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informe especial
Las cicatrices de Machuca
Condena al Eln En marzo de 2007, la Corte Suprema de Justicia ratificó una condena de 40 años a la cúpula del Eln por el atentado de Machuca y determinó la responsabilidad penal tanto de los autores materiales como del Comando Central, que además deberán pagar una multa de 200 salarios mínimos. ‘Francisco Galán’, ex vocero del Eln, acompañará el jueves 16 de octubre a una delegación encabezada por el vicepresidente Francisco Santos, el presidente de la Comisión de Reparación Eduardo Pizarro, la directora de la Fundación Víctimas Visibles Diana Sofía Giraldo, y varios funcionarios de la Gobernación de Antioquia, con el propósito de pedir perdón a los habitantes de Machuca. La comunidad está dividida sobre si es posible o no perdonar al grupo guerrillero. Mientras algunos consideran que es un paso hacia la reconciliación siempre y cuando se garantice la no repetición, otras sostienen que no están listas para perdonar y que tal vez necesiten otros 10 años para poder hacerlo.
El 18 de octubre de 1998 un atentado del Eln contra el oleoducto de Machuca mató a 85 personas.
Diez años después del atentado del Eln al oleoducto en Machuca, los sobrevivientes no han logrado volver a la normalidad y el Estado no ayuda. 60
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o sé qué me duele más, si tener el cuerpo con cicat r ices que me arden con el sol, que mi hijo Edward tenga más cicatrices que yo, haber perdido a mi hija Nayíber, que yo tan joven esté viuda o que a estas alturas tenga que pedir como limosnera la ayuda como víctima”, dice Luz Mery Estrada, de 39 años, sobreviviente del atentado del Eln contra el Oleoducto Central, en la
Fotos: Julio César Herrera / Cambio
zona de Machuca, Antioquia, el 18 de diciembre de 1998. Un voraz incendio se llevó la vida de 85 personas y dejó a otras 30 con quemaduras graves, y 68 viviendas reducidas a cenizas. En el cementerio, un lote donde crece la maleza y se pudren arrumadas 70 cruces de madera con los nombres de los muertos, Luz Mery recuerda la tragedia. La acompaña su hijo Edward de 14 años. “Si así han cuidado este camposanto ¿qué puede esperarse de lo demás?”, se pregunta y tras abrazar y besar a su hijo comenta: “Él
fue lo único que pude salvar”. Lo dice con rabia contenida y continúa su relato: “El humo empezó a meterse por las rendijas de la puerta y cuando empecé a ahogarme abrí la puerta y ese humo o gas, no sé, me quemó la cara... Corrí y metí la cara en el lavadero. ...Edward, de 3 años, y Nayíber, de 7, quedaron debajo de una pared y solo pude cargar a mi Edward y salir corriendo con él monte arriba... La niña ya estaba muerta”. En la huida y en medio de la angustia no se dio cuenta de que también tenía las piernas quemadas. “A medida que corría dejaba pedazos de piel pegados en la maleza pero no me dolía, lo único que quería era salvar a mi bebé”. Una hora duró huyendo de las llamas. A su paso fue encontrando quemados que pedían agua. “Algunos murieron sin probar una gota”. Agrega que ella y su bebé fueron trasladados inconscientes a Medellín, donde duraron tres meses en un hospital antes de ser dados de alta. Hoy, 10 años después, sus heridas siguen ardiendo. En Machuca, un caserío minero donde la temperatura promedio es de 37 grados centígrados, es casi imposible ocultarse del sol. Por eso Luz Mery y su hijo tienen que vivir
Mery Estrada besa a su hijo Edward, a quien rescató de las llamas en 1998.
con el cuerpo cubierto. “El sol se siente como un millón de hormigas picando al mismo tiempo”, se lamenta. Solo cuando cae la tarde y baja la temperatura sienten algo de alivio. Como ellos viven otros cuatro sobrevivientes. Son los únicos que siguen en el pueblo, pues el resto se trasladó a Segovia y a Medellín, muchos sin recibir la ayuda y la atención que les prometieron. Luz Mery dice sentir una tristeza profunda y cuenta que todos los días se pregunta por qué no murió ese día. Sus negros pensamientos desaparecen al pensar en Edward, que sufre mucho con su apariencia. “Mi obligación es estar a su lado para darle
fuerza y transmitirle amor por la vida —afirma—. Por fortuna no lo atormentan, como a mí, las imágenes del día del atentado, pero me parte el alma cuando llega llorando porque siente que lo miran mal... Cómo se sentirá, que cuando en el colegio le pidieron que se dibujara, se pintó como Betty ‘la fea’...Se volvió agresivo, le gritaban cosas. ¡Ha sido terrible!”. La sensación de incertidumbre se acentúa cuando llama a pedir la indemnización a la que tiene derecho como víctima y se la niegan. “No he tenido dinero para ir a donde un especialista de la piel y tampoco para ponerle un psicólogo a Edward —sostiene—. Todo el mundo cree que ya nos dieron las ayudas a todas las víctimas pero solo me han dado 500.000 pesos. Dicen que no tengo derecho a más porque la tabla de indemnizaciones fija precios por perder un ojo, una mano o un pie, pero por las quece maduras...”.
Cambio › Octubre 16 de 2008 › www.cambio.com.co
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Hace 10 años Machuca se congregó para enterrar a las víctimas del atentado.
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El dolor de estar vivo
Machuca es un pueblo a medias, dejado hasta de la mano de Dios. La iglesia está con candado y hace meses no hay cura. No tiene ni acueducto ni centro de salud, y la calle principal solo está pavimentada hasta la mitad. Hay niños que piden limosna y en cada cuadra hay un prostíbulo o un cafetín donde unas pobres mujeres ofrecen un lamentable y decadente espectáculo de streaptease. Algunos habitantes montaron negocios pero otros no tuvieron más opción que emplearse como raspachines. La fiebre de la coca subió en 2003. Entonces en el pueblo trepidaban las motos de alto cilindraje y ensordecía el volumen de los “corridos prohibidos” que ponían en las cantinas. Había mucho dinero, pero el año pasado con la fumigación de los cultivos ilícitos y un programa de erradicación manual, la bonaza se esfumó. Algunos, sin embargo, siguen en el oficio en los cultivos de coca de Tierradentro, La Mata, Pinto, El Cagüi y La Tamalera, en la zona más selvática de Machuca. Además, como consecuencia del derrame de crudo en el río Pocuné es casi un milagro conseguir peces o que los mineros artesanales logren colar un grano de oro como lo hacían antes del atentado. Hoy en Machuca se siente el hambre y lo curioso es que el barrio que hace 10 años terminó convertido en cenizas es el más bonito. Sus casas, entregadas como indemnización a algunas vícti62
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María Cecilia Mosquera reza ante la tumba de su esposo y sus tres hijos.
mas, están pintadas en colores vivos y dan una falsa apariencia de alegría. “Las fachadas no reflejan lo que hay detrás —asegura María Cecilia Mosquera, de 41 años—. Aquí lo que hay es un dolor que no se quita”. Muchas casas están mal construidas, y lo más grave es que hay víctimas que aún no han recibido ayuda. Siguen esperando las indemnizaciones de Acción Social, la agencia presidencial, calculadas en 2.000 millones de pesos. María Cecilia tiene cicatrices en el 60 por ciento del cuerpo. Perdió a su esposo y a sus tres hijos de 8, 12 y 16 años. Varios días después de los hechos despertó en una clínica en Medellín. Hoy vive sola y a pesar de que siempre tiene la sonrisa a flor de piel para saludar a los que le compran gaseosa y comestibles, su fuente de sustento, no logra ocultar tras su cuerpo robusto y sus casi 1,80 metros de estatura la sensación de impotencia que le dejó el atentado. “No soy para nada feliz —dice—. A veces siento como si estuviera congelada en el tiempo: abro los ojos y me despierto ese día antes de que pasara todo y alcanzo a salvar a mi familia, pero los cierro y ya pasó… No puedo hacer nada”. Siente miedo al pensar en su incierto futuro. “Pienso en qué me espera como mujer, como trabajadora, como ser humano, y me da miedo de mí misma”. Y agrega: “A veces siento que este pueblo es un circo para el Gobierno y para el país que solo se acuerda de nosotros cada aniversario”. Es lo mismo cada
año en octubre: “Un desfile de funcionarios, periodistas y hasta delegados internacionales —señala—. Puras promesas, bla, bla, bla…”. Por eso protestaron hace algunos días ante funcionarios de la Gobernación que los visitaron para anunciarles que para recordar la tragedia habría una fiesta por la vida. “No puede haber fiesta si todo el mundo está triste y aburrido”, dice María Cecilia. Vladimir Moreno, de 33 años, que salió ileso del atentado pero perdió a varios familiares y amigos, sostiene que no solo faltan ayudas económicas. “También quedaron en deuda con la reparación moral y psicológica”. Asegura que a mucha gente todavía le da miedo prender los fogones de la estufas, salir de noche, ir al río, caminar cerca al oleoducto. Él es minero y todos los días se levanta a las 3:00 a.m. a buscar oro en el río. Allí pocos hablan de lo que pasó. “Veo a los niños corriendo y pidiéndome que les apague el fuego —dice—. Escucho gritos, explosiones y pienso que todo fue una pesadilla”. Moreno ayudó a rescatar heridos y a llevar los cadáveres hasta la iglesia para la identificación. “Me desmayé en el entierro colectivo y después estuve en un hospital, me estaba ‘deschavetando’ —cuenta—. Cuando salí me mandaron calmantes, el olor de la gente ardiendo no se me quitó durante meses y aún no puedo superarlo”. En Machuca, 10 años después, los recuerdos siguen vivos, las heridas no se cierran.