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El misterioso arte de ser valiente

Por regla general, la valentía va asociada al liderazgo, pero teniendo en cuenta que el valor es algo que se tiene o no se tiene, algo que no se puede fingir, podemos decir que ser valiente es un rasgo del carácter que se manifiesta especialmente ante el peligro y la adversidad. Una cualidad que está vinculada a su vez con la determinación, la presencia y el autodominio, es decir, con el liderazgo de uno mismo. De hecho, ser valiente implica creer en ti mismo, confiar en la Vida y confiar en tus posibilidades. Partiendo de esta base, podemos hablar entonces del arte de ser valiente y de su natural contraparte, que es la ausencia de valor o cobardía. Sea como fuere, la cobardía es siempre una reacción instintiva provocada por el miedo, esa omniosa sensación de amenaza que es capaz de polarizar nuestro estado de ánimo y modificar nuestra conducta de una forma radical, llegando incluso a paralizarnos, cortocircuitando nuestra conciencia y nuestro discernimiento.

Esto nos lleva a preguntarnos ¿de dónde surge realmente el valor? ¿Cuál es el manantial, la fuente de eso que llamamos tener valor? Cuando alguien actúa con esta cualidad, decimos que «ha actuado valientemente»; por lo tanto, el ejercicio del valor se convierte en una virtud que es la valentía. Palabra de origen latino que en el mundo Romano dio origen incluso a ciudades como Valentia. Si ser valiente es ejercer la cualidad del valor ¿Qué sería entonces el miedo? Para empezar, el miedo no tiene entidad en sí mismo, es la ausencia de valor; de igual forma que el frío no tiene entidad propia, es ausencia de calor y aunque podamos pensar que la oscuridad tiene presencia e identidad en sí misma, en realidad no es más que ausencia de luz. En ese sentido, muchos filósofos afirman que el valor es una cualidad inherente al ser, a nuestro yo esencial, lo cual significaría entonces que se trata de una virtud espiritual, una cualidad que es consustancial al espíritu humano. Ahora bien, si es cierto que somos innatamente

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valientes ¿por qué entonces el miedo suele estar tan presente en nuestras vidas? ¿por qué en ciertos momentos puede llegar a condicionar nuestra conducta, nuestras decisiones y nuestras palabras de forma tan radical y categórica cada vez que nos sentimos atenazados y bloqueados por el miedo? Esto nos hace preguntarnos cuáles son las causas ocultas del miedo. La primera es, sin duda, LA FALTA DE CONEXIÓN CON UNO MISMO. Cuando no estamos conectados con nuestro Yo esencial, nuestro ser intemporal, nos sentimos desorientados y envueltos en la niebla, como si hubiéramos perdido nuestro eje interior de conciencia. Nos hallamos, valga la metáfora, fuera del eje, enajenados, pues al no estar en conexión con nuestro verdadero Ser y todo su potencial, nos falta el valor. Otro motor causal del miedo es la FALSA CONVICCIÓN DE QUE PODEMOS CONTROLARLO TODO, incluso el riesgo, la adversidad o el infortunio. Creemos que si planificamos y analizamos muy bien las cosas podemos controlarlas, pero de pronto surge un factor X, un accidente, una enfermedad o una pandemia como el coronavirus y el suelo desaparece bajo nuestros pies y todo lo que parecía firme, seguro, real, consistente y sólido en nuestra vida, de pronto se tambalea y parece que hasta el cielo va a desplomarse sobre nuestras cabezas; y es entonces cuando aparece en escena el miedo. Ante este tipo de miedo que es la incertidumbre, lo único que puede inmunizarnos es la aceptación. Pero aceptar la realidad no significa resignarse, sino ver las cosas tal como son, y para eso, hay que empezar por reconocer que no podemos controlarlo todo y que en cualquier momento la vida nos puede sorprender. Se trata básicamente de adoptar una actitud abierta y receptiva ante la vida, estar abiertos a lo inesperado, a lo imprevisto e incluso a lo incomprensible. Porque si no, cuando aparezca el factor X, el susto, la frustración y el disgusto será doblemente grande y puede llegar a bloquearnos. Si programamos nuestra mente para que reconozca la existencia del «factor riesgo», estaremos mucho más preparados cuando surja lo inesperado, pues como decía el sabio egipcio Anjsesongy: «Quien enfrenta con valentía la desgracia… no sentirá todo el rigor del infortunio». Otra causa del miedo son LAS CREENCIAS LIMITANTES DE NOSOTROS MISMOS que hemos ido alimentando desde pequeños a raíz de ciertos momentos en los que tuvimos que enfrentarnos a determinados peligros, reales o imaginarios. Situaciones de gran responsabilidad y estrés en las que sentíamos que nos jugábamos todo y que nuestra vida o nuestro futuro dependía de ese examen, esa prueba, esa entrevista, ese instante crucial. Situaciones en las que no supimos actuar valientemente con decisión, seguridad, firmeza y aplomo, sabiendo bien lo que teníamos que hacer. El problema es que cuando nos enfrentemos de nuevo a una situación difícil, puede que aparezcan esas creencias limitantes y nuestra mente nos diga «que la cosa pinta fatal», que «igual de esta no salimos»; y si le haces caso y te lo crees, lo más probable es que te desanimes

y que te invada la duda, el miedo y la incertidumbre, haciéndote actuar de forma insegura, dubitativa, ambigua o cobarde. Otra causa importante del miedo es la MENTE SALTIMBANQUI o MENTE DE MONO. Esa que siempre está comentando, comparando, juzgando y criticando, y parece empeñada en no darnos tregua ni sosiego, ya que continuamente estamos recibiendo miríadas de bits de información sensorial que provienen de nuestras percepciones visuales, auditivas, táctiles, olfativas etc. Son sensaciones que a su vez desencadenan en nuestra mente diversos procesos cognitivos, emocionales, etc. De hecho, según algunos estudios podemos tener más de 36.000 pensamientos en un solo día. Esta vocecita mental es como un comentarista radiofónico que todo lo señala, lo critica, lo etiqueta, lo compara, y cuando nos enfrentamos a una situación difícil en la que el miedo, la inseguridad e incertidumbre flotan en el ambiente puede condicionar mucho nuestro estado de ánimo, haciendo que nuestras certezas se tambaleen y nos invada el miedo, cortocircuitando nuestra fuente interna del valor. ¿Y cómo podemos evitar eso? Para aquietar la mente saltimbanqui debes entrenar tu foco de atención, teniendo en cuenta que educar a la mente dual es como adiestrar un cachorro, al que hay que marcarle con amor, paciencia y firmeza cual es la conducta correcta y cuáles son los límites. De esa forma, cuando estamos concentrados en un trabajo o una idea, la mente puede sugerir mil temores, fantasías o problemas, y tenemos que decirle con amable firmeza y autoridad «¡Ahora no! ¡Ahora necesito silencio para poder resolver este tema!» Cultivar esta sana autodisciplina mental es muy útil para poder tener un buen foco de atención dirigida y un eficaz poder de concentración. Asimismo, relacionado con la mente inquieta hay un elemento causal del miedo, vinculado a las redes sociales, que es la intoxicación o saturación informativa. No olvidemos que el sensacionalismo vende porque despierta en la psique cierto tipo de curiosidad morbosa, pero el problema añadido es que además es adictiva y una vez que la mente entra en esos pantanos, queda atrapada en un bucle de negatividad, miedo y angustia del que es muy difícil salir. Por eso, lo mejor es dedicar el menor tiempo posible a las redes sociales y no prestar atención a los rumores sensacionalistas. No obstante, si lo mantienes a raya el miedo puede ser útil porque te advierte del peligro y te pone alerta. Pero hay que mantenerlo a distancia, porque si le dejas entrar en tu corazón se apodera de él, se asienta en tu casa y a partir de ahí es él quien manda. Si dejas que el miedo polarice tu conciencia será tu miedo el que tome las decisiones por ti; tu miedo el que hable por ti y el que decide si actúas o te quedas quieto, impidiéndote hacer lo que sabes que tienes que hacer, pues ahora él se habrá convertido en tu amo y señor. Por eso, una cosa es tener miedo y otra muy distinta es que el miedo nos

tenga a nosotros. En todo caso, es obvio que la mayor parte de miedos surgen cuando nuestra mente evoca aquellas frustrantes experiencias del pasado que no supimos gestionar bien o imagina funestos peligros y desgracias que amenazan nuestro futuro; con lo cual, la clave de oro es no vivir en el pasado o el futuro, sino en el presente; vivir plenamente en el aquí y en el ahora (mindfulness). Respecto a esas voces mentales que nos provocan miedo, hay que saber tratar con ellas, y para eso no conviene olvidar que el miedo es un chantajista emocional, un asesino de sueños, un saboteador de esperanzas y un terrorista mental. El miedo mental es peligroso, porque si te dejas convencer por él, te desanima y mina la seguridad en ti mismo para que no hagas lo que te habías propuesto hacer. De hecho, si dialogásemos con él y le preguntásemos: «Suponiendo que te haga caso ¿tú qué me ofreces a cambio?» él nos diría «Yo nada, solo que te quedes quieto»; entonces tendríamos que responderle: «Vale, prefiero actuar según mis propias convicciones y decisiones, aunque pueda ser arriesgado, a no hacer nada como tú me propones, así es que no me interesa seguir escuchándote».

Es bueno estar atento y ser prudente, pero no podemos vivir con miedo. El piloto toma medidas de seguridad, pero no puede volar con miedo; el cirujano toma precauciones, pero no puede operar con miedo. No se puede pensar y decidir con miedo porque vivir con miedo es malvivir, es construir una mazmorra dentro de ti mismo donde el alma encarcelada clama por salir. Y llega un momento en que vale más la pena arriesgarse, dar la cara, afrontar el peligro y asumir el riesgo de triunfar o fracasar, incluso de salir dañado en la experiencia; que pasar la vida huyendo de un posible peligro que a lo mejor no ocurre nunca. Pues cuando llegue nuestra hora, nada podrá evitar que crucemos a la otra orilla. Pero como no sabemos cuándo será, podemos ser precavidos, pero sin volvernos neuróticos, maniáticos o hipocondríacos; ya que eso sería vivir en un estado de psicosis y pánico permanente, pues como dice el refrán: El cobarde muere mil veces, el valiente muere solo una vez. ¿De dónde nace entonces ese misterioso poder que nos hace valientes?. Yo pienso que de la conexión con uno mismo, de conectarte con tu propio corazón, de ser consciente que el riesgo de vivir es que puedes enfermar y morir; tenerlo asumido, estar preparado por si eso ocurre para poder vivirlo con altura y dignidad. Esta dignidad de la que hablo no es algo «de cara a la galería», se trata de la dignitas, el «respeto de uno mismo», respeto de tu propio ser, el respeto que nace de saber que tu eres un ser vivo, un ser consciente y, en esencia, un espíritu inmortal. Somos luz condensada y hasta la física cuántica lo dice: onda y partícula. Nos corporizamos como partícula y nos sutilizamos de nuevo tras la muerte, porque somos espíritus de luz, somos pura conciencia. Eso no quita que el trance de la muerte sea el examen más difícil que tenemos que pasar en toda nuestra vida. Pero, aunque no sepamos cuándo nos van a poner ese examen, sí sabemos que va a llegar; por lo tanto, lo que sí podemos hacer es prepararnos para encarar ese trance con

la mayor fortaleza, templanza y elegancia moral posible. Como es algo inexorable que tarde o temprano va a ocurrir, al menos que cuando llegue no nos vea temblar de miedo; sino que podamos mirar a los ojos a ese severo examinador final que es la muerte y decirle: «Mira, he hecho todo lo mejor que he podido y sabido, así que no he tengo nada de qué arrepentirme». ¿Quién tiene que temer ese final, si durante todo este proceso que llamamos vida, se ha esforzado en ser cada día un poco mejor persona; en ayudar a los que tenía a su lado y, aunque no siempre lo haya logrado, al menos puede ofrendar con orgullo ese esfuerzo continuo de mejorar como ser humano? Por tanto, el miedo es un entrenador duro y severo, pero hay que mantenerlo a distancia, verlo con el rabillo del ojo y decirle: «Te reconozco, pero yo soy yo y hago lo que tengo que hacer. No voy a modificar mi conducta porque tu me estés amenazando. Yo soy libre de elegir mi destino». Lo cierto es, que en el fondo de todo miedo, detrás de todas las máscaras del miedo, hay un único gran miedo, que es «dejar de existir». Pero ese gran miedo es

un espejismo, una ilusión. Si realmente nos conectamos con nuestro propio corazón, si aprendemos a escuchar esa voz que resuena como una divina melodía dentro de nosotros mismos; si aprendemos a respirar en paz y a reservarnos esos espacios de calma y armonía que nos aporta la meditación; si podemos abrazar el silencio dentro nuestro y prestamos atención, la voz que oiremos es la voz de la vida, no la voz la muerte. La voz que vamos a escuchar es la voz del «Ser», no la del «no ser». La Tradición Sapiencial enseña que: «Cuando el hombre está en conexión consigo mismo, está en estado de presencia». Eso es lo que espanta a todos los miedos: la presencia. Si estás con presencia de espíritu, los miedos se evaporan como nubes de humo; e incluso, el gran miedo, que no es otro que la omniosa presencia de la muerte, te puede mirar y hasta te puede respetar. Porque pase lo que pase, y vayamos donde vayamos, no vamos a dejar de ser. El Ser fue, es y será siempre. No hay nada que temer, somos seres de luz. La vida es una escuela de aprendizaje, un curso más en el gran rio de la eternidad en el que vamos poco a poco aprendiendo a alcanzar la perfección en el arte de vivir.Como decían los antiguos egipcios:

Que las plantas de tus pies caminen por el sendero de la verdad y la sabiduría y que te reencuentres contigo mismo; porque cuando lo hagas, te reencontrarás con con la vida y te reencontrarás con el universo.

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