Edición #16 – Marzo-Abril 2020

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es bl a d lvi o in Gerardo Laveaga

Las enseñanzas de don Carlos T

endría unos nueve años de edad cuando mi madre nos convocó a mi hermana, a mi hermano y a mí para empezar una novena. Durante nueve días ininterrumpidos rezaríamos el rosario para pedir a san Judas Tadeo que intercediera ante Dios para que mi padre no fuera a quedarse sin trabajo. El titular de Industria y Comercio, la secretaría donde mi padre laboraba, había sido postulado como candidato a la gubernatura de Michoacán. Acababa de renunciar a su cargo, lo cual iba a implicar movimientos. Mi padre hablaba a menudo de su jefe, por lo que el nombre de Carlos Torres Manzo (1923-2019) no me era ajeno. Como supe después, lo consideraba un troubleshooter —un solucionador de problemas— y un diestro operador pragmático, al que solían encomendársele tareas políticas delicadas. En ese momento, sin embargo, no entendí por qué se lanzaba a contender por una gubernatura, dejando a sus colaboradores en la incertidumbre. Recuerdo la devoción con la que rezamos mi madre y mis hermanos —los cuatro de rodillas ante la imagen del Sagrado Corazón— y la alegría que nos dio saber que José Campillo Sainz, el nuevo secretario, había confirmado a mi padre en su cargo: la novena había surtido efecto. Quince años después, yo trabajaba en la dirección general de Publicaciones y Medios de la SEP y, por diversas circunstancias, me hallé sentado al lado de Torres Manzo, en la comida que ofrecía Rogelio Álvarez, director de la Enciclopedia de México. Más que el troubleshooter, me pareció un hombre simpatiquísimo, culto y bien informado. Tuvimos una conversación

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El Mundo de la Educación

tan fluida que aceptó una invitación a desayunar conmigo unas semanas después. Un encuentro con él, tête à tête, revestía para mí un triple interés: era el antiguo jefe de mi padre; había ocupado el mismo cargo que, en la época de Venustiano Carranza, ocupó León Salinas, hermano mayor de mi abuela materna y, por añadidura, como colaborador cercano de Luis Echeverría y José López Portillo era un hombre del que yo tenía mucho que aprender. Me costó disimular mi entusiasmo. Por aquella época, yo estaba deslumbrado por la actividad política. Me había propuesto ser secretario de Estado. “¿De qué depende serlo?”, pregunté con avidez a mi nuevo amigo. Su respuesta no pudo ser más descorazonadora: “De la suerte”. En su opinión, todo era producto del azar. “Ya ves: si no nos hubieran sentado juntos ese día, hoy no estaríamos conversando”. Y si había una actividad fortuita, concluyó, ésa era la política. Aclaró que la política se movía por las mismas reglas de todo grupo, pero a escalas mayores: “Así, como en un salón de clases hay buenos compañeros, matones y envidiositos, así ocurre en una entidad federativa, en un país o en la comunidad internacional”. Pese a la diferencia de edad —era incluso mayor que mi padre—, aceptó mi amistad con una generosidad que siempre agradecí. Me acogió como a un discípulo aplicado. Al paso del tiempo, me narró con desparpajo toda suerte de anécdotas. Recuerdo, en particular, la de un par de amigos suyos a los que designó subdirectores en Industria y Comercio. “Queremos ser inspectores”, protes-

taron ambos. “Un subdirector gana más”, les tranquilizó. “Sí”, gimieron ellos, “pero un inspector tiene forma de compensar su sueldo. Un subdirector, no”. Con lujo de detalles, me refirió los desencuentros que, ya como gobernador de Michoacán, tuvo con los arriaguistas. También, los pactos que se vio obligado a hacer con ejército, iglesia, comerciantes y “fuerzas vivas” de la entidad. Me habló de sus satisfacciones y frustraciones en el ejercicio de gobernar. Yo lo escuchaba boquiabierto. Le pregunté qué era mejor, si ser secretario de Estado o gobernador. Ahora, su respuesta no me decepcionó: “Después de ser presidente de la República, ser gobernador es lo mejor que le puede ocurrir a un político mexicano. Eres amo y señor. Tu principal desafío es negociar presupuestos con la Federación… Ser secretario, en cambio, consiste en eso: en ser ayudante. De alto nivel, sí, pero ayudante”. Siempre con tono didáctico, describió aquellas sesiones maratónicas en las que Echeverría iba llamando a uno por uno de sus colaboradores, hasta reunir a medio gabinete, para resolver el problema de una tubería mal instalada que impedía que llegara el agua a un hospital. La sesión, que había empezado a las doce del mediodía, terminaba a la una… de la madrugada. “Era incansable”, decía. “Tenía una energía descomunal”. Él también poseía aquellos ímpetus. Quizás por ellos, el presidente lo invitó a formar parte de su equipo. Me refirió la vez que, de ida a un evento, Echeverría hizo detener el convoy para atender a un grupo de inconformes que hacían valla al lado del camino. Ordenó al secretario de Industria y Comercio zanjar el conflicto. De regreso, el grupo opuesto provocó que el presidente detuviera el convoy de nueva cuenta.


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