Collar de perlas - Rulfo, Etchegaray, Córdoba, Michela, Espinosa

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Colecci贸n

En la atm贸sfera (narrativa)

El mens煤 ediciones www.elmensuediciones.com.ar


Collar de perlas / Griselda María Catalina Rulfo ... [et.al.] ; coordinado por Mercedes Espinosa. - 1a ed. - Villa María : El Mensú Ediciones, 2012. 120 p. ; 21x15 cm. - (En la atmósfera; 5) ISBN 978-987-27570-2-1 1. Narrativa Argentina. 2. Relatos. I. Rulfo, Griselda María Catalina II. Espinosa, Mercedes, coord. CDD A863 Fecha de catalogación: 11/12/2011 Contacto con las autoras: mechaespinosa@yahoo.com.ar

Editor . Darío Falconi Diseño de tapa . Robinson Ríos Diseño de interiores . Darío Falconi Logo editorial . Santiago Gallardo El collage digital que ilustra las narraciones de Francisca María Córdoba es una gentileza de Mónica Poggetto. © 2011 Rosa Michela, Griselda Rulfo, Juana Echegaray y Francisca María Córdoba. © 2011 Mercedes Espinosa, Peretti. © 2011 El Mensú ediciones. Queda hecho el Depósito que establece la Ley 11.723 www.elmensuediciones.com.ar / http://elmensu.blogspot.com mensu.ediciones@gmail.com (0353) 4549453 — (0353) 154201252 ISBN 978-987-27570-2-1 1ª edición. Tirada: 130 ejemplares Libro de edición villamariense (Argentina). La responsabilidad de las opiniones expresadas en las publicaciones de EL MENSÚ son exclusiva competencia de los autores, firmantes y herederos; las mismas, no reflejan necesariamente el punto de vista del Editor ni de la Editorial. Del mismo modo la editorial no se responsabilizará por la utilización de las imágenes que pueda contener la publicación, la inclusión de las mismas, como el permiso de hacer uso de ellas dependerá de cada autor/es. Prohibida la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito de su Editor. Su infracción será penada por las leyes 11.723 y 25.446.


COLLAR DE PERLAS

Una experiencia que dio origen a estas páginas. Dejando que las palabras nazcan a través de lo que se ve, toca, oye, huele o saborea.

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Taller Literario de Narrativa Mercedes Espinosa, Peretti (Coordinadora)

Collar de perlas Rosa Michela Griselda Rulfo Juana Echegaray Francisca Mar铆a C贸rdoba



. Presentación .

Como si fuera un collar de perlas al que se le hubieran desprendido sus cuentas color luna, cuatro mujeres desgranan sus historias, nos prestan su magia. Ellas son, Rosa Michela, Griselda Rulfo, Juana Echegaray, Francisca María Córdoba, integrantes del Taller Literario de Narrativa, coordinado por Mercedes Espinosa, Peretti en Villa María. Abrimos sus puertas y nos asomamos. Los veintidos “perlas cuentos” que integran esta antología llamada “Collar de Perlas” nos sirven de preludio y a su vez nos lleva a introducirnos en el Taller para contar cómo se trabaja las palabras al explorar nuevas posibilidades y alternativas que se manifestaron en ese espíritu crítico y curioso compartiendo con los demás los trabajos transformados en cuentos, narraciones y también reflexiones. La lectura hace a una producción escrita, si no se lee las palabras se agotan; de un pozo agotado no se puede beber. Así

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es de fundamental la buena literatura ya sea tradicional, clásica, moderna o posmoderna. Siguiendo muy de cerca los estilos y las innovaciones de muchos de esos autores a través de sus cuentos y novelas que sirvieron de modelo y también de disparadores de un recuerdo, una vivencia que nos rozó alguna vez dejando una huella muy clara en nosotros. Nos detuvimos especialmente en la literatura escrita por mujeres. El nuevo relato, el que se anima a transgredir. Nombres como el de Clarice Lispector, Gioconda Belli, Ana María Bovo, Pilar Mañas, Esther Cros, Ángeles Mastreta, Ana María Shua, Isabel Allende, Andrea Maturana, son algunas de las que enriquecieron los escritos. Por eso todo cuenta, todo sirve para sumergirse y contar una historia. El tono empleado es de suma importancia. A veces se apela a uno gris y triste o a uno vulgar, cotidiano, trágico, humorístico, grave, raro. Y ahí, el animarse a los finales diferentes, inesperados, se presenta como una posibilidad. Para sorprender al lector, porque es lo inverso de lo que quizás pudiéramos pensar. Allí reside la magia de la narrativa. Encontrar el camino o los caminos que lleven a lo único y original. ¿Qué es difícil? Sí, no lo duden, pero todo se logra empezando por una punta, como decía mi mamá. Es cuestión de empezar. Al principio serán seis líneas, en donde seguro, escribiremos algo de lo que nos pasa. Emociones trasladadas al papel. Hasta que poco a poco se suman las descripciones, personajes, escenas, conflictos. Nos metemos en la piel del protagonista, vivimos sus emociones. La realidad supera la ficción porque los problemas están seguramente al alcance de

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la mano, muchas veces vislumbrados un día en blanco, una tarde cualquiera o en una siesta de verano. En ocasiones ese protagonista o personaje se nos escapa y es natural retomar el hilo conductor de los hechos. Entonces reflexionamos sobre lo escrito. Empezamos a ver otras facetas y surgen las dudas. Nos parece que no es original. Le atribuimos defectos. No nos convence. Sin embargo, en otros ejercicios, la historia surge de un tirón, estaba ahí agazapada, como quien dice a la vuelta de la esquina. Pero, surgen las disculpas, “yo lo hice, no sé cómo”, “no me fijo en los errores, ni en las comas, ni en los puntos”. Sólo se me da”. Pura intuición, espontaneidad, envidiable condición del escritor que en todo taller es prioritaria. Justo ahí es donde comienza la reflexión y el aprendizaje. La introducción a un aspecto significativo de una narración acerca de personajes, protagonistas, espacio, tiempo. Ya que se agregan ciertas especificaciones acerca del hecho principal, otros elementos referidos al tiempo, digresiones varias sobre objetos, descripciones y sugerencias sobre gestos y actitudes. Pensamientos o sentimientos de los personajes que van conformando dicha narración. Los disparadores sirven para mover los hilos de los recuerdos, lo vivido y lo observado escondidos en el laberinto de nuestro cerebro, pero de tanto en tanto, asomados incrédulos de tanto olvido. Son ideas, ejercicios o actividades que le sirven a la imaginación para crear sus narraciones, sin dejar de lado la teoría que permitirá reflexionar sobre la propia producción. Aquí presentamos algunos de esos disparadores apuntados a la creación del escritor.

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He re n cia a) ¿qué se puede heredar? ¿qué es lo más preciado? b) Heredamos una familia — un secreto — una joroba — la mala suerte — la torpeza — una nariz de una determinada forma — la inclinación a tocar música — a pintar – un mal carácter — un objeto que no queremos. Entonces, a escribir un texto que proyecte una sensación de confusión o desorden.

Re ceta de co cin a ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Quién? Puede ser protagonizado por un aprendiz de chef pasando por una abuela, una navidad, un encuentro, un brindis, un conflicto. ¿Qué ritmo le prestamos? Suena como en poesía, pero se logra utilizando frases cortas y largas. El escritor Cortázar las utilizaba a menudo. Al yo protagonista o al personaje se le fue el tiempo. Es muy lento y no lo puede alcanzar, esto da lugar a frases cortas, seguidas de frases largas, se estiran y otras se acortan. Todo depende de cómo barajemos.

D e p a rta m e ntos e n ve nta Primero demolieron el frente. Dejando al descubierto las altas habitaciones todavía pintadas de azul y otras con un empapelado del que quedaban girones de una época de esplendor despegado.

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Pusieron una valla de metal. Después llegó la excavadora y luego colocaron un cartel con la imagen de los cinco departamentos que tendría el edificio. Lo raro era la frase en el cartel: “Ilusiones en venta. Cómodas cuotas y cómodos balcones”.

Ca ra cte rístic a de los p e rs o n aje s Son varios, algunos afectados por el nervio ciático, otro nervioso, de mal humor, trastornos digestivos, irritabilidad, miedos, dolor de cabeza, falta de apetito, depresión. Relacionarlos a nivel social, familiar o laboral es un desafío. Puede ser en un velorio, o en una comida aniversario del club social, o en un reencuentro de alumnos nivel primario.

In s pírate e n u n a c a n ció n “Ansiedad de tener tus encantos”. En un prospecto adjunto a un medicamento. No tomar este medicamento sin prescripción médica, ni suspender bruscamente. Puede ocasionar efecto rebote y aumentar la ansiedad. En el Taller Literario de Narrativa , esos disparadores son sólo sugerencias, sirven para que las inquietudes literarias de muchos no se pierdan en el olvido. También para rescatar ese duende imaginario que todos llevamos en lo más profundo y luego volcarlo en palabras para acercarlo al lector.

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Escribir con una finalidad estética utilizando “esa palabra que

despierta mil imágenes” , exacta en su definición pero también bella en su expresión. Cuatro mujeres, cuatro escritoras nos cuentan. Buscaron dentro de sí mismas y nos regalaron un pedacito de su alma. Cada una tiene su estilo, pero algo en común, sus ansias de comunicarse, de dar a conocer algo tan preciado como es la originalidad dada a sus historias.

Mercedes Espinosa, Peretti

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Para Carlos y Félix, Los hombres de mi vida. Agradezco a María Eugenia Vera que fotografió y diseñó la cubierta; me dio su tiempo y su amor.

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. COLLAR DE PERLAS .

Ana había muerto hacía dos semanas. Olivia se enteró por una nota que los abogados, encargados del testamento, le hicieron llegar. Allí le decían que siendo familiar directo de la difunta heredaba todos sus bienes. Ana Enriqueta Jordán era hermana de su abuela paterna. Olivia no la conocía, la familia raramente hablaba de ella... Cuando llegó al departamento, ya estaba vacío. Olivia había contratado una empresa que evaluó y vendió todo objeto de valor. La propiedad misma estaba vendida. Sus pasos resonaban en el piso… Sólo quedaban las marcas de los cuadros en las paredes y el lugar donde habían estado los muebles. Una extraña sensación de tristeza la fue invadiendo, ¿esto es todo lo que queda de una vida? En la cocina había una puerta que daba a un lugar pequeño que desembocaba en el ascensor de servicio, allí habían dejado dos canastos con papeles y objetos para tirar. Le llamó la atención un cuaderno de tapas duras. Un común cuaderno escolar, con

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sólo abrirlo supo que era un diario. Miró la fecha y arrancaba el cuatro de diciembre de mil novecientos cincuenta y dos, al hojearlo comprobó que allí guardados había años de aconteceres. Lo puso en su bolso y se fue. Todo ese día con su noche no pudo apartar los ojos ni la mente de la historia que contaba el cuaderno de Ana. Hablaba de un amor, hablaba de Sebastián, romántico, apasionado, bohemio. Hablaba de noches de pasión. De días eternos sin él. Hablaba de un amor prohibido, de un hombre ajeno, que pertenecía a otra, así decía “pertenecía”. De celos. De noches pasadas en la terraza bailando con las sombras leves que proyectaba la luna creciente. Hablaba también del rechazo de su familia, Sebastián no sólo era casado pertenecía a otro mundo. No tenía linaje ni dinero, solamente tenía su sonrisa blanca y su mirada burlona. Bruscamente el diario se interrumpe. No había nada más, una nota, nada. Ni el eco de pensamientos o recuerdos o rencores. Nada.

Tres días después, en la escribanía donde se concretó la venta del departamento, cuando todo hubo acabado uno de los abogados le pidió que la acompañara a su oficina Allí le dijo que en los últimos años su abuela Matilde visitaba a Ana y que siempre le hablaba de ella, de su carrera de su vida. Pocos días antes de su muerte le pidió le diera algo que para ella era muy especial. Le entregó un estuche ovalado de gamuza. Dentro

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hab铆a un collar de perlas y una nota, donde le ped铆a que fuera feliz y que no permitiera que nadie se lo impidiera. Era la letra del diario. Fue s贸lo al llegar a su casa cuando sac贸 el collar del estuche vio que en el reverso del broche estaban grabadas las iniciales entrelazadas. A y S.

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. EL PUEBLO QUED Ó DEVASTA D O .

La sequía golpeaba el remoto lugar habitado por un puñado de campesinos. Las nubes estaban ausentes, un sol abrazador devoraba el poco verde que se veía en algunos lugares. Mateo traía las cabras desde el cerro. Era un hombre flaco, oscuro, arrastraba los pies resquebrajados y tenía los ojos ardiendo por el hambre y la sed Mientras el sol se escondía divisó por el camino la silueta de un jinete… Al acercarse reconoció a un gendarme, estaba armado y se lo notaba molesto. —¿Has visto a un hombre blanco en estos días? Mateo pensó en el misionero que les traía azúcar, yerba y a veces cigarros. –No, le dijo al soldado, no vi a nadie. ¿Ha hecho algo malo a matado a alguien? Eso no te importa avisá si lo ves, no lo andés escondiendo porque vas a pagar vos, entendiste? —Sí señor —contestó Mateo sin mirarlo. Cuando el jinete se perdió en el horizonte empezó a soplar el viento que arrastró a los truenos multiplicados por el eco en los

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cerros. Y empezaron a caer gotas como monedas de polvo hasta que la lluvia generosa fue llenando los huecos y lavando las piedras. Mateo dejó que el agua le mojara la cara... Despacito se metió en el rancho y sin mirar al hombre acuclillado detrás de la puerta le dijo –Oyó don, lo andan buscando, tiene que irse, la noche es buena escondedora y el agua borra las huellas.

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. CON LA PEQUEÑA LUZ DEL AMANECER . (in s pirado e n c u e nto de Carlos Ve ra)

Francisco Catalino Páez conocido también como Pancho se despertó antes que aclarara. Se mojó la cara y el pelo. Se enjuagó la boca, salió de la tapera donde estaba oculto. Sobre el murmullo del río oyó el chapalear de los remos, notó o vio que los juncos de la orilla se movían, se mantuvo inmóvil como una piedra. Necesitaba luz un poco más de luz para estar seguro que lo que oía no era producto de su imaginación. De pronto en un vislumbre vio la cabeza de un hombre. Era Antonio, el miedo lo hacía ser cauteloso… Sabía que si Francisco lo primereaba no tendría escapatoria. Se lo había jurado, estaba armado y no le temblaría el pulso, la muerte del muchacho estaba pendiente. Antonio no quería hablar pero lo golpearon lo patearon hasta que cantó. Amanecía, la claridad crecía lentamente, Pancho ya no tuvo dudas, por entre las totoras vio al tipo que entregó al muchacho. Acomodó la carabina, ahora veía claramente desde su lugar los movimientos del otro.

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Fue un disparo limpio. Entre los ojos. Casi no hubo ruido ni gritos. Nada. Al rato Pancho se acercó y vio que estaba muerto lo empujó con el pie, el cuerpo sin vida cayó al río, allí era caudaloso y de corriente rápida. Arrastró la canoa y la fue haciendo leña trabajosamente. Madera dura buena para calentarse por las noches. Tal vez hoy atrapara una nutria o un conejo. Sentía el alma en paz su hijo estaba vengado. Ojala que ahora se calmara el dolor.

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. MONSTRUOS .

María Eleuteria del Corazón de Jesús llevaba veinte años encerrada en su casa, envenenada con su propio veneno. Estaba enojada con su padre porque una vez le dijo que hubiera preferido un hijo varón. Estaba enojada con su hermano ya que siendo hombre le quitaba lo que hubiera sido suyo. Estaba enojada con los hombres que no la amaron negándose a aceptar que era la culpable del rechazo. Estaba enojada con esa vida tan larga que no terminaba nunca. Hubiera querido morir tantos años atrás, no recordaba cuántos. Estaba llena de autocompasión y no se permitía aceptar que su vida era sólo una vida más, igual a cientos de vidas. En sus desvaríos inventó criaturas monstruosas que la acosaban día y noche. Una mano la despertaba rozándole la espalda. Cuando soplaba el viento oía voces susurrando amenazas. Alguien cambiaba de lugar las tijeras, las llaves.

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Había un cancerbero con su cabellera de serpientes acechando la puerta y durante días enteros no salía de casa por no enfrentarlo. Su vida era miserable, comía poco y mal, de vez en cuando caía en su patio la pelota de los chicos que pateaban en el baldío. Ella invariablemente la devolvía destrozada por el cuchillo de la cocina. Una tarde una anciana llamó a su puerta sólo quería acompañarla, preguntarle si necesitaba algo, no se dignó contestarle la despidió rabiosamente. Esa noche los monstruos no le permitieron dormir. En la oscuridad de su cuarto unos ojos malignos la espiaban, las voces del viento gritaban. Los perros aullaban convocando desgracias. No tenía fe, ni amigos. No amaba a nadie, llevaba veinte años encerrada en su casa revolcándose en la miseria de una vida sin amor. Con criaturas horrendas creadas por su mente enferma. Tanta soledad no tenía salida. María Eleuteria del Corazón de Jesús era su propio monstruo. Dentro de ella habitaba un espíritu maligno aunque el nombre elegido por su madre dijera lo contrario.

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. TRASLA D O .

En avenida Colón y Alberdi vive Don Eusebio Castilla, es un barrio de casas bajas con jardines y veredas arboladas. Verjas y ventanas generosas. La casa tiene tres dormitorios. Una cocina amplia. Un ventanal sobre la mesada que mira el patio, tiempo atrás poblado de flores. Una huerta y árboles frutales. Hoy los vidrios se ven descuidados y los pisos sin brillo. Es que no podés seguir viviendo solo papá, con la inseguridad y sin teléfono es un peligro, aceptalo viejo a tu edad vas a estar mejor en un geriátrico. No en cualquiera claro en uno que te guste. El viejo no decía ni que sí ni que no. Resistía. Se resistía a dejar la casa donde vivía desde hacía no me acuerdo bien pero Antonio era chiquito cuando la compramos. Malenita nació tres años después, de eso me acuerdo bien. De alguna manera el viejo resistía. Hasta que ocurrió lo de la ventana.

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Le gustaba mirar la calle ver la lluvia los autos que pasaban raudos salpicando agua y barro. Los ojos se quedaban prendidos afuera, una vez él perteneció a ese mundo. Correr para ganar lo necesario para la familia. Las cosas cambian, hoy todo es lento para él, si tuviera que apurarse no podría. Piensa y sonríe sin alegría. Sonríe con bronca no le gusta ser viejo, quedarse sentado a esperar la muerte. Estar solo. Casi siempre solo. Entonces ocurrió. Un atardecer ventoso y frío se sintió observado. En un principio era una sombra. Con los días tenía ojos y actitud amenazante. Se quedaba mirando su casa mucho tiempo, el suficiente para asustarlo, Le contó a Antonio, viene casi todos los días y se queda parado mirándome, te juro hijo que da miedo. Cierro con llave bajo la persiana y ya no puede verme pero sé que está acechándome. La sombra en la vereda fue ocupando todas sus horas. No podía dormir, dejó de comer hasta que enfermó… Don Eusebio está listo esperando que pasen a buscarlo. Sus hijos encontraron un lugar, te va a gustar papá tiene jardín, hay gente de tu edad para conversar iremos a verte todas las semanas lo prometo. En dos bolsos medianos de lona caben sus cosas. El viejo de pie observa la habitación donde vivió tanto tiempo. Sus pies clavados en el piso no quieren irse. ¿Qué es una habitación? Cuatro paredes y un techo? Sólo eso, en ese cuarto nació su hija, murió su

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mujer. Y la vida que transcurrió adentro? Y las risas y los llantos y los sueños? Dónde se fueron. Y la sombra en la vereda habrá sido real o sólo un espejismo que inventa la soledad? El viejo comprende que está confundido y que tiene ganas de llorar. Llorar hasta que lo ojos se le caigan.

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. AUSENCIA .

Hacía dos años que Margarita se había ido a conversar con los ángeles, a veces en la noche la escuchaba caminar por el piso de madera del almacén. Gregorio se había enamorado de su mujer desde la primera vez que la vio. Era un hombre hosco de carácter encrespado. Pero Margarita le suavizaba la voz y la mirada, por eso cuando murió se sintió como si le faltara el aire. Sus padres eran inmigrantes, él nació en la terrible travesía oceánica, los barcos resultaron precarios para los sin trabajo recién venidos de la guerra. Nada en su vida fue fácil. Apenas aprendió a leer y hacer cuentas para el almacén donde trabajaba su padre que había empezado como peón de otro italiano. El negocio estaba instalado en una ochava que hacían la calle de los Mártires y la Plaza de las carretas. Gregorio llevaba las cuentas, barría y repartía mercadería en un canasto casi tan grande como él. La vida lo endureció, aprendió a llevar los libros y controlar a los proveedores. La naturaleza

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fue mezquina, flaco como un quijote de nariz prominente. Sólo su boca era carnosa y sensual. A pesar de su aspecto desgarbado tenía éxito con las mujeres. Pero era difícil de domesticar y se les escapaba cuando creían que lo tenían amansado. Margarita iba todos los días al almacén, casi una niña. Casi. Decía que le gustaba el olor del jabón, del pan y las especias, lo que más le encantaba era el olor de la lavandina porque eso aseguraba que la limpieza fuese perfecta. Cuando Gregorio quiso acordar estaba fregando con entusiasmo toda la bodega sólo por verla sonreír... Los padres de ella no veían con entusiasmo la relación de su hija, criada para alguien mejor que aquel hombre pobretón y sin modales. Pero el amor barrió con todos los obstáculos. La boda fue en un día luminoso con campanas, cura y flores. Con tal de tener a su Margarita con él, Gregorio cerró los ojos y se tragó con hidalguía la mirada socarrona del Padre Anselmo, enemigo político que disfrutó viéndolo sudar en la ceremonia. Después vinieron tiempos de amor y progreso. El almacén se fue agrandando. Llegaron dos hijos. Siempre estuvieron juntos excepto cuando Gregorio viajaba a la capital por negocios. Desde allá le escribía cartas apasionadas. Margarita lo había convertido en poeta. Ahora estaba sólo de ella. No lo quería aceptar porque sentía que le faltaba una parte de su cuerpo. Una noche la soñó lejana. Casi invisible. Perdida para siempre. Entonces pudo llorar sin consuelo ni pudor.

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Nunca había creído en el más allá, pero ahora no sabía que pensar. ¿Y, si fuera cierto? Si realmente hubiera otra vida? En su desolación decidió creer que sí. Que su Margarita lo esperaba en algún lugar. Fue entonces que empezó a escribir las cartas. Primero con dolor, luego con amor, sólo amor. Varios años después de la muerte de Gregorio su hijo mayor las encontró, ciento veintidós cartas escritas en papel azul guardadas en un costurero antiguo junto a hilos de colores.

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. LAS MARGARITAS .

“Las Margaritas” era un lugar remoto, un caserío metido entre montañas y valles. Lo habitaban diez familias, casi todas emparentadas por bodas, amores fugaces o rencores eternos. La vida era cómoda, simple. Las estaciones se sucedían, los cometas pasaban y su cabellera sembraba de luces el lugar. Un día entre otros días llegó una mujer. Vino en un automóvil azul y la bocina espantó los patos y alborotó a los perros, traía unos papeles con sellos y firmas donde se decía que ella Leopoldina Ángela del Corral era la dueña de toda esa tierra ahora ocupada por gente sin ningún derecho de estar allí. Que yo pagué buen dinero para hacer en este lugar lo que se me antoje, y se me antoja construir un hotel con piscina y jardines colgantes como los que había en Babilonia. Al principio la gente pensó que estaba loca, sobre todo cuando dijo que iba a colgar los jardines pero con los días fueron llegando personas, camiones y máquinas que empezaron a cavar.

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José, dueño del almacén se animó a decir que no, que no me voy, que esta casa fue de mi padre y antes de mi abuelo. Otros dijeron lo mismo. Todos empezaron a protestar y a decir que se quedarían allí porqué así había sido siempre. Leopoldina se fue en su reluciente automóvil y las máquinas se detuvieron. Todos suspiraron aliviados y se felicitaron por haber tenido el valor de protestar. El alivio duró poco, la mujer volvió con jueces, abogados y policías. El juez les explicó que la señora era la legítima dueña. Había comprado a la provincia tierras fiscales, que ahora eran suyas, y había decidido hacer un hotel. La vista era espléndida, haría caminos, dijo también a los habitantes del lugar que tenían un plazo de sesenta días para irse. Podrían llevarse todo lo que pudieran cargar, las casas serían usadas por los obreros de la construcción. El desconcierto los enmudeció, no podían comprender. Viendo su asombro el juez preguntó si alguien tenía una escritura, algo que probara que eran los dueños de la tierra. No tenían nada, nunca hizo falta. Hubo llantos, alguien explicó que el maíz estaba pronto para ser cosechado, que las calabazas eran enormes y amarillas como nunca antes pero de nada sirvió. Tenían que abandonar su lugar, sembrado con luces desprendidas de las caudas de los cometas. Tenían que irse ¿Dónde? Lentamente fueron emigrando, dispersándose, dejaron de ser una grey, se convirtieron en personas desesperadas tratando de encontrar un lugar. Cualquier lugar. Cualquier lugar en el mundo donde morir.

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El hotel se inauguró con música y brillo. Reyes y embajadores vienen a admirar las noches claras y los ríos transparentes. Doña Leopoldina Ángela del Corral es dueña de todo, hotel, montañas, valles y ríos. Las estaciones se suceden, los cometas siguen pasando pero ya no siembran de estrellas aquel lugar que una vez se llamó Las Margaritas.

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. A PARIENCIA .

Sólo después de casi dos meses que Don Enrique había muerto, se nos ocurrió limpiar el sucucho donde vivió. Allí encontramos en una valija de cartón una buena cantidad de papeles. Algunos escritos en alemán que no pudimos descifrar, recortes de diarios y la fotografía casi borrada de una mujer con un niño de la mano. Había sido un hombre hosco, no hablaba y cuando lo hacía farfullaba un castellano casi incomprensible, caminaba con dificultad, un tiro le había destrozado la cadera. Por los papeles supimos que había llegado a Buenos Aires escapado de la guerra casi al final, que perteneció al nazismo y pudo salir antes que le echaran el guante, vivía con miedo y pienso que acorralado por las culpas si es que se sentía culpable. Llegó a Rosario y empezó a trabajar como peón de patio con una gente que traía del puerto bobinas de papel para el diario La Capital, era trabajador, honesto y poco a poco se fue ganando la confianza. Nunca hablaba de su pasado y no intervenía en la charla

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con los demás. Los ruidos fuertes lo angustiaban, los gritos lo ponían loco y se encerraba en su pieza, todos decían que era un loco de la guerra pero buena gente. Un martes de agosto frío y húmedo lo encontraron muerto en el patio de los camiones, le habían puesto un tiro en la frente justo entre los ojos, la policía dijo que fue un intento de robo. Lo cierto es, que alguien lo reconoció, alguien que como él había llegado hacía bastante ya, huyendo de la guerra, sólo que le había tocado estar del otro lado de la alambrada. Hay recuerdos que no se borran rostros que no se olvidan ni se confunden jamás, quedan impresos a fuego en la mente y el alma. El asesinato nunca se aclaró, pero fue una muerte piadosa y rápida, otros no habían tenido la misma suerte. Lo sucedido intrigó a todos los que lo conocimos; los papeles nos dieron un pequeño indicio, pero ya no tenía importancia, estaba frente a un Juez del que no podría escapar. Tal vez encontrara la piedad que le permitiera descansar en paz.

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A Teresita Mauro por toda una vida de recuerdos.

GRISELDA RULFO



. AMOR ETERNO .

Una rosa se erguía solitaria. Las enredaderas desvanecidas junto a la luz solar murmuraban penumbra y abandono. El camino enroscado entre algarrobos, álamos amarillentos, siempre verdes, arbustos, saluda a una patrulla de hormigas en pleno ataque, a arañas y mariposas, pájaros olvidados y alguna que otra vaquita de San Antonio contemplando la eterna vigencia del tiempo que no avanza. Cuando la tarde se estira en su agonía, la melodía se cuela entre cortinas y persianas. Mylene danza. La noche enlaza su cintura; túnica plena de osadías. La sonrisa se curva en su rostro. Es feliz en el aislamiento de los salones, entre muebles polvorientos y caireles. Felicidad plena porque el amado vive en ella, ya alejados de ese mundo que la acosa con vértigos y estridencias. Los recuerdos se agolpan. Aquella tarde él llamó a la puerta. Después fueron una seguidilla de días, una y otra vez, trayendo un

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ramo de flores blancas. En un primer momento las dejó y se fue. Pero los siguientes trajeron palabras, tiempos compartidos y más flores. Lo hizo pasar, le sirvió te y la tarta de manzanas que a él más le gustó. Escucharon música, leyeron poesías, contaron y escribieron historias. Dibujaron con sus cuerpos ese vals para ellos interminable. Él le habla de su vida, de cuánto ama su trabajo, de las ilusiones albergadas. Ella baja los ojos y siente latir el corazón de tanto amor. ¡Qué felicidad tan grande la suya! Es el hombre soñado. Por eso vivirían juntos por siempre en la mansión de fines de siglo. No necesitarían a nadie, se tendrían ambos. Un suspiro extenso la acompaña mientras baja las escalinatas. En la humedad del sótano oscuro, entre el fétido aroma a flores podridas de todos colores, él yace. Su amado cadete de la floristería, aquél que cada tarde llamaba a la puerta para entregar el ramo encargado por ella misma. Sí, ese hombre al que entregó el corazón y la vida, un ingrato con mujer e hijos. ¿Cómo no lo supo? Al lado del esqueleto amarrado al sillón aún se puede leer en un trozo de diario de la época: “JOVEN CADETE DESAPARECIDO…” Ella se sienta a su lado, en la mecedora. Una nube de polvo escribe palabras de amor.

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¿LO SABES?

¿Sabes? Nunca me animé a decirlo en voz alta. Nunca te lo dije (y a veces ni a mi misma). Todo comenzó esa tarde que el destemple de tu voz me llenó de angustia. Los agudos de tu garganta lujuriosa azotaron mi piel, se metieron en los recovecos de mi cuerpo y sentí mi cabeza y el ánimo estallar. Y siguió después con tus balbuceos y el vaivén de tu cuerpo desvencijado y mustio. Pero te prefiero así, lastimera y desorientada, porque reverdece cierta ternura que permite la lástima, la compasión y algo de incomprendida certeza de que lo nuestro no era bueno ni para vos ni para mí. El tiempo desmembró las distancias; a veces pálido como la esperanza, otros rojo como una lengua de ira. Fue costumbre, tedio, menos resolución, hastío blasfemado. Hasta ese día en el que, con los pelos electrizados y los brazos enrojecidos de tus uñas implacables en cantata auto punitiva te

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abalanzaste, con los ojos sellados de locura e ignominia. Y esa voz casi aullido, casi ulular, me colmó de repugnancia más que de dolor. Por eso corrí, di un portazo, llegué al lago, allí donde el atardecer enrojece el agua con el pastizal llameando. No me quedé quieta, atravesé el parque donde los caballos corren hasta embravecer a la luna. Me detuve en seco. Y allí lo supe. Por eso te lo digo ahora. ¿Lo sabes, verdad? ¿Sabes que te odio?

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. CHO COLATE .

Al girar por Rivadavia la vida se abalanza hacia mi pecho, en forma de colores rojos, sienas, verdes, azules profundos, que no terminan de armar el rompecabezas. Ese fragmento triangular magenta debiera cerrar la torre de Núremberg pero se mueve inquieto y salta de uno a otro cuento. Ya que las imágenes sin planos ni lógica me llenan de dudas que no puedo resolver. Ése es el lugar. La certidumbre emerge en náusea ácida. Me apoyo contra la pared y cuento con los ojos cerrados: uno, dos, tres. Puedo hacer desaparecer ese mundo de colores y desacelero el pulso. Respiro hondo. Tan hondo que me alcanza e invade el olor penetrante. Una mezcla de orines y hediondez que me obliga a contraer el estómago mientras la angustia se hace un nudo en mi cuerpo. A medida que me aproximo al vacilante cartel luminoso el dolor se vuelve agudo y el recuerdo se hace vívido. Por eso lloro como ese niño que fui.

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Agitado aún por el recuerdo, llego al bar. Me desplomo en la silla de la mesa del rincón oscuro. —Un café. El café calma el silencio y el bombón de chocolate que debiera endulzar mi presente sólo evoca la tristeza de aquellas tardes de obscena vanidad. Aquellas tardes donde el hambre obligaba a masticar con furia un chocolate guardado en el bolsillo del abusador de manos voraces. Con la misma furia que hoy destruye el bombón que acompaña al café en ese bar, de una tarde de otoño, cuarenta años después.

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. EL ROSEND O.

Aceitó el trabuco naranjero, repasó las muescas que indicaban la media docena de muertos en las grescas de tardes de pulpería. Esa tarde tenía una importante tarea que cumplir y estaba solo. Para eso es mejor estar solo. Se acomodó el chiripá, las botas gastadas y acomodó las espuelas. El Morado se dejó ensillar mansamente. A lo lejos se veían los nubarrones anunciadores de una tormenta fea. —¡La pucha! (pensó el Rosendo Páez). Debía apurase. La gran ciudad hervía aquella tarde de agosto de 1873. Aún quedaban los últimos provincianos que habían venido para los festejos en homenaje al General san Martín. Alrededor de la Plaza de Mayo, punto central de donde salían los tranvías hacia los extremos de la capital porteña un gentío se agolpaba esperando la hora en que el presidente pronunciaría su discurso. Cada vez que un tranvía se detenía una bocanada

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parlanchina saltaba al centro de la plaza: niños, padres, abuelos, vecinos. Nadie quería perderse el acontecimiento. Los vendedores ambulantes anunciaban su mercancía en medio del gentío y los canillitas – para no ser menos – anunciaban las últimas noticias del diario “La Pluma y la Palabra”. —¡Último

momento,

“sesenta

y

cinco

maestras

norteamericanas llegan de Estados Unidos” para enseñar en las mejores escuelas de Buenos Aires. A medida que la luz diurna se apagaba, los faroles comenzaron a titilar. Bajo esa tenue luz uno que otro esperante alcanzaba apenas a descifrar las noticias del día. “Inauguración del tramo de vía férrea de Córdoba a Rosario”. “Los cordobeses más cerca de las estrellas por el Observatorio Astronómico” La caldera ciudadana hervía de colores, voces y gentío. El Rosendo escuchó las sirenas de los barcos del puerto que llevaban a los pitucos a la Europa, a esa manga de oligarcas. ¡Esa noche sabrán de lo que es capaz el gauchaje, gringos ladrones! Y ese Presidente que quiere robarles su identidad provinciana, vendido. Ya verían. Apura el paso del Morado, no quiere llegar tarde. Atraviesa los vericuetos misteriosos de las callecitas de Buenos Aires, en dirección a su propósito. Con decisión y altivez el mandatario en el centro de la atención, a través de un megáfono, deja oír su voz potente anunciando la

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creación de escuelas y el alambrado de los campos. La multitud aplaudía y se inquietaba. Los terratenientes, la flor y nata de la sociedad argentina, refugiados contra las galerías que rodean la plaza, esperan el resultado de lo urdido en su reunión secreta. Baja del caballo para subir al escenario. En él se rendirá homenaje al hombre de la tierra, con palabras y flores nada más. Bajo el poncho raído la mano en el trabuco no tiembla. Un fogonazo atraviesa el espacio en dirección al corazón en el preciso instante en que el presidente gira su cabeza y su cuerpo para buscar sobre la mesa el regalo que recibirá el Rosendo. El estallido del trabuco se confunde con el estallido de las voces. No alcanza su objetivo. Una lágrima de furia le rompe el corazón.

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. EL TÍO MECO .

La vieja volanta encopetada de años coquetea con los surcos del campo recién arado. Los saltos desparraman gemidos aceitosos en esa siesta de enero que rellena las ideas y la piel de ardores. El tío Meco azuza a la yegua manchada para que apure el paso. Los ojos saliéndose de las órbitas enloquecidas de vapor, la nariz inflamada, el pelo enroscado y revuelto. A puro grito quiebra el silencio y la paz “chicha” que se estira en el campo del patrón. Hacia allá van, hacia adelante, pero aún nada se ve. La mujer aprieta contra el cuerpo asombrado ese temblor envuelto entre sábanas húmedas de fiebre. Acurrucada, la cara roja de la tensión, llora desconsoladamente acunada por el ruido de las altas ruedas de madera. Humedece los labios secos y resquebrajados de Tobías. —¡Apúrate, apúrate!

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Meco, como un centauro gigantesco, de pie en la volanta centellea el látigo en el aire, su voz es una daga. El animal babea por el trajín, los cascos y los arneses repliegan los sonidos cuando las ruedas se hacen voces. ¿Qué hacer? Es en vano esa carrera sin fronteras que no lleva a ningún lado porque los tiempos se recortan. A lo lejos la silueta del rancho fragmenta el horizonte. La loca carrera y la ansiedad avivan sus deseos de beber. Le tiemblan las manos y el sudor en las palmas es indicio de largo tiempo de abstinencia. No aguanta más. Y hacia allá enfila. Es tal la costumbre de hacer un alto en el boliche que al llegar los caballos se detienen y Meco salta, corre presuroso hacia el interior de la vivienda por su ginebra cotidiana. Ella mece al bebé, repite el rito de las últimas horas mientras lo espera. El tiempo pasa, el silencio es cada vez más hosco. Grita. Una hora después, el cuerpo de Meco se aplasta contra el suelo empujado por un hombre fornido que vocifera. Apenas puede levantar la cabeza del suelo envuelto en la aridez de su propio vómito, nacido de ginebras y sangrías. Sobre la volanta la mujer tiembla de impotencia ante la historia repetida. Un suspiro agoniza. Una lágrima muda cae sobre la palidez del niño.

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. BREVES .

Un o En el jardín Matra Medu aterrorizada, emite un sonido tan extraño que le produce pánico y la hace aplastar contra la pared. A su vez en la vereda, Garsipail el linyera, hizo lo mismo, retrocedió con un chillido pavoroso. Mientras los animo con mi pluma sonrío, son sólo dos seres en dos mundos diferentes mirándose a través de sus temores. Ambos sucumbieron y están allí, en la misma línea, separados por una puerta. A la mañana el recolector de residuos levanta la basura del jardín y de la calle. Las dos figuras se unen al fin.

D os Es indispensable responder a ese enigma. Estoy segura que Nicodemo no conoce la respuesta. Tampoco Sorolla ni Akurista. Ya sé cuándo llegará el día: cuando en el centro una flecha de nomeolvides se clave en el corazón de Ulises. Cuando la sirena

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silbe su esperanza en el remolino de grises. Cuando la voz alcance el silencio. Ese día, justo ese día, subiré a jugar Rayuela en la Vía Láctea.

Tre s Muy curioso. Lo es. Se necesita un recorrido barroco para esclarecer el robo del siglo en esa población de cincuenta almas. ¿Quién le robó el piano a la señora? Ambos detectives de la Fiscalía, el gordo Osiris y el flaco Némesis ya revisaron cada vivienda del lugar sin resultado alguno. Ni una tecla siquiera. Es por eso que quejosos improperios y gritos destemplados desplazan los sonidos del atardecer. Sin darse cuenta que bajo el sol que declina y la luz de la luna la sombra de un piano de cola se mece sostenido por cientos de luciérnagas que atraparon el sonido con su luz.

Cu atro En el patio marrón con macetas marrones se destaca una estatua marrón oscura. Acompaña el conjunto mesa y mantelería, platos y cubiertos en degradé de ocres, sienas y tostados. Los ya marrones pollos al espiedo crujen esperanzas de sabor. El único invitado se pregunta ¿por qué no hay azules en ese tornasol de marrones? Sencillo, porque el rey de Marronia escribió de puño y letra un Edicto prohibiendo CUALQUIER COLOR FORÁNEO. No hay misterio. Sólo poder.

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Cin co La mano se escondió en el bolsillo. Los dedos rascaron la ingle. La ingle se emocionó. La mano erotizada no dejó entrever su estado y se adormeció. El brazo preocupado quiso saber ¿adónde se me fue la mano?¡Eso no se dice!¡¡Mano chancha!!

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. EL CAMINANTE DEL DÉCIMO “A” .

Todavía no sabía a quién pertenecían los pasos que cada atardecer recorrían el piso de arriba rítmicamente. Pero el sonido penetrante le proporcionó la primera pista, eran –sin duda– pasos de mujer y joven, por la energía del golpe. Esperaba por ellos sin saber que un par de ojos, desde la ventana baja del segundo piso del edifico enfrentado al suyo lo vigilaban mientras escuchaba. La sala estaba cubierta de una alfombra mullida que silenciaba sus propios pasos tratando de seguir los de su ¿vecina? de arriba. Una gran biblioteca distraía su atención con el recuerdo de historias leídas. Entonces el hoy se borraba y dejaba lugar a la evocación. Miró el reloj. Debían ser ya las 20 porque los pasos cesaron. No era exagerada su presunción. Siempre a las 20 se detenían. Como la primera tarde que tomó conciencia de ello la falta del sonido familiar lo obligó a mirar el reloj. Precisó el instante y se asomó a la ventana mirando hacia arriba. Vio un balcón cubierto

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de macetones apretujados de flores, contrastando con el día gris – azul – siena. Mientras observaba creyó ser observado. Giró rápidamente la cabeza y apenas visualizó una cortina moviéndose. Como era habitual su paranoia se tradujo en un nervioso estrechar de dedos, ya húmedos por la adrenalina y tuvo una desesperada actitud de huída. Sin embargo continuó allí, sin atinar a nada, preocupado, con un interrogante silencioso. Como siempre los temores lo anulaban. El tiempo no tuvo medida pero debió pasar rápidamente. Retornó a las sombras amigas, confundiéndose tras la pesada cortina cuando algo atrajo su atención. Los pasos, ¿qué pasaba con ellos? Habían cambiado el ritmo y ya no estaban solos. Otros, más pesados, casi arrastrándose, seguían a los habituales, se detenían y luego continuaban. ¿Los enfrentaba? ¿Los perseguía? ¿Eran sigilosos? No supo responder; le pareció escuchar un ruido ahogado a continuación de un sonido que no pudo explicar. ¿Qué hacer? Nadie caminaba ya. El silencio era tan pesado que parecía estallar en voces y señales. Se decidió de inmediato, alcanzó a tomar el bastón y se encaminó escaleras arriba subiendo los peldaños de dos en dos. Al doblar el ángulo del rellano vio una sombra escurrirse más arriba, hacia la azotea. Titubeó, no supo si perseguirla o entrar por la puerta entreabierta del Décimo “A”, de donde salía una tenue luz. Siguió la persecución, llegó jadeante al último piso, siempre había una puerta entornándose entre él y la sombra. Al salir a la

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terraza sintió el golpe del viento sobre el rostro. Se detuvo. En su instintivo seguimiento no tuvo en cuenta la posibilidad de un enemigo armado. Oculto entre chimeneas y torres, casi sin respirar, acostumbró sus ojos a la penumbra. Nada, sólo silencio y quietud. Esperó. Casi no se atrevía a respirar. Cuando la penumbra le fue familiar notó que estaba solo. Permaneció quieto aún un tiempo antes de dirigirse al borde del edificio y mirar hacia abajo. Un escalofrío cosquilleó en su espalda de sólo pensar en ser lanzado hacia ese minúsculo mundo que se agitaba allá abajo. Volvió sobre sus pasos. Desanduvo el camino escalón tras escalón mirando de reojo los números indicadores de los pisos hasta llegar al décimo. La puerta del “A” seguía entreabierta y el mismo hilo de luz lo atraía como un imán. Entró como una tromba con el bastón en alto para defenderse. El departamento abandonado con una nube de telarañas entre sus columnas lo paralizó. Una rata paseó su dinastía por el grisáceo piso cubierto de polvo. Una astilla de la ventana derruida golpeaba metódicamente contra un biombo japonés descolorido por los años. Un gigantesco reloj de pared enmudecido en su soledad marcaba las veinte horas. Cuando el péndulo reinició su movimiento la puerta se cerró estrepitosamente y de la sombra proyectada en la pared brotó una dantesca carcajada que lo obligó a caminar sin detenerse, una y otra vez.

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Abajo, en el noveno “A”, un departamento vacío repite el eco de los pasos familiares. Mientras más abajo yace el cuerpo destrozado lanzado minutos antes, al pequeñísimo mundo vislumbrado desde lo alto del edificio.

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A mis tres hijos y a sus amores, gracias por estar corazón a corazón. A mis tres pequeños amores, que huelen a luna Camila Belén, María José y Emma Luz por el cariño y las cosas lindas que compartimos.

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. CASA DE ALQUILER SANTO POLO .

1 Yo aquí y ella allá en frente mío, Allí está, malicienta, opaca, con vida añeja y descolorida. La miro parado desde el centro de la plaza de mi ciudad que no hace mucho tiempo fue un pueblo, un gran pueblo, SANTOPOLO. Ahora parece una maceta, húmeda y sin los colores de entonces. Allí está, entre medio de aquellos colosos, que parecen sostenerla colgada como un yoyó. Es la casa de Don MARCOS DE SANTOPOLO y su señora esposa Doña MARÍA ENCARNACIÓN MIRANDA de DE SANTOPOLO, mis abuelos maternos. Está ubicada sobre la calle ESPINATTI al 126, entre SAN JOSÉ Y ALQUINTA, frente a la calle principal y de cara a la Catedral. La primera casa de alquiler, una novedad para ese entonces. La construyeron, pensando más que en la necesidad económica, en la necesidad de dar que hablar a la chusma. Mi abuelo que hacía de dueño y señor del pueblo que

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llevaba su nombre, pero no por ser su fundador, sino por la mera casualidad de tener el mismo apellido de aquel que había muerto años atrás, sin dejar beneficiario alguno. Por desgracia tomó riendas en el asunto adjudicándose lo ajeno. Allí nací, crecí y no reproduje por vagancia. Mi abuelo un miserable, y doña MARÍA (porque no se dejaba decir abuela) una déspota, mi padre y… ahí, viviendo a cuesta de todos huidizo como rata y silencioso como el silencio, o sea era la nada, mi madre pobre santa, que DIOS la tenga en su gloria, bien al ladito de ÉL, y que no le deje acercar a ninguno de estos. Ella fue la única realmente ¨GENTE¨, si con mayúscula. Querida por todos, fue LA MAESTRA del pueblo, con mayúscula también, había estudiado en la ciudad de SANTA FE DE LA VERA CRUZ, solo porque su señor padre quería presumir con un título colgado en la entrada del comedor, bien visible con un marco más grande que el mismo cartón, que parecía más bien una estampilla de correo que un título de docente, donde decía Señorita MARÍA JOSEFINA DE SANTOPOLO MIRANDA, ¡claro, cómo no iba a figurar el apellido de la madre! ¡Imagínense! Conoció a mi padre en SANTA FE DE LA VERA CRUZ, enamoradísima de aquella nada, se casaron, yo no sé cómo, ni puedo imaginármelo, con toda la contra de esos dos figurines. En realidad siempre pienso, cómo y de donde salí yo para nacer tan sanito, bueno e inteligente. ¡Tan lindo muchacho! Je je je, decían las chusmas del pueblo, que revoloteaban alrededor mío, cargosas como moscas con sus mosquitas muertas por detrás.

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2 En fin, mi vida transcurrió entre baches y cortadas, con esta familia tan agraciada que me tocó por arte de la gracia divina. Como habíamos quedado, yo en el centro de la plaza y ella en frente mío, veo en el 2º piso, departamento 3º, apoyado en el marco de la ventana desteñida, a MARTÍN el abuelo de LUIS, sordo (cuando le conviene) como tapia de cemento. Otro que nunca quiso que lo llamaran por su título, decía que lo hacía longevo. ¡¡pero qué pavada!! El LUIS mi amigo de la infancia y su familia se habían ido a vivir a SANTA FE DE LA VERA CRUZ (da importancia decirlo de esa manera) y al pobre viejo hicieron como si lo olvidaran, en ese caso nunca más se acordaron de él. Me saluda con el pañuelo que alguna vez fue blanco y ahora negro, lleno de mocos. Sonríe con la boca vacía de dientes, pero ¡¡cómo come, no sé adónde le cabe todo, si es un esqueleto su cuerpo, creo que le cuento las costillas y seguro que le falta alguna, sino es que se la comió!! Quizás en algunos de esos días que me olvidaba llevarle algo de alimento, porque desde el abandono yo lo cuido. El viejo MARTÍN, nunca hizo mucho en su vida, más bien poco y nada, garroneaba de donde podía ¡¡con un arte!! Que hasta mi abuelo se asombraba, mirá que era bueno mi abuelo para esas tránsfugadas. Toda su vida se varió de un lado a otro, quizás para que no le cobraran las deudas. Y aquí estamos, con un viejo que no paga el alquiler, que le doy de comer, pago la luz, gas, expensas, al teléfono se lo saqué, porque encima tenía esa pretensión. O sea que sigue viviendo de arriba. Su vida es y será siempre por el resto de sus días, una línea recta.

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3 En el 2º piso, departamento 2º, se los ve a la YOLANDA y al EDUARDO, los administrativos, sentados delante de la ventana en unas sillas que no saben lo que son,(también sus patas soportan arriba de 100 kilos cada una, toditos los días del año) ante la mesa de la cocina, verde de manchas de mate. Consumidores compulsivos de la yerba, creo que son accionistas mayoritarios de los yerbatales de MISIONES y también de la tabacaleras de SAN MIGUEL DE TUCUMÁN, no saben lo que fuman estos desgraciados, si hasta una noche vinieron los bomberos llamados por los vecinos creyendo que se estaba incendiando el departamento, no se veía nada y salía una humarada negra que daba pánico. Esa noche creí que me quedaba sin casa de alquiler. Viven apalomados desde no sé cuantos años, sin hijos que alimentar y educar (cosa que les sería imposible a ellos, ya que son la burrería andante). La YOLANDA tiene una risa que hace volar a las palomas del tejado, y hasta le da envidia a los deprimidos. Gruesa, con unas lolas del tamaño de las cacerolas del puchero, unas gambas que las maneja tan bien para bailar, da gusto mirarlas, como así también las nalgas pulposas y apetecibles. Con razón que el EDUARDO está siempre contento. El EDUARDO. ¡Ja, otro elemento del edificio! Sus manos son tan blancas y suaves que hasta parecen enfermas, seguramente su lomo también es blanco de virgen que es. Según cuentan las malas lenguas, este bicho fue fiolo desde chiquitito y la pobre de la YOLANDA lo tiene que cargar ahora. En

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realidad ella es la que hace todo el trabajo administrativo, bueno lo que se dice todo, todito no, porque no hacen nada más que tomar mate, fumar y estar delante de la ventana día y noche. ¡¡ No saben ustedes lo que conocen del pueblo, ni la biblioteca popular tiene tantos informes ciudadanos!! Son la DGI calzada en cuatro patas. Pero a todo esto, no les cobro el alquiler, más bien le pago su cargo administrativo con el importe del mismo. El departamento al lado de la YOLANDA y el EDUARDO, el 3º está desocupado, creo que allí habitan fantasmas, no hay forma de alquilarlo. Pero esa es otra historia…

4 Veo salir por la puerta del frente a la ELSA ¡¡Pero qué mujer ésa!! Toda desprolija, en chancleta con las uñas de los pies negras de sucias y largas, creo que las usa como defensa personal. El vestido chingado, con la melena de color yema de huevos del campo y las uñas de las manos parecen el desgarro de una película de FRANKESTEIN, rojo sangre apasionado, como su corazón. Según dicen las malas lenguas, no usó bombacha en su vida y claro no tenía tanto tiempo para ponérselas. ¡ Con tanto trabajo nocturno!. Por detrás, como perrito faldero la sigue el TOÑI, mamado como siempre, es la ocupación que más tiempo acompañó su vida, el dice que no la abandonará mientras viva ( el idiota le dicen) porque fue lo que más feliz lo hizo. La KEFRE, ésta recién llega a su casa

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(conste que ahora son las 11,30 horas de la mañana), con una curda que no sé si embocará la puerta para entrar, ni hablar de subir las escaleras, no sé si les dije que viven todos juntos en el 1º piso, departamento 3º debajo del desocupado. La KEFRE, es la hija de los personajes anteriores que detallé. ¡Lindo valor la piba! Cuando te descuidás, te hace padre como goma y tiene una lengua que parece combo con la YOLANDA. AHHHHHHHH me estaba olvidando del TONI, el hijo de la ELSA, creo que no es del TOÑI, por las dudas cuando lo anotó le sacó la Ñ. Todos éstos son los OKUPAS del edificio, para variar las categorías. Una noche negra y fría, porque era invierno, pero no los fríos de ahora, sino los que realmente eran de antes, venía la ELSA con el TONI en los brazos, envuelto en algo que parecía una pañoleta y la chinita, la KEFRE agarrada de la pollera de su madre, con los ojitos saltones y los labios morados, descalza y la nariz llena de mocos. La escena era patética. Cuando acepté darles abrigo, comida y un lugar donde dormir, quien apareció, adivinen el TOÑI. Y desde ese tiempo se quedaron en el departamento 3º del 1º piso, como yo los alquilo todo amueblado, no tenían más que acomodar las osamentas. Pobres, me dio tanta lástima ver a una madre con sus hijos tan desprotegida, por el que no sentí nada fue por el TOÑI, pero como venía en el mismo paquete, entró nomás. Otro alquiler menos.

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5 En el departamento 2º del 1º piso, allí nací yo, tan pequeñito, languilucho (apodo que me acompañó hasta la adolescencia, después de los quince años me hice fortachón y provocaba miedo a los del barrio). Mi madre una mujer sensible, era la dulzura personificada, delgada y muy elegante, hacía lo imposible por engordarme, sus tortas eran famosas para mis amigos, yo era el inapetente y no las probaba nunca, pobre, ella con tanto esmero que las hacía, y a propósito llamaba a los otros a tomar la leche, a ver si en compañía comía algo. Siempre me tenía impecable, lustroso, el cabello peinado con raya al medio, que era el hazmerreír de los otros, así que cuando bajaba por las escaleras, hacía un revoltijo en la cabeza y salía a la calle como los chicos PUNK de ahora. Imagínense a mi madre desde la ventana verme así de desprolijo, pero como ella no levantaba la voz, el reto lo recibía cuando regresaba. Un día me regaló un perro, después de tanto rogar y rogar, apareció el señor nadie, mi padre, con una caja (que no sé cómo no se le cayó de las manos) con el moño azul colgando y la tarjeta a mi nombre PARA NUESTRO AMADO HIJO SEBASTIÁN, CON CARIÑO. TUS PADRES. Parecía más bien una tarjeta mortuoria y encima se anotó un poroto con el regalo, seguro esa fue una dedicatoria de él, mi madre hubiera puesto algo más emotivo, más de su estilo, pobre mi madre querida, era quien pagaba el regalo y todas mis necesidades.

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En fin, el entusiasmo del TOBI, mi perro duró el canto del gallo, ello lo adoptó ante mi falta de cuidados y cariños, tanto que se hizo faldero, para mi gusto, demasiado mariconazo. Me encantaba estar con mi madre, le gustaba cantar y tocar el piano, recitar poemas de NERUDA y bailar por el comedor los valses vieneses, que me hacía girar con ella, nos reíamos y yo le pisaba torpemente esos pies tan delicados, aunque esto lo permitía solo cuando sabía que no había moros a la vista, para no caer en la cargada. El departamento es agradable y codiciado por todos los que alguna vez venían a alquilar alguno de ellos, pero no imposible, si nadie se quería ir, estaban como pegados con cemento. Adonde van a conseguir un alquiler tan barato. JAMÁS de los jamases alquilaría la casa que habitó mi madre, aunque me corran los galgos. Por otra parte, no falta mucho.

6 La familia GARCÍA, si había ciudadanos más exóticos en la ciudad, esos me tocaron a mí, para variar. El padre del señor GARCÍA fue peluquero, el abuelo también, el bisabuelo adivinen siiiiiiiiiiiii también lo fue y supongo que toda la rama genealógica tuvieron esa genial profesión. Cuando los señores GARCÍA, se casaron, mi madre les alquiló el departamento 1º del 1º piso, bien al lado del que yo nací, para ese entonces tenía cinco años y fui la rata de experimentos de estos aprendices, mi mamá decía que era una joyita con el corte, pero a mí nadie me saca de la cabeza

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que a partir de ese día, el puercoespín que tengo arriba mío se los debo a ellos. Siempre vistieron esas ropas hipis, con pañuelos enroscados en sus cabezas y los ojos tenías que adivinar adonde estarían, ya sea para conversar con ellos, como para saber si estaban mirándote. Los GARCÍAS tuvieron cinco GARCIITAS, todas ratitas de experimentos, cada corte de moda lo probaban en esas pobres cabezas, (mirá vos, jamás tocaban las de ellos, que lucían las melenas debajo de la cintura, aunque él se hace la colita, el muyyyyyyyyyyyy…) a veces no se sabía de qué origen eran las nacionalidades de esas pobres niñitas, sobre todo en la mayorcita, que no había corte que le quedara pasable. Los vecinos de la cuadra concurrían y concurren todavía a dicha peluquería de origen dudoso y, a pesar de salir con cara de traste que es tan evidente, y así de porfiados vuelven al mes siguiente. No es para menos, si los desfiguran a estos ilusos, sobre todo a las mujeres que urracas parecen y ellas lucen como si fueran la princesa LAIDY DEE. ¡Si en esta vida hay que ver cada cosa! En fin, son los que me pagan el alquiler rigurosamente, bah para que voy a hacerme el exquisito ¡¡SON LOS ÚNICOS!!

7 Y ahora yo, que vivo apenas empujo la puerta de entrada, en el entrepiso. Subo cinco escalones y llego a mi departamento, me mudé allí hace como diez años, cuando JESÚS el portero y su señora esposa la JESUSA como la llamábamos con mis amigos, se mudaron

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con su hijo, el atorrante del ANTONITO a la provincia de ENTRE RÍOS. Ese buen día sentí la necesidad de independizarme y mi madrecita que siempre me daba con todos los gustos, me permitió hacerlo como regalo de los dieciocho años. ¡Lo que no dijeron las chusmas!, que yo era tan vago como mi padre, que mi madre me daba más de lo que merecía, que ya no era tan lindo muchacho, que no era buen estudiante, que era un hipi mugriento y charlatán. ¡Pero hay que sentir a la gente envidiosa, sólo porque voy a ser el único dueño de este edificio! Reconozco que extraño a mi mamá, ella que me inculcó la higiene, la prolijidad, la tolerancia y el buen humor. Pero, se ve que no supe meterme esos buenos consejos en la sesera. Mi departamento es grande, a la entrada está la cucha del TOBI, está tan viejo el pobre, que ya arrastra las patas y tengo que llevarlo en upa para que haga sus necesidades, claro que el lugar no está muy aseado que digamos, total cuando me tiro una canita al aire, como dicen por allí, voy al 1º piso departamento 2º y a otra cosa mariposa. De vez en cuando lo hago bajar a limpiar la covacha al LUIS, no mi amigo de la infancia, sino al pianista que vive en el altillo.

8 Las ratas, ya colmaron mi paciencia y los reclamos de la vecindad, además de los avisos municipales de clausurar el edificio de alquiler. Conviven debajo de mi departamento y ya somos como chanchos amigos. En realidad no hacen nada, si aquí no hay ni para

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comer, por eso tienen que salir a rebuscárselas por ahí. Es lógico que no voy a estar diciéndoles adonde deben concurrir, que se las arreglen como puedan, ellas son una multitud y yo con esas nunca me llevé de acuerdo. Se las siente subir y bajar por las cañerías, los techos, hacen zig—zag en los pisos, si hasta pegan cada patinazo cuando sienten alguien pasar, que es para filmarlas y ni hablar de dejar sobras de comidas o lo que sea, hasta se tragan los libros, se ve que les gusta mucho estudiar. Y bueno que hagan su vida, son libres y a la libertad no hay que ponerle cadenas, lo único que les pido es que mantengan limpia la entrada y que no molesten a la gente. Que me perdone la vecindad y la Municipalidad, pero yo más no puedo hacer.

9 Del altillo se sienten las notas del piano, que toca LUIS, pero no se la crean, es un proyecto de pianista, mi madre al ver que yo no lo usaría en mi callosa vida, le regaló el piano a este personaje que cayó en mi casa como pera podrida. Flaco, desgarbado, muerto de hambre y harapiento, más cualidades para ablandarle el corazón a mi madrecita querida no podía tener. El flaco se hizo querer por todos, hasta yo llegué a sentir algo de afecto por él, a pesar de los celos que me produjeron su llegada. Mi madre lo idolatraba, no hacía más que hablar de él, reírse con él, en realidad él fue quien le levantó el autoestima, que para ese entonces ya era huérfana y viuda por la gracia divina. El flaco LUIS, caradura lindo que se da el

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lujo de decir que es profesor de música, si hasta se hizo hacer un título a nombre del Señor don LUIS ANTONIO DELARROCHE MENDÍA. PROFESOR DE MÚSICA DE LA UNIVERSIDAD DE LA PLATA. JAJAJA que tal pascual, si hay gente con cara y mejilla para cualquier cosa. ¡Qué calidad que tiene el flaco! Las chinitas del barrio, esas moscas cargosas se disputan los mejores horarios para que les enseñe. Él es todo un señor. Su vida siempre fue un misterio, jamás supimos algo turbio de él, ni siquiera la YOLANDA que todo lo sabe, o la buscona de la KEFRE, que no hace más subidas y bajadas al altillo, porque tiene muchas horas ocupadas en su trabajito. Aunque siempre sospeché que a mi madrecita le contaba muchos secretos. Ahora que lo pienso, ¿mi madre, habrá tenido algún secreto con él? ¡¡ Pero claro, ahora caigo!! Con razón que siempre me mira con esa cara de alpargata seca, que no paga el alquiler o lo hace cuando le viene en gana. ¡¡Que voy y le arranco los dientes y se los doy a comer a las ratas!! Pero no, él no haría algo así, si somos amigos. Por algo será ¿o no?

10 Y allí, en el tejado están las palomas, el último orejón del tarro, ya al amanecer empiezan a moverse. Es un palomar infernal, debe haber ciento por no exagerar, no sé cómo hará el palomo agraciado con semejante batifondo. Todo el día se siente el revoloteo y los palominos se pasan pidiendo comida y ellas las buchonas vuelan a buscarles alimentos para que se callen. Todo el frente de la casa

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está rociado por sus excrementos, si hasta parece una catarata espumosa, es un asco, que quieren que les diga y no solo eso, también tapan las cañerías, los desagües fluviales, hacen nido en cualquier hueco que encuentran. La paloma es el signo de la paz, pero muchas son signo de... MIERDA. Y todavía estoy aquí en el centro de la plaza, mirando la fachada de la casa de alquiler, que está suspendida como si fuera un yo—yo entre esos dos colosos que son los edificios modernos. Única herencia que los amados abuelos maternos le dejaron a mi madre y por supuesto a su más adorado y único nieto ¡yo! El único ingreso monetario que me sustenta. O sea que trabajar sería un desatino. Sí, aprovecho al máximo la casa de alquiler que ya perdió su belleza y su señorío y encima está desteñida por añadidura.

11 Y aquí sigo yo, adentro de mis pantalones sucios, con unas zapatillas que alguna vez tuvieron puntera. Lo que sucede es que a mí nunca me gustó presumir con eso de las marcas de ropas o calzados. Reservo la plata para los puchos y para la yerba (el mate es mi principal alimento, tiene muchas propiedades, según las viejas del barrio). Como yo no soy bocina, tampoco hablo mal de los vecinos, como hacen la KEFRE y la YOLANDA, eso es de mujeres, yo escucho, como para tener referencias para alguna que otra conversación.

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Estoy muy cansado de renegar por los alquileres, desgasta el cerebro, y eso que el mío es estrecho pero muy bien cuidadito. Espero, ahora sentado en el banco del centro de la plaza, que la Municipalidad no me clausure otra vez la casa de alquiler, mi existencia se iría a la bancarrota, sería mi perdición si a esta altura tuviera que trabajar en otra cosa. En fin, la realidad supera los hechos. De cualquier manera he sido feliz toda mi vida, viviendo en la calle ESPINATTI al 126, entre SAN JOSÉ y ALQUINTA, frente a la plaza principal y de cara a la CATEDRAL, en la “CASA DE ALQUILER SANTOPOLO”.

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. NIEBLA EN LA CARRETERA .

Escondida tras los matorrales, cuidando de no rasgar el abrigo transparente, observo atentamente al caballero que camina por la carretera solitaria. Se acerca muy cauteloso, mirando a todos lados, a pesar de la oscuridad, hacia el lugar donde estoy agazapada. Pasa muy cerca de mí, y admiro su buen porte, quizás sea un aristocrático. Raro que se dirija caminando –pienso– entonces dejo que se aleje unos pasos, y sigilosa salgo de mi escondite, tímidamente me acerco tocándole apenas el hombro derecho. Fantasmagórica fue la imagen que se dibujó en su rostro, transformada en máscara de terror, descompuesta y pálida, su respiración agitada se hizo dificultosa, hasta que por fin su corazón comenzó a latir con cierta normalidad, entonces le vi nuevamente volverle el color a pesar de la oscuridad del lugar. Pasado el momento, me animé a preguntar. —¿Se dirige usted a Londres por casualidad?

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—¿Pero qué hace esta mujer, a tan altas horas de la noche y en esta carretera? —se preguntó el desconocido. —¡Me oye usted! –repito ansiosa. —¡Sí!, sí, éste es el camino. Mi nombre es Marcus –dijo extendiéndome la mano enfundada en guantes de cuero, que me resultaron ásperos al contacto. —¿Y usted cómo se llama? —No, no puedo… no puedo decirlo, he olvidado mi nombre. Pero sé que una amiga vive allá en Londres. ¿Puedo confiar en usted, puede llevarme en el coche hasta allá? Sus ojos me miraron raro, su boca hizo una mueca que no sé explicar. Traté de aclarárselo un poco más. —Quiero ir a Londres, antes que mi cuerpo etéreo se esfume en la noche. ¡Qué lástima, presiento lo peor, ya es tarde! Mi cuerpo volátil está dentro del transparente árbol azul. Lo veo mirando desconcertado de un lado a otro de la carretera. Menea la cabeza y se va lentamente cubierto por la espesa neblina de Londres. ¿Habrá sido el amor, ese amor pasajero que siempre quise encontrar? Su nombre es Marcus. El mío… hace tanto tiempo que no lo recuerdo, no sé si alguna vez tuve alguno. Pienso que no. ¡Pero él se llama Marcus! Y su figura va esfumándose al borde de otra neblina.

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. EL PRESTIGIO DE SU REPUTACIÓN .

Eliseo fue el ser más ruin, tacaño y miserable que podía un ser humano. Vivía sobre la calle Azopardo al 1500 en la casona vieja con llamador de bronce sobre las puertas. Nunca visitado por parientes o amigos, deslizaba su burda existencia entre el olor de viejos billetes y el agrio mezquino de su vida solitaria. Nunca quiso formar una familia propia, todo, todo su empeño era para hacer una fortuna. Como habrá sido de tacaño que le negó la posibilidad nada menos que a Dios de llevarle su alma el día que falleció. En un cajón barato municipal de rústico pino que su familia a pesar de todo se apiadó en conseguirle ya que ninguno ponía un centavo por él, descansaban los restos de Eliseo. En la sala municipal, iluminada escasamente con candelabros de velas mortecinas, algunas flores cortadas de jardín y un Cristo doliente, se encontraban algunos de sus familiares sentados en sillas esqueléticas o en viejos sillones arañados por el tiempo.

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Mientras tanto, el alma de Eliseo se paseaba entre ellos observándolos y regocijándose de sus males, preguntándose el porqué de su presencia en el velorio, si nunca fue aceptado como familiar. Sentada al lado del ventanal, se encontraba Eloísa su prima hermana la menos agraciada de doce hermanos, que sufría de insomnio. En su rostro se notaban las noches ambulantes en las que recorría la larga galería de su casa como alma en pena, las ojeras le llegaban hasta una barbilla sembrada de pelos, a su lado la tía Antonieta, hermana de su madre, flaca como un espárrago mojado consumida por el cansancio del duro trabajo del tambo y el cuidado de diez nietos que vivían a su costa. No faltó sin embargo su primo Amadeo, toda su vida fue el más despistado y porfiado de la familia. Una vez al volver a su casa de madrugada, con algunas copas de más y enfiestado, enfiló la cuadra al revés y se dirigió hacia la penitenciaría, porfiándole a los guardias que era su casa, hasta que al fin lo dejaron pasar la noche en el calabozo o cuando salía del trabajo y tomaba el número de colectivo equivocado y terminaba en otro barrio, pero ahora el pobre sufría de Alzheimer, y al acercarse al cajón preguntando quien era el finado, lo confundió con un tío militar y le hizo la venia El alma de Eliseo, si el alma tiene una sonrisa, apareció en ese momento. Apoyado en el marco de la puerta con las manos ocupadas de golosinas, reacio a entrar a verlo estaba Eustaquio su primo, él sí que vivió bien toda su vida, de padres ricos, eran de lo mejor de la alta sociedad, pero ahora su lomo virgen estaba atacado de

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ansiedad y angustia lo que le hacía comer sin parar y aumentar de peso llevándolo a los doscientos kilos. Tampoco faltó su sobrino Lisandro, quizás el preferido de él, por ser uno de los suyos el que más amarrocó dinero fácil en la timba y además era mujeriego. El porte de príncipe y la audacia de un gavilán. El alma de Eliseo ve como éste al arrimarse al cajón fisgonea como para sacar alguna tajada, preguntando sobre la posible herencia. Ni pensar que faltaría su hermana Aída, la llorona de la familia en todos los velorios. Llega del brazo de Anastasia su hija menor, la niña atacada de dolor de cabeza, quien vive en una irritabilidad permanente, que sólo acercarse a ella, se lo trasmite a uno, una especie de electricidad y malestar. En resumen esta es parte de la familia o los buitres al acecho, sobre la que Eliseo pasea contento su alma, sacando sus inmundicias al aire, ya que lo acusaron siempre de ser el familiar más tacaño, ruin y miserable y sólo porque poseía el don y el valor de ser el prestamista del pueblo.

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. EL BASÍLICO .

Aníbal lanzó con toda la furia contenida, el bollo de papel al cesto de basura que tenía al lado del escritorio. Era quizás la hoja décima que arrojaba, se sentía frustrado, no sabía cómo comenzar la carta que pretendía enviar nada menos que a su suegra, ese basilisco que justamente le tocó en su suerte, a él… nada menos que a él, pero si todo el mundo decía que era un “pan de Dios” además lo alababan diciendo “la suerte que tuvo esa niña en encontrarlo, con semejante madre en desgracia que le tocó”. Para su alegría, la suegra en cuestión había realizado un viaje al extranjero, con la dicha que encontró a un señor que la sedujo lo bastante como para que ella se tomara un avión e instalara su casa bien lejos de acá, ahí en Moscú, encima tiene la suerte de vivir en zona de monarquías, con lo nariz parada que es. Pero siguiendo con la cuestión debía escribir la nota antes de que Laurita se levantara para no herir su susceptibilidad, después de todo es su madre.

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Evaluada suegra: Como usted siempre quería ser el centro de atención en toda ocasión y lugar, le comunico que ahora sin su presencia, nos podemos ocupar más de nosotros mismos y lo mejor de nuestra pareja, tenemos la alegría de charlar y contarnos absolutamente todo sin que nos interrumpan y rocíen ajenjo a la conversación, comer lo que nos plazca con o sin colesterol, tomar mate placenteramente, cosa que a usted tantas náuseas le producía vernos. Hacer el amor cuantas veces lo deseemos y en cualquier lugar y no tener estipulados los días como el sábado por la tarde cuando salía con sus amigas o los martes y jueves de veinte y treinta a veintiuna y treinta cuando concurría a yoga y sobre todo no sentir los fastidiosos golpecitos en la pared de los dormitorios que nos separaban cuando nuestros cuerpos nos reclamaban caricias, pues usted se desvela y para colmo de males deambulaba por la casa abriendo y cerrando puertas como si fuera de día. Demás está decir que para mí fue una prueba de fuego convivir con alguien como usted. Realmente que mis amigos me llamen ¨el magistrado de la paciencia¨ no me asombra, pues ésta traspuso muchos límites pero considerando lo importante que es para mí amar a una mujer como Laurita, el gran amor de mi vida, creo merecer este respiro y ruego a DIOS y a la virgen y a todos los santos y al bueno del ruso que la sostenga y proteja entre sus brazos por el resto de sus días (los días suyos, suegra por supuesto).

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Como está clavada usted como un estilete en mi corazón y un cristiano no debe maldecir, mi buen tino me obliga ir a dormir con la mente en paz. En resumen, he logrado lo propuesto, el esfuerzo valió la pena.

Su único y paciente yerno.

Hizo un bollo la carta tirándola y embocándola al cesto, se levantó despacio mirando por la sala. Desde todos los ángulos, la foto de aquel retrato lo miraba con sorna. ¿Por qué negarlo? El basilisco de su suegra lo seguiría molestando aunque sea a través del vidrio de aquel porta retrato.

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“El amor no tiene edad. Siempre está naciendo”. A mi familia, a mis amigos y a mis compañeros.

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. POBRES PERO FUERTES .

Ruinas, soledad. El viento mañero para arrear nubes, lleva y trae ecos de puertas batidas en monótono vaivén. Zumbido de moscas, crujir de maderas, suspiros del viento. El arriero pasa por ese sendero, sólo a veces, le arisquea; tuerce el ala del sombrero como para no ver la tristeza agorera que se desliza a su izquierda, mientras apura el tranco del overo. Dicen que en los atardeceres, los susurros se escapan por entre las vigas raídas del techo y vuelan para convertirse en gemidos. La sensación de aislamiento no mete miedo al hombre, pero penetra como la helada del sur, perfora la osamenta; una angustia invasora va recorriendo la espalda hasta la nuca, se fija en la garganta y comprime el pecho. El jinete fija su mirada en el suelo; ha entrado en la zona del antiguo Camino Real, olvidado, perdido su nombre entre los libros de Historia, polvorienta realidad hendiendo el paraje donde algunas cabras hacen crujir el suelo, arisco para el verdeo: “Es que casi nunca llueve. San Pedro se ha olviao’e nootros” dicen los viejos

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mirando bizquear a los animales en su intento de buscar comida entre las piedras, guardadoras de algunos brotes milagrosos. El calor sofoca; las chicharras presagian una noche infernal aturdiendo desde las talas del monte. Ni una nube en el cielo; poco movimiento en el puñado de casuchas en donde empieza y termina el pueblo. Todo es lento, despacioso. Los patios hierven a esta hora en que la tierra ha succionado el fuego de la tarde. La Mabel saca un fuentón con la ropa del Antonio recién lavada; lo apoya bajo sus pechos, flácidos de tanto amamantar: blanco alivio para la sed de sus hijos. En su bicicleta, mitad caño, mitad alambre, la Tomasita pasa pedaleando con fuerzas; detrás y atado con piolines al guardabarros, un carrito destartalado la sigue, fiel a su oficio de transportar leñita, esas patas de arañas que alimentarán el fogón donde la mamá hará el puchero o calentará el agua para el mate verdadero, maná de los pobres. Con la mano saluda a los Medina, doblados sobre el surco esquivo para dar vida. Más allá, el Oscar y la Pralinda, su tía, encierran dos vacas para el ordeñe. El muchacho, rápido salta la empalizada y se acerca a una mesita que bajo un chañar sostiene un cuaderno de tapas mugrientas, donde garabatea, hoja a hoja cada atardecer, historias que le ayudan a olvidas otras viejas historias. En su casa, mitad adobe, otra parte chapas y ladrillos bayos, don Zoilo relampaguea los ojos retintos cuando oye al arriero: su silbido es único como el paso irregular de su caballo. Ni bien desmonta, el viejo le ofrece un amargo. Pocas palabras entre ellos. Nunca supo con certeza su nombre, ni su edad, ni de donde

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viene, ni a donde va, sólo que cuando el arreo se pone flojo allá, en el sur, se convierte en su temporaria compañía. El día se desmaya sobre ellos, se enreda en la cañas del alero, bosteza algún remolino engañoso de tormenta, se desparrama por el campo; está cansado. Tanta sed, tanto calor. “¿Ta bueno el camino? Pregunta el cebador “Mas o meno. Hay guadales…” responde el hombre de a caballo entre sorbo y sorbo. “La pucha y no quiere llover…” Miran al cielo a través de la enramada. Sólo el oeste rojizo, como siempre. “Refrésquese, don, hay un poco de’agua, entuavía en el tacho”. “Ta bien, se agradece” el visitante desensilla el caballo que olfateando el aire corre a la aguada, casi un tazón cuarteado por la sequía. Pocas palabras, no sea que se seque el garguero. El viejo sabe que el hombre ha pasado por la tapera achatada en su mortaja de campanillas azulmoradas, y que todavía le dura el estremecimiento. Algunos se santiguan, otros apuran el tranco. Pero de eso no se habla, para qué remover lo pasado. El suceso dio para agotar conjeturas y habladuría. Fue en el tiempo en que las tuscas florecían apurando la vida del monte. El pobrerío, sabía divertirse sobretodo en esa época. Dicen que los sanavirones eran bailarines de alma. Tal vez de ellos les venían esas ganas de moverse al compás de la música: dos violines, una guitarra y para los valcesitos, un acordeón. No paraban de sonar hasta el amanecer, cuando pateando terrones y alguno que otro sapo, regresaban a la única realidad que les había tocado en suerte.

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El Polo llegado hacía un tiempo con un arreo de mulas, andaba querendón y la Miguelina, con sus trece recién cumplidos, había inquietado al hombre. Hacía tiempo que la venía viendo en el almacén del Turco, entre bolsas de maíz y harina. Con la bolsita de arpillera en la mano colgando, provocaba sin querer con ese balanceo inconsciente que le impulsaba desde lo más profundo de su adolescencia perturbadora ¡Linda la chinita! Los pechos enhiestos bajo la blusa desteñida y las patitas largas, finas que sostenían dos caderas en pleno proceso de moldura, como sandías maduras, cuando en enero, ofrecen voluptuosas sus cáscaras torneadas anticipo de una pulpa chorreante, roja, fresca..., así la pensaba el Polo entre pitada y pitada de un armado. Miradas van, miradas vienen, encuentros casuales; se fueron acercando. Primero los hombros en un juego casi de chicos, te pecho, me pechás. Después el roce de los dedos, diez brazas de pasión que se entrelazaban hasta volverlos ciegos, sordos, ausentes de su propia sordidez cotidiana. Ellos estaban descubriendo su propio paraíso. Los muchachos de los Medina, primos de la chinita, se habían acercado al hombre y lo habían advertido: “A la Miguelina ni la tocás, ¿Entendí?”. Pero ahora, meses después, caminaban en medio de la madrugada, de la mano, sin querer avanzar. Era difícil estar juntos; cientos de ojos los vigilaban como lechuzones expectantes y agoreros. De pronto vieron el atajo, el que lleva atrás de los montes de tintitacos, alfilerillos, cardones; ahí por donde dicen que corre el arroyo de agüita limpia y fresca. “Te voy a llevar, mi alma, a

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donde el agua te enjuague los piececitos, así jugás a salpicarme” le había prometido el hombre del sur, una tarde en que el calor y la sed hacían jadear a perros, gallinas y hombres por igual. Allá iban, dando zancadas, enganchándose las ropas con las barbas de tigres, implacables. Corrieron, desesperados hacia la libertad, ellos, amantes perseguidos prejuzgados; no podía escapárseles esta oportunidad. Cuando las gallinas empezaban a picotear los maíces que le echaba al boleo la Nora, medio dormida aún, porque había pasado la noche en vela esperando a su única hija, la Miguelina, el rumor empezó a correr. Del almacén del Turco al boliche del Isidro, pasando por el campito de la Pralinda: el Polo no estaba durmiendo bajo la enramada del rancho abandonado y la chinita se perdió de la vista cuando volvían del bailongo… y con trece años decían. El entonces jefe del destacamento policial fue advertido de la novedad. “Hay que buscarlos” suplicaba la madre, dando por hecho que habían desaparecido juntos. “No vaia a ser que la deje premiada…la desgracia nos caerá encima” gemía la abuela masticando las palabras junto al tabaco embabado. Don Dalmacio, el padre de la chinita en cuestión, sacudía su borrachera de la noche anterior filosofando apoyado en el alambrado divisorio: “Qué le puede ver un hombre a la Miguelina, no tiene tetas, ni cabras para arriar, apenas sabe amasar el pan ¿Cómo le va a parir hijos y los va a mantener? Escupía así en su semi inconsciencia mañanera el valor intrínseco de la mujer ligada a lo animal, lógica de esos pagos olvidados de la mano de Dios.

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El Zoilo, recién nombrado jefe del destacamento por benevolencia del último diputado provincial, que acertó pasar por ahí, camino a su desmonte, los rastreó a caballo durante varios días, pero nada. Al tercero le pidió ayuda al Benjamín, chango medio mal nacido, como esos críos endebles que aparecen cada tanto en una camada de parición. Algo rengo, bizco pero fuerte, seguidor, como perro de arriero. Montó su petizo y ya la partida salió más confiada, con víveres, algunas mantas, el machete para cortar churquis y hasta la escopeta, previamente acondicionada. Sólo calor, sol, tierra, médanos, sed… algunos buitres, presagios de carroña, revoloteando el cielo, las mocas olfateando la muerte… y el viento soplando su aliento a mistoles. Una noche, hubo un giro del poco airecito que soplaba y se oyó un aire de vidalita que refrescó los oídos y paralizó los corazones. Se quedaron tras los médanos que empezaban a formarse tras los arbustos achaparrados y opacos, y escucharon

Las penitas que yo siento Vidalita Son penitas de amor… Amargaditas lo mismo Vidalita Que las hojitas del molle Vidalita Ahí deberían estar; quién si no cantaría una vidala parte del sureño. Se acercaron y los vieron. El hombre acariciaba ese

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cuerpo ideal, de madera torneada con la perfección de ninguna cadera y cintura humana; a cambio el sonido casi sublime de la caja inundaba la escena; angelical el rostro de la chinita se apoyaba en el apero. “¡Alto! ¡No se muevan! ¡Es la ley!” tronó la voz del Zoilo, amilicada después de dos años de profesión. No reaccionaron los amantes. Se abrazaron; una bandada de murciélagos se despegó del techo con el retumbar del escopetazo al aire que nervioso disparó el Benjamín. Se dejaron llevar: él esposado tras el caballo del jefe; la china enancada en el petizo del asistente. Una pieza mugrosa le sirvió de calabozo al Polo: “Hasta que se caratule el delito, si es que lo hay…” murmuró la autoridad, tan serio como las circunstancias se lo imponían. La menor, como ahora la designaban en la causa, chorreaba su desencanto, no su vergüenza por los pelos, duros por la sequía y la falta de agua dulce. Espinas como de garabato macho eran la mirada de su madre y abuela; los hermanitos husmeaban desde atrás de la cortina, única puerta de la vivienda, con los dedos en la nariz, silenciosos, como todos: no preguntas, no consuelo, no reproches. Ese silencio era un anticipo de su inexorable destino de paria social. El exilio ya estaba decretado. El Polo, entre uno y otro cigarrillo, cortesía del ayudante patizambo que lo miraba con admiración, maquinaba una salida “¡Juna gran pucha! A mí no me van a encerrar por una china alzada…” se decía. Entre pensamiento y hecho privó lo último y una noche coincidiendo con un incendio inesperado, devastador, el hombre de a caballo desapareció.

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La imaginación del pueblo, ese pensamiento mágico que enriquece a los desesperados, fue transformando el hecho en una sarta de versiones alimentadas por el tedio, el calor, la inanidad del tiempo. Nunca fueron aclaradas de las causas del incendio ni el destino del Polo, pero sí se comprobaba día a día el de la Miguelina, consumida en lágrimas que caían sobre el patio de su casa cuando salía a tender la ropa. Ella, entre tanto, se mimetizó con la tierra yerma: no pudo amamantar, su vientre se contrajo, perdió su fruto y se quedó tan estéril como el potrero del fondo. Esa pasión prohibida por sucia y pecaminosa provocó más de una procesión con la Virgen del Rosario, llevada en andas: “no vaya a ser que la virgencita nos castigue por tanta inmundicia”. El tiempo, que todo lo borra o lo atempera llevó a los jóvenes: “pa’la ciudad, sólo vamos quedando los viejos y las raíces” recitaba doña Eloísa la dueña del campito más próspero de la zona. “Ahora lo único que pinta es la necesidá” sentenciaba. Todas las vidas estaban signadas por la sequía, esa que las marca desde el vientre fecundado en horas de tedio y rabia por sobrevivir a la nada. A esa pobreza, “aliada y cómplice de la falta de agua que siempre, la muy ladina, se desvía para el sur ande tienen siempre el surco abierto y más ahora con la siembra directa que le dicen”. El que hablaba así era un maestro sancionado en la capital de la provincia por no se sabrá nunca qué irregularidad y que había ido a parar con sus pocos bártulos a la escuelita rural, inaugurada hacía cuatro años. ¿No quiere llover, don Zoilo? Pregunta el arriero barbudo, un ojo tapado con un parche, una mano enguantada, acomodándose

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sobre el apero dispuesto a dormir a cielo abierto. Entre sorbo y sorbo el Zooilo lo mira de reojo “Ansí es, cosas del destino y pa’colmo de males, la sequía nos dejó pelados y solos, pero aunque pobres somos fuertes, usté lo sabe bien, don ¿noe cierto? El arriero parece no escuchar, mira fijo el cielo, cápsula invertida que promete pero no cumple. Tampoco él pudo cumplirle a la chinita, la que se apergamina en un oscuro rincón del rancho; sola, con algunas cabritas; “agüita para tus piececitos”, murmura; pero sabe que si la encuentra, ella no lo reconocerá, tantas temporadas volviendo, para nada, para engañarse. La impiedad del tiempo los ha tocado. Ahora lo único que pinta es la necesidad de agua, de agua, de agua., Tatita Dios para que se moje los piececitos cuando salga a buscar las cabras.

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. FAV ORES CONCEDID OS .

La pared chorrea flores lilas, erguidas, signos de súplicas imposibles. El silencio taconea entre las paredes ocres del pasaje. Ella, menuda, morena, aprieta su bolsito de lona contra su cuerpo envuelto en el vestido de confección casera. Apresura el andar; la cabeza semigacha así acostumbrada por la génesis de años de servidumbre y acatamiento, la mirada, en un cíclico movimiento derecha e izquierda que une imágenes con recuerdos. Aquella vez, Santa Rita había sido egoísta con ella. Tanto le había pedido por su Damián, lejano y primer amor perdido en una guerra corta, sucia, impensada. ¿Habría escrito algunos versos en la trinchera fría?. Se lo había prometido pero a ella no le llegaron, como tampoco su cuerpo. Ahora, casi desesperanzada, se había propuesto insistirle a la Santa y le llevaría algunas ramas florecidas que colgaban desde el muro. Tal vez con la ofrenda le apareciera algún gesto de piedad para con ella; y salta, una, tres, cuatro veces hasta cortar dos ramitas índigas con espinas y hojas (¿serían el sufrimiento y la esperanza que debía transitar todavía?).

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Llega al extremo del veredón de baldosas y gira hacia la derecha, hacia la dirección de donde oía un rumor de coros, hacia la iglesia tras la cual se refugian las carmelitas y piensa. Ese punto de clausura en medio de la vorágine ciudadana que se iba en el alto queda como un códice apretujado en una biblioteca. La calle en esa hora incierta se ha transformado en un espacio abadiado; abre la puerta de dos hojas, batiente chillona y un soplo de vacía y helada religiosidad le estremece la cara. Camina desorientada en la penumbra hasta encontrar, en un altarcito lateral, la imagen. No se arrodilla; casi con un poco practicado orgullo, ella habla con la mujer que la mira desde lo alto con ojos de cera fría. ¡Acordate de mí santita, tan solita de amor! Perdón, se me ha caído una hojas del libro, ¿me permite? Está junto a su bolso. La muchacha gira la cabeza y ve al hombre, vestido de oscuro, ve sus botas negras apuntándola, rígidas y brillantes. Creo que se despegaron, continua él, ahora tendré que encontrar el número de cada página, ¿me ayuda? Embobada por la voz, grave, con ecos, como si saliera de un pozo, lo sigue hacia una hilera de bancos. Se sientas; no puede hablar, sólo monosílabas se le escapan y rebotan entre las columnas de la nave principal, soporte majestuosos de un cielo de vitrales que se afantasmaban con las luces del ocaso. El tiempo es agua y arena filtrando las palabras. Me llamo Alejo, soy escritor. Yo soy Sabina. Vengo a la biblioteca del convento a buscar información. ¿Usted? Entré a retarla a la santita…se ha olvidado de mí. El que olvida algo, siempre lo tiene en el recuerdo. ¿Cómo, no entiendo? Pregunta ella. Porque se

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acuerda de lo olvidado, le contesta con una sonrisa que abarca toda la femineidad de la devota, hasta estremecerla. Ahora caminan, salen del templo olicudo a incienso y la noche les echa un aliento mientras bosteza su aburrimiento. No ven gente que camine con ese apuro robotizado de la vuelta a casa. Hay sombras fugaces, ecos de cascos equinos entre las calles que atraviesan. Sin proponérselo, se toman de las manos, empujan el paso por el declive de la buenos Aires, pasan por el Buen Pastor, cruzan la avenida y se internan en la majestuosidad de Nueva Córdoba. La ciudad es otra con Alejo; su andar sin rumbo se interrumpe ante una reja increíblemente trabajada; el hombre la abre con una llave que extrae de su bolsillo; desde los balcones figuras con fauces y ojos amenazantes los observan son voces de conciencias centenarias. Necesitamos un tiempo para nosotros, le susurra el hombre ahora demasiado cerca de ella. Estremecida, con los ojos acuosos de tantos sentimientos acallados, Sabina solo atina a mirarlo. Una cama, adoselada, con sábanas grises de satén recibe la pasión inmediata de la pareja; desflora en el lecho su virtud más preciada. No hay palabras, tampoco se pregunta cómo había llegado hasta ese punto límite, tan esperado, donde el goce afloja sus músculos para dejar hacer al hombre que ha transformado las palabras en caricias voluptuosas que resbalan exploratorias por su dormidez virginal. Algunas lágrimas absurdas, impensadas resbalan hacia los almohadones de seda.

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Por una claraboya de vidrios multicolores se filtra una luz agónica que se combina pendularmente con un resplandor naranja en una sucesión de tiempo indefinido. Es la única referencia de otra dimensión existente fuera de ese espacio de paroxismo impensado. Cuando el jadeo da paso a la quietud, juntos recorren la casa. La cocina es tan amplia como donde trabaja; una vajilla de blancos espasmódicos refleja la luz de las lámparas, ahora encendidas, desde el aparador de algarrobo (¿cómo estará el algarrobo que aliviaba las siestas cuando el viento del norte asalinaba su piel y los ojos de la abuela?) Ojos de cobre pendientes de las paredes azulejadas, los observan enrojecidos por el fuego avivado en la cocina de hierro. Ellos son uno, con las tazas humeantes entre sus miradas que se anublan por el vapor; él la observa con ojos casi transparentes, como lagunas abisales, con calor inacabable. En las salas con maderas, tapices, caireles, aprende a jugar al billar y a echarse laxa sobre las alfombras; conoce la tibieza de los leños encendidos (¿podrá la abuela cortar esos troncos de colquiyuyo cuando la apura el frío?). Las caricias la vuelven de ese lapsus de su memoria y envuelta en bata de espuma, enlazaba y desenlazaba su pudor de cortesana enamorada; Alejo es un sólido cuerpo que no pesa sobre ella y transpira aroma a hojarasca húmeda entre sus brazos. Unas campanadas, nunca oídas, le sobresaltan de su duermevela; casi aturdida mira el reloj de pie que parece renacer entre dos columnas; ahora ella ve el sol entrar por las hendijas de

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los ventanales cerrados. Oye golpes y voces que se acercan a la casa. Palpa la ausencia de su hombre que ya no está a su lado. Lo busca por la casa, lo llama; torpemente busca su ropa, recorre pasillo, salas, salones, salitas y el baño con los espejos empañados, con moho y dos estatuas gigantes, tiesas, balanceándose por décadas sobre la bañera. Solo silencio. Soledad. Ecos. Encuentra su vestidito, calza las sandalias gastadas, arregla su pelo con una hebilla de hueso y con el bolsito en la mano dirige sus pies hacia lo que cree la salida. Una llamarada de luz la sorprende junto con un grupo de obreros que abren el portón principal. Pasan la rozan, no la ven. Disponen, se ríen. Bueno, acá vamos, don Alejo Guzmán y v Cabrera ¡por fin! Alardea uno de ellos con planos bajo el brazo. Otro, el de la notebook le hace un guiño casi obsceno y contesta ¡A demoler! Se acabaron las amantes viejo zorro. Los inversores no esperan más. Como huyen de la luz mala en su Tuscal energiza su paso aunque ahora es una corriente helada que la observa, la subsiona, no hacia las colinas sino hacia la agónica casona que, pronto, una topadora saciará con ella su avidez de paredes con sabor a flores francesas en sus empapelados casi corre hasta alcanzar la Cañada. Una lluvia amarilla de tipas en flor baña su cuerpo; se siente purificada aunque satisfecha de su tiempo de lujuria. Al llegar a su cuartito del Güemes intenta sacar la llave del bolso, su mano de costurera encuentra una flor de Santa Rita, ajada, sabe entonces que ha perdido para siempre al hombre que la bondad de la Santa le había regalado por un instante eternizado. Agradecida, le enciende una vela. 104

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. DE POEMAS Y DE SANGRE .

Es agosto. La noche blanquea su helada por el faldeo del cerro de las Carretas. Una masa de hombres y mujeres que mantiene ocupados a los realistas sueña con la independencia, palabra abstracta todavía para ellos. Ese grupo de cuerpos, puro instinto, sin planes preconcebidos, arremete contra el invasor de las milagrosas batallas con un deseo casi ancestral de conservar la tierra. La mujer se acerca al cholo, alto, fuerte, musculoso; lo abraza con pasión y temor de no ser amada. El joven, con la mirada fija en un punto intangible, modula la voz e hilvana versos casi premonitorios de tragedia:

Huañuyta maska riscan

Voy en busca de la muerte

Auckanckancu, pucrancura

Nuestros enemigos

Jamu llanckancu, pucrancura

Ya vendrán

Jalatatajmin

Levantando sus campamentos.

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De pronto, un resplandor; los realistas caen sobre ellos. Son como llamas sobre caldenes secos. Pedro Artamechi, indio despechado, sobornado, guió a los hombres del coronel Benavente por un sendero invisible en medio de la noche. La confusión espanta, el coraje los reagrupa. Una bocanada ardida da en la cara de la mujer y sus oquedades, oscuras de llanto, se secan aún más en su rostro. Con su vientre que le pesa demasiado para seguir en la lucha, busca refugio tras esas piedras, verdaderos aludes de muerte, que hacen caer los dueños del suelo desde la altura del cerro, arrastrando la arrogancia de los godos. El fuego de fusiles recalentados, el chasquido de las huarakas en reboleo incesante y el silbo de las flechas se entreveran con el ardor de los cuerpos, algunos gimientes, otros, casi inhumanizados ante el japapeo quechua que los energiza. La mujer, espantada, ve a su joven indio, lugarteniente de los Padilla, multiplicarse en la lucha. Es vuelo mortífero desmenuzado en el entrevero de sangre. Cerca, siempre cerca de él, la otra, Juana Azurduy, jinete invencible se defiende como puma cercado. Juntos tejen una leyenda con hilos de sangre, valor y poesías, juntos están en el punto exacto en el que un impiadoso descuido es el comienzo de la muerte. La mujer, agazapada, aprieta con las manos su cavidad fecundada, apoya la cabeza sobre la roca sostenedora y piensa… Antes no fueron lanzas ni flechas las que se cruzaron; fueron tus ojos, charcos de luna, con los míos, y nos enredamos en el moteo de luz y sombra que hamacaban la ramas piadosas de un cebil.

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Francisca María Córdoba


Ñahuyquicuna ppallallaj ckoillor

Tus ojos, titilando cual estrellas

Llippipipispa

En la noche oscura

Laccaytutapi, hillapa jina

Fueron el relámpago

Musppachihuancu.

Que me hicieron delirar

Dulce aloja derramada por tu boca, ¿acaso eran para mí tus versos aquella noche? El cielo fue un pozo invertido, lleno de estrellas sobre mi vientre; vi soles y soles girando; sentí el crujir de mis entrañas, ahora nutridas por tu corriente tibia. Pero la otra, con su voz de guerrera, descuajó la oscuridad con su orden de ayuda: ¡Juan, te necesito! ¡Mi Manuel ha caído prisionero! Y ahí salieron al galope, con más caballos que hombres para confundir a los realistas. Se acollararon con la noche, la sorpresa y los fuegos avizores que desde las montañas indicaban el camino de los maturrangos, que cansados y borrachos no los esperaban. Aquella vez volvieron con el marido y hubo festejo en la montonera. La voz de mi Juan parecía endulzarse en sus versos como se convertía en alarido aterrador cuando, con los dientes apretados, arremetía en las batallas con un odio encendido hacia el español. Decían, por ahí, que su padre habría sido un potosino aristocrático, bastardo del rey de España, que amancebó a una descendiente del inca Huascar para luego abandonarla con un hijo y en la mayor de las miserias. Otro alarido quiebra el hedor a muerte, a tierra, a sudor de caballos. ¡Mi Juan, mi Juan! ¡Nooo! Los lamentos mezclan palabras

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entrecortadas. ¿Por qué te pusiste en el camino? Era para la otra el lanzazo. ¿Por qué? ¡Cómo vomita sangre tu pecho!... ¡Oh, tan amado!...Te arrastran… ¿Dónde te llevan? Te alejan de mí… tierra infestada de odio y de venganzas, ¡Te maldigo!. No crecerá nuestro hijo acá, será noble y bello como vos mi alma, pero estará en el verde, en donde el cielo se cae sobre el campo… en la paz. El grito de la que va a parir salpica de rojos la quebrada. Las nubes, espumas congeladas, bajan piadosas y se ofrecen como pañales al guagüita. Luego, otra vez, la marcha de esos indios, mestizos y criollos, impulsados por un mandato casi genético de proteger las fronteras de la Patria recién nacida. Pero la procesión de valientes se va agotando a medida que avanza hacia el sur. Algunas derrotas y la multiplicación de caudillos, la va atomizando. La mujer es una más de las que cocina para los hombres, duerme acurrucada al rescoldo del vivaque, cría a su hijo y protege a unos perros flacos y seguidores. A veces, sueña. Casi sin darse cuenta, arrastrando su destino incierto, llega al verde, el de los olores a cebadilla, a ganado, a tierra mojada; la de los hombres con botas y palabras persuasivas que construyen de otro modo a la Patria. Su chango ya ha aprendido a pialar, pinta como enderezador en el día a día y puede cuerpear al potro más arisco. Déjelo no más, doña. Don Juan Manuel recibe a tuitos por igual. Va a ser un agregado más en la estancia. El arriero se compadece del muchacho, la madre cede para abreviarle su destino de bastardo que empezó aquella noche de agosto. Ahora, con un fuentón apoyado en la cadera, repleto de ropa con olor a sudores, va al piletón del fondo. Los peones desde la cocina, le

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ofrecen un mate; no lo acepta. Arisquea el afecto y la confianza desde que es la lavandera del capataz; desde que otra vez está sola con una tos persistente como única compañía. Comienza a ablandar el jabón que se espuma entre sus brazos y sube en burbujas silenciosas hacia su pelo entrecano. Ve en ellas toda su vida en escenas redondeadas, transparentes. Oye el viento del norte colarse entre las hendijas del cuartucho; trae balidos de guacho y olor a tierra; su tos, hija de una espalda mordida por la helada de años, hace eco en los latones de agua y se mezcla con un susurro de versos que un aliento audible irrumpe la parálisis de sus sentidos amortajados.

Causayninchajta quipuycuckanchej

Nuestras vidas enlazamos

Manam huañuypis

Y ni la muerte

Tracahuasunchu. Huiñay—Huiñaypaj

Nos separará. En la Eternidad

Ujllamin casun.

Uno solo seremos

Extraviada en la certeza del engaño que tramaron sus celos, las manos tratan de alcanzar la figura de traslúcida gelatina; el lugarteniente de los Padilla, Juan Huallparrimachi, ha venido, está ahí. Un dedo adiosado se extiende hacia la mujer; un cielo de Patria recreada por los muertos anónimos de independencia, los espera.

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LAS AUTORAS

ROSA MICHELA Vive en Villa María. Córdoba. Fue narradora del Grupo Cuento Azul perteneciente al PEUAM. Egresada de la Dante Alighieri. Incursionó en pintura en el taller de Ana M. Bertoloti. Algunos de sus textos fueron publicados en Diez Cuentos con Alas 1 y 2, auspiciados por la Universidad Nacional de Villa María. Integró el Taller Literario de Marta Parodi . Actualmente asiste al Taller Literario de Narrativa coordinado por Mercedes Espinosa, Peretti.

GRISELDA RULFO Vive en Villa María, provincia de Córdoba. Es profesora de Educación Física y Psicopedagogía. Tiene estudios cursados sin finalizar en Metodología de la Investigación Educativa, Letras Modernas y Arquitectura. Se desempeñó como docente en los niveles primario, secundario y terciario en diversas instituciones educativas. Asistió al taller literario dirigido por Marta Parodi, y de Poesía de Susana Zazetti. Actualmente asiste al Taller Literario de Narrativa coordinado por Mercedes Espinosa Peretti..

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JUANA ADELMA ECHEGARAY Nació en la ciudad de Villa María, Córdoba el 16 de Noviembre de 1952. Maestra en Cerámica de la Escuela de Bellas Artes. Estudia Italiano e Inglés. Además estudia pintura en óleos. Alumna del Taller Literario de la profesora Mercedes Espinosa, Peretti. Tiene tres hijos y es abuela orgullosa de tres nietas.

FRANCISCA MARÍA CÓRDOBA Nació en Villa María, provincia de Córdoba; tiene tres hijos y cinco nietos. Es Maestra Normal y Profesora de Lengua y Literatura. Ejerció la docencia por más de treinta años en los niveles primario y secundario en Centros Educativos de su ciudad natal y Villa Nueva. Ha asistido a talleres literarios dictados por el Licenciado Fabián Mosello y la Licenciada Dolly Pagani. Actualmente concurre al Taller Literario de Narrativa de la Licenciada Mercedes Espinosa , Peretti. Participó como narradora en el Segundo Encuentro Nacional de Cuentacuentos en Alta Gracia (Cba) en 2002 representando al taller de narradores del PEUAM. También narró en diversas presentaciones en salas de Villa María con el grupo de narradores del grupo antes mencionado. En la 37º Feria del Libro de Buenos Aires 2011, leyó poemas en el ciclo “Villa María y sus poetas”. Recibió en el género poesía el primer premio en el concurso “Termina el año haciendo versos” organizado por el I.P.E.M. Nº 180 “Rafael

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Obligado” de Ticino (Cba) en 2008 y la Mención de Honor en el Concurso Nacional de Literatura “Primo Beletti” organizado por la S.A.D.E. (filial Villa María), la Universidad Popular de Villa María y el C.A.S. de esta ciudad – 2009. En el género narración ha obtenido el primer premio en el concurso premio de Literatura para mujeres “Rosa Tejeda Vásquez de Theaux” 2010. Sus poesías y cuentos han sido publicadas en libros junto a otros escritores de Villa María y la región: “Siempre en el mismo río” y Antología Literaria 2010, ambos publicados por la S.A.D.E. filial Villa María.

MERCEDES ESPINOSA, PERETTI Vive en Villa María, Córdoba. Es profesora de Lengua y Literatura. Licenciada en Letras. Ejerció la docencia, en los niveles primario, secundario y terciario en establecimientos de Villa María y también de Arroyo Cabral. Tiene publicados “El barrio que nos tocó en suerte”, “El agua un valor social” y “Amigos del Bonsái y Flora Nativa”. Publicó distintos ensayos literarios y de educación, como también fotonovelas presentados en el II y III Congreso Nacional e Internacional de Educación. Además el ensayo “Aproximación a lo Fantástico en las Pruebas del Caos” en homenaje a Enrique Anderson Imbert. Ponencia realizada en XIX Simposio Internacional de literatura en Lima, Perú. Es coordinadora de Talleres Literarios de narrativa para niños y adultos.

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Orden del libro



COLLAR DE PERLAS

Presentación por MERCEDES ESPINOSA, PERETTI ............................................................... 9

ROSA MICHELA Collar de perlas ....................................................................................................................................................... 19 El pueblo quedó devastado .......................................................................................................................... 22 Con la pequeña luz del amanecer .................................................................................................... 24 Monstruos ....................................................................................................................................................................... 26 Traslado ............................................................................................................................................................................ 28 Ausencia ........................................................................................................................................................................ 31 Las margaritas ........................................................................................................................................................... 34 Apariencia .................................................................................................................................................................... 37

GRISELDA RULFO Amor eterno ............................................................................................................................................................... 43 Lo sabes ........................................................................................................................................................................... 45 Chocolate ....................................................................................................................................................................... 47 El Rosendo ................................................................................................................................................................. 49 El Tío Meco ................................................................................................................................................................... 52 Breves ................................................................................................................................................................................ 54 El caminante del décimo “A” ..................................................................................................................... 57


JUANA ECHEGARAY Casa de alquiler Santopolo ........................................................................................................................... 65 Niebla en la carretera ......................................................................................................................................... 79 El prestigio de su reputación ........................................................................................................................ 81 El Basílico ........................................................................................................................................................................ 84

FRANCISCA MARÍA CÓRDOBA Pobres pero fuertes .............................................................................................................................................. 91 Favores concedidos ............................................................................................................................................. 100 De poemas y de sangre ................................................................................................................................. 105

Las autoras .................................................................................................................................................................... 111


Las cuentas de Collar de perlas se terminaron de ensamblar en el mes de diciembre de 2011, por orden de EL MENSÚ ediciones en Gráfica del Sur, Manuel Lucero 67, Córdoba, República Argentina.



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