esperas.

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6 ¿Qué pasa,

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a dónde fueron todas aquellas palabras que tendría que haberte dicho y que dejàbamos de un día para otro, ha a no tener ya más que e e silencio con que uno vive ahora cuando el otro e á muerto.


XX XIII

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JUGANDO CON EL DICCIONARIO Para mi buen amigo José Antonio, con singular afe o

El pipirigallo y la pipirijaina, un pipiolo y su pipiripao, pre ero poner ponchos de vicuña al sol, a secar, entre las flores de pipirigallo, mientras la pipirijaina hace propaganda de su función de e a noche, cuando se ponga el sol en el lugar. Iré, entre tanto, con el pipiolo a hartarnos en su pipiripao. E ás pipiliciego, me dicen, cuando e és piponcho, mejor te entretienes tocando el piporro o la pipiritaña.


XX XIV

En la plaza mayor, a la hora de la sie a, cuarenta grados al sol, pleno verano, como es natural, no hay nadie, más que la bandada de gorriones y el bando de palomas. La encargada del quiosco de periódicos duerme con la cabeza apoyada en el antebrazo y la melena, rubia, desparramada. Si miras, sin embargo con cierta atención porque e án hechos de luz de luna, reflejos de agua, niebla, tal vez espuma, verás cómo se escurren, entre los soportales, los ángeles cu odios de la gente dormida a e a hora, desmadejada, tal vez muerta,

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6 en los mechinales de la antigua, gloriosa ciudad amurallada. Los ángeles no tienen cuerpo ni calor. Son como pensamientos entresoñados. Ha a el punto de que sea posible que lo entrevi o en la plaza mayor sean volutas de humo del asador, cuyos hornos se e án apagando a e a hora sin vida de la tarde que un grupo de turi as con piel alango ada aprovecha para visitar, oh, ah, la parte vieja de los blasones y los nidos de cigüeña, y los pasos perdidos, seguidos por sus sombras y sus ecos, que asu an a los ángeles cu odios de la antigua ciudad señorial, todos, aún, dormidos.


XX XV

En medio de la noche,

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despierto, me abruma un torbellino de pensamientos luminosos, confusos, a la vez, que han roto las cadenas del insomnio. Ese tremendo mon ruosa contra gura de un ser indescriptible por la belleza de su horror. Ahora vaga, habitación arriba y abajo, eh, tú –me dice, y me señala con su dedo índice de cepa de viñedo-, eh, despierta, miserable –me llama, me siento, soy miserable dentro de los ojos con que me mira el insomnio, ¿o es tal vez el sueño e e delirio onírico que me recobra para la adolescencia?-,

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6 de repente, soy de nuevo yo, a mis años turbios. Creo que no dejamos de ser nunca los que fuimos, ni siquiera ahora mismo, cuando la serenidad de haber vivido recompone aquellos sueños, recuerdos ahora mismo, que no se si tengo, sueño o miro ya desde el otro lado del espejo.


XX XVI

Enfermiza madurez, la del otoño, niños pàlidos, ojerosos, en la escuela que huele a tiza y a sudor. Un anciano, tal vez èl, el otoño mismo, vende ca añas, dice que asadas y calientes, embarcadas en cucuruchos de papel de periódico, en la esquina donde se arremolinan las hojas secas de los plátanos. Dèjame, le digo, que me mire en tus ojos. No hay tiempo –me respondepara cursilerías. Vamos a ese portal mismo, acabemos de una vez, que tengo otra cita con otro viejo verde, pa entre los tamujos de Gabriel y Galán, donde sigue sin haber nunca naide.

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XX XV II

¿A mí qué más me da? Yo soy poeta. O pobre, o vagabundo, o el tonto del pueblo, o aquel a quien diagno icaron, los muy soberbios, una incurable locura. Como si ser cualquier cosa, como no sea ángel, fantasma o muerto, librase del peligro de que cuando se excita la multitud, enardecida por cualquier iluminado, nos arra re ha a el altar más próximo para ofrecer el sacri cio de turno.

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6 Hacen falta chivos expiatorios, vĂ­ imas que propicien la buena voluntad de los revolucionarios. Los revolucionarios son los dioses, antropomĂłr cos, sedientos de sangre como todos los dioses mendaces, idolatrados durante una hi oria de e e peregrino cruel que llevamos dentro, como una sombra interior, una pesadilla, un horrible sueĂąo algunos de nosotros.

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XX XV III

Era negra, terciada de tamaño, llevaba el nombre tatuado Underwood y las teclas todas, tenían un reborde metàlico y el techo de cri al. a través del techo se veía lo que e aban pensando, es decir, el nombre de cada letra, incluso las menos frecuentes como la uve doble o la ka. Unas teclas especiales soñaban paréntesis, comas, admiraciones la ce con cedilla y otras zarandajas. Las teclas, aprendí en seguida, no saben pensar palabras completas. Ni siquiera decir aquello de que mamá me ama o paloma que sirven para aprender a leer.

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6 No me acuerdo de haber aprendido nunca, y con las teclas de la vieja Underwood inventé poco a poco las palabras. Ella sí sabía, las tenía todas, las palabras, digo, desmenuzadas en las teclas blancas. Me contó, una tras otra las mil mejores poesías y las más tri es y las más jocosas leyendas del mundo. Fue mi Sherezade, ha a que un día, por sorpresa, durante la noche de mi tri eza hermana, se fue a ver mundo y aún no ha vuelto, tal vez, e é en otro país u otra ciudad con ando a otro niño sus secretos.

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XX XIX 78

AQUELLA GENERACION Decidme, si alguien lo sabe, cuál es la fecha de una generación, si la de su nacimiento, la de su sentido común, la de su mayoría de edad, la de su plenitud o la de su muerte, pero en ese caso ¿cuando muere una generación? ¿cuando mueren sus mejores? ¿cuando sus ilusiones han ardido ha a convertirse en cenizas? ¿cuando envejecen y pueden contarlo sus supervivientes?

Éramos como fantasmas, delgados, sucios, ágiles. Los mayores no tenían tiempo de acordarse de nosotros. Nos cuidaban abuelos, tíos, muchachas de servir recién bajadas de las brañas. Nosotros jugamos a la guerra con los moros del tabor que habían venido a morir y murieron, a la entrada de Oviedo. Nos daban balas, nos pasaban piojos, nos decían no sé qué, en su idioma sin esquinas.

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6 Recorríamos las caleyas, nos colgàbamos de la ladera del monte y hacíamos a pedrada limpia, nue ra imitaciones de la guerra. Tuvimos fusiles, ametralladoras y cañones de madera, cascos de cartón, soldaditos de plomo, mucho antes que libros, lecciones o consejos. Aprendimos el mapa de la Patria, escrìbase Patria con mayúscula de respeto, en aquèl que tenía el abuelo en la rebotica, pinchado de banderas unidas con un cordón azul. había dos pedazos de Patria, como el yin y el yang, uno a cada lado del cordoncillo azul que unía, como un lindero, como una línea de separación, como una frontera,

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6 y a la vez separaba dos trozos de Patria. El cordoncillo azul marcaba las bocas de las andanas de cañones, de ametralladoras, de fusiles de verdad, de los que no hablan, cuando hablan, rugen, crepitan, más que palabras de muerte. ¿Qué pasa? –preguntàbamos-. Nadie se paraba a conte arnos, decirnos, explicarnos. Pero algo nos había dejado en primera línea del viento, abandonados a nue ro capricho, a la imaginación desbocada de los niños.

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6 Mañana –nos decíamos unos a otros-

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tendremos que ir a esa guerra. Nue ro futuro, nue ro mundo, lo que quedaba del mundo era la guerra que nos esperaba, el lugar marcado por el cordoncillo azul, que cada día iba moviéndose un poco, e remeciéndose, llamándonos, como una danzarina, a la danza macabra de que pocas, pero alguna vez, volvían, por un momento nue ro hermanos mayores, nue ros padres, barbudos y cansados, cargados de piojos, hambrientos, con los ojos muertos y las manos, en cambio, temblorosas, llenas de la ternura de cada caricia. Un día, cuando ya habían muerto los mejores, casi todos héroes,

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6 los más valientes y entusia as del conf li o, nos dijeron que había llegado, e allado, escribió mucho después Gironella, la paz. Había que e renar pupitre, ingresar en el In ituto, las escaseces y el silencio, mientras los avisados inventaban un modo de hacerse ricos que llamaron con el divertido nombre de e raperlo. El abuelo puso una bandera tapando el mapa, levanté una esquina y no había ni al leres ni banderitas ni cordoncillo azul. Abuelo… –Mejor no preguntes, me dijo, ahora todo son piedras y ceniza y malos recuerdos, si se pregunta o se mira atrás. Ahora e á amaneciendo, no hay más posibilidad

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6 de vivir, que mirar al futuro, aprender una palabra provisional, que es sobrevivir. Y sobrevivimos y e alló otra guerra, y nos preguntamos de nuevo, sobrecogidos, adolescentes, si tendríamos que ir, pero no. Nue ra guerra fue otra, ir recomponiendo, e udiando a trancas y barrancas los libros permitidos y a hurtadillas los prohibidos. Haciéndonos nue ra propia idea del mundo, de la sociedad, de las cosas. Me niego a contar el nal de la hi oria. Sòlo os diré que ahora, los niños aquellos, somos, no sé si los más o los menos afortunados, pienso que los más, por haber sobrevivido a pesar de todo,

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6 unos o ogenarios que echamos nue ras cuentas desde el lindero de, una tras otra todas las peores guerras –por ahora las peoresde la hi oria del la humanidad sobre la tierra y no nos salen, no encontramos, por más que rebuscamos una y otra vez, con la tenacidad y la paciencia insi ente de los necios. dónde e á el error, dónde hubo un camino, una trocha, una vereda que deberíamos haber tomado para encontrar la tierra prometida que busca cada generación, todas, me atrevo a suponer, con la mejor voluntad, desde hace tanto tiempo, a co a de tanto esfuerzo, cansancio, sudor, y quiero creer y creo que amor.


XL

Eres la única palabra que sé decir en silencio. Eres mi amor, el sueño ahora imposible, de volver a soñarte, de inventar de nuevo tu presencia como el nacer de un día impredecible, tal vez primero o ùltimo. Eres aquel amor que te decía, sin decir nada, sin saber de ti, sin conocerte cada vez que pasabas por la calle donde no e aba yo ni e aba nadie. Porque no hay calles, donde el amor ni hay nadie que lo entienda cuando es amor de veras, e e fuego implacable, e a sed insaciable de echar agua en el desierto para encender la sombra de sonrisa en que consi e una flor sin nombre todavía.

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XLI

Formo un ramo de recuerdos, ahora, en la soledad de la e ancia cerrada, luz arti cial, ordenador, preguntas y respue as del nuevo catecismo que ahora se llama internet. Llueve afuera, hace sol, quien sabe por donde va hoy, versátil, la primavera. Aquí, en la semipenumbra, en el cono de luz que ahuyenta, ha a cierto punto, los miedos ululantes. Dime, tú lo sabes, ¿es el miedo lo que mata?

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6 La jauría inventada por Lowecraft, o, no sé, sin inventar aún, como hizo García Lorca, que vió “un horizonte de perros” ladrar “más allá del río”. E os, de Tíndalos, aùllan, todavía lejos, todavía más allá del horizonte, por donde vienen, gemelas, la no algia morena y la esperanza rubia, la luz amati a y la primera luz que enciende la flor del agua, sujetándolos.

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XL II

Gominolas en un vaso de cri al, gominolas de colores, dame una gominola, le digo, a la bellísima italiana, veneciana, una gominola, quiero, de Murano, como tu aliento veneciano, que huele a nardos. ¿Cómo huelen los nardos? –me preguntas-, a tu cuerpo, tu pelo, tus manos cuando revolotean a mi alrededor y me explicas el éxodo veneciano. Tráeme, llévame contigo –me insi es-, lejos del agua.

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6 Tú no serías tú, ni yo un turi a deslumbrado. Seríamos un hombre y una mujer, de errados de Shangry-la.

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XL III

Gotean los versos lentamente como palabras secas, ga adas por el amor durante la amanecida del tiempo que viene. Todavía no nació la madre que ha de parir el futuro y por eso es otoño con e a desesperanza. Dime, mi querida, ¿sabes tú quiénes somos? ¿a dónde vamos? Me dice la muerte, dulcemente, al oído, acariciándome con sus labios fríos: morirás sin saber.


XL IV

Guardad silencio para que sea posible escuchar lo que vale la pena, el ruido del agua, el paso del viento sobre la hoja que, azorada, tiembla bajo su caricia, la primera escala del mirlo e a maĂąana de abril. Los gritos confunden. Nada mĂĄs el silencio puede traer de nuevo la paz. Escuchad todos el eco de esa voz que ordena el Universo, evita el choque de un planeta con otro, que se caiga e a noche la Luna entre sus reflejos temblorosos del pozo.

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6 Ay, madre, que e oy volviéndome loco, e oy no sé si enamorado o enfermo de vida nueva, que es como una muerte repentina, me proye a hacia la luz. ¿Es è a, ay, madre, la luz que esperàbamos? Callad, para que escuche el goteo de luz de luna sobre el nido, aún vacío de abril. Repiquetean los martillazos de los gnomos ciegos que ya e án fabricando, aplicados como viejos orfebres que son, esmeraldas verdes, pepitas de oro y pétalos de rosa.

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6 Hay una pequeñísima araña colgada de la nada del aire, el corro de las niñas, arcaicas del colegio de monjas de la esquina por donde se pone el sol, canta un viejo romance de amores y de muerte. Ay, madre, ¿sabes tú si amanecerá mañana?

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XL V

Hablar por hablar, qué pena, qué desperdicio de hermosas palabras ga adas en contar naderías, contarle a uno las desdichas del otro, en muchísimo secreto, prometer algo para siempre o que no haremos nunca no sé qué. Somos gente, nada más, en un camino, debemos aceptarlo, decir, como mucho: te quiero, e a eternidad de e e momento, que es lo mismo que decir te querré siempre. No hay más siempre que ahora mismo ni más nunca, a todo más, podrás, podremos, con el poeta prometer que seremos “ceniza enamorada”, un día.

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6 El recuerdo que dejaré en ti, será, como todos los recuerdos, ceniza de sí mismo, el amor lo pondrás tú a cambio del que hoy te tengo.

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XL VI

Habrá, en el plan de la creación, previ a una especie para su ituirnos. El buen padre Dios ganó experiencia, al crearnos y tener, en seguida, que redimirnos de nue ras culpas. La otra especie, que espera su turno, será, es posible, tan avisada que su hembra básica no comerá del árbol. ¿O se repetirá, cada vez, la misma hi oria, cualquiera que sea la gura de los protagoni as? Tal vez, cualquiera que sea la especie a que el buen padre Dios conceda el privilegio

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6 de saber que e á viva,

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el precio de ese conocimiento será, como una planta parásita, la posibilidad de embarrar su luz. Tal vez seamos un campo de batalla. Cada uno de nosotros un inconmensurable campo de batalla, un alambique, donde todo lo creado tiene que convertirse en doloroso esfuerzo para irnos convirtiendo en gotas de algo transparente para que la luz, en su día, nos atraviese y pueda remansar en la quietud de su esencia.


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XL VII

Hagamos de la tarde, de e a tarde una fortaleza, con su torre, las almenas, foso y puente levadizo, ya inútiles, lo sé desde que inventa eis la artillería, las bombas cada vez más de ru ivas y por n las de nitivas bombas nucleares y químicas, capaces de acabar con la vida. Hagamos, sin embargo, una fortaleza, un belén de guritas de barro, inermes como nosotros. Nadie podrá derrotarnos. Matarnos sí, sin duda, pero ya sabemos que morir no es lo peor que puede pasarle a una persona, a veces. Y, caso de morir, o e arán todos nue ros viejos parientes y amigos esperando

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6 o no habría nadie, y entonces

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¿qué más daría? Hagamos una fortaleza para nue ra fe, ese baluarte indispensable para la esperanza que es indispensable, a su vez, para el amor. Sin amor no habría nada. Tendrían razón los sesudos lósofos nihili as, los desesperados, esos peces frígidos que para entendernos llamamos escépticos. No tendría sentido haber creado la maravilla inconmensurable del Universo, habernos con ruido de modo tan minucioso, con tan evidente ternura, a la gente, haber imaginado y encendido la luz indescriptible de la vida,

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6 si no hubiese alguna razón, de momento inexplicable, que ju i que e ar con ruyendo ahora mismo e a fortaleza de piedra, madera, cartón, papel de plata, guritas de barro, ilusiones, razón de cantar villancicos, con las panderetas y las zambombas. Hagamos e a tarde, por muy agobiados, cansados, doloridos, humillados, que e emos los viejos atrabiliarios, olvidadizos, dejados en el rincón, por muy ocupados, atolondrados, desorientados, angu iados que e èis los jóvenes con e a preocupación de las atroces crisis y sus miserias, por mucho que a los más jóvenes y a los niños os tienten a volver entre las cuatro esquinas de la pantalla,

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6 de la consola, del juego de rol, de la aventura ùltima, intera uable y gloriosa. Os pido una pausa para poner el belén, sacar las viejas panderetas, las ca añuelas, la zambomba, el tambor y que cantemos juntos, desa nando, como siempre, cualquier villancico de los más repetidos, de los más ingenuos. Os recuerdo que e a noche nace Dios, el autor de todo, nue ro único de ino posible, la única razón de ser. Si e uviera equivocado, si os engañara sin querer,

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6 podèis e ar completamente seguros de que nada ni nadie valdría la pena. En cambio, si acierto, si es verdad ¿dónde podríamos e ar más seguros e a noche, que en Belén, que alrededor de nue ro belén, de encontrar por n el principio de la explicación de todo?


XL VIII

Hay siempre al borde del camino pedruscos sueltos, que, levanto y se arremolinan inse os de todos los colores, a veces, una vìbora irritada o una desconcertada salamandra. Hay siempre, al borde del camino rincones escondidos, llenos de vida, que mi curiosidad, altera, descompone. Hormigueros, que, por pura diversión, excito. Grillos, que, solo por recordar la niñez, interrumpo en su incansable propósito de abrir las cremalleras del ocaso, los refugios secretos del viento.

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6 Ya en casa, me arrepiento de haber sido un mi erioso, horrible mon ruo de ru or de la placidez de la exi encia de tantas criaturas mucho mĂĄs inocentes que yo, tal vez incapaces de culpa, que e oy seguro que ninguna me guarda, sin embargo, el mĂĄs mĂ­nimo rencor. Hay siempre, al borde del camino de la vida, rincones y refugios de lo incomprensible que es la vida misma.


XL IX

Hay un silencio hecho de e atuas rotas y piedras caídas, polvo de grandeza flota en el aire, nge ser niebla, apaga los ùltimos rayos de sol del imperio. Nos habían dicho a los niños, los torturados niños de ambos bandos en guerra, que teníamos el secreto, lo guardàbamos –oro en paño- soterrado para una nueva, sorprendente generación futura, que iba a nacer del gigantesco útero del recuerdo de todas las guerras, la nue ra y las ajenas.

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6 ¡Como si hubiese guerras ajenas! Nosotros, los niños, por arte de birlibirloque, maleducados, redimidos por la ignorancia y la crueldad, desenterraríamos un día el tesoro para bien del mundo. Hay un silencio, por sí mismo aterrador. Como si e uviésemos realmente a punto de hallar, de encontrarnos con la materia oscura, descubrir no sabe nadie qué mi erios, que encierra, que oculta, que amenazan el equilibrio del conocimiento. Un silencio que humea de los principios

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6 quemados en la hoguera de la hipocresía sutil que nos envolvía con su humo acre a los tri es harapientos culturales niños de la tremenda posguerra que ha sido para la humanidad el siglo XX de todas las barbaries. ¡Qué más n del mundo que è e paisaje de ruina, ausencia, miedo, soledad y dolor por que vagamos la gente como sombras en busca de la luz de la esperanza, del alba que aún, contra toda esperanza, tenazmente, soñamos!

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L

Hay una boda en la capilla más antigua de la vieja catedral. La catedral no es gótica del todo, no es completamente románica. Es una catedral que tardó tanto en acabarse que les salió indecisa a unos canteros sorprendidos. Ahora, siglo ya XXI, e á vacía, digo mal, en sus e ancias, capillas, girola, el aire e á impregnado de incienso, de tri eza, miedo antiguo y una luz mortecina,

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6 temblorosa, del color del fuego dèbil, la fe semiescondida bajo los asientos de madera bruùida. La catedral, sin querer, a fuerza de no algia que vaga sola por sus naves, entri ece, implacable, la boda. La novia siente posarse un escalofrío en su espalda, el novio se ha quedado ausente, pensativo.

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LI

Hay una familia de gorriones en el patio de casa, le llamamos jardín porque es un amasijo de f lores, hay un limonero, que da sombra, calas y lirios, chorros de geranios, enredadera. La única que se resi e la buganvilla, que toma el pelo a la jardinera. La jardinera, gorro de paja, delantal blanco, manga de regar, hormigas, el saco del abono, se acerca, le habla, le dice piropos, ella nge cada verano dos docenas de f lores, pàlidas como muchachas anémicas, que se mecen, con la brisa. Hoy anidaron los gorriones, se zampan el alpi e, me miran con esos perdigones negrobrillantes que tienen por ojos.

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6 Desconfían. Y tal vez hagan bien porque la perra nueva los mantiene bajo vigilancia, gruñe bajito, se agacha a veces para saltar, luego desi e, pero yo no me aría, si fuese gorrión, demasiado. Me ocultaría, como ellos, entre las hortensias, enormes, sorprendentemente azules o inmaculadamente blancas. Pasa, de vez en cuando el mirlo, pero el mirlo, ese gran señor encopetado, no se trata con humildes gorriones, ni con poetas trasnochados como yo.

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LII

Hay una hora mágica, cada mañana, cuando allá arriba graznan las gaviotas veleras, ho iles, siempre amenazadoras bajo esa horrible belleza carroñera de su impoluto plumaje, condenadas a llevar el pico el e igma rojo de la sangre, pero, ju o a e a hora, ángeles cu odios de la no algia del viento del norte, recaderas del viento, vigías del horizonte. Hay una hora en que, recién nacidos, vagamos los humanos, en busca de noticias, con la inquietud latiéndonos en el pecho de que no haya amanecido en el re o del mundo. Abrimos el periódico, olor a tinta fresca, letras ensangrentadas por el ùltimo

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6 crimen

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pasional: “¡o mía o de naide! “, otro coche bomba, más suicidas. Sin duda, hoy también, en el re o del mundo la humanidad sigue, enamorada, naciendo, desenfrenada, presa del desamor, escéptica, debatiéndose, ju o en el umbral donde la sombra y la luz se equilibran y flota en el aire olor a muerte y a vida, a la vez. Una hora mágica, de amanecer, gaviotas veleras y una garza sola, en medio del río, señalando con el pico nadie sabe qué.


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LIII

Imagina en silencio tu sueño, viejo imbécil, que no quieres entender aún que la realidad es un sueño fru rado, un pàjaro detenido en su vuelo, caído, tal vez muerto. Imagina tu sueño y será tuyo, cada personaje, al menos de momento, dirá y hará lo que digas, lo que tú quieras que haga. Vive e a tarde la e a como si su víspera, cuando todo es posible, aún, se hubiera hecho, por una vez, realidad.

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6 Imagina la vida, viejo imbécil, fracasado soñador, proye o, hecho pedazos de papel, polícromos, que se lleva el viento, ngiendo, con ellos, durante un glorioso in ante, la alegría.

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LIV

La cocina de la abuela, piñas y carbón, guiso cocinado a dulces, planchas, almidón y ventana a la calleja. María o Leonor, las viejas cocineras de mandil y moño, contaban a los niños cuentos de un miedo atroz. La cocina de la abuela, cobre para mermeladas, sin cardenillo, anís de guindas, ca añas

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6 y manzanas en las baldas de los armarios de la ropa blanca. Ahora, en otoño, la cocina de la abuela, a partir de las ocho en punto de la tarde, se llenaba de ánimas del purgatorio. ¡Niño, cuántas veces y cómo te he de decir que a partir de las ocho, no barras, que por el suelo se arra ran las ánimas! La cocina de la abuela, donde la vieja María quemaba el arroz con leche con una plancha.

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LV

La muerte es vieja como una tía abuela del siglo XIX. Cuando te haces mayor, viejo, anciano cada vez más decrépito, se vi e de niña faldicorta (para que la mires) y te propone jugar a los juegos de las niñas de entonces: el escondite, la gallina ciega la oca. Ella juega con ventaja –tú eres viejo y miope, te mueves con torpeza, vacilas-. Ella deja que te cojas, pienso que le gu a, a su cintura grácil. Cada vez que te equivocas, hace un quiebro,

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6 se ríe, como loca y te nge otro modo de morir. La muerte es juguetona, Lolita, más golfa todavía que la de Nabokov. Viejo verde, me dice, anda, bésame en la boca. No caigas, como yo, en la tentación. Te besa con la de Yorick y te propone enloquecer con ella de amor.

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LVI

La nube que pasa, perezosa, con aspe o de per l, sombra blanca de un ro ro peregrino, esa nube que va haciendo el camino de Santiago, e á hecha de ceniza de árbol. Era frondoso, e aba en lo más profundo, en el centro mismo del bosque de la ladera. Anidaban en èl centenares de pàjaros. Cantaban todas las mañanas. Y èl, que era muy alto, prodigioso, miraba siempre con no algia la carretera lejana, el camino de los peregrinos del apò ol Santiago.

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6 Incendiaron, una noche, el monte, rugieron las llamas, volaron los pàjaros asu ados, huyeron los corzos y el oso, el bùho y las lagartijas. La hormigas no, las hormigas se convirtieron, antes de morir, en mínimas luciérnagas enloquecidas. El árbol se hizo columna de humo con la que un ángel, que pasaba se entretuvo en hacer una nube. Ahora el árbol, ceniza, pero nube sigue el camino de los peregrinos del apò ol Santiago.

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6 Dicen que, a veces, de atardecida la han vi o detenerse sobre los cruceros de las encrucijadas, como si dudase y que la han vi o llorar gotas de rocĂ­o, con forma de recuerdos, sobre las madreselvas en flor.


LV II

La playa, primavera, e á vacía, la mar hambrienta, hay una e rellamar dormida al hilo del agua quieta. Apenas puede soportar el peso del reverbero del sol, que la alisa, mantiene la espuma en flor, convertida en rayas de luz, como palabras, que, en el fondo, mueve el agua. ¿Dónde e ás, que aún no veo la silueta de cara, el per l de tus hombros, tus rodillas?

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6 Eres, sin remedio ni duda, ya, mi amor de e e verano, cuando no tendrĂŠ amor..


LV III

La turbia torrentera que arra ra la multitud invisible, aherrojada, cautiva en el seno del agua. No da tiempo a pensar, con e a lluvia inacabable de palabras vacías, chubascos de palabras sin sentido, gritos. Caos viviente, muerte y vida entremezcladas, en e e desasosiego del agua. Todos vamos con lo que fue, en lo que fue, en lo que es ahora río. “Nue ras vidas son los ríos”… ¿o es la mar lo que es vida?.

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LIX

La vejez, como el vino añejo, debe tomarse a sorbos reposados, no sea que o se atragante o me emborrache con la sùbita luz que contiene en el fondo de su tri eza. La vejez es un ámbito donde sòlo los más fuertes sobreviven y los dèbiles poco a poco, se encogen, a medida que cada día, con cada nuevo dolor inesperado, un fallo de las rodillas, una caída, ese ahogo inesperado, el recuerdo de otro día radiante de cuando la otra vida de joven vivimos en cada lugar, mueren una, dos, cientos de veces, ha a amedrentarse con la sola mención de algo tan natural,

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6 ju o, necesario, como es la muerte. La vejez es un privilegio más que nos concede el buen padre Dios, como nos permitió vivir, sin ningún merecimiento nue ro que lo ju i que. La vejez es un tiempo para soñar, imaginar, esa otra vida que é a nos permite con su inconmensurable belleza, taraceada de sufrimiento, equilibrada de dolor como una deslumbrante paradoja. La vejez es el umbral de lo desconocido.

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LX

Las hortensias, siempre has tenido mano con las f lores, aún, después de muertas, tienen esa belleza melancòlica de ser recuerdos de sí mismas. Se van mutando ha a daguerrotipos de aquella exhuberancia del verano. Se miran, de vez en cuando, en el espejo. En las hortensias del salón, se apoyan los ojos cansados, mis ojos de anciano le or, que ahora se cansa a pie de página y necesita respirar un poco, digerir lentamente el ideario

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6 de los personajes, del autor. A veces de un joven lรณsofo que se aventura a pensar. Las hortensias son como un regazo maternal, amable, un sosiego. Que e รกn muertas y tal vez no lo saben, como esas e rellas lejanas, cuya luz nos llega: SOS de luz, cuando ellas ya no e รกn tampoco.

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LXI

Los niños de diciembre son niños de frío y canela, nacen y los arrebujan en los trapos antiguos del bautizo de la abuela. Los niños de diciembre son niños de agua y granizo. Lloran como gime el viento, sonríen flores de nieve. Los niños, de diciembre, salvo e e Niño, que nadie sabe de dónde vino.

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6 Nos hemos pue o a cantar y nos sale un villancico, que es diciembre, que e á helada el agua viva del río. Vamos, el perro y yo, muy de mañana, a comprar noticias. Mira, hay hielo en los charcos, la luna mengua o crece, no sé, en el agua quieta, sorprendida. Revuelo de pàjaros y pajarracos, las gaviotas abajo, alborotadas. Arriba, haciendo volutas, in nitos e orninos.

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LX II

Mar azul, de za ro y espuma, dime, madre, ¿cómo es posible que no me trajeras, me enseñaras a mirar cada día la mar? ¿por qué no veníamos a mirarla, cuando tú eras madre reciente y yo niño que no sabía hablar? Casi lo entiendo, temías que me enamorase de las olas que vienen y van.


LX III

Me refugio, algunas tardes, en un libro de versos siempre inédito todavía. Es como irse al cenador del jardín que no tendré nunca, pero ¿quién no ha vi o alguna película donde había un cenador, en lo más profundo del jardín descuidado como una no algia? Desde entonces –¿quién podía e ar a tu lado o al mío durante aquella película, aquella comedia, aquella tarde, el amor imposible, ngidamente eterno de unos protagoni as, que, provisionalmente, somos siempre los espe adores?-, desde entonces, tengo ese cenador y ese jardín, a donde voy con mi moleskine y un lápiz, mi goma de borrar y mis sueños.

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6 Me refugio, saco, del laberinto de internet ruido de pàjaros, pirateo la música elemental de una caja de música y puedo escribir, si tú te empeñas, los versos más cursis y acaramelados, con lágrimas en los ojos por el aquèl tal vez de la arterioesclerosis. Qué más da, e oy aquí, en la sola soledad, la más egoì a soledad del blog, digo el cenador, la música tintinea como una cascada de f lores enganchada en los hierros, colgante de la lámpara que no funciona, inútil como un río desbordado, como la fuerza de una hermosa, e ruendosa cascada de colores.


LX IV

Mis palabras, cenizas, hoy, de sueños, que un día soñé, cuando aún no sabía soñar, y pensaba que la vida era la búsqueda del archipièlago, la isla, la cueva, por n, del tesoro del pirata olvidado. Mis palabras, más hermosas. Ahora, que el camino de vivir me ha enseñado tanto sobre el amor y la muerte: que vivir consi e en irse quemando, entregando, humo por n, al vacío inmenso del cielo. Palabras, cometas de colores, todavía sujetas al hilo del in into de vivir.

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6 Que, poco a poco siento que se convierte en anhelo de libertad, de vuelo, de decir, como Ăšltima palabra del camino de toda una vida, que te quiero.


LX V

No podríais ya sujetar e a fragilidad en que consi o, tejida de tantos recuerdos que ya ni sé, yo mismo, en qué consi en, cuàles son ciertos y cuàles son ngidos, leídos en páginas escritas por todos esos que se apretujan a mi alrededor, me persiguen, pese a ser desconocidos autores de libros amigos. No podríais, ni siquiera yo puedo poner trabas ni freno al desafuero de la imaginación que se me escapa, buscando otra ilusión o perdida por los caminos del miedo. Miedo a morir, a veces, pero otras miedo a seguir viviendo.

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LX VI

No puedes exterminar a los malos, tenemos que aprender a convivir con ellos, compartir con ellos el pan y la sal. TĂş y yo somos, potencialmente por lo menos, tan malos como el peor, y, potencialmente por lo menos, tan buenos como el mejor de la clase, de la pandilla, de la villa, del lugar. Todos, manoteando en la cuna, ciegos y torpes, clarividentes como niĂąos

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6 lo merecemos todo, y sin embargo, todavía no merecemos nada, es poco probable que lleguemos en realidad a merecer nada de cuanto nos e á de inado, del privilegio mismo de vivir. Creo que deberíamos intentar hacer, con insi encia, lo poco que sabemos: sonreír, regalar las palabras oportunas, perdonar siempre y aceptar la muerte y el olvido con naturalidad, tras de haber dado gracias al buen padre Dios por habernos permitido ser, e ar tener la hermosa y remota posibilidad de aprender a amar con la generosidad del pàjaro y de la f lor, a pesar de las di cultades que ponen la razón, la codicia y el miedo.

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6 Dudo mucho que seamos capaces, dudo que lo sea yo, por lo menos.


LX VII

No te olvides de poner el cazamariposas en la esquina del jardín, bueno del patio (no tenemos jardín), donde te he dicho en secreto que pasan las hadas al atardecer. No te olvides de ponerlo por más que se rían los enciclopedi as y los escépticos, tu y yo sabemos que pasan. Y si no son las hadas, serán ángeles disfrazados, por miedo del rechazo de los hombres de mala voluntad.

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6 Los ángeles son fuertes, yo lo sé y tú lo sabes, pero tienen prohibido enfrentarse a la gente. Deben pedir la limosna de que con emos en ellos. Por eso podríamos cogerlos con el cazamariposas, –y si no serán hadas y tendrán varitas mágicas-, aunque no sean más, al n y al cabo, que diminutos pàjaros silve res, para, sean lo que sean, poner con la extraordinaria delicadeza de que sòlo tú eres capaz un beso en lo más suave de sus alas, antes de dejarlos, en seguida, de nuevo

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6 en su gloriosa,

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radiante libertad de repartir belleza y alegrĂ­a a manos llenas, todo a los largo y lo anche de e e mundo absurdo, anochecido de tri ezas.


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LX VIII

Noche de Reyes. Cabalga mi olvidada ilusión, sobre la joroba del dromedario más alto. Suenan las e rellas, escucho su cadencia, acorde con el paso de mi cabalgadura, que me mece aprovechando el son. Noche de Reyes. Formo parte del larguísimo cortejo, que llega desde un horizonte ha a el otro, se desparrama por la llanura del insomnio de los niños. Cierra, cierra los ojos, mi vida, mi alegría, niño. E ate, hecho una bola de inquietud bajo el aluvión, el centón de deseos polícromos:

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6 la consola, el CP, los videojuegos,

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el GPS… Los niños, como tú ya no quieren soldaditos de plomo, ni un aro, ni el mecano, ni el parchís con la oca por detrás para hacer el camino del señor Santiago. Los niños, ahora ya no son niños. No tienen padre ni madre. Sòlo un perrito, que les ladra al llegar del cole: ¡aquí no hay nadie! Noche de Reyes. Los Reyes se han dormido a la puerta del inmenso ca illo que había y se derrumba, en las afueras del pueblo. Duermen el niño que no tiene padres, y, a los pies de la cama, el perrito. que no lo despierte, por favor, que no le ladre.


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LX IX

Pasa hoy el viento con prisa, apenas da tiempo a escuchar el mensaje que con tanta prisa lleva a nadie sabe dónde. O a lo mejor hay alguien que sabe adonde lleva, cada día, su carta de amor, o un recado tri e, o la reclamación de una deuda impagada, e a viento tenaz, implacable. Me quedo en la ventana, atento, pero nada, hoy ni dice poemas, ni cuenta cuentos del mundo feérico, hoy es un viento joven, primaveral, que alzaría las sayas de las mozas nùbiles si aún las llevaran, pero tiene que limitarse a jugar con sus piernas todavía frágiles, esbeltas.

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6 Todo es joven, hoy, menos mi escepticismo, que se hace mรกs hondo, me convierte la esperanza, aquella barca velera que fue, en roca anclada, inmรณvil, sombra de la espuma, rompeolas.

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LX X

Pasaba por tu calle, cuando niños, que ya te quería, dejando una mirada prendida en el alfèizar de tu ventana. Te dejaba palabras al azar, las que aprendía y mejor me sonaban, del viejo diccionario, al borde de la acera enfrente mismo del portal por el que tú saldrías. No tenía yo entonces dinero para flores, no sabia siquiera hacer caricias. Simplemente pasaba por tu calle y te quería.


LX XI

Pienso, no puedo dejar de hacerlo. Cuando yo no quiero, hay algo, dentro, que sigue pensando, sin remedio. Doy vueltas y más vueltas, sin querer, ha a que la desga o y se queda casi en rayo de luna, en humo, a la no algia de tu recuerdo. Pero si tú nos has sido nunca más que una ilusión imaginada, ¿cómo es que puedo recordarte, añorar la textura de tu piel, saber una por una tus palabras que sorbo enamorado?

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LX XII

Por delante de mi, va mi sueño, tropieza y me detengo sobresaltado aún por tu presencia, esa palabra inesperada que me dices y me turba, entri ece. No tenemos, te digo, más que al buen padre Dios, lo demás son cciones, como el tiempo, que no es nada, pero acaba abrumándonos de temor. Un día cualquiera, para el que hemos e ado ensayando (desde que nacimos, sonará, precisamente para cada uno de nosotros, para ti, para mí, el gran portazo, el verdadero Big Bang del alba.

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6 Y nue ros sueños y las palabras quedarán de nitivamente atrás, como si no se hubieran dicho ni se dejen de decir todas juntas, al (mismo tiempo, que ya no será tiempo, sino eternidad. Un mismo in ante y todos a la vez. Tal vez como un grito y a la vez el (sonido inacabable de la luz que no da sombra.

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LX XIII

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POR EL PRECIO DE UN RAMO DE ROSAS Sesenta y tres años son, sin contar bisie os, veintidós mil novecientos noventa y cinco días, es decir, quinientas cincuenta y un mil ochocientas ochenta horas de amor; unas, cierto, soñándote dormido, pero todas las otras soñando despierto modos de conservar tu sonrisa, o de encenderla, o de temer que se hubiera apagado para siempre. Más de medio millón de horas para aprender que olvidarme de mí

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6 es el único modo de amar que tiene sentido. Casi un cuarto de millón de días de lluvia, de calor, grises o radiantes, ha a llegar al umbral donde todo se va disolviendo en palabras y recuerdos, luego sòlo en palabras y por n en un expe ante silencio, que el amor aún llena de luz, todavía nada más y nada menos que luz de esperanza. (Luarca, , , )

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LX XIV

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Por las mañanas, en el kiosco de periódicos, intercambian opiniones sobre el tiempo que hace los jubilados de la bolsa del pan, el supermercado, la carne, –parece –dice el primeroque hará sol; –pre ero un día gris –comenta el más bajito-; –pues a mí –opina el más gordo y grande-, me da igual, porque pienso refugiarme en mi butaca, mi rincón, mis libros. Por las mañanas, en el kiosco de periódicos, se suele formar un curioso casinillo, una tertulia, sin discusiones, de lo más heterogéneo, capitaneada por ese señor malaspulgas a que siempre le parece mal todo. Hay que ver cómo opina, ponti ca, asegura que el mundo e á perdido

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6 desde que le falta su concurso. Nadie le hace caso, más que la divertida periodiquera, que le sigue la corriente, lo anima, –u ed sí que sabe –lo azuza-. Por las mañanas, en el kiosco de periódicos, hay también un revuelo de palomas y un curioso hombrecito que habla solo y opina respe o del e ado de los arriates del parque sin que nadie lo escuche, entre otras razones porque no se le entiende lo que masculla.

Por las mañanas, en el kiosco de periódicos, e á concentrada toda la vida del planeta, esperando la nueva, la desconcertante noticia que nadie sabe todavía.

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LX XV

Quisiera, cada vez, tener algo que darte, llevarte a comprar un juguete al bazar. Quisiera, cada vez, encender tu sonrisa ante algo inesperado, plantar en tu jardín un inmenso arriate de inesperadas flores, fuera de e ación. Quisiera, cada vez, borrarte para siempre, del desván, del abismo de tu memoria, cualquier posible tri eza. Quisiera, cada vez, saber decirte cuàl es el camino donde no hay desalientos, ni ob áculos.

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6 Pero me quedo pensando, de pronto, recuerdo que no hay más vida que la vida de cada uno y que la vida es sombra y luz, dolor que debe cada uno ir sorbiendo, sorbo a sorbo, paso a paso, ha a nadie sabe dónde, ha a nadie sabe cuándo, con la vida, el amor, doliéndote en el pecho, de esperanza. Quisiera, cada vez, contártelo, compartirlo, pero, en silencio, me limito a e ar contigo.

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LX XVI

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Rosarrojas y golondrinas, para la víspera del señor san Juan, que mañana será verano. Crezca el trèbol junto al agua y el àlamo bàilesela, el agua, al fuego. Preparadme una hoguera, que quiero saltar, saltarme, la noche breve, que precede al paso del señor san Juan. Viene descalzo, peregrino, sayal, bordón y camino,

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6 viene indeciso el señor san Juan. Madre, baja el dedo del sol, con el verano a cue as por el collado. Viene anunciando al señor san Juan. Escucho madre, escucho tu voz que me acerca el viento con la memoria de tu sonrisa, tu mano extendida. ¡Que más quisiera yo que llegar a cogerla!

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LX XV II

San Timoteo acabose, murió el amor, era amor de verano, que el río llevó. No vamos a olvidarlo, que el corazón nunca sana del todo de una pasión. Era amor para siempre, pero pasó, san Timoteo acabose, murió el amor. Enterramoslo juntos, tri es los dos, amu iaba el verano, poníase el sol. Amorín de verano, pensaba yo, no suele dejar marca ni desazón; san Timoteo acabose, murió el amor, no tendremos por eso ningún dolor. Con la ùltima sonrisa, diji e adiós, yo, con una caricia, dite una f lor, entre el son de un requinto y un volador, san Timoteo acabose, murió el amor.

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6 Dicen que en cierto rincĂłn de la romerĂ­a, nacen cada aĂąo, en ago o, dos florecinas silve res, cuando la e a se apaga, y que, al moverlas la brisa, es como si se besaran, cuando el Santo queda solo, cuando se guardan las gaitas.

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LX XV III

Sé, pero no puedo demo rar, que la eternidad cabe en la punta de un al ler. No necesita tiempo ni espacio, es la superposición, en e e in ante del recuerdo de ayer y la imagen de mañana. En la eternidad se extinguen, todos a la vez, los banqueros, los usureros, los ropavejeros y demás pàjaros carroñeros del tiempo, que todo lo corrompe convertido en dinero. El dinero no es más que eso: tiempo podrido, corrompido,

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6 amasado con sangre y con sudor, y con desesperanzas. La eternidad no continúa mañana, no empezó ayer, sino que hoy mismo es ya mañana y todavía ayer.

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LX XIX

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Sol, mirasol, girasol, lo mira todo, con sus ojos, ahora, de gacela, desde el umbral del lu ro de su adolescencia. ÂĄQue pena! tanto candor, mirando, mira que mira, el agua revuelta, el rĂ­o, que baja, incesante, del tiempo. En el fondo de los ojos de Sol, hay un rayo de sol, que se rezaga, de la niĂąez.

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6 Sol aún tiene la mirada pendiente de sus muñecas, de las hadas, pero, si te jas… Hay que ver como ayuda, ser viejo, a ver con claridad, Cuánto tiempo hay, cuando nadie te empuja, que ya los otros ni te ven y si te tiran y apartan, no es por desdén, sino porque no te ven. Si te jas, cada vez, se le acentúa, en el modo de mirar, esa gota de tri eza. Ese anuncio del afán por descubrir

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6 la respue a de las primeras preguntas. Se da cuenta, poco a poco de las mi eriosas cosas en que consi e vivir. Mira como el cantil se hace arena y la mar espuma para encontrarse, con la primera luz, la flor del agua de la alborada. Ahora Sol no me pregunta por qué hay niebla en el valle o si sigue la princesa guardada por el dragón más allá de la verja del jardín. La puerta, ahora,

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6 de casa, cierra un adentro y un fuera. Ya no es el límite del mundo. Pasan nubes y pàjaros y cosas más allá de su límite. La madre la mira, mira, sus propios recuerdos, comprende la ereza de las hembras de cada especie, cuando vigilan tanto depredador como amenaza que el león, el antìlope o cualquiera de sus cachorros se convierta en trofeo, alimento del primer depredador, Ahora Sol,

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6 ahora todas las niñas de e e mundo atroz, sienten un escalofrío y no saben por qué. Es que la luna de e a primavera e á a punto de hacerlas mujeres. El abuelo, que ahora tiene tanto tiempo para irlo mirando todo con tanto detenimiento, con sus ojos cansados, desde el balcón de la solana, parece que no ve, pero, en silencio, desgrana a la vez rosarios y letanías de inquietudes y recuerdos.


LX XX

Son vocaciones de poetas, yacen en ambas márgenes del camino de cada peregrino que pasa. Me han dicho ayer que –ignoro si tú lo sabíashay tantos caminos como peregrinos. Cada poeta, los inspirados, los que la ignoran, los fru rados, los imposibles, todos tuvieron su vocación llena de vida, de ilusión, de ternuras inéditas. Las vocaciones fru radas por la razón que sea, e án, son mar leños esqueletos blancos,

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6 pelados, erosionados, en ambas mårgenes de cada camino y cada peregrino les recita una e rofa, les deja el eco de cada uno de sus pasos, deja sobre su albor, sobre el ampo blanquísimo de su desesperanza consumada, muda, una piadosa, misericordiosa gota de sudor, tal vez como una caricia, tal vez como una palabra, tal vez como el vago presagio del temor, que es como un cansancio vespertino, de no llegar èl tampoco.


LX XXI

–Te voy a contar –me dijouna hi oria. –Espero que sea una hermosa hi oria. –Todas lo son –me respondió riéndose-. En todas hay un hombre y una mujer, por lo menos, que se quieren y desquieren, se odian y se olvidan. Pero imagínate que e e hombre y e a mujer de mi hi oria, tuviesen una segunda oportunidad de conocerse, quererse y desquererse, etcétera. –Sabes que volvería todo a ser igual. –Claro. –¿Entonces?

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6 –Porque volvería a ser, una y otra vez, una hermosa hi oria y volvería a emocionarte, sonreirías, tal vez llorases… –¿Y? –No acabarás de entender que en eso puede también consi ir el privilegio de la vida y fuera, alrededor, la inmensidad del universo seguirá e ando equilibrada y nadie sabrá cómo ni por qué, tal vez un juego, un enigma, o Alguien que cuenta, incansable, una hi oria de amor.


LX XX II

Tengo la máquina de pensar llena de basura y cenizas. Días como hoy lo mejor sería e arse callado, pero ¿quién cierra el paso al río de las palabras? Podría desbordarse su caudal desmesurado siempre. ¿Quién puede medir, limitar, recortar esas palabras que salen a borbotones de la boca cuando me ciega cualquier sentimiento? E á mi lengua, como esos perrillos temblorosos, a la puerta, esperando que le abra, que abra la boca, para salir corriendo, diciendo.

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6 Por eso, me repito, lo mejor es callar. Tente, no digas, Román, e ate como el bùho, en silencio, mirando, atravesando, la noche con ojos de bùho, de besugo, como si no supieras, como el pàjaro, como el pez, no supieras hablar. Pero hay días, como hoy, que e oy ciego hacia fuera, que no veo más que la esquina más tri e de mi alma gris, niebla.


LX XX III

Tengo, como la madra ra de Blanca Nieves un cri al, casi espejo, transparente. Le pregunto, cada mañana, ¿en qué consi e, cómo es me puedes describir la belleza? El se nieva de miedo y empaña, luego aclara el reflejo, me mira y dice: ella es la más hermosa. Desde el fondo. como un reflejo de la luz más brillante, flor del agua y temblor, palabra y humo de perfume de rosa, e e mi amor.

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6 ¡Es la novia que tuve, la que tengo, la que el día que muera irá conmigo en lo que me quede de corazón!


LX XX IV

Tenía el nombre verdemar, no lo recuerdo, es cierto, pero veo su color, e oy, de pronto, hoy, otra vez, ahogado de amor en su fondo, ¿amor?, ¿un deseo irrefrenable de respirarlo, de hundirme en lo más insondable de su mi erio? Un nombre verdemar oscuro, ¿o era, al respirar, su efluvio, la pura esencia de su olor a belleza? ¿Era un nombre? ¿un olor?,

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6 Âżera ella algo mĂĄs que mi imaginaciĂłn desbordada, riada incontenible, sin de ino, de amor?


LX XX V

Tiendo la mano para tocar tu cuerpo, que no e á, y, de nuevo, envejezco, ahora en un solo in ante como si nunca hubiera sido ayer y un largo espacio de soledad no fuera sino el tiempo de cuando no lo había y ambos fuimos sòlo proye o, luego fallido por aquella torpeza adolescente. Era todavía y te buscaba ya, necesitado, es ya y cuando todo hubiera debido ocurrir, extiendo mi mano y es pasado, lo que debió haber sido

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6 y no fue nunca futuro. ¿Dónde suicidamos, cuándo, la traye oria de una vida imposible? ¿Dónde quedó, cuándo, ensimismado, nue ro sueño? Tiendo la mano, y de nuevo me engañan el recuerdo de la imaginación de tu gura, y el de la inminencia de tu voz. Dime, por lo menos, será nue ro secreto, que todo podría haber sido.


LX XX VI

Todo lo que había e ado lleno de sueños lo inundó el sol del verano, el sol del verano es un desesperado que viene huyendo del otro lado casi, del universo. Devora, si te descuidas, tus más íntimos pensamientos y los reduce a ruido de la mar, El sol del verano es como el fondo de una inmensa caracola. Suena azul y verdemar como una moza morena. Es un peligro, el sol del verano,

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LX XX VII

–Trota mi caballo –¡Si no tienes caballo! –Bueno ¿Y qué? Trota el caballo que no tengo. –Pero ¿cómo va a trotar…? –Cuando yo te lo digo, es que trota, ¿no lo ves? tiene las crines de plata, cuando blanco, con el alba, pero de noche, que es negro, las tiene de azabache. –¡Mira que eres tonto! –No. Lo que tienes tú es envidia de que yo tenga un caballo, de que pueda, si quiero, salir a trotar, y si quiero más todavía,

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6 a galopar, cuando aparece la luz del alba por encima, amati a, del collado. Envidia de que vaya por encima de la mar, mezclĂĄndome con las olas del norde e, con las e rellas caĂ­das, con las lĂĄgrimas de sol y de luna que componen el agua de la mar cuando se mezclan con la espuma para dar largos besos a la orilla de la playa.

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LX XX VIII

Tú no sabes cuántas veces paseamos el bulevar de la inmensa ciudad, cuando no había nadie, descontando todos aquellos millones de desconocidos, más que tú y yo. Que nunca me atrevía a decir tus palabras, cuando más a encender tu sonrisa cuando yo te decía mis más expresivas palabras de un amor eterno, como todos. No sabes que me mirabas cuando yo te miraba en silencio. Sabe Dios dónde e abas en el prodigioso, inexi ente, dicen los lósofos, mundo de la realidad.

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6 Tú no sabes, cualquiera que sea tu mundo que yo te traje, en mis sueños a è e. ¿O sí lo sabes y eres tú, durante tus horas de soledad la que me llevas a tu mundo y yo el que yerro cuando pienso que no exi es, no puedes ser más que una ilusión, una cción que imaginé e a tarde?

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LX XX IX

Tuve el alma de vidrio, se quebró la mañana de mi primera comunión. ¿Quién era yo, aquel niño, miserable? Desde entonces, tengo, desparramada por dentro, el agua. ¿Quién eres? ¿Dónde vas? ¿Qué llevas? No lleva, el pàjaro en el aire, más que el recuerdo de su trino primaveral, la huella re ilínea de su voluntad, ¿in into?, de llegar, ¿a dónde van los pàjaros que vuelan?

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6 ¿A dónde los hombres cuya alma e á rota, y llevan su agua viva derramada, sucia? Ya no recuerdo cómo era. ¡Quién pudiera regresar a la madre misma, al in ante anterior, al hecho inexorable de nacer, con tantas de niciones ya pesando sobre el libre albedrío! ¡Quién pudiera a ese mundo de que vengo tal vez, donde tal vez podría escribirme otra hi oria, olvidarla y nacer con el alma prisionera de la libertad!

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XC

Ba aría decir es Navidad y e aría todo dicho. La mitad del mi erio consi e en que Dios, hijo, uno con el Padre y el Espíritu, e é naciendo, haya nacido e a noche –nadie sabe cuándo fue e a noche, cuándo e á siendo, e á naciendo-, yo pre ero siempre pensar que porque Dios quiso nacer, sentir lo mismo que nosotros, saber nue ras innumerables posibilidades y limitaciones y necesidades: la capacidad de esperanza, la capacidad de fe,

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6 y, sobre todo, la capacidad de amor y de dolor y, por consiguiente, de odio inju i cable. Dios, a través de su hijo, muy amado (parido por María, Dios te salve, María, porque e ás llena de gracia, y lo e arás de amor y de dolor y habrás ju i cado las in intivas diosas de la tierra, de la fecundidad, que adoraron las gentes de todas las edades humanas, a través de la Luna, a través de Isis, la diosa del sol, a través de Hera. Dios te salve, María, sobre todo, Madre),

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6 Dios quiso y permitió sufrir, hecho carne doliente, la inju icia, el desamor, una de las versiones más atroces de la muerte, acompañada de todas las agravantes imaginables, premeditación, alevosia, no urnidad, cuadrilla, y, sobre todo, inju icia. Por eso mi villancico es tri e, mientras el de los santos, como aquel inolvidable amigo que tuve, que cada año pintaba el Nacimiento, cada año escribía su villancico más naïf y repetía que un Niño nos ha nacido, aleluya, aleluya,

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6 aleluya, es un villancico rebosante de alegría, expresión incomparable de alegría, la del agua clara, el agua viva, que atraviesa los montes sin dejar de cantar. Por eso mi villancico e á lleno de esperanza, Dios, que es su hijo y nace, e a noche, conoce todas las limitaciones, todo el peso, toda la grotesca soberbia, la ridícula limitación que disfraza la dignidad humana de Román, pero eso le cue a la muerte, la mitad oscura del mayor mi erio. La otra mitad es que Dios, a través de su hijo, tras de conocernos, sentirnos,

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6 haber sido uno de nosotros, rati ca, refrenda, proclama, con un gran grito, que resucitaremos, por mucho que nos cue e entenderlo. Resucitaremos y será un día de nitivamente radiante, porque Dios nos quiere tanto, que tras de descubrirnos e ar en nosotros, ser uno de nosotros, reitera que nos tuvo siempre de inada la luz, e a luz, que se encienda cada año con la conmemoración de la Navidad, la noche en que Dios abrió los ojos, nue ros ojos, sintió el peso de nue ra humanidad,

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6 experimentó todas nue ras miserias y a pesar de todo, sonrió, con ado, en brazos de nue ra Madre, que, desde aquèl, es decir, desde e e día, no ha dejado de interceder, son como Tú, hijo mío sigue amándolos como ves, como sientes que son. La noche e uvo, tal vez por eso, llena de luces y de ángeles, recorrida de pa ores. de niños, que aún hoy piden el aguinaldo desde todas las esquinas de los mundos olvidados, de magos que venían del Oriente milenario y lejano con un puñado de oro, un puñado de incienso y un puñado de mirra.

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6 La noche e uvo rasgada de gallos cantando, y la alborada puso en cada río del mundo la flor del agua. La noche, por una vez, no fue noche, sino Nochebuena. E a noche –repite desde entonces, como una vieja caja de música, el soniquete del villancico, es Nochebuena y mañana, Navidad. ¡Dame la bota, María, que me voy a emborrachar!


XCI

Vamos a poner el belén,

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dèjame que te ayude con los caballetes y los tableros, el papel, corcho, serrín y musgo, ácido bórico. Un espejo para ngir el río de las lavanderas. Muy arriba, en el vericueto más alto, el ca illo de Herodes. Por delante viene, haciendo curvas imposibles, el camino de los reyes magos, que no pondremos todavía. Un monte más acá, colgado del techo, sobre la hoguera rodeada de pa ores, el ángel, que tiene un ala, la izquierda, un poco rota, de aquel año que se cayó, no sé si recuerdas. La hilera de casitas de cartón que pintamos cuando… mejor no recordar,

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6 y el camino, por delante, por donde vienen, con sus paquetes, sus zambombas, y sus panderetas, uno con un cordero, incluso, los pa ores, que se acercan al portal. El portal e á escachifollado de tanto poner y quitar, se advierte precario, casi miserable, con goteras, hendijas y es posible que nidos de ratones. Ya sabes que al pobre san José, le royeron, lo dice el villancico, lo dice la leyenda, los calzones. La santa Virgen, que me encanta soñar como una virgen románica, con el Niño en el cuello, mirándola,

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6 con los ojos jos en los ojos jos

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de la Madre incrédula –las madres no son capaces nunca de creer, desde el primer momento, que han sido capaces de traer vida al mundo, cómplices direcas del buen Padre Dios, al hacerlo-. San José, que se apoya, con los calzones íntegros todavía, e a primera noche, en su cayado. Los animales, cerca, mirando, dando calor a la escena, entrecortada de luz, mezcla de luz de luna y luz de ángeles. Un Niño, el Niño, la gura central, manoteando, ya dije que mirando a la madre que lo mira.

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6 El Niño, en el centro del mundo, voluntario, explorador, aprisionado ya por nue ra misma carne mortal, dispue o a sentir nue ra carne, con todo lo que e o trae consigo, de sufrimiento, debilidad, desasosiego, tentación de abandonar, dejarlo todo, resignarse. El Niño, que ya sabe todo lo que va a ocurrir, y lo aceptó, de antemano, para nacer, a pesar de todo, morir, sin tener por qué, sin ley, ju icia ni razón.

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6 Sin más motivo que el del amor. cómo no va a decir el clásico, “no me tienes que dar porque te quiera”, si me quisi e, si me quieres tanto, que ahora mismo soy incapaz de entenderlo, de entenderte, de saber por qué me has dado a mí e e privilegio de vivir y e ar poniendo ahora las ovejitas, las gallinas, el pozo, desparramando el ácido bórico, mientras el recuerdo de mi madre canta: que en el portal de Belén, hay un nido de ratones, y al pobre san José le royeron los calzones. –¿Por qué lloras, abuelo? –De alegría, mi amor.

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6 –¿Pero se llora también de alegría? –La alegría, mi vida, es la otra orilla de la tri eza. Y en e e mundo hay que vivirlas ambas a la vez, no sabré nunca explicarte por qué. Ese Niño –ella también lo miraes el único que tiene las respue as.


XC II

Y yo fui y te dije: ¡càllate, carajo! Y te reías como si no fuese contigo lo de quererte y querer que te callases para poder darte un beso y que tú me lo dieras. Van espesos, como una bandada de e orninos, los besos que yo te quise dar, pero tú esquivas y me quedo en torpe, pirueta de payaso borracho, junto a tu boca de leche y de miel, de cerezos en flor y en fruto, de melón en pleno verano, resbalando por la barbilla, zumo,

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6 esperanza, nada. Me olvidaba, de tanto quererte, que tú –mira que es fácil de entenderno me querías. Hagamos el amor –diji e, muerta de risa-, pero el amor no se hace, o madura lenta, inexorablemente, como una hoguera, o no es nada más que un espasmo, de dolorosa agonía.


XC III

E àis seguros de que he de morir? ¡Si ni siquiera recuerdo haber nacido!

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XC IV

Borrachos de primavera, con regu o, todavía, del polen acuciándonos, el remolino, agua, fuego y viento. Nubes limpiando las miserias del día, la luz acampada en la corteza del árbol. Fue ayer, y e àbamos recién nacidos, a punto de morir, que siempre fue lo mismo: cada paso, una indecisión que ha de tomar alguien, otro, y sin embargo nos atañe: ser o no ser; ser así o de otra manera.

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6 Cada caricia o cada beso, un anticipo de lo desconocido, cada uno de nosotros, un reflejo dependiente de la luz.

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XC V

Dèjame mi rincón, pero no vengas aquí, a mitad de mi bosque, no me digas que exi es, permite que e és lejos, sin noticias tuyas, como si no exi ieras. Sé feliz, pero no me cuentes, ni lo que tienes ni lo que sabes, dèjame que no me entere de tus privlilegios. Comprende, que si no, tendré inevitablemente, envidida, te odiaré, y no quiero. Olvídame en mi esquina del mundo, por favor, no trates de hacerme partícipe, de esa idea tuya de la felicidad. Permite que se a libre a mí modo, como los niños,

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6 los tontos, los poetas, que son dueños de cuanto abarca su asombro. Si tú pre eres morir bajo el peso de lo que tienes ahora mismo, y mañana más, no me cuentes nada, sé feliz tú solo, con los tuyos más íntimos. No me hables de tu hermoso jardín, murado, del lago que es tuyo para que se aburra la belleza de los cisnes y para mantener prisioneras las flores más exóticas. Olvida que yo me entretengo contando las e rellas, y las nubes que pasan, que releo las mil y una noches, y las novelas de Agatha Chri ie y Dorothy L. Sayers, no me digas siquiera que habèis inventado la televisión.

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XC VI

Desgarbadas cigüeñas, tú lo fui e, casi niña aún, mujer reciente como un sueño sin concretar todavía, rumor de ojos, que pasan por entre las ramas del árbol, moviendo las hojas, diciendo, aún, que la vida podría ser como el pase habitual por el viejo jardín donde hace tan poco había el rincón de las hadas. Cigüeñas vigilantes desde la espadaña antigua, paralelo el pico a la veleta, con oscuro revoloteo de cornejas cuando suena la hora. Hora mala, durante que se alarga la sombra por la calle que “no es tu calle, sino una calle cualquiera”.

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6 Mi pensamiento. ¿Qué quieres que te diga? Creo que es un montón apelmazado de la esquina de la calle, las flores secas que cuelgan de la eja, las maderas cansadas de curvarse, hendirse, de los soportales de la plaza mayor. En la plaza, al lado de lo que fue picota y es ¿arrepentimiento? ¿no algia?, apoya un ángel las alas. Pasas con una sonrisa desplegada, ondeando a la brisa del ensueño. Siento, al verte una inmensa tri eza.

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XC VII

Dos palomas quietas, duras, temblorosas, tus pechos, amedrentadas entre la prisa desatada de mis manos; palabras de amor, que apago a besos; la boca enardecida, en que rebusco la leche y la miel del salmi a; una sarta de suspiros que me ahoga; el cobijo apasionado de la calidez de tus brazos, mutados ahora en caricias interminables, que me recorren, incendian, desmenuzan en rincones de inexplorado placer, al sentir la mi eriosa textura de nรกcar

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6 de tus piernas, que me aprisionan, arra ran hacia no acierto a saber si la muerte o la vida mismo, en el centro de su torbellino.

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XC VIII

EL CUPLÉ DE LA ABUELITA Ole catapún, catapún, pun, candela aquí el que corre, dicen que vuela. Corren los coches cada vez más, antes los paran los mandamás. Sople u ed la flauta del alcoholímetro póngase el chaleco ju o al milímetro, somos inocentes como mi abuela. Corra sin pasar de cien y sin pisar el arcén. Ahora que el mandar se acaba al a uto Rubalcaba seguro que da in rucciones a sus muchos batallones para que a los mas incautos les decomisen los autos.

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6 Ole catapún, catapún, catapún somos los muñecos de e e pim pam pum. Procurad e ar atentos porque como e án los tiempos de ceses y de portazos han de pegar rabotazos todos e os elementos, que, echados de sus sillones, rondarán como leones desenjaulados y hambrientos. No les pises los melones ni cometas la imprudencia de tentarles la paciencia o atente a las consecuencias. Ole catapún, catapún, pun, pun.

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6 San Timoteo te guarde, solía decir la abuela de político cesante que te coja por delante mientras se quita la espuela. Ole catapún, catapún, catapún, serás el muñeco de su pim pam pum.


XC IX

El que muere joven no envejece jamás en el recuerdo de nadie, es ya eternamente joven. El que muere joven conserva inta os los sueños de juventud. El que muere joven, es como una primavera sin verano, nunca llegará a oler a sudor ni a flor. El que muere joven no muere en realidad, se evapora como el rocío. Dicen que muere porque es un preferido por los dioses, que quieren tenerlo cerca pronto, antes de pierda la esencial inocencia de su hermosa juventud. Todo un ejército de jóvenes amedrentados asi e al entierro.

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6 ¿Cómo es posible…? ¡Si era joven aún! Todo un ejército de jóvenes mira con atención cómo entierran, encierran en la tierra, al joven muerto. No es posible –dicen- ayer e aba ahí, no es posible –añade una joven muy bella- ¡yo lo amaba!


C

El tiovivo del blog, que empuja, de un empellón, el sol, cada mañana con luz amati a del alba. Cuando atardece, el blog se inunda de no algias inesperadas. Luego gira, toda la noche, despacio, susurra con los mi eriosos, amedrentadores ruidos no urnos. De nuevo el alba, los cochecitos, la jirafa, los caballos de cartón polícromado y el elefante amarillobrillante. Escribo una falsilla de su lendel, cuento e a tremenda hi oria banal de cada hombre que resumo.

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CI

Envidio, ahora, con la vejez a cue as, como un hatillo de menudencias pendientes, vue ras piernas ágiles, ese aire decidido con que cruzàis la calle, trepàis, escaleras arriba, inalcanzables. Me acuerdo cuando yo tampoco daba importancia a correr a través de la plaza llena de turi as y de palomas. Tú tienes esas piernas, yo mis recuerdos. Ambos podemos correr juntos a través de la plaza entre el revuelo airado de turi as

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6 y de palomas, bajo el mismo sol, con la misma alegrĂ­a esperanzada, aunque no podamos ya nunca jamĂĄs ir cogidos de la mano.

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CII

E a que a u ed, quienquiera que sea, seguramente le parece que es una mecedora, en realidad no lo es, y para todos los que aún sabemos un poco de magia, e á claro que es un caballo. E e caballo, negro por más señas, se llama Hatatatila, que en el idioma de los apaches mescaleros, quiere decir Rayo, y es un caballo que su abuelito regaló a Sol Suárez Alonso-Buenaposada para que sea suyo para siempre. U ed, cuando no e é Sol, su dueña, la dueña absoluta de e e hermoso caballo, o cuando Sol se lo permita expresa y explícitamente, puede usarlo como si fuese una mecedora, pero, si Sol lo pide, ¡inmediatamente!

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6 hay que dejar a su disposición e e caballo, porque e e caballo es propiedad de Sol, que se lo ha regalado su abuelito, a quien se lo regaló Old Shatterand, aventurero del Oe e americano, a quien se lo había regalado Winnetou, ilu re caudillo de los apaches mescaleros. Es un caballo negrobrillante, veloz como un rayo, valiente como un león, fuerte como un elefante y taimado como un viejo codrilócolo. Es un caballo que se llama Hatatitla, que en el idioma de los apaches mescaleros quiere decir Rayo. Su dueña absoluta es Sol Suárez Alonso-Buenaposada, y si ella no le da permiso expreso y explícito, ni siquiera el rey de España lo puede usar.

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CIII

He de ir soñando, dolorido y solo, para vivir de veras e a vida incomprensible, hecha de esperanza ilusión, fuerza aparente y, de pronto, fracaso. ¿Por què? ¿qué explicación tiene el dolor que tan pronto me aflige como se transforma en olvido, parece no haber exi ido nunca, lo envuelve el tiempo, que no exi e y sin embargo es la medida de todo cuanto ocurre: redacor del futuro, memoria y desmemoria, hueco por donde la vida misma, e e energía, se escapa en mi reloj de arena, mi centro llevándoseme todo cuanto amo?


CIV

La absurda

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fealdad de esa persona inexpresiva, incapaz de dar pena cuando me cruzo con ella sin verla, Esa mujer que se advierte en seguida que nadie ha mirado nunca con admiración, ni con deseo siquiera. a fealdad de una gente que hace tiempo, se quiso conformar con e ar sola, sin lograrlo, con no contar a nadie que no le pasa nada, ni espera que le pase jamás. Es como si no hubiera vivido más acá de la niñez, cuando todos los niños de su clase e án convertidos en gente por lo menos vulgar.

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6 Gente que los demás ven, de la que hablan los periódicos. Entra en el despacho, me explica a grandes rasgos, que me acuso de haber escuchado sin oír, semidi raído, ha a que me encarga de demandar a Dios. Quiere denunciarle, exigirle responsabilidad. Yo, me explica como antecedente, no le pedí que me crease. Fue El, quien me trajo a e e mundo a ver, sin poder remediarlo, cómo vivían los demás, sin una oportunidad siquiera para que alguien me asesinara, me hiriese ha a hacerme sentir que yo también, e aba viva.

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6 Me debe horas y horas de alegrĂ­a, de dolor, de sentirme persona como todos los demĂĄs. Me debe el amor de hija, de mujer y de madre. Me debe e a ausencia de dolor por haber sido sin ser, siquiera una vez alguien o algo.

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CV

La araña que vive en el patio –mi mujer dice jardínde casa, es una araña, sin embargo, libre. No me pidió –ni a mi mujer tampocopermiso para tejer sus telas en nue ro patio –jardín-, cazar allí sus moscas preferidas, que pasan volando sin pagar peaje alguno, por el dichoso patio –jardín, insi o, dice mi mujer, que planta allí sus rosas, tiene su limonero, unas buganvillas secas, calas, margaritas de colores, que se cierran por la noche-,

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6 por donde van, también hacia donde quieren, cuando les da la gana, los ciempiés, las hormigas y las salamandras, una tribu de lagartijas e in nidad de pàjaros silve res. La araña es la que hoy llama más mi atención, teje que teje, implacable.

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CVI

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LA FAMOSA MEMORIA HISTÓRICA Insi en, una y otra vez, en hablar de lo que no saben, porque no e uvieron, y cuentan lo que a ellos les contaron los heridos y los muertos. Hubo muertos en vida, que arra raron sus cuerpos, vacíos, de otra cosa que no fuera el odio, la impotencia de no poder, aunque querrían, de uno y otro bando, aplicar la ley del talión. E os que hablan ahora, los de la memoria, mejor que se callasen, porque seguro que hablan de la mejor fe, pero no e uvieron, no saben lo que dicen, no saben lo que es la rabia en carne viva, el afán de matar,

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6 de exterminar a los otros,

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con que todos y cada uno, desde los más ancianos ha a los más niños, participàbamos. Matar era una a o heroico, un servicio a la humanidad futura. Todos los vivos e uvimos implicados, todos convencidos de que había que acabar con los otros, es decir, los malos. Si no matamos más, de una u otro lado, fue porque no pudimos, no los encontramos. De haberlos hallado, sacado de sus madrigueras, laberintos, escondrijos inverosímiles, también los habríamos exterminado, convencidos de que era lo mejor, de que así, el mundo futuro sería un mundo feliz.

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6 No echèis cuentas de si unos mataron más o menos que los otros, antes o después, todos teníamos el deliberado y sin duda ju o propósito de acabar con todos ellos, antes de que ellos nos exterminasen. Todos, como los legionarios, fuimos a la vez, potenciales asesinos con premeditación, alevosía, de noche y en cuadrilla. No olvidèis que era matar o morir, cualquiera que fuese el ejecutor, por una buena causa, en nombre de los mejores principios, para acabar de modo de nitivo con el mal. Todo lo demás que os cuenten son anécdotas, lo ocurrido aquí o allá porque no hubo tiempo para más atrocidades,

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6 todas, insi o, perpetradas

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por la mejor de las causas. Si, como Séneca, pretendèis hacer ju icia, tendríamos que apurar la cicuta a la vez, por eso es mejor callar todos, alisar la tierra sobre cadáveres y recuerdos, sobre simiente nueva de nitivamente olvidada de que en cierta ocasión, sus ance ros enloquecieron y todos tenían su razón, y ninguno tuvo, al nal más premio que la desolación y el silencio. Ni siquiera os pido que perdonèis, ni siquiera todavía que empecèis a amaros, sòlo que recemos juntos cada uno al buen padre Dios que pre era,

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6 o a ninguno, pero que recemos juntos: Padre nue ro, e és o no ahí, escúchanos y danos perdón, pan y amor.


CV II

La mota de polvo que soy ¿flotará dónde entre tanto ruido de máquinas fantà icas que mandarèis mis nietos a la Luna, lunera, Marte, de John Carter y sabe el buen padre Dios cuántos de inos? ¿Habrá sido en vano haber exi ido, esforzarme, rezar, sufrir, gozar, arrepentirme de tantas cosas? Seré, cuando más, la misma arquite ura, pero ¿cuàl? Si fuimos química y forma, mi erioso núcleo pensante, que f lota dentro de sí, engañado y engañando a los sentidos ¿qué va a permanecer? ¿dónde?

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6 En la vejez, aprieta las sienes el silencio con sus insensatas turbulencias donde se mezcla la esperanza con el terror, un esfuerzo imaginativo, la escéptica corneja que sale enceguecida de su hura de la espadaña de la vieja iglesia abandonada del lugar semivacío que mira el mismo horizonte arremolinado de siglos para encender la hoguera del ocaso del sol de hoy. un día de un mes del tercer milenio, recién iniciado y e e cansancio como el respirar hondo de un suspiro.


CV III

Letreros luminosos, tenues

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luces indire as, que difuminan, disimulan, descuentan las arrugas de las caretas venecianas de la relaciĂłn de novias muertas que se arremolinan en el aquelarre de la alfombra roja, roja del desencanto. No pueden, no se atreven a creer que haya pasado, transcurrido en vano su juventud dorada, plata y jazmĂ­n, espuma, seda, los lazos del ve ido de novia, el frufrĂş del primer traje largo, blanco, del baile, la primera mano

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6 masculina en el talle, aquel primer beso con sabor a melocotón y uvas maduras. Son de porcelana, ahora, matronas implacables, con la crueldad mirando desde el fondo inexpresivo de los ojos muertos. Tienen, hacen, ridículos mohines de niña tonta, cuentan y no acaban de su nuevo amor, su pàjaro cautivo, carroñero, e éril, que les va devorando, en las noches de luna, los ùltimos sueños.


CIX

Me acuerdo de haber descrito una f lor,

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leído en el murmurio del agua de un arroyo inacabables poemas, tal vez de amores fracasados. Ilusiones perdidas o recién nacidas con la alborada del señor san Juan. Ahora, me pongo a escribir y oigo, sin querer escucharlos, los sarcà icos comentarios que e àis haciendo, la carga de desprecio, ese inmenso río que fluye por entre el per l de la hermosa gente cansada, decepcionada, escéptica. Nadie cree en e e momento, a mi alrededor, en nada que no e é a su alcance.

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6 Hemos cerrado el arca del amor, con una pareja muerta, a bordo, de cada grupo humano posible; apagado la lamparilla de la esperanza, pisoteado el polvo de e rellas de la fe ha a conseguir e e barro pegajoso. Haz, Señor, que no sea más que una pesadilla. Dèjame que despierte una vez más, que e é el jardín, que Tú sigas diciendo las nubes y el aire, las flores y el agua y la hermosa gente enamorada, ilusionada, llena de fe, desbordante de esperanza.


CX

Me duele mi sombra, la que me arra ra cuando parece que soy yo el que va, y es ella la que viene, persiguiendo, comiéndose mis sueños. Hoy me duele con ese con ante afán de obligarme a callar. Mi sombra, no sé si ya lo dije, es como un manantial de silencios donde contemplo ahogarse, indefensas, mis mejores palabras, las más acertadas, las de amor, las que podrían, por lo menos, ayudar a salvar una parte del mundo.

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6 Es mi sombra, la mĂ­a, la que dondequiera que voy, cuando llego, me espera con esa sonrisa suya, sarcĂ ica.


CXI

Me subiría, si supiera cantar a la tarima, en la plaza, enfrente de la casa donde vives, para echar a volar, los pàjaros, de mis canciones, al viento. Escúchame, diría, no te vayas al trabajo, la rutina, el olvido. Vente a volar como una nube, a bruñir el azul del cielo, a encenderme las ri ras de luces de los besos, que soñaré en el nido acogedor de tus labios como plumas de cisne negro. Vente a decir las palabras mágicas que nadie sabe aún para qué sirven. Tal vez para volvernos locos.

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6 Los locos no saben nada, corren por su bosque inextricable, inexplicable en forma de equis, como una vaga incรณgnita algebraica.


CX II

Mis nietas, una dos, y tres fueron a la pomarada, mis nietas, una, dos y tres, fueron a coger manzanas. Domingo de otoño y sol. Brillan las manzanas en la pomarada, llaman a mis nietas: !eh! !tù! !a mì! !a mì! Mis tres nietas, una dos y tres, echan las manzanas en el maniego, las manzanas, locas de alegría, cantan su olor. Una, dos y tres, corren mis nietas por la pomarada, borrachas de sol y de alegría y olor a manzana.

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6 Es domingo, es A urias, otoño, do, re, mi, fa, sol. Huele a pelo de xana, que mueve el viento de las ca añas, do, re, mi, que viene el amagüe u, fa, sol. La abuela formaba, ju o ahora, en otoño, en las baldas del armario, uno, dos, uno, dos, ejércitos incruentos de manzanas reclutadas en la pomarada.

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6 La abuela serĂ­a, la tatarabuela, de mis nietas, una, dos y tres, que llenan hoy los maniegos de ejĂŠrcitos de manzanas de que mi abuela serĂ­a capitana generala.

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CX III

Nadie sabe el camino, preguntamos, unos a otros; tú, nos dicen, camina y lo irás viendo. ¿Cúantos pasos –cada paso una dudacaben en un día, en una hora, cuántos? Nadie sabe. Caminad, nos repiten, es necesario. ¿Necesario para què? Nadie sabe, pero lo importante es que no te detengas. Si no sabes qué hacer, gira una y otra vez en círculo, repítete, pisa sobre tus huellas. Ve de recuerdo en recuerdo.

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6 Recordar es urdir una oración: Señor, buen padre Dios, Tú sabes que yo quiero ir, un paso el miedo, otro el amor, e e la duda, aquèl ¿qué es aquel paso dado en el entresueño de la madrugada, cuando ha a el día mismo es una indecisión, lindero, esquina, escondrijo entre el pasado y la urgencia del futuro, la inminencia de què?

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CX IV

No digas nunca que nunca o que siempre, di siempre que no hay nada que dure más allá de ahora mismo. Mañana todo será diferente y dentro de muy poco, nosotros mismos ni siquiera e aremos en algún recuerdo. Ahora es la eternidad, lo que pasa es que nosotros no sabemos permanecer, nos pasamos de día y de hora, como los jugadores de La Oca, una y otra vez. La eternidad consi e en que nos detengamos, coincidamos con el dibujo de nue ro per l,

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6 la lĂ­nea de condu a

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convertida en cielo o en in erno bajo la preocupada, atenta mirada del buen padre Dios, que, sin cesar, nos llama a todos a Su lado.


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CX V

Ojos de mirar, mirojos, enceguecidos ¿por qué ciegan, al cegar, los ojos, cuando hay tanto que ver todavía? Bajo el cielo del lugar, tanteando con su vara, me toca: ¿eres tù? ¿Quién tù? ¿Quién va a ser? Tú. Cierro los ojos, me njo el terror de ser ciego. Lloro por el ciego del lugar.

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6 ¿Por qué, buen padre Dios, por qué hay ciegos con la hermosura toda desparramada alrededor? ¿Por qué, buen padre Dios, e e morir tantas veces de tantos miedos, por què? ¿Y quién soy yo para preguntarte?

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CX VI

Razonable, lĂłgico.... ÂżcĂłmo es, entonces, que no lo entiende nadie? Vivir es convivir. No hay otro modo, y convivir solidarizarnos con todos y cada uno de los otros, vosotros que vais conmigo; vosotros con que voy.


CX VII

Sabes que es tu fotografía, te conoces, pero ¿sabes lo que pensabas? ¿Sabes qué hici e, aquel día que parece tan feliz, pue o que sonríes..., por cierto, a quién? Ni siquiera sabes el nombre del autor de esa conmovedora fotografía. Mírate bien. ¿Eres tù? ¿Exi ió aquel día?

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CX VIII

Sé que e uvi e haciendo, siendo nada, niño, adulto, anciano, desesperanza incrédula, crueldad, vago deambular por la antojana, donde las madreselvas y los mirlos. Sé que me habías olvidado, a mí, es decir, a ti mismo. Girando, como un derviche, loco entre la gente, habías olvidado la soledad primera, la sorpresa de haber nacido. Y a e a hora ciega, de nos saber si è e es el ùltimo paso. No ver si aún es vida, lo que vives,

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6 sueño o el primer paso en el país desconocido de los muertos, que no e án llamados, no van a ninguna parte, no son más que lo que son, sin espacio, tiempo ni arrepentimiento posible, no te atreves a abrir los ojos, a mirar, a ver si todavía o ya por n.

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CX IX

Te espero en el puente, ¿cuàl? No importa. No vendrás, lo sé, pues si vinieras ya no serías tú, sino otra más, parecida, banal. Citarte en el vacío de mi sueño, donde nunca te acercas, es lo que me enamora sin remedio. Querer, en e e mundo atroz, donde la prisa y el miedo, acaban por devorarlo todo, dejarte solo, sin voz. Querer en e e mundo, enamorarse, no es más que el pròlogo de una tragedia inexorable.

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6 El amor no e รก

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de e e lado del espejo. Ni siquiera se sabe con total seguridad que exi a y sea algo di into de la luz. Llamados a morir de amor, trocamos el embeleso de su locura por lo razonable: el poder, el conocimiento. Cuando el amor es embarcarse sin de ino, volar en busca de otros mundos y personas que es probable que sean imaginarias, cuando el amor es morir,

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6 tal vez para nada, como los hĂŠroes y las mariposas, como la noche y el dĂ­a, desnudĂĄndose poco a poco de todo igual que hace la memoria.


CX X

E á, la ringla de ancianos, con la boina atornillada, la mirada perdida, alineados en la solana, mirando sin ver. Cada uno lleva, invisible, pero escrito un número, en la frente, el de pasar el espejo, irse camino de toda la sabiduría posible, toda la luz. Ellos ya no lo saben, se ha olvidado ayer o anteayer de que e aban vivos, inquietos, balanceados, como un péndulo entre la voluntad de creer y la duda.

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6 Ahora han dejado de pensar, comen maquinalmente, se atragantan y cuándo les preguntan cómo les va sonríen, agradecen tener una palabra a que cogerse antes de ya no saben qué, que esperan con paciencia vacía.




se terminĂł de imprimir e e libro en marzo de 2012





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