Presentación
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contracorriente de lo que sucede en los medios periodísticos, donde cada vez se cierran o son más exiguos los espacios para la cultura y la creación, Yagular, revista literaria de El Jolgorio Cultural, surge con el afán de que los lectores de la revista cuenten con un espacio de creación y reflexión, de difusión de la creación gráfica y literaria, tanto local como nacional, esperando un diálogo entre creadores emergentes y consolidados. En alguna parte, Julio Torri comentó que “los mexicanos no sabemos vivir; los mexicanos sólo sabemos morir”. En los tiempos que corren, época trágica sin consciencia trágica, aquel aserto toma relevancia especial. No obstante, si en apariencia este país se desgaja, desde adentro, a diario, suceden hechos y procesos que atestiguan una dinámica contraria, divergente. La creación se erige como ese territorio, ese archipiélago de resistencia frente al status quo. Para existir se necesita primero ser nombrado; pero para entrar en el universo de la escritura, es necesario asumir, con el propio nombre, la suerte de cada sonido, de cada signo, nos recuerda Edmond Jabès. Yagular —palabra bizca revelada por un amigo—, en donde confluyen Yagul con yugular, uno de año 1, núm. 0, noviembre-diciembre 2011
yagular es una revista de creación y reflexión literaria y gráfica de el jolgorio cultural, de periodicidad bimestral.
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los sitios mesoamericanos más entrañables, en pleno valle de Oaxaca, con dicha vena, crucial, que nos nombra y sostiene. Yagular es, entonces, una tentativa –una más, dirán– de nombrar lo esencial, lo vital desde el origen, desde Oaxaca con nuestra historia, contexto y circunstancias particulares. Yagular quiere ser la toma de conciencia de un grito. Yagular busca “crear otra voz: / la voz ausente adentro de las cosas”, como quería Juarroz y nosotros con él. Este número cero, misceláneo, es un especie de laboratorio, de espacio que permite la experimentación y el juego, para esbozar caminos futuros. Abrimos este número con un cuento de Edgar Omar Avilés, La última batalla de los ancianos (pag. I). Después, sigue un ensayo, El malestar de la velocidad (pag. II), de Vivian Abenshushan. También publicamos poemas (pag. X) de Ernesto Lumbreras; una crónica, Héroe (pag. XII), de Alejandro Arteaga; y una breve entrevista a Mónica Castillo (pag. XIV). Cerramos con algunas Sugerencias para pasar en cama un domingo (pag. XVIII) de Graciela Romero, Diamandina. La portada es una ilustración de Charles Glaubitz, y en interiores, de Daniel Acosta. Directorio: Juan Pablo Ruiz Núñez, Alonso Aguilar Orihuela, Saúl Hernández Diseño: Ignacio Zárate Huizar Colaboradores: Vivian Abenshushan, Alejandro Arteaga, Edgar Omar Avilés, Mónica Castillo, Ernesto Lumbreras, Graciela Romero (Diamandina) Ilustradores: Charles Glaubitz (portada), Daniel Acosta (interiores y contraportada)
La última batalla de los ancianos
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e los miles de millones de ancianos, sólo una décima parte sobrevivió a las tormentas eléctricas, a los calamares gigantes, a las brasas del sol multiplicadas por las olas, a los sedientos tragos de sal, a los colmillos de los tiburones y al aguijón de las mantarrayas. Pero al fin llegaron al fondo más profundo del mar. Entonces taladraron roca y hierro con pico y dinamita y muchos más murieron vomitando sangre o se marchitaron sus corazones como fruta, o sus huesos tronaron como si fueran ramas secas. Fueron cientos de miles los que explotaron junto con las cargas de dinamita o quedaron sepultados entre los túneles. Pero hubo cerca de un millón de ancianos que llegaron a la esfera de cristal que mora en el centro de la Tierra. —¡Era verdad! —gritan temblando de alegría. —¡Sí: aún somos niños! —lloran con los cuerpos exhaustos. Los viejos se arremolinan, acercando sus manos callosas para sentir las manitas suplicantes a través del cristal. Adentro, los niños se apilan, golpeando en vano la esfera. —¡Ey, miren! ¡Ésa soy yo! —grita una anciana señalando a una niña morena de largas trenzas. —Y yo soy ese chico tan… tan solo... ¡Hola! —susurra y luego grita un viejo esquelético señalando a un niño gordinflón. Escriben en el cristal, con letras al revés, en todos los idiomas conocidos: “Aléjense y cúbranse”.
e d g a r o m a r av i l é s
Los ancianos ponen cargas de dinamita alrededor de la prisión, a una distancia exacta para que solamente estalle el gruesísimo cristal. Pero a medio minuto de detonar, llega el terrible Grarunda, vociferando: —¡Así que han venido a rescatarse! Los ancianos levantan sus bastones para hacerle saber que no los atemorizan las garras ni las mandíbulas de los tripsélidos, el ejército de Grarunda. —¿Qué no saben que cuando ustedes toquen a su niño, desaparecerán? Los ancianos aprietan los puños mientras asienten. Saben eso y saben aún más por los sueños en donde se les reveló que en realidad eran niños encerrados en una prisión de cristal en el centro de la Tierra; que sus vidas y su mundo falso eran proyectados por los niños para no enloquecer en el encierro en que Grarunda los confinó hasta que necesitara alimentarse. —¡Aún somos niños! —exclaman los ancianos para darse coraje, para no escuchar el serruchar de los colmillos de los tripsélidos, para no percibir la bola de fuego que Grarunda va acumulando entre sus manos, para no temer que cada uno, al tocar a su niño, dejará de ser lo que ya fue. Los ancianos disponen sus escasas fuerzas para sostener sus metralletas, para quitar el candado de las granadas, listos para la batalla; mientras los chicos en la esfera retiemblan, se concentran, para darles en lo posible vigor a sus ancianos. I
El malestar de la velocidad
vivo en las profundidades de nuestro ser, allá en lo hondo de él”. Es el tiempo que pasa el hombre en su ocio o entregado a las tareas del espíritu, como sucede en aquel grabado de Durero, San Jerónimo en su celda, que muestra al santo absorto en sus pensamientos mientras a sus espaldas lo custodia, sin interrumpirlo, un reloj de arena. Se necesita tiempo para pensar, nos dice Jünger, y su libro además de rastrear las glorias de la ampolleta, y con ella la historia de nuestro sentido del tiempo, es también una crítica, no exenta de melancolía, sobre la pérdida de la facultad de pensar, una pérdida asociada a la constante premura de la civilización mecanizada: “Quien vive completamente inmerso en este orgulloso mundo nuestro de titanes, en sus goces, sus ritmos, sus peligros, podrá llegar a realizar grandes cosas en él, pero lo que no podrá hacer es enjuiciarlo.” Parece que deberíamos emprender cuanto antes ese estudio de la velocidad, como propone Virilio o el día menos pensado la realidad se extinguirá frente a nuestras narices por exceso de velocidad, como ya sucede con buena parte de nuestra existencia que consiste en ir de un lado a otro sin parar, o sea, sin tiempo para vivir. En poco más de un siglo, la velocidad se ha convertido en el gran absoluto alrededor del cual se organiza todo el sistema, desde las teorías científicas y las comunicaciones hasta la vida cotidiana, el trabajo, la educación, la comida, los sentimientos. El ritmo de la ciudad global, con
¿Y quién podría decirnos si no comenzaremos a cansarnos un buen día hasta de la propia velocidad?
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vivian abenshushan
va l e ry l a r bau d
l filósofo y urbanista Paul Virilio propuso, no hace mucho tiempo, la creación de una nueva ciencia, la dromología, dedicada al estudio y análisis de la velocidad. La tarea parece no sólo fundamental sino urgentísima, como sucede con todo en esta época ultrarrápida, pues estamos ya muy cerca de no darle alcance a esa noción fugitiva (no olvidemos que hoy la telecomunicación utiliza en sus transmisiones la velocidad de la luz, que es insuperable) para reflexionar sobre ella, cosa que por cierto toma su tiempo. “Hemos de tener tiempo si es que queremos entretenernos con relojes”, escribió Ernst Jünger en su libro consagrado al del reloj de arena, el único tipo de reloj que toleraba en su estudio, precisamente porque nada tenía que ver con el molesto tictac de un mundo demasiado ajetreado y demandante. El tempo del reloj de arena es, para Jünger, la representación de nuestro tiempo más íntimo, un tiempo que está “vivo no sólo en nuestros días de infancia, de vacación o de jardín, sino II
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su horario 24/7 (a todas horas, todos los días), nunca se interrumpe. Durante la noche, mientras América duerme, las redes cibernéticas siguen dictando su mensaje desde el otro lado del mundo, y al despertar, la secretaria del departamento de facturación encontrará su bandeja de entrada con toneladas de correos electrónicos por responder, es decir, de trabajo acumulado. No es extraño que hoy el tiempo se haya encogido pavorosamente y la humanidad entera sienta que el día no le alcanza, que su ritmo, un ritmo demasiado humano, ya no corresponde a las exigencias de una realidad dominada por el frenesí de la máquina y ordenada bajo la cadencia insensata del stock exchange. “¡No tengo tiempo para nada!”, he aquí el grito general de un planeta enfermo de velocidad. “Buscábamos el arte elemental de curar al hombre del frenesí de los tiempos”, eso era lo que querían Jean Arp y los artistas de dadá al despegar el siglo XX, un siglo que emplearía como ningún otro la fuerza de la velocidad no sólo para democratizar el confort sino para arrebatárselo al mundo rápidamente, gracias a la capacidad destructiva de la Gran Guerra, esa violencia multiplicada por radares, bayonetas y aviones, un arsenal imparable que exiliaba al hombre de la vida, como lo hizo con Arp quien muy pronto huyó a Zurich, una ciudad pequeña y lenta y ajena a la guerra, donde armaría un gran quilombo (una forma, decía, “de restaurar el equilibrio entre cielo e infierno”)
junto con sus amigos de protesta. Hoy, como entonces, la dinámica de la aceleración sigue exiliando al hombre de sí mismo, y las ciudades se van poblando de sombras lentas, hombres de pies cansados y semblantes aturdidos que han perdido su rumbo y ya no quieren continuar… La era de la revolución del microchip es también la era de los hombres exhaustos. Me he enterado recientemente de que al vocabulario de nuestros malestares se ha agregado un nuevo término: timesickness, la percepción obsesiva de que el tiempo se desvanece, las horas extra ya no bastan y es necesario pedalear cada vez más rápido para seguir (no se sabe hacia dónde, no se sabe por qué). Un nuevo mal para este milenio lleno de males nuevos, que podría llamarse también Síndrome del Conejo Blanco o Síndrome de Benjamin (en honor a Franklin, ese hombre infatigable y presuroso, que además de haber sido uno de los padres de Estados Unidos, inventó el pararrayos, negoció tratados con las confederaciones indias, formó una milicia para construir fuertes fronterizos, fundó la primera compañía de seguros, el primer cuerpo de bomberos y el primer periódico independiente y dibujó la primera caricatura política de su país, y después de todo eso aún le quedó tiempo, tal vez porque dormía menos de seis horas diarias y vivía bajo un horario estrictamente reglamentado, de configurar la ética del trabajo que dominaría al mundo por los siglos venideros, en libros como The Way III
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to Wealth, donde apuntó: “¡Pero cuánto tiempo desperdiciamos en dormir!”) En fin, no es extraño que en Estados Unidos, la patria de la velocidad, el malestar del cronómetro se haya convertido en pandemia, según las estadísticas proporcionadas por el doctor Larry Dossey, quien acuñó el término time-sickness en 1982, después de haber padecido él mismo los efectos de nuestro orgulloso mundo de titanes. Ahora la pandemia se extiende no sólo en Occidente, sino en países orientales que habían vivido históricamente bajo la sabia filosofía de la holganza, como China. En la medida en que la sofisticación tecnológica y la economía global se han vuelto inescapables no hay fábrica u oficina en Taipei o Bangalore que no se haya contagiado finalmente de la angustia del tictac. Faxes, celulares, alarmas digitales, bippers, ringers, timers, ésta es la imparable producción de artefactos que no dejan de invitarnos a orar: “¡Oh, Dios mío, voy a llegar tarde!”, esa nueva Liturgia de las Horas. Hay un ascetismo de la velocidad que consiste en la renuncia radical al goce de la vida. Se trata del mismo ascetismo del trabajo externo (iba a escribir: extremo) que describió Marx: una labor penosa que enajena al hombre, mortifica su cuerpo y menoscaba su personalidad. Si bajo la estructura de la jornada de trabajo el tiempo ya no nos pertenece sino que le pertenecemos a él, cuánto peor si esa jornada se prolonga indefinidamente y nos sigue a todas partes con trabajo que se lleva a casa, notas que se toman durante el viaje, llamadas que no cesan a la hora
de comer. El ascetismo de la velocidad es sacrificio del tiempo propio (el tiempo del sueño y la conversación, del amor y el cuerpo, de la contemplación y de todo lo que sirve al placer de la gente libre), por tiempo ganado (el tiempo de los negocios). Ahorrar tiempo es ganar tiempo, y si el tiempo es oro, el que lo ahorra y lo gana se enriquece. Y dado que nuestra época ha obedecido como nunca a la exhortación de hacer dinero, se considera legítimo y hasta admirable desaparecer la sobremesa y convertir el restaurante en extensión de la oficina. Eso me recuerda aquella frase de Johann Kasper Lavater, padre de la fisiognomía y eclesiástico de la iglesia reformada, según la cual ni siquiera en el cielo “podemos conocer la bienaventuranza sin tener una ocupación”. En otras palabras: el paraíso ya no es el ocio (esa forma de perder el tiempo, según Franklin); el paraíso es el trabajo mismo. En eso consistió, entre otras cosas, la gran reforma de la iglesia: en poner al cielo y al infierno de cabeza. Porque sólo el surgimiento de un nuevo mito, el mito de la salvación por el trabajo, podría revertir en el hombre su íntimo rechazo al yugo, su tendencia natural a holgazanear. De vivir en esta época, en que millones de hombres y mujeres ponen en peligro su vida y destrozan sus propios nervios por trabajar sin descanso y llenarse de ocupaciones en la playa, probablemente Lavater se sentiría en la gloria. Todos esos hombres y mujeres se han convertido, sin saberlo siquiera, en los mártires modernos de la ética protestante, para la cual el trabajo más que
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una necesidad, es un llamado, el sentido último de la existencia. ¿Quién entre estos ascetas entregados a la sagrada causa laboral se opondría hoy a una nueva reforma: la abolición del domingo? Si, como escribió Weber, el espíritu del capitalismo encontró en la ética protestante su justificación esencialmente religiosa, con la velocidad descubrió algo más: una forma de éxtasis secular, una adicción (“el único vicio nuevo”, lo llamaría el escritor francés, amante de los desplazamientos y los viajes, Paul Morand). En el camino de la autoinmolación, al time-sickness sigue el burnout: el cansancio de todos los cansancios, el último cansancio, después del cual sólo queda un gran vacío. Ningún afán ya, las manos ya no toman nada. Suena el teléfono, nadie responde. El burnout es la postración de un sistema nervioso exhausto, una resaca por sobredosis de eficiencia. Síndrome de Agotamiento Profesional. Sus efectos están más allá de la fatiga física, los dolores de cabeza, las úlceras, los insomnios, las irritabilidades. El burnout es el preludio de la muerte del alma, el alto precio que pagan los soldados del deber, fustigados por un reloj tiránico (cada vez más horas, cada vez más rápido, “casi bien no es suficiente”). El cuerpo cansado es un cuerpo que se rebela, un cuerpo que ha hecho el paro y defiende su derecho natural a reposar. A través del agotamiento, el tiempo biológico intenta imponerle un compás distinto al hombre del tiempo frenético; le dice: “Detente...” Pero el burnout es una alarma tocada a destiempo, cuando el corredor ya se ha desfondado,
se ha deshumanizado hasta convertirse en un autómata, un extraño de sí mismo. Lo que sigue parece más bien un freno inútil, un freno después de la catástrofe. Ansiolíticos para ralentizar un cuerpo inerte. Y entonces los médicos aconsejan un “régimen de ocio” que devuelva la vida al paciente: conversar con los amigos, ir al cine, beber una copa de vino de vez en cuando, jugar con los hijos, ensayar una nueva gimnasia amorosa, apagar el celular. Como han dejado de ser hombres, los soldados de la eficiencia requieren que sean otros quienes les recuerden que lo son. Algo semejante advirtió Séneca sobre el hombre ocupado, un personaje anómalo en la cultura latina: “¡Pensar que existe gente que tiene que confiar en otro para saber si está sentada! Un hombre así no es un ocioso, hay que darle otro nombre: es un enfermo, más aún, es un muerto. Es ocioso aquel que tiene la sensación de su propio ocio. Y vivo a medias el que necesita un indicio para darse cuenta de los hábitos de su propio cuerpo. ¿Cómo puede éste ser dueño de tiempo alguno?” Thomas De Quincey, que describió admirablemente el primer accidente sobre ruedas, sabía que la velocidad es la reina de la muerte súbita, cuya variante laboral sería hoy el karoshi: hemorragias cerebrales, trombosis, infartos del miocardio, el colapso repentino del cuerpo provocado por exceso de trabajo, un ir más allá de las propias facultades, meter el acelerador a fondo hasta hacer estallar los pistones del corazón. En 1969, en Japón, el monstruo asiático del control de calidad, un empleado de veintinueve años que traba-
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jaba horas extra en una compañía periodística falleció a causa de un infarto. Se trataba del primer caso conocido de karoshi después del cual no han dejado de producirse a todas horas (las estadísticas del ministerio japonés del trabajo reportan diez mil muertes al año). Leo en una página de internet dedicada a la defensa de las víctimas de karoshi la historia del señor Yagi, un hombre que trabajaba catorce horas diarias y gastaba tres horas y media en el tren para ir y volver de la oficina. Murió a los cuarenta y tres años; en su diario personal escribió: “Al menos los esclavos tenían tiempo para comer con sus familias.” Después de leer esto, la admiración que despierta Japón en el mundo entero, esa capacidad para recuperarse de la guerra y convertirse en una de las economías más potentes del mundo en menos de tres décadas, me parece, por lo menos, inquietante. Esa admiración sin matices, repetida hasta el hartazgo por los gurús del management (“¡Implementemos la orientación del proyecto nipón y sus estrategias de coordinación interdepartamental optimizada!”), forma parte del expediente equívoco de nuestro tiempo. Un mundo que sólo vive para trabajar y trabaja hasta morir es un mundo de dispépticos que se prepara para transformarse en un mundo de semi dementes. Con todo ese rigor a marchas forzadas sólo se ha logrado que la vida ya no merezca ser vivida. En Japón se ha llegado a tan triste estado que al número de muertes causadas por exceso de trabajo se suma el número de suicidios originados por su
carencia. Durante su recorrido anual por los bosques de Aokigahara, a fines del año pasado, la policía japonesa encontró setenta y tres cadáveres, la mayoría de jóvenes que se quitaron la vida porque no encontraban empleo o habían sido despedidos. Las presiones del capitalismo turbo (obtener la máxima producción a la mayor velocidad y con el menor costo) ha obligado a las grandes empresas a hacer recortes de personal y sobrecargar de tareas a los señores Yagi, para ajustarse a los costos internacionales. A los japoneses, como a todo mundo, les resulta cada día más difícil encontrar empleo, incluso si han estudiado en las mejores universidades. Y así, los que trabajan lo hacen bajo condiciones de presión inaceptables que soportan —dispuestos incluso a desfallecer— sólo por miedo a perder la quincena, y quienes no la tienen prefieren el suicidio a una vida vergonzante (bajo la moral japonesa no hay oprobio más abrumador que la imposibilidad de servir a la sociedad, ni acto más noble o forma más honrosa de rebeldía que el suicidio). Pienso en ese bosque de cadáveres al pie del majestuoso monte Fuji y recuerdo aquella frase de Morand: "La velocidad es una ruta sembrada de muertos, una sed perpetua que nada sacia, un suplicio omitido por Dante.” Pienso que Aokigahara y la epidemia de muertes absurdas son como instantáneas ominosas, emblemas de un porvenir donde las aflicciones asociadas a la velocidad de nuestro tiempo se volverán habituales, si no crónicas. Son instantáneas que ya no retratan a una civilización sino a su
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opuesto voraz, un sistema opresivo que exige a las personas convertirse, a cualquier precio, en fuerza de trabajo (una categoría cada vez más ajena a la subjetividad, al deseo personal o la vocación), para alcanzar no sólo el sustento sino el derecho de ciudadanía (el derecho a formar parte de la gran ciudad del consumo global); pero es el mismo sistema, con sus dinámicas encarnizadas, el que cancela todos los días la posibilidad de alcanzar esa categoría, restringiendo cada vez más los espacios para la supervivencia y animando la aparición de hordas de seres frustrados, enfermos, exhaustos y tristes, condenados al hundimiento. ¿Será esa contradicción del sistema el canto fúnebre de su locura? A veces en el fondo del más terrible cansancio anida la rebelión, el deseo de restaurar el equilibrio perdido. “¡Estamos cansados!” ¿No era ese el grito de batalla de Martin Luther King en sus arengas públicas? Se puede empezar simplemente por ser perezoso; después de todo, la pereza es eso, “una estrategia subjetiva para burlarse de las coacciones del reloj” (Barthes). El perezoso es, según la etimología latina, un hombre lento. Alguien que desafía de manera indirecta al evangelio unificado de la prontitud, un rebelde pasivo: hace las cosas, es cierto, pero mal y con demora. ¿Quiénes son hoy los únicos que no tienen prisa? Los vagabundos, los juerguistas, los desocupados y los niños, que son los emperadores del tiempo verdaderamente libre, ese tiempo que no ha entrado en la sala oscura de los interro-
gatorios. Todos ellos se encuentran en posesión de su tiempo y mientras juegan o caminan lentamente hacia ningún lado no hay segundero que les recuerde la hora. Entre ellos se encuentran también los perezosos, los que abandonan la tarea, los que desertan. Diógenes celebraba el noble arte de dejar las cosas sin hacer. Nadie más digno de admiración, decía, que el que iba a hacerse a la mar y no zarpaba, el que se disponía a casarse y no se casaba, los que estaban preparados para aconsejar a los poderosos y no se acercaban a ellos. Hace tiempo que persigo el rastro de esos pocos hombres de paso lento e indeciso, esos prófugos de la acción. Me gusta imaginarlos detenidos súbitamente en medio de todo, como si fueran los actores de una película inconclusa, una película a la que se ha puesto pausa para siempre. Y hace tiempo también que he querido escribir un relato sobre ellos. Sería el relato de un grupo anónimo y disperso de meseras, cirujanos, cajeros, vendedores de seguros, editores de periódico, que el día menos pensado, al salir a la calle a comprar cigarros para luego volver a la brega, simplemente no regresan a la brega y se quedan parados, inmóviles, en medio del frenesí caótico del mundo. Una pandemia de ciudadanos anónimos petrificados en las esquinas, a mitad de la calle, mientras el ajetreo de las avenidas y los automóviles les pasa de lado. Algún día lo escribiré, pero no llevo prisa, hace tiempo que arrojé mi reloj al basurero.
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ilustraci贸n: daniel acosta
Poemas
e r n e s to l u m b r e r a s
14 De los demonios bienhechores la mejor de sus costumbres no es (de ningún modo) el sostener la vacilante, grávida, feliz respiración de un corredor que atraviesa un desierto bajo la niebla. Los he visto hacer cosas mejores: morderse un pezón hasta sangrar con tal de procurarse un grito para espantar cuervos de una viña o levantar un castillo con la sola ayuda de dos o tres escarabajos estercoleros. 15 Hace muchos días, Dolor, levantaste un templo creyendo que hacías una rosa o un patíbulo. 17 Para Rodolfo Mata Yo tuve un incendio, aquí, entre mis manos. Como hablaba tanto le puse un coro de mariposas. Como soñaba tan poco me dejó ver su harem de muchachas dormidas. Con sus llamas azules me mostró el camino de espanto que hay, entre pensar un rinoceronte “huyendo y ensangrentando” cultivos de algodón en algún lugar de Alabama y el ensayo de música de la banda de un manicomio rural en Sicilia. Si soy franco, tengo todavía una llaga supurando en todos mis
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poemas
dedos. No era la aurora ni anunciación alguna lo que abrigaba en ese entonces de las corrientes como de los aguaceros. Ni me hice rico ni me hice santo por guardar ese fuego que también preservaba un cerdo pinto y cuarenta y siete loros de Ipanema. 28 Cuando las nubes bajan demasiado a la tierra, sobre los muros de la Cárcel Municipal, los reos dibujan con trozos de carbón estas figuras: mujeres de senos y culos demenciales, trenes desapareciendo en túneles sin salida, ondulantes parvadas de zanates volando hacia el ojo de Dios. 36 Para Laura Calderón de la Barca Te llamaré piedra de ámbar dentro de un vaso de agua. Ni salvación de ánimas en un huerto de granados. Ni noria de sapos azules. Desde antes de despertar tuve ese nombre, hecho con una alegría fácil como de campana a la hora del ángelus. Busqué una música de patio interior y un abanico de viaje largo para que al llamarte estuvieras aquí, sin haberte ido, despertando apenas con cara de haber soñado un jaguar abriendo a canal tu propio sueño. De algún modo así ya te llamabas, en la otra vida, sin que mis palabras te inventaran saliendo de la tina de baño y yo me encontrará ahí para decirte, te llamaré piedra de ámbar dentro de un vaso de agua.
XI
Héroe * En la más baja de las sombras, sepultado tras densos nubarrones de niebla, como una basura que arrastra el agua sucia de lluvia. Así nos gustaba revivirlo, porque no teníamos más: en un hueco, recordando una vida quizás imaginada como una bomba, un incendio sin límites y una cara rota... * Así debían contarse las historias que no se desean revelar. O así: * En un pequeño pueblo, un niño asiste con sus compañeros de escuela a la proyección de una película sobre el fin del mundo. El cine es un hueco gigantesco y húmedo, otra película para contarse en noches de lluvia. Los niños han sido guiados en filas a través de las calles, bajo el sol y el sonido de radios que emiten viejas noticias. La sala parece construida sólo para proyectar ese filme. * Son los años ochenta del siglo XX. * La película relata la historia de otro pequeño pueblo cuya vida es trastornada por el inicio de una conflagración nuclear en sus propias calles. En la inocencia de los llanos del pueblo, sin saberlo, se construye también una bomba. Nadie puede recordarlo ahora. * Porque lo más hermoso es que nadie iba a salvarlo…
a l e ja n d ro a rt e ag a
* Años después, un adolescente recorre en bicicleta una calle de un pueblo de la costa. Al pasar, en una radio casera la voz de un reporte de último minuto anuncia el comienzo de la guerra. El adolescente vuelve a casa a toda velocidad sintiendo que los árboles se incendian a su paso por el estallido de los misiles que ya vienen. La guerra, al menos ésa, no sucede allí. * Era un niño que en nuestro barrio gustaba de guardarse en las zanjas de los baldíos a dormir, como quien elige —en una lógica bélica incuestionable— que cualquier hueco es una trinchera o un refugio, una manera de velarse ante el llano abierto de un campo de juegos… * Varias noches, el niño, en su habitación, revive la misma pesadilla: un abstracto remolino que se contrae y con su movimiento esfuma todas las cosas del mundo. Afuera quizá el cielo de la noche también se cae a pedazos. * Y, en la sala, el filme transmitía múltiples fallas, como si sufriese el azote de su trama. * Nos gustaba verlo balancearse como un idiota, perdido de todos, llorando por las piedras que le lanzábamos y él confundía con racimos de balas en una guerra muy suya. Y mirarlo rodar por el polvo como un hombre muerto; y la sangre como un XII
h é ro e
de matarlo para que se quedara ya de continuo en su trinchera tibia y soñase con los arrullos de las balas que lo precipitaban al suelo. Matarlo a patadas en el hoyo hasta hundirlo más como él quería… * Y alguna vez la noche lo sorprendió mirando el agua y recordó de golpe que no había héroes en esa película, aviones sí y derrumbes, muchachos aterrados, una maqueta gigante del pueblo en llamas, la onda expansiva de un aire hirviente que convertía en esqueletos a los niños y a sus perros. Y en el cine, no en la pantalla sino en el cielorraso, en una oscuridad iluminada, había una película más íntima, un remolino turbio como cosas de muy atrás, llevando con su ritmo una agonía jubilosa y limpia como el agua que miraba desde el puente.
ilustración: daniel acosta
dibujo en la cara, ya para siempre lejos de su madre, perdido en el remolino que no acaba, el remolino que lo desaparece con el mundo. Era lindo verlo como un muñeco roto, posar la lengua en el polvo para librar el hambre… * El niño buscaba cada tarde, antes de volver a casa, objetos en el cielo, un punto cualquiera que se pareciese a las luces de una película olvidada casi por completo. Y luego de pedalear innumerables curvas y pendientes, casi de noche, alcanzaba un puente solitario y podía mirar el agua sin prisa, apenas el tiempo necesario para que no lo sedujera el vértigo. * Qué gracioso nos parecía con la cara aterrada y sucia. Disimulábamos tras las esquinas las carcajadas y nos daban ganas
Labor artística, trabajo de participación. Entrevista a Mónica Castillo saúl hernández
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na de las artistas más interesantes de su generación, durante 17 años hizo carrera dentro de la pintura, pero en el 2004, sin embargo, dio un giro: Mónica Castillo (México, D.F., 1961) viajó a Yucatán para fundar una escuela. Más tarde se estableció en Berlín para realizar un especialización de arte para grupos específicos. Actualmente, entiende “la labor artística como un trabajo de participación”. Y “en ese sentido”, dice Castillo, aquella labor “está muy relacionada con la parte formativa”. Sí, con la docencia, pero lejos de los paradigamas pedagógicos verticales y autoritarios.
“La labor artística como un trabajo de participación”, ¿te refieres a algo parecido a la estética relacional de Nicolás Bourriaud? Sí, claro. Parte de ahí. Hablas de Berlín, participación y formación, ¿tienen algo que ver las ideas de Joseph Beuys? Digamos que Beuys me interesa mucho más que Bourriaud. En el sentido de que la reflexión que hace Beuys, en relación con la aplicación social del arte, es de las más serias y consistentes. Incluso si pensamos en el cliché de lo que sabemos de Beuys: que cualquier persona es un artista. Pero más allá de pensar la acción política como una forma de diseñar la sociedad. A mí se me hace que esas ideas están relacionadas con la manera de pensar el arte desde un punto de vista de la creación de formas. Beuys también defiende la idea de que la acción social parte de una manera de pensar lo artístico en un campo extendido. Si ya lo pensamos de esa manera, estamos hablando no de una cuestión disciplinaria, sino de una cuestión cualitativa. Existen disciplinas, claro, pero lo que a Beuys le interesa es cómo se hace aquello, cómo el indivi-
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duo puede estar involucrado al 100%. Él dice a través de la creatividad, en cualquier actividad humana. ¿Estás interesada en aquellos territorios colindantes entre lo político y lo poético, entre lo artístico y el activismo? Sí, me interesa ver de qué manera lo visual puede acompañar un movimiento ciudadano. Ahora estoy participando con el movimiento de Javier Sicilia, no tanto porque sea fan de él (tampoco ese movimiento se deba de leer exclusivamente a través de él), pero creo que es la única perspectiva que existe hoy en México para poder mostrar un descontento con la política gubernamental. Estoy haciendo una acción en donde la idea es bordar un pañuelo por cada uno de los muertos que lleva la guerra [contra el narcotráfico] hasta ahora [50 mil a la fecha]. Parto de una lista, hecha en Francia, en donde se describe a cada uno de los muertos, a veces tienen nombre, a veces no. La idea es crear estos 50 mil pañuelos. Creo que este ejemplo es importante para mostrarte cómo me imagino estos desplazamiento entre la creación, la docencia y el activismo. Como se puede uno mover, también, desde un punto de vista autoral entre estos campos. A veces pienso que el mundo del arte mexicano es sumamente higiénico y que no está interesado en involucrarse en estos temas. Yo creo que hay muchas posturas, hay gente que tiene mucho más interés en la acción social o en la vecindad con ella. Hay otra gente, digamos, un grupo de artistas al que sí le interesa la reflexión de
cómo poder comentar o acercar. Porque esto implica una instrumentalización del conocimiento generado por el arte. Sin embargo, también hay artistas a quienes no les interesa. Dicen que la creación simbólica tiene que ser una creación de conocimientos por sí misma, sin instrumentalización alguna. Son posturas distintas que se contraponen y son grupos distintos. Sin embargo, yo creo que si uno no hace la chamba de reflexión sobre la cercanía del arte y la sociedad, entonces estamos cerca de un arte que es ajeno y aburrido. Creo que yo ya hice eso 17 años y ya no me interesa tanto, porque ese arte es el que está completamente cooptado por el sistema comercial de éste. En cierto momento tu trabajo se asoció a cierto activismo o reivindicación de algunas ideas de género. Nunca he hecho activismo feminista, es algo que generacionalmente no me tocó. Digamos que las temáticas que retomé durante mucho tiempo se pueden leer desde una idea de la construcción de género, sí, sin duda... Hace tiempo trabajaste con el autorretrato y con la idea de la identidad, supongo. En tu trabajo reciente ¿retomas esas reflexiones o las dejaste a un lado? El autorretrato como identidad nunca me interesó mucho. Me interesaba precisamente intervenir esa idea tan establecida en el mundo y la historia del arte. El artista se representa a sí mismo y lo que él representa es una metáfora de lo que él siente. Nunca entendí, no era una idea que yo creyera que debiera ser así. A mí me interesa una representación que pue-
XV
e n t r e v i s ta a m ó n i c a c a s t i l l o
da funcionar de una manera genérica, casi utópica. Cómo pensar el autorretrato como una imagen. Eran aproximaciones que las dividía en tres temas: el cuerpo, la imagen y el otro. Eran temáticas que iban surgiendo a través de esta investigación que hice durante 7 años, pero que no me interesaba seguirla como se había entendido en el nuevo mexicanismo, en la nueva tradición de Frida Kahlo, o el autor que pinta autorretratos. A mí me interesa el autorretrato como una estrategia, no como un sello de artista. En el momento en que eso ya se me hizo como hit comercial y como referencia obligada dentro de mi trabajo dejó de interesarme. No conocía tu trabajo relacionado con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. Me sorprende el cambio, radical, por decir lo menos. Me plantea la pregunta de un hipotético rol del artista. El quiebre sucedió en Yucatán, porque ahí es un espacio que queda absolutamente fuera de cualquier circuito artístico, suceden muy pocas cosas. Cuando te empiezas a mover en un medio así, adviertes que las cosas sobre las cuales has armado ya no tienen importancia. Ni para bien ni para mal. Para mí fue un cuestionamiento muy grande: para quién hago qué. El mundo del arte es muy enajenante. Eso existe aquí y en todos lados. En una ocasión, en una exposición en NY, estaba en histeria porque un video no estaba encendido el día que fue el curador tal. Tuve la suerte de decir: ¿realmente es esto lo que quiero?, ¿realmente quiero preocuparme por este tipo de cosas? Y se me hizo ridículo, pero el mundo del arte te
lo hace creer como realidades respaldadas, existe todo un sistema comercial y de valores que está detrás de eso: invertir la mayor cantidad de atención para que tú hagas la mayor cantidad de dinero y por lo tanto acumules la mayor cantidad de ego, porque todo se puede comercializar. Esa centralización de poder, ego y dinero sobre una sola persona me empezó a desgastar. Por más que el mundo comercial diga que es muy abierto y que acepta todo, un proyecto como el de los pañuelos no le interesaría en absoluto. Pienso en Santiago Sierra... ¿Qué piensas de la provocación en el trabajo artístico? Hay algunos artistas que sí les atrae aquello... Ahora que mencionas a Santiago Sierra, a él sí le interesa, a otros artistas no, incluso se indignan fuertemente con un artista como él. A mí me interesa que el arte mantenga elementos de subversión. Sí, creo que la provocación puede llevar a ciertas reflexiones. Hay gente que dice no, provocar no sirve de nada, una provocación no te lleva a procesos de reflexión que te hagan ver las cosas de otra manera. Yo estoy completamente en desacuerdo. Ése es el tipo de argumento en relación con Sierra. Pero, ¿qué tipo de reflexión puedo yo sacar de esa acción tan vulgar? Considero que sí puede llevarte a reflexiones importantes en el sentido de que, en la provocación, el cuerpo está integrado, hay algo ahí que emocionalmente te está violentando muy fuerte. Yo creo que esas son las reflexionas más interesantes, porque ahí es donde empiezas.
XVI
Sugerencias para pasar en cama un domingo con tuits de @dearmars, @dtarazonav, @barbariana y @yehosafat g r ac i e l a ro m e ro
@ d i a m a n d i na
Antes que nada, sepa que tiene opciones... Tres puntos suspensivos: lo que es, lo que puede ser y lo que parece que puede ser. @ Dtarazonav Mientras aún duerme y para entender dónde está, recuerde de dónde vino y no olvide a dónde, o al menos en dónde, va Antes, todo esto era líquido amniótico. @Yehosafat La vida es un viaje y ya nomás queda lugar en la cajuela. @Yehosafat Ande, ya no espere más Mi paciencia se acabó cuando tuve que esperar nueve meses para nacer. @DearMars Despierte, pero tenga cuidado con las señales engañosas El peligro de confundir las ganas de mear al despertar, con las ganas de vivir. @ Barbariana De cualquier manera, despabílese, siga, mire todo lo que hay o invente qué hay que mirar No es un bostezo, estoy sorprendiéndome en cámara muy lenta. @Barbariana Piense, mientras se despereza en el presente, cómo venderle su pasado a su futuro Yo sí voy a poner en mi currículum que fui un vaquero de los 5 a los 7 años. @Barbariana Y mire hasta dónde ha llegado Con 19 años ya he vivido lo suficiente para convertirme en villano. @DearMars Pero no tema, siempre habrá algo que lo salve de usted mismo para que luego usted se salve de los otros Una vez, un libro me sacó cargando de una casa que ardía en llamas. @Yehosafat No está solo, ahora está solo, pero nunca está solo; dese un momento a pensar en los demás XVII
híbridos
¿Y si las latas que pateamos en la calle estaban esperando a alguien? @DearMars Deje de esperar al futuro, no llegará Yo todavía estoy esperando el fin del mundo del 2000. @DearMars Aquí no existe el principio ni el fin. Preferimos el desastre. @Dtarazonav Piénselo bien, para qué quiere llegar al final si todo está aquí, en el camino, allá no va a encontrar nada Los días deberían incluir al final una hoja con las soluciones. @Yehosafat Y sin embargo, lo sabe En esta casa estamos cerca del final. Siempre. @Dtarazonav Aunque todavía no se haya puesto de pie, es natural que esté cansado, y pensar que aún tiene que levantarse Este Domingo ya duró semanas. @DearMars Reconsidere sus opciones Yo quiero ser fantasma, ya de una vez.@Dtarazonav Pero sepa que a veces, cuando no hay más adónde ir, es mejor quedarse aquí Había una vez un cielo. Lo juro. @Dtarazonav Este domingo ya duró semanas, esta semana ya duró tres vidas, es natural que esté cansado, y todavía tiene que levantarse, pero piense mejor lo que está pensando hacer No dejó nota suicida pero sí un montón de trastes sucios. @Yehosafat No se vayan a morir a menos que sean dignos de un monumento. @Barbariana Recomendamos que siga vivo, que aguante, todavía queda mañana, todavía quedan lugares donde puede estar mejor En mi corazón todos son dinosaurios. @Dear Mars El futuro fue un fracaso, en él ya estamos extintos, y qué tranquilidad por eso, qué bueno. Después de todo ya es demasiado tarde. No tiene que levantarse hoy. Vuelva a dormir.
XVIII
Colaboradores Vivian Abenshushan (Ciudad de México, 1972). Ensayista. Es fundadora de la editorial independiente Tumbona Ediciones y está por aparecer su nuevo libro de ensayos, Escritos para desocupados. Daniel Acosta (Ciudad de México, 1984). Estudió artes plásticas en la Universidad Veracruzana. En el 2004 realizó estudios de arte en la Academia de Bellas Artes y Diseño de Bratislava (Eslovaquia). Actualmente es impresor del taller La Huella Gráfica, en la ciudad de Oaxaca. Alejandro Arteaga (Ciudad de México, 1977). Estudió Lengua y literaturas hispánicas en la UNAM. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el periodo 2006-2008, en el área de narrativa. Actualmente es editor de Casa del Tiempo. Edgar Omar Avilés (Morelia, Michoacán, 1980). Narrador. Estudió Lengua y literatura hispánicas en la UNAM y en la escuela de escritores de la SOGEM. Este año recibió el Premio Nacional de Cuento Joven Comala 2011. Charles Glaubitz (Tijuana, Baja California, 1973). Ilustrador, diseñador gráfico, educador, y artista plástico. Hijo de padre karateca norteamericano y madre curandera de Los Mochis (Sinaloa). Creció como skater, break dancer y bmx, en medio de videojuegos, cómics, animación y surf. Hace lo mismo que hacía desde una edad temparana: dibujar. Saúl Hernández (Ciudad de México, 1982). Artista visual que ya no produce. Es editor de sur + ediciones y editor adjunto de El Jolgorio Cultural. Ernesto Lumbreras (Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966). Poeta y ensayista. Ha recibido, entre otros, el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes y el Premio Nacional Testimonio Chihuahua. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores. Los poemas publicados pertenecen a Lo que dijeron las estrellas en el ojo del sapo, libro de próxima aparición en Bonobos. Graciela Romero (Guadalajara, Jalisco, 1982). Estudió Letras hispánicas, ha publicado en algunas revistas impresas y virtuales. Actualmente hace lo que puede.
XIX