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Editorial

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Viaje a Itxlam

Viaje a Itxlam

Ya hace un año que estamos viviendo esta pandemia, una situación excepcional, una circunstancia que es totalmente atípica e inesperada. Según la opinión de ciertos analistas, las probabilidades matemáticas de que algo así ocurriera, son del 0,00018 por ciento. Mantenerse a salvo se ha convertido en sinónimo de quedarse en casa el mayor tiempo posible. Este es sin duda un tiempo de contrastes y también de extrañas contradicciones. Las fronteras mundiales se han cerrado, estamos aislados; sin embargo, nos sentimos más unidos que nunca con todo el mundo. Aunque estamos en nuestras casas más tiempo que antes, hablamos con nuestros vecinos y familiares más que nunca.

Ante el hecho de que el ocio y la diversión nos han cerrado las puertas, nos encontramos con que tenemos más tiempo que nunca para hacer lo que queríamos hacer, y sin embargo, tenemos la sensación de que el tiempo se nos escapa entre los dedos como la arena de un reloj. Es como si el duende de la paradoja se hubiera instalado en nuestras vidas para hacernos pensar, para hacernos reflexionar un poco; tal vez para hacernos cambiar…

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Parece como si el espectro severo del coronavirus estuviera mirando en este momento a los ojos de la humanidad y le dijera lentamente: -¿Qué prefieres, cambiar o dejar de existir? tú eliges. -Quiero vivir -responde temerosa y asustada la humanidad.

-Entonces -responde el heraldo de la fatalidad-, vete a tu casa, vuelve a tu hogar, reflexiona, cambia tu vida y empieza de nuevo.

Posiblemente ese sea el mensaje y la clave de todo esto, «volver a casa». Pero volver a casa no es solo recluirnos en nuestro domicilio. Pienso que se trata también de una toma de conciencia, de una reflexión compartida, de una reconciliación y de un reencuentro. Se trata de una reflexión profunda y coherente que nos devuelva nuestro lugar en armonía con la naturaleza. Solo cuando la realidad se refleja sin autoengaños en la pantalla de nuestra conciencia, es cuando tomamos conocimiento de nuestra propia realidad esencial y podemos reconciliarnos y reencontrarnos con nosotros mismos. Como se suele decir, creo que «íbamos como motos», corriendo todo el día de aquí para allá, hacia ese lugar llamado «ninguna parte»; llevando como permanentes compañeros de viaje al estrés, al agobio, la ansiedad y la insatisfacción permanente. Lo cierto es que de tanto querer sacar rentabilidad al tiempo, finalmente nos quedábamos sin tiempo para tener tiempo y nos olvidábamos de vivir; nos olvidábamos de que lo que le hacemos a la naturaleza nos lo hacemos a nosotros mismos, porque formamos parte de ella. Nos olvidábamos de que estamos todos juntos en el mismo barco y que como nos está mostrando covid, lo que le afecta a uno nos afecta a todos. Nos olvidamos que lo que genera, protege y hace prosperar a la vida no es el interés, la ambición, la competitividad despiadada; sino el amor benevolente, la solidaridad, la generosidad y la compasión. Y así, mientras pasábamos frenéticamente de una actividad a otra, nos decíamos como escusa a nosotros mismos «no tengo tiempo para reflexionar, no tengo tiempo para leer, no tengo tiempo para meditar, no tengo tiempo para pensar…». Pues ahora ya tenemos el tiempo y la oportunidad para reflexionar sobre nuestra propia vida y para darnos cuenta de lo que queremos ser y lo que no queremos ser, de lo que queremos vivir y de lo que no queremos vivir, de cómo queremos actuar y de cómo no queremos actuar, de lo que tiene valor en la vida y lo que no tiene apenas importancia, aunque antes estuviésemos dispuestos a pagar un altísimo precio por ello a toda costa.

Ahora las cosas han cambiado, el mundo se ha detenido y el tiempo fluye de una forma diferente. Se trata de eso que los antiguos griegos llamaban kairós, el tiempo de la oportunidad, el tiempo del cambio, el tiempo germinal en el que se siembran las semillas de lo que habrá de fructificar mañana en nuestra vida si somos capaces de volver a reinventarnos, de reconciliarnos con ella y de volver a empezar con renovada ilusión. Que seamos capaces de aprender y de hacer de este tiempo un tiempo de cambio, un tiempo de oportunidad, un tiempo vivo.

Quién no se ha sentido alguna vez atraído por personas que exhalan un atractivo irresistible e inconsciente, que solemos justificar por el buen gusto en el vestir, una buena apariencia física, un saber estar, que conlleva una gran cantidad de requisitos necesarios que nos traen a la memoria el ideal de persona del que tanto nos hablaban los antiguos filósofos griegos.

Lejos de captar la atención como un producto vendible, la persona elegante cultiva actitudes silenciosas y poco evidentes, expresa con calma su opinión y deja tras de sí un cálido aire de amabilidad y respeto que necesariamente deja una suave huella en quienes se relacionan con ella.

Si bien esta apariencia es bella, lo que captura nuestra admiración es un conjunto de cualidades amorosamente cultivadas y que conforman una persona que se acerca bastante a lo que consideramos «ideal». Para que despierten admiración en otros, éstos tienen que participar de los mismos cánones estéticos y de unos mismos ideales. Vamos a remitirnos al origen de la palabra «elegancia». El término nos remite al vocablo latino eligere, escoger, elegir. En una elección acertada reside la elegancia; es la libertad del ser humano consciente, que conoce lo que es y que busca cómo desarrollar la capacidad de ser elegante. Pero para que la elección sea acertada, se requiere previamente el equipamiento de criterios estéticos por parte de la inteligencia.

Llamamos elegante a lo que es gracioso, sencillo, bien proporcionado, airoso, suave en sus movimientos. Esta combinación de varios elementos puede encontrarse en todas las obras bellas, excepto en las sublimes, y denota que han sido tratados con esmero y cuidado. No sólo se atribuye la elegancia a las obras sensibles, de la naturaleza como del arte, sino también a las intelectuales.

La elegancia de una demostración consiste en que sea sencilla, acabada, ligera, no recargada, clara, obtenida por medios fáciles, por caminos sencillos, no complicados. Cualidades que podemos encontrar en un escrito, una poesía o en la manera de hablar. Cuando nos hallamos en presencia de una demostración de estas cualidades sentimos un cierto placer estético semejante al que experimentamos al ver alguna obra natural o artificial, que sin dudar llamamos elegantes. Lo más llamativo, lo más ostentoso, no es siempre lo más elegante; es más, casi nunca lo es. Difícilmente sabrá escoger quien no disponga de criterios de selección de acuerdo con un canon estético que es fruto de una conquista conseguida con el paso del tiempo. Por lo tanto, la elegancia es un bien adquirido, una conquista personal, una manifestación de la riqueza interior de quien la posee. La elegancia no radica, por lo tanto, en las formas, sino que éstas son más bien la expresión de una virtud interior que las vitaliza y da sentido La elegancia no es frívola, como lo es el deseo de llamar la atención en sí mismo, sino todo lo contrario: es la expresión de quien ha elegido lo mejor, porque contaba con los criterios necesarios para valorar qué era lo mejor. ¿En qué consiste esa fuerza interior capaz de perfumar con el aroma de la elegancia toda una personalidad y lo que le envuelve? Tal vez el Bien, la Verdad y la Belleza tengan algo que ver con ese ungüento de inapreciable valor que empapa a ciertas personas haciéndolas especialmente atrayentes. Platón decía que lo bello, en tanto se va alejando de lo sensible, va depurándose hasta alcanzar el estatus de la idea del Bien.

El amor y la inclinación a la elegancia están estrechamente unidos a la vida en sociedad. Los demás, es posiblemente, el factor más decisivo que nos impulsa a embellecernos. No obstante nuestra estima también necesita sentirse reconfortada y advertir que somos mirados, es una llamada a embellecernos como modo de merecer la estimación y el reconocimiento propio y ajeno.

El respeto a uno mismo nos hace cuidar tanto el cuerpo como aquello que acogemos en nuestro mundo interior. El equilibrio entre lo que mostramos hacia fuera se sustenta en lo que no se muestra, en lo que valora nuestro espíritu y que nos hace felices. Aquello que no se muestra abiertamente, que encierra un secreto, despierta el explorador innato que busca la causa de todas las cosas; y quiere descubrir lo que en realidad está en sí mismo. La belleza, por ejemplo, está en nuestra esencia, por eso nos deslumbra cuando la vemos reflejada en una flor, en las estrellas, en una mirada… La elegancia se muestra con naturalidad porque el alma necesita expresar en ella misma el mayor grado de belleza, al contrario de la compostura que puede obedecer a querer esconder algo que resulta vergonzoso para su ser interior. Aunque podemos calificar a ambas de contrapuestas, no es así. El ser interior elige brillar manifestando tanto su verdadera esencia, como escondiendo lo que la desluce. Es decir, la elegancia incluye la compostura como aliado insustituible, pero la compostura por sí misma es insuficiente para poder reflejar la elegancia.

La compostura incluye en primer lugar limpieza, ausencia de lo sucio y todo lo que podría afear a la persona. En segundo lugar contiene pulcritud, que es un aseo cuidadoso, el cuidado de la propia presencia para estar en disposición de aparecer públicamente ante quien corresponda. En tercer lugar, compostura es orden, un saber estar que no se refiere sólo a la disposición material de objetos y vestidos, sino al moverse del modo conveniente, en el momento adecuado y, sobre todo, con los gestos adecuados; es honor, reverencia que se debe una persona a sí misma porque se sabe que alberga en sí un ser espiritual que todo lo observa. Ser elegante significa además tener buen gusto. Pero ¿qué es el buen gusto? Es «un modo de conocer», un cierto sentido intrínseco de la belleza o fealdad de las cosas. Es un reconocimiento inmediato que no necesita ser pensado ni analizado. No se aplica sólo a la naturaleza o al arte, sino a todo el ámbito de las costumbres, conveniencias, conductas y obras humanas, e incluso a las personas mismas. Las cosas «de mal gusto» no pueden ser de ninguna manera elegantes. El buen gusto mantiene la mesura, el orden, incluso dentro de la moda, a la que lleva a su mejor excelencia, sin seguir a ciegas sus exigencias cambiantes, sino más bien encontrando en ella nuevos medios de inspiración y la manera de mantener el estilo personal.

Si la elegancia es una expresión natural de un mundo interior exquisitamente trabajado, existe una dimensión innata en algunas personas especialmente sensibilizadas para apreciar la belleza allí donde esté o para crearla. Por otro lado, no hay que olvidar que también depende del cultivo espiritual, de la educación y de la sensibilidad que cada uno haya cultivado.

Para darnos a conocer cómo somos y que nuestra conducta sea elegante, es necesario que nuestro mundo interior también lo sea. Las palabras, los gestos, la ropa, exteriorizan nuestra manera de ser, en definitiva, constituyen un reflejo, una sombra –para utilizar un símil platónico- de lo que realmente es el ser humano: su espíritu.

Como la elegancia anida en el espíritu, desde él se expande como una ola a nuestro cuerpo y todo lo que irradia a través suyo adquiere las maneras más en consonancia con el alma que le vivifica.

La elegancia no se improvisa, sino que se adquiere en un largo proceso de opciones personales: de ahí su valor. Así mismo, está estrechamente vinculada a las ideas. Los convencimientos personales, las tomas de postura, las creencias y, en definitiva, todo aquello que configura la visión del mundo de una persona, se refleja en su comportamiento, creando la manifestación de su forma de ser en su imagen externa. El mundo interior configura el mundo exterior, y es lógico, pues a cada uno nos gusta que nos identifiquen con lo que realmente somos, aunque no hagamos ostentación de ello. De alguna forma, somatizamos lo que pensamos porque necesitamos la coherencia en todo nuestro ser. Cuanta más identificación existe entre los convencimientos personales y el porte externo, la elegancia adquiere un encanto mayor.

La cultura es uno de los principales modeladores del pensamiento, y por lo tanto, de nuestra conducta. Como hemos visto, la elegancia es una cualidad humana que consiste en elegir lo mejor, y la elección es fruto, en primer lugar, de la inteligencia y del conocimiento. Lo más importante de las personas es su universo interior, y no su armario o su coche. Y ese universo interior estructura nuestro pensamiento que luego exteriorizamos a través de nuestras conversaciones y de nuestras acciones. Hablamos de lo que pensamos, y pensamos en función de lo que somos, elegantes o vulgares. La forma de ver la vida tiene también mucho que ver con la elegancia. No es lo mismo estar siempre insistiendo en el lado oscuro de la realidad, problematizarlo todo como sistema, que pasar por alto las incidencias desagradables. La elegancia va siempre unida a la sencillez -no a la simpleza-, por eso las personas complicadas y llenas de contradicciones internas se alejan de la elegancia. La elegancia no obliga, se manifiesta como una suave brisa que perfuma a aquellos que vibran en su misma sintonía.

La virtud es el modo de ser por el cual el hombre se hace bueno y por el cual realiza bien su función o sentido de vida, y es ella la que elige cuál es el término medio en cada momento. La virtud adorna de cualidades inmejorables a un hombre o a una mujer que van a alimentar su elegancia. Nada perfuma tanto al espíritu como la virtud. La verdadera elegancia no es frívola ni superficial, sino todo lo contrario: tiene un peso y una profundidad adquirida con la buena educación desde la juventud y perfeccionada a través del ejercicio de la virtud que da libertad para saber escoger en cada ocasión lo mejor. La virtud es bella para el alma y de esta forma participa del bien y de la verdad, irradiando un aroma capaz de enamorar a quien la percibe.

El respeto a la propia persona, a su dignidad, proporciona los criterios libremente escogidos que no admiten concesiones a quien está firmemente convencido de su valor. Discierne elegantemente qué temas quedan excluidos de las conversaciones. El respeto a los demás también es un criterio orientativo del tono de nuestra conversación y no es agradable escuchar cosas cuando sin ser necesarias conocerlas, puedan herir nuestra sensibilidad.

La elegancia se hace presente si nuestros intereses, lejos de ser vulgares, se centran en ámbitos artísticos y culturales. La moda en sí misma no es una garantía de belleza, pues tal fenómeno sociológico necesita ser sometido a la crítica en función de nuestros propios conceptos estéticos que forman parte de nuestra identidad personal. La elegancia se configura siempre en torno a un sello personal, a un estilo peculiar, en el que puede estar presente lógicamente la moda, pero no de una manera indiscriminada.

El buen uso de la crítica supone el ejercicio de la inteligencia. De las personas inteligentes surgen las críticas interesantes. Criticar no es destruir, sino valorar inteligentemente, con lucidez mental, todo aquello que nos afecta como personas. La Verdad, el Bien y la Belleza son los paradigmas a los que debe remitirse la mente y todo nuestro discernimiento espiritual para saber a qué atenerse a la hora de emitir un juicio. De esta forma, la crítica selecciona y nos ayuda a huir del error, de la equivocación, de la fealdad, de la maldad, de lo vulgar, chabacano, ordinario y repetitivo. La elegancia de cada ser humano tiene algo de irrepetible que únicamente puede darse en él. «Encanto» es la traducción del término francés glamour y si bien, a veces no acertamos a definir, desprende

esta palabra bonitas resonancias. Este tipo de palabras iluminan y perfuman la imaginación y el alma con sólo nombrarlas. El encanto es algo que emana de una persona haciéndola irresistiblemente atractiva. Llama poderosamente la atención, en nuestra sociedad actual, una persona que posea glamour, que se caracterice por su capacidad de acogida y por el respeto hacia los demás y hacia sus opiniones. Recordemos que el respeto nace de un profundo e incuestionable convencimiento de la dignidad de todo hombre y mujer.

Otro rasgo que siempre acompaña a los que poseen el «encanto» o glamour es la serenidad. Una persona serena y mucho más si es inteligente, termina por conquistar la admiración. Sabe escuchar y cuida de no errar por la palabra. Controla la lengua para no caer en incorrecciones y en comentarios inoportunos de los que luego se pueda arrepentir. El que es prudente y discreto, sabe usar igualmente de los silencios como de las palabras y tiene siempre en cuenta, a la hora de dosificarlos, el alcance que éstas últimas pueden tener.

La forma de hablar de una persona, dice más de ella que su vestuario. Nada es tan gratificante para quien busca respuestas claras como escuchar una exposición en donde no estén presentes las contradicciones y las incoherencias La patria de la elegancia es más bien la del discurso ordenado y la de las finas matizaciones; en este territorio también tienen su cabida el sentido del humor y el optimismo, porque la sonrisa siempre es hospitalaria y porque todos estamos necesitados de salir de una charla mejor y más alegres de como entramos. Por consiguiente, la sonrisa es lo mejor que podemos ofrecer a los que nos acompañan. Todo lo que conlleva la sonrisa es también elegante: el buen humor, la alegría, la paz interior, la tranquilidad... Hay quienes para hacerse los interesantes adoptan gestos y actitudes serias, sin darse cuenta del riesgo que corre de parecer ridículo y fuera de lugar. La seriedad como estrategia para distanciarse de los otros o para marcar las diferencias está muy lejos de ser elegante. Sonreír es amar y la sonrisa iluminadora nace del espíritu enamorado de la vida. El vestido es generalmente, una expresión más de nuestra forma de ser, porque al escogerlo buscamos en él una cierta identificación que realce nuestra mejor parte. Un vestido es elegante cuando está en consonancia con nuestra edad, con nuestra personalidad, con nuestra constitución física, con el momento en el que lo utilizamos y cuando reúne condiciones estéticas tanto de diseño como de color. Lo más difícil es saber si un vestido reúne o no estas condiciones y si no se tiene un gusto muy depurado es fácil equivocarse.

No hay nada del adorno de una persona, incluido el vestido, que subraye tanto la personalidad de alguien como el perfume. El universo de las sugerencias más arrebatadoras pululan en el aroma que envuelve a una persona bien perfumada. Distinción, elegancia, encanto, constituyen entre otros el mensaje que emana de una fragancia bien escogida, que es capaz de anticipar o constatar la presencia de una persona. Si queremos que un determinado aroma nos identifique, es preciso que le seamos fieles con el paso del tiempo. A cambio de esa perseverancia, de esa constancia, el perfume nos regala un elemento configurador de nuestra personalidad.

En resumen, la naturalidad de la elegancia es un conjunto de requisitos que despiertan la emoción de admiración de una obra no solo estética, sino similar a la contemplación de una bella obra de arte. Pero no nos conformemos con esta explicación, pues toda obra maestra va más allá de su forma y apariencia formal. Que nuestro paso por la vida, que nuestra presencia rememoren en los demás sensaciones inolvidables.

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