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La vida

Ricardo Graña Ballesteros baja a todo correr las escaleras del metro, pidiendo paso con una amabilidad fingida y apresurada al resto de viajeros y saltando los escalones de dos en dos. A cada recoveco de los laberínticos túneles y a cada nuevo tramo de escaleras se maldice por vivir en una de las zonas de la capital más transitadas y con más desnivel entre el exterior y el túnel del metro que debe coger. Saca el móvil del bolsillo interior de la chaqueta, echa un vistazo a la hora, contando los segundos que está desperdiciando con tal acto, aprieta las mandíbulas cuando el minutero avanza y aprieta el paso. El móvil se le resbala debido al sudor y al agacharse para recogerlo lo patea y el aparatito sale despedido hasta chocar contra los pies de una señora algo mayor que él quien, con una lentitud pasmosa, se agacha a recogerlo. Antes de que tenga la oportunidad de tender el brazo para devolvérselo, Ricardo se lo arrebata de las manos y continúa con su particular sprint. —¡De nada! —oye que grita la señora. —Encima voy a tener que dar las gracias, no te jode — masculla sin detenerse a mirar ni a pensar. Al fin alcanza el andén, busca nervioso el cartel luminoso y suspira aliviado al ver que aún quedan dos minutos para que aparezca su transporte, tiempo que aprovecha para reparar en la pantalla rajada, apretar los puños, negar con la cabeza, sacar los cascos, enchufarlos al móvil, colocarlos en sus oídos, seleccionar la lista de reproducción de la app de música, revisar los titulares de las principales noticias del día, extraer un libro de su maletín de cuero, abrirlo, buscar la página adecuada y empezar a leer a toda velocidad, en diagonal, la única forma con la que ha descubierto que puede hacerlo sin que le suponga una total pérdida de tiempo. Una vez en el interior del vagón y, como ya es habitual, no consigue sentarse, así que se establece frente a una barra, pone a buen recaudo sus pertenencias y continúa leyendo, al tiempo que escucha música y piensa en las tareas que le esperan cuando, en aproximadamente veintisiete minutos consiga llegar a la consultoría donde trabaja. Aún le saca más partido al trayecto en metro y, de forma paralela a las actividades que ya realiza, deja un hueco en su mente para pensar en el fin de semana que le toca pasar con sus dos hijas. Así pues, planea el momento de irlas a buscar, la charla insustancial y cargada de velados rencores que tendrá con su ex, la película que irán a ver al cine, el paseo posterior por el parque del Retiro, el helado que les comprará y que solo las niñas disfrutarán, porque él estará calculando calorías y transformándolas en tiempo futuro invertido en el gimnasio para quemarlas, el momento de devolvérselas a su madre, el típico juicio, a veces sincero y otras veces no, de que el fin de semana ha ido genial, y la libertad que recuperará en el momento de volver solo a su casa.

Su mente trabaja tanto y a tal velocidad que cuando el metro llega a su destino, Ricardo ya tiene toda la semana planificada, lo que le lleva a sentirse un superhéroe del siglo XXI, un gurú del tiempo y de la organización, un monje tibetano de la vida moderna. Y no solo eso, sino que cuando se detiene a observar las páginas del libro que deja atrás, se siente tan orgulloso de su capacidad para trabajar en paralelo que incluso se golpea en el pecho, esbozando una enorme sonrisa de satisfacción. Es ese el momento en el que su perfecta mente le recuerda la cita del médico con su madre y toda su satisfacción, así como su sonrisa, caen en un pozo de lodo y mierda. —¡Joder! —susurra, provocando las miradas curiosas de un grupo de adolescentes a los que está adelantando.

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Toda la semana se le acaba de ir al traste y no le queda otro remedio que volver a empezar a planificar, pero sabe que ya no le va a dar tiempo a hacerlo antes de llegar a la consultoría y, una vez allí, no va a tener tiempo de hacer otra cosa que no sea recibir a los primeros clientes y empezar con el bullebulle propio de la jornada laboral. Lo peor de ese último recordatorio no es la re-planificación a la que va a ser

sometido, sino la propia cita en sí. Una revisión destinada a evaluar el progreso de la cruel enfermedad que aqueja a su madre desde hace ya algunos años, un progreso continuo y demencial, vacío de esperanzas y que tiene nombre y apellidos. El nombre es demencia y el apellido Alzheimer. El jueves por la tarde le toca invertir su escaso y, por ende, valioso tiempo en acompañar a una persona que ni le recuerda, ni lo va a hacer, para que, en el mejor de los casos, alguien vestido con una bata blanca le diga que el deterioro cognitivo no está siendo muy acusado. ¡Bravo! Una gran noticia. —Hola, mamá —dice nada más verla, antes de acercarse y plantar el beso de rigor en la arrugada mejilla de quien una vez fue su madre—. ¿Lista para el médico? —¿El médico? —Sí, ¿recuerdas? Hoy tenemos una revisión. —Vale —responde su madre—. ¿Y qué me va a revisar usted? —Yo no, mamá. Yo no soy el médico. —¿Y quién eres? —Soy tu hijo, ¿recuerdas? —¿José Luis? —Ricardo. José Luis vive fuera. En Cáceres. —¡Ay, Cáceres! ¡Qué ciudad tan bonita! ¡Cáceres! —¿Te acuerdas de Cáceres?

Su madre niega con la cabeza. —Pero sé que es bonita. Lo siento aquí —dice tocándose el pecho. —Pues qué bien. ¿Vamos? —¿A dónde? —Ricardo suspira frustrado e impaciente—. ¡Al médico, ya lo sé! Te tomaba el pelo. Hay que ver qué poco sentido del humor tienen los jóvenes de hoy en día. Si mi hijo te viera… —¿José Luis? —No, el pequeño, Ricardo. Ricardo no entra en la consulta con su madre. No lo hace desde hace un tiempo, desde que decidió que ya bastaba de abandonarse al sufrimiento que suponía ver cómo aquella extraña anciana que ocupaba el cuerpo de su madre ni siquiera era capaz de averiguar el día, la hora, el mes o el año en el que continuaba viviendo. No obstante, desde el interior de la consulta le llega el sonido de lo que parecen ser carcajadas, así que Ricardo detiene los recuerdos en los que está inmerso, en concreto el recuerdo de aquella vez que su madre le acompañó al centro de salud y él, un preadolescente, le dijo que quería entrar solo a ver al doctor, y se esfuerza por escuchar los ruidos del interior de la consulta. Al cabo de un rato, la puerta se abre y la doctora Gracia le indica que pase. —Menuda fiesta tienen aquí montada —dice en una clara y juiciosa acusación que señala la poca profesionalidad que él considera que se ha mostrado con tanta risa. —Es que soy una bromista, ¿sabe, señor? —le responde su madre—. La bromista Lourdes…—rebusca en su memoria tratando de pescar sus apellidos y, cuando estos no muerden el anzuelo, se da por vencida, sin dejar de sonreír—. Lourdes a secas, ¡qué más da! —Te llamas Lara, mamá. —¿Sí? Pues eso sí que me fastidia. Me gustaba mucho más Lourdes.

La doctora y su madre comparten una sonrisa cómplice y ambas vuelven a reírse. Cuando la risa cesa, la doctora se vuelve hacia Ricardo. —¿Podría hablar con usted a solas un minuto? Ricardo se encoge de hombros y asiente, aunque sin entender demasiado bien la petición de privacidad. El cerebro de su madre es incapaz de retener absolutamente nada de lo que ocurre, por lo que considera que cualquier intento de ocultarle información es baldío. Se le podría decir que el mundo va a terminar mañana que a ella le daría exactamente lo mismo. —Bueno, Ricardo, tengo buenas noticias que darle.

—¡Ah, sí! ¿Qué ocurre? ¿Está recuperando la memoria? —pregunta con el tono más sarcástico que es capaz de generar. —No, me temo que no. De hecho, la enfermedad continúa avanzando tal y como se espera. Eso no va a cambiar. —Entonces, ¿qué buenas noticias tiene que darme? —Su madre parece feliz y, créame, veo muchos pacientes con la misma enfermedad que su madre y ninguno mantiene un estado de ánimo tan bueno. Es una mujer excepcional. Ricardo se enfurece ante tal confesión y, aunque está a punto de expresarle la mala hostia que esas palabras le están produciendo, consigue contenerse lo justo para no gritar. —¿Y qué más da que sea feliz? ¿Qué más da si no va a poder recordarlo? Dentro de diez minutos, cuando entremos en el coche, ya no se acordará ni de usted, ni de sus bromas ni de nada. Así que no me cuente cuentos de hadas. La única verdad es que está enferma y va a seguir estándolo hasta que se muera. Y cada vez va a ser peor. ¿A quién le importa que sea capaz de reírse cuando ni siquiera es capaz de recordar a sus nietas?

La doctora aguanta la mirada y la bronca con actitud estoica, realiza un mohín de desagrado y se sienta en su silla. —Es una lástima que lo vea así. Si fuera capaz de ver más allá… —¿Más allá? Escúcheme una cosa, doctora. No hay más allá. Somos nuestros recuerdos y nuestras experiencias. Si no tienes eso, no eres nada. La doctora está a punto de rendirse, pero algo la impulsa a hablar, aún a riesgo de aumentar el enfrentamiento con el tipejo nervioso que tiene delante. —Lara no tiene esas cosas, pero sí es algo. Es feliz —y entonces, aunque no cree que sea prudente hacerlo, decide que va a atacar—. ¿Puede usted decir lo mismo? —¿Disculpe? —¿Puede usted decir que es feliz? Ricardo rebuzna, estruja el gesto y niega con la cabeza; no en señal de respuesta, sino en señal de arrogancia y superioridad. —Yo creo que no lo es. —¡Pues claro que no lo soy! Si supiera cómo es mi vida, tal vez lo entendería. ¿Y quiere saber algo más? ¡Qué me importa una mierda lo que piense! ¡Buenas tardes!

En el trayecto de regreso a la residencia repasa una y otra vez cada palabra, gesto y emoción con la que se ha enfrentado con la doctora, mascullando insultos, apretando las mandíbulas e imaginándose nuevos discursos que debería haberle dicho y que le escocerán durante días. No abandona la consulta hasta que se detiene en el aparcamiento de la residencia y se gira hacia su madre. —¡Pues ya está! ¡Ya hemos llegado! Te ayudo a bajar, ¿vale?

—Mejor que no —responde su madre, seria, mucho más seria que habitualmente. —Venga, mamá, joder, que se me hace tarde y tengo muchas cosas que hacer. Su madre ignora el comentario, cierra los ojos, inspira por la nariz hasta que sus pulmones se llenan de vida y suelta el aire lentamente por su boca. Cuando termina mira a su hijo y sonríe. —Hazlo conmigo. —¿El qué? —Respirar. —¡Venga ya, mamá! ¡Que no tengo tiempo ahora para estar respirando y… ! Su queja se interrumpe cuando recibe tal bofetón que los dientes se le mueven. Antes de saber qué ha ocurrido, se lleva la mano a la mejilla y observa a su madre con los ojos bien abiertos, incapaz de comprender, incapaz de creerse lo que acaba de suceder. —¡Ese es tu problema, Ricardo! —le habla su madre. Su madre de verdad, Lara Ballesteros Peña, en todo su esplendor y buen hacer—. Siempre has querido estar en un lugar diferente al que estabas. Siempre has estado viviendo de lo que te pasó o viviendo de lo que te pasará. Pero ni una puñetera vez has sido capaz de vivir donde estabas viviendo. —¿Sabes quién soy? —consigue preguntar al fin. —Pues claro que lo sé. Un pobre infeliz. —Soy tu hijo, mamá. —Sí, lo sé, Ricardo Graña Ballesteros. Yo te puse el nombre. Y también eres un pobre infeliz. —Pero tú… tú… —Yo, ¿qué? Estoy enferma, ya lo sé, ya. Y ahora mismo no recuerdo gran cosa, ¿sabes? Sé que eres mi hijo, sé que tengo dos nietas, aunque ni me acuerdo de ellas ni sé cómo se llaman. Y sé que eres un infeliz. Y sé que eso me entristece, porque yo no te enseñé a ser así. Incluso ahora estás más pendiente de que te recuerdo y de lo que eso puede implicar para el futuro que de vivir este momento. Eso es lo que te hace infeliz. —Eso no es justo. ¿Cómo quieres que sea feliz si estás enferma, si la mayoría de los días no sabes ni quién soy? —¡Ahora lo sé! ¿No lo entiendes? ¡Deja ya de una vez en pensar en mañana o en ayer! ¡Deja de pensar en lo que está pasando ahora! ¡Solo tienes que dejarte llevar por el momento, prestar atención a lo que estás viviendo, salir de tu puñetera mente, hijo mío, y vivir! Ricardo se queda en silencio y observa a su madre, sin saber muy bien qué decir. —Haz esto conmigo. Cierra los ojos y respira.

Y lo hace. Se abandona al momento y al acto tan simple y rutinario de respirar y, sin saber cómo ni por qué, consigue disfrutarlo como nunca lo ha hecho. Sonríe al abrir los ojos y asiente en dirección a su madre. —Funciona —confiesa. —Pues anda que si no le funcionara el coche, señor, bien íbamos. ¿A dónde estamos yendo, por cierto? Esa será la última vez que su madre se acuerde de él, como si solo hubiera regresado de entre las sombras para regalarle aquel mensaje, como un último obsequio tan valioso como mil vidas. Y entonces aprende a comer helados, y a estar con sus hijas, y a ver películas, y a coger el metro y a escuchar su música y a leer los libros y a hablar con su ex. Y se da cuenta de que antes hacía todo eso, pero sin saber. Y ahora que sí sabe, aprende lo que significa ser feliz. Y el día que su madre muere, él la entierra y llora, y está ahí, y no recuerda los momentos con su madre, sino que deja que esas emociones también le atraviesen y le hieran porque así siente que está vivo y no son emociones malas, ni tampoco buenas, solo son emociones y las emociones son la vida. —Gracias por todo, mamá.

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