Jan neruda

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JAN NERUDA Poeta, cuentista, dramaturgo y novelista checo, y considerado como uno de los principales representantes del realismo checo. Miembro además de la llamada Escuela de mayo. Su obra más reconocida es Cuentos de Malá Strana (1877), un libro de relatos sobre la pequeña burguesía praguense de aquel, por entonces, tranquilo barrio.

Praga, 9 de julio de 1834 - 22 de agosto de 1891, nació en Praga, en el barrio tradicional de Malá Strana, que inmortalizaría literariamente. Ese fragmento de la ciudad, cuyo nombre significa literalmente "parte pequeña", está situado a la orilla izquierda del río Moldava y hecho de callejas y plazas diminutas y tabernas centenarias, todas situadas a poca distancia el recinto del Castillo de Hradcany. En el caso de Jan Neruda, las callejuelas de Mala Strana marcarán todo el conjunto de su obra. Los Neruda no eran una familia acomadada. Su padre había sido soldado, y cuando Neruda nació regentaba la cantina del cuartel de Ujecz. Más adelante, aunque sin mucha fortuna, montó un pequeño negocio. Su madre, a la que el pequeño Jan estuvo siempre muy unido, ejercía de asistenta en una de las casas de Mala Strana. A pesar de los pocos recursos de su familia, Jan pudo estudiar, primero en una escuela del barrio (donde aprendió alemán) y después en el Colegio Académico de Praga, donde se puso de manifiesto su inclinación por las letras en general y la literatura checa en particular. Terminados sus estudios empezó a dar clase de Lengua e inició también su andadura literaria siempre vinculado a la llamada "Escuela de Mayo", que tomaba su nombre del poema "Mayo" del gran escritor checo Karel Macha. La Escuela de Mayo propugnaba un nuevo modo de entender la sociedad volviendo la mirada hacia el género humano y revitalizando la idea del patriotismo checo. Es en esta época cuando Neruda empezó a publicar sus primeros textos ensayísticos en el periódico Narodny List, a los que seguirán otros artículos y crónicas. Más adelante vendrían los primeros poemas, que escribió poco después de la muerte de su padre y bajo el título Flores del cementerio. Neruda, evolucionaría hasta posiciones más radicales como oposición a la opresión germana, que parecía negar la existencia de la lengua checa. Jan Neruda tenía treinta y cinco años cuando conoció a Anna Holinova, sin embargo, a pesar de que Anna correspondía sus sentimientos, Neruda se dio cuenta de que ella no podría compartir nunca sus inquietudes intelectuales. Al igual que el escritor, Anna nunca se casaría. Pero el gran amor de Jan Neruda llegaría dos años después, cuando ya contaba treinta y ocho años, y conoció a la escritora Karolina Svetla, que estaba casada. Ella y Neruda mantuvieron durante algún tiempo una intensa relación epistolar que se cortó abruptamente fue descubierta por el esposo de ésta y generó un escándalo en los círculos intelectuales checos. En ese momento la relación se quebró de forma definitiva. Fueron quizá los fracasos amorosos los que empujaron a Neruda a emprender varios viajes por Europa y Oriente, donde entró en contacto con distintas culturas. De estos recorridos nació el libro de viajes Cuadros parisienses. Fue el introductor del género del folletín en la prensa checa. Sus folletines se consideran ingeniosos apuntes de la vida cotidiana escritos en una lengua fresca y popular, que demuestran un talento considerable para la observación y la narración. La poesía de Neruda no ha tenido demasiada difusión en castellano, cosa que no ocurrió con sus cuentos, reunidos en volúmenes como Imágenes de la Vieja Praga, Escenas y arabescos o Cuentos de Mala Strana, en los que 1


recrea el ambiente y los tipos del barrio que le vio nacer. Los cuentos reflejan un particular y finísimo sentido del humor y una intensa ternura por todos y cada uno de los personajes que crea y que van reflejando, uno a uno, todo ese mundo de Mala Strana que rodeó al autor desde su primera infancia, desde los arquetipos a los tipos populares, desde los personajes estrafalarios hasta los más comunes. Hacia todos dirige Neruda su mirada compasiva, pero también su agudo escalpelo para diseccionar, entender y definir. Por ejemplo, el texto "El gremio de mendicantes" (perteneciente al volumen Imágenes de la Vieja Praga) es una verdadera e impagable galería de mendigos, cuidadosamente dividido en categorías. Tal y como el autor había afirmado una vez en una declaración de intenciones "escogeré mis personajes dentro de la vida". Así lo hizo, pues tomó sus caracteres del paisaje urbano de Bohemia. Por sus cuentos desfilan oficinistas, estudiantes, funcionarios, viudas, huérfanos, enterradores, criadas, escolares y profesores, pobres y ricos, en una auténtica colmena que retrata la vida praguense del XIX. El autor supo hacer de sus humildes personajes una parte inolvidable del imaginario popular praguense y checo. Por su tono romántico se distingue del resto el impresionante cuento erótico En "Los tres lirios", ambientado en una tormenta de verano sensualmente descrita. A diferencia de sus cuentos y folletines, la poesía de Neruda apenas despertó interés cuando fue publicada; fueron los poetas y críticos del Modernismo quienes la elevaron póstumamente al lugar destacado que merece. A pesar de que se cuidaba escrupulosamente y trataba de llevar una vida sana, Neruda era un hombre de salud muy débil que se complicó aún más cuando, a los cincuenta y cuatro años, resbaló en una acera helada y se hirió en la rodilla. Tras pasar mucho tiempo en reposo absoluto, nunca se recuperó de esa lesión, y de hecho en sus últimos años toda una sucesión de enfermedades, que parecían encadenarse unas a otras, le mantuvieron casi confinado en su casa, donde vivía completamente solo. Moriría tres años después, en 1891. Generalmente se presume que su apellido inspiró el seudónimo de Pablo Neruda a Ricardo Neftalí Reyes Basoalto, quien se tomó la libertad de cambiar su acentuación a grave; esta idea nunca fue desmentida por Pablo Neruda quien incluso la apoyó en alguna ocasión, sin embargo hay discrepancias en la comunidad literaria fundamentadas en la dificultad de acceder a obras traducidas de dicho autor tan lejano en distancia y tan cercano en el tiempo

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EL VAMPIRO – Jean Neruda (cuento de 1871) El vapor de la excursión nos llevó de Constantinopla a las costas de la isla de Prinkipo, en donde desembarcamos. No eran muchos los pasajeros: una familia polaca, el padre, la madre, una hija y su novio, y nosotros dos. ¡Ah, sí! No debo olvidar que, cuando estábamos cerca del puente de madera que va de Green Horn a Constantinopla, un griego, un hombre muy joven, se unió a nosotros. Era, probablemente, un artista a juzgar por el portafolio que cargaba bajo el brazo. Llevaba el cabello negro y largo sobre sus hombros; sus ojos oscuros se hundían profundamente en su rostro pálido. Desde el primero momento me interesé por él, especialmente por su amabilidad y por su conocimiento de isla. Sin embargo, hablaba demasiado, y después de un rato me alejé de él. La familia polaca era muy agradable. El padre y la madre eran simpáticos por naturaleza, refinados; el novio, un chico joven y apuesto, de modales educados. Habían llegado a Prinkipo a pasar el verano por la hija, quien estaba ligeramente enferma. La muchacha, hermosa y pálida, estaba apenas convaleciente de una severa enfermedad o de un serio padecimiento que rápidamente había caído sobre ella. Se sostenía en su amante cuando caminaba, y a menudo se sentaba a descansar, mientras una tos seca y ligera interrumpía sus suspiros. Cada vez que tosía, su acompañante debía considerar una pausa en su caminata. El joven le dirigía, siempre, una mirada de sufrida comprensión, y ella le devolvía otra como si dijera: “Si no es nada. ¡Soy feliz!” Creían todavía en la salud y en la felicidad. Por consejo del griego, quien se separó de nosotros en cuanto llegamos al muelle, la familia alquiló cuartos en un hotel que estaba en las colinas. El hotelero era francés, y todo el edificio estaba acondicionado de un modo agradable y artístico, muy acorde al estilo francés. Desayunamos juntos, y una vez que el calor de la tarde había disminuido un poco, nos dirigimos a las colinas, donde en un pequeño bosque de pinos podríamos refrescarnos y entretenernos con el paisaje. Difícilmente hubiéramos encontrado un mejor lugar y nos sentamos allí cuando el griego apareció de nuevo. Nos saludó alegremente, y mirando a su alrededor, tomó asiento a unos cuantos pasos de nosotros. Abrió su portafolio y comenzó a dibujar. —Creo que se ha sentado a propósito dando la espalda a las rocas para que no podamos ver sus trazos, dije. —No tendríamos porqué —dijo el joven polaco— tenemos más que suficiente ante nosotros. Después de unos momentos, agregó: —Parece que nos está dibujando. Bueno, ¡que siga! Verdaderamente teníamos mucho qué contemplar. ¡No hay rincón más hermoso o más feliz sobre la tierra que la mismísima Prinkipo! Irene, la mártir política, contemporánea de Carlo Magno, vivió aquí durante un mes en su exilio. Si yo pudiera vivir un mes de mi vida en este lugar, con ese recuerdo sería feliz durante el resto de mis días. Nunca olvidaré ese único día que pasé en Prinkipo. El aire era claro como un diamante, tan puro y suave que nuestras almas parecían nadar en él. A la derecha, más allá del mar se vislumbraban las cúpricas cumbres asiáticas; hacia la izquierda, a la distancia purpúrea, las escarpadas costas de Europa. La vecina Chalki, una de las nueve islas del Archipiélago de los Príncipes, irrumpía con sus bosques de cipreses en las pacíficas colinas. Y como un sueño triste, estaba coronada por un gran edificio: un asilo para aquéllos que perdieron la razón. El mar de Marmora estaba ligeramente agitado, y reflejaba los colores como un centelleante ópalo: blanco como la leche a lo lejos, más atrás rosáceo; un encendido rojizo entre las dos islas, y a nuestros pies, un bellísimo azul verdoso, casi como un zafiro transparente. Su belleza era esplendente. No había por ningún lado grandes barcos, a lo largo de la costa tan sólo dos pequeñas embarcaciones con la bandera inglesa. Una de ellas era un vapor tan grande como la caseta de un vigía; la segunda tenía doce remeros, y cuando sus remos se elevaban simultáneamente, gotas 3


de plata derretida caían sobre ellos. Alrededor, los delfines, confiados, saltaban dentro y fuera del agua y se zambullían con largos y curvados vuelos en la superficie del mar. Desde entonces, las águilas serenas emprendían su camino a través del cielo azul, como si midieran el espacio entre los dos continentes. La pendiente que estaba debajo de nosotros estaba cubierta por rosas florecientes con fragancias que inundaban el aire. La música del mar de una cafetería cercana, acallada por la distancia, llegaba a nosotros transportada por el cristalino viento. El efecto era encantador. Todos nos sentamos en silencio y consagramos nuestras almas ante ese lienzo del paraíso. La muchacha polaca se recostó en el pasto, con la cabeza apoyada en el regazo de su novio. El óvalo pálido de su delicado rostro se había ruborizado un poco, y de sus ojos color sulfato de cobre brotaron lágrimas de emoción. Su compañero lo entendió, se reclinó hacia ella y besó cada una de sus lágrimas. Conmovida, su madre comenzó a llorar, y yo —incluso yo— tuve un ligero estremecimiento. —Aquí, el cuerpo y la mente logran reconfortarse —susurró la muchacha. “¡Qué tierra tan feliz es esta!” —¡Dios sabe que no tengo enemigos, pero si los tuviera, los perdonaría justamente aquí! —dijo el padre con voz trémula. Y después, el silencio nuevamente. Todos compartíamos un estado de ánimo inusitado, indeciblemente dulce. Cada uno de nosotros sentía para sí mismo un mundo lleno de felicidad, y cada uno, también, hubiera compartido su felicidad con toda la humanidad. Todos sentíamos lo mismo, y a la vez, ninguno inquietaba a los otros. Apenas recordábamos al griego. Alrededor de una hora después se había levantado, tomado su portafolios y, asintiendo levemente, se había marchado. Nosotros permanecimos en el lugar. Al fin, después de varias horas, cuando en el sur la distancia se había cubierto de un violeta más oscuro, mágicamente bello, la madre nos recordó que era tiempo de partir. Caminamos hacia el hotel con el paso ligero que caracteriza a un niño despreocupado. Al llegar, nos sentamos en la terraza del hotel. Apenas habíamos tomado asiento cuando escuchamos en la planta baja gritos y maldiciones. Nuestro joven griego estaba discutiendo con el hotelero, y para entretenernos nos dispusimos a escuchar. La diversión no duró mucho. “Si tan sólo no tuviera otros huéspedes”, gruñó el hotelero y subió las escaleras hacia nosotros. —Le ruego que me diga, señor —inquirió la joven polaca— ¿quién es ese caballero? ¿Cuál es su nombre? —¿Qué? ¿Quién demonios sabe cómo se llama ese sujeto? — refunfuñó el hotelero, y dirigió una mirada maliciosa hacia la planta baja. Nosotros lo llamamos el Vampiro. —¿Un artista? —Bonita ocupación. Sólo dibuja cuerpos. Tan pronto como alguien en Constantinopla o aquí en el vecindario muere, ese mismo día él ya tiene un retrato completo del muerto. Ese tipo los dibuja desde antes y nunca se equivoca. Es un buitre. La vieja polaca gritó aterrada. En sus brazos, su hija yacía con el rostro lívido. Había muerto. De un solo salto, el amante bajó las escaleras. Con una mano sujetó al griego y con la otra buscó en el portafolio. Corrimos detrás de él. Los dos estaban enfrascados en la arena. El contenido del portafolio se había dispersado por todas partes. En una hoja de algodón, dibujada con carboncillo, estaba el rostro de la joven polaca, con los ojos cerrados y una corona de mirto sobre su frente. Traducción: Jesús Francisco Conde 4


EL DOCTOR MISÁNTROPO – Jean Neruda (cuento de 1877) No lo llamaron así hasta después de cierto suceso, tan raro, que hasta los periódicos se ocuparon de él. Su verdadero apellido era Heribert y su nombre de pila uno completamente vulgar. Solo que ya no lo recuerdo. El señor Heribert era médico y, para decir verdad, era efectivamente doctor en medicina, graduado; pero no curaba nada ni a nadie. Él mismo hubiera tenido que confesar que desde el tiempo en que visitaba las clínicas no había tenido ni un solo enfermo entre manos. Y probablemente también lo hubiera confesado con franqueza si hubiese hablado con alguna persona. Pero el doctor era un tipo rarísimo. El doctor Heribert era hijo del doctor Heribert, médico muy afamado en su tiempo entre la gente de la Malà Strana. Su madre murió muy joven y el padre poco tiempo después de la mayoría de edad del hijo, dejándole en el Oujezd una casita de un piso y acaso también algún dinero, aunque no mucho. En aquella casa vivió el doctor Heribert. En la planta baja había dos pequeñas tiendas, y en el primer piso una habitación a la calle, que estaba alquilada, lo que le proporcionaba una pequeña renta, él mismo vivía también en el primer piso, en una habitación interior, a la que se llegaba por unas escaleras de madera sin cubierta, directamente desde el patio. No sé a qué se parecía la habitación, pero desde luego denotaba que el doctor vivía muy modestamente. En una de las tiendas de abajo se había establecido un verdulero, cuya mujer servía al doctor de criada. El hijo de la mujer, Pepito, era mi amigo; nuestra amistad terminó hace tiempo, porque Pepito se hizo cochero del arzobispo y se puso muy orgulloso. Por él sé, sin embargo, que el doctor Heribert se preparaba solo su desayuno, que sus comidas las solía tomar en alguna taberna barata en el barrio de Satré Mesto y que las cenas las despachaba de cualquier manera. El doctor Heribert hubiera podido tener una clientela bastante numerosa en Malá Strana si hubiese querido. Después de la muerte de su padre los enfermos se confiaron a él, pero él no reconoció ni visitó a nadie: ni a los ricos ni a los pobres. De repente se acabó la confianza, los vecinos empezaron a considerarle como a un “estudiante perdido”, y más tarde hasta solían sonreírse cuando se hablaba del doctor Heribert. “¡vaya un doctor! Ni un gato quisiera confiarle!”. Al doctor Heribert eso, al parecer, no le importaba mucho. Y, a juzgar por su comportamiento, la gente le tenía sin cuidado. No saludaba a nadie y si le saludaban no devolvía el saludo. Si andaba por la calle parecía como si el aire moviera una hoja marchita. Era bastante bajo – según la nueva medida, solo medía metro y medio- y su figurilla seca la dirigía por la calle siempre de tal manera que quedaba apartada de las demás personas, por lo menos en medio metro. De ahí su andar vacilante. En sus ojos azules había constantemente una expresión huraña, como la de un perro apaleado. Su cara desaparecía tras una barba de color castaño claro; cara en exceso barbuda, que resultaba indecorosa según todas las opiniones. En el invierno, cuando se abrigaba con su gabán gris, muy ancho, su diminuta cabeza, cubierta por una gorra de tela, se ocultaba en el cuello, astracán barato; y en el verano, cuando vestía un traje ligero a cuadros, u otro más ligero todavía, de dril, parecía que se tambaleaba como sobre un débil tallo. En los meses de calor salía alrededor de las cuatro de la mañana para ir a los jardines cercanos a las fortificaciones del castillo, y allí se sentaba en el banco más cómodo con un libro en la mano. Sucedió varias veces que algún vecino de la Malá Strana se sentó a su lado y empezó una conversación. Pero el doctor Heribert se levantó, cerró el libro y se marchó sin contestar palabra. En lo sucesivo le dejaron ya por completo. Y a tal extremo llegó la cosa, que de las señoritas de la Malá Strana ni una solo se ocupó del doctor Heribert, a pesar de que solo tenía unos cuarenta años. Pero de improviso sucedió algo –como dije antes- que hizo que hasta los periódicos se ocuparan del suceso. Y de este suceso quiero contar algo. Hacía un día maravilloso de junio; un día de esos en que se experimenta la sensación de que todo ríe: la bóveda del cielo, la tierra y los rostros de la gente. Y aquel día, y en las horas avanzadas de la tarde, pasó un entierro de una pompa extraordinaria por el Oujezd hacia las puertas del barrio. Enterraban al señor Schepeler, consejero del 5


Tribunal de Cuentas y dios me perdone, pero parecía que hasta aquel cortejo fúnebre reflejaba una sonrisa satisfecha. La cara del difunto, naturalmente, no se podía ver, puesto que nosotros no tenemos la costumbre de algunos países del sur, donde entierran a los muertos en féretros abiertos, para que los caliente por última vez el sol antes de bajar a la tumba. Pero descontando cierta seriedad, que exigía la ocasión, el contento general no podía negarse. La gente tenía, por decirlo así, aquel día maravilloso dentro del cuerpo. Y el cuerpo les pedía disfrutar de la vida. Los más contentos eran acaso los funcionarios de las diferentes oficinas del Estado que llevaban a hombros la caja mortuoria. No se habían contentado con menos. Dos días se habían pasado corriendo de oficina en oficina, mas ahora marchaban contentos y con paso mesurado bajo su carga, cada uno completamente convencido de que el mundo entero le miraba y de que ese mundo decía: “he aquí a los aspirantes del Tribunal de cuentas”. Otro que parecía contento era el largo doctor Link, quien había recibido de la viuda del difunto consejero una suma de veinte ducados como honorarios por su asistencia durante la enfermedad de Schepeler; una enfermedad que había durado ocho días escasos. El doctor Link, sin embargo, marchaba con la cabeza un poco baja, como si meditara algo. También estaba contento el vecino Ostrohradsky, de oficio guarnicionero, el pariente más cercano del difunto. Mientras vivió su tío, le había tenido un poco abandonado, pero ahora sabía que en el testamento le habían sido legados cinco mil florines, y varias veces ya durante el camino, le había dicho al cervecero Kejrik: “¡No hay que negarlo, era un buen hombre!”. Ostrovsky iba directamente detrás del féretro, y a su lado el gordito Kejrik, rebosante de salud, el mejor y más íntimo amigo del difunto. Seguían los señores Kdojek, Muzik y Homman, consejeros del Tribunal de cuentas, aunque de rango inferior al del finado Schepeler. También estos estaban evidentemente contentos. Con dolor he de decir que ni siquiera la señora María Schepeler, que ocupaba sola el primer coche, se resistía al contento general; solo que el suyo no estaba en relación directa con lo risueño del día. La buena señora era una mujer, y para toda mujer el tercer día de ser objeto de la atención general tiene sus encantos. Además, a su estatura esbelta le iban los vestidos de luto a las mil maravillas, y su cara, siempre algo pálida, parecía particularmente encantadora en el marco del luto riguroso. El único que sentía de veras la muerte del señor consejero y no podía sustraerse a la penosa impresión que la desgracia le había causado era el cervecero Kejrik, soltero hasta la fecha y, como ya he dicho, el mejor amigo y el de mayor confianza del difunto. Ya el día anterior la joven viuda le había expresado con claridad que ella esperaba que ahora él la recompensaría debidamente por haberle conservado tanta… fidelidad mientras vivía su marido. Y cuando el vecino Ostrohradsky le había comunicado por primera vez que “¿no cabía duda de que el difunto era un buen hombre!” Kejrick le contestó con tristeza: “¡Ca, hombre! Si lo hubiera sido hubiese vivido más tiempo!. Y después ya no contestó nada más a Ostrohradsky. La comitiva se acercaba poco a poco a la gran puerta. Entonces la puerta no estaba todavía tan ligera como ahora; entonces aún consistía en dos túneles largos y oscuros construidos por debajo de las pesadas fortificaciones. Un verdadero prólogo para las tumbas que había detrás. El carro fúnebre se adelantó a la comitiva, deteniéndose delante de la puerta. Los sacerdotes se volvieron, los jóvenes colocaron con cuidado el féretro en tierra y empezaron los responsos. Después los cocheros sacaron el fondo móvil del carro y los jóvenes levantaron el ataúd para depositarlo en él. ¡En este momento sucedió todo! Sea que por un lado había un exceso de fuerza o por los dos lados una torpeza completamente igual, el caso fue que de improviso el ataúd se les fue de las manos, dio con la parte más estrecha en el suelo y saltó la tapa ruidosamente. El cadáver siguió dentro de la caja, pero se dobló un poco por las rodillas, y la mano derecha quedó colgando fuera. El pánico fue general. Por lo pronto se hizo un silencio de muerte, que permitía oír a cualquiera el tictac de los relojes en los bolsillos de los demás. Todas las miradas se clavaron en la cara inmóvil del difunto consejero. Y precisamente al lado del ataúd apareció el doctor Heribert. Pasaba en aquel momento, de vuelta de uno de su paseos; 6


durante algún iempo había errado entre la gente de un lado a otro; de pronto se vio obligado a pararse junto a los sacerdotes, y ahora surgía su abriguito gris inmediatamente al lado de la negra mortaja del muerto. Fue todo cuestión de un instante. De una manera casi involuntaria, Heribert se apoderó de la mano del difunto, probablemente para colocarla de nuevo dentro de la caja, pero en lugar de volver a ponerla en su sitio, la retuvo en su mano, sus dedos se movieron impacientemente y sus ojos quedaron fijos, escrutadores, en la cara del muerto. Después alargó el brazo y levantó el párpado derecho del difunto. -¿qué significa todo esto?- exclamó entonces Otrohradsky, enojado-. ¿por qué no se arregla? ¿es que tenemos que quedarnos aquí parados? Algunos de los jóvenes extendieron los brazos para coger de nuevo el féretro. -¡Cuidado!-exclamó Heribert en alta voz, increíblemente fuerte y sonora-. Este hombre no está muerto. -¡qué disparate! ¡Usted está loco!-exclamó el doctor Link. -¿dónde está la policía?- gritó Ostrohradsky. En todas las caras se reflejaba la mayor confusión. Solo el cervecero Kejrick se había acerado precipitadamente al doctor Heribert. -¿y qué hay que hacer?- preguntó con ansiedad- ¿de veras no está muerto? -no lo está. Solo se encuentra en estado cataléptico. Ahora llévenselo ustedes en seguida a alguna casa, para que se pueda tratar de reanimarle. -¡el disparate más grande que he visto en mi vida!- repuso el doctor link-. Si este hombre no está muerto, entonces… -¿quién es ese?- preguntó Ostrohradsky. -Dicen que es un médico. El doctor misántropo, ¡guardia! – gritó el guarnicionero, acordándose de repente de los cinco mis florines. -el doctor misántropo- repetían los consejeros Kdojek y Muzik. Pero el amigo fiel del difunto, Kekrik, ya estaba llevando el ataúd, con la ayuda de algunos jóvenes, a una fonda cercana. En la calle se produjo una algazara casi tumultuosa. El carro fúnebre se marchó, se volvieron los coches acompañantes y el señor consejero Kdojek exclamó: “vámonos; ya nos enteraremos de todo”. Pero nadie sabía qué hacer. -¡hombre! Ya era hora de que viniera usted, señor cmisario- exclamó Ostrohradsky, dirigiéndose al comisario de la guardia municipal, que lelgaba en aquel momento-. Aquí pasan cosas extrañas: una comedia ilícita, una profanación de un cadáver en pleno día y delante de media Praga… Y siguió al funcionario del Municipio hacia el interior de la fonda. El doctor Link desapareció. Después de un rato volvió a salir Ostrohradsky con el comisario. -Hagan ustedes el favor de marcharse- dijo el último a la gente aglomerada-. Nadie puede entrar. El doctor Heribert afirma con toda seguridad que reanimará al consejero. La señora del consejero quiso bajar del coche, pero se desmayó. La alegría hasta mata algunas veces a las personas. Kejrik salió apresuradamente y se acercó al coche, junto al cual algunas mujeres se ocupaban de la señora 7


desmayada. “ahora la llevan ustedes despacio a su casa – dijo- y ya volverá en sí”. Después gruño para sí: “¡está muy bien, está muy bien esta mujercita!”. Se volvió, subió a otro coche y se fue donde el doctor Heribert le había mandado. Los coches partieron uno después de otro y la gente se dispersó poco a poco. Pero el lugar del suceso siguió siendo durante todo el día muy visitado, y delante de la casa a la cual habían llevado al “difunto” una guardia de policías tenía que mantener el orden. Entre la muchedumbre se contaban las cosas más extrañas. Unos ponían verde al doctor Link y contaron de él toda clase de infundios, en tanto otros se reían del doctor Heribert. De vez en cuando apareció el señor Kejrik, pronunciando algunas palabras con cara sofocada: “Tenemos muchas esperanzas. Yo mismo he sentido ya el pulso. “¡Ese doctor hace maravillas!”. “¡Respira!”, exclamó finalmente, en pleno éxtasis; y tomó otra vez el coche, que le esperaba, para llevar la buena nueva a la señora del consejero. Finalmente, ya cerca de las diez de la noche, sacaron de la fonda una camilla cubierta. A un lado de la misma iban el doctor Heribert y el señor Kejrik, al otro el comisario. No había fonda o taberna en toda la Malà Strana que no hubiera estado atestada de gente hasta más de las doce de la noche. No se hablaba de otra cosa que de la resurrección del consejero Schepeler o del doctor Heribert. Y todos hablaban con excitación febril. -Sabe más de lo que está escrito en los libros latinos. -No hay más que mirarle; en seguida se ve que es un buen médico… ya su padre era un buen doctor. ¡un médico excelente! Eso se hereda. -Pero ¿no quiere ejercer? Ese hombre debería ganar lo que cualquier consejero del estado. -Acaso tenga dinero; eso será. -¿Y por qué lo llaman doctor misántropo? -¿Misántropo? Yo no lo he oído. -Pues lo escuché hoy cien veces. Después de dos meses, el consejero Schepeler ejercía sus funciones como antes. “¡Dios en el cielo y el doctor Heribert en la tierra!”, solía decir. Y en otra ocasión: “¡Kejrik es un diamante”. Toda la ciudad hablaba del doctor Heribert. Los periódicos hablaron de él en todo el mundo. La Malà Strana se sentía orgullosa Sucedieron cosas extrañas. Barones, condes y príncipes quisieron asegurarse los servicios del doctor Heribert como médico de cámara. Hasta un rey de Italia le hizo una proposición inaudita. La gente cuya muerte hubiera alegrado a muchos buscaba insistentemente sus servicios. Pero el doctor Heribert continuó siendo inexorable. Hasta se contó que la señora del consejero le llevó un saquito lleno de ducados y que nunca puso llegar hasta él. Un día el doctor hasta le echó agua desde la galería. Otra vez demostró que la gente le tenía sin cuidado. Le saludaron, pero él no devolvió jamás el saludo. Como antes, navegaba por las calles, y su cabecita transparente y seca vacilaba tímidamente como las flores de la amapola sobre su tallo. No recibió ni visitó nunca a un enfermo. Ahora, sin embargo, se le llamaba universalmente “doctor misántropo”. Como si el mote hubiera caído del cielo. Ya no le he vuelto a ver desde hace más de diez años, ni siquiera sé si vive todavía. Su casita en el Oujezd no ha sufrido hasta ahora ningún cambio. Tengo que preguntar un día de estos cómo le va.

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EN LA FONDA DE LAS TRES LILAS – Jan Neruda Creo que aquella vez me volví loco. Los músculos de mi cuerpo no podían dar más de sí; la sangre hervía en mis venas. Una noche cálida, oscura. Después de unos días de un calor asfixiante, cubrieron el cielo densos nubarrones negros. Desde la tarde reinaba fuerte vendaval, que los empujaba y los deshacía en jirones, para volver a formarlos más tarde; a última hora descargó una terrible tormenta acompañada de una lluvia torrencial, y tanto la tormenta como la lluvia perduraron hasta muy entrada la noche. Estuve sentado bajo las arcadas de madera de la fonda Las Tres Lilas, cerca de la puerta Strahov; una fonda pequeña, visitada entonces solo los domingos por una clientela algo numerosa, compuesta en su mayoría por cadetes y suboficiales que se divertían en el pequeño salón, bailando a los sones de un piano. Precisamente era domingo. Estuve sentado, completamente solo, bajo las arcadas, ante una mesa cerca de la ventana. Tremendos truenos retumbaban, casi sin tregua; la lluvia torrencial batía el tejado encima de mi cabeza; el agua corría a torrentes por las calles inundadas y, dentro de la fonda, los cadetes no dejaban descansar el piano más que breves momentos. De cuando en cuando miraba yo por la ventana abierta y veía las parejas alegres, sonrientes, bailando; cuando me cansaba, escudriñaba la oscuridad del jardín. Una vez en que un relámpago vivísimo iluminó el pequeño recinto, vi junto a la tapia del jardín, al final de las arcadas, montones de osamentas humanas. Hace no sé cuánto tiempo había allí un camposanto, y precisamente durante la última semana se habían exhumado los restos que aún quedaban para trasladarlos a otra parte. El suelo estaba todavía revuelto y las tumbas abiertas. Me quedé, sin embargo, poco tiempo tranquilo en mi mesa. A menudo me levantaba y me acercaba a la puerta, abierta de par en par, del pequeño salón, para poder observar mejor las parejas. Me tenía encantado una hermosa muchacha de unos dieciocho años. Esbelta, de formas graciosas y firmes, los cabellos negros cortados a ras de la nuca, la cara ovalada y fina como de terciopelo, unos ojos claros… ¡una hermosura de chica! Más que nada me encantaban sus ojos. Eran tan claros como el agua; tan enigmáticos como la superficie de un lago misterioso; tan tranquilos que hacían recordar en seguida las palabras: “antes se hartará el fuego de la madera y el mar del agua que de aquella mujer los hombres”. Bailaba continuamente. Pero pronto se dio cuenta de que me encantaba. Cuando pasaba ante la puerta donde yo estaba en pie me miraba siempre fijamente, y cuando avanzaba bailando por el saloncito, advertía yo que, desde lejos, fijaba sus miradas en mí. No noté, en cambio, que hablara con ninguno de los presentes. Me asomé otra vez a la puerta y nuestras miradas se encontraron enseguida, a pesar de que la muchacha se hallaba en la última fila. El rigodón tocaba a su fin; en este momento entró otra muchacha en el salón, muy deprisa, falta de aliento y calada hasta los huesos, que se abrió paso entre la gente hasta llegar junto a la muchacha de los ojos hermosos. La música volvió a sonar para la última figura del rigodón. Bajo las primeras cadenetas que colgaban del techo, la recién llegada dijo algo en voz baja a la de los ojos encantadores, la cual solo inclinó afirmativamente la cabeza, sin pronunciar una palabra. La última figura duró algún tiempo más. Era dirigida por un cadete que tenía gracia y buen humor. Cuando el baile terminó, la muchacha de los ojos claros volvió a mirar hacia la puerta, que daba al jardín y después salió por la principal del salón. Vi cómo se puso fuera el abrigo; después desapareció. Me volví a sentar ante mi mesa. La tormenta redobló en este momento su fuerza, como si hubiera querido agotar todos los ruidos de su repertorio; volvió a rugir el viento y los relámpagos se sucedían u no tras otro. Escuché excitado, pero aun así no pensaba más que en aquellas muchachas, en sus ojos encantadores. No me m oví de mi asiento. De todos modos, no podía ir entonces a casa. Al cuarto de hora volví a echar una mirada al salón. Allí estaba otra vez la muchacha. Se arreglaba sus vestidos mojados, se secaba el pelo húmedo, y una compañera de algo más de edad que ella, la ayudaba. 9


-¿y para qué fuiste a casa con esta tormenta? – le preguntó la otra -me vino a buscar mi hermana. Por primera vez oía yo su voz. Era una voz sonora, suave como la seda. -¿había pasado algo en tu casa? -Acababa de morir mi madre. Me estremecía. La muchacha se volvió y salió a las arcadas Estaba a mi lado, su mirada se hundió en mis ojos, y sentí que su mano tocaba la mía, que temblaba. La cogí por aquella mano. ¡Era tan blanda! Sin decir una palabra me la llevé hasta el final de las arcadas; ella me siguió sin resistirse. La tormenta había llegado a su punto culminante. El huracán rugía, el cielo y la tierra temblaban y se estremecían; por encima de nuestras cabezas retumbaban los truenos, y todo en torno nuestro adquiría un lúgubre aspecto. Era como si los muertos clamasen desde sus tumbas abiertas. Ella se refugió en mis brazos. Sentí en mi pecho el contacto de sus vestidos húmedos; sentí su cuerpo flexible y caliente contra el mío, y su respiración, que quemaba como una llama… ¡creí que tenía que beber su alma depravada!

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ALGO ACERCA DEL BLANDO CORAZÓN DE LA SEÑORA RUSKÀ – Jan Neruda José Vels era uno de los comerciantes mejor acomodados de la Malà Strana. Creo que tenía en su tienda cuanto producen las Indias y África, desde el palo dulce y el marfil hasta los polvos de oro. Su tienda estaba a toda hora atestada de gente. El señor Vels permanecía en ella el día entero, excepto los domingos a la hora de la misa mayor en la catedral de San vito y siempre que había desfiles organizados por las corporaciones municipales, puesto que el señor Vels pertenecía al cuerpo de tiradores del ayuntamiento y figuraba en el primer pelotón de la primera compañía, siendo el tercer hombre que marchaba a la derecha del teniente Nedomy. En su tienda hubiera querido servir a todos los parroquianos él solo, a pesar de que tenía dos dependientes y aprendices. Mas a cuantos no podía servir personalmente les saludaba, les hacía señas con la mano y les sonreía. En realidad, el señor Vels sonreía casi siempre: en la tienda, en la calle, en la iglesia, en todas partes, su sonrisa comercial había grabado en su cara surcos indelebles y así no podía desaparecer jamás de su semblante. Tenía el señor Vels una estatura no demasiado alta, era suficientemente corpulento y su cabeza se hallaba en continua movilidad. En la tienda estaba siempre con su gorra de plato y con un delantal de cuero de los que gastaban entonces los comerciantes, y en la calle vestía un frac de color azul, con botones dorados, y chistera. Yo había formado del señor Vels un concepto que no sé si coincidía con la realidad, porque, para ser sincero, he de decir que mientras vivió jamás estuve en su casa; pero cuantas veces pensaba en él me lo figuraba lo mismo: el señor Vels sin gorra, pero con delantal, sentado ante la mesa y frente a un plato de humeante sopa, el brazo apoyado en la mesa y la mano aproximando la cuchara a la boca sonriente. Tal era el cuadro y tal el momento en que yo le contemplaba, como esculpido en mi imaginación. Una idea estúpida, ya lo sé. Pero la fecha en que empieza nuestra historia –el día 3 de mayo de 184…, a las cuatro de la tarde- el señor Vels no pertenecía ya al mundo de los vivos. Estaba de cuerpo presente arriba, en el primer piso, encima de su tienda, en su cuarto de recibir, y yacía dentro de una caja preciosa. La tapa no había sido puesta todavía, y el señor Vels se sonreía aún después de su muerte, con los ojos cerrados. El entierro estaba fijado para un cuarto de hora más tarde. El coche fúnebre, llamado de las bordas, aguardaba en la plaza, delante de la casa. Cerca de él formó una compañía de tiradores municipales con su banda El cuarto, convertido en capilla ardiente, estaba casi lleno; los concurrentes eran personajes de la Malà Estrana. Se sabía que el párroco de la iglesia de San Nicolás vendría algo retrasado, acompañado de su asistencia, como tenía por costumbre cuando se trataba del entierro de un vecino de alguna importancia, para que no se dijera que le quería despachar lo antes posible. En la habitación hacía un calor sofocante. El sol de la tarde calentaba el aire y se reflejaba en los grandes espejos; los altos cirios que rodeaban el catafalco ardían con llamas amarillas y humeaban; el aire, caliente, estaba saturado de los vahos de los cirios y del olor que despedían la caja mortuoria, recién barnizada, las virutas que había debajo del cadáver, y acaso hasta el mismo muerto. Reinaba un profundo silencio; la gente, solo de cuando en cuando, cuchicheaba en voz baja. No había nadie que llorase, porque el señor Vels no dejaba parientes cercanos, y los parientes lejanos suelen decir siempre: “¡Ay si pudiese llorar a gusto…! Pero no puedo: ¡no tengo lágrimas! Y siento como si se me rompiera el corazón… ¡y esto es tanto peor!” De pronto entró en el cuarto la señora de Ruskà, viuda del difundo Rus, propietario de la fonda que existió en los jardines de Gráf, famosa porque en ella se celebraban sus bailes más brillantes los artilleros. Puesto que a nadie le importa, únicamente de paso diré algo de lo que se contaba acerca de las circunstancias en las cuales enviudó la señora Ruskà. En aquel tiempo había en cada batería de artilleros una sección de bombarderos, soldados jóvenes con caras rebosantes de salud y de arrogantes figuras. La compañía de estos soldados le era al señor Rus decididamente antipática según unos, a causa de su mujercita y, según otros, porque una vez el señor Rus se llevó unos palos 11


tremendos por ciertas diferencias de opinión, Pero, como digo, eso a nadie le importa. La señora Ruskà comía el pan de su viudez hacía unos veinticinco años, no tenía hijos y vivía en su casa de la plaza de los campesinos (Selky Tfh). Si a alguien se le hubiera preguntado qué hacía, habría contestado: “Va de entierros”. La señora Ruská, en casa del señor Vels, se abrió camino hasta llegar junto al catafalco. Era una cincuentona bien conservada y de mediana estatura. De los hombros le caía negra mantilla de blonda de seda, y en la cabeza llevaba una gorra negra adornada con lazos de tonos verdes claros. Sus ojos, de color castaño, miraron la cara del difunto. Sus facciones se contrajeron, de los ojos le brotaron las lágrimas y de su pecho se escaparon sollozos de dolor. Después sacó un pañuelo blanco y se secó apresuradamente los ojos y la boca. Luego miró a un lado y otro. A la izquierda estaba la mujer del cerero Hirt, que rezaba leyendo en su libro de oraciones. A la derecha había una señora muy decentemente vestida, a quien la señora Ruskà no conocía. Si era de Praga, como parecía, tenía que ser del otro lado del río. Sin embargo, le dirigió la palabra y le habló en alemán, como era natural puesto que, en sentido nacional, la Malá Strana representaba entonces la opinión de las izquierdas de Praga. -Que dios le dé el descanso eterno- dijo la señora Ruská-. Nadie diría que está muerto. Hasta se sonríe. –Y volvió a secarse las abundantes lágrimas que le brotaban de sus ojos-. Se fue y nos dejó a nosotros; dejó también aquí toda su fortuna. La muerte es una ladrona, ¿verdad? La señora desconocida nada contestó. -una vez estuve también en un entierro judío –continuó ella, en voz baja-; pero no resulta bonito. Todos los espejos están cubiertos para que no reflejen el cadáver y se pueda mirar a donde se quiera. Pero aquí el acto es mucho más bonito, porque se ve al difunto desde todos lados. Yo diría que esta caja cuesta sus veinte florines de plata. ¡Qué hermosura! ¡Pero se la mereció el pobre! Mírele, como sin os sonriera desde aquel espejo. La muerte no le ha cambiado en lo más mínimo; solo le ha estirado un poco. Parece dormido, ¿Verdad? -Yo no conocí al señor Vels- observó la señora desconocida. -¿no? Yo sí, y muy bien. Le conocí de soltero, y a su mujer, que en paz descanse, también siendo aún soltera. Me parece estarla viendo el día que se casaron; estuvo llorando desde que amaneció. ¡Figúrese usted! Llorar en ese día, después de nueve años de relaciones. Es estúpido, ¿verdad? Nueve años la esperó él;; ¡más le hubiera valido esperarla noventa y nueve! Aquella mujer era una antipática. Reconozco que, de todas las hermanas, era la más lista y la más guapa y que sabía regir su casa mejor que nadie, pero en el mercado regateaba durante una hora por una perra, discutía hasta el último céntimo a las pobres lavanderas y tenía a las criadas a media ración. ¡y la casa del señor Vels era un verdadero infierno! Tuve dos muchachas que habían servido en su casa y lo sé todo. Ni un minuto le dejaba en paz. Él llegó a tenerle miedo, y cuando ella gritaba, no le respondía; por lo cual la mujer rabiaba todavía más. Ella era lo que se llama una romántica, y quería que todo el mundo le tuviera compasión. Siempre se quejaba de que su marido la atormentaba. Si el señor Vels la hubiera envenenado de rabia, se habría alegrado, y si su marido se hubiera ahorcado, también; por lo menos, el mundo la hubiese compadecido. La señora ruská volvió a mirar hacia su vecina desconocida. Pero la desconocida ya no estaba allí. En su excitación, la señora Ruská ni siquiera se había dado cuenta de que su vecina se había peusto cada vez más colorada y de que en la mitad de su discurso se había alejado. Ahora la desconocida hablaba en la habitación contigua con un señor Uhmuhl, funcionario de la contabilidad del Estado y pariente del señor Vels. La señor Ruská tornó a mirar la cara muda del difunto y nuevamente empezó a derramar lágrimas. 12


-¡Pobrecito!- dijo en voz bastante alta a la mujer del cerero Hirt-. ¡A todos llega el castigo de dios! Tampoco él era muy decente. ¡si por lo menos se hubiera casado con la pobre Tonita, de la cual tenía un hijo!... -¿es que han venido brujas esta noche?- prorrumpió detrás de ella una voz, mientras que una mano huesuda de hombre se posaba sobre su hombro. Todos los presentes se volvieron con rapidez y vieron a la señora Ruská y al señor Uhmuhl, colocado ya delante de ella, señalando con su brazo la puerta y diciendo con voz ronca, pero penetrante: “¡Afuera!” -¿qué pasa? – preguntó entonces el otro señor Uhmuhl, comisario de policía en la Malá Strana, y un tipo huesudo y seco lo mismo que su hermano. -esta bruja se coló aquí y está hablando mal de los muertos. Tiene una lengua que corta como un chuchillo. -¡pues córtasela! -esto no se hace en los entierros- dijeron varios de los presentes. -¡hasta armó una vez un escándalo en un camposanto!. -¡fuera, fuera! ¡Deprisa! – ordenó el señor comisario cogiendo a la señora Ruská de la mano. La señora siguió sollozando como un niño. -¡Qué escándalo! ¡Y en un entierro tan bonito! – observaron los que quedaban. -ahora, ¡silencio!- mandó el comisario a la señora Ruská, al ver que llegaban el párroco y los capellanes. La acompañó hasta la escalera y, aunque ella hizo toda clase de esfuerzos por hablar, el comisario no le dejó decir una sola palabra y la condujo implacablemente hasta la puerta de la casa. Allí llamó a un guardia y le dijo: -conduzca a esta mujer a su casa para que no arme escándalo durante el entierro. La señora Ruská se puso roja como una amapola y ya no se dio cuenta de lo que le pasaba. -¡qué escándalo! Y en un entierro tan bonito – comentaban las gentes en la plaza. Los señores Uhmuhl, los hijos del señor Uhmel, escribano municipal; los nietos del señor Uhmel, tintorero, eran, como se ve, unos señores muy severos. Y contra la señora Ruská habían promovido la indignación de la Malá Strana, y podría decirse que la del mundo entero si la Malá Strana abarcara – como yo, hijo del barrio, quisiera- todo el mundo. Al día siguiente la señora Ruská fue citada para comparecer en la comisaría de la calle Mostecká. Había allí mucho movimiento. Cuando despachaban en el verano, con las ventanas abiertas, se les oía en toda la calle. A cuantos iban allí les daban unas voces que infundían pavor. En aquel tiempo aún no existía el trato cortés que imponen ahora las leyes policiacas. A menudo se colocaba allí, debajo de las ventanas, en la acera, José el harfenista, conocido revolucionario de la Malá Strana. Y si alguno de nosotros, jóvenes, pasaba y le miraba, José le guiñaba un ojo, señalaba con su pulgar hacia arriba y exclamaba sonriendo tranquilamente: “Están ladrando”. En ello no creo que hubiera nada de desprecio, sino que José no trataba más que de expresarse del modo más gráfico posible. Y allí estaba, con su mantilla y su gorra de los lazos de color verde claro, en la tarde del 4 de mayo del año 184…, la señora Ruská ante el severo comisario. 13


Parecía abatida, miraba al suelo y no contestaba. Pero cuando el señor comisario hubo terminado sus severo discurso y le dijo: “No se atreva más en su vida a presentarse en ningún entierro… ¡ahora, márchese!”. Se marchó. Entonces un comisario podía prohibir hasta que uno se muriese. ¡Excuso decir presentarse en los entierros! Cuando salió de la oficina, el digno funcionario dijo a uno de sus subordinados: “ella no tiene la culpa. Es como una sierra: corta lo que se le pone por debajo”. -¡tendría que pagar una multa en favor de los sordomudos! – observó el subordinado. Se rieron en alta voz, y… en paz. Pero la señora Ruská no pudo conseguir durante mucho tiempo restablecer el equilibrio de su alma. Al fin – todo llega-, lo encontró también. Aproximadamente después de medio año, se mudó de casa y alquiló una habitación precisamente al lado de la puerta de Oujezd. Pr allí tenían que pasar todos los entierros. Y ante cualquier entierro que pasaba aparecía la señor Ruská a la puerta de su casa y lloraba de todo corazón.

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